I

LA SOCIEDAD ENFRENTADA A VIVENCIAS EXTREMAS

Muchos de los aspectos e interioridades de las sociedades se nos muestran únicamente con ocasión de situaciones extremas, de grandes crisis. En el pasado, las épocas de peste actuaron como una ventana indiscreta abierta a realidades que de otra forma no se hubieran reflejado en la documentación habitual. Analizar las noticias causadas por una epidemia permiten descubrir actitudes, mentalidades y reacciones que retratan a una sociedad que, en situaciones normales, no mostraría sus deficiencias ni sus enormes desigualdades.

Contemplada desde nuestra perspectiva actual, la vida de nuestros antepasados de hace cuatro o cinco siglos se nos presenta como una existencia dura y penosa. Pero con la presencia de la peste, ésta adquiría un innegable cariz dramático. En aquellas circunstancias, la vida quedaba sometida al descontrol provocado por un fenómeno tan devastador que permite intuir aspectos que habitualmente no se trasladaban a la información escrita.

La miseria que afectaba a la mayor parte de la población era asumida como algo natural y permitido por Dios, por lo que no constituía una noticia a constatar. Sin embargo, con ocasión de las grandes epidemias, las diferencias sociales se muestran descarnadamente en la documentación. La peste, siempre sorprendente y caprichosa, se cebaba especialmente en las clases humildes. Los más pudientes trataban de poner remedio a la plaga huyendo a las casas de campo y haciendo acopio de comida, mientras que los pobres quedaban presos en los recintos urbanos, a merced de las duras medidas de aislamiento a que los sometían las autoridades.

Entrar directamente al análisis de los datos proporcionados por una sociedad afectada por la peste conlleva el riesgo de descontextualizar la realidad, pues ésta resulta muy compleja y variada. Por esa razón, he estimado oportuno introducir algunos aspectos complementarios que, sin tener relación directa con el tema de este trabajo, ayudan a perfilar el panorama de vida de una comunidad del Antiguo Régimen. Las precarias circunstancias vitales, las carencias endémicas, la falta de medios para hacer frente a la enfermedad, ayudarán a entender lo que ocurría cuando la epidemia hacía su aparición y encontraba el más favorable caldo de cultivo para cumplir su criminal designio.

Al ambiente de una perpetua violencia instalada en la sociedad se unía la extrema miseria de algunos grupos sociales. A este oscuro panorama se añadía, en el caso de la Euskal Herría marítima, la dependencia del trigo foráneo. El pan era, en aquella época, el alimento fundamental, y para una comunidad dependiente de los mercados externos una crisis como la que provocaba la presencia de la peste se convertía en una calamidad de difícil solución.

Tampoco era baladí la carencia de higiene y de cuidados médicos, sustituidos por prácticas sanatorias aderezadas por ritos paganos a los que una religión omnipresente, que predicaba la conformidad, apenas ponía reparo. Todo ello configuraba un escenario que se revela del máximo interés para comprender las graves situaciones que generaba la llegada de la peste, considerada como un castigo divino a los pecados.

A finales del siglo XVI, comunidades enteras de nuestra región afectadas por la peste llegaron a convencerse de que les llegaba el fin del mundo, la destrucción total. Lo cierto es que, visto lo que ocurrió, esta desesperanza se nos muestra como perfectamente razonable. Sin embargo, y a pesar de las grandes pérdidas humanas y materiales, nuestros antepasados resurgieron, cual ave fénix, de sus propias cenizas y se mostraron dispuestos a hacer frente a un oscuro porvenir.

La gravísima crisis que se extendía cada vez que la epidemia visitaba una región, así como sus repercusiones sobre la sociedad, invitan a reflexionar sobre el alcance de las crisis vinculadas a la actualidad. Una mirada al pasado y a sus frecuentes e insuperables problemas debería ayudarnos a tener una perspectiva equilibrada sobre problemas que vislumbramos como insuperables. Quizá una mirada al pasado, y en concreto a una época de desequilibrios que afectaron gravemente a la sociedad, anime a movernos al optimismo y a arbitrar soluciones que están mucho más a nuestro alcance de lo que lo estaban para nuestros antepasados. Ante realidades como la que pretendo describir podemos volver a contemplar, soslayando un tópico desgraciadamente demasiado manido, la historia como verdadera maestra, o avisada consejera, de la vida.

1. LA PESTE, UN FENÓMENO QUE ATRAE AL HISTORIADOR

Los acontecimientos de relieve, sean estos grandiosos o penosos, han atraído siempre la atención de los historiadores. Los episodios vinculados a la peste u otras grandes plagas pasan a formar parte de las crónicas de la historia o de los recuerdos escritos por los contemporáneos a los hechos luctuosos de los que fueron testigos o de los que tuvieron noticia. La Peste Negra que sacudió los cimientos de la Edad Media a mediados del siglo XIV quedó incrustada en la memoria histórica como una de las peores catástrofes de las que se tenía noticia. La tercera parte de la población europea sucumbió, víctima de la tragedia. Dos siglos más tarde, la peste de finales del siglo XVI volvió a formar parte de las crónicas con el dudoso privilegio de engrosar la nómina de grandes hecatombes sufridas por la humanidad.

Según P. Bonnassie, la peste conforma uno de los conceptos que merecen la atención de los historiadores. Considerada como uno de los principales flagelos de la humanidad medieval, el concepto puede aplicarse perfectamente a la historia moderna. La peste bubónica era “transmitida por la pulga de la rata, se caracterizaba esencialmente por una hinchazón muy dolorosa de los ganglios de la ingle, de la axila o del cuello, y ocasionaba la muerte de entre el 60 por ciento y el 80 por ciento de los casos”1. Los cálculos de R. Mols cifran en millones los que, solamente por causa de la peste, perecieron en Europa en los siglos XVI y XVII2.

Este mal sacudía caprichosa y periódicamente a una sociedad que no sabía cómo prevenirlo y tratarlo. Durante la estancia de Esteban de Garibay en Amberes en 1571, año de la edición de su Compendio, el historiador mondragonés fue testigo del ataque que sufrió la ciudad donde residía: “En este año ubo en esta ciudad la mayor peste que los nacidos jamás avian visto en ella, y muchos extranjeros y algunos naturales sallieron por esto della, pero yo permanecí siempre en el pueblo por serme esto casi forzoso, porque si alçava las manos de la machina de la impresión era alargarla y nunca acabar, y encomendando a Dios y a la Virgen Sanctisima, su Madre, y al glorioso San Roque, y a otros sanctos, estube en la çiudad y, no obstante que en la propia calle de mi posada avia cerradas muchas casas con cadenas por la peste, según la costumbre della, su Divina Magestad fue servido de usar de tanta misericordia conmigo, que en mi persona, ni en la de mi familia, ni en la de mi posada, ni en la de los impresores y escribientes de esta obra, jamás tocó este mal tan contagioso y peligroso”3.

Braudel nos ofrece un retrato de la habitual visita de esta enfermedad4. La peste, resume el historiador francés, ofrece una presencia constante en la historia europea, donde la epidemia era transmitida a través de las ratas y de las pulgas (las ropas escondían y transportaban a las pulgas trasmisoras). El mal sólo remitió en el siglo XVIII, gracias a las medidas de sanidad e higiene personal y al cambio de las casas de madera por las de piedra. El historiador francés relata la experiencia de Montaigne quien, al ver afectada su tierra por la epidemia, condujo miserablemente durante seis meses a su familia de un sitio a otro: “una familia perdida, que aterrorizaba a sus amigos y a sí misma, y causaba horror allí donde trataba de instalarse”.

Los pobres no podían exigir bienvenida alguna, y quedaban solos, prisioneros de la ciudad contaminada de la que el Estado se hacía cargo, bloqueando, alimentando y vigilando a sus habitantes. La peste se ensañaba especialmente con los pobres, pues los ricos escapaban a sus casas de campo. El Decamerón de Bocaccio es un buen ejemplo, añade Braudel, quien se reafirma en estas diferencias sociales citando el testimonio de un burgués de Toulouse: “Este mal contagioso sólo afecta a la gente pobre. Los ricos se protegen”, y también aporta la costumbre establecida en Saboya donde, una vez terminada la epidemia, y antes de volver a sus casas debidamente desinfectadas, los ricos instalaban en ellas a una mendiga, “la probadora”, encargada de comprobar, con riesgo de su vida, que ya había pasado el peligro. Según este historiador, la peste hacía abandonar los puestos de responsabilidad: concejales y prelados olvidaban sus deberes, y en Francia hasta los parlamentarios emigraban. El propio Montaigne, que era alcalde de Burdeos cuando se declaró la epidemia de 1585, desertó de su puesto. Incluso había burgueses que hacían contratos previos con sus arrendadores colonos con la condición de que, en caso de peste, les reservarían un lugar para vivir.

2. LA GRAN EPIDEMIA DE LONDRES DE 1665

Braudel también aborda la catástrofe sufrida por Londres en 1665, cuando la corte abandonó la capital y se trasladó a Oxford. 10.000 casas quedaron abandonadas, muchas de ellas con las ventanas clavadas con tablas, y las casas contagiadas fueron señaladas en sus puertas con tiza roja. El historiador francés calcula que fueron cerca de doscientos mil los fallecidos por la peste en Londres entre 1593 y 16655.

En la famosa crónica novelesca Diario del año de la peste, el escritor Daniel Defoe realiza un escalofriante relato de la epidemia que asoló Londres durante del verano de 1665. Aunque Defoe sólo contaba entonces con cinco años, intenta dibujar un panorama imaginado pero apoyado en datos y testimonios, basado en la perspectiva de un comerciante que decide quedarse en la ciudad por razones morales y que relata su experiencia a modo de orientación de sus posibles lectores.

La descripción de los horrores y peculiaridades del comportamiento humano en aquella situación excepcional es verdaderamente brillante, aunque siempre queda la duda sobre la credibilidad de sus relatos, excesivamente atentos a los rumores populares. La narración, no obstante, está fundamentada en datos oficiales sobre el número de muertos en cada semana de epidemia (hasta alcanzar un total cercano a los cien mil), de las normas que se emitieron para luchar contra la epidemia, y en otros documentos que la convierten en fidedigna.

El narrador muestra su repulsa contra la terrible norma que obligaba a cerrar una casa, con todos sus habitantes dentro, tanto sanos como enfermos, en cuanto se declaraba en ella un solo caso de peste. Considera Defoe que se trataba de una medida cruel, además de escasamente efectiva. Cabe añadir que, a pesar de que se colocaban guardias a la puerta, la mayoría de las viviendas tenían muchas salidas y era imposible controlarlas todas, de manera que muchos infectados salían despavoridos y su presencia arriesgaba el contagio allí donde se presentaran. Quienes, en la misma casa castigada, estaban sanos, se sentían desesperados, condenados en la práctica a sufrir contagio de sus criados, sus amos o sus propios familiares.

Defoe describe con detalle los efectos físicos de la enfermedad y el dolor y la desesperación que producía en los enfermos, así como la escasa eficacia de los remedios en la mayoría de los casos. Dice que las hinchazones que aparecían en los enfermos eran tan dolorosas como las más refinadas de las torturas y que algunos, incapaces de sufrirlas, se arrojaban por las ventanas o se suicidaban con armas de fuego mientras que otros se desahogaban rugiendo sin cesar y hacían que se escucharan por las calles los lamentos más desgarradores. Habla de personas que se desplomaban muertas en las calles, de niños vivos que mamaban de los pechos de sus madres que yacían muertas. Cuenta también que un hombre se hallaba amarrado a su lecho y que, al no poder hallar otra manera de liberarse, lo incendió con su candela y se autoinmoló.

El escritor asegura haber detectado una malsana inclinación en los enfermos a contagiar adrede a los demás, desesperados al verse condenados por la infección. Cuenta también que el miedo al contagio provocaba curiosas escenas en el comercio cotidiano, de manera que en el mercado de la carne el cliente no tomaba la pieza de manos del carnicero sino que la cogía él mismo de los ganchos, y el carnicero no tocaba el dinero sino que lo hacía poner en un pote lleno de vinagre. Relata también que los compradores llevaban siempre calderilla con el fin de poder juntar cualquier suma desigual, para no tener que recibir un cambio que temían podía estar contaminado.

También se relatan las precauciones que se tomaban a la hora de enterrar a los muertos. Se cavaban hoyos a distancia de los cadáveres y luego éstos eran arrastrados hasta la fosa por medio de largos palos con ganchos en sus extremos, y finalmente los rellenaban de tierra, arrojándola desde la máxima distancia posible.

Menos novelescas pero igualmente impactantes resultan las memorias del señor Pepys, testigo directo de la peste6. La mayor parte de las noticias son telegráficas pero resultan demoledoras. Algunas anotaciones son suficientes para apreciar la magnitud de la tragedia que vivió el cronista como testigo de excepción. En poco más de dos meses la marea de muertos resulta incontenible y las escenas de muerte y desolación se suceden: el 13 junio escribe: “más de setecientas personas han muerto de la peste esta semana”; el 17 del mismo mes anota que, viajando en carro, el cochero se sintió mal y se cayó, sintiéndose ciego: “Bajé, por consiguiente, y tomé otro coche, entristecido por el pobre hombre y también por mí, no sea que le haya atacado la peste”. El 29 de junio aprecia que el patio de su vecindad estaba lleno de carros y de gente lista para abandonar la ciudad, dado que en esa parte de la ciudad (White Hall) la peste ganaba terreno día a día. El boletín de mortalidad señalaba ya 267 fallecidos, y señala que “De vuelta a casa, me detuve en Somerset House, donde también todo el mundo empacaba sus cosas”. 1 de julio: “Triste por la noticia de que siete u ocho casas de la calle… están cerradas a consecuencia de la peste”. 12 de julio: “Solemne día de ayuno observado por la plaga en ascenso”. 13 de julio: “Más de 700 personas murieron de la peste esta semana”. 20 de julio: “1429 muertos esta semana. Lady Carteret me ha regalado hoy una botella de elixir contra la peste ¡Cómo se extiende la peste!”. 22 de julio: “Toda la ciudad aparece vacía. Las calles, casi desiertas”. 3 de agosto: “Greenwich: 2.200 muertos. Una doncella, enferma, atendida por una enfermera, en un descuido de ésta se escapa por la ventana. La buscan, espectáculo viendo una mozuela con vestido de apestada, que les asusta, la detuvieron, llamando a uno de los coches pestíferos, y la metieron en un hospital”. 10 de agosto: “Más de 3.000 muertos esta semana. Vuelvo a casa a redactar el testamento”. (No se siente seguro de sobrevivir uno o dos días, por lo malsano de la ciudad). 22 de agosto: se encuentra en una granja con el ataúd de un apestado, que nadie entierra: nadie se atreve: “Este azote nos torna feroces como perros con el prójimo”, concluye este autor, menos novelesco que Defoe pero dotado del valor de la inmediatez del relato.

3. LA PESTE FINISECULAR EN CASTILLA

Domínguez Ortiz califica de desastrosas las consecuencias de la peste de fines del siglo XVI en la península, a la que califica como una catástrofe demográfica. Los que más sufrían (y fallecían) eran los pobres, por desnutrición y desprotección: “los ricos trataban de esquivar la muerte retirándose a sus posesiones (memento Bocaccio) campestres, pero los pobres no tenían este recurso, porque en cuanto se declaraba la peste en una población, los vecinos establecían un cordón sanitario y no dejaban entrar a nadie que procediera de los lugares infectados; los perjuicios para el comercio y el abastecimiento eran enormes”. Los casos de deserción fueron notables: “se dieron casos de cobardía y abandono por parte de médicos y autoridades, y también de valor y sacrificio por el prójimo”7.

Un relato del regidor burgalés Andrés de Cañas Frías, cuyo manuscrito se conserva en la British Library, nos ofrece una visión de lo que ocurrió en el conjunto de la península los últimos años del siglo XVI, aunque las principales noticias se centran en lo ocurrido en Burgos8. Cañas desempeñó un papel protagonista en la organización de la lucha contra la peste, en particular en los intentos de que el contagio, procedente del Norte, no entrara en Burgos. El mal, que afectó a Lisboa, Sevilla, Alcalá, Valladolid, Toledo, apareció en Burgos a principios del 1599, y era tal el pánico que producía que hasta se evitaba nombrar la palabra peste. Para preservar a la ciudad del contagio se nombraron cuatro comisarios, pero la peste entró, atacando sobre todo a gente sumamente pobre. A los afectados los sacaban fuera de la ciudad para que sanaran o murieran. De los enfermos, la mitad moría antes del octavo día. Una mujer cuidaba de ellos en una ermita y un pícaro les llevaba la comida. Los curas abandonaron la ciudad, y “no se hallaba quien quisiese confesar”, consiguiéndose los servicios de un clérigo a quien se pagaba 8 reales al día, pero no se podía encontrar un médico que cuidara de los afectados. Enterados los padres dominicos de la gran necesidad, enviaron a tres voluntarios para cuidado y consuelo de los enfermos. Los pícaros asalariados que se encargaban de la limpieza iban tocados con caperuzas azules, sacaban la ropa lejos de las murallas para quemarla. Como la necesidad era grande, caían enfermos casi todos los pobres, y se pedía limosna para ellos. El Rey dio licencia para comprar tres mil anegas de trigo al objeto de evitar el hambre. Los pueblos vecinos comenzaban a recelar de Burgos y cerraban sus puertas. La ciudad quedó prácticamente vacía de sus principales habitantes. El arzobispo y algunos oficiales del concejo fueron un ejemplo de entrega, pero junto a ellos en la ciudad sólo quedaron los pobres, incapaces de hallar otra solución. Muestra de la profunda mentalidad religiosa de la época, se temía morir sin confesión, y se hacían grandes procesiones en que sacaban al Santísimo Sacramento y las reliquias. Naturalmente, con el miedo la ciudad quedó paralizada, el comercio anulado, sembrando el pánico en una comunidad impotente y degradada donde en un solo día llegaron a morir 54 personas.

Bennassar ofrece una visión de conjunto de las consecuencias de la peste, que marcó un cambio de período en la historia peninsular: “La gran epidemia de 1597-1602, precedida por el hambre de 1594, anuncia unos tiempos nuevos, revela un cambio estructural. Aunque no creo que la localización de esta epidemia sea fruto del azar: la peste bubónica y las enfermedades que la acompañan golpearon a las provincias cantábricas hasta Galicia, Castilla la Vieja, el norte de Castilla la Nueva y la Andalucía del Guadalquivir, es decir, a casi todas las zonas más densamente pobladas del país”9. Este autor cifra el número de víctimas en Castilla entre 500.000 y 600.000, y ofrece un panorama devastador y decadente de la sociedad, caracterizada por campos abandonados y muchachas solitarias. En la misma línea, Elliot señala que la epidemia se llevó a un 15% del incremento de la población durante el siglo XVI y abrió una nueva época en la historia demográfica, caracterizada por el estancamiento y hasta por el declive10.

El caso de Valladolid, que contaba con unos 40.000 habitantes, queda bien estudiado, así como su región11. En esta ciudad mueren, entre junio y septiembre de 1599, unas 6.000 personas. En 1597, en la población de Wamba, habían fallecido 44 de sus 430 habitantes. El párroco de esta localidad anota, lacónicamente, en su libro de registros: “año de peste, que quien se salve, que lo cuente”. El cura de Villanuela, población que pierde 161 del millar de habitantes, anota al pie de una partida de defunción del 1 de julio de 1599: “con éste empezó la peste”, y el de Cabezón escribe en 1600: “el pasado año de 1599 fue de muchas muertes”, y se encuentra en el libro correspondiente al mismo año un epígrafe que dice: “Benedictus Dominus meus qui liberavit nos a peste”, (Bendito mi Señor, que nos libró de la peste).

4. EL CASO DE LEKEITIO (1524-1528)

La peste hacía acto de presencia en la sociedad del Antiguo Régimen con relativa frecuencia, y su llegada no pillaba de sorpresa a la gente, que aceptaba la epidemia como un desgraciado fenómeno que, sin avisar, les visitaba y cobraba sus víctimas. Dejando de lado la llamada “peste negra”, que asoló Europa en el siglo XIV, reduciendo drásticamente su población, la idea de la aparición de esta bestia negra se hallaba instalada en el imaginario de la sociedad, sin saber las causas de su aparición ni conocer los remedios para combatirla. Cuando saltaban las alarmas, cundía el pánico y se trataba de tomar medidas, ciertamente poco adecuadas, para evitarla. Muchas veces eran epidemias más o menos benignas, que podían estar localizadas, sin que forzosamente se convirtieran en un mal generalizado.

El año 1525 se extendió el mal contagioso en Lekeitio, probablemente proveniente de mercaderes que lo frecuentaban. Su visita adquirió caracteres dramáticos para la villa, según se desprende de noticias de este episodio provenientes de un pleito que llegó a la Chancillería de Valladolid y que enfrentó a vecinos de la villa con el médico que fue llamado para tratar el mal, el bachiller Gonzalo Bartolomé Nieto12.

El mencionado pleito nos proporciona un escenario apropiado para calibrar lo que, a gran escala, se repetirá setenta años más tarde. En Lekeitio se nos muestran los efectos del contagio, pero también algunas de las reacciones de la población contra quienes tomaron medidas profilácticas para atajar el mal, como la quema de ropa considerada contaminada. El núcleo principal del pleito se ceba precisamente en el propio sanador que había sido llamado para atajar el mal, amparándose en su presunta falta de título de médico. Incluso si consideramos estos aspectos como anecdóticos, las noticias que se ofrecen con motivo de las disputas y planteamientos del pleito resultan muy aleccionadoras.

Los protagonistas que dan origen al proceso son, por un lado, los demandantes Ortún Pérez de Ibinarriaga y Pedro de Yurrebaso, vecinos de Lekeitio, y por otra el demandado Gonzalo Nieto, “físico (médico) y cirujano natural de Sevilla”. Los hechos que se plantean son los siguientes: En Lekeitio se dio en la segunda mitad de la década de 1520, una grave pestilencia que produjo muchos muertos, ante lo que “se enviaron mensajeros a San Sebastián donde Nieto residía y usaba de su oficio de medicina y cirugía”. Se le llamó “para que mandase limpiar Lequeitio de la contagiosidad e ropa sucia que estaba en ella, y con su industria dentro de pocos días los moradores entraron seguramente en la villa y en sus casas sin peligro alguno”. Los demandantes acusan a Nieto de haber ordenado la quema de muchos bienes, sobre todo ropa, sin disponer de título de médico, mientras que Nieto se defiende de las acusaciones diciendo que por sus manos pasaron muchos afectados de enfermedad mortal, quedando sanas personas con nacidas (diviesos) y fiebres, que al día de sus declaraciones estaban sanas y seguras.

Según información del 27 de mayo de 1525, Nieto había ejercido su oficio en Donostia, que el año anterior se vio afectada por la peste, por lo que sus autoridades no querían dejarle marchar, por tratarse de hombre de experiencia en el oficio. En Lekeitio habían muerto durante el invierno anterior varios vecinos, lo que provocó que “la villa fue desamparándose de parte de los más vecinos y moradores, y estaban fuera no osando entrar, en tanto vino Gonzalo Nieto y limpió la villa con la ayuda de Dios”.

Los alcaldes y regidores de esta villa se habían fugado de la villa por temor a la pestilencia, y escribieron “una letra a la villa de San Sebastián rogándoles les hiciese saber de la habilidad y suficiencia del dicho bachiller”. La carta de contrato fue redactada en la iglesia “de San Miguel de Ayxpee, de Ispaster”, donde se habían refugiado las autoridades el 12 de diciembre de 1524. Actuaron por una parte el alcalde Ochoa de Licona, el mayordomo de la cofradía de San Pedro, Nicolás de Bermeo, y el piloto Rodrigo de Zabala, “y por otra parte Bartolomé Gonzalo Nieto, vecino de Cañeta la Real, al que se le pide que entre en la villa de Lekeitio para limpiar la villa, calles, casas, ropas, iglesia, cementerio, hospital y ronda”. A esto se añade que se le obligue a “hacer inventario de todas las ropas de lino y lana de algunas personas tocadas por la pestilencia y se guarecieron, y tiene tomadas algunas ropas suyas y ajenas que todas estas ropas las traiga y exhiba ante el dicho Bartolomé para que él las vea y vistas las mandare quemar”. Además, naturalmente, se le exige “que sea tenido a curar” a los enfermos, y si después de la curación volviera la pestilencia, que se le obligara a “limpiar casas y ropas a su propia costa”.

Se establecen los precios que debía cobrar, por curar de la peste, a los clientes tratados: “cobre al más rico cinco ducados, al mediano tres ducados, a las mugeres dos ducados, y si alguna persona falleciese después de Bartolomé empezase a curar, no lleve más de la mitad del salario, y a todos los pobres cure sin salario”. Las autoridades se comprometieron a facilitar a dicho bachiller la “compañía de hombres y mugeres, el número que viene necesario para limpiar las casas y ropas… y que estas tales personas sean obligadas de hacer lo que les mandare el dicho Bartolomé, y le dé asimismo las medicinas y drogas y perfumes y vinagre y otras cosas defensivas que fueren necesarias”.

Se especifica incluso el orden en que debe actuar dicho Nieto, quien debía empezar a limpiar “por el rabal de Hatea y dende para Arranegui por la calle principal y limpie y lave las casas y las ropas hasta la casa de Milia de Arratia, y después lo que les mandaren los señores del regimiento”. Se habla también de suministrarle “perfumes y otras cosas necesarias”, y exige a dicho Bartolomé Nieto que “mande a las personas que en la villa están enfermadas y guarecidas se encierren y estén en sus casas y no salgan de ellas por el tiempo que mandare bajo pena de muerte”. El salario del bachiller sería de 230 ducados.

Se insiste en la noticia de que, con la pestilencia que atacó a Lekeitio el año 1524, “estaba la gente de la villa fuera de ella, que no osaban entrar por miedo a la dicha pestilencia, y estaba despoblada, y uno de los testigos estuvo de guarda, asalariado, era uno de los guardas de la villa”. Debió ser uno de los doce guardas a los que se encomendó la vigilancia de la villa. De otro de éstos se dice: “uno de los guardas y enterrador murió, habiendo servido muy bien, y solía enterrar”. Del mismo modo que ocurriría más tarde con los letrados de otras villas, Ochoa Ortiz de Olea, escribano de Lequeitio, de 33 años, se ausentó junto con otros muchos vecinos de la villa por temor de la pestilencia, dejando a los afectados privados del consuelo de testar y poner en claro sus herencias. El mencionado escribano asegura que “muchos vecinos, e de los más honrados y principales de esta villa, estaban salidos y huidos de la dicha villa por temor de la dicha pestilencia con sus mujeres, hijos y familia en otras partes y lugares fuera de la dicha villa… e no osaban entrar por miedo de la dicha pestilencia”.

Probablemente se trate de una cifra exagerada, pero se menciona que “murieron quinientas personas”. Se habla de una casa que “fue inficionada de pestilencia, porque en ella murió una mujer, y otra despues de sentida y herida la sacaron a una huerta fuera de la villa, que era hermana de la que murió, y la ropa estaba inficionada, especialmente en las camas, traído al arenal de la villa y donde un padre murió, hallaron en el sobrado ciertas camas y entre ellas hallaron ratones muertos, y estaban muy sucias y mandaron quemarlas”. Muchas personas, se asegura, murieron, “y la gente estaba atemorizada e que Dios les ayudó y tuvo misericordia de la gente”. Un marinero asegura que, poco antes de partir para la mar, murió en la casa de arriba de donde vivía una anciana que era pariente suya, a la que “enterraron cerca en una huerta, y después su padre, que también murió”. Un testigo se quedó dentro de la villa sin poder abandonarla, pues los guardas no dejaban entrar ni salir de la misma.

Tras la descripción de la situación entramos en la polémica que tiene como centro de disputa al bachiller Nieto, a quien algunos defienden y otros atacan, estos últimos al parecer por burdos e inconfesables intereses. Un testigo afirma que vio como “Bartolomé Nieto entró en la dicha villa cuando había pestilencia con ciertas personas que en su compañía traía, y se puso a las guardas, quienes le fueron a salir a la cruz de Atea, que es fuera de la dicha villa y la Iglesia Mayor a la hora del Ave María, y en ella hizo oración y tomó su posada en la casa de Juan Ruiz de Careta, y dio colación a las dichas guardas y a ciertas personas que con ellos eran, quemando ropa que está inficionada, y trabajando con mucha diligencia, aireando y poniendo su persona a mucho riesgo, y sacaron algunas camas que estaban infecionadas y las sacaron al arenal para quemarlas”. Otro testigo estima que “cuando vino Nieto tuvo mucho atrevimiento y corage, si no se limpiara la villa, porque hubo muchas personas muertas por la peste y la gente estaba atemorizada y que Dios le ayudó y tuvo misericordia, y sin su intervención, sin abrasar la villa no hubiera quedado, y durante la peste había en la villa muy poca gente y las guardas”. Se nos ofrece el testimonio de un clérigo que, al igual que el médico, afrontó el peligro para poder ejercer su labor pastoral, y éste sale en defensa de Nieto: “Domingo Abad de Bazterra, vecino de Lequeitio, de 35 años, que permaneció en la villa durante la pestilencia a confesar e comulgar los enfermos, dijo que el dicho bachiller limpió todas las casas e ropa mezcladas (contaminados) por la pestilencia y curando heridos”.

Quienes iban en contra del bachiller lo hacían, al parecer, sobre todo por motivos económicos, dado que sus órdenes de quemar muchos bienes fueron muy mal aceptadas, pero también por celos profesionales. Uno de los principales acusadores, Pedro de Yurrebaso, dice que “tuvieron que quemar muchas camas y ropas, que hizo en daño de más de 4.000 ducados, y en la casa de su padre donde solía vivir quemó tres camas, y ropas de lienzo y lana quebrando caxas” (rompiendo los cierres de los arcones). Da la impresión de que, en el plan de ataque, se pusieron de acuerdo en los términos de las acusaciones, pues otro testigo coincide en afirmar que “unos de los ayudantes de Nieto, trabajando en limpiar las casas tomadas, que actuaba como uno de los guardas, que le acompañaba a Nieto en las labores de limpieza, airear y quemar, quemando muchas camas y quebrando cajas, con mucho daño, 4.000 ducados”. Del mismo tono es la opinión de otro testigo, quien asegura que “la heredad donde murió su mujer sufrieron sus sobrinos y sirvienta del mal de pestilencia con mucha ropa infecionada así camas como vestidos y otras cosas de lienzo de más de cien ducados por temor de la pestilencia, quemaron”.

Aunque la intención siga siendo la de echarle en cara, probablemente por envidia, sus excesos en quemar ropa y muebles, esta razón viene solapada bajo una acusación más sibilina: la de que era un falso médico y la de que no sabía curar ni diagnosticar. La invectiva provenía, probablemente, de cirujanos que habían huido o bien se habían visto postergados por la llegada del intruso, cuya preparación profesional cuestionaban. Otro testimonio acusatorio asegura “que había oído de Catalina de Abaroa como por falta del Bachiller Nieto y por no saber curar se le falleció su hijo Pedro de San Vicente, y asimismo oyó que algunas personas que de sus nombres no se acuerda de cómo una ahijada de Martín de Unda murió por falta del dicho bachiller Nieto, porque le cortó los nervios del brazo con una navaja” (probablemente, según se desprende de la acusación, al tratar de sangrarla, método muy utilizado en la época para obtener la sanación).

Una de las preguntas del cuestionario intenta aclarar qué intención se escondía tras las acusaciones de uno de los demandantes: “si saben que el dicho Pedro de Yurrebaso a principio fue muy contento de todo lo que el bachiller había hecho, pero después a inducimiento de otros médicos y boticarios y cirujanos que tenían enemistad con el dicho bachiller y le querían mal por las muchas buenas curas que así hizo se puso en acusar al dicho bachiller y levantarle pleito y que así lo hizo”. De hecho, y en la línea de apoyo al médico, el bachiller Licona, uno de los boticarios de la villa, no ponía en duda su profesionalidad y buen ojo a la hora de pronosticar el futuro de los enfermos, pues decía que las personas que Nieto pronosticaba que habían de vivir o sanar se solían sanar, y que aquellas que pronosticaba habían de morir morían para el tiempo que el bachiller solía decir.

El caso de Lekeitio, ocurrido siete décadas antes de la gran acometida pestífera de fin de siglo, nos muestra algunas de las prácticas de saneamiento, la tendencia de las autoridades a huir ante el peligro y a dejar la solución en manos de profesionales, ayudados éstos por personas pobres que se exponían al contagio. Otra constante será la tendencia a salvaguardar la ropa, que constituía uno de los principales bienes, aun a costa de que dichas prendas fueran portadoras del contagio. Ante la miseria provocada por la peste algunos arriesgan sus vidas para ayudar a los apestados, mientras otros buscan excusas inconfesables para mantener a salvo sus bienes. Más tarde nos encontraremos con un panorama semejante, con parecidas actitudes, donde se mezclan actitudes heróicas con rastreros egoísmos difíciles de aceptar en situaciones tan extremas.

5. LA ENFERMEDAD QUE AFECTÓ A EUSKAL HERRIA A FINALES DEL SIGLO XVI

El presente trabajo se centra fundamentalmente en la incidencia que tuvo la peste en las poblaciones del interior de Gipuzkoa, pero las noticias de las zonas limítrofes afectadas no sólo se observan con temor debido a posibles contagios, sino también porque afectan gravemente a sus estrechas relaciones comerciales. Araba y Nafarroa eran importantes suministradoras del alimento básico de la época, el trigo, a las provincias vascas marítimas.

La enfermedad que azotó Iruña ha sido estudiada por Arazuri13, quien informa de diversos episodios de peste en 1558, 1564, 1565, 1566 y 1568. En cuanto a la epidemia de finales de siglo, las autoridades están alertadas por las noticias del mal, y ordenan que “se vuelvan a poner guardas en los portales por tenerse noticia de existir peste en Sevilla, Vizcaya y otros puntos…”. La noticia de la peste que amenazó en 1596 se aprovechó para eliminar las inmundicias y “sacar de la ciudad la ingente cantidad de basura que a través de los años se había acumulado en ella”.

En enero de 1597 se envía al secretario del Regimiento, acompañado del doctor Lesaca, a indagar las condiciones sanitarias de Santander, Castro, Bilbao, Gasteiz e Agurain. Ante la noticia de que en verano 1597 aparece la peste en Donostia, se toma la determinación de no permitir el paso de personas sospechosas, y en previsión de contagio, se traen carretadas de romero y se prescinde de comer aves, carnes grasas, etc. El médico Guevara fue enviado a Donostia para recabar información, y a la vuelta informó que la peste se había enseñoreado de Tolosa y Donostia, y dijo haber visitado a enfermos “inficionados”. Como medida de prudencia, el Regimiento mandó poner al propio Guevara en cuarentena, recluido en una ermita, aunque estuvo muy bien atendido con comida y bebida.

La epidemia, según Arazuri, infectó Iruña porque unos marineros de Castro vendieron ciertas telas a la Universidad de Oñati, y en marzo de 1599 una mujer del condado llevó, junto con las telas, el morbo a Lizarra, donde se dieron los primeros casos de epidemia. Según crónicas de la época, un muchacho de Lizarra fue a Gares con un lío de ropa, y “desenvolviendo los dichos vestidos se descubrió la enfermedad”. Siguiendo los pasos del fatídico contagio, en agosto unas vecinas de Iruña fueron a Puente La Reina a vender garbanzos, y a trueque trajeron unas telas consideradas como las causantes de la epidemia en la ciudad. Cuando la peste se instalaba en una casa, el enfermo era conducido en la cama a la enfermería, y para evitar el contagio se los recluía a todos en el barrio de La Magdalena. El obispo de la ciudad, Don Antonio Zapata, que se hallaba en Gipuzkoa, al tener noticia de la epidemia, volvió a su tierra en ayuda de los apestados, mientras que el Virrey y los componentes del Censejo Real huyeron de la ciudad. Según Arazuri, de los 344 afectados fallecieron 276, más del 80%.

También Orta Rubio ha estudiado los efectos de la peste en Nafarroa14. Considera a Lizarra como el punto crítico de la enfermedad, y en Tudela se prohiben, bajo multas, las mascaradas, regocijos y hogueras de carnaval y carnestolendas, y se ordena “A los mercaderes que vienen de la feria de Zaragoza, no entren en esta ciudad, antes primero sean reconocidos los testimonios que trajeren y se repare la ropa y de qué lugares son… con gran cuidado”. Las personas que viven extramuros son obligadas a entrar en el recinto urbano, y sus casas son tapiadas para evitar la entrada de los pordioseros y apestados que vagaban por los campos. Se recurre a la higiene, se ordena la limpieza de las calles, que las inmundicias se saquen de la ciudad, y que los cerdos no anden por las calles ni se mantengan atados en ellas. Como es verano y el calor favorece la corrupción, se ordena que “nadie coja uva, la entre, ni la coma, bajo multa de dos ducados. Los precios del pan siguen subiendo ante la alarmante escasez que se registra en las comarcas productoras”, por lo que el hambre hace estragos15. Aparece un claro paralelismo entre el alto precio del trigo y la sobremortalidad. Los cuerpos mal alimentados son presa fácil del mal, mientras que las localidades previsoras o donde el número de bocas concuerda con las subsistencias soportan la peste con muchas menos bajas. Bastan unos pocos kilómetros de distancia para diferenciar comarcas bien alimentadas de otras donde la gente muere de hambre o de peste.

Años más tarde aparecerían Romances de Ciego en que se menciona la peste, como éste de Logroño:

No es mucho tener pavor

estando en la plaza abierto

un gran fosal hancho y ondo

más de mediado de cuerpos

Llénase aquel, abren otros

llénase este, otros abrieron;

en las iglesias no cogen

cual campo arado están dentro

Y zahumar bien las iglesias

por el mal hedor de dentro

Caminos polvorientos o embarrados son recorridos una y otra vez por los emisarios en un intento frenético y común de obtener noticias de primera mano. El 23 octubre de 1599, Tutera remite a Cascante, aquejado de peste por aquellas mismas fechas, una misiva ofreciéndole su desinteresada ayuda en “dinero, trigo, carne, medicinas… y olvidando cosas y acudiendo al remedio universal desa villa”. Presas del miedo a quedar aislados, las autoridades hacen lo posible para ocultar al exterior la información de la epidemia que sufren, aunque en los documentos de uso interno la verdad aparece desnuda, como indica el libro de actas de Tudela en sesión del 30 de julio de 1600: “Ha muerto una mujer y otra enferma de mal contagioso que se sospecha sea peste”, y se toma la decisión de conducir a los convalecientes a la ermita de Santa Quiteria para someterlos a la cuarentena. A lo largo de casi tres años, la peste se paseó por la comarca, aunque con poca virulencia, salvo en casos aislados, y en los mismos los ayuntamientos se empeñan en negar rotundamente que sufran la peste.

Araba se vio también afectada por la peste en varias ocasiones16. El año 1564 la población de Agurain sufrió sus consecuencias, que afectaron a poblaciones como Oñati, con la que mantenía una activa relación comercial17. Lasa indica que “los pacientes, por lo regular, en tiempo de la peste se resistían a manifestar sus dolencias y rara vez se adelantaban a declararlas espontáneamente, por temor de las consecuencias, harto dolorosas, a que sometían a los apestados: la reclusión en los lazaretos (hospitales, ermitas) y las prolongadas cuarentenas con las consiguientes separaciones de sus queridos familiares”. Para enterarse de la verdad se elegía un “hombre de bien” que informara sobre la verdad de la situación: “Recibidos los informes del hombre de bien’, el médico llegaba a las casas de los pacientes para efectuar el examen clínico. Desde la calle ordenaba al presunto enfermo, de cualquier condición que fuese, hombre o mujer, rico o pobre, bajase a la puerta de la casa”.

Las medidas a tomar venían indicadas desde la Corte, desde donde se enviaban a Donostia para hacerlas aplicar en los lugares afectados. Lasa hace una relación de los temerosos métodos empleados por los sanitarios que visitaban la casa de los enfermos: “El médico se colocaba a dos pasos de la dicha puerta con una antorcha encendida en la mano y a continuación dirigía al citado paciente las siguientes preguntas: si tenía la lengua seca y herida, si tenía algún bubón o seca’, en sobaco, ingles, y hallando algunas de las cosas sobredichas en los enfermos podía certificar que se trataba de la peste. En este caso estaba obligado a recibir juramento del dueño de la casa para averiguar si algún vecino había estado en ella; requería a sus moradores para que no salieran de su domicilio, bajo severas penas, y disponía el traslado del enfermo a la casa o casas que habían sido destinadas para los atacados hasta su curación”.

El galeno debía visitar a los apestados en los lazaretos, pero apartándose de ellos unos pasos. Podía facultar al enfermo para que abandonase el lazareto, pero debía prometer que caminaría sobre rutas señaladas. Siguiendo las normas de la época, se tomaban algunas medidas higiénicas: cambio de ropa semanal, la estancia en los lazaretos por espacio de cuarenta días, perfumar las casas de noche con cosas de buen olor y fuegos de maderos como romero, salvia, laurel, cerrando bien las ventanas y puertas y dejar salir dicho humo, rociar las casas con vinagre aguado, etc.

Estas mismas medidas, con algunos cambios, fueron las que el doctor Berganzo prescribió a sus paisanos oñatiarras en la grave epidemia de fin de siglo. Al objeto de que no cundiese el pánico, dice Lasa “En las Instrucciones para el remedio y cura de la peste’ se advierte que las medidas se apliquen con el mayor silencio posible, no alarmando a la gente puesto que en estas ocasiones la mitad de la gente se muere de temor’”. Si había un sentimiento de que el desabastecimiento provocaba a veces más muertes que la propia peste, al peligro del hambre se añadía el horror a lo desconocido, la incertidumbre de un futuro que venía marcado por la señal del dolor y la muerte.

6. EL CASO GUIPUZCOANO

Cruz Mundet, en un esclarecedor estudio sobre la incidencia de la peste en la zona de Donostia y Pasaia18, señala que el final del siglo XVI –Gipuzkoa contaba entonces con 75.000 habitantes– marca el fin de un largo período de siglo y medio de prosperidad. Se trata de una sociedad dependiente para su alimentación del abastecimiento exterior, del cereal que procede sobre todo de Europa. La carencia de recursos propios adecuados para sobrevivir en épocas de crisis fue uno de los principales factores de la mortandad que se produjo en esta comunidad.

Pero el factor decisivo del desastre se debió a la introducción de la peste bubónica, transmitida por las pulgas que vivían en las ratas sobre todo a través de los puertos. Sus efectos eran terribles, pues provocaba fiebres altas, bubones en ingles, sobacos y cuello, generando dolor, alteraciones nerviosas y delirios, alucinaciones, pústulas que se gangrenaban y envenenaban, vómitos y diarreas. Tras esta retahila de dolencias, sobrevenía el coma y finalmente la muerte, una muerte contemplada como un castigo pero que resultaba, al final, liberadora, si tenemos en cuenta las descripciones de los sufrimientos de los pacientes: “Mueren muchos con desmayos, tienen los extremos fríos mucho tiempo antes que mueran, pocos pierden el juicio. Los más mueren al quinto (día), del séptimo adelante mueren pocos”19.

Tras los frustrados intentos para salvarse de la epidemia cortando el paso a los vajeleros provenientes de las zonas contaminadas con Santander y Castro, las autoridades toman medidas para atajar un mal al que se le adjudica un comportamiento caprichoso, pues ataca a determinadas poblaciones dejando a sus vecinas inexplicablemente exentas del contagio. Las villas temen más al aislamiento que al propio contagio, debido precisamente a que se atisban los gravísimos problemas que podría acarrear la falta de circulación de alimentos. Para añadir virulencia a este problema, las autoridades niegan sistemáticamente que sus comunidades padezcan la peste. Las autoridades donostiarras recurren a eufemismos y mentiras: proclamaban que el mal sólo afectaba a “enfermos pobres y necesitados”, así como a “algunas personas de poco caudal” (fortuna, dinero), e intentan asegurar que en el Pasaje la comunidad dispone de salud. Aunque avisan que, como consecuencia de las sospechas, “si ha de correr alguna enfermedad ha de ser más por hambre que la que se sospecha”. Se vuelve a insistir en que las únicas posibles afectadas son algunas mujeres pobres. El propio Capitán General informaba al Rey de la estrategia de ocultación: “En la villa de San Sebastián ha algunos días que comenzó a morir alguna gente, y aunque parecían que morían muy apriesa, por no poner mala voz que los naturales fueron disimulando la enfermedad sin hacer diligencias que fueran necesarias”. Las noticias corrieron como la pólvora, y las villas guipuzcoanas evitaron el trato con Donostia, a cuya población se le auguró una mala solución, pues al tratarse de una villa esencialmente mercantil “hay mucha gente y comen y beben de acarreo”, esto es, dependen de los alimentos que les llegan de fuera. Las villas del valle del Deba se cerraron en banda y dificultaron las comunicaciones y paso de mercancías en ambas direcciones, a pesar de las amenazas de las Juntas Generales. Los donostiarras intentaron “piratear” barcos que pasaban por la costa para quitarles trigo, y la propia actitud del Virrey de Nafarroa, negándoles el trato, dificultó notablemente la solución al mal20.

A nivel interno, las medidas se tornaban inevitables. Se ordenaba no abrir las ventanas de las casas contaminadas e incluso se clavaban para que los apestados no pudieran salir y contagiar el mal. Se habilitaban cabañas para que las ocuparan los convalecientes, y para ese menester se contrataron los servicios de cuatro moriscos, y para cuidado de los enfermos se contaba con mujeres pobres a cambio de comida y dinero, a la vez que de muchachos voluntarios que se encargaban de enterrar los cadáveres, todo ello con evidente riesgo de contagio. El pánico se extendió a las prácticas religiosas, pues se ordenó que si aumentaba el mal cesasen los sermones y misas cantadas, se tomasen medidas incluso con el agua bendita, y se recomendaba colocar altares en diferentes trechos entre las casas, al objeto de que desde las ventanas se pudiesen seguir los oficios. Las órdenes eran terminantes: “Hallando alguna persona infeccionada al punto la saquen con su cama y vestidos y a los demás de la casa que muden ropas limpias zahumadas, salgan a los puestos señalados y allí tomen algunos preservativos por tiempo de veinte días, y en cuanto al hospital toca, haya abundancia de sábanas y camisas y mantas y que éstas se laven de cinco en cinco días a lo menos, mudándoles luego, con lejía y jabón en aguas corrientes”. En cuanto a los enterramientos, se ordenaba que “los que murieren en este tiempo se sepulten en sepulturas hondas y se pise bien la tierra, y no se han de contentar en echarles a los perros y animales que hallaren en las calles, sino procurarlos de enterrarlos y quitar todo mal olor en la ciudad”. De hecho, los cuerpos sepultados en las iglesias provocaban una hediondez insoportable. La clave residía en la higiene, la limpieza de la ropa y de las casas. La única ropa de lino que se salvó de la quema fue la que estaba guardada en arcas cerradas21.

Los resultados fueron catastróficos: “queda entendido que los muertos del mal contagioso en la dicha San Sebastián sean como seyscientas y zinquenta personas –las quatrozientas dellas mugeres– y en el Pasaje trezientas sesenta y quatro muertos entre grandes y chicos. E que quedan quatrozientas y doze y ay zinquenta casas syn gente y apestadas y veynte y tres que ellos dizen que no lo están”22.

Cruz Mundet indica que, al tratarse de sociedades cerradas, normalmente los conflictos sociales del Antiguo Régimen apenas quedaban reflejados, pero ante semejante tragedia afloraban las tensiones que habitualmente se mantenían ocultas. Indica que en los mayores focos de la enfermedad, Donostia y Oñati, las autoridades actuaron con responsabilidad, pero no así los ricos y poderosos, quienes “pusieron en práctica el famoso dicho y huyeron presto y lo más lejos posible”, extremo que ratifica, en referencia a Donostia, el General Velásquez: “toda la gente principal de aquella villa, si no es el Regimiento, la han desamparado y todo lo que allí pasa es confusión… y no quiere dejar de decir que los más válidos de dicha villa de Oñate salieron muchos por temor”. Pero los apestados de Pasaia, al sentirse abandonados, amenazaron con un recurso extremo, pues insinuaron a las autoridades que de no ocuparse de ellos podrían “desamparar y salirse del dicho pueblo los que pudiesen y derramarse por la tierra, de lo que se podrían inficionar los vecinos desta villa y otros de su comarca”23.

El papel jugado por la mayor parte de las mujeres ante calamidades de este calibre queda manifiesto en esta ocasión: se las destinaba a los oficios más peligrosos, varias murieron al cuidado de los apestados, en el hospital, “y en su lugar se fueron poniendo otras y dellas murieron las más y siempre se ponían otras, de modo que nunca faltaran éstas. Y otras que sanaron de la enfermedad contagiosa quedaron en la enfermería para servir a los demás enfermos mientras duró el mal”. Precisamente porque se veían obligadas a ejercer estos peligrosos oficios quedaban excluidas del trato con la sociedad: “por haber comunicado con algunos enfermos y de ellos haber amortajado y enterrado están recusas y apartadas”. Las escenas de insolidaridad llegaban al propio entorno familiar: en Lezo no encontraban gente para enterrar a una mujer, pues “ninguno la quiso enterrar aunque tenía en su casa ocho o nueve y entre ellos hermanos y parientes. Y por la crueldad que usaron en ello una doncella muchacha de pocos años, hija de dicha difunta, animándose a enterrar a la dicha su madre la enterró en un agujero que en la huerta de la dicha casa para ella se hizo, llevándola arrastrando sin favor ni ayuda de nadie, de que el dicho general Antonio de Urquiola y veedor Martín Arano de Balancegui quedaron admirados. Y los hombres que posaban en casa de la dicha difunta huyeron del dicho lugar dando voces que se les murió la mujer que les servía de peste y se fueron a Usúrbil”24.

Los datos aportados por Erviti al respecto resultan contundentes: en Pasaia fallece el 47% del personal, pues de sus 776 habitantes mueren 364 “entre grandes y chicos”, y en cuanto a Donostia “queda entendido que los muertos del mal contagioso en la dicha San Sebastián sean de seyscientas y zinquenta personas –las quatrozientas dellas mugeres”25. Sin embargo, y en relación a Oñati, Lasa afirma que esta villa resultó todavía más gravemente dañada por la peste: “En el año 1597, el mal contagioso de la peste que reinó en la Provincia, causó en Oñate mil y pico de víctimas, casi un tercio de la población. Faltos de brazos quedaron las cosechas en el campo. Significativa es la machacona insistencia de las autoridades provinciales con sus anuncios de que en Argel, Marruecos o Constantinopla ha aparecido una epidemia y ordenado al efecto las medidas que se han de tomar”, y añade que “hay un capítulo extensísimo y detallado en las Constituciones de Oñate del año 1762 sobre la quema de ropa contagiosa de los que habían adolecido y muerto de enfermedades éticas, tísicas y otras contagiosas’. Después del fallecimiento del enfermo disponía el Alcalde se picasen, rebocasen, blanqueasen y se enladrillasen de nuevo el suelo de la alcoba, y la quema se hiciese fuera del pueblo, de tal manera que los vapores no se introduzcan en la Villa’”26.

Por su parte, Murugarren añade a este triste panorama detalles de interés27. Insiste en la tesis de que este fenómeno de la peste, que causaba auténtico terror en la población, se disfrazaba bajo la denominación eufemística de “el mal contagioso”, cuya entrada se debió, según opinión extendida, a la compra de ciertas sábanas adquiridas a precio económico, pero de las que se decía que “buenas y baratas, aunque han salido malas y caras”, por el alto coste que provocaron. Según Murugarren, el Secretario de Estado Juan de Idiaquez escribió desde Madrid a sus paisanos donostiarras indicando que se vigilaran las casas de los apestados, pues los vecinos se resistían a declarar la enfermedad. Caso de suscitar sospechas, el médico se presentaba a las puertas de la casas y, a una distancia prudencial, se examinaban los efectos del contagio, y si resultaban positivos, se les alejaba rumbo al hospital, y junto a él eran llevados los posibles vecinos contagiados. La peste tuvo un efecto beneficioso indirecto: los franceses, que planeaban la invasión, cambiaron de intención y cerraron fronteras, por miedo al contagio: “¡Ironías de la Historia!”, comenta este autor, quien señala que, una vez instalada la enfermedad, “temblaron las columnas de la moralidad y de la salubridad pública”. En la junta de Deba de Noviembre de 1597 se leyó la carta del coadjutor de San Juan de Pasajes, el licenciado Miguel de Villaviciosa, en la que se aseguraba que hacía tres meses que se padecía peste y se esperaba socorro. En dicha carta se incide en el otro aspecto del mal, el derivado de la falta de alimentos: “no es el menos de los males la ambre y la neçesidad que padecen los pobres, de aquí lo son en este tiempo casi todos”. De nuevo aparece el hambre como artífice de muchas muertes que acompañan al fenómeno de la peste.

 

 

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1 Vocabulario básico de la historia medieval, Barcelona 1984, p. 189.

2 “La población Europea (1500-1700)”, en Carlo M. Cipolla, ed., Historia económica de Europa (2) Siglos XVI y XVII, Barcelona 1981, p. 60.

3 Las “Memorias” de Esteban de Garibay y Zamalloa, ed. dirigida por J.A. Achón, Donostia 2000, p. 321.

4 Civilización material, economía y capitalismo. Siglos XV-XVIII. 1. Las estructuras de lo cotidiano, Madrid 1984, pp. 57-60.

5 Ibidem, p. 61.

6 S. Pepys, Diarios (1660-1669), Ed. Renacimiento, Sevilla 2003, pp. 195-211.

7 El Antiguo Régimen: los Reyes Católicos y los Austrias, Barcelona 1981, p. 347.

8 “La peste de 1599 en Burgos, una relación del Regidor Andrés de Cañas”, C.I.H, BROCAR, Nº 13, 1987, pp. 155-166.

9 B. Bennassar, La España del Siglo de Oro, Ed. Crítica, Barcelona 1983, pp. 90-91.

10 J.H. Elliot, La España Imperial. 1469-1716, Barcelona 1996, p. 324.

11 B. Bennassar, Valladolid en el Siglo de Oro. Una ciudad de Castilla y su entorno agrario en el siglo XVI, Valladolid 1983, pp. 189-193.

12 Archivo de la Chancillería de Valladolid, (en lo sucesivo AChV), Sala de Bizkaia – 4323 (1525-28).

13 J.J. Arazuri, “La Peste de Pamplona en tiempos de Felipe II”, Príncipe de Viana, año 1974, Nos. 134-135, pp. 179-192.

14 E. Orta Rubio, “Nuevas aportaciones al estudio de las pestes en Navarra. La epidemia de 1597 – 1602”, Seminario de Historia, Instituto Benjamín de Tudela, pp. 135-140 [Internet].

15 En una nota que cita la obra de Pons Ibáñez “Peste en Logroño”, Berceo, Nº 73, donde se dice: “El número de pobres es mucho… y mueren de hambre por no poder con qué comprar”.

16 De la peste finisecular en Gasteiz se tratará más adelante.

17 J.I. Lasa, “La peste de Salvatierra”, revista Aranzazu Nº 478, (año 1970) pp. 333-336. Este autor cita el trabajo publicado en la revista Euskalerriaren-alde el año 1926 por D. Fortunato Grandes sobre la peste que azotó cruelmente al pueblo de Salvatierra el año 1564. Debió de tratarse de la peste bubónica. Sus consecuencias, señala el autor, transcendieron a otros pueblos, como consta en los libros de Actas de Oñati. En efecto, en esa fecha se ordenó se formase un cordón sanitario en torno al pueblo, mandando a los venteros de Arantzazu, Gesaltza, Arrikrutz y San Juan de Artixa para que no acogiesen en sus ventas a gente extraña y forastera.

18 “El mal que al presente corre”: Gipuzcoa y la peste (1597-1900), Donostia 2003, op.cit., pp. 11-22.

19 Ibidem, p. 36.

20 Ibidem, pp. 40-54.

21 Ibidem, pp. 72-76.

22 Ibidem, p. 100.

23 Ibidem, p. 162.

24 Ibidem, pp. 167-8.

25 M.D. Erviti, “La epidemia de 1597 en San Sebastián. Una carta del Príncipe en nombre de Felipe II”, BEHSS, 18, 1984, pp. 301-303.

26 J.I. Lasa, “Inquietud por los rumores de una epidemia”, Aranzazu Nº 362, (año 1955) pp. 153-155.

27 L. Murugarren: “La peste en Guipúzcoa (1597-1599)”, BRSBAP XL, 1984, pp. 247-269.