Memoria de la nieve

Desde Ibiza, Antonio Colinas lo escribía recientemente: «En el principio, fue la nieve. Si yo ahora cerrara mis ojos y, al cerrarlos, pretendiera hacer una recapitulación de palabras, sueños y vivencias, surgiría un solo símbolo; un solo recuerdo, el de la nieve. La nieve de uno de aquellos inviernos leoneses que no se ha vuelto a repetir». Hace algún tiempo, yo había escrito un libro entero para decir lo mismo («La nieve está en mi corazón como el silencio en las habitaciones de los balnearios: densa y profunda, indestructible. / La nieve está en mi corazón como la hiedra en las habitaciones donde nacimos»). No sé si, entre los dos, lo habremos conseguido.

Siempre, por estas fechas, los caminos españoles se borran con la nieve (ahora mismo en Madrid, mientras escribo). Accidentes, aludes, avalanchas, pueblos incomunicados, carreteras cerradas o sólo practicables con cadenas comparten estos días las noticias con las imágenes del esquí y las fotografías falsamente navideñas. Es la cara y la cruz, el envés y el revés de un símbolo polisémico, de un fruto inseparable del invierno, deseado y temido al mismo tiempo. Nada de esto significa, sin embargo, la nieve para mí.

Para mí y para quienes, como yo, convivieron con ella en la niñez, la nieve es nuestra memoria y, también, seguramente, forma parte de nuestra identidad. Decía Alberti una vez que él no recordaba el mar, sino que el mar formaba parte de él. Lo mismo podría decir yo respecto de la nieve.

Mis primeros recuerdos están todos impresos en la nieve. Nieve de Vegamián, alta nieve imposible que el hombre y el progreso convirtieron en locura. Nieve de La Matica, campesina y humilde, como sus gentes. Nieve de la ribera cuando, en Vegas, el fuego ahuyentaba los miedos en la noche. Hay una nieve, sin embargo, que perdura en mi memoria con más fuerza que las demás. La nieve de aquel valle de carbón donde quedaron enterrados para siempre los primeros inviernos de mi existencia. Yo tenía pocos años y, en Olleros, el invierno se prolongaba durante varios meses. Muy temprano, con el sueño colgando todavía de mis ojos, mi madre me llamaba y, tras desayunar, encogido bajo el abrigo, bajaba hasta Sabero hundiéndome en la nieve hasta perder completamente la sensación de frío. Después, a la caída de la tarde, desandaba el camino. Lo recuerdo como si fuera hoy. La luz de la cocina. El vapor de la leche. Los cristales helados por el amanecer. Recuerdo aquel abrigo y el dolor de las uñas amoratadas y de las orejas llenas de sabañones. Pero, sobre todas las cosas, sobre el vapor de la leche y de la cocina, sobre el olor de la estufa de leña, sobre la imagen del castillete que despertaba entre las montañas al mismo tiempo que yo, recuerdo a aquellos hombres que, a la ida y a la vuelta, se cruzaban conmigo camino de la mina. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Mucho más del que la memoria podría por sí sola iluminar. Pero hay recuerdos que permanecen adheridos a los ojos y que rescatan la sensación primera proyectando sobre el paisaje el reflejo de otra luz, arrancándole al tiempo imágenes perdidas, convirtiendo en memoria la mirada y el alma. Quizá porque la nieve sólo es espejo de un tiempo en el que la vida no tenía otros colores que el suyo.

La Crónica de León, 18-I-1987