Dice Cunqueiro (lo decía ya en un artículo de 1976) que es el nuestro un país con un terror enorme a las encrucijadas. Es lógico. Nuestra historia es un complejo y desgarrado laberinto, suma de historias y encrucijadas múltiples, y la memoria de todos nuestros pueblos y ciudades está llena de fantasmas dispuestos a atacar a los viajeros en cada cruce de caminos. Se me antoja, no obstante, que, junto a ese terror, el español experimenta al mismo tiempo una extraña atracción y una innegable complacencia en su descubrimiento. El enigma (y la razón final) de las encrucijadas tiene su explicación precisamente en la propia sustancia de la duda.
Ningún pueblo, ningún hombre elige nunca plenamente; son condicionamientos y factores exteriores los que, al final, acaban muchas veces decidiendo sus destinos. Y aun en ellos la duda seguirá siempre acompañándolos como una maldición irreductible. En las encrucijadas, sin embargo, ningún dato exterior señalará al viajero su camino. En las encrucijadas, los rumbos se confunden hasta el punto de hacer casi imposible la elección. Pues, aunque conozcamos por las leyendas populares y los cuentos que el lobo ataca siempre por el camino de la izquierda y la peste y las ánimas en pena por el de la derecha, no es menos cierto lo que el propio Cunqueiro, citando al antropólogo suizo Charles F. Ramuz, decía: que un hombre puesto en el centro de una encrucijada, a medida que va girando sobre sí mismo, tendrá todos los caminos a su izquierda y también a su derecha.
El problema de España es que siempre se ha creído en una encrucijada. La tragedia de los españoles es que nunca hemos sabido bien en qué lugar y en qué momento vivimos. Ahora faltan, por ejemplo, trece años para el 2000 y aquí seguimos sin saber muy bien si mirar hacia atrás o hacia delante, si echar a caminar más allá de nuestros límites geográficos o quedarnos contemplando eternamente los restos del naufragio del franquismo. Pasamos, eso sí, con naturalidad pasmosa y en apenas unos días, sin quiebra del equilibrio ni reflexión alguna, del autarquismo prehistórico a la posmodernidad, del compromiso militante a la movida, pero, en el fondo, seguimos debatiéndonos en una incertidumbre hamletiana que nos lleva a poner una vela al dios de Europa y otra al diablo del tercermundismo.
Sobre todo, en el terreno de la cultura. Superadas, por fin, las servidumbres ideológicas que la anormalidad en que hasta hace poco vivíamos convertía en decisivas, llegada ya la lógica apertura hacia esos problemas radicales sobre los que siempre ha gravitado la atención del arte, la cultura española se empeña, sin embargo, en ampararse —para no seguir su camino— en el terror a una encrucijada que sólo existe ya como impostura y en exculpar su dejación sobre la base de una crisis de valores (llámese crisis, hastío o desencanto) que, además de exprimida hasta el cansancio, en los más de los casos encubre únicamente el miedo a la derrota o a la mediocridad.
Sobre la desolación de tantas vías muertas, entre el provincianismo vertebrado de otro tiempo y el cosmopolitismo de salón que ahora viene a querer sustituirlo, alientan los fantasmas familiares de una cultura que cubre su indigencia sempiterna con la riqueza repentina de una universalidad de cartón piedra y un impostado mimetismo. Una cultura autocomplaciente y hueca que, en el fondo, lo único que encubre es su falta de valor y su miedo cerval a enfrentar con decisión la gran página en blanco del futuro: ese lugar en el que, nos guste o no, habremos de pasar el resto de nuestros días.
Por eso, yo, como Cunqueiro y los gallegos viejos, me santiguo en la encrucijada sin nombrarla y sigo, solitario, mi camino.
El País, 2-X-1986