Los italianos ya han dado el primer paso. Desde ahora, en algunas escuelas de Roma y de Milán y, pronto ya, en todos los colegios del país los estudiantes que lo deseen podrán sustituir la tradicional clase de religión por otra de ecología. Estaba claro que, más tarde o más temprano, tenía que ocurrir.
El nuevo panteísmo que la ecología representa no merecía, sin embargo, tan desgraciado fin. Tras el antropocéntrico optimismo que la revolución industrial, en el pasado siglo, y la explosión de la tecnología, en el presente, supusieron, la ecología había venido a tratar de restaurar una vez más ese deseo de retorno a la naturaleza que, de manera cíclica, cada determinado tiempo se repite. Hasta ahí, la ecología bebía, pues, en el manantial del romanticismo, esa sensibilidad que «a la conciencia de la escisión entre el hombre y la naturaleza responde con una desesperada, con una desmesurada nostalgia de una plenitud que tal vez, en algún momento, no fue ajena a la condición humana» (Rafael Argullol, La atracción del abismo).
El error de los ecologistas ha sido el de pensar que ese retorno al paraíso original es todavía posible. La grandeza —y la tragedia— de los filósofos de la naturaleza (Herzen, Hegel, Schopenhauer) y de los artistas del Romanticismo (Friedrich, Goethe, Rottman, Rilke) era precisamente esa conciencia de la desposesión que se tradujo, en una primera instancia, en desamparo existencial y, luego ya, en torturado y crítico escepticismo. El hombre del Romanticismo se sentía expulsado de la naturaleza, arrojado del paraíso; pero, al contrario que los ecologistas, sabía y asumía la imposibilidad de cualquier tipo de retorno y, en el fondo, lo que buscaba era esa constatación. Los paisajes solitarios, la nostalgia de otro tiempo, la belleza mortal de las ruinas se convertían, de ese modo, para ellos en experiencias de destrucción. Los ecologistas transitan, sin embargo, por caminos menos derrotistas. Han preferido la religiosidad del campo a la corrosividad del romanticismo. Y, así, aquella pátina etérea que les empapó en su origen (y que hizo que fuera en Alemania donde prendiera con mayor fuerza) ha devenido con el tiempo en un nuevo y renovado panteísmo. Otras son, tal vez, ahora las reglas por las que se rige éste; otras sus supersticiones. Pero los dioses son parecidos. Y, así, aquella edad de oro que los surrealistas buscaron en los sueños y los renacentistas en la memoria de los antiguos pretende ahora encontrarse —un poco a la manera franciscana— en la naturaleza, como si en todo este tiempo la naturaleza y el hombre no se hubieran mutuamente destruido.
Estamos indefensos en medio de un entorno cada vez más inhóspito y hostil, es cierto; pero, también, y sobre todo, ante nosotros mismos. La anhelada armonía, el deseado retorno a una naturaleza en la que poder fundirnos y conseguir así la plenitud de nuestra condición humana son ya empresas imposibles. El bucolismo franciscano no puede sostenerse ni siquiera como hipótesis cuando la historia ha desterrado toda inocencia de la tierra. El panteísmo sólo cabe como fetiche mitológico o como pieza arqueológica. Entre la desposesión romántica y el optimismo de los tecnócratas, la ecología estaba condenada a convertirse en una nueva mística, en una religión, en una asignatura.
El País, 24-XII-1986