Violeta no llega sola.
La acompañan dos caballeros. El primero, joven, con americana azul y corbata a rayas, tiene ese aire un poco carnavalesco del jovencito que no se acostumbra aún a vestir como un hombre. Es el portador de las llaves. Durante la visita, se mantendrá en un segundo plano y sólo romperá el silencio para demostrar su candidez.
El otro es un hombre de complexión delgada, la espalda encorvada, un pelo abundante y entrecano que no delata en absoluto sus casi sesenta años y los ojos escondidos tras los gruesos cristales de unas gafas de concha. Se llama Arcadio Pérez y parece un ser aplastado por alguna circunstancia inevitable, aunque risueño y de gesto enérgico. Usa una camisa blanca que le queda grande, una ajada cazadora de lana, pantalones de color caqui, cinturón de piel con hebilla metálica y mocasines con borlas. A diferencia de los otros dos, conoce el lugar desde antiguo. Parece satisfecho en su papel de cicerone.
—Me habían dicho que era un sitio alucinante —dice el jovenzuelo, observando, al pie de la marmórea escalinata principal—. Usted dirá adónde tenemos que ir, Arcadio.
Violeta se ha detenido también. Mira hacia arriba. Niega con la cabeza, disgustada. Adopta un gesto de inequívoca elegancia a pesar de que viste con sencillez, casi con descuido: vaqueros, blusa amarilla, botines, chaqueta negra de piel. Su piel pálida contrasta con su media melena negrísima, un poco alborotada. Tiene los labios finos, los ojos algo rasgados, la nariz rectilínea y los pómulos prominentes. Sus facciones no necesitan maquillaje para resaltar. No es una belleza, pero tiene un aire de simpatía entrañable, de natural optimismo, que la hace atractiva. Aunque lo que ve no le permite demostrarlo.
Por su modo de moverse, su presencia evoca de inmediato a ciertos antepasados. Tiene ese aire distinguido que caracterizó siempre a su abuelo Amadeo, aunque en ella la distinción no se confunde con la soberbia. La expresión del rostro, el brillo de los ojos, la delicadeza de los ademanes y la palidez de la piel son de Teresa, aunque nadie quiera ni pueda saberlo. Hay también en ella una sombra de los rasgos de Maria del Roser y su aparente fragilidad evoca de inmediato a la de la otra Violeta, su precursora, la desdichada niña muerta con los bolsillos llenos de futuro. No es una mujer quien ha llegado, sino una herencia familiar.
Los tres visitantes que han entrado juntos, sobra decirlo, proceden de mundos muy diferentes, de los cuales el vestíbulo de mármol es una suerte de punto de intersección.
—Ten cuidado, hay mucha suciedad —advierte Arcadio a Violeta.
—¿Cómo es posible? —pregunta ella en un susurro, abriendo atónita los ojos a cuanto hay a su alrededor, sin dejar de negar con la cabeza.
—Ya te dije que está todo muy abandonado. Es una lástima lo que han hecho con este lugar. O, mejor, lo que no han hecho.
El joven parece incómodo. Está aquí en representación de la misma instancia a quien se acusa de abandono y, aunque él no había nacido cuando comenzó a acumularse el polvo en la casona, no puede evitar sentirse mal. Pero sus acompañantes no se refieren a él, claro. Hace ya unos minutos que se han olvidado de su presencia.
Sin tocar los polvorientos motivos vegetales de la balaustrada, Violeta pone un pie en el primer escalón.
—Estoy deseando ver el fresco —confiesa, comenzando a subir.
Violeta marca el paso, que no es rápido. Necesita fijarse en los detalles, horrorizarse ante el estado de todo. Su espanto, sin embargo, no tiene nada de personal, o casi nada. Ella sólo estuvo aquí una vez, de muy niña, de la mano de Modesto, su padre. Recuerda el portalón y la escalera, la seriedad de una criada llorosa, la luz filtrada a través de las magníficas vidrieras de colores del primer piso, el solemne ataúd frente a la chimenea escultórica y en su interior, como dormido, su abuelo Amadeo, un hombre al que apenas había podido conocer.
Treinta y seis años después, Violeta repite aquel recorrido. El portalón, la escalinata, el pasillo de mosaico con techo artesonado —los detalles y las dimensiones reales son nuevos para ella, y le impresionan tanto como entonces—, el salón principal, la chimenea imponente, las puertas acristaladas del antiguo patio...
Violeta está llegando al corazón de su recuerdo más antiguo. Se detiene más o menos en el lugar donde estuvo el ataúd de Amadeo Lax. Dirige a su alrededor una mirada consternada. Es Arcadio quien dice:
—Cómo debió de ser esto en sus buenos tiempos, ¿verdad?
Violeta se abstiene de hacer comentarios y continúa caminando. Empuja la puerta por la que se accede al antiguo patio. Los vitrales intactos esconden sus brillos de otro tiempo bajo una película de polvo gris. Se adentra en la estancia con los ojos fijos en la pared del fondo, desde donde la expresión ambigua de Teresa le da una bienvenida extraña. El fresco resplandece, a pesar de su estado lamentable. Aún es una obra impresionante, que corta el aliento. Pintada en tonos oscuros, con gruesos brochazos rabiosos, la figura femenina preside por completo el espacio. Violeta no la recordaba de la otra vez. Se pregunta si una obra como ésta puede pasar ante los ojos de una niña y no dejar ninguna impronta. O tal vez fueron las circunstancias: una vez rendidos aquellos breves honores al cadáver de su abuelo, Modesto y ella se marcharon de la casa como si ambos tuvieran urgencia por abandonarla. No puede mirarlo sin sentir, ahora sí, una gran emoción: al fin y al cabo, la mujer del retrato fue su abuela. Una abuela ausente, como reza el título, desconocida, de la que jamás se ha preguntado nada, de la que jamás habló nadie, sobre la que cayó un deseado manto de olvido.
Violeta no dice nada. Su silencio habla por ella. Y el brillo de sus ojos, que algo en común tienen con los del retrato que observan.
Arcadio la sigue y le guarda las espaldas, mirando también a Teresa.
—Me alegro de que hayas podido venir —dice él.
—No ha sido fácil decidirme. He estado a punto de cancelar el viaje. Mañana se inaugura en el Art Institute la muestra de los retratistas. Ya sabes que es un empeño personal por el que he batallado mucho. Al final ha quedado muy bien, pero me perderé las felicitaciones y los honores.
Se hace un silencio compartido. Las últimas veces que han hablado ha sido con la excusa de esa exposición, en la que Amadeo Lax está presente también, claro está, gracias a un préstamo del Museu Nacional d’Art de Catalunya y al de un coleccionista privado.
—Aunque bien pensado, prefiero estar aquí —sonríe Violeta.
El tono de gravedad se interrumpe con la llegada del joven funcionario. Nada más traspasar el umbral de la puerta acristalada se le escapa un:
—¡Hala!
Pregunta, con candidez:
—¿Y esto?
Nadie contesta. Violeta está pensativa. Tiene esa actitud reverencial que inspiran las obras maestras.
El joven insiste:
—¿Esto es de la Generalitat o de la familia?
La pregunta retrotrae a Violeta unos cuantos años, al momento en que comenzaron las disputas por la herencia del pintor.
—Por desgracia, de la Generalitat —responde Arcadio, quien siempre fue demasiado honesto para enfrentarse a las instituciones. O puede que careciera del arrojo necesario.
A pesar de todo, defendió los intereses de Lax como no lo habría hecho ninguno de sus herederos legítimos. Cuando Violeta recaló en Barcelona, durante sus años de estudiante, la casa estaba cerrada a cal y canto y ella demasiado ocupada en otras cosas. No le importaban en absoluto los pleitos en que andaban enzarzados los abogados de la familia y los del gobierno autonómico, a pesar de que por aquel entonces Arcadio ya le mantenía al corriente. Cuando se alcanzó el único acuerdo legal posible, ella ya vivía en Estados Unidos y Arcadio ya era el único interlocutor ante las instituciones. Por desidia o por comodidad, todos pensaron que aquella solución habría satisfecho al propio pintor. Arcadio y Violeta se mantuvieron siempre en contacto e incluso se vieron algunas veces, siempre en Chicago, alimentando una amistad cimentada sobre su mutua admiración hacia Amadeo Lax.
—Bueno, una pintura no puede resistirse eternamente, supongo —musita Violeta.
Durante el largo silencio, el joven barrunta otra pregunta que no formula. La conversación entre Arcadio y Violeta, en un tono demasiado íntimo para su timidez, se acaba imponiendo:
—Era tu última oportunidad, Vio.
—Por eso mismo te agradezco tanto que me hayas involucrado en esto. Me habría arrepentido mucho de no venir.
—Alguien de la familia debe estar. Aunque sólo sea para llevar la contraria.
—Tú eres como de la familia.
Arcadio ha bajado la voz, dando a entender que hablaría con más libertad de no estar presente ningún representante institucional.
Durante unos segundos, los tres se quedan en un silencio espectador.
El joven consigue aprovechar la oportunidad.
—¿Es de Amadeo Lax? —pregunta, señalando con la mirada la obra de la pared.
—Su mejor obra —responde Arcadio.
—¿Y qué hace aquí?
—Eso —suspira el administrador— debería preguntárselo a sus superiores.
—Ah, perdón —responde el muchacho, acusando el golpe en el acto.
—Su mirada sigue dando miedo. Es tan desoladora... —dice Violeta, que en realidad no habla con nadie más que consigo misma. Para ella, su abuela Teresa nunca ha estado más presente que en este instante.
Arcadio esboza el inicio de una sonrisa.
—Ya lo creo. ¿Te he contado que la primera vez que pisé esta casa tu abuelo me recibió aquí, en el gabinete? Su butaca estaba en ese lado —señala un punto de la tarima—, de espaldas al mural. Yo me senté en un sillón que había ahí, junto a la puerta. Durante toda la entrevista me pareció que Teresa nos vigilaba.
Por regla general, la memoria de los humanos es breve e inexacta. En esta ocasión, sin embargo, los recuerdos de Arcadio aciertan de pleno.
La primera vez que estuvo aquí, Arcadio Pérez era un estudiante de bellas artes con absurdas pretensiones de pintor cubista y una admiración desmedida por Amadeo Lax. El artista, próximo a su final, era un amasijo de piel traslúcida y huesos de vidrio que ya nunca salía de casa. Para franquear la entrada, Arcadio esgrimió la excusa de una entrevista para un periódico académico y debió de hallar a Lax en un buen día, ya que accedió a recibirle. Y eso que en aquella época —corría 1972— el pintor toleraba menos que nunca la invasión de foráneos en su espacio y no estaba de humor para hablar de arte ni de nada. Había dejado de pintar hacía más de diez años.
Arcadio traía consigo una caja de bombones de Casa Foix y dos docenas de preguntas, que tuvo el coraje de formular, una tras otra, desde el butacón donde se sentó con las rodillas muy juntas. Al dueño de la casa le pareció interesante el formulario y lo respondió con complacencia, sintiendo por el joven periodista una simpatía instantánea. La causa de semejante milagro es tan vieja como las debilidades del alma humana: nada mejor para encandilar a un artista de quien ya nadie se acuerda que un admirador que conserva el candor y la memoria intactos. En Arcadio todo se adivinaba sincero en el acto, no había impostación en su voz, ni un ápice de malicia en sus comentarios y sí una admiración rendida y evidente. Era un alma pura.
Después de la entrevista, la vieja gloria lo guió en un recorrido por las plantas superiores, desamuebladas y oscuras, que atufaban a olvido y a cerrazón. Fue en aquellas envidiables circunstancias como Arcadio tuvo el privilegio de deambular por el mejor museo que puede ofrecerse a un curioso: el de la decadencia de una existencia humana.
Apenas quedaban vestigios de la vida de otro tiempo. Se apreciaba la huella de unas cenizas antiguas en la gran chimenea del salón. Las estancias del piso superior dormían un sueño de olvido y tedio y diría que echaban de menos a las mujeres que las habitaron: Maria del Roser, la primera Violeta, Teresa, Conchita... De los ausentes, en las habitaciones sólo quedaban objetos huérfanos: una chichonera destripada que aún conservaba una raída borla de lana; un cepillo con el mango roto; las cuentas de un rosario, que rodaban como seres vivos sobre los suelos de madera...
Las puertas estaban abiertas y no había nada que ocultar. La casa era como una gran tumba vacía. Sólo el patio reconvertido y la buhardilla conservaban un aliento de vida.
Amadeo Lax se agarraba del brazo de su joven discípulo y se detenía ante sus propios cuadros, que ocupaban todas las paredes, sin mucho orden ni concierto, para comentarlos con altanería de creador, regocijándose en sus propias audacias pictóricas, presumiendo de anecdotario, esperando el eco de su impresionable pupilo.
—¿Conoce usted a Ramon Casas? —preguntaba.
—Sí, sí, cómo no.
—Le encantó este óleo. Creo que intentó imitarlo en alguna de sus últimas obras, aunque ahora no recuerdo cuál. Bueno, él dijo que era un homenaje, claro.
O, ante uno de sus retratos familiares:
—¿No es como si pudiera adivinar lo que piensa la modelo? Sea sincero.
Arcadio lograba decir lo que Lax deseaba escuchar y al mismo tiempo ser sincero. Ese don le abrió las puertas del último reducto del pintor: la buhardilla. Un desbarajuste de trastos y lienzos en el que casi nadie, además de Lax, había entrado nunca.
Fue allí donde Arcadio vio por primera vez aquel único y perturbador desnudo femenino de la colección. Le chocó desde el principio, por lo inaudito de la temática y por su burda resolución. Representaba a una mujer muy joven, sentada con las piernas abiertas en un sillón noble, mirando fijamente al espectador. La vulva —apenas dos brochazos oscuros— brillaba como una herida recién abierta. Llevaba por título Il falso ricordo.
—Pensaba quemarlo antes de morirme —le dijo Lax.
—¿Por qué? —preguntó con arrobo el aprendiz.
—Porque a nadie le importa.
Continuaron caminando.
—¿Y ha cambiado de opinión?
—Mejor que eso: lo he vendido. A un coleccionista privado. Un barón holandés, suizo, húngaro, no recuerdo bien; un gran tipo. Me dijo que piensa instalarlo en su casa de Londres. Perfecto, porque no quiero verlo expuesto en un museo, pero el dinero me vendrá bien.
Arcadio no hizo más preguntas. Sólo un comentario:
—Pensaba que no le interesaba el desnudo. Como tema, quiero decir.
Lax no respondió. Emitía sonidos guturales parecidos a los de las cañerías cuando se atrancan.
Deshicieron el camino y regresaron ante el retrato de Teresa, en el viejo patio. Cuando estuvieron de nuevo en el gabinete, sentados cada uno en su puesto, Lax susurró:
—El único modo de retener a una mujer es pintarla.
Poco a poco, las visitas de Arcadio a su admirado pintor se volvieron costumbre. Al principio, se amparaba en alguna excusa —mostrarle su propia obra balbuceante, pedirle consejo profesional, llevarle un ejemplar de la publicación donde acaba de salir la entrevista o, simplemente, interesarse por su salud— hasta que no necesitó más razón para franquear las puertas que la sincera complicidad que iba surgiendo entre ambos. Arcadio era, además, la compañía perfecta para el anciano Lax. Atento como un enfermero a domicilio, adulador como el admirador que era, detallista como un hijo. Y discreto. No sólo en referencia a lo que veía, también a lo que permanecía oculto. Jamás le preguntó, por ejemplo, por la ausencia de familiares. Todo lo achacaba a la excéntrica vida del artista. No metía las narices donde no le llamaban. En suma, reunía en su sola persona cuanto Lax necesitaba para despedirse del mundo creyendo que aún era quien había dejado de ser tanto tiempo atrás. También respetaba sus costumbres.
Con los años y la soledad, Lax se había vuelto un ser sin horarios, que vivía según el dictado de curiosas aficiones. Escuchar la radio era una de ellas. Se levantaba a la misma hora que Carlos Herrera, y le escuchaba con interés profesional, sin hacer nada más, hasta que terminaba el programa. A menudo, por las tardes, comentaba con Arcadio lo que los contertulios habían dicho, como si la conversación hubiera tenido lugar en su propia casa. Y, por supuesto, nunca ponía en duda nada de lo que Herrera decía o pensaba. Incluso le citaba a menudo —«Como dice Carlos Herrera...»— sobre todo al hablar de política, un terreno en el que se sentía hermano de su admirado periodista. Por las tardes, alternaba el sueño con los planes. Sólo se entregaba a la nostalgia para hablar de arte. Derrochaba emoción al nombrar a Modest Urgell, a quien sólo vio media docena de veces en su vida, pero a quien siempre consideró su maestro, y también a Romà Ribera y Francesc Masriera, cuyo éxito y popularidad en nada podían compararse a los suyos, pero a quienes continuaba viendo como a gigantes.
Lax no tardó en proponerle al señor Pérez —así le llamaba— que fuera su secretario personal. Había mucho que ultimar y el tiempo se le echaba encima. Durante meses, trabajaron juntos en el proyecto de un museo soñado que nunca habría de realizarse. Luego, el tiempo se agotó.
El velatorio del artista sirvió para que Arcadio y Modesto hablaran por primera vez. Violeta iba de la mano de su padre, aunque no puede guardar ningún recuerdo de aquello, puesto que sólo tenía cuatro años. Tampoco guarda memoria de las diferentes personalidades que llenaron el salón de la chimenea ni de los discursos que se pronunciaron y menos aún del momento en que el cuerpo de Lax atravesó los portalones de la entrada por última vez. No quedaba ni rastro, por aquellos días, de los fastos funerarios que tanto adornaron la despedida de sus ancestros. El de Amadeo fue un entierro triste, funcionarial. La mayoría de los presentes sólo estuvo allí para salir en las fotos que al día siguiente publicó la prensa. En las conversaciones susurradas se hablaba de cualquier cosa, sin mucho respeto por el muerto, y sólo unos pocos hacían referencia al testamento, tan estrafalario como todo lo demás. Un hombre muere como ha vivido: Lax dejó fríos a los suyos, incluso después de traspasar, cuando se conocieron sus últimas voluntades. A su único hijo, Modesto, sólo le dejó los restos del naufragio de las empresas familiares y las menguadas cuentas bancarias. De la gran fortuna de los Lax no quedaba casi nada; lo que no se había arruinado había sido robado o perdido durante la Guerra Civil. A Arcadio le correspondió una pequeña cuantía en metálico. A la pequeña Violeta, el piso de la Rambla de Catalunya, en pleno centro de la ciudad.
Con respecto a su obra, Amadeo Lax lo tenía claro desde tiempo atrás: su colección privada, compuesta por cuadros, estudios y bocetos la legó íntegramente a la Generalitat, lo mismo que la casa y todo su contenido, bajo condición de que abrieran allí un museo dedicado a su figura. No dejó nada al azar. Incluyó en el testamento un pliego de recomendaciones con respecto al futuro museo, nombró a Arcadio albacea y aportó todo el dinero que le quedaba a las arcas autonómicas para que nada hiciera peligrar su sueño.
No contaba con lo olvidadizos que son los políticos cuando se trata de cumplir la palabra dada.
Y eso que el testaferro se mostró dispuesto a luchar por ello con todas sus fuerzas. Incluso llegó a reunir varios miles de firmas a favor del proyecto, pero también resultó en vano. Una y otra vez se dio de bruces con los ardides de la administración. Muy pronto encontró cerradas las puertas de aquellos políticos que tantas palabras habían empleado en el funeral del pintor, y comenzó aquella guerra sorda de pasillos, llamadas, reclamaciones y recordatorios. Los representantes oficiales encontraron pronto excusas que esgrimir para retrasar el proyecto, pusieron a salvo los cuadros en los sótanos de otros museos y cerraron la casa, siempre bajo la promesa de unas obras futuras que nunca comenzaron. Su estrategia fue no esgrimir jamás una negativa tajante. Nunca hablaron del Museo Amadeo Lax como de un plan descartado, aunque sus acciones siempre lo proclamaron así.
Luego, se sacaron de la manga un descabellado proyecto de Biblioteca Provincial que los mantuvo entretenidos otras dos décadas. Aunque, al cabo, no fue tan absurdo: es esa obra la que hoy convoca a los tres visitantes en este lugar. Y pronto llegará una cuarta persona, con mucho trabajo que hacer.
Hoy, por lo menos, luce junto al portalón principal una placa dorada. La pusieron ahí para aplacar las molestas voces de algunos, el mismo año en que se cumplían cien años del nacimiento de Amadeo Lax. Para inaugurar la placa se limpiaron el vestíbulo y la escalera y se ofreció un aperitivo a personas que nada sabían de lo que aquí ocurrió alguna vez. A Arcadio le cedieron la palabra durante los parlamentos. Ni Modesto ni Violeta estuvieron presentes.
El recordatorio, encabezado por un escudo oficial, dice así:
EN ESTA CASA NACIÓ Y VIVIÓ
HASTA EL FIN DE SUS DÍAS
EL PINTOR AMADEO LAX
(1889-1974),
RENOVADOR DE LAS ARTES PLÁSTICAS.
LA GENERALITAT DE CATALUNYA
DESEA HONRAR SU MEMORIA.
Qué poca sintaxis y qué cargada de tópicos para resumir toda una vida.
Claro que, ¿acaso vale la pena añadir algo más? No. Lo que de verdad merece la pena espantaría a los visitantes.

La plataforma municipal Amigos del Museo Amadeo Lax reúne seis mil firmas para pedir a la Generalitat que cumpla la palabra dada al artista
Adela Farré
Un año antes de su muerte, el pintor Amadeo Lax (Barcelona, 1889-1974) se reunió con representantes autonómicos y acordó la cesión de su casa —situada en el pasaje Domingo, junto al céntrico Paseo de Gracia— y de casi toda su obra a cambio de la creación de un museo monográfico centrado en su figura. Para ayudar a la realización de este propósito, el artista cedió también cuarenta millones de pesetas que debían emplearse en las obras de acondicionamiento. Como albacea designó al licenciado en bellas artes que fuera su asistente personal, Arcadio Pérez, con el fin de que velara por el cumplimiento de sus voluntades.
En estos trece años, la Generalitat no ha demostrado tener muy buena memoria. El sueño de Lax nunca se llevó a cabo. La colección —compuesta por unas doscientas obras entre óleos, estudios y bocetos— fue repartida entre el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) y varios museos provinciales, aunque sólo una pequeña parte ha sido expuesta al público de forma permanente. Cansado de tamaña negligencia, hace cuatro años Arcadio Pérez decidió impulsar la plataforma ciudadana Amigos del Museo Amadeo Lax, con el fin de mantener viva la memoria de ese acuerdo y recordar a las instituciones de nuestra ciudad «el reiterado incumplimiento de la palabra dada a quien fue uno de los mayores representantes de nuestra cultura en todo el mundo».
En este tiempo Pérez, en nombre de la plataforma a la que representa, no se ha cansado de denunciar el estado lamentable del viejo palacete familiar, en el que no se han realizado obras de mantenimiento de ningún tipo desde que, en 1974, muriera su legítimo propietario. «Nos consta que la planta noble ha sido utilizada para banquetes institucionales y para recepciones, lo cual no puede estar más alejado del propósito que alentó a Amadeo Lax en sus últimas voluntades. Por no mencionar que en algún momento se habló de demolerla, lo cual sería, directamente, una aberración y un acto de insensibilidad artística.»
La casa de la familia Lax, de estilo modernista, está catalogada como monumento histórico desde 1980. Se trata de una construcción firmada por el arquitecto Josep Lluís Ayranch en el año 1899, que consta de cuatro plantas y sótano, las cuales supondrían una superficie de exposición de más de tres mil metros cuadrados. Su constructor fue Rodolfo Lax, padre del pintor, y conocido por haber sido uno de los principales impulsores del ensanche barcelonés durante el último tercio del siglo XIX. Al valor innegable de cuanto acabamos de mencionar se suma, según Arcadio Pérez, «la riqueza de los elementos decorativos de la casa, obra del mismo arquitecto y de su equipo de colaboradores, entre los que ocupa un lugar destacado la señorial escalera decorada con motivos vegetales, la chimenea escultórica y el original patio cubierto, que en 1936 fue reconvertido en una original estancia coronada por una cúpula de cristal». La joya de la corona es una pintura mural de grandes dimensiones pintada por el propio Lax, acaso con motivo de la mencionada reforma, situada bajo dicha cúpula.
El mural, considerado por muchos la obra culminante de su autor, lleva por título Teresa ausente y representa a la joven esposa del artista, Teresa Brusés —hija de don Casimiro Brusés, un rico industrial barcelonés, conocido por sus negocios americanos— en una actitud que Pérez no duda en calificar de «inquietante». Pero lo mejor es la historia de la que la pintura nos habla en silencio: la desesperación de un hombre que acababa de perder al amor de su vida de una forma cruel y dolorosa. Según cuenta quien fuera durante cinco años secretario personal del pintor: «Lax pintó el fresco durante los días, tal vez las horas, que siguieron a la marcha de Teresa. Según parece, la joven abandonó a su marido y a su hijo para huir con su amante, el mayor de los hermanos Conde, propietarios de los históricos Grandes Almacenes El Siglo, que se había establecido en Nueva York poco antes. El esposo abandonado, un hombre modélico en todos los sentidos, volcó su desesperación a brochazos contra un muro recién encalado. De resultas surgió una de las obras más perturbadoras de la pintura española del siglo XX».
Es una historia que ha fascinado durante años a críticos de arte y a estudiosos aunque, por desgracia, se ha mantenido oculta a los ojos del público en general. Ahora el desamparo del fresco parece otorgarle un nuevo protagonismo. Podríamos decir —y la comparación tiene algo de metáfora— que Teresa, la del cuadro, está más ausente que nunca. No obstante, Arcadio Pérez sigue confiando. Tiene la esperanza de que las seis mil firmas recogidas para exigir la rehabilitación del edificio y la devolución de la obra de Lax a su ubicación original sirvan para algo. A sus demandas se han sumado los dos herederos legítimos —y directos— del pintor: su hijo, el catedrático de la Universidad de Aviñón, Modesto Lax y su única nieta, Violeta Lax, directora del Art Institute of Chicago, en la ciudad estadounidense, que se han mantenido siempre en un discreto segundo plano y con quien Pérez asegura mantener «una gran amistad a distancia».