I

—Algún día contaré todo lo que recuerdo y los muertos se removerán en sus tumbas —le susurró Concha una vez a su querida Aurora.

La vida no le brindó demasiadas oportunidades para hablar largo y tendido. Aunque tal vez ése sólo fuera uno de los motivos por los cuales Concha nunca le contó a nadie todo lo que recordaba.

Nunca contó, por ejemplo, que el sábado 24 de diciembre de 1932 la señora Maria del Roser Golorons, viuda de Lax, después de oír misa de nueve en la iglesia de Belén, invirtió casi todo el día en visitar los Grandes Almacenes El Siglo. Pasó mucho rato en la sección de ropa blanca para niños del segundo piso, donde adquirió un ajuar completo para su primer nieto, que habría de nacer a mediados de primavera: pañales de tela rusa, mantillas festoneadas, camisas de batista y de hilo de Holanda y hasta media docena de enaguas de madapolán con bordados y volantes a la inglesa (para el caso de que el nieto fuera nieta). En la sección de juguetes eligió un perro saltador que causaba un gran efecto, un caballo de cartón y un coche de hojalata con sus caballitos al trote. Luego visitó la sección de cestería para adquirir un caminador, una chichonera adornada con borlas de lana y una cuna con pabellón, que era de mimbre pero costaba como una de la mejor madera. La ilusión de la señora por abastecer al primer hijo de Amadeo, su primogénito, y su querida Teresa se traslucía en el volumen de sus compras.

—Los niños de hoy son más complicados que los de antes, necesitan más cosas —decía para justificar sus compras.

Antes de pasar a lo siguiente, la señora se detuvo ante una casa de muñecas de dos plantas que costaba diez pesetas. Por un momento, Concha temió que aquella visión convocara en ella los peores recuerdos de su malograda Violeta, pero de nuevo le sorprendió oír:

—Éste será mi regalo de Navidad para tu hija. ¿Crees que será de su gusto?

Una señorita vestida con el elegante uniforme negro de la dependencia del establecimiento sonreía a ambas damas desde el otro lado de un mostrador de madera.

Concha acercó los labios al oído de doña Maria del Roser y con la mayor discreción dijo:

—Yo no tengo hijos, señora. Igual se refiere a Laia, la hija de Vicenta, la cocinera.

—¡Exacto, esa nena tan guapa, con esos ojos vivarachos! —La señora pareció entusiasmarse, pero en seguida se enfurruñó—. No. No es buena idea. No creo que a esa niña aún le interesen las casas de muñecas.

—Tiene doce años —puntualizó Concha—, y no ha tenido nunca ninguna. Creo que le encantaría.

—No, no, no. —La señora espantó la idea como si le resultara muy molesta y echó a andar, olvidando la casa en miniatura.

En la sección de baterías de cocina quiso que eligiera su fiel acompañante. Ése era en cierto modo su papel, la razón de su presencia allí. Los ojos de la señora la convertían en una especie de asesora omnisciente, vaticinadora de necesidades y hasta de catástrofes que podían paliarse con unas cuantas adquisiciones. En realidad era Teresa, la nueva señora de la casa, quien insistía a Concha en que no dejara ni un segundo sola a su suegra. No sólo la acompañaba y la asistía —su salud era ya delicada— sino que también velaba por que la avanzada demencia de la matriarca no trajera disgustos a la familia.

Ante un dependiente solícito que le mostraba ollas y cazuelas con el mismo orgullo con que habría enseñado sedas y organdíes, la señora Maria del Roser achinaba los ojos, llamaba a Concha con un ademán y decía:

—Elige tú, que en esta materia eres autoridad.

Nunca se supo si aquella ignorancia era real o fingida, aunque Concha sospechó siempre que la señora sabía más del gobierno de una casa de lo que en su vida estuvo dispuesta a reconocer y que su despiste siempre fue más producto de la falta de interés que de su incapacidad. Su enfermedad no disipó ninguna de estas dudas.

Aquella tarde, estudiando una sartén cuyo fondo le devolvía una caricatura de sí misma, dijo:

—Necesitaremos por lo menos una docena de éstas, ¿no es cierto, Conchita?

Sin saber cómo, la sirvienta logró que se llevaran sólo dos. La señora se encaprichó también de dos ollas y cuatro cazuelas de tamaños variados, todas de plancha de hierro y esmalte azul, de la mejor calidad. En realidad no necesitaban nada de aquello y en las cocinas sobraba la cacharrería, pero la señora Maria del Roser no comprendía que pudiera abandonarse El Siglo sin haber gastado por lo menos diez pesetas en la sección de baterías de cocina de la planta baja.

—Me gustan más las ollas que los brillantes —solía decir, risueña, cuando aún rebosaba facultades.

Aquel día se le metió en la cabeza que en la casa había una urgente necesidad de una cristalería de cristal fino que costaba más de cien pesetas y la añadió al pedido sin pestañear, justo antes de pasar a la sección de moda femenina para asistir a la última prueba del traje de banquete que tenía encargado, a cuya factura hizo sumar media docena de enaguas de batista y dos cubrecorsés de hilo bordado. Maria del Roser Golorons tenía un carácter demasiado díscolo para ser esclava de nada, ni siquiera de la moda, y durante toda su vida había vestido según un criterio regido por la limpieza, la comodidad y un uso adecuado de los colores, pero justo cuando se acercaba al último acto de su vida, se empeñó en volver al polisón y a la falda con cola que barría las baldosas.

—La mujer elegante sólo debe mostrar las puntas de los zapatos —sentenciaba, ante la mirada desesperada de la modista, que un momento antes le había estado mostrando unos bocetos de la última moda de París: unos abrigos con una sola manga que la señora halló extrañísimos, igual que el nombre que les daba la empleada, «asimétricos»—. Estos franceses no saben qué hacer para timarnos —dijo, pasando a otra cosa.

Concha la seguía por el atestado establecimiento, feliz como una niña. Desde el año en que murió Violeta no había vuelto a ver a la señora tan ilusionada con los preparativos navideños. Sin duda, el próximo nacimiento tenía mucho que ver con ese buen humor. Gracias a eso, la casa recordaba un poco a la de otros tiempos, aquellos en los que el silencio aún no había llegado para quedarse.

Después de sus compras, la señora Maria del Roser quiso reponerse un poco en la cafetería. Acomodó sus faldones en una de las butacas, pidió a Concha que le trajera de la sala de lectura una revista de modas —«pero que no sea francesa», puntualizó— y pidió un vaso de agua fresca y una ración de croquetas. También manifestó su deseo de ver al propietario del establecimiento, a quien pensaba saludar, como hacía siempre que visitaba la casa.

—Siéntate, Conchita, no me pongas nerviosa —dijo, señalando la otra silla.

Don Octavio Conde acudió cuando ella saboreaba la segunda croqueta, tan puntual y galante como siempre.

—¿La familia bien? —preguntó, inclinándose a besar la mano de su querida Maria del Roser.

—Mire usted qué fatalidad —dijo ella—, me acabo de enterar de que Conchita no tiene hijos.

—A mi edad, me correspondería más bien tener nietos —bromeó la sirvienta, que conocía a don Octavio desde que era un niño. Y en un susurro junto al oído de su señora, añadió—: Es Octavio. Se va a extrañar de que le llame de usted.

Octavio sonreía, comprensivo, aunque había cierta inquietud o puede que cierta tristeza en el modo en que fruncía los labios mientras miraba a la madre de su mejor amigo.

—Conchita es un poco la madre de todos nosotros —terció—. Y lo será también de la tercera generación que viene de camino.

—Así es, así es —repuso Maria del Roser, con la mirada extraviada, antes de volver en sí de pronto—. ¿Cómo lo sabe?

Octavio dio una especie de respingo. Fue un gesto poco evidente, que sólo unos ojos adiestrados en la observación como los de Conchita habrían sabido reconocer.

—Porque su hijo y yo somos amigos desde el colegio. Nos conocimos en el pensionado de los jesuitas de Sarrià. Ya se sabe —intentó reír, pero la carcajada le salió forzada—: las penurias de la vida cuartelaria son grandes forjadoras de amistades.

—Ah, sí, el pensionado. —Maria del Roser puso los ojos en blanco y cruzó los pies bajo las faldas, poniéndose cómoda—. Cómo me gustaba ir a visitaros los domingos —suspiró, nostálgica.

—A nosotros también nos gustaban los domingos —siguió Octavio—, pero me temo que por otros motivos: con la presencia de las familias, los curas se volvían seres humanos. ¡Cómo envidiamos a Amadeo cuando se libró de ellos! Siempre fue más inteligente que todos nosotros. Y sigue siéndolo, sin duda.

Con la urgencia por abandonar un asunto espinoso, la señora cambió de conversación. No le gustaba hablar de los años en que su hijo fue alumno de los jesuitas de Sarrià.

—Inteligente, sí —musitó Maria del Roser, mordisqueando una croqueta—, lástima que se haya vuelto tan intratable, ¿no le parece? ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí. ¿Va a pasar usted las fiestas en familia?

—Me temo que no —repuso Octavio, frotándose las manos en un gesto de nerviosismo que en él resultaba extraño—. Mañana mismo parto hacia Nueva York, a emprender mis propios negocios.

Maria del Roser abrió tanto los ojos que su frente se plegó como un acordeón. Más sorprendida aún se mostró Concha.

—¿Nueva York? ¿Por mucho tiempo? —preguntó la sirvienta.

—No puedo saberlo, todo dependerá de cómo me vayan las cosas. —Y en un viraje brusco de la conversación, improvisó una disculpa—. Ha sido un placer verla, señora. Si me disculpan, tengo aún mucho que preparar.

—Claro, claro, lo comprendemos —dijo Concha.

Maria del Roser no hizo ningún eco de las sorprendentes noticias que acababan de recibir.

—Salude a sus padres de mi parte —prosiguió, como en un orden lógico de las despedidas que estaba desde antiguo programado en su cabeza—. Le veré después de fiestas, cuando vengamos a comprar la canastilla del bebé. Ha de nacer en... Conchita, ¿cuándo es que esperamos a mi nieto?

—En mayo, señora.

—La pobrecita de mi nuera ya tuvo un aborto, ¿sabe? Pero esta vez todo va bien, gracias a Dios.

Conchita comenzaba a incomodarse con aquellas intimidades. Tampoco Octavio Conde parecía a gusto con el cariz que cobraba la conversación. Deseoso por marcharse, repitió el besamanos, inclinó la cabeza hacia Conchita y antes de salir de la cafetería indicó al camarero de que las dos damas estaban invitadas.

No había hecho más que desaparecer cuando una grave contrariedad asomó al rostro de Maria del Roser.

—No nos hemos acordado de preguntarle si su mujer se encuentra mejor. Qué groseras.

—Don Octavio es soltero, señora. Seguramente se refiera usted a doña Cecilia Gómez del Olmo, que era su madre —dijo Conchita, prudente, mientras la señora le daba la razón con un cabeceo—. Recuerde que murió hace años, pobrecita.

—¿De verdad? ¿Y su marido ha vuelto a casarse?

—No, señora. Don Eduardo Conde siempre fue fiel a la memoria de su difunta. Hasta su muerte, de la que también hace mucho tiempo.

Doña Maria del Roser frunció el ceño.

—Vamos, Conchita, estamos comenzando a confundirnos.

Caminaron unos pasos, pero antes de llegar al ascensor, la señora se detuvo de nuevo. Un empleado vestido con una librea carmesí abrió la puerta para que entraran.

—¿Cómo dicen que se llamará mi nieto, Conchita? Nunca me acuerdo —preguntó la señora mientras arrastraba su falda dentro del ascensor.

—Modesto, señora. Eso suponiendo que sea un varón. Y si es mujer, no se sabe —lo dijo con temor.

Temor al dolor dormido que en cualquier momento puede despertar.

—Violeta me gustaría —opinó la matriarca—. Debería haber otra Violeta en la familia lo antes posible.

El dolor dormía, confirmó la sirvienta, tranquila.

—¡Mira que querer ponerle a mi nieto nombre de ascensorista...! —espetó Maria del Roser, ajena al empleado que tenía delante—. ¿Y sabes por qué han elegido un nombre tan horrible? Con la de santos que hay.

—En honor al pintor que fue el maestro de su hijo, señora.

Habían mantenido aquella misma conversación una docena de veces. Pero la repetición no dejaba mella en ninguna de las dos.

—Ah, sí, es verdad. Mi hijo pinta. Creo que no del todo mal.

—Desde luego que no, señora. Tiene mucho éxito. Le consideran mucho —repuso, con orgullo maternal, Conchita.

Esta conversación tenía lugar junto al gran cartel publicitario que ocupaba casi toda la pared lateral del ascensor. En él se veía a una dama joven vestida de gala. En una esquina destacaba el nombre del artista con grueso trazo negro: Amadeo Lax. El cuadro actuaba como reclamo para clientes, del mismo modo en que lo hizo cuando sirvió de cartel publicitario a los almacenes, una docena de años atrás.

—¿No te ha parecido que Octavio estaba raro hoy? No parecía él —preguntó de súbito Maria del Roser.

Conchita se había llevado la misma impresión. Lo achacó a los nervios del viaje que acababa de anunciarles.

—Si mi hijo hubiera puesto tanto empeño en dirigir las fábricas de su padre y su abuelo ahora no seríamos pobres —soltó la señora, antes de exclamar, pletórica—: ¡Nosotras bajamos aquí, joven! ¡Quítese de en medio!

Conchita salió del ascensor ruborizada hasta las orejas. La señora iba como si tal cosa, apremiada por alguna urgencia que sólo estaba en su cabeza.

—Usted no es pobre, señora —se apresuró a contestar Conchita en cuanto se alejó lo suficiente del ascensorista—. Sólo es un poco menos rica que antes.

—¿Que antes de qué? —Varias arrugas paralelas y delicadas aparecieron en la frente de la señora.

—De la crisis. Dicen que afecta a todo el mundo, no sólo a los barceloneses. Quien más quien menos, todos han perdido algo.

—No, Conchita, no te dejes engañar. Los ricos de verdad casi nunca pierden nada. Lo único, tal vez, su desparpajo, porque con tanto anarquista suelto hay que disimular. ¿Tú conoces a algún anarquista?

—No, señora, a ninguno.

—Mejor. Sigue así. Los anarquistas se meten en las casas y roban las alfombras. Luego, le prenden fuego a todo. Pero primero las alfombras. Las alfombras les encantan. —Se sobresaltó otra vez—. Pero ¿qué hacemos aquí charlando como si nada? Tenemos que irnos a casa, Conchita. ¿Hemos comprado todo lo necesario? Piénsalo bien.

—Sí, señora.

—¿Seguro que no nos falta nada? ¿Alguna olla para la comida de mañana, quizá?

—No, señora. Tenemos ollas suficientes.

—¿Estás segura?

—Del todo, señora.

—Bien, entonces no sé qué estamos haciendo aquí.

Con paso algo cansino, pero tan elegante como siempre, la señora Maria del Roser salió a Las Ramblas. Julián esperaba unos metros más allá, al volante del Renault. En cuanto vio salir a las mujeres se apresuró a bajar del vehículo, abrir la portezuela trasera y ofrecer su brazo a la matriarca para ayudarla a subir. Luego hizo lo propio con Concha, pero con algo menos de entusiasmo. Ambas se agarraron del brazo del veterano cochero con más énfasis del que la cortesía permite. Para dos mujeres que superaban las seis décadas de vida, no era tarea fácil encaramarse a aquel trasto moderno, menos aún cuando por toda ayuda disponían de un cochero de casi setenta.

La señora ocupó al fin su lugar, resollando, Concha la secundó y Julián suspiró, tal vez aliviado de que la operación de embarque hubiera concluido sin descalabros, para regresar a su puesto tras el volante.

En cuanto el motor comenzó a rugir, la señora dijo, echando un último vistazo a las puertas iluminadas de los almacenes:

—Esas croquetas me han sentado fatal, Conchita. Tengo una cosa aquí...

Se señalaba el estómago, comprimido por el corsé.

—Vámonos a casa, Felipe —apostilló—. No son horas de que dos damas decentes anden por las calles.

El veterano chófer no se ofendía de que la señora no recordara su nombre. Más bien se sentía muy honrado de que se refiriera a él por el de su padre, que pasó su vida en el pescante del carruaje del primer señor Lax, diligente y silencioso, como debe ser todo buen sirviente. Le había idolatrado en vida tanto como le recordaba tras su muerte, y últimamente agradecía que la señora lo reviviera con su memoria distraída.

Sobre la marquesina de la entrada principal de los almacenes, una familia de monigotes infantiles anunciaba la Navidad. Los escaparates refulgían. En el más grande, un tren eléctrico con los vagones cargados de paquetes diminutos daba vueltas sin descanso. Las Ramblas eran un bullicioso ir y venir de personas ajetreadas. Se escuchaba cantar, muy cerca, un villancico. Por las grandes puertas giratorias no dejaba de entrar y salir gente.

El Renault descendió el paseo más popular de la ciudad en dirección al mar. La señora entrecerraba los ojos. Concha se dejaba mecer por la alegría de la fiesta, por el último brillo del sol en el día helado, por la animación de las calles. Llamó su atención la rica ornamentación de la fachada de la Compañía de Tabacos de Filipinas, y se santiguó al paso por la parroquia de Belén, con la que a primera hora de aquel mismo día había cumplido su obligada visita anual, como tantos barceloneses. Vislumbró los puestos de las floristas a lo lejos, y sintió un poco de nostalgia de la época en que ningún motor molestaba a las flores con sus toses. Con gusto habría bajado a comprar un ramo de margaritas blancas, las favoritas de doña Maria del Roser, pero andaban ya apuradas y no era cuestión de entretenerse.

Al llegar a la altura de la calle Portaferrissa el coche dio la vuelta para enfilar el otro lado, bordeando el Palacio Moja, que tenía las contraventanas abiertas, como si alguien hubiera decidido ventilar las nobles estancias. Algún transeúnte se había percatado, igual que Concha, y miraba con curiosidad las pinturas y los medallones del techo, detenido en mitad de su paseo. La curva despertó a la señora de sus ensoñaciones.

—¿Te has fijado si está preparada la mula de refuerzo? —preguntó—. No quiero perder más tiempo.

—Estos coches modernos no necesitan mulas, señora. Lo hace todo el motor.

El coche había sido un capricho del señor Rodolfo. Lo mandó comprar en Francia, casi tres décadas atrás, animado por un anuncio en el que se ofrecía «Renault 14 HP, con elegante carrocería limousine-torpedo». Ningún espíritu avanzado habría podido resistirse a semejante descripción. Fue uno de los primeros automóviles de la ciudad —la matrícula número cuatro— y tan celebrado que durante los primeros tiempos los transeúntes aplaudían a su paso.

—Tú no te fíes y mira a ver si está la mula... —respondió la señora, antes de inclinar la cabeza sobre el pecho y quedarse de nuevo profundamente dormida.

En el que antaño fuera el teatro Coliseum se anunciaba para el día de Navidad por la noche la sesión de gala de una película de Harold Lloyd. Algunas personas esperaban junto al despacho de billetes; sólo unos metros más allá un par de caballeros charlaban gesticulando y elevando la voz. Concha suspiró de aburrimiento: tanto entusiasmo sólo podía despertarlo el catalanismo o la crisis económica. Como le pareció que se expresaban en esa dulce y rica lengua que tanto vale para proclamar repúblicas como para vender melones, se decantó por lo primero.

Llegaron a su destino muy rebasada la hora de la comida. En otros tiempos, esa conducta habría sido inimaginable en la señora. Los horarios, cumplidos con una exactitud meticulosa, fueron siempre el engranaje que aseguró el buen funcionamiento de casa de los Lax. Se desayunaba a las ocho y cuarto, se paseaba entre las doce y la una y media, se almorzaba a las dos en punto, se pasaba el rosario a las siete —los miércoles un cuarto de hora más tarde— y se cenaba a continuación, sin alteración posible. Los miércoles la señora celebraba sus reuniones en la biblioteca, los jueves se recibía y los domingos todos acudían a la misa de doce de la parroquia de la Concepción, cuyo párroco —el padre don Eudaldo— solía comer luego con la familia. Y así, invariablemente, una semana tras otra, hasta que la Navidad, la Semana Santa o el veraneo alteraban las rutinas.

Aquel 24 de diciembre de 1932, la señora pidió que le sirvieran un té en su habitación y se retiró sin saludar a nadie. Su hijo, que la había estado esperando sentado a la mesa —la espalda muy recta contra el respaldo acolchado—, comenzó a comer, cansado de ver cómo se le enfriaba la sopa y, por supuesto, se enfadó muchísimo. Teresa, la nuera, intentó disculpar a la señora sacando a relucir su enfermedad. El almuerzo de los dos esposos resultó, no sólo por eso, deslucido y triste. Y silencioso.

Por la tarde, un par de mozos de los grandes almacenes trajeron la compra, embalada con primor. El servicio la acomodó en el almacén junto a la despensa, a la espera de instrucciones. La cocina era un hervidero de preparativos para la comida del día siguiente. La cena de Nochebuena, en cambio, no era costumbre de la familia: todo se reservaba para el almuerzo del día de Navidad.

La señora Maria del Roser no salió de sus habitaciones en toda la tarde. Por la noche llamó a Antonia para que la ayudara a meterse en la cama. La mujer, que había llegado a la casa sólo cinco años atrás, a la vez que Teresa, salió del cuarto con el rostro desencajado del espanto, diciendo que jamás había visto a la señora tan descompuesta ni con tantas ocurrencias absurdas.

—Me volveré loca si la escucho un minuto más —añadió.

Teresa se ocupó de todo. Disculpó a su camarera y ella misma ocupó su lugar, solícita, dulce. Entró en el cuarto de su suegra como habría hecho un doctor ante una urgencia. Al rato salió y preguntó por Conchita. Las manos y la voz le temblaban cuando le dijo:

—Concha, por el amor de Dios, ¿tú sabes dónde se guarda la llave de la habitación de Violeta?

—Ay, no, señora. La dimos por perdida hace años, el día en que... —se interrumpió, pensando de nuevo en el dolor dormido, al que ninguna palabra dicha en voz alta debe despertar. Prosiguió—: Su suegra la utilizó para cerrar la puerta a cal y canto. Después de ese día, no la he vuelto a ver.

Esas palabras no amilanaron a Teresa:

—Pues ella debió de guardarla. Está convencida de que se encuentra bajo su cama y no hace más que insistirme en que la busque. Dice que quiere tenerla en la mano —explicó Teresa—. Y yo lo he hecho, la he buscado, pero ahí no hay nada. Ni siquiera polvo.

—La señora desbarra, lo sabe tan bien como yo. Y no debería agacharse así —señaló con la mirada la tripa apenas hinchada de Teresa.

—Es más que un desbarra, Conchita. Nunca la había visto tan mal. Acaba de pedirme que llame a su hijo Juan. Dice que quiere verle antes de morir. Estoy muy asustada. ¿Sabes si Amadeo está ya en casa?

Concha negó con la cabeza. Había visto salir a Amadeo un rato antes, sin chófer, al volante del Rolls Royce. Y, por supuesto, nadie allí sabía a qué hora pensaba volver. Como siempre.

—Tienes que ayudarme, Concha.

—¿Cree que la señora piensa entrar en la habitación de Violeta? —se atrevió a preguntar—. Me produce horror sólo pensarlo. Sería nefasto para ella. Recuerde que todo está igual a como ella lo dejó.

Teresa tenía la mirada triste. Bajo sus ojos se dibujaban un par de bolsas azuladas. Se llevaba las manos al vientre y arqueaba la espalda. Estaba agotada.

—Tenemos que encontrar esa llave —dijo— o no podrá dormir en toda la noche. En algún lugar tiene que estar.

Teresa reclutó de entre el personal de servicio a toda una brigada y los puso a buscar el diminuto pedazo de hierro. Aún no había aparecido cuando el señor regresó, a las nueve y cuarto, tan elegante y frío como siempre. Echó un vistazo sin interés, llamó a Conchita y pidió que le sirvieran la cena en su estudio. Acto seguido tropezó con la moldura, demasiado baja, de la escalera de mármol y dio un traspié antes de comenzar a subir, pero nadie hizo ningún aspaviento. Tampoco él.

Al saber a su marido en casa, Teresa subió al estudio a contarle lo que ocurría y a pedirle su autorización para llamar a su hermano. Bajó pocos segundos más tarde, con los ojos llenos de lágrimas. Conchita esperaba inquieta al pie de la escalera.

—¿Ha autorizado que llamemos a Juan?

Teresa negó con la cabeza.

—Lo temía —musitó la veterana sirvienta, con gesto contrariado.

Una media hora después, la joven Laia —que se había cansado en seguida de la búsqueda, y a quien su madre envió a la cocina— subía la escalera de la buhardilla llevando en equilibrio una bandeja bien provista de viandas.

La nuera continuó buscando la llave, impermeable a la indiferencia de su marido y al desánimo. Concha le rogó varias veces que se acostara, le prometió que ellas continuarían buscando, pero tampoco esta vez quiso escucharla.

—No debería esforzarse tanto —dijo Conchita, de nuevo clavando los ojos en la tripa de la joven señora—. No me perdonaría que le ocurriera lo mismo que la primavera pasada.

—No me ocurrirá nada —sonrió Teresa, dulce—. Ya estoy de cuatro meses. El doctor me ha dicho que todo va bien.

Hacía tiempo que Teresa había aprendido a hacer de la tenacidad su mejor arma.

La llave apareció por fin a eso de las once, dentro del secreter que tenía la señora en su antecámara, que hacía las veces de saloncito privado. Los dedos de Teresa la rescataron de allí, triunfales, y se la ofrecieron a su suegra, quien la agarró junto con la mano que la llevaba.

—Quédate un momento, Teresa —ordenó— y haz que se vayan todos.

Su reunión duró unos cincuenta minutos. Cuando Teresa traspasó de nuevo la puerta del cuarto de doña Maria del Roser tenía los ojos enrojecidos y las mejillas muy pálidas. Se acostó sin cenar. El té con bollos suizos que Concha dejó sobre la mesa de su salón estaba intacto al día siguiente.

La noche transcurrió en una quietud absoluta. Ni siquiera el sereno paseó frente al gran portón de la casa. Puede que fuera esa gran quietud que, dicen, precede a los grandes cataclismos.

En las horas siguientes, que eran ya las del día de Navidad de 1932, ocurrieron tres cosas terribles: ardieron los Grandes Almacenes El Siglo, murió en su cama la señora Maria del Roser Golorons y Amadeo Lax pasó por primera vez parte de la noche en la habitación de Laia, la hija de la cocinera, de doce años.

Ayer por la mañana fue conducido al camposanto el cuerpo de la señora Maria del Roser Golorons, viuda del constructor e industrial don Rodolfo Lax y la única heredera de las ricas manufacturas textiles del mismo nombre que tienen su sede en la vecina ciudad de Mataró. Todos cuantos se habían honrado con la amistad y el trato de aquella virtuosa dama —o de su familia— y hasta los que sin haberla conocido personalmente habían oído hablar de sus cualidades de carácter, acudieron ayer a rendir su último tributo a su memoria: unos acompañando al cadáver hasta darle sepultura en tierra sagrada y otros contemplando el paso del fúnebre cortejo y tributando una plegaria de bendición al alma de la desgraciada.

A las diez de la mañana, a la puerta de la casa del pasaje Domingo donde la madrugada del día de Navidad tuvo lugar la tragedia, se formó la comitiva en el orden siguiente: la escolanía de la parroquial iglesia de la Concepción con la cruz alzada; una nutrida representación del Instituto Obrero de San Andrés con su estandarte; buen número de mozos de las Industrias Lax portando hachones encendidos y llevando en el brazo derecho lazadas negras en señal de luto; los cantores de la capilla de música de la Concepción; cuarenta monaguillos también con hachas escoltando el ataúd, que fue llevado en hombros por algunos empleados de las dichas firmas; el clero parroquial precediendo el féretro.

Tras el coche con los restos de la desgraciada dama, tirado por seis caballos negros, ricamente guarnecidos, iban todos los varones de la familia presentes en Barcelona y aquellos seres queridos que, venciendo su dolor con un esfuerzo supremo, quisieron seguir sus restos hasta devolverlos a la tierra. Así, acompañados por el párroco de la Concepción, padre Eudaldo, iban detrás del féretro el hijo de la difunta señora, el prodigioso pintor señor don Amadeo Lax Golorons; su hermano y sacerdote jesuita, padre Juan Lax y, junto a ellos, rompiendo la tradición que manda a las mujeres permanecer en un segundo plano en los sepelios, doña Teresa Brusés de Lax, nuera de la fallecida. El resto de la comitiva no deparó más sobresaltos: el médico de la familia, doctor Gambús, el apoderado, señor Trescents y otros amigos y allegados, hasta conformar un cortejo de más de mil personas. En la presidencia del duelo acompañaba también el concejal señor Bremón, en representación del alcalde.

Es imposible retener los nombres de los que componían el numeroso séquito. En él vimos a los señores Conde Gómez del Olmo (don Octavio, don Javier, don Dionisio y don Ricardo); Sotolongo; Rosillo, marqués de Santa Isabel; Boada, Albert Despujol, Bassegoda, Seguí, Plandolit, Samà, Güell y Giró; también el señor Morcillo, de la Unión Municipal de Asociaciones de la Propiedad Urbana; el doctor Bach, de la Cámara Oficial de la Propiedad Urbana; el presidente de la Concepción, señor Serracanta; el señor Francisco Carreras Candi, presidente de la Real Academia de Buenas Letras; el señor Duran y Ventosa, ex senador; y otros muchos que sentimos no recordar.

Los nombres anteriores los citamos de memoria y rogamos a los ausentes que nos perdonen el involuntario olvido.

Detrás del acompañamiento iba la carroza de la Casa de la Caridad, el coche de respeto y tres coches repletos de coronas. Muchas eran las ofrendas de flores que fueron ofrecidas como último tributo por miembos de la familia, personas allegadas y amigas de la finada. Entre las coronas, una era recuerdo de los empleados de las Industrias Lax y llevaba la siguiente dedicatoria: «A nuestra buena doña Maria del Roser, que nos quiso como una madre». La mayor, enviada por la Sociedad Espírita del Vallés, llevaba esta otra: «A nuestra amiga y maestra, de sus desolados compañeros».

Por el Paseo de Gracia y el arroyo izquierdo de la calle Aragón se dirigió la comitiva hacia la parroquia de la Inmaculada Concepción, donde la comunidad entonó un solemne responso acompañado por la capilla de música. Luego, el cortejo marchó por el mismo orden hasta el cruce del Paseo de Gracia y la Gran Vía, lugar elegido para despedir el duelo. Ese acto solemne de respeto y consideración duró larguísimo rato. Los dos hermanos Lax estrecharon la mano de cuantos les acompañaban y les dedicaron frases de agradecimiento.

Unas trescientas personas no se despidieron sino que se trasladaron, ocupando más de un centenar de carruajes, hasta el cementerio del Este, donde el cuerpo de doña Maria del Roser recibió cristiana sepultura en el panteón familiar, junto al de su infortunada hija Violeta, muerta de terrible enfermedad encontrándose aún en la flor de la vida. Para la ocasión, se mandó tallar en mármol un ángel doliente, que fue colocado en la cúpula del panteón. Antes habían sido rezadas las preces de rúbrica, seguidas de un poema que la nuera de la difunta quiso ofrecer en su memoria. A todo lo largo del Paseo de Gracia y en las calles por las que pasó el cortejo hubo estacionada una multitud inmensa que contempló el paso del féretro descubriéndose conmovida al tiempo que balbuceaba una oración.

El dolor que aflige a los señores Lax pudo hallar algún lenitivo y consuelo en el carácter sincero, solemne y general de la manifestación de duelo que ayer presenció Barcelona. Cuantos nos honramos con la amistad de la familia les acompañamos de todo corazón en el sufrimiento. Esta desgracia irreparable ha afianzado todavía más los lazos del cariño y del aprecio que los Lax han sabido captarse en todas las clases sociales de Barcelona, desde la más aristocrática hasta la más humilde.

De todos los corazones saldrá siempre un recuerdo a la buena memoria de aquella dama tan virtuosa como desgraciada y de todos los labios católicos una oración al recordarla. Descanse en paz la finada y su familia toda reciba de nuevo nuestro sincero pésame por su fallecimiento.