24 de enero

—¿Puedo pasar?

Miro al cataplasma de mi hermano que, como siempre, pregunta si puede entrar cuando ya lo ha hecho.

—Ya estás dentro, pimpollo.

Marcos se ha quedado al lado de la puerta, como un pasmarote.

—¿Piensas decirme qué quieres o te vas a quedar ahí plantado sin hablar?

Mi hermano me observa con intensidad, como si fuera un entomólogo que estudiara un insecto extraño.

—Es que parece que he venido en mal momento —dice, finalmente.

—¿En mal momento? ¿Mal momento para qué?

—Para hablar —dice.

Su voz suena tan compungida que pienso que le debe de pasar algo. ¿Quizá cree que no tiene sex-appeal? Eso ya le pasó hace un tiempo, y montó el club de los desesperados, una panda de niños de su clase que no ligaban en ninguna fiesta.

—De la fiesta de carnaval —continúa.

«¿Ves? —me digo yo—. Seguro que le gusta alguna chica de la clase y ella no le hace caso.» Por otro lado, lo entiendo. Los del instituto también estamos montando una superfiesta para celebrar el carnaval, y yo estoy en la organización junto con otros de mi panda.

Me dispongo a hacer de hermana mayor comprensiva. Es lo que tengo... a veces. Dejo el libro sobre el que estaba hincando el codo para el examen del martes, giro la silla y lo invito a sentarse en la cama.

—Siéntate y cuéntamelo.

Marcos comprueba que la puerta está bien cerrada y se instala a los pies de mi cama.

—Vamos, anda, suelta, que no sé a qué viene tanto misterio.

Marcos coge aire y dice:

—¿Conoces a Juan?

Niego con la cabeza. No sé de quién me habla.

—Juan es uno que ha repetido y, como tiene amigos en primero de ESO, nos ha invitado a una fiesta que dan los del instituto al que van sus antiguos compañeros.

—Muy bien. ¿Y? —le pregunto, porque no entiendo adónde quiere ir a parar.

—Pues que Juan ha dicho que en la fiesta habrá canutos y que todos tenemos que dar una calada si queremos ser de su panda.

Lo miro alucinando mandarinas de colores.

—¿Canutos? ¿Vosotros? ¿Los de sexto?

—Sí, nosotros. ¿Qué pasa, tía? ¿Qué te crees, que vamos a párvulos?

Aún no me lo creo.

—¡Jopé! Si sois muy pequeños para empezar con los porros...

—¿Muy pequeños? —dice—. En clase no sólo los ha probado Juan, también Marga. Los dos son repetidores.

¡Ostras! «Me parece que los del curso empezaron a hablar de ello cuando llegamos a la ESO», me digo.

—¿Tú te has fumado un peta alguna vez? —me pregunta.

—No, nunca. Ya sabes lo que pienso de las drogas.

—Vaaaale, sí, ya lo sé. Que son malas y todo eso. Pero de verdad de verdad, ¿cómo lo sabes? ¿Qué hacen? Quiero decir que yo veo a Juan y a Marga y parecen normales. O sea, que no parece que esta droga los cambie en nada. Quizá no es tan mala como dices.

—¡Lo es, seguro! —suelto un poco enfadada.

Ostras, tantas veces que lo hemos hablado y siempre hemos estado de acuerdo: de drogas, nada de nada. Y ahora va Marcos y me sale con éstas.

—Muy bien. Pues explícame exactamente qué pasa cuando te drogas, puede que así me convenzas.

Lo miro algo irritada. ¿Qué se cree, éste? ¿Que he nacido con ciencia infusa, o qué?

Mi hermano cambia el tono:

—Anda, vamos, Carlota-galáctica. Seguro que tú me puedes ayudar...

¡Tocada! Me gustaría poder darle una charla sobre drogas, pero me doy cuenta de que no sé por dónde empezar.

—Tengo una idea. ¿Por qué no se lo preguntamos a papá y a Eva?

Eva es la «amiga especial» de papá que, de vez en cuando, aparece por casa. Parece una tipa que no está mal. Veremos si le dura algo a papá. Ya ha tenido más de una «amiga especial». Desde que mamá y él se separaron, se pasa el día buscando pareja; es como si no supiera estar solo.

Marcos se alarma.

—¿Te has vuelto loca, reina? Se pondrán como una moto si les dices que quiero fumar un peta...

—De acuerdo.

Salimos los dos de la habitación y vamos a la sala.

¡Uf! Esto de mi padre y Eva me parece que tiene mal pronóstico. No hablan, no se miran, no se magrean. Para ser una pareja reciente, parece que lo tengan todo hecho. Eva está sentada en el sofá leyendo el periódico. Mi padre, en su butaca preferida, con los auriculares puestos escuchando música.

Por la tranquilidad, el momento parece propicio.

—Esto... Tenemos una pregunta que haceros.

Eva deja el diario, sonríe y nos mira expectante. Ya he dicho antes que es una buena tía.

Papá continúa llevando el ritmo de la música con el pie. No nos ha visto.

Me acerco a él, le toco el brazo, y él se quita los auriculares.

—Hola —dice.

—Tenemos una pregunta para vosotros —repito.

—Espero que sea fácil —dice papá.

«Ya veremos», pienso.

Nos sentamos en el sofá y disparo.

—Querríamos información sobre las drogas.

Papá y Eva se miran algo sorprendidos.

—¿Sobre las drogas? —dice Eva, que parece reaccionar antes que papá—. ¿Como cuáles?

—Psss —suelta Marcos—. ¿Cuáles hay?

—Pues... Cocaína, heroína, éxtasis, crack... —dice Eva.

—Alcohol, tabaco... —continúa papá.

—Hombre, ¿crees que el alcohol y el tabaco se pueden considerar drogas? —lo corta Eva.

Marcos y yo nos miramos. ¡Ostras! Pues si ni ellos lo saben...

—¡Oh! Por supuesto que sí.

—O sea que tú eres drogadicto, porque bebes whisky de vez en cuando.

Papá se rasca la cabeza.

—Yo no diría que lo soy pero, en cambio, sí que sé que la cerveza, el vino, el cava y los licores son drogas.

—Y el tabaco también, claro —dice Eva, como si hablara consigo misma—. Es evidente que tienes razón, pero nunca me lo había planteado. Como son drogas legales... Quiero decir que, claro, puedes ir al estanco a comprarte un paquete de cigarrillos.

—O al súper a por una botella de whisky. Quizá es que si sólo bebes un poco no es malo...

—Lo mismo ocurre con la marihuana —dice Eva.

—¡Ah, no! De ninguna manera.

—¿Qué quieres decir?

Marcos y yo miramos alternativamente a uno y a otro, como si se tratara de un partido de tenis.

—Que los porros son otra cosa. Si fumas porros, eres un drogata —sentencia papá.

—¡Hala! —replica Eva—. Un porro de vez en cuando no puede ser tan grave... Tengo algún amigo que, de vez en cuando, fuma uno, y no por eso se puede decir que sea drogadicto.

Marcos me mira como diciendo: «¿Lo ves? Un solo porro no puede hacerme daño».

Yo le hago una señal de «eso ya lo veremos».

Papá se acalora. No parece que estén hablando con nosotros, sino entre ellos.

—¡Ja! —exclama mi padre—. Seguro que te refieres a Rafa, ¿eh? Un individuo que, según tú, nunca ha hecho nada bueno en la vida.

En un primer momento, Eva parece dispuesta a saltarle a la yugular para defender a su amigo.

¡Glups! «El domingo pacífico se torció», pienso.

—Bueno —contemporiza Eva, que ha conseguido controlarse—, en cualquier caso, las drogas son malas porque crean adicción.

—¿Qué quiere decir «adicción»? —pregunta Marcos.

—Adicción es... —piensa Eva— es la necesidad que tienes de la droga. O sea, que no puedes pasar sin ella.

—Y esto de la adicción ¿te pasa la primera vez que la pruebas o necesitas más veces? —pregunta Marcos, muy interesado.

Eva mira a papá y se encoge de hombros.

—No lo sé —dice.

—Quizá depende de la droga —añade mi padre.

—Es que hay drogas muy bestias, ¿sabéis? Perjudican la cabeza y el cuerpo para toda la vida. Como la heroína o la cocaína...

—Y el cannabis —añade papá.

—Hombre, que no, que los porros no tanto —dice Eva. Entonces calla, como si recapacitara, y después añade—: Pero vaya, que eso tampoco quiere decir que esté bien fumar petas, ¿eh?

—Mira —dice papá, casi de pie, como si así pudiera imponer más su opinión—, en esta casa no quiero oír hablar de porros ni de otras sustancias. Y si Marcos o Carlota tienen la más mínima tentación de probar alguna de estas drogas, más les vale que se lo quiten de la cabeza, porque, conmigo, acabarán mal.

Marcos me mira con cara de gorrino camino del matadero.

—¿Ha quedado claro? —pregunta papá.

—Clarísimo —decimos Marcos y yo mientras nos levantamos.

Eva mueve la cabeza.

—Pues a mí me parece que no hemos estado a la altura, mira lo que te digo.

Creo que lleva razón, pero no lo explicito.

Salimos de la sala maquinando otra estrategia para obtener información de la buena.

—Mamá —dice Marcos.

—¡Octavia! —digo yo, que pienso en toda la ayuda que me proporcionó cuando escribí el diario violeta.1

Octavia, además de ser nuestra tía, es escritora, enrollada, y nunca nos ha dejado en la estacada. El único inconveniente es que no es demasiado accesible porque vive en París.

—Enviémosle un correo electrónico.

—Vamos.

Asunto: Va de drogas

Texto: Querida Octavia:

Marcos y yo estamos hechos un lío. Queremos información sobre las drogas, pero no sabemos dónde buscarla. En realidad, hemos preguntado a papá, pero no parece saber mucho más que nosotros.

Es evidente que podemos buscar en Internet, pero querríamos que fuera información fiable fiable. Y en Internet, ya se sabe, hay de todo. Pensamos que, quizá, tú nos puedas ayudar.

Querríamos saber cosas como:

— ¿Qué drogas hay?

— ¿Son todas igual de perjudiciales?

— Si tomas droga, aunque sea una sola vez, ¿ya eres drogadicto?

— Si tuvieras un hijo y te dijera que quiere, por ejemplo, fumar un porro, ¿qué le dirías?

Nos harías un favor muy grande si nos respondieras.

Un beso.

Carlota y Marcos

—¿Llamamos a mamá?

Mamá está encantada de oírnos. Desde que se separó de papá y se buscó otro lugar para vivir, la vemos menos. Le digo que espabile y busque información sobre las drogas, si es que tiene poca, porque pensamos someterla a un tercer grado en cuanto la veamos. Mamá me dice que está dispuesta a convertirse en una experta en drogas. ¡Y yo me lo creo!

—Y ahora, cacahuete, a ver si me dejas continuar estudiando, que el martes tengo un examen y no me quiero cargar la evaluación.

Marcos suelta su risa de conejo, que es una risa que me saca de mis casillas.

—Trabaja, trabaja, pringada —dice—, que yo me quedo jugando en el ordenador.

¡Qué simpático! «Ayuda a un hermano para que después te trate así», pienso mientras me meto en mi habitación.

25 de enero

Llego a casa y no puedo esperar a Marcos para comprobar si Octavia nos ha respondido al mensaje. Enciendo el ordenador, entro en la bandeja de correo y...

—¡Traidora! —Mi hermano me salta al cuello en plancha.

—¡Mira que eres animal!

—Y tú, traidora —insiste.

—No digas burradas. Quería ver si teníamos respuesta, y eso tampoco es alta traición. En cualquier caso, te lo habría enseñado.

Marcos libera mi cuello, y podemos leer el correo de Octavia.

Asunto: Va de drogas

Texto: Querida Carlota y querido Marcos:

Os escribo un correo breve porque estoy en Vancouver dando una conferencia. Ahora no puedo ayudaros; dentro de dos días, cuando regrese a París, sí.

Mientras, poneos en contacto con mi amigo Jorge Boada. Seguro que habéis oído hablar de él, porque es uno de los médicos de vuestro querido club de fútbol. A menudo está en el banquillo durante los partidos.

Él sabe mucho de drogas. Le pongo copia de este correo, así podéis ver su dirección.

Besos y hasta pronto, volveré para informaros yo misma.

Octavia

Miro a Marcos, que tiene los ojos brillantes y las mejillas rojas.

—Respira, chaval —le digo—. A ver si te vas a ahogar...

—Es que... ¡Ostras! ¡Qué emoción! ¿Podremos ir al campo? ¿Podré verlo?

«Podré verlo» se refiere a un delantero que le tiene robado el corazón. Se pasa el día imitándolo y haciendo una jugada que se llama «chilena» y que, según parece, consiste en tirar la pelota hacia atrás por encima de la cabeza y caer de culo al suelo.

—No sé si nos citará en el campo...

—Ojalá —dice Marcos, mientras se aleja con cara soñadora.

—¡Eh! —grito—. Te propongo un trato. Hasta que no acabemos toda la investigación sobre las drogas, no fumarás ningún peta ni tomarás ninguna otra cosa.

Marcos duda:

—¡Ostras! Pero Juan...

—A la mierda, Juan. ¿Recuerdas que cuando estaba escribiendo El diario violeta montamos la ACOMI?

—Es verdad: la asociación contra los modelos impuestos.

—Y nuestra asociación no estaba dispuesta a admitir modelos rígidos en el vestir ni en las tallas ni en el peso ni en lo que fuera.

—Tienes razón.

—¿Y tú crees que todos tus amigos del club de los desesperados estarían de acuerdo con dejarse imponer eso de hacer un canuto sólo porque Juan dice que es muy guay?

Marcos me mira como si le hubiera abierto el cielo.

—¡Ostras! Me parece que no. Me parece que tengo más amigos que no quieren hacer un canuto que al revés.

—Pues quizá son éstos los que te interesan y no el cretino de Juan.

26 de enero

—¿Cómo ha ido, Carlota? —me pregunta Mireya.

—Muy bien. ¿Y a ti?

—¡Puf! No tanto. No tuve mucho tiempo para estudiar.

Sa’îd sale con cara de satisfacción. Ya se nota que el examen le ha ido bien. Y también a Berta y a Eli... En cambio, a Miguel parece que no.

—Caca de la vaca —dice.

Comentamos las respuestas durante unos minutos y, después, paso a darles la noticia.

—¿Sabéis? Ahora que ya he terminado de escribir el diario violeta, he decidido escribir otro.

—¿Y de qué tratará éste?

—De drogas.

—¿Y qué color tendrá?

—Me parece que amarillo.

—¿Amarillo? ¿Por qué amarillo? —pregunta Miguel.

—Pues por el color de los semáforos.

—¿Eh?

—El color del peligro.

—No es amarillo, es naranja.

—No es naranja, es ámbar.

—¡Uf! Pues ya me he comprado una libreta de color amarillo...

—En ese caso, llámalo amarillo y punto.

Justo entonces sale Roberto de su clase. Está en el mismo curso que yo pero en otro grupo.

El corazón me pega un brinco, y es que lo tengo claro: ¡me gusta! ¡Muuuucho! No se lo he contado a nadie, pero por la cara de Mireya, sé que ya se ha dado cuenta.

—Anda, no hace falta que disimules conmigo —me susurra—. Estás colada por él.

Lo admito.

—Pues no entiendo cómo te gusta. Es un poco paradito, ¿no?

—¡No! Sólo es tímido.

—Pues eso —dice Mireya encogiéndose de hombros—. Que nunca habla mucho.

—Pero cuando habla dice cosas muy interesantes. Sabe mucho de música, por ejemplo.

Mireya me mira como si fuera una tipa extraña.

—Será que los opuestos se atraen, porque no sé qué pintarías tú con un chico tímido. Tú, tan lanzada...

—Pues sí, quizá por eso —respondo. Y viendo que Roberto se acerca, le doy un codazo a mi amiga—. Y ahora, calla.

Cuando llego a casa, llamo a la abuela. A mi abuela no le asusta nada. O sea, que se puede hablar con ella de cualquier cosa.

—¿Abuela?

—Hola, rata.

—¿Qué sabes tú de las drogas?

—Mmm. En serio, en serio, poca cosa. Pero puedo documentarme si lo necesitas.

—Bueno, sí, estoy buscando información porque me he dado cuenta de que siempre he oído que las drogas son peligrosas, pero la verdad es que no sé muy bien por qué. Quiero decir que sé que son malas para la salud y que te puedes volver adicta, pero poca cosa más.

—Pues es fundamental que sepas más —dice—. Si no dispones de información sobre los riesgos reales que comportan muchas de tus decisiones, puedes verte metida en situaciones peligrosas para tu vida o tu salud.

¡La abuela siempre ha tenido esta opinión!

—¿En tu época había drogas?

—Reina, ¿qué quiere decir, «en mi época»? Ahora también es, mi época, lo que pasa es que soy mayor.

—Vale. Quería decir que si cuando tú eras joven también se tomaban drogas.

—Mira, las drogas siempre han existido: cocaína, heroína...

—Alcohol, tabaco, marihuana —continúo yo.

—Efectivamente. Lo que pasa es que en cada época ha habido una droga que estaba más de moda que otras. Me parece que en el siglo XIX era el opio, una droga que adormece. En cambio, ahora, quizá porque todo el mundo va más de culo, me parece que se toma más cocaína, una droga excitante.

—¿Y tú conoces a alguien que tomara opio?

—¡Niña! ¿Qué te crees, que soy del siglo XIX?

—¡Uy! No, claro que no.

—Bueno, si te sirve, te puedo decir que en los años setenta y ochenta la droga que más circulaba era la heroína. La mayoría de la gente que estaba enganchada acabó mal.

—Murieron.

—Muchos sí. Algunos se morían por sobredosis. Otros porque compartían jeringuilla y...

—Y se contagiaron el SIDA unos a otros, ¿verdad?

—¡Verdad!

Marcos acaba de aparecer por el pasillo y me hace señas para que corte la comunicación.

—Tengo que dejarte, abuela.

—Ya buscaré información, preciosa —dice.

—¿Quieres llegar tarde? —me grita el energúmeno de mi hermano.

—Tenemos tiempo de sobras, tontaina.

La impaciencia por entrar en el campo un día en que no hay partido, poder hablar con un médico del club y, quizá, ver a alguno de los jugadores, lo tiene absolutamente fascinado... e inquieto.

Llegamos al club y una persona, que ya esperaba nuestra visita, nos acompaña a las gradas, junto al césped. Allí hay dos hombres jóvenes hablando.

—¡Es él! —casi grita Marcos.

Él, claro, es el delantero que le ha robado el corazón.

Nos acercamos y me doy cuenta de que yo también estoy nerviosa.

—Vosotros debéis de ser Carlota y Marcos —dice el que parece de más edad—. Yo soy Jorge Boada. Y a él no hace falta presentarlo, ¿verdad?

Marcos dice que no con la cabeza.

—Hola, chicos —dice el futbolista.

Y nos da la mano.

—¿Nos firmarías un autógrafo? —pide Marcos, que parece haber recuperado la voz y la iniciativa.

Me arrebata el cuaderno de las manos y se lo ofrece.

—¿Dos autógrafos?

—Sí, por favor —digo yo, que no sabía que también me hiciera ilusión tener uno.

El tipo firma, le da un golpecito amistoso en la espalda a Marcos, me da un beso en la mejilla (¡oh!, quizá no me lave la cara en una semana) y dice:

—Voy a entrenar. Hasta pronto.

—Ojalá —murmura Marcos. Y, con aire bobalicón, se queda mirando cómo se aleja hacia el campo.

—Anda, venid conmigo —dice Jorge Boada—. Vamos adentro, porque si nos quedamos aquí, no podremos concentrarnos, ¿eh?

Lo seguimos, aunque Marcos no puede evitar volver la cabeza de vez en cuando. Entramos en la sala.

—¿Queréis tomar algo? —pregunta Jorge Boada. Pide refrescos en la barra del bar y nos dice que nos sentemos a una de las mesas—. Y ahora hablemos de drogas, es eso, ¿no?

—Sí.

—¿Y qué queréis saber exactamente?

Marcos se adelanta:

—Queremos saber si son tan peligrosas y malas.

—Mmm —dice Jorge Boada—. Pues antes que nada tenéis que saber que hay tres efectos diferentes según el tipo de droga que se toma. Hay drogas estimulantes, drogas depresoras y drogas alucinógenas. Las drogas estimulantes aumentan la actividad motora...

—La cocaína, por ejemplo —digo yo.

—Exacto.

—¿Y quiere decir que no puedes parar de moverte? —pregunta Marcos.

—Quiere decir que incrementan la actividad física y el estado de alerta. O sea, que estás muy despierto. También hay drogas depresoras, que disminuyen la actividad motora.

—El opio —digo, recordando lo que me había dicho la abuela.

—Te hacen adormecerte y quedarte quieto. Son las que te atontan, ¿verdad? —dice Marcos, que lo ha entendido por comparación con el otro grupo de drogas.

Él afirma con la cabeza y continúa:

—Y las alucinógenas, como ciertas setas, que provocan alucinaciones, es decir, hacen que imagines cosas, como ver imágenes, oír ruidos o tener sensaciones extrañas.

—O sea, que no todas las drogas provocan lo mismo.

—Provocan efectos diferentes pero, a la vez, todas actúan sobre el sistema límbico...

—¿El sistema qué? —pregunta Marcos.

—El sistema límbico es una parte de nuestro cerebro que, en gran medida, es responsable de nuestras emociones. En el sistema límbico, entre otras cosas, están los centros de recompensa y los centros de castigo. Estos centros son muy importantes para nuestra conducta. En primer lugar, fijémonos en los centros de recompensa. Están preparados para responder a estímulos naturales y causarnos placer. Por ejemplo, están preparados para ser estimulados por la comida.

—¿El chocolate? —digo yo.

—La comida en general —dice Jorge Boada—. Piensa que, si la humanidad no hubiera tenido este mecanismo que le hace sentir placer cuando come, se habría extinguido.

Marcos y yo lo miramos sorprendidos.

—Ahora es muy fácil obtener comida. Sólo hace falta ir al supermercado o a la nevera, y listos. Pero en el pasado tenían que cazar con armas rudimentarias, pasando por situaciones de peligro y de mucha fatiga. Sin estos centros de recompensa, no nos habríamos movido para ir a cazar y hubiéramos acabado desapareciendo. Lo mismo pasa con la sexualidad.2 Si las relaciones sexuales no hubieran sido placenteras y no hubieran activado los sistemas de recompensa, la humanidad no habría tenido interés en reproducirse y se habría acabado extinguiendo.

Nos traen las bebidas y durante unos momentos no hablamos, sólo nos las servimos en los vasos.

Jorge Boada paga y nosotros le damos las gracias.

—De nada. Continuemos: las drogas, ¡todas!, activan estos centros de recompensa.

—¿De la misma manera que lo hacen la comida o el sexo? —dice Marcos.

—De una manera mucho más potente. Los centros de recompensa del sistema límbico no están preparados para estas sustancias y reaccionan de una manera mucho más directa, más intensa.

—¿Y eso es malo? —pregunto yo, que de momento no le veo el problema.

—Lo es por diferentes razones. La primera es que esta reacción tan fuerte y tan poco natural hace que las otras cosas que normalmente generan placer ya no estimulen lo suficiente los centros de recompensa. Éstos necesitan ser activados por las drogas.

Boada calla y coge un frasco de tabasco de una de las mesas. Entonces, echa una gota encima de mi mano y otra encima de la de Marcos. Luego, nos echa un poco de azúcar en la otra.

—Lamed un poco de azúcar.

Lo hacemos.

—Imaginad que el azúcar es la comida o el sexo y que vuestro sistema límbico reacciona normalmente a estos estímulos.

Marcos y yo asentimos con la cabeza.

—Pues ahora pondremos un estímulo mucho más fuerte, el tabasco, que es una salsa extremadamente picante. Ya podéis lamerla.

—¡Arggh!

—¡Uggh!

—No siento la lengua de tanto como me quema.

—Ahora volved a lamer el azúcar.

Marcos y yo lo hacemos y, después, nos miramos.

—¡Ostras! No se nota el sabor del azúcar.

Boada sonríe:

—Exacto. Y esto es, para entendernos, lo que pasa con los centros de placer cuando tomas una droga: que después nada te provoca el mismo placer.

—¿Como si se te hubieran estropeado los centros de placer?

—Bueno, es que los has alterado de una manera artificial para la que no estaban preparados; han empezado a producirse cambios. El caso es que la droga produce placer y, a partir de aquí, se inicia el proceso de adicción.

—¿Qué es exactamente la adicción?

—La drogadicción o drogodependencia es la dependencia física o psicológica a las drogas.

—¿Y qué es la dependencia? —pregunta Marcos.

—El hecho de no poder pasar sin una cosa, en este caso la droga. Para entendernos, una criatura de seis meses depende totalmente de su padre y de su madre, porque no puede alimentarse o moverse por ella misma. O sea, tiene dependencia de ellos. Cuando una persona depende de la droga, significa que la droga lleva la batuta de su vida, que la dirige.

—Pues qué palo que sea la droga la que diga lo que debes hacer, ¿no?

—Desde luego. Y el caso es que cualquier droga puede crear adicción —añade Boada. Y continúa—: Pero, de hecho, lo que os acabo de contar, que los centros de recompensa se activan, sólo es el principio del proceso. Después, aún ocurre otra cosa. Antes hemos dicho que en el sistema límbico están los centros de recompensa y los centros de castigo. Nosotros, con nuestra conducta, procuramos activar los centros de recompensa y evitar que se activen los de castigo. Eso es fácil de entender, ¿verdad?

—¡Y tanto!

—Pues fijaos: al principio, las drogas pueden producir mucho placer, pero a medida que se va tomando droga, este placer disminuye. Para volver a conseguir placer, la persona que consume drogas habitualmente debe aumentar la dosis. A esto se le llama tolerancia. Para entendernos: si la escala para sentir placer se pudiera medir y pudiéramos decir que el punto más bajo es cero y a partir de aquí ir subiendo según el placer experimentado, todas las personas tendríamos este nivel cero, excepto las consumidoras de drogas, que lo tendrían muy por debajo, porque se les han estropeado los circuitos.

—Por debajo de cero sería malestar, ¿verdad? —pregunto.

—Exacto. Y para conseguir volver al nivel cero, para no sentirte mal, la persona adicta necesita consumir droga.

—O sea, que entonces ya no toman droga por placer, sólo la toman para evitar... ¿el castigo? —pregunto.

—Exacto. Estarían activados los centros de castigo y, entonces, la persona ya no toma la droga para experimentar placer sino para dejar de estar mal.

—¡Vaya mierda! —se le escapa a Marcos.

—Una gran mierda, ya lo puedes decir —añade Boada—. Y aún hay otro efecto negativo. Las drogas afectan a nuestra conducta. Hay una parte de nuestro cerebro llamada corteza prefrontal, que es la encargada de dirigir nuestra conducta para conseguir objetivos. O sea, que tiene una gran importancia en el hecho de que tengamos motivación para conseguir alguna cosa, que la planifiquemos y que reorientemos los pasos que debemos seguir, si hace falta.

—O sea, la corteza prefrontal es la que me hace estudiar para los exámenes, porque tengo claro que quiero ir a la universidad y estudiar una carrera.

—Efectivamente. Pues bien, la corteza prefrontal, es decir, nuestra motivación, la organización de nuestra conducta, y el sistema límbico, es decir, nuestras emociones, interactúan. Esto quiere decir que trabajan juntos. Es lo que hacen el sistema límbico y la corteza prefrontal, excepto si alguno de los sistemas se estropea.

—¿Y cómo se puede estropear? ¿Con las drogas?

—Por ejemplo, con las drogas. Primero, porque hay drogas que inhiben la corteza prefrontal.

—¿Qué quiere decir que «inhiben»? —pregunta Marcos.

—Quiere decir que disminuyen su función. Por ejemplo, el alcohol inhibe la corteza prefrontal y te puede llevar a hacer cosas que, sin alcohol, nunca harías.

—Por ejemplo, tener relaciones sexuales sin preservativo —digo yo, que recuerdo la situación dramática que me contó una de clase.

—Exacto. La corteza prefrontal se inhibe y el sistema límbico va por libre y no calculas el riesgo ni las consecuencias. Por otro lado, la adicción hace que se cambien los circuitos y, entonces, la parte de las emociones, o sea, el sistema límbico, domina la parte de la conducta, o sea, la corteza prefrontal.

—¿Y entonces?

—Entonces, para la persona sólo cuenta conseguir y consumir droga, el resto pasa a un segundo plano.

—¡Uf! No pensaba que fuera tan brutal esto de las drogas —dice Marcos.

—Pues lo es. Y todo esto sin contar que, además, tienen efectos sobre el cuerpo.

—¿Como qué?

—Dependiendo de la sustancia, pueden provocar trastornos gastrointestinales, cáncer, problemas de corazón o cerebrales...

—¡Ostras!

—Y también provocan enfermedades mentales: esquizofrenia, paranoia, depresión...

—¿Y todas las drogas crean adicción?

—Todas pueden crearla. Depende mucho de ciertas cuestiones: por ejemplo, de la vulnerabilidad de cada persona.

—¿Qué quiere decir «vulnerabilidad»?

—La vulnerabilidad es la posibilidad que tienes de que algo te perjudique o te haga daño.

—¿Y cómo sabes si eres vulnerable o no?

—De entrada, no lo sabes, porque depende de la genética. Puede que sí, puede que no. También depende del hígado, que es el órgano encargado de metabolizar muchas de las sustancias que entran en nuestro cuerpo; algunas metabolizan mejor y otras, peor. Y nadie lo lleva escrito en la frente.

—¡Ostras! Si lo pruebas y eres vulnerable, ¡pam!, ¿te enganchas?

—Exacto. Y no hay manera de saber si eres de los que te engancharás a la primera. Por otro lado, cuanto más joven eres, más vulnerable es tu cerebro. La única manera de no engancharte a las drogas es no probarlas. Una vez la persona es adicta, ya es una enferma.

—Pero ¿se puede dejar de ser adicto?

—Se puede, aunque es un proceso que no resulta fácil. Ahora bien, aunque pueda dejar la adicción, la persona será una enferma crónica, es decir, para toda la vida.

—¿De verdad?

—Y tanto. Mira, nunca más podrá volver a consumir ni una sola vez porque, si no, volverá a las andadas. Y otra cosa —añade Boada—. Tampoco podrá ir a ciertos lugares o con ciertas personas que continúan consumiendo, porque tendrá ganas de hacerlo y volverá a recaer.

—¿Algo más?

—Sí. Por último, deberá evitar las situaciones de estrés porque también pueden llevarla a consumir de nuevo. Pero que quede claro que, aunque una persona no se vuelva adicta, la droga está perjudicando su cerebro, su cuerpo y su conducta y, además, a largo plazo.

En ese momento, alguien dice desde la puerta de la sala:

—¡Jorge! Te necesito.

Marcos me da un codazo. No hacía falta: sé quién es. ¡El entrenador del club!

Y es aún más guapo que en la tele.

El entrenador se acerca y nos saluda dándonos la mano.

¡Uau!, a lo mejor tampoco me la lavo en una semana...

—Carlota, Marcos —dice Boada levantándose—. Quizá primero queréis preguntarle a él qué piensa de las drogas.

Nos quedamos tan cortados que sólo podemos afirmar con la cabeza.

El entrenador esboza una amplia sonrisa y dice:

—Las drogas, cuanto más lejos de mí y de mis jugadores, mejor. Siempre que un jugador ha tomado drogas, ha acabado mal. Recordad a Maradona...

—Es verdad, con lo bueno que era y, después de su adicción a la cocaína, se acabó —remata Boada.

—Gracias por la información. La apuntaré en el libro que escribo —le digo porque, finalmente, he recuperado el habla.

El entrenador asiente y dice:

—¡Me voy!

—Os tengo que dejar —dice Boada—, pero como aún me han quedado cosas por contaros, si os parece, os iré dando más información a través del correo electrónico.

—¡Perfecto! —digo yo.

Y le damos las gracias.

—Recuerdos a Octavia.

Cuando estamos a punto de salir de la sala, el entrenador se acerca y nos regala dos paquetes, uno para Marcos y otro para mí.

En el metro, desenvolvemos los paquetes. A Marcos le ha regalado una camiseta firmada por todo el equipo. A mí, un albornoz azul celeste con el escudo del club. ¡Olé!

Al llegar a casa, ordeno la información que nos ha dado Boada y hago una ficha para mi diario amarillo.

Ficha 1: Drogas según los efectos que provocan

A. Drogas estimulantes:

Cocaína

Anfetaminas

Éxtasis / MDMA

B. Drogas depresoras:

Alcohol

Opio

Heroína

Ketamina

Barbitúricos, sedantes, ansiolíticos

C. Drogas alucinógenas:

Cannabis

LSD

Algunas setas

Mescalina

Al acabar, como papá aún no ha llegado y tenemos un rato libre, le digo a Marcos que subo un momento a casa de Laura, nuestra vecina superenrollada. Tiene veinticuatro años y ha estudiado económicas. Tiene un hermano gemelo, Ton, que se parece mucho a ella.

Tener a Laura de vecina es una caña, siempre me ayuda. Por ejemplo, cuando escribí el diario violeta me proporcionó muchos ejemplos. A ver si ahora también tengo suerte.

Llamo a la puerta y me abre Ton.

—Laura está en su habitación —dice.

Voy para allá. La puerta está abierta y Laura charla con una chica que he visto alguna vez en el ascensor. Debe de ser una amiga suya, aunque no se parezcan en nada. Laura va vestida con tejanos y jersey, digamos que, en conjunto, muy normal. En cambio, su amiga tiene el pelo largo, rizado y de color zanahoria. Lleva una especie de túnica de punto de colores llamativos y muy corta; las medias que la acompañan también son de colores vivos. Calza unos zapatos de plataforma tan altos que pienso que se va a pegar una leche. Y tiene un piercing encima de la ceja y otro en forma de bolita que le sobresale debajo del labio. También veo que tiene un tatuaje en el cuello: una especie de animal misterioso que se encarama hasta la oreja.

Por la pinta que tiene, deduzco que debe de saber alguna cosa sobre el consumo de drogas.

—Hola, Carlota. Pasa.

Nos besamos y Laura dice:

—Ésta es Sol Nocilla.

—¿Se llama así de verdad?

—¡No! —ríe Laura—. Es porque es adicta a la Nocilla.

Me quedo viendo visiones.

—¿Es verdad lo de la adicción a la Nocilla? Creía que sólo las drogas creaban adicción —digo, desconcertada.

—Era una broma. Claro que no crea adicción. Es una manera de decir que le gusta mucho.

—No es una manera de decir que a mí me parezca bien, ¿eh? —dice Sol—. Creo que esto de la adicción es una cosa seria y no se debería utilizar para hablar de cosas banales, como la Nocilla.

—Tienes razón —dice Laura. Y la abraza.

Pienso que es el momento de disparar:

—¿Tú sabes algo de esto de la adicción? Quiero decir, ¿tú has probado las drogas?

—¡No! —casi exclama Sol—. No las he probado ni nunca lo haré.

Laura la vuelve a abrazar. Y yo me quedo de piedra al comprobar que las apariencias engañan. Parecía una persona que pudiera fumar porros o algo así, y resulta que no.

—Si no quieres, no hace falta que hablemos de ello —le digo, porque veo que se siente incómoda.

Sol sacude su larga cabellera panocha.

—No, no. No pasa nada, sí que quiero hablar de ello.

—Es que para eso he venido, para poder hablar de drogas —le explico a Laura.

—Dispara —dice ella, después de observar a Sol.

—¿Vosotras por qué creéis que un chico o una chica se engancha a las drogas? —pregunto.

—Por el grupo de amigos —dice Sol sin dudar, y con bastante rabia en la voz—. Mira, te recomiendo una cosa: si en tu panda se consumen drogas, cambia de panda.

—¡Ostras! ¿Sí?

—Si no cambias de panda, te puede pasar una cosa peor.

—¿Peor como qué?

—Como morirte —dice ella. Y se le llenan los ojos de lágrimas.

No sé qué decir. Se la ve muy afectada. Durante unos instantes ninguna de las tres hablamos. Al final Sol se recupera y dice:

—Es lo que le pasó a mi hermano.

—¿Murió? —pregunto con un hilo de voz, sin poder evitar que me pase por la cabeza la idea de quedarme sin Marcos, y que me parezca aterradora.

Sol asiente con la cabeza.

—Sí. Era un poco más joven que yo: veintidós años. Dejó el grupo de siempre y empezó a ir con uno que consumía de todo. Le decían: «Si no pasa nada; fíjate en nosotros. Tomamos y estamos tan tranquilos. Te dicen que las drogas son malas pero no es verdad; todo eso son burradas que dice la gente para que no las pruebes».

Sol hizo una pausa, como si necesitara coger fuerzas.

—Al final se decidió, aunque él y yo ya lo habíamos hablado y yo le había dicho que no fuera tonto. Pero no me hizo caso.

Sol se seca las lágrimas que le resbalan por las mejillas.

—Una madrugada, muchas horas después de que hubiera salido de marcha, nos llamó la policía. Mi hermano estaba en la UCI. Había tenido un accidente vascular que le había provocado una hemorragia cerebral. Mis padres y yo fuimos al hospital. ¡Era tan bestial verlo allí echado e inconsciente, intubado y conectado a tantos aparatos! Mi madre estaba tan jodida que yo tenía miedo de que le pasara algo. No podía dejar de llorar.

Me lo imagino. Me meto en su piel y puedo hacerme una idea de cómo debe de ser vivir una situación como ésa. Yo viví una parecida, aunque acabó algo mejor. Fue cuando el chico que me gustaba, Ramón, tuvo un accidente de moto porque conducía bajo los efectos del cannabis.3 Creo que tengo que llamar a Ramón para que me cuente la historia desde su punto de vista.

—Los médicos nos preguntaron si sabíamos que consumía cocaína, y yo no me atreví a decir que sí. Me sentía muy culpable. Mis padres no tenían ni idea. También se sentían mal por no haber sido capaces de verlo y detenerlo.

—¿Y no pudieron salvarlo? —pregunto.

Sol niega con la cabeza.

—El médico nos dijo que debíamos esperar y ver cómo reaccionaba. Podía ser que saliera de ésa o no. Pero dijo que si no moría, lo más probable era que quedara tocado para siempre.

—¿Tocado? ¿Cómo?

—Que perdiera el habla. O que no pudiera moverse y quedara tetrapléjico. O que hubiera perdido la memoria y no nos pudiera reconocer. Había tantas posibilidades de que quedara mal que yo no sabía qué prefería: que viviera a cualquier precio o que muriera. No tuve tiempo de darle muchas vueltas porque, día y medio después, falleció.

Ahora sí, Sol coge el pañuelo que le ofrece Laura, se suena enérgicamente y dice con decisión:

—Por esto lo tengo claro: nunca probaré ninguna droga y, además, si mi panda de amigos y amigas empieza a consumir, cambiaré de grupo.

«Apuntado», me digo. Debo contárselo a Marcos.

Por la noche, me cuesta dormir. Me imagino que Marcos pudiera morir por culpa de la droga y me entra un sudor frío.

27 de enero

Hoy al salir de clase tenemos reunión organizativa de la fiesta de carnaval. Nos hemos apuntado bastante gente. Roberto también. Como sé que hay un grupito que consume algún tipo de drogas, me acerco a ellos antes de empezar la reunión, después de pensar cómo abordar el tema.

—Hola. Estoy haciendo un trabajo sobre las drogas —digo. A lo mejor si piensan que es un trabajo para el instituto no tendrán inconveniente en echarme una mano.

—¿Y cómo te podemos ayudar?

—¿Quizá liándote un porro? —dice otro mientras ríe y me enseña papel de fumar.

—Va, sin guasas, imbécil —le dice una chica—. Lo dice en serio. ¿Qué quieres saber? ¿Alguna cosa de la maría, de las pirujas, de la dama blanca?

—¿La dama blanca? ¿Las pirujas? No sé qué son.

—Pues mira, ya lo tengo —dice ella—. Te haremos una lista de drogas y de maneras de llamarlas.

—Vamos. Empieza la reunión —dice uno de cuarto.

—Mañana te paso la lista —dice la chica.

—Gracias.

Voy a sentarme y, justo entonces, veo que Roberto se apresura a sentarse a mi lado.

El corazón me pega un brinco. ¿Lo ha hecho adrede? Quiero decir que no estoy segura de si lo que quería era sentarse conmigo o sólo sentarse porque ya empezaba la reunión.

Lo miro de reojo y, por su cara, no consigo sacar nada. Es como si estuviera muy interesado en escuchar todo lo que dice el de cuarto, que lleva la voz cantante. Yo también intento concentrarme en sus explicaciones y propuestas.

Unos minutos más tarde, me vuelvo un poco para observar a Roberto... y me lo encuentro mirándome. ¡Glups! Él también se ha puesto rojo. ¿Quiere esto decir alguna cosa?

Hoy es miércoles y es el día entre semana que estamos con mamá. Cuando llego a su casa, entro en la habitación de Marcos y me lo como a besos. Es un efecto derivado de la angustia que he pasado por la noche pensando que se podía morir y yo quedarme sin él.

A Marcos le sorprende mi muestra de afecto.

—¿Qué te pasa, que estás tan besucona?

Pienso que debo contárselo. Al fin y al cabo, si he empezado la investigación sobre las drogas es por él.

Cuando acabo la historia del hermano de Sol, tengo la sensación de que ha palidecido.

—¡Ostras! No me digas que la puedes palmar si tomas droga sólo algunas veces...

Me encojo de hombros.

—Y quizá sea suficiente con una.

—¿Por qué no se lo preguntamos a Jorge Boada?

—De acuerdo.

Encendemos el ordenador y entramos en el programa de correo electrónico. Justo entonces nos entra un mensaje de Octavia.

Asunto: Drogas y creatividad

Texto: Querida Carlota y querido Marcos:

Ya estoy de vuelta en París.

Me consta que mi amigo Boada os ha proporcionado mucha información sobre las drogas y que aún os facilitará más, de manera que estoy convencida de que muchas de las preguntas que me hicisteis las resolverá él.

En cambio, hay dos que me interesan especialmente.

Una era si yo había tomado drogas. Existe el mito de que la gente que crea, sea pintura, escultura, literatura, música..., son estimulados por las drogas y que, por tanto, las drogas potencian la creación.

Eso es una burrada como una catedral. Las drogas no potencian capacidades sino que las disminuyen. O sea que el consumo de una droga y la actividad creadora son incompatibles. De hecho, la droga es incompatible con la mayoría de actividades. Ya sabéis: «Si bebes, no conduzcas». O sea que, si estás bajo los efectos de las drogas, lo más probable es que sólo seas capaz de hacer una chapuza.

Hay muchos escritores en la historia de la literatura que han quedado enganchados a una droga y han acabado por no poder continuar escribiendo. Por ejemplo, Edgar Allan Poe, un magnífico escritor que acabó alcoholizado y que murió solo y arruinado.

La única droga que permite continuar trabajando es el tabaco, porque no afecta al cerebro, cosa que no quiere decir que sea buena para crear.

Ahora bien, me consta que hay gente que escribe que dice que sin su droga son incapaces de hacerlo. A esto se le llama condicionamiento. Están acostumbrados a trabajar bajo los efectos de la droga y les parece que, si no la tienen, el cerebro ya no les funciona.

A mí me pasó con el tabaco. Estaba tan acostumbrada a encender un cigarrillo tras otro cuando escribía que, cuando decidí dejar de fumar, me costó mucho continuar escribiendo. Había hecho una asociación entre escribir y el tabaco, y me parecía que si no fumaba me faltaba el carburante. Debo decir que, como sabía que esto era sólo una impresión y no una realidad, insistí en escribir sin cigarrillos y, aunque me costó y lo pasé mal, al cabo de un tiempo todo volvió a la normalidad... con respecto a escribir. Quiero decir que fui capaz de hacerlo. En cambio, el malestar que me proporcionaba vivir sin tabaco tardé mucho mucho mucho en quitármelo de encima. Aún ahora, a veces, me hace sufrir. A esto se le llama «síndrome de abstinencia».

Por otra parte, cuando estoy muy nerviosa, lo primero en lo que pienso aún es en un cigarrillo.

Os aseguro que, si el día que encendí el primer cigarrillo hubiera sabido cuánto me costaría dejarlo, nunca me habría puesto a fumar.

Os seguiré contando cosas.

Muchos besos,

Octavia

—¡Ostras! ¿Te das cuenta de que Octavia también ha estado enganchada? —me pregunta Marcos.

—Pues sí —digo mientras empiezo a escribir el mensaje para Boada.

—Mejor si lo llamas doctor Boada.

—Quizá sí.

Asunto: ¿Te puedes morir?

Texto: Buenos días, doctor Boada:

Queríamos preguntarte si es posible morir de una sola dosis de droga.

Muchas gracias por dedicarnos tu tiempo.

Cordialmente,

Carlota y Marcos

Marcos se queda mirándome con aire de hermano encantado de la vida.

—¿Sabes, Carlota?, he decidido que soy tu fan.

Lo miro como si le faltara un tornillo. ¿Y eso a santo de qué?

—Quiero decir que tengo una suerte infinita de tenerte como hermana mayor.

Le toco la frente para ver si tiene fiebre. Pero no tiene. Y yo no sé a qué vienen tantas alabanzas.

—¿Quieres que te cambie algún turno de las tareas de casa? —le pregunto desconfiada.

—No, boba, lo digo en serio. Eres una hermana en la que se puede confiar. Me estás escribiendo un diario sobre drogas porque yo te lo pedí. ¿Te das cuenta?

—Me doy cuenta —digo, llenándome de satisfacción.

—Eres una hermana genial... casi siempre —remata.

Cuando estoy a punto de protestar por el «casi siempre», oímos el «pef» de un mensaje en la bandeja de entrada del correo electrónico.

—¡Ostras! —dice Marcos—. Es de Boada.

—¡Caray! Qué rapidez.

Lo leemos.

Asunto: ¡¡¡Sí!!!

Texto: Buenos días, Carlota y Marcos:

¿Se puede morir de una sola dosis de droga? ¡Claro que sí! La droga es una sustancia tóxica y, por tanto, es perjudicial para el organismo.

La muerte es más probable en función de:

– La edad: cuanto más joven seas, más te perjudica, porque tu cerebro es más inmaduro y, por tanto, los cambios son más graves. Y también te perjudica más si eres joven porque tu personalidad está menos formada y, por tanto, se verá mucho más afectada. Cuanto más joven se empieza, peor es el pronóstico.

– La droga: hay drogas más asociadas a la muerte que otras. Por ejemplo, la heroína, que inhibe el centro respiratorio, cosa que te puede provocar la muerte. O las anfetaminas y el éxtasis, que provocan taquicardia, es decir, un aumento de la frecuencia cardíaca, y pueden desencadenar un infarto.

– La cantidad: según la cantidad que tomes, puede ser excesiva para tu organismo. El problema es que a menudo no sabes qué estás tomando porque las drogas se venden muy adulteradas. A veces, la gente muere por sobredosis cuando, en realidad, se ha tomado lo mismo que otras veces; lo que ha ocurrido es que le han vendido una droga más pura, o sea, que no estaba mezclada con otras sustancias, y los efectos han sido más fuertes.

– El hecho de mezclar dos drogas: siempre es más peligroso mezclar dos sustancias diferentes. Incluso si mezclamos dos drogas con efectos contrapuestos, por ejemplo, excitante y depresora, y nos parece que hay una disminución de la respuesta, en realidad los efectos perjudiciales se están sumando.

– El patrón de consumo: es decir, con qué frecuencia tomas las drogas. Tan peligroso es tomar a menudo como pocas veces pero en cantidades muy concentradas. Por ejemplo, lo peor de todo es emborracharse cada fin de semana cuando sales de marcha. Este consumo alto de alcohol uno o dos días a la semana es fatal para el organismo.

Hasta aquí la respuesta a vuestra pregunta. No creáis que siempre podré responder tan rápido. Hoy me habéis pillado delante del ordenador y con tiempo libre por delante.

Un beso,

Jorge

28 de enero

Hoy he quedado con Ramón. Quiero que vuelva a contarme todo lo que pasó para que él acabara como ha acabado. Seguro que me servirá para el diario amarillo.

Mireya me pilla antes de que me pueda escapar.

—¿Qué? ¿Me cuentas si la historia con Roberto avanza?

—Ni sí, ni no —le digo.

—Ni blanco, ni negro —dice Eli, que se acerca por detrás—. ¿Pasa alguna cosa?

—Ésta, que se ha flipado de Roberto.

—¡Fiu! —silba Eli.

—¡Uf! ¿Queréis dejarme en paz? Llegaré tarde.

—¿Tarde, adónde?

—Tarde a una cita.

—No me digas que estás saliendo con alguien y no nos lo habías dicho. ¿O es que la cita es con Roberto?

—No. No estoy saliendo con nadie.

Se lo explico y me dejan marchar.

Llego a Qué sueño tan dulce y Ramón ya está ahí esperándome, sentado a una de las mesas del bar.

—Anda, dispara —dice Ramón.

—Antes de todo ese lío con los traficantes tú ya fumabas porros, ¿verdad? —empiezo.

—Sí, sí. Algún peta de vez en cuando.

—¿Y por qué empezaste a fumar?

—Me aburría. Todos teníais alguna inyección: el deporte, la música o leer...

—Querrás decir una afición...

«Ostras —pienso— el pobre no ha conseguido superar sus problemas con el lenguaje.»

—¡Ay! Sí, eso. Todos teníais alguna afición. Y yo, ninguna. Y mira, un día alguien me dijo: «Venga, fúmate este peta». Y la liamos.

—Ya... ¿Y llegar a vender? Quiero decir que ya sé que entraste en el grupo de los traficantes a través de Quim, pero no entiendo cómo se te ocurrió llevarlo a cabo.

—Necesitaba el sombrero.

—¿Dinero?

—¡Ah, sí! Dinero.

—¿Por qué? ¿Para comprarle algún regalo a Berta? En esa época, ella te gustaba mucho, ¿recuerdas?

—¡Sí! Pero no; no era sólo por Berta o el grupo. Quería el sombrero... el dinero para pagarme el costo y la bebida. También bebía mucho, ¿sabes?

—Lo recuerdo. Tú solo eras capaz de beberte lo mismo o más de lo que bebíamos todos nosotros...

—Sí, yo era diferente a vosotros. Creía que tenía muy mala muerte.

—Que tenías muy mala suerte.

—Mala suerte, eso mismo.

—Sí, estabas obsesionado con el hecho de que venías de una familia con menos dinero y que eso te hacía diferente. Era una tontería como una casa. Nosotros, los de clase, nunca lo vivimos así.

Ramón hace un gesto como diciendo: «cosas que pasan». Y yo sigo:

—¿Y qué pasó cuando quedaste con esos matones?

—Pasé muuucho miedo. Decían: «cuidado con la poli». Y yo, ¡ostras! ¡La poli! No sabía que podíamos tener un encontronazo con ellos.

—¡Ya! Y al final se presentaron, ¿no?

—Como si ellos mismos lo hubieran cantado, poco después se presenta un tipo con una placa y un coche con sirena y luces.

—¿Cantado? —digo, porque primero no sé a qué se refiere—. ¡Ah! ¡Llamado!

—Sí, perdona, llamado. No podía creer lo que me estaba pasando. ¿Yo, perseguido por la poli?

—Pero tú sabías que traficar con drogas era un delito muy grave...

—Sí, pero no sé... Sólo de aquella manera. O sea, que no me había imaginado que me toparía con la poli...

—Pero no llegaron a cogerte, ¿verdad?

—No. Pero al Cachas sí. Y a Lolo le depararon.

—¿Depararon, depararon...? —pienso yo, que no lo entiendo.

—¡Un tiro, mujer!

—¡Ah! Que le dispararon un tiro.

—Disparar, sí.

—¡Ostras, qué miedo!

—Sí, y tanto. Buff... Y después, mi accidente con la moto.

—¿Fue el mismo día?

—No, al siguiente. Estábamos en casa de Macarena, una chica andaluza... Para ayudar a Lolo, que estaba herido. Fumábamos y bebíamos mucho. Yo estaba localizado...

Lo miro con cara de interrogante.

—Localizado, mujer, de tanto beber y fumar.

—¡Ah! Colocado.

—Colocado. Y cojo la moto. ¡Uau! El mundo era mío. Veo la calle enorme. La gente, lejos. ¡Controlo, controlo! Más gas, más gas y más gas...

—Pero no controlabas mucho porque fuiste a parar de cabeza contra una barrera de protección.

—Sí. Yo la veía lejos, lejos...

—Pues estaba bien cerca. Eso de la distancia era sólo un efecto por culpa de la bebida y el hachís.

—Tienes razón —dice Ramón acariciándose la mejilla deformada—. Después al hospital. Muuuuchos días.

Lo recuerdo perfectamente. Recuerdo, como si fuera hoy, la tarde que fui a verlo a la UCI. Fue el mismo día que papá y mamá nos dieron la noticia de que se separaban.4 Y Ramón, en la UCI, entre la vida y la muerte. ¡Ostras! Un día como para borrarlo de mi vida.

—¡Mira que coger la moto en ese estado!

—Tienes razón. Pero no veía que estuviera mal. Creía que controlaba...

—Tuviste suerte. Sólo te hiciste daño tú, pero podías haber provocado un accidente y que hubiera habido más heridos...

—Sí.

Los dos nos quedamos en silencio.

Creo que si Ramón pudiera retroceder en el tiempo, no haría nada de lo que hizo.

Ya hace rato que nos hemos acabado las bebidas y, charlando y charlando, nos hemos quedado solos en el bar. Miro a la camarera, que acaba de recoger las copas de otra mesa que antes estaba ocupada.

—Desde ese día, muchos cambios en la vida —continúa Ramón—. Ahora soy un monstruo.

Mientras dice esto, se vuelve a tocar el lado de la cara que le quedó hundido y que lo deforma.

Pobre, ninguna de las operaciones de cirugía plástica que le han hecho ha servido para que volviera a tener la misma cara de antes del accidente. Con lo guapo que era... En aquella época, yo estaba loca por él.

—Además, los problemas de lenguaje y de memoria —prosigue Ramón—. Ya lo sabes: no puedo estudiar.

No. Es cierto. Tuvo que dejar los estudios. Es mecánico, pero me parece que es más feliz con esta actividad.

—Pero aprendí una canción: las drogas, ni probarlas.

—Aprendiste una lección.

—Sí. Ni probarlas, las drogas, Carlota.

Es curioso que sea él quien me diga que no me acerque a las drogas. Ha cambiado tanto, Ramón...

—Pero tengo suerte: ¡estoy vivo!

Sonreímos. Sin duda, Ramón ha cambiado mucho. Le digo que tengo que irme.

Nos levantamos y salimos a la calle. Le doy dos besos y nos abrazamos.

—Hasta pronto, Carlota.

—Hasta pronto, Ramón. Cuídate.

Llego a casa más tarde de lo previsto: el tiempo se me ha pasado volando escuchando a mi amigo.

Estoy tramando algo, pero tan pronto como entro en casa, oigo un grito del simpático de mi hermano.

—¡Te toca poner la mesa, reina! —dice, sacando la cabeza por la puerta de su habitación.

—¿Me cambias el turno?

El renacuajo de Marcos ni se digna contestar: cierra la puerta de golpe.

Voy a poner la mesa y la tortilla de patatas en el microondas; papá no tardará mucho en llegar del trabajo.

Hasta que hemos cenado y quitado la mesa, no puedo hacer lo que tenía entre ceja y ceja.

—Necesito el ordenador —aviso.

—Todo tuyo —dice Marcos.

Mi padre no dice nada, pero es que a él le importa un rábano. De hecho, me parece que está harto de utilizarlo tantas horas en la agencia de viajes.

Me conecto a Internet y busco «dama blanca». Me intriga este nombre que me han soltado los del comité organizador y me intriga saber qué droga se llama así.

Media hora después, he leído muchas webs que no tienen ninguna relación con las drogas pero, finalmente, he encontrado algunas donde he podido informarme de que se llama así a la cocaína.

Además, he encontrado un blog que lleva este nombre. No sé si va de drogas o no pero, como mínimo, el título parece curioso. La primera entrada no es muy aclaradora. Decido que, durante unos días, lo seguiré, a ver si me proporciona información.

Blog: Dama blanca

28 de enero - 23.40

Mi familia y otros animales

Me caigo de sueño. La noche ha sido «movidita». Cena entre gritos de padre-energúmeno y lloros de madre-pánfila. No es bueno para la salud.

A D. no hay quien lo entienda. Se ha levantado de la mesa, portazo y adiós. No ha vuelto.

Quiero hablar con él pero si tarda mucho ya me habré dormido.

Antes, sin embargo, he cambiado el nombre de mi blog porque mi hermano me lo había sugerido antes de que se organizara la marimorena en la cena. ¿Por qué «dama blanca»? No tengo ni idea. Ya me lo explicará.

«A ver adónde me lleva este blog», me digo.

Y, antes de apagar el ordenador, tengo una idea brillante. ¿Y si escribo algunas reglas de oro a tener en cuenta con respecto a las drogas? Vaya, que la experiencia de los demás me puede resultar de utilidad para sacar conclusiones.

Y convierto lo que me ha explicado Ramón en la primera regla de oro.

REGLA DE ORO N.° 1 PARA EVITAR LAS DROGAS:

Intenta tener una afición que te guste mucho para no aburrirte. Si te aburres, tienes más posibilidades de querer probar las drogas.