INTRODUCCIÓN

UNA HISTORIA MÁGICA

Eduardo Rodrigálvarez

Aquel día, que no recuerdo cuál era, Fidel Uriarte, que se había adelantado a la defensa de un equipo que no recuerdo cuál fue, alcanzó un pase en profundidad de no sé qué compañero, y avanzó hacia el portero del olvidado equipo rival con la determinación de un depredador hambriento. Sin embargo, mientras San Mamés rugía olisqueando el gol, rumiando la felicidad, celebrando la caza, Uriarte se asomó a las narices del portero con el balón atado a su botín y, llegado el momento de la dentellada, en vez de morderlo con la puntera, el empeine, con sutileza o con violencia (más tarde supe que estaba capacitado para todo eso y más), mientras la jauría de defensas le pisaban los talones, decidió golpearlo con el tacón hacia atrás, mientras el portero caía hacia un costado sin saber qué pasaba y los defensas resbalaban por el suelo buscando un balón inexistente, que había caído un metro hacia atrás a los pies de Arieta (luego supe que su hermano era Arieta II al que vi con cierta asiduidad) para que el goleador rojiblanco marcara en una portería llena de víctimas del engaño.

Aquel día que no recuerdo cuál era, ni contra quién se jugaba, ni cómo terminó el partido –aunque creo que el Athletic ganó con aquel gol– comprendí lo que era San Mamés: un territorio reservado para los elegidos, como el patio del recreo era el territorio reservado para los mayores del colegio en el que los pequeños solo teníamos derecho a alucinar con los punterazos de El Bolas o el regateo de Quintela, (luego supe que hubo un futbolista en el Athletic con ese apellido), un flacucho al que siempre le rompían su obra de arte cuando estaba a punto de acabarla. Aquel día, en San Mamés, me pareció ver a El Bolas y a Quintela personificados en un solo hombre que lucía el 8 a la espalda, capaz de arrollar a un defensa con el pecho en buena lid y de inventar una jugada sutil, que en el escaso tramo de un segundo conmovió al público del rugido a la desolación y desde allí al éxtasis colectivo. Un segundo bastó para crear el fútbol en mi cabeza y en mi memoria. Un segundo que ha durado años y años, llenándose de historias, de leyendas, unas vividas, otras sabidas, muchas oídas, otras escritas, en torno a un club, a un equipo y a un campo que parecía un compendio de pasiones.

La memoria no es una actividad que se lleve bien con la distancia. La infancia se construye a fogonazos, con centellas o estrellas fugaces que se graban en un lugar del cerebro sin fecha de fabricación ni de caducidad. Menos aún cuando las centellas tienen que ver con la pasión, con las sensaciones que convierten un campo de fútbol en un territorio infinito, en un firmamento particular. San Mamés, desde que se construyó en 1913, ha sido al mismo tiempo un firmamento y una segunda casa: un firmamento por el que dejar vagar a la memoria y un domicilio en el que una hora y media era una eternidad a plazo fijo.

No es fácil ponerle fecha de nacimiento al primer día de cada cual en San Mamés. La vida del campo está establecida matemáticamente en los capítulos de la historia: cuándo se construyó (1913), quién lo diseñó (Manuel María Smith), con quién se inauguró (un triangular contra el Racing de Irún y el Sepherds Bush, que ganó el torneo), quién tocó el primer balón (Seve Zuazo), quien marcó el primer gol (Pichichi según la mayoría, Zuazo según La Gaceta del Norte), quién fue la primera mujer en marcar un gol en San Mamés (Nerea Onaindia) y un suma y sigue de fechas y hechos que derrumbarían por su peso la biblioteca más sólida. Una cosa es la historia de San Mamés y otra la memoria de San Mamés. La primera es científica, la segunda es mágica.

Hay un antes y un después de San Mamés, como hay un antes y un después del arco de San Mamés y habrá un antes y un después del nacimiento del nuevo San Mamés. El primer campo se creó apenas 15 años después de que Bilbao descubriera el fútbol tras aquel partido que enfrentó a una muchachada de la provincia contra una colonia inglesa a la que retaron en Lamiako según reflejaba una reseña de El Noticiero Bilbaíno. Después nació el Athletic y llegaron los triunfos regionales y los triunfos en la Copa con aquella cuadrilla histórica a la que retrató el pintor Arrúe. Hay una fotografía en la que se puede ver agachado a uno de los rojiblancos posando antes de un partido con un cigarrillo entre los dedos. Era el otro fútbol, el que aún no concebía la profesionalidad y reunía a hijos de aristócratas, a ingenieros, abogados, albañiles y encofradores, con una camiseta blanca al principio, rojiblanca después, blanquiazul en el intermedio. Futbolistas de casquete en la cabeza, borceguíes y balones con costurones como cicatrices de una operación de guerra, porteros con gorrilla campera, árbitros con chaquetilla ribeteada y público con corbata y sombrero reclinado contra la valla a primeras horas de la tarde. Público en el burladero, leones en el escenario.

San Mamés en 1913 dio forma a ese compendio de circunstancias personales y ambientales, reuniendo a los feligreses en eso que fue dado en llamarse La Catedral donde se oficiaba el fútbol con una fe inquebrantable y se avalaba la comunión entre el público y el equipo con los primeros ídolos, los primeros goles y los grandes éxitos regionales y nacionales. Miraba el fútbol entonces desde el norte al norte inglés con esas pugnas históricas entre el Athletic, el Racing de Irún (luego Real Unión) y el Arenas de Getxo frente al naciente poderío de los futuros señores, el Real Madrid y el Barcelona.

San Mamés dio forma a aquel equipo y a aquel club que jugaba en campos que eran campas (la de los ingleses, Lamiako, Jolaseta) pero sobre todo le dio un punto de referencia. Un club no solo necesita un campo donde jugar, sino un campo donde vivir, un domicilio habitual, una propiedad colectiva donde cada asiento o cada estrecho lugar donde ver el fútbol de pie o de costado o colgado de una baranda, sea como la larga sobremesa de una reunión familiar. San Mamés le puso un piso al Athletic en el que pudieran convivir jugadores y público para reír y llorar, para sufrir y disfrutar, para tocar el cielo y el infierno y disfrutar en cada caso de una distinta felicidad.

San Mamés era un santo poco conocido, con poco lustre en la hornacina religiosa, apenas reservado al sentimiento de sacerdotes y beatas de un Bilbao entonces santurrón y gris. Poca gente o nadie se llamaba Mamés en honor al santo aunque hubiera Petronilas o Poncianos que no renegaban de su carné de identidad. Pero comoquiera que el santo estaba allí al lado y había sido indultado por los leones que debían devorarlo, San Mamés se convirtió en santo y seña de identidad transformando el campo en un altar y al equipo en un grupo de leones tan fieros como educados, capaces de devorar al rival o de indultarlo cuando deleitaba al respetuoso respetable.

Creado el mito como debe crearse –sin saber que iba a serlo– dio a luz un hijo que tras las sucesivas reformas del estadio, obligadas por los sucesivos cambios del balompié, ya profesional, ya negocio, ya movimiento social, creció desde la inmensidad de La General. Allí nacieron al fútbol varias generaciones de rojiblancos que vieron su primer partido entre la abigarrada tropa de aficionados que acudían una hora antes para acercarse lo más posible a aquel verde entre fosforito y verde botella, y evitar al grandullón que delante de ti podía provocar un eclipse de hora y media. La General era como la sala de partos de San Mamés, donde se nacía al fútbol de pie mediante una sucesión de hileras que parecía no tener fin. Cuando creías haber encontrado tu sitio, apretujado, casi flotando, sin tocar el suelo, y Rojo ya se había escapado por la banda un par de veces y había envenenado dos centros increíbles, aparecía otro parroquiano que desafiando las leyes de la física encontraba un hueco imposible entre tú y tus alrededores. La General de San Mamés era la manifestación de la magia, el reino de lo imposible, el rugido más compacto y la que con mayor estruendo emitía los juicios, pocas veces sumarísimos, a sus gladiadores. Enfrente, la Tribuna Principal era más reposada, no porque las gentes de uno y otro lado tuvieran un talante, un gen, un nivel distintos, sino porque nunca se ha visto igual el fútbol de pie que sentado, del mismo modo que no es igual ver a los Rolling Stones en el césped que en las tribunas del estadio. En La General se vivía el fútbol, en la tribuna se disfrutaba. ¿Cuántos goles se han dejado de ver en la mítica y mística General de San Mamés por culpa del grandullón que te había tocado en suerte delante de ti? A los más chicos, las almas caritativas los ubicaban en las tres filas de La General numerada, que eran de asiento sobre un cemento gris en el que se olía la hierba, se oía hablar a los futbolistas y se les veían los moratones como heridas de guerra que llenaban de orgullo a la avanzadilla del público. La General tenía también otras almas caritativas, algunos porteros, que una vez comenzado el partido, cuando el jefe no les veía, dejaban pasar a algunos muchachos que hacían cola esperando su benevolencia como quien suplica un bocadillo de pan con chocolate en plena posguerra.

Cuando se derruyó La General, en 1972, el fútbol cambió de fase como había cambiado en 1953 cundo se construyó el arco de San Mamés para eliminar las columnas de la Tribuna Principal, una obra de ingeniería que ha perdurado hasta el final escenificando la singularidad de San Mamés hasta el final de sus días. Los arquitectos Carlos de Miguel, José Antonio Domínguez y Ricardo Magdalena, y el ingeniero Gonzalo Fernández Casado, quizás no fueron conscientes de que más que un proyecto innovador estaban construyendo un símbolo, otra seña de identidad que iba mucho más allá de lo que significaba eliminar las columnas de un campo de fútbol. Fernández Casado era un ingeniero ejemplar, cuyo nombre lleva el puente sobre el embalse de Barrios de Luna, en León en la autovía conocida como Ruta de La Plata. Sin embargo, el arco de San Mamés trascendió a la ingeniería civil para pasar a la categoría de monumento histórico-artístico-deportivo-sentimental.

La General a un lado y el arco al otro eran como líneas paralelas que deli-mitaban la simbiosis entre el hombre y sus obras. En La General retumbaba el fútbol, dejando a la voz todo el protagonismo de la algarabía. La voz acompasada era la música del fútbol. Sin megafonía (que se estrenó en 1972, junto a la iluminación) y sin videomarcadores (que se instalaron en 1982 con motivo del Mundial de España), la voz era el pálpito del fútbol. Y más que la anglofilia que San Mamés siempre ha profesado, prevalecía el gusto por el cántico que nacía en las tabernas del Casco Viejo y se extendía por todo Bilbao hasta llegar a la otra punta, la de La Catedral. En San Mamés se cantaba con devoción: Aupa Txirri, aupa Blasco, Goros, Pichi (apodo de Garizurieta), Careaga y Velasco, Unamuno, Bata y Felipés (Demetrio, el extremo portugalujo), Roberto, Muguerza y el míster inglés (un tal Pentland), les cantaba San Mamés a los primeros campeones de Liga. Arriba, arriba, arriba, arriba Rojo ese balón, que Amorrortu lo prepara, que Amorrortu lo prepara, chuta Lasa y mete gol, cantaba muchos años después el público en una canción que se iba retocando en virtud de las circunstancias y los protagonistas. Iribar, El Chopo, fue el primero en tener una canción propia, cuando tras un partido monumental frente al Zaragoza, (en una Copa del Rey perdida) el público creó aquello de Iribar, Iribar, Iribar es cojonudo, como Iribar no hay ninguno. Pasado el tiempo, cuando la melodía iba cayendo en desuso y la megafonía arengaba a las masas sustituyendo la voz popular por los anuncios y las canciones de éxito, el público reinventó lo de A lo loco, a lo loco, a lo loco, a lo loco se vive mejor, (bis), ¡¡¡Bielsa!!!, una especie de cara B con nombre propio celebrando la magnífica temporada en la que el Athletic había alcanzado dos finales, una europea y otra de Copa, tras otra final perdida dos temporadas antes y una larguísima travesía del desierto. Las dos derrotas, aún dolorosas, demostraron que el infierno podía ser por momentos una sauna reparadora. Cuando San Mamés enmudecía, a veces aburrido, a veces tenso, a veces medroso, a veces inquieto, la voz de Gabriel Ortiz López, alias Rompecascos, rasgaba el silencio con el grito ¡¡¡Athletic!!!! Repetido tres veces, con la respuesta ¡¡¡Eeeaup!!! que iniciaba los sones del Alirón.

La música ha sido una constante en San Mamés que le emparentaba con los campos británicos donde el cántico era, y sigue siendo, la mayor prueba de afecto del respetable a sus respetados futbolistas. Cantar era y es el vinagre a las heridas del gol en contra o el perfume que prolonga el buen olor del gol a favor, una especie de medicina multiusos, un linimento contra los golpes recibidos o para el calentamiento de los motores antes de la competencia. Porque británico les pareció a los cronistas de la época el San Mamés construido por Manuel María Smith con sus jardineras en la tribuna “como en los campos ingleses”, según reflejaban los periódicos locales el día de la inauguración a la que asistieron los reyes Alfonso XIII y María Cristina.

Fútbol, música y voz. Ni luz eléctrica había, ni vídeo marcadores, entonces sustituidos por el marcador simultáneo Dardo, donde la publicidad sustituía a los equipos de cada partido y había que acudir con las correspondencias que publicaban los periódicos para interpretar los resultados. A saber: Calcetines Ferrys, un día era el Atlético-Las Palmas y dos semanas después el Córdoba-Valladolid. Y más tarde, el Condal-Zaragoza. Cuando había un gol, el encargado del marcador volteaba la tablilla y el público comprobaba quién era Calcetines Ferrys o Cinzano para saber quién iba ganando ese partido. Algunos iban con la lección aprendida, los más sagaces, y la mayoría con la memoria grabada de los dos o tres partidos más interesantes. Era el inicio de la publicidad estática, que nació en las alturas de un marcador rudimentario antes de que el carrusel deportivo convenciera a los espectadores de que fueran al campo con aquellos enormes transistores que ubicaban entre la oreja y el cuello, a modo de pesados ladrillos sonoros.

Mientras el público alargaba el cuello para ver a Gainza huir por piernas de su carcelero o ver por el rabillo del ojo el marcador simultáneo, Zarra convertía en gol su enésimo remate de cabeza o Iribar volaba a una escuadra para apartar el balón de la portería como quien se quita una viruta de polvo de la solapa de la chaqueta. Ambos eran elegantes en el esfuerzo. Gainza, según cuentan las crónicas, era como un preso permanentemente en fuga, como “Bala Roja” Gorostiza, que sorteaba funcionarios de prisiones como un pájaro salta de rama en rama calculando su resistencia y midiendo la distancia. Zarra, dicen, remataba con tanta potencia como sutileza, e Iribar parecía que hiciera yoga para robarle el alma a cada disparo del delantero.

Cuando nació la delantera mítica –Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gainza– el Athletic se abrió al mundo. Antes lo había hecho por obligaciones extradeportivas. La guerra civil dejó a muchos rojiblancos en Sudamérica. Algunos, como Zubieta, jugaron la Liga argentina, en su caso con el San Lorenzo de Almagro. Todos los clubes, grandes o pequeños, venidos a más o venidos a menos, tienen su futbolista fetiche, incluso más de uno en distintas épocas pero son muy pocos los que disfrutan de líneas en el cielo perfectamente identificables, algo así como la osa mayor de una constelación futbolística que te garantiza un buen día: Artetxe-Garay-Canito; Mauri-Maguregui; Sáez-Etxebarria-Aranguren; Zorriqueta-Larrauri; Argoitia-Uriarte-Arieta-Clemente-Rojo; Los de la Liga, y tantos otros. Pero ninguno representa mejor la memoria de San Mamés como la delantera mítica, aquel ensueño futbolístico que mecían Iriondo (cerebral y habilidoso), Venancio (un físico imponente en el más estricto sentido de la palabra), Zarra (potente y sutil, el gol en estado puro), Panizo (el primer futbolista moderno del Athletic y quizás del fútbol español) y Gainza (la inteligencia y la velocidad hechas persona). No fue tanto lo que ganaron (una Liga y cinco Copas) como lo que dieron. Ellos, aunque no solo ellos, dieron lustre y betún a los botines del Athletic para que reluciera el club con la grandeza de las estrellas. Una delantera ilustre cuando el fútbol era un asunto de delanteras, cuando eran cinco los que miraban por obligación a la portería contraria. Pocas veces cinco futbolistas tan distintos pintaron un cuadro tan unánime. El fútbol tiende a reducirse al marco estadístico de las victorias y las derrotas. Tanto ganas, tanto vales. Pero hubo un tiempo, en el que el lienzo valía mucho más que el marco. Tiempos en los que el fútbol enloquecía con las travesuras de Garrincha, con el arte de Pelé, con la geometría de Luis Suárez, con la colección de futbolistas argentinos y uruguayos que hacían del balón un objeto de deseo, como luego se disfrutaba, pasado el tiempo, con la matemática de Sócrates, el contoneo de Cruyff, la inteligencia de Zavarov, la elasticidad de Van Basten, la verticalidad majestuosa de Maradona, el saber hacer de Beckenbauer o Baresi, la elegancia de Antonioni (y los mezclo a conciencia porque el tiempo como el fútbol es infinito) hasta que llegó Messi y se convirtió en el futbolista alquimista que mezcló todos los metales preciosos para sacar una joya sin nombre, descatalogada por imposible de concebir. Pero antes de muchos de ellos, la delantera mítica fue el compendio de virtudes de aquel fútbol, quizás más rudimentario, desde luego menos especulativo, siempre vertical, aún en los pase horizontales. Ellos, y no solo ellos, le dieron al mito rojiblanco un menú a la carta, esa sensación de que se puede tocar el cielo, vivir en él, pero se puede también disfrutar en el infierno cuando el inmenso calor te puede helar de frío o cuando el viento sur (tan odiado en San Mamés) te puede cortar como un cuchillo, como esas dentelladas cálidas que van directas a la yugular del fútbol. Ellos también perdieron, pero nunca lo pareció. Ellos habían heredado la genética de los pioneros, de Unamuno, de Pichi, de Pichichi, de Zuazo, de Belauste, de Ibarreche, de Lezama, de un conjunto de futbolistas que aunque nadie de cuantos viven los haya visto, se los imagina.

Existe la sensación colectiva en San Mamés de que todo el mundo ha visto a Pichichi como todo el mundo ha visto a Gainza y todo el mundo ha visto a Zarra. Porque todo el mundo ha visto a Ziganda, a Rojo o a Urzaiz y porque todo el mundo ha visto a Sarabia, a Argote o a Llorente. San Mamés es un continuo colectivo, como si cada equipo heredara los genes, aunque el profesionalismo haya ido aligerando la genética, universalizándola hasta hacerla a veces difícilmente reconocible. Pero San Mamés seguía allí, exigiendo el tatuaje de los colores por encima de los favores económicos. Se podía perder, pero siempre de la misma manera, a veces irresponsable, siempre, como muy lejos en la orilla.

Igual que hay que saber ganar, hay maneras de perder. Ganó al Manchester United el Athletic en el famoso partido de la nieve en 1957, con una actuación portentosa de Uribe, y lo hizo en Old Trafford, 45 años después con otra camada que nada tenía que ver con la anterior. Ganó con el corazón, la primera, y con la cabeza, la segunda. Como tantas veces ganó con la cabeza de Zarra y el corazón de Venancio, y tantas otras con la pizarra de Panizo o de Ander Herrera. Y también perdió con el Beroe Stara Zagora (equipo búlgaro que casi nadie recuerda) o eliminó en partido de desempate al Dumferline escocés (también en el olvido) o cayó ante el Jerez en la Copa en pleno estanque dorado de la época de Heynckes.

El fútbol no es aritmética. No siempre ganan los mejores y no siempre se tienen camadas inmejorables capaces de resolver un partido con un taconazo, un pase en profundidad, una folha seca o un remate con el coxis. Pero sí prevalece la continuidad. Si se repasan los cientos de jugadores que han vestido alguna vez la camiseta rojiblanca, se advertirán muchas sorpresas, muchos nombres que tuvieron su minuto de gloria y luego pasaron al olvido. Pero todos fueron imprescindibles. Los tres goles de Zubiaga al Real Madrid han pasado a la historia y a la historia pasó Senarriaga que disputó y perdió una final de Copa ante el Zaragoza (la del “Iribar es cojonudo”) y un día le metió un gol al Sabadell. Y Betzuen, poniendo su pecho enorme para placar a los mediocampistas rivales. Y Bolaños o Aguiriano, futbolistas de cristal que tuvieron todo para triunfar pero a los que les falló la carcasa. Tenían buena pintura, pero les falló la chapa. Ninguna novedad. Antes les pasó a otros como Fede Bilbao, hoy poeta y escritor, que se perdió por una lesión, tras haber marcado a Gento y discurrido en el pasillo de Di Stefano. O a Latatu, que vistió una sola vez la camiseta rojiblanca forzando una recuperación casi imposible por no renunciar al sueño de haber sido jugador del Athletic. O Esturo que tuvo un partido de gloria. En el fútbol, el triunfo y la tragedia no los inventó nadie. Estaban ahí, esperando sus víctimas y sus dioses. Y ahí siguen.

San Mamés los ha visto a todos, a unos como estrellas fugaces, a otros como pilares de la historia. Unos dejaron títulos; otros, litros de sudor. Uno, solo uno, Garay, dejó una tribuna cuando fue traspasado al Barcelona como uno, solo uno, se negó a cobrar por jugar con el Athletic, después de que el guardameta Vidal fuera el primer futbolista con sueldo del equipo rojiblanco. Por extraño que parezca, hubo un tiempo en el fútbol en el que el dinero no existía y, después, resultaba algo secundario. Cuando apareció en el mercado, comenzaron los fichajes, las salidas y entradas en los clubes y muchos futbolistas rojiblancos cambiaron de equipo. El gran traspaso, como queda dicho fue el de Garay y su famosa tribuna. Garay debutó precisamente el año en el que se estrenó el arco de San Mamés y se marchó con un segundo cambio de fisonomía en el estadio gracias a la tribuna que llevaba popularmente su nombre. Garay quizás fue el primer central que hizo de la elegancia un atributo en vez de un detrimento de los marcadores corpulentos, de los hercúleos guardianes de la portería que disputaban nariz con nariz, rodilla con rodilla, puntera con puntera cada balón que caía por su frente o sus costados. Para llevarlos a El Calvario, el vía crucis debía ser doliente, exigente, casi inhumano. Garay le puso toque de clarinete a las trompetas del área entendiendo que no solo había que recuperar el balón sino ganarlo. La tribuna que tantas veces defendió llevó espiritualmente su nombre. Fue uno de sus legados y aún le dio tiempo a disfrutar ese año del arco de San Mamés.

En verdad que cuesta concebir San Mamés sin el arco, para muchos una bilbainada cuando las columnas eran como un colega más en el entorno del juego que el público sorteaba con la misma habilidad con la que Gainza se iba de su marcador. Había veces que cuando el aficionado bordeaba la columna, Gainza ya estaba armando el centro para que Zarra pusiera su frente etrusca, en plancha o saltando, con el objetivo de probar la resistencia de la red. Tenían su intríngulis aquellas columnas que el arco de San Mamés evaporó como se borran del cielo las nubes tras un poderoso anticiclón. Desde entonces fue difícil imaginar San Mamés sin el arco, como fue difícil imaginar La Catedral sin el atrio de La General cuando se remodeló y se construyó la Tribuna Este, todo un lifting para un estadio que por más que se operase no perdía la vieja mirada ni la música del pasado: se diría que aceptaba el paso del tiempo sin perder la sonrisa.

San Mamés es una memoria colectiva. No es solo historia, sino la suma de muchas historias vividas, incluso soñadas, porque el sueño a veces tiene más potencia que la vida y los detalles más importancia que los hechos. Es el olor del fútbol. Porque Bilbao, como decía Kubala, huele a fútbol por todos los costados, como si San Mamés fuera el campo más grande del mundo en el que cabe una ciudad dentro.

A lo largo de las páginas de este libro hay factores que en las historias de cada protagonista se antojan inevitables: el valor simbólico y humano de La General de San Mamés, el césped alfombrado, el deseo de jugar en La Catedral para que en el historial de cualquier futbolista no falte una línea tan importante, la reverencia a los mitos de cada época –algunos han trascendido a su generación y son iconos permanentes de un club que ha hecho de la fe la razón fundamental de su fortaleza. Una fe con obras sostenida por encima de los resultados, de las lágrimas y de los abrazos, de las vacas gordas y las vacas flacas, (más bien apoyada en las vacas de Ibaiondo, esas que veían tanto fútbol aunque nunca lograron saber de fútbol).

En estos cien años de San Mamés, mucha gente (aquí aparecen algunos de ellos) se han hecho del Athletic, sobrecogidos quizá por su esencia, y sobre todo por el perfume intenso pero natural de San Mamés. Aquí el incienso de La Catedral era y es el sudor, un sudor mezclado con el olor a hierba recién cortada y el aroma a Farias y Montecristos (el “Soberano” y el “Garvey” fueron prohibidos hace tiempo por razones obvias. Lo que nadie encontrará por más que rastree entre los datos y los sentimientos es a alguien que haya dejado de ser del Athletic por mucho que aquel entrenador le diera cien patadas en el estómago o aquel presidente no fuera de su gusto o aquel futbolista se quitó esa camiseta rojiblanca para ponerse otra. Se dice a menudo que se cambia de todo (de religión, de partido político, de pareja, de casa, de ciudad) pero nunca de equipo de fútbol. No siempre es verdad. Hay mucho tránsfuga que comercia sus sentimientos con resultados inmediatos. Hay modas en el fútbol que tienden en la mayoría de los países a un bipartidismo conducido por el atractivo mediático.

Pero San Mamés es otra cosa cuando se gana y cuando se pierde. Pocas veces el continente y el contenido se mezclan como en La Catedral, donde cuesta saber si el espectáculo está en la grada o en el césped, en el cántico o en el gol, en la marea que puebla las calles adyacentes antes y después del partido, ahora en el metro como antes se abarrotaban los viejos tranvías o los trolebuses. O sencillamente a pie, antes y ahora, porque otra especificidad de San Mamés es que forma parte de la ciudad –y va a seguir haciéndolo–, como un monumento más, quizás turísticamente el primero que atrajo muchas pisadas y muchas miradas cuando el turismo era inconcebible en Bilbao aferrado a su uniforme industrial como el decorado de un libro de Raymond Chandler.

Por eso en estas páginas hay una espina dorsal permanente que solo altera el nombre de sus huesos. Unos se llamaban Ibarretxe o Unamuno. Otros Pichichi, otros Zarra o Gainza, Otros Rojo o Uriarte, otros Guerrero o Salinas, otros Dani o Sarabia, otros Gurpegui, o Carmelo o Zubizarreta. Y tantos y tantos otros que hicieron de San Mamés un cielo feliz y un infierno feliz. Nunca estuvo en el purgatorio ni en el limbo porque nunca tuvo nada que purgar y siempre fue un templo activo de emociones y sensaciones con buzo o con traje, con boina o con sombrero.

Desde que Seve Zuazo movió el balón aquella tarde de 1913, desde que Pichichi alojó el balón en la red del Racing de Irún, San Mamés ha oficiado 1.742 misas civiles a través de los casi 600 futbolistas que oficiaron esas misas (el nombre artístico de la quinta parte empezaba por A y solo uno empezaba por Q o por X) ante un número incalculable de espectadores que acudían sobrecogidos al ritual dominical a comulgar con una fe que no prometía paraísos sino disfrutes terrenales y no siempre. Desde aquel momento pasaron muchas cosas en Bilbao y en el mundo. En los años 20, el fútbol ya servía como reclamo publicitario asociado a la salud y a la fortaleza. En los periódicos locales de la villa se veía el dibujo de dos niños jugando al fútbol que servían de reclamo para el anuncio de “Emulsión Scott: contra la tos, la bronquitis y toda afección pulmonar”, rezaba el texto. Pero la tal emulsión iba más lejos porque también servía para curar la tos, la anemia, el raquitismo, la debilidad general, los resfriados, la escrófula, la bronquitis y la consunción. Nada menos. La escrófula es un proceso infeccioso que afecta a los ganglios linfáticos, y la consunción una pérdida de fuerza y un adelgazamiento progresivo. Pues contra eso también luchaba la emulsión Scott. Otro anuncio, este más fino, era el del Laxenbusto “el laxante que educa el intestino”.

En 1929, un articulo de Dionisio Pérez en El Noticiero Bilbaíno informaba de que “los apaleadores de mujeres ya se incluían en el nuevo código penal”. Lo ilustraba una viñeta en el que un niño decía: “Papaíto, no pegues a mamá”. Contra eso aún no se ha encontrado una emulsión que corte de raíz las agresiones y la violencia de género. No consta, si hasta 1929 el apaleamiento era legal. Lo que sí consta es que en ese año se jugó el primer partido de Liga en San Mamés, goleando 9-0 al Español. Eran los años gloriosos cuando el Athletic sumó los títulos de la recién creada Liga a los ya numerosos de la Copa. Y así siguió hasta 1956 cuando Daucik consiguió lo que era el último título de Liga hasta que el Athletic de Clemente en los 80 conjuró esa larguísima travesía del desierto. San Mamés no perdió el ánimo ni se le heló la sangre. Al contrario siguió asistiendo a tardes y noches memorables, de Liga, de Copa, noches europeas, como la del Ujpest Dosza, la del Liverpool y sobre todo la final de la UEFA de 1977 frente al Juventus, que sigue grabada a fuego en la memoria de muchos de los personajes de este libro, como el acontecimiento más sonoro producido en San Mamés. Aunque ha habido más, aquella semifinal contra el Real Madrid dilucidada en la prórroga con los futbolistas extenuados y los gemelos destrozados, o la semifinal de Copa reciente contra el Sevilla que inundó las calles de Bilbao como apoyo previo al partido cuando el equipo se dirigía al campo.

Pero entre medio, el fútbol dio muchas vueltas: se abolió el derecho de retención de los futbolistas por parte de los clubes, se abrieron las fronteras a los futbolistas extranjeros, primero con el timo de los oriundos (cuyos abuelitos habían nacido en Celta o en Sporting), luego con dos extranjeros por equipo, luego con tres y así hasta la liberalización total del mercado con la ley Bosman. Sin duda fueron noticias que afectaban a la línea de flotación del Athletic, aunque ciertamente el fútbol no podía ser un islote jurídico en un mundo cambiante. A fin de cuentas, el Athletic se había dotado de su filosofía no por encargo ni por obligación de nadie, sino porque le salía de dentro. De hecho, en ningún sitio está escrito que el Athletic tenga que ser como es. Su pacto ha sido consigo mismo y en el fondo esa diferencia se ha convertido en un orgullo. Pero en esos años el fútbol fue rodeando al Athletic que, sin embargo, quiso seguir haciendo de la necesidad virtud. El Athletic no resiste, el Athletic es así. Como San Mamés es así, de esa manera singular que a pesar de la evolución social, de la evolución del fútbol, de las estructuras deportivas, políticas y económicas, solo ha cambiado la fachada hasta dar a luz un hijo más grande, allí al lado, quizás más imponente, pero que tendrá que ganarse la solera de un testigo centenario. Solo es cuestión de tiempo.