En medio del salón de los Uzcátegui colgaba como si fuera una ventana el cuadro de Reverón Palmeras blancas. Ana Elisa nunca supo si había llegado allí por casualidad o si la misma pintura había conseguido atraerla. Delante de él creía observar más cosas de lo que cualquiera podría. Detrás, al fondo del salón, se oían murmullos, frases rotas: «Lo siento mucho, Carlota. ¿Qué harás ahora con las niñas?» Su madre apretando los labios, incapaz de expulsar una lágrima, estrujando entre sus manos un pañuelo negro que se había descolorido y dejaba sus dedos entintados. «Creo que los Uzcátegui comprarán el terreno de la casa, Alfredo no tenía dinero. Por eso se mató», comentaba otra. Y la última palabra se alargaba en un eco fino, como de agua que se escurre sobre la piel, ese recuerdo final de su padre avanzando hacia la inmensa palmera que se desgañita sobre él. También había agua escurriéndose sobre la piel cuando Alfredo llevaba a sus hijas a jugar en la playa e Irene se quedaba mirando cómo su hermana menor se atrevía con las olas y poco a poco aprendía a nadar sola mientras, despreocupada, sin darse cuenta, los iba dejando atrás.
—¿Qué miras tanto en ese cuadro, Ana Elisa?
Era Graciela, la esposa del señor Uzcátegui. Vestida de negro, el pelo oscuro, tan fuerte que Ana Elisa imaginó que una sola hebra podría atar a un caballo desbocado. Lo llevaba recogido muy tenso en un moño que perfilaba todas sus facciones, achinaba aún más sus ojos y, al estrecharse éstos, las pestañas se disparaban, encerrando los iris pardos en una cáscara de piel. Los labios eran brillantes de por sí, y todavía más rojos por el perfecto carmín que nunca perdía su color. Ana Elisa recordó las quejas de su madre por la inexistencia de un maquillaje labial duradero, que permaneciera un día entero. El cuello no parecía terminar nunca y los huesos que iban hacia los hombros sobresalían cada vez que respiraba dentro de ese traje negro, sus mangas muy finas y largas, que atrapaba el cuerpo delgado como si únicamente se hubiera envuelto en la tela antes de salir de su vestidor. Ana Elisa, que a veces hablaba de ropa con su hermana Irene, de inmediato sintió que Graciela Uzcátegui era una mujer que disfrutaba arreglándose. Aunque en ese momento se concentraba en entender todo lo que significaba un funeral como el de su propio padre, no pudo dejar de percibir que llevaba demasiadas joyas para un evento como ése. Pendientes pequeños, eso sí, collar, broche y pulseras, todos de oro. Fue el efecto del metal contra el fondo negro, y más atrás el blanco cegador de las palmeras de Reverón, lo que la hizo apartarse, no para mostrar rechazo a Graciela, sino para disfrutar ubicándola como un objeto más.
—Me han gustado desde siempre las palmeras, señora Uzcátegui.
—No tienes por qué llamarme «señora», Ana Elisa. Vas a vivir aquí, con nosotros, a partir de ahora. Te he estado observando y has pasado más de media hora mirando el Reverón. Si no fueras tan pequeña tendría que alabarte el gusto, muchacha.
—Aquí abajo dice Palmeras blancas, ¿por qué lo llama «Reverón»?
—Es el pintor… —y rió sin dejar de mirarla con esos ojos expertos, por ese momento cómplices—. Todos los cuadros tienen un pintor —y se rió todavía más ante la obviedad de su propio comentario, y Ana Elisa se encontró también riendo, al principio sin entender muy bien el motivo, pero en un segundo respirando no ya de alivio ante el dolor, sino por una simpatía, al mismo tiempo agradecida y también fuerte que, como un puño de hierro, la entrelazaba a Graciela Uzcátegui.
* * *
Un ruido enorme, como de leones y monos corriendo a través de un terremoto y elefantes persiguiéndolos, despertó a Irene y a Ana Elisa en el pequeño dormitorio de servicio detrás de la cocina donde las habían instalado. Su madre también dormía en la casa principal, en el cuarto que inicialmente había sido destinado para el hijo de los Uzcátegui, Mariano, que ahora residía en París, donde estudiaba Bellas Artes, y a quien no habían llegado a conocer. Irene y Ana Elisa abrieron la puerta y se encontraron en medio del jardín con los perros Beppo y Humberto mirándolas con sus bocas abiertas, esperando un gesto suyo para empezar a ladrar ante el estruendo. Ana Elisa fue hacia ellos y los aquietó con el simple gesto de tocarles el hocico. Mientras, Irene siguió avanzando y reparó en el tractor, o algo parecido, muy rojo y con ruedas inmensas, del que bajaban hombres sin camisa armados con picos y palas para derruir el muro que separaba la propiedad de los Uzcátegui de la que había sido hasta entonces la suya.
—Nos van a dejar sin nada, Ana Elisa —dijo—. No tenemos dinero y nos han recogido. Estamos aquí de prestado. Van a quedarse con nuestra casa, venderán los muebles para pagarnos el colegio y las medicinas de mamá.
Ana Elisa cerró los ojos para no ver, a través del muro que caía demolido, su palmera, doliente y descuidada, todavía allí, convertida en un tronco poblado por caracoles y lombrices de mil pies con un hueco al descubierto a la espera de que alguien lo rellenara y con varias de sus ramas quebradas o partidas sobre el suelo, medio cubiertas de tierra. Mientras los hombres avanzaban hacia el otro lado de la casa, Irene saltó el muro e instó a su hermana a seguirla. Caminaron hacia el cadáver de la palmera y cuando estuvieron allí, frente al tocón cercenado, casi un muñón de madera aferrado a la tierra con terquedad, Irene cogió la mano de su hermana. Y Ana Elisa recordó aquella vez en que se sostuvieron mutuamente de igual modo, en el comedor de la casa, cuando entraron los saqueadores, ambas cogidas de la mano sujetándose una a la otra en la habitación evaporada.
—¿No sientes nada?, ¿no lloras? —preguntó Irene—. Es tu palmera, ¿no la reconoces?
—Lo que queda de ella —respondió Ana Elisa.
—No. Se ha aferrado a la tierra para no separarse de nosotras, ¿no te das cuenta? No podemos seguir así, sin llorar, sin… explotar, mientras van sucediendo cosas a nuestro alrededor.
—Yo no quiero llorar —exclamó Ana Elisa—. Llora tú por ti y por mí. Pero yo no.
—¿No te haces las mismas preguntas que yo todas las noches, al despertar? ¿Qué están haciendo con nosotros? ¿Por qué nos cuidan si todo lo que teníamos ha desaparecido?
—Tú eres la mayor, tienes diez años. Te das más cuenta de las cosas.
—Ana Elisa, soy tu hermana, no me mientas. Mira el tronco de la palmera, tu palmera. Sigue ahí. Está esperando que hagas algo, que pidas algo, que la desentierren y la planten en otro sitio. Que la hagas crecer otra vez…
—La partió un rayo, Irene. Y mató a nuestro padre.
—Estaba muerto hace mucho tiempo. Al final le hizo un favor.
La crudeza de sus palabras asustó a Ana Elisa, pero aún se resistió a llorar o a hacer algo. Entendió en su hermana una dureza nueva, un temple que su belleza física ocultaba magistralmente. Si ningún espejo lograba reflejar un parecido entre ellas, aquel que hubiera escuchado su diálogo habría encontrado el lazo indeleble que las unía.
Ana Elisa quería hacer algo en ese momento, pero esa fuerza interior, ese puño que siempre la sujetaba, empezaba a cerrar, a inmovilizar su cuerpo. Si tenía que hacer un gesto, una señal, dejar una huella de sí misma y lo que había vivido, debía moverse ahora, ya, antes de que el puño se cerrara por completo, cubriendo en su hueco oscuro sus dudas.
Irene le acercó una navaja.
—Es de esos hombres. La he cogido del camión con el que están destruyendo la casa.
Ana Elisa jamás había tomado un cuchillo entre sus manos, pero en cuanto lo sostuvo supo qué hacer, y lo clavó en el centro mismo de ese tronco aferrado a la tierra. Y grabó, con esfuerzo y bajo la mirada impasible de su hermana, dos letras. Una «A», por ella, que para siempre respondería al nombre completo de Ana Elisa, y una segunda «A».
—No, yo soy Irene —corrigió su hermana.
Ana Elisa le devolvió el cuchillo.
—Nuestros padres nos pusieron Ana a las dos. Ana Elisa y Ana Irene. La vida nos hará Elisa a mí y a ti Irene, pero para esta palmera siempre seremos Anas.
—Los Uzcátegui nos lo están quitando todo y nos tienen escondidas detrás de la cocina porque somos recogidas. Voy a ir a la casa y a entrar en nuestro dormitorio y recoger todo lo que pueda…
—No, los Uzcátegui son buenos, Irene. Nos cuidan. Nuestros trajes están aquí y ya ni nos sirven. ¿No te has visto que estás más alta, más grande? —le dijo, señalándole lo que crecía delante de su pecho.
—No te dejes engañar —fue lo único que le respondió su hermana.
Irene, pese a todo, avanzó hacia su antigua casa. En cuanto los hombres la vieron empezaron a silbar y a señalar con sus manos advertencias que Irene desafió. Les plantó cara, quizá los atravesó con el azul de sus ojos, no ya de niña sino, de mujer autoritaria, y siguió su camino. Ana Elisa fue detrás, con menos atención de éstos pero igual de ágil y decidida que su hermana.
No encontraron su habitación, no encontraron nada. Todo lo que vieron fueron paredes empeñadas en no caerse, algunas con las sombras de los cuadros que un tiempo atrás sostuvieron. Sillas rotas y el recuerdo, como si se incorporara y fuera un fantasma, de Carlota inclinándose a recoger un trozo abandonado de un gallo de porcelana. Irene asumió un paso fuerte, para recuperar el tiempo mismo y con su galope levantar otra vez esas paredes, colgar de nuevo sus cuadros, encender la lámpara de cristal y abrir los regalos de Navidad. Ana Elisa no quiso detenerla. Permaneció inmóvil, una vez más, dándose cuenta de que en donde se encontraba había existido ese comedor en el que ahora unos hombres, no muy diferentes de aquellos otros, escupieron sobre su padre. Ahora, delante y detrás de ella, los escombros le recordaban una foto que alguna tarde vio entre las revistas de su padre. Era una foto de personas que vagaban y se movían sin rumbo ni destino en una ciudad de Europa. «¿Adónde van, papá?», le preguntó. Y aunque siempre sumido en la tristeza, el padre le sonrió con los ojos. «Con nosotros, Ana Elisa. Huyen de Europa porque está en guerra y vienen hacia aquí, los elegidos, porque ésta es una tierra prometida.» Irene regresó, la ropa que llevaba en las manos estaba rota, sucia. A lo lejos oyeron la voz de Graciela: «Salgan de ahí, niñas. Ésa ya no es su casa.»
* * *
Los Uzcátegui cumplieron su promesa. Las dos hermanas continuaron acudiendo al colegio Claret, donde puntualmente se celebró una misa en memoria de su padre, y ambas oyeron en cada pasillo, antes de muchas clases, murmullos a sus pasos. «Fue una palmera que le cayó encima, porque estaba loco.» Juntas, otra vez sin hablarlo, pasaban delante de esos ojos curiosos y seguían de largo.
Todos los jueves, antes de cenar y como si fuera un rezo diferente, Graciela Uzcátegui leía en voz alta la carta semanal que Mariano, el hijo que había marchado a París a estudiar justo antes de que estallara la contienda, enviaba a sus padres.
Aun dominada por un terror que nadie reconoce, París sigue siendo bella, aunque no feliz. Deambulo por sus bulevares, recuerdo comprar más frascos de tu perfume, mamá, porque dicen que lo racionarán e incluso que dejarán de producirlo. Cierran tiendas y de pronto familias enteras de personas rubias, de ojos azules y hablando exquisito lenguaje salen a las calles a pedir comida. Y mientras ves camiones de ejércitos extranjeros que entonan himnos de bellas melodías pero idiomas duros, cargan en su interior con los muebles, las lámparas, los cuadros…
—Mariano siempre agrega mucha literatura. ¿Cómo van a estar saqueando en París igual que hicieron aquí esos desalmados antigómez? —interrumpió el señor Uzcátegui, su voz grave, sus dedos enormes asiendo el cuchillito con el que untaba mantequilla en el pan recién horneado y sus fauces enormes de dientes amenazadores devorando el bocado antes de clavar el tenedor en el trozo más grande de carne.
—¿Por qué saquean también en París, señora Uzcátegui? —preguntó Irene.
—Porque pronto van a saber lo que es bueno gracias a los alemanes que no se andan con minucias —le respondió el señor Uzcátegui, mirándola con esos ojos también inmensos, negros como el teléfono o las superficies de la mayoría de los muebles de esa casa—. De todas maneras, eres muy pequeña para preocuparte por esa guerra. Deja a los europeos que se maten entre sí. Para nosotros mejor: necesitarán nuestro petróleo, y cada vez hay más —terminó de cortar otro pedazo gigante de carne y dejó escapar una risotada reverberante.
—Lo has conseguido. Me has arruinado la lectura de la carta —anunció Graciela.
—Vamos a ver, tu hijo Mariano no hará más que decir cosas bonitas de lo que vea en esa ciudad. Todavía no le han cerrado la academia de mujeres desnudas y afeminados sin gracia que las pintan, y en el fondo le encanta esta situación extrema: tiene un motivo para sentirse escritor y enviarnos esas cartas absurdas, dramáticas, con ideas absurdas en cuartillas de colores absurdos. A él la guerra le da igual, lo único que le interesa es vivir una experiencia para volver aquí y asombrar a sus amigos del club literario con sus conclusiones ridículas, como que Hitler perderá la contienda. Ana Elisa, por favor, sírveme otro plato de carne.
Ana Elisa se levantó en silencio y pasó por detrás de Graciela, que dejó la carta a un lado. Debajo del papel escrito había otro con un dibujo. Apenas tuvo tiempo de observarlo: una plaza, no, un parque, con árboles muy altos de ramas frondosas enfilados a los márgenes y, al fondo, una torre de metal con una bandera en el tope. Graciela, disponiendo la servilleta sobre su regazo, puso la hoja escrita sobre el dibujo y dobló ambas para colocarlas aparte e iniciar su cena. Ana Elisa se acercó al aparador, puso más carne en el plato del señor Uzcátegui, se lo entregó y retomó su puesto, sin dejar en ningún momento de verse dentro de ese dibujo, sonriendo y hablando y preguntando cosas de la mano de Mariano Uzcátegui, aunque éste avanzara en medio de la luz, con hombros anchos y un traje impecable, pero sin rostro.
En la cocina, colocando cada plato y cada bandeja en los espacios marcados del armario, Ana Elisa le confesó a su hermana aquella visión suya, irreal, fugaz, de un Mariano sin cara que le sonreía y la guiaba.
—Qué absurdo. Pero si hay fotos de Mariano en el tocador de Graciela —dijo por toda respuesta Irene, cargada de una lógica práctica, aplastante, casi cruel—. Eres tonta. Un día, cuando tenga que ayudarla a peinarse, te dejo entrar y lo ves.
—Sabes que no nos dejan subir, sólo a ti, para que la ayudes a vestirse…
—Y a peinarse, y a cortarle el pelo cuando quiere, y a arreglarle las uñas y preparar sus vestidos. Todo eso tengo que hacer. Y cuando estoy sola, me los pongo y me pruebo sus zapatos…
Ana Elisa rompió a reír.
—No es cierto que hagas eso…
—Y mucho más. Miro dentro de sus cajones y, a veces, acabo lo que el señor Uzcátegui no le dejó leer en la mesa de las cartas de su hijo.
—No me gusta que fisgonees en los cajones.
—Busco pruebas. Eso justifica lo que hago.
—¿Pruebas de qué, Irene?
—Compran cosas nuevas a cada rato, y muchos días Graciela sale a un lugar al final de Chacao y va a una casa muy rara, pequeñita, y compra sus cachivaches, como ella los llama…
—En realidad se llaman antigüedades.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
—Me lo dice Nelson.
—Ana Elisa, nosotras no podemos hablar con el chófer ni con el jardinero.
Ana Elisa guardaba silencio y sonreía mientras terminaba de colocar los platos y sacaba su cuaderno de francés de uno de los cajones. Ahora, lista la cocina, podían por fin empezar con sus deberes.
—Yo creo que Graciela sabe lo que quiere cuando va a esos sitios. Puede que a ti no te guste… —empezó Ana Elisa.
—Es que no parece una casa. Es como una tienda. Van agregando cosas, floreros, muebles de recibidor, estanterías, más floreros y más sillas. Y siempre tengo esa sensación de que, en alguna parte, guardan cosas que nos han quitado.
Ana Elisa levantó los ojos y vio a Graciela en la puerta de la cocina. Las dos niñas se incorporaron de inmediato. Se había cambiado de traje, otra vez esa combinación de negro y dorado, el pelo completamente estirado hacia atrás y su rostro de pantera en calma acentuado por las pestañas gruesas y los labios rojos.
—Carlota quiere que suban a verla —anunció.
Y Ana Elisa e Irene recogieron sus cuadernos y los guardaron en el cajón de la cocina donde les habían indicado que conservaran sus lápices y sus libros del colegio. Graciela las cogió por los hombros y supo que Irene rechazaba su proximidad mientras que Ana Elisa sabía tolerarla.
—Carlota no ha estado bien desde el primer día que entró en esta casa. Está más… delgada. Muy nerviosa. Pero quiere verlas, y creo que es buena idea.
Irene aceptó la mano de Graciela y, aferrada a la otra, Ana Elisa se sintió cómoda mientras se dirigían al pasillo que discurría por detrás del salón para subir a las habitaciones por la escalera de servicio. Oficialmente, casi nunca subían, pero más de una noche las dos hermanas abandonaban el dormitorio tras la cocina y hacían este mismo recorrido para intentar ver a su madre. Cuando llegaban al piso superior, Ana Elisa se quedaba fascinada ante la espesa moqueta de color marfil, el techo abovedado y el hueco de la escalera principal sobre el cual colgaba la lámpara de cristal que, vista así, de cerca, era todavía más grande, espectacular y luminosa. Siempre que estaban allí oían las risas de Graciela al regreso de una fiesta y las palabras entrecortadas, acompañadas de carcajadas y golpes secos del señor Uzcátegui. Entonces esperaban y, cuando todo se hacía silencio, avanzaban cuidadosas por entre la espesa moqueta e iban hacia la habitación donde descansaba su madre, siempre cerrada. Cuando regresaban cogidas de la mano a su propia habitación, Ana Elisa volvía a admirar cómo los cristales de la lámpara se alimentaban del brillo de la noche y, a veces, si se fijaba lo suficiente, lograba verse a sí misma y a su hermana atrapadas en sus lágrimas.
Ahora, con Graciela, el mismo camino era totalmente diferente. La moqueta se había vuelto más mullida y su color más vivo. Además, la puerta del cuarto de Graciela estaba abierta y dejaba entrever su interior malva, las paredes, los muebles que alcanzó a contemplar, las cortinas echadas, el marco de las puertas y el papel pintado del baño que se vislumbraba al fondo. En otra habitación, también abierta y dominada por una biblioteca de pared a pared, el señor Uzcátegui discutía algo al teléfono, su auricular le cubría toda la cara y un cable que Ana Elisa consideró siniestro, como la antena extrañamente larga y ondulada de una cucaracha. Gustavo ni las miró. Sigilosas, siempre sujetas por Graciela, entraron en la habitación de su madre, que era gris, las mismas cortinas del dormitorio de Graciela, butacas parecidas, un pequeño sofá delante de una mesita de patas doradas y el sobre de mármol, una cama inmensa con dosel y un cuadro de la Virgen adorando a su Hijo, Jesús. Todo silencio, Carlota de pie, sólo rodeada por el coro de grillos fuera, al otro lado de la ventana.
Irene se soltó de aquel puño férreo y corrió hacia su madre para de repente detenerse, como temerosa de asustarla. Carlota miró a Graciela y, cuando ésta le hizo un gesto, abrazó a su hija mayor. Ana Elisa esperó, todavía colgada de la mano de la señora de la casa.
—Has crecido, hija mía. Qué pelo más bonito tienes, Irene. Y tus ojos, tan azules. Es como si hubieran pasado diez años, pero han sido sólo meses. ¿Y los míos? ¿Han cambiado mucho después de tanto llorar?
—No, mamá. Están igual que ayer y que siempre.
Carlota se abrazó a su hija y desde el abrazo observó a Ana Elisa.
—Ven tú también, os quiero a las dos, no tenemos mucho tiempo —y tomando aire, como dispuesta a recitar un monólogo recién aprendido, continuó—: Graciela y Gustavo se han portado como unos verdaderos padres para vosotras. No me encuentro bien… de salud. Me afecta la humedad de la ciudad, siempre llueve desde que…
—Carlota, no es necesario atiborrarlas con los detalles —la interrumpió Graciela.
—Sí, tienes razón. Siempre tienen todos razón a mi alrededor… Irene, Ana Elisa, es mejor que vaya a casa de mis padres, en Mérida. Es un viaje largo… Nelson me llevará hasta la mitad de trayecto y mi padre, el abuelo Manuel, me recogerá. Ustedes dos se quedarán aquí.
—¿Por qué no vamos contigo, mamá? —exclamó Irene.
—Por el colegio, mi amor. Y porque esta ciudad —dijo, mirándolas fijamente, sus dos ojos moviéndose de una a otra hija y al final clavándose en Graciela, que escuchaba arreglándose el tensísimo cabello—, algún día, será vuestra.
—¿Y para qué la queremos si tú nos dejas? —gritó dramáticamente Irene, alejándose de su madre—. No entiendo por qué tienes que irte, no entiendo por qué nadie nos dice la verdad. Por qué papá se mató. Por qué hemos estado casi un año sin verte. Por qué tenemos que vivir detrás de la cocina. Por qué construyen otra casa en la que fue nuestra casa, por qué nos hablan como si fuéramos raras y la gente nos mira con pena, bajando la voz…
—Irene, tu madre está muy enferma y nosotros, como buenos amigos que fuimos de tu padre, hemos decidido ocuparnos de vosotras, que vayáis al colegio y tengáis un hogar —interrumpió desde el dintel de la puerta, sin jamás entrar en la habitación, Gustavo Uzcátegui.
—No hagas más preguntas, no es necesario —habló entonces, con inusitado y repentino poder, su madre—. No imaginé nunca que las harías tú, pensé que sería Ana Elisa. Tú no. No hay respuestas, no hay nada, no queda nada ni de mí ni de lo que fuimos…
Irene, desconcertada, se volvió hacia su hermana, y Ana Elisa sintió que hacía lo que tenía que hacer: coger a su hermana y salir de la habitación, los sollozos de su madre ahogándose a medida que Graciela Uzcátegui cerraba la puerta de esa habitación gris.
* * *
Ana Elisa desarrolló una extraordinaria habilidad para ayudar en la cocina. Más rápida que su hermana en la resolución de las tareas escolares, quedaba dispuesta a las cuatro y media para ayudar a Soraya, la nueva cocinera, a preparar la cena. Trabajaban en silencio, porque Soraya era de Trinidad y en esa isla no hablaban bien español, sólo aquel lenguaje criollo que mezclaba inglés y francés con un poco, únicamente algunas palabras sueltas, de castellano. La niña creía que, a pesar de todo, entendía algo, y así se dirigía a ella diciendo «cuchillo», «cebolla», «plátanos», «harina», a punto de carcajada. A veces no la comprendía y ella, con el francés que aprendía en el colegio y un poco de inglés, relegado por las monjas a un segundo plano por considerarla una lengua «menos elegante», decía entonces knife, onion, tomato, ante la mirada asombrada de la cocinera. En otras ocasiones, no le quedaba más remedio que ir a por los ingredientes a la fresquera, debajo de la ventana desde la cual podía ver la habitación donde Irene dibujaba personas en vez de atender sus deberes, y regresaba a la mesa de la cocina a cortar las verduras.
—Algunas veces, Soraya, sometimes, la piel del tomate es igual que su pulpa.
—What do you mean (1), señorita? —preguntaba ésta.
—Que todos los objetos tienen un color que protege su verdadero color. Si te dicen que el color del tomate es el de su piel, no es verdad, es el de su pulpa, el interior es el auténtico.
—Crazy (2), señorita Ana Elisa.
Y ella reía. Cuando descubría algo así, hubiera querido anotarlo en un cuaderno, pero era Irene quien llevaba un diario y no pretendía imitarla, ni en eso ni en nada. Cada vez estaban más unidas en distanciarse una de la otra. Vio los tomates que acababa de pelar juntos en el cuenco de porcelana blanca y se maravilló. El jugo de los vegetales dejaba al fondo del recipiente un círculo rojo que era exactamente como si otro rojo surgiera del verdadero rojo.
—Señorita —le dijo Soraya sacándola de su concentración—. La señora Graciela nos ha pedido a Nelson y a mí que la ayudáramos a colocar unas cajas en la despensa del garaje… ¿Usted ha ido allí alguna vez?
Ana Elisa quiso decirle a Soraya que no existía espacio en esa casa donde no hubiera estado, aunque fueran territorios prohibidos como en efecto era la despensa al fondo del garaje.
—Si usted va sola, yo no haré nada —reveló Soraya—. Nelson ha dicho que hay cosas que le interesan a usted.
—¿Y a mi hermana?
—De eso no dijo nada, señorita.
Ana Elisa se detuvo delante de la colección de coches de Gustavo Uzcátegui, como siempre hacía cada vez que entraba en el garaje, a medio camino entre el rechazo, el estupor y la acumulación de poder que representaban esos coches, todos americanos, todos brillantes. Más largos, más cortos, espectaculares. En sus puertas, Ana Elisa podía reflejarse y reconocerse extraña, ojos demasiado juntos, no separados y azules como los de su hermana, y un gesto que bajaba desde la frente por la nariz, cruzaba sus labios pequeños y descendía por el cuello, de permanente curiosidad. «Ana Elisa es la inteligente; Irene, la belleza», se le había escapado a Graciela una vez mientras tomaba el té en una merienda de señoras en su casa.
En esos automóviles brillantes leía nombres, Dodge Imperial, Packard, Chevrolet Wild Blue, Ford Silver Mountain, Cadillac One, que le recordaban elefantes en prisión. O urnas dos veces más grandes que la de su padre. Sus interiores a juego acompañaban o contrastaban el exterior del vehículo. El Ford plateado era gris por dentro, y Graciela lo utilizaba para ella. El Chevrolet azul también era azul, pero más claro por dentro y reconoció Ana Elisa que la combinación le gustaba igual que los secretos rojos de sus tomates. El Cadillac, en cambio, era negro por fuera y sangre por dentro. Pero en realidad no se sentía atraída, algo en algún rincón secreto de su mente le decía que esa fascinación podía esperar. Era más importante llegar hasta el almacén, más allá, detrás de todos esos automóviles.
Encendió la luz y, como siempre, se asombró de que la pared del fondo de esa habitación fuera un inmenso espejo. Los coches se reflejaban como si fueran insectos enormes, ojos acechantes sus faros esperando una señal para encenderse y atropellar a quien osara entrar en ese espacio. Ana Elisa se sorprendió de no sentir miedo y sí una evidente fascinación por la belleza de la imagen. Dejaban de ser objetos y asemejaban una guardia que la protegía mientras ella sucumbía al descubrir un secreto.
Fue entonces cuando vio el proyector de su padre. Y la lámpara del techo del comedor de su casa. Y el propio comedor: la mesa, las sillas, el aparador de cerezo. Y las dos camas de su dormitorio, la de Irene con su rombo en el medio de la pulida madera y la de ella con la «A» de Ana Elisa atrapada entre dos hojas de laurel. No tenían colchones, ni siquiera los somieres, sólo el esqueleto y, unido a los muebles, un trozo de cartulina que colgaba de una pata, allí, sobre las camas, en la mesa, debajo de la lámpara, en el proyector: «Venta Uzcátegui. Lote 2.»