Una de las cosas que me animó a escribir este libro fue pensar que en él podría decir las cosas con total libertad. Tal como se las contaría a un amigo. Sin censura. Sin pito. Sí, porque los que hemos trabajado en la televisión tenemos el trauma del pito. Ese piiii que suena cada vez que decimos una palabra “no adecuada”, y que muchas veces tapa la frase entera, quitándole gran parte de su gracia. A menos que el espectador sea tan imaginativo que sea capaz de escuchar detrás del pito una palabra que es, a veces, mucho más fuerte que la que yo dije.
Entonces pensé que en un libro nadie me iba a censurar. Pobre de mí. En la vida existen varios instrumentos muy eficaces para censurar. Como la ley, la moral, la política o las tres al mismo tiempo. “Eso es inmoral”, “eso es ilegal”, “eso es políticamente incorrecto”, o todo junto. Y lo más gracioso del tema es que los que ejercen estas censuras no se las ejercen a sí mismos. Para nada: ellos sí son ilegales, inmorales y políticamente incorrectos, y probablemente por eso tienen el poder.
A mí me gustaría pasarme la censura por las colgaduras elípticas que tengo entre las piernas. Pero no es tan fácil. Hay censuras sutiles. La más evidente, y por tanto la más cuestionable, es prohibir. No puedes. Prohibir, de hecho, es censurable, es políticamente incorrecto. Pero existe la censura económica, por ejemplo, que es peor, porque te obliga a autocensurarte; es la que te estipula: si quieres pon las malas palabras, pero no puedes vender el libro en mis tiendas. Uhmmm.
Y eso fue lo que me dijo mi editora: si el libro tiene malas palabras, no podrá venderse en esa tienda tan grande donde se venden tantos libros. Apelo a vuestra imaginación: no me hagan decir el nombre de la tienda, porque entonces sí que no me venden los libros. Es más, es probable que tú hayas comprado el libro en esa tienda “donde se venden tantos libros”.
Por supuesto que yo podría saltarme la censura y decir: “Pues no lo vendo, lo regalo”. Pero entonces sería un poco estúpido y ridículo. Tendría que andar por los semáforos dándole mi libro a la gente, como un mendigo. Esperando a que un alma caritativa me dé aunque sea un peso a cambio. Esa no es la idea. Mejor intentar burlar la censura, y eso trataré de hacer a lo largo del libro. Puede que no lo logre. O que me canse. Iremos viendo. Y si detectan una mala palabra, subráyenla y apréndansela, que son muy útiles.
Por favor, ¿te imaginas un mundo sin malas palabras? Que incomodidad. Que empobrecimiento verbal. Que constreñimiento expresivo. Imagina que te incomodas con alguien y le dices: “Pues vete a que te den por el orificio posterior”. Por favor, que aburrido. O “me defeco en tu progenitor”, o “la meretriz de tu progenitora”. No, eso no funciona.
Yo uso mucho las malas palabras porque viví quince años en España y allí no se andan con esa bobería. Y cuando me vine (y esto no es una mala palabra) a trabajar a la televisión de Miami, me sorprendí. No se puede decir esto, no se puede decir lo otro. ¿Pero quién dirige la televisión aquí, el Vaticano? Pero como venía adaptado al liberalismo verbal ibérico, se me iban las “malas” palabras y comenzaron a meterme el pito a diestra y siniestra.
Al principio me molestaba, pero, desgraciadamente, en esta vida a todo uno se acostumbra. Y me acostumbré a vivir con el pito. Claro, no era feliz. Ese pito siempre fue una barrera, un escollo en la comunicación con mis queridos televidentes, un castrador verbal. ¿Se imaginan qué contradicción: un pito castrador? Pero llegó un momento en que me hice a la idea de que tenía que convivir con mi pito. Bueno ni siquiera era mi pito; era el mismo pito para todos. Un pito promiscuo. Y lo que más me molestaba es que era un pito traidor, que no daba la cara, que actuaba por detrás. Tú estabas feliz, relajado, enunciando algo, y de pronto se te salía una palabrita, y ahí venía el pito y te atravesaba… la frase.
Y un día quise conocerlo, quise verlo. Y me fui al cubículo del pito. Y allí estaba. Es una pena que esto no tenga imágenes porque me gustaría enseñárselos. Pero intentaré describirlo. Empecemos por las dimensiones. Aquel pito era un pito normal, un pito medio estándar. Yo diría que tirando a grande, pero sin exagerar, sin molestar. Bueno, molestar, molesta; pero no mata. No es bonito pero tampoco es tan feo que tú digas: “Ay que pito más horrible”, “Ay, sácame este pito de alante”. No, es un pito común, pero no era un pito cualquiera. Era un pito electrónico.
Debo aclarar también, para los despistados o los que abrieron el libro por esta página, que aquel pito del que hablo no era un silbato de esos que usan los jueces de una competición deportiva para señalar una falta. Ni el que usa la policía para dirigir y de paso descoj (piiiii) el tráfico en una intersección. No. Tampoco mi pito es el pito de un tren o de un auto y tampoco, y siento decepcionarles, aquel pito era un órgano sexual. Eso no se llama pito, al menos cuando uno crece. Claro, si no solo crece uno, también crece el pito.
Pero no era ese, así que los que visualizaron ese pito, siento defraudarles. Y no se preocupen: yo tampoco me lo veo mucho. No es que sea tan pequeño, es que he perdido visión con los años. Mi pito, en fin, no es el pito de un barco, ni el pito de una fábrica, ni el pito de una alarma. Es el que cada noche me jode. Es el pito de la censura.
La censura, según el diccionario, es la intervención que practica el censor en el contenido o en la forma de una obra atendiendo a razones ideológicas, morales o políticas. Censura creada por los romanos. Los romanos que fueron los primeros hijos de pu (piii) de la historia. Que inventaron la censura, el derecho, el Estado y todas esas cosas que hoy nos joden. Y con la censura unos cabrones deciden lo que se puede o no se puede decir. Claro, tú no lo puedes decir. Ellos lo dirían todas las veces que les dé la gana. Y te prohíben decir ciertas palabras que ellos en su vida diaria dicen constantemente. Es como ese padre que le dice al hijo “que no digas más malas palabras, cojones. No sé a quién habrá salido tan malhablado el niño de mierda este”. El pito de la censura, el que cada noche un hp —un hijo de pito— hace sonar cada vez que yo digo una palabra que él considera obscena, y que además, ni está al lado mío; está en una cabina que yo ni veo, que ni sé dónde está y que es desde dónde se transmite mi show dos segundos después que nosotros lo hacemos. Es decir, que el muy hijo de pito tiene dos segundos para escuchar la palabra, decidir que no debe salir al aire y meterme el pito. Si digo mierda, me pone el pito en la mierda. Si digo carajo, me pone el pito en el carajo. Si digo culo me pone el pito en… en fin. Pero, además, como solo tiene dos segundos, el hp se pone nervioso, y como no quiere perder su trabajo, ¿qué hace?, pues me mete el pito a todo lo largo que puede y me tapa la frase entera. Y por eso ustedes en casa no entienden nada. Todo porque yo dije una “mala palabra”. Por favor, señoras y señores, no seamos hipócritas. Son las palabras que más usa todo el mundo cada día. Mierda, coño, culo, teta: todo el día. Ah, pero en la televisión no se pueden decir. Esa es la doble moral en que vivimos. La televisión tiene que mentir porque la televisión es para eso. Para que los políticos mientan. Para que los vendedores mientan y para que los presentadores también seamos mentirosos y hablemos usando un lenguaje y un refinamiento que no es como nos comportamos en la vida cotidiana. Y yo estoy en contra de toda esa falsedad, de todos esos hijos de pito. Lo que pasa es que vivo de eso. Me gustaría mandarlos a tomar por cu (piii), pero vivo de eso. Pero estoy totalmente en desacuerdo con la hipocresía esta de las malas palabras. Nos pasamos la vida etiquetando cosas: malas palabras, buenas palabras. No hay buenas palabras y malas palabras. Hay simplemente palabras. Signos que usamos para denotar cosas, objetos, fenómenos. Pero las palabras no son la cosa en sí. Como escribió Shakespeare: “Lo que llamamos rosa exhalaría el mismo grato perfume aun cuando de otra forma se llamase”.
Por ejemplo, a la mierda le podríamos llamar pastel de fresa y seguiría oliendo a mierda y sabiendo a mierda. Es más, en Estados Unidos es peligroso ponerle pastel de fresa a la mierda porque seguramente algún comemierda probaría el “pastel de fresa” y, al comprobar que sabe a mierda, te demandaría. A no ser que le pusieras una aclaración en letra pequeña —como hacen todos los fabricantes para evitar una demanda— que dijera “este pastel de fresa está hecho con la materia que comúnmente se conoce como mierda”, y si el comemierda se lo come, es su responsabilidad. Por tanto, la peste, el sabor, el olor a mierda pertenecen a la materia, no a la palabra. Entonces la mala no es la mierda como palabra, sino la mierda como materia fecal. No hay malas palabras; las mal llamadas malas palabras tienen una función, como decía el escritor Héctor Zumbado. Por ejemplo, son necesarias para descargar la tensión. Digamos que estás haciendo ejercicios en el gimnasio y te cae una pesa de cincuenta libras en el pie, ¿qué vas a decir? No dirías “¡magnífico, increíble!”. No, si dices algo así, te aconsejo que vayas por tus propios pies a ingresarte al manicomio porque estás loco. En ese momento uno necesita otro tipo de palabra. Una frase sonora, fuerte, descargante, desestresante, algo como “me cago en la puta pesa del coño su madre”. Eso te ayuda a liberar la mala energía, a descargar esa emoción negativa y así no quedarte con la negatividad por dentro para luego echársela a los demás. Es decir, que las malas palabras nos ayudan a vivir mejor, a ser mejores personas, porque ayudan a liberar la mala leche reprimida.
Hay personas van por las calles reprimidas, con ese rictus moralista de persona seria. “Esos tienen cara de cojones”, pero no lo dicen. Es como un estreñimiento verbal. No sueltan la grosería y se les queda incrustada en el rostro. Yo por eso de verdad admiro a los que hablan sin miedo a decir “malas palabras” —como Guillermo Álvarez Guedes — porque hablan con libertad, sin tapujos, sin falsa corrección. Como los españoles que emplean con naturalidad en la televisión expresiones como cojonudo, acojonante, a tomar por culo. Bueno, se permiten esos anuncios de pañales que dicen “para el culito seco de su niño”… Nadie se ofende, nadie se sorprende. Bueno, sí, los cubanos cuando llegan a España: viste, dijeron culo; viste, dijeron teta. Recuerdo la primera vez que actué en España. En un momento dado pregunté al público que cómo lo estaban pasando, y alguien respondió: “De puta madre, tío”. Yo creí que el tipo se sentía mal: si alguien tiene una madre puta, no será motivo para sentirse dichoso. Pero no, para ellos “me siento de puta madre” significa que están muy bien, están en el paraíso o, como dicen, “esto es la ostia”. Para ellos, “esto es la ostia” es bueno, pero “ostia puta” es malo. Y sin embargo, “puta madre” es bueno. ¿Será más lógico preferir que sea puta la madre a que lo sea la ostia? ¿O será que es un país muy religioso, pero que mandan toda la religiosidad a tomar por el culo cuando dicen “me cago en la ostia”, que lo dicen a cada rato aunque alguien se escandalice? Lo que casi nunca dicen es “me cago en mi madre”, pero sí dicen “me cago en la puta”. ¿Pero qué puta, la puta madre o la ostia puta? Así hablan, se cagan en to’: me cago en el mar, me cago en la leche, me cago en to’ lo que se menea, me cago por las patas pa’ bajo. Oye, y se siente uno tan bien. Cuando te liberas y te dejas de tanta educación y corrección y tanta porquería, y dices unos cuantos me cago de estos, te sientes relajado, “de puta madre”.
Yo tengo un gran amigo que desde que lo llamo por teléfono suelta esas palabras. “Me cago en la puta, tío, hace tiempo que no llamas”. “No, es que tengo mucho trabajo”. “Que te den por el culo, macho, quién te manda a irte de España, que aquí se vive de puta madre, acojonante, querías Estados Unidos, ¿eh? Ahora te vas a cagar por las patas pa’ bajo”. ¿Y qué vas a decir, que son malas palabras? No, son las que a él le sirven para expresarse. Además, te digo una cosa, a mí culo no me suena mal. Culo no es una palabra fea. Ni teta. A mí, teta me gusta. Incluso la palabra. Por ejemplo, en España bollo es un pan. Conocí a un cubano allí que le hacía gracia que en las panaderías vendieran bollos porque bollo en Cuba es vagina. Y llamó a la novia a Cuba: “Cielo, ahora mismo me estoy comiendo un bollo en la calle”, y la novia lo dejó. Jamás le dio la oportunidad de explicarle el chiste.
Mierda tampoco es fea. ¡Mierda! Fea hipoteca, esa sí es fea, que además te jode la vida. Otorrinolaringólogo: eso es una palabra fea. Proctólogo: sería más bonito decir “el doctor del culo”. Si además, beso, en fino, se dice “ósculo”. Es decir, que si le antepones os-, culo ya no es feo. Entonces si dices: “que os den por el culo”, ¿ya queda fino? Es toda una hipocresía. Y por eso aquí me siento libre, porque en la tele me ponen el pito que, como dicen en España, me toca los huevos. Y aquí hablaré con total libertad. Tampoco se asusten, que no va a ser un libro cochino. No, no llegaremos ahí. Pero cuando toque, tampoco me voy a reprimir. Que nadie me va a decir a esta edad lo que puedo o no puedo escribir. ¿Que son malas palabras? Pues me da igual. Malas palabras para mí son guerra, recesión, crisis, seguro, bancos, foreclosure, políticos, policías, abogados. Esas sí son malas palabras, así que no me vengan con censura. Esto es un libro sin pito, y el que quiera usar el pito, que se vaya a un gogó y pague.
Y no les quiero convencer de nada. Están en todo su derecho de estar a favor o en contra de lo que yo pienso y escribo, pero tampoco compren el libro para joderme y criticarme. Que nadie critica al del banco o al médico o al abogado. Siempre nos critican a los artistas. Que si dijiste esto, que si dijiste lo otro, que si te vistes así, si te cortas el pelo asao, que si te pusiste tetas. Por favor, somos seres humanos como ustedes. Lo único que nos diferencia es que hemos perdido el miedo a hacer el ridículo y por eso nos paramos en un escenario o delante de una cámara; pero por lo demás somos igual de frágiles, igual de erróneos e igual de mierda. Así que si a alguien no le gusta mi planteamiento, si alguien piensa que mi lenguaje les puede ofender o herir, no siga leyendo. No me ofenderé, no le juzgaré. Es su elección. Total, ya compró el libro. Es más, le dedico hasta unos versos, un himno de reconocimiento por su defensa de la moral y buenas costumbres.
A tomar por culo
a tomar por culo
Y al que no le guste esta expresión
a tomar por culo
