Concha guardó durante muchos años el artículo de La Vanguardia donde se hablaba del entierro de la señora. Cuando lo releía, era como si volviera a encontrarse allí, entre aquella multitud agradecida que aclamaba, rodeada de aquellas damas distinguidas que decían conservar de doña Maria del Roser un recuerdo antiguo de luchas sordas y revoluciones incomprendidas que apenas se atrevían a confesar en voz alta.
No habría faltado por nada del mundo. Se lo debía todo a aquella mujer buena que los dejaba para siempre. Derramó lágrimas, caminando al paso de la comitiva, sin acercarse al ataúd, tan bien custodiado. Y no sólo por el «nunca más» imposible de digerir: también porque tenía la certeza de que para la señora aquel entierro habría sido una especie de claudicación: ella jamás habría elegido aquel boato y aquel ritual que otros establecieron. «Al cabo, a las mujeres nos toca ceder siempre», se dijo Concha, recordando las ideas firmes de Maria del Roser, que tanta influencia habían ejercido sobre ella. Cuando vio que la multitud se alejaba por la calle Aragón sintió que se iba también una parte muy importante de su existencia. Sin la señora ya nada volvería a ser igual.
Durante toda su vida, Concha guardó la colección de recortes en su mesilla de noche, dentro de una caja de hojalata. La caja estaba serigrafiada con dibujos de niños jugando y había sido de galletas. Por eso, durante años la nostalgia de aquellos recuerdos estuvo acompañada de un agradable olor a canela.
En el fondo, bajo los recortes, conservaba un viejo catálogo de los almacenes El Siglo, correspondiente a la temporada de invierno 1899-1900. Ochenta páginas estampadas con los dibujos de productos de todo tipo, desde muebles hasta puntillas. En las explicaciones que acompañaban cada uno de los dibujos —«Sábanas de hilo, clase fina, con calados a mano, para cama de monja, camarera o matrimonio»— había aprendido a leer a la edad de veinte años, gracias a su tenacidad y al empeño de la señora Maria del Roser, que era una buena persona. Al recordarla, diría muchas veces:
—Sentí su muerte como la de una segunda madre.
Concha Martínez Cruces entró al servicio de la casa en marzo de 1889, gracias a una prima suya, mayor que ella, que era camarera en casa de un Bassegoda:
—Los Lax buscan un ama de cría y yo puedo dar de ti buenas referencias —le dijo—. Por lo menos, sacarás provecho de tu desgracia.
Durante la entrevista, que fue al día siguiente, Concha apenas pronunció palabra.
—No te comportes como una pueblerina —aconsejó la prima—. Baja los ojos, no hagas ruidos feos y habla sólo cuando te pregunten, siempre añadiendo a tus respuestas «señora» o «señor». ¿Lo has entendido?
Por aquel entonces los Lax aún no se habían trasladado a su mansión del pasaje Domingo. Vivían en la ciudad antigua, en una vía estrecha y señorial que los nuevos planes urbanísticos borraron del mapa llamada calle Mercaders. Era un lugar más pequeño, pero igualmente sobrecogedor para alguien de baja condición social. La señora Maria del Roser las recibió en la sala del piano, sentada de medio lado en un butacón de terciopelo de color burdeos. Su gesto era dulce, tenía ademanes delicados que jamás caían en el amaneramiento y una especie de distinción natural que a Concha le resultó de lo más curioso. Aquella mujer no ostentaba joyas ni hacía alarde de riqueza. Vestía con sencilla elegancia, más o menos al margen de las modas, se recogía el pelo en un moño sobre la nuca y trataba a la gente con una extraña amabilidad, incluso con una cierta confianza. Sin embargo, nada de todo eso rebajaba ni un ápice su distinción, que seguía siendo evidente, como si se tratara de un rasgo más de su carácter.
—¿Prefieres que te llamen Concha o Conchita? —fue su primera pregunta.
—Me da lo mismo.
La prima le propinó el primer codazo.
—Puede llamarla como más le agrade, señora —contestó por ella.
—En ese caso, te llamaré Conchita. Siempre que no te importe, claro.
La interesada negó con la cabeza.
Otro codazo.
—No le importa, señora. Como más le acomode a usted —dijo la prima, sofocada.
—¿Qué edad tienes, Conchita?
—Diecinueve años, señora.
A Concha le parecía que su voz no quería sonar en aquel lugar, como si las paredes repletas de libros se la tragaran.
—Cumple veinte dentro de cuatro meses, señora —añadió la prima.
—¿De dónde eres?
—De Estopiñán. En la provincia de Huesca.
—¿Llevas mucho aquí?
—Veintitrés días, señora.
—¿Y te gusta Barcelona?
No supo qué contestar. Ni quería quedarse callada.
—Es muy grande —dijo. La señora sonrió. La mirada colérica de la prima la animó a añadir algo más—: Apenas he tenido tiempo de ver nada, señora.
—¿Crees que tu leche es buena, Conchita?
—Sí, señora.
—¿Es tuya la criatura que estás criando?
Sintió que un nudo le oprimía la garganta. Si se echaba a llorar, pensó, su prima se enfadaría mucho, de modo que intentó contenerse.
—No estoy criando a ninguna criatura, señora.
Maria del Roser Golorons la miró con extrañeza. Por una vez, Concha se alegró de que su prima saliera en su auxilio.
—El hijo de Conchita murió, señora, por desgracia. De unas fiebres.
La señora se removió en el butacón, arrugó el entrecejo.
—¿Y cuánto hace de eso?
—Tres días —continuó la prima—. Le enterramos ayer.
Entonces aquella dama refinada hizo algo que a Concha le pareció de lo más inusual, incluso incómodo: se le inundaron los ojos de lágrimas. Le sorprendió mucho comprobar que lloraba, como ella. Hasta ese momento, siempre había creído que la gente fina no hacía esas cosas. Luego la señora se levantó, se acercó a ella y le agarró las manos como a una hija.
—Pobrecita —musitó—, ¿y aún te quedan fuerzas para buscar trabajo, después de esta desgracia?
—No tengo otro remedio, señora.
La anfitriona la abrazó. Concha estaba tan sorprendida que se quedó quieta como una sota, rígida. Hacía mucho tiempo que nadie la abrazaba. Desde el interior de aquella caricia de lana tibia y olorosa escuchó a su prima que decía:
—Conchita es muy buena, señora, ya lo verá. Y a su hijo lo concibió de una manera decente, bajo la bendición del matrimonio. Pero la desdichada perdió a su marido el año pasado.
Fue la gota que colmó el vaso. De pronto Concha sintió que le fallaban las fuerzas y comenzó a llorar. Sólo se consoló cuando la señora le agarró el mentón, secó las lágrimas de sus mejillas y dijo:
—Puedes quedarte desde hoy mismo, si lo deseas. Mi hijo necesita a alguien como tú, joven, fuerte y de buen corazón. Necesito que le salves la vida por mí, porque yo no puedo darle nada.
—Lo intentaré, señora.
—Yo, a cambio, haré lo posible para que se te olvide que estás aquí porque, como has dicho, no tienes otro remedio.
Hubo un silencio, un cruce de miradas, una complicidad inaudita que selló entre ambas un pacto sin palabras.
—Espera, quiero que le conozcas ahora mismo —dijo la señora, saliendo en busca del pequeño Amadeo, que entonces tenía siete meses de vida.
Taconeaban sus pasos por el pasillo, fuertes, decididos. Al instante regresó, sonriente, con Amadeo entre los brazos y le pidió a Concha que le alimentara por primera vez. La chiquilla recién llegada tomó al niño con el cuidado que siempre puso en su propio hijo, se sentó en un escabel y buscó su pecho derecho bajo la ropa gastada. La señora y la prima, que seguía esperando que lo echara todo a perder, la miraban de hito en hito.
Amadeo era un niño escuálido de piel amarillenta, que a pesar de la posición social de su familia inspiró a la nueva ama de cría una compasión inmediata. Tal vez porque se agarró a su pezón al primer intento y succionó con ansia, con desesperación, exactamente del mismo modo en que habría de hacerlo todo durante toda su vida.
—Bendita seas, Conchita —dijo doña Maria del Roser, al borde de las lágrimas, antes de inquirir—: ¿Y tú, hijita? ¿Quieres comer algo?
Aunque no se lo había dicho a nadie, Concha llevaba cuatro días sin probar bocado. Estaba en los huesos. Incluso ella misma se preguntaba cómo aquel cuerpo suyo tan saqueado era capaz de alimentar a otro ser humano. Asintió con timidez.
La señora llamó a la camarera:
—Diga a Eutimia que suba un momento, haga el favor —ordenó.
Eutimia era una mujer de cuarenta años más que cumplidos, bajita, sobrealimentada, ruda, larga de lengua y simpática sólo cuando le interesaba. Sus mejillas rubicundas y su piel bronceada de natural delataban sus orígenes agrícolas. Olía a heno y a lavanda. Daba órdenes con la naturalidad y el coraje de un capitán de navío. Y es que su papel en la casa no era muy distinto del de un viejo lobo de mar en su nave: ejercía de gobernanta desde hacía más de dos décadas y conocía los secretos de piedras y moradores con un detalle que su señora no alcanzaría jamás. Su jurisdicción comenzaba en la puerta de las cocinas y se extendía por toda la zona de servicio, donde también ejercía de ama de llaves, jefa de personal y hasta de administradora —puesto que era ella la que rendía cuentas semanales de los gastos de la casa a don Rodolfo y a nadie se le escapaba que a ella y sólo a ella los señores no la tuteaban— y su influencia parecía extenderse mucho más allá del cargo que desempeñaba, por el que cobraba hasta tres veces más que cualquier otra criada.
Eutimia era viuda. Se decía que a su marido se lo habían comido los lobos allá en su pueblo natal, aunque nunca supo nadie si era verdad o una maledicencia inventada por los otros criados para pasar el rato en las largas noches de invierno. Si ocurrió, fue cuando ella aún vivía cerca del río Negro, en un lugar llamado Sierra de la Culebra cuya sola mención espantaba a los más jóvenes, incluida Concha. Se decía también que guardaba unos pelos del bigote de su difunto dentro de un medallón que jamás se quitaba, ni siquiera para dormir. Esos pelos eran para ella, por lo visto, un amuleto infalible y era gracias a ellos por lo que tenía aquel empuje de fiera salvaje.
—Eutimia, le presento a Conchita —dijo la señora—. Es la nueva nodriza de nuestro pequeño Amadeo.
La gobernanta llevaba un delantal blanco que parecía recién planchado, el pelo castaño recogido en un moño y sobre la cabeza una cofia igual de inmaculada que el resto de su indumentaria. Dedicó a la escuálida recién llegada una breve inclinación de cabeza, a la que Concha correspondió demasiado tarde. La mirada de la gobernanta le pareció, ya en aquel primer encuentro, reprobatoria.
La señora le dio las instrucciones con voz dulce:
—Le ruego que se ocupe personalmente de que Conchita cene bien. Que Rosalía le tome medidas para hacerle un uniforme. Y disponga que le preparen una de las habitaciones.
—Sí, señora —respondió Eutimia, con una nueva inclinación de cabeza—. Me permito recordarle que las únicas dos habitaciones libres que tenemos están sucias y llenas de trastos.
La señora no pareció consternada.
—En ese caso, encárguese de que las limpien. Y habrá que buscar un lugar donde acomodarla mientras tanto.
—En el cuarto de Carmela, la nueva camarera, hay una cama vacante —informó la eficaz capitana.
—Eso es. Que compartan habitación. Será sólo una noche o dos, mientras disponen la otra. ¡Ya está resuelto el problema!
—Muy bien, señora. ¿Tiene alguna preferencia con respecto a cuál de las dos habitaciones vacías se debería...?
—Ay, Eutimia, no me haga pensar en eso —interrumpió la dama—. Que elija Conchita. Seguro que ella tendrá sus propios gustos. Aunque, por ahora, lo más importante es procurarle alimento. Por favor, no lo demoremos más. Esta chiquilla necesita comer.
—Sí, señora. Le pediré a Juanita que se dé prisa.
Eutimia se marchó derrochando su habitual energía y la señora dirigió a Concha otra mirada arrobada.
—¿Crees que te sentirás a gusto entre nosotros? —le preguntó.
Asintió, de nuevo atenazada por las lágrimas.
—Entonces no se hable más. Eutimia te explicará las normas de la casa. ¿Te quedas ya mismo con nosotros? Ay, qué tonta, tendrás que recoger tus cosas, despedirte de los tuyos... Discúlpame, soy demasiado impaciente. Dime cuándo podría ser. Pero que sea pronto, por favor. Aquí te necesitamos tanto...
Las cosas de Concha se limitaban a lo que llevaba puesto y a una pesada carga de tristeza y mala suerte. No tenía nadie de quien despedirse ni nadie a quien dar la noticia de su marcha, salvo la prima, que la miraba ahora con una mezcla de orgullo y extrañeza.
—Puedo quedarme desde ahora mismo —balbuceó.
—¡Bendito sea! —La señora se mostraba tan contenta que conseguía turbar a las dos primas con su entusiasmo—. Voy a dar las órdenes oportunas. Tú sigue, sigue, no te preocupes por nada.
Dicho esto, dio por terminada la conversación —como siempre, cuando a ella le pareció oportuno— y salió de la habitación.
Concha se sintió feliz allí desde el primer día. Doña Maria del Roser la trató, ya desde las primeras veinticuatro horas de su estancia en la familia, mejor de lo que la vida la había tratado jamás. Y no sólo porque la alimentó, le proporcionó un techo y un lugar cálido y seco donde dormir, sino porque de algún modo aquella vida estaba tan alejada de cuanto la muchacha había conocido hasta entonces que en todo momento tenía la impresión de hallarse dentro de una de esas historias maravillosas que oía contar de niña. Una vida de novela, eso le parecieron las primeras semanas en casa de los Lax. Luego, poco a poco, fue haciéndose a todo, a la familia, a las rarezas de algunos de sus miembros y, por supuesto, a las necesidades de Amadeo, a quien quiso como a su propio hijo, acaso necesitada de hacer algo con aquel amor tan grande que se había quedado vacante de la noche a la mañana.
Lo que más le costó fue acostumbrarse a la presencia de ciertos moradores de la casa que parecían espectros. Aparecían de pronto en algún umbral, o en mitad del pasillo, sin hacer ruido y, como surgidos del aire, se quedaban mirándola con expresión ausente y en seguida se esfumaban de nuevo, en un silencio triste y solitario. Entendió que eran rémoras de otro tiempo, seres en retirada, a quienes cualquier signo de renovación, como los criados jóvenes o los niños, debía de parecer tan inquietante como resultaban ellos mismos al común de los mortales.
—Los espectros sienten curiosidad por lo nuevo, pero también lo temen. Por eso rondan las cunas, pero nunca se acercan demasiado —había oído decir de niña, en su aldea.
Una anciana consumida habitaba en la segunda planta una habitación tan pequeña que parecía un ropero. Las actividades de la mujer eran tan discretas y salía tan poco de aquellos dominios suyos que a menudo todo el mundo en la casa olvidaba que seguía allí. Murió cuando Concha apenas llevaba unos meses en el servicio y fue enterrada con una frugalidad de ceremonias que le hizo pensar en una tía abuela o en alguien más lejano aún. Nadie nunca le aclaró el parentesco de la difunta. Compartiendo pared vivían dos tías solteras que habrían parecido gemelas si no hubieran nacido con más de quince años de diferencia. Una se llamaba Roberta y la otra nunca lo supo, porque todo el mundo la llamaba Mimí. A pesar de la coincidencia de sus facciones, Roberta y Mimí no podían ser más diferentes. La primera era adusta, cejijunta y de voz grave, con el mismo trato que un general de gastadores. La hermana menor, en cambio, había quedado detenida en una especie de adolescencia eterna, de un romanticismo insatisfecho, y se pasaba el día suspirando, mirando a lo lejos y haciendo bordados de tambor. Sólo Mimí sobrevivió lo bastante para trasladarse a la nueva casa, donde ocupó brevemente una habitación del tercer piso. Murió con tal discreción que algunos dudaron de que lo hubiera hecho. Varios años después de su muerte, aún había quien escuchaba suspiros de ocasiones perdidas dentro de su alcoba.
La nodriza procuraba no pensar mucho en todas estas almas añejas. No le resultaba difícil: la juventud repele lo caduco. Por aquel entonces, Conchita sólo vivía para Amadeo, a quien en seguida comenzó a ver como el hijo que la vida le prestó en desagravio por haberle robado tanto. Cuando nació Juan se ofreció a criarlo, puesto que creía tener leche suficiente para ambos, pero la señora la rechazó con dulzura: esta vez podía hacerlo ella misma. Concha fue feliz con aquella circunstancia, que le permitió invertir los papeles durante un tiempo breve, y adoctrinar a su señora acerca de los secretos de la crianza, en que ella era toda una maestra. Al mismo tiempo, Maria del Roser Golorons valoró aún más la labor de su fiel Conchita, y entre ellas crecieron lazos que ninguna de las dos había sospechado: los de las cosas verdaderas que existen al margen del dinero o las clases sociales.
Por supuesto, en la casa había quien no podía sufrir el nuevo orden de cosas. Eutimia, por ejemplo.
—Parece muda, pero a mí me parece una víbora. Esperemos que, además de la voz, no le falte nada. En esta casa no hay sitio para los sinvergüenzas.
Eutimia hablaba de Concha al resto de los criados sin importarle que ella estuviera presente. Lo hacía cuando la señora no escuchaba y mientras estaba a sus cosas, y también cuando se sentaba a la gran mesa de la cocina, cubierta siempre con un mantel impoluto, y comenzaba a jugar a las cartas consigo misma. Concha oía bien sus comentarios, claro, pero nunca se atrevió a decirle nada. Había algo violento en la gobernanta que le acobardaba. Durante los primeros meses en casa de los Lax, la única persona que le inspiró miedo y por quien llegó a sentirse maltratada fue Eutimia.
La gobernanta llevaba razón respecto a su silencio. Desde que se levantaba hasta la hora de acostarse, la nodriza apenas pronunciaba palabra. Otros hablaban en su lugar, o eso creía, y ella les escuchaba procurando no perder detalle. Nadie se daba cuenta. La mayor parte de los habitantes de la casa la ignoraba por completo. La mudez era su única defensa ante lo desconocido.
No era tan extraño que no le hicieran mucho caso: al fin y al cabo, se pasaba el día sin ver a nadie, salvo a Amadeo y, de tarde en tarde, a la señora. Su cometido era distinto al de todos los demás y lo mismo ocurría con sus horarios de trabajo. Deambulaba con absoluta libertad por algunas zonas de la casa donde el resto del servicio apenas ponía los pies. Comía mejor que todos ellos, y según sus propios horarios. Recibía un trato preferente, como corresponde a la persona en cuyas manos está la vida del primogénito de la familia. Supo más tarde que otras nodrizas exigían esos privilegios antes de entrar en casa alguna pero a ella todo le vino dado, como un regalo que no creía merecer, y aunque siempre supo que nada de todo aquello era suyo ni lo sería jamás, supo disfrutarlo.
Eutimia no podía soportar que aquella mocosa tuviera privilegios que ella nunca había gozado. La envidia la corroía:
—Tú, maña, como me entere de que no tienes leche, te corto las tetas con el cuchillo de destazar, que te quede claro.
Su respuesta fue su primer silencio.
A Concha jamás se le había ocurrido engañar a nadie. Mucho menos a la señora, la única persona bondadosa que había conocido en mucho tiempo. Del mismo modo, la posibilidad de hacerle daño a Amadeo le abría un pozo de angustia en el pecho.
Al principio, su tiempo transcurría en una especie de burbuja de paz. Algunos días sólo se dejaba ver por la cocina unos minutos a la hora del almuerzo o tal vez un rato más por la tarde, si el bebé le otorgaba algún descanso. Sólo de noche bajaba la escalera que conducía al sótano, donde su habitación estuvo pronto dispuesta. Pero no lo hacía sola. Fue merced a una decisión de la señora, tomada a altas horas de una madrugada en que Amadeo lloró y lloró hasta agotarle la paciencia. Maria del Roser aporreó su puerta en camisón y le rogó que se ocupara del pequeño o iba a volverse loca. Desde ese momento y durante cuatro años, Amadeo compartió con Concha y el resto del servicio las noches del sótano.
Durante el día ambos, nodriza y primogénito, se trasladaban a lo que se denominaba «el cuarto de jugar»: una estancia del piso superior, más estrecha de lo deseable, que en otra época había sido el saloncito de recibir de una bisabuela cuya contribución a la historia familiar había consistido en dejarlo todo ribeteado de puntillas o vestido con tapetes de ganchillo. El lugar era soleado en invierno y resguardado en verano y estaba decorado con pomposas molduras que no venían a cuento. Entre estos dos mundos, el abigarrado del saloncito y el austero del cuarto de servicio, transcurrieron los primeros años de la vida de Amadeo, exactamente hasta que se trasladaron a la casa nueva y Maria del Roser decidió que era necesario hacer algunos cambios.
Pero en estos días de los que estamos hablando, Amadeo era aún hijo único y Conchita se sentía ufana de que en sólo un mes hubiera engordado cinco kilos. También ella había añadido carnes a su enclenque figura y presentaba un aspecto más saludable y más acorde con su edad. En el rostro de doña Maria del Roser la preocupación había dejado lugar a una sonrisa de felicidad.
—¡Eres nuestro ángel, Conchita! ¡Un regalo del cielo!
Sí, las rencillas de las otras criadas quedaban lejos de sus preocupaciones. Su territorio era aquel cuarto del piso superior que al principio actuó como un bálsamo para sus heridas. Por las mañanas, mientras amamantaba al bebé, Carmela le traía el desayuno en una bandeja. Huevos, un bollo de pan blanco recién hecho, a veces algo de jamón, o requesón, una pieza de fruta y leche. La primera vez que vio aquellos manjares y entendió que eran para ella, no pudo evitar llorar y acto seguido sentirse ridícula: ¿lloraba por unas viandas quien tantas tristezas había conocido? ¿Tanto le había ablandado la vida de los ricos en unos pocos días? De momento tenía prohibida la achicoria —el café se reservaba para los señores—, porque se decía que amargaba la leche, lo mismo que el té, los espárragos, el vinagre y otras viandas. Pero incluso sin ellas su dieta era un lujo jamás conocido.
Después de desayunar, elegía un conjunto a su gusto de los muchos que había en el armario ropero y se tomaba su tiempo en preparar al bebé para el paseo diario. Doña Maria del Roser confió pronto en su criterio y nunca intervino en esos arreglos, que para Concha eran lo mejor de la jornada. Luego se vestía ella misma, cuidando los detalles. El uniforme azul oscuro, el delantal blanquísimo, la cofia almidonada, los zapatos lustrosos y una medalla de oro de la Virgen de Montserrat que la señora le había regalado por su cumpleaños. Así arreglada, ponía al niño en su carrito y salían de paseo.
Recorrían las calles Riera Alta y Ferran a paso de buey, saludando a las otras niñeras —muy pronto conoció de vista a la mayoría—, disfrutando de la tibieza de aquel aire que olía a mar y sonriendo sin descanso. Un poco más tarde salían las jóvenes casaderas, algunas acompañadas de sus madres y otras del ama seca o la institutriz, entre el crujido de sedas, tarlatanas y tafetanes de sus trajes de paseo. Brillaba la sencillez de algunas junto a la excesiva ostentación de otras y todo aquel que buscara podía hallar en aquella exposición algo de su gusto. A eso de la una, las damas abandonaban sus casas a bordo de sus carretelas, acompañadas de cochero y lacayo, y también algunos señores se dejaban ver, bien a caballo o —los más modernos— en bicicleta.
Todo el recorrido se convertía en un desfile de galantería y elegancia, en un constante subir y bajar de sombreros de copa, en un rápido agitarse de guantes de piel de Rusia y en un rosario de parabienes para toda la familia. Y eso que no lucían mucho todas estas cosas en las estrecheces de la ciudad antigua y que por eso mismo ya andaban los señores más pudientes pensando adónde podían trasladarse para hacerse ver mejor.
Con todo, las medias sonrisas femeninas se guardaban con disimulo para mejor ocasión y alguno volvía de su paseo con el ánimo hecho una angustia. Otros, tal vez jóvenes de buena casa en pos de bellezas a las que pretender, interpretaban como irrefutable un ademán apenas entrevisto y se dejaban llevar por la euforia de los triunfadores. Otros se escandalizaban al paso del carruaje donde la entretenida de algún joven heredero se atrevía a medirse con quienes la criticaban, pero quedaban mudos al contemplar la belleza de la mujer, la cual según decían todos, iba pareja a su vulgaridad.
Todos estos aliños trastocaban el mediodía en una pompa que mantenía ocupados a unos y otros, incluida la multitud descalza, de pantalones amarrados con pedazos de cuerda, mejillas pálidas de hambre y caras sucias de carbón, que todos los días se arracimaba en los márgenes del paseo para ver de cerca a los ricos.
Conchita llevaba a su niño de once kilos, su medalla de oro y su sonrisa de verdad. Nunca hasta entonces le había importado tan poco el paso del tiempo ni había sido tan feliz.
Cuando miraba a Amadeo, ya entonces, intuía de algún modo lo que les deparaba el destino. Las circunstancias la habían investido con el honor de ser testigo de otra vida. Y también consejera, testaferro, y acaso la única persona capaz de querer al mayor de los hermanos Lax después de saberlo todo de él. Concha no podía oponerse a eso. Amadeo siempre sería su criatura, y ambos lo sabían. Un niño vulnerable, iracundo, brillante... siempre distinto, siempre ajeno a los demás, cuando no enfrentado a ellos. Siempre incomprendido. Pretendida o inevitablemente solo.
Amadeo la correspondió, a su modo. Vertió lágrimas tras su muerte. Fue la única de las mujeres de su vida a la que lloró. Unos años antes la había utilizado como modelo de uno de sus primeros retratos, que tituló El ángel de la infancia. El cuadro fue su único modo de hacerle saber cuánto había representado para él.
Al entierro del ángel de la infancia no pudo asistir casi nadie. Su niño difícil, convertido ya en un hombre caprichoso, se encontraba muy lejos de allí. No hubo palabras ni cantos en el funeral, como ella había soñado tantas veces, ni su Amadeo pronunció palabra alguna. Fue un oficio rápido, casi clandestino, al que sólo algunas detonaciones lejanas pusieron música. Dos únicas personas acompañaron el cuerpo, de la nodriza hasta su última morada: Aurora e Higinio. Ella tenía el triste honor de ser la última camarera que prestó su servicio en casa de los Lax. Él, en cierto modo, fue el salvador de todo. Ambos lloraron con lágrimas verdaderas.
La escena que se plasma con trazo grueso, la del entierro de Concha, tuvo lugar el 24 de julio de 1941; y por aquel entonces, los nuevos tiempos habían desmadejado casi por completo el mundo al que perteneció algún día la familia Lax. El nombre de Amadeo, famoso en un mundo que ya no se impresionaba por nada, era cuanto quedaba de aquellos tiempos mejores. La casa seguía en pie y ellos la defendían, pero por las noches reinaba en las estancias un silencio sobrecogedor. El silencio que dejan los ausentes cuando aún hay quien piensa en ellos a todas horas.
El tiempo había avanzado, impasible, y lo peor era que pensaba continuar haciéndolo.
Pero, del mismo modo que la vida puede sorprendernos con un desenlace abrupto, también algunas veces nos regala una nueva oportunidad. Un renacimiento.
Silencio. Gruñe un portón. Alguien traspasa el vetusto umbral de la entrada, mira con ojos sorprendidos, se atreve a dejar una huella sobre el polvo que cubre el mármol del vestíbulo.
Se adentra en el secreto. Avanza.
Siempre que ocurre algo así, las piedras y los fantasmas nos alborotamos.