De no ser por un cúmulo de circunstancias escasamente ordinarias, los caminos de Mario Menkell y Fernando Montalvo no hubieran tenido nunca la ocasión de cruzarse. Habían nacido con destinos distintos, y sus expectativas personales eran tan diferentes entre sí, que resultaba casi milagroso el que sus vidas se hubiesen tocado, ni siquiera de refilón, en algún punto de la sinuosa trayectoria vital de cada uno. Pero así es el azar. Así lanza los dados la fortuna. Y los hados, o algún dios sin nombre, quisieron jugar de esa forma las cartas de la suerte, quizá para divertirse, o a lo mejor para dar a Mario Menkell la oportunidad de enderezar su vida.

Estaba acabando de desayunar cuando recibió la llamada del representante de la agencia inmobiliaria. El hombre saltó por encima de los saludos de rigor —incluso de aquellos que van de la mano de la más elemental educación— para soltarle la noticia a bocajarro.

—¿Es usted Mario Menkell? Soy Losada, el de la agencia. Tengo novedades. El señor Montalvo se suicidó anteayer.

—¿Cómo dice?

—Fernando Montalvo, su inquilino. Se ha matado.

La mayoría de las veces, a Menkell le costaba recordar que estaba en posesión de un piso con arrendatario. Había heredado ambas cosas —el inquilino y la casa— de una tía en segundo grado a la que ni siquiera conocía mucho, y que no había dejado al morir parientes más próximos que un sobrino lejano. Así las cosas, Menkell había tenido que pagar a Hacienda una cantidad indecente —«¡indecente!»— para poder hacerse cargo del inmueble, un piso de cien metros cuadrados en el barrio de Chueca. El día en que se firmaron los papeles ante notario, el abogado le insinuó que si deseaba vender el piso podían encontrar alguna manera de deshacerse del hombre que lo ocupaba.

—Es un buen momento para el mercado inmobiliario. El barrio va para arriba, ¿sabe? Los maricas han hecho un gran trabajo con los yonquis y los camellos. No sé cómo se lo han montado, pero no queda ni uno. Ni uno. Puede conseguir un buen pellizco si decide vender... Y por el bicho no se preocupe.

Menkell había tardado un poco en comprender que el abogado llamaba «bicho» al hombre que pagaba el alquiler todos los meses y que había domiciliado en su cuenta los recibos del agua y de la luz.

—Ya, bueno, el caso es que... ese señor lleva diez años viviendo en el piso... y ¿no tiene un contrato indefinido?

—Sí, claro, pero... en fin, siempre hay métodos eficaces para arreglar esas cosas. —Le guiñó un ojo—. Y usted no tendría que preocuparse de nada. Si me da un poder, me encargo de todo. De hecho, conozco a un par de posibles compradores que estarían encantados de quedarse con la casa. Lo primero es largar a ese tipo. —Miró el contrato de alquiler—. Montalvo, se llama. Pero eso es cosa nuestra. Y todo por lo legal, ¿eh? Claro y transparente. Sabiendo por dónde atacar, no hay problema. Está entre profesionales.

Menkell empezaba a entender por qué aquel abogado, recomendado por un vecino, era tan condenadamente barato. No era un leguleyo, sino un mafioso. Un sicario de esos que compran pisos de renta antigua y ahuyentan a las viejecitas fingiendo que hay espíritus en la casa de al lado, o alquilando el bajo a una familia de titiriteros con cabra y todo. Así que se mantuvo en sus trece.

—Mire, el caso es que no quiero vender. No necesito el dinero. —Notó que el pecho se le hinchaba un poco al decirlo, «no necesito el dinero», y que su tono al pronunciar la frase era idéntico al que hubiese empleado el mismísimo Aristóteles Onassis. Era un placer aguar la fiesta al abogado mataviejas—. La casa es una buena inversión, y creo que los precios de la vivienda en la zona siguen subiendo. Quizá más adelante...

El picapleitos abandonó la operación que había iniciado mascullando entre dientes algo así como «a mí me da igual lo que haga con la casa, lo decía por usted, yo, ya ve, ni gano ni pierdo, sólo quería ayudarle», y Mario Menkell pensó que, para sus adentros, el abogado debía estar maldiciendo su exceso de celo. O quizá no. Quizá, simplemente, le consideraba un zoquete incapaz de olfatear un buen negocio cuando se lo ponían delante de las barbas. Sea como fuere, el tal Montalvo iba a seguir viviendo en la casa de su tía —su casa, en fin— hasta que él mismo decidiese cambiar de domicilio.

El caso es que, nada más salir del despacho del notario, Mario Menkell entró en una inmobiliaria —la primera que vio al cruzar la calle— y contrató los servicios de un agente para todo lo que concernía al cobro del alquiler. Durante diez años, el inquilino en cuestión se había entendido directamente con la propietaria, pero él no quería seguir ese modelo, a su juicio tan peligroso. Aceptó las condiciones que impuso la agencia —un veinte por ciento de la renta, lo cual era algo abusivo— y por su parte sólo puso una: no sólo no quería tener contacto alguno con su inquilino, sino que prefería no saber nada de él. Ni su edad, ni su profesión, ni su procedencia, ni ningún otro dato. Lo bueno de haber cumplido los cuarenta es que uno acaba por conocerse muy bien, y Mario Menkell sabía perfectamente que ignorar las circunstancias vitales de su arrendatario era la única forma de ponerse a salvo de impagos y otras tomaduras de pelo. Porque ¿cómo se le exige un alquiler a un hombre que tiene tres hijos? ¿A alguien que está a cargo de su pobre madre inválida? ¿A un desempleado reciente, a un individuo que ha perdido dinero jugando en la Bolsa... o en el bingo?

Menkell sabía que, teniendo en cuenta su carácter, cultivar el más mínimo trato con la persona que viviese en su piso le convertía en candidato automático a cualquier timo habido y por haber. Se sabía incapaz de negarse al recambio de una lavadora, al repintado caprichoso de una habitación, a la adquisición de una cama nueva. Se imaginaba a sí mismo dialogando con el tal Fernando Montalvo para frenar en seco sus aspiraciones de mejora domiciliaria, y siempre se veía perdiendo fuelle, encontrando inconsistentes sus argumentos de resistencia y cediendo a cualquier demanda, por injusta y rocambolesca que pareciera. Así que firmó el contrato con la agencia, entregó los papeles de la documentación que acababa de traspasarle el notario, y salió de la inmobiliaria convencido de haberse quitado un peso de encima, antes incluso de empezar a notar su opresión.

En los años siguientes, la inmobiliaria cumplió de forma escrupulosa con lo pactado, le ingresó antes del día cinco el montante de la renta —que aumentaba cada año según lo dictado por el IPC— y, de vez en cuando, le hacía llegar modestas demandas del inquilino —la renovación de un baldosín roto en el cuarto de baño, un repuesto de quemador para la cocina— cuya necesidad había sido comprobada previamente por uno de los empleados de la agencia. Menkell nunca ponía problemas y lo daba todo por bueno. Sí, definitivamente habían conseguido llegar a un statu quo beneficioso para unos y para otros.

Todo el mundo decía que podía considerarse afortunado: ¿un inquilino que llevaba quince años en la casa y que jamás había planteado un problema ni se había retrasado en el pago de las mensualidades? Había encontrado un verdadero mirlo blanco, le decían, para a continuación empezar a desgranar un rosario de experiencias calamitosas vividas con arrendatarios que parecían pacíficos y que al final habían salido rana. Eran casos horribles: el de una mujer viuda con una hija que había alquilado un apartamento para montar un prostíbulo; unos estudiantes que hicieron un extraño y gigantesco dibujo a base de quemaduras de cigarro en el parquet de un salón; un tipo que montó una plantación de marihuana en el diminuto balcón de la casa que ocupaba; una familia aparentemente ejemplar que dejó de pagar el alquiler y se atrincheró en el piso con el pretexto de que eran insolventes y no tenían a dónde ir... Menkell recordaba aquel caso por haberlo visto en la televisión: una mujer llorosa sostenía a un bebé en los brazos mientras otros dos churumbeles pedían a grito pelado que no los echasen de su casa, mientras un policía de uniforme y un tipo con corbata y aspecto atribulado —seguramente un notario— intentaban razonar con ellos.

Mario Menkell reconocía que a la vista de las imágenes se había puesto inmediatamente del lado de los sin tierra. ¿Quién es capaz de desahuciar a toda una familia así, por las buenas? ¿De obligar a unos niños a dormir en la calle? Luego, cuando conoció por casualidad al propietario del piso de marras, vio que éste no era el potentado chuleta que había imaginado, sino un pobre hombre que sólo contaba con las rentas del piso para complementar su magra pensión de minusválido. El episodio había supuesto a aquel tipo una depresión de caballo, un cuadro de ansiedad permanente que exigía medicación y más de seis mil euros en costas judiciales. Sí, cuando pensaba en aquellos casos, Mario Menkell se sentía verdaderamente afortunado con el inquilino que le había tocado en suerte. Y, ahora, el empleado de la inmobiliaria le llamaba para informarle de que su arrendatario modelo, el objeto de deseo de todos los dueños de pisos en alquiler del mundo, se había marchado al otro barrio por voluntad propia.

—Ocurrió ayer. Lo encontró la mujer de la limpieza. La pobre tuvo un ataque de nervios, ya se puede suponer...

La mujer de la limpieza... es decir, que el hombre se había matado dentro de la casa. Ay, era incluso peor de lo que había imaginado. No se atrevía a preguntar cómo lo había hecho. ¿Se habría pegado un tiro, salpicando así las paredes de sangre y de restos de masa encefálica? ¿Habría abierto la espita del gas, provocando una explosión? Por fortuna, el otro interrumpió sus elucubraciones.

—Murió por asfixia. Vamos, que se ahorcó.

Bueno, eso parecía más civilizado. Al menos, es una forma limpia de quitarse de en medio. Aún así, pensó Menkell, a la mujer del servicio le iba a costar Dios y ayuda olvidar la imagen del cuerpo de Montalvo colgando de una cuerda. Sintió una oleada de compasión por aquella desconocida.

—La policía nos llamó a nosotros. Como el señor Montalvo no tenía ni una sola referencia de usted...

Menkell creyó percibir cierto tono de reproche en aquella frase. Después de todo, el de la inmobiliaria tenía derecho a estar enfadado. Un veinte por ciento de la renta no compensa las molestias que ocasiona un caso de suicidio. Intentó hacer partícipe de su consternación al tal Losada.

—Créame que siento mucho...

—Tuve que ir yo personalmente a reconocer el cadáver. —A Menkell le pareció que el otro ni siquiera le escuchaba—. ¿Se imagina? El jefe me dijo que le llamase a usted, y estuve a punto, pero luego pensé que si nunca había visto la cara del señor Montalvo, de poca ayuda iba a resultar en eso de la identificación. Así que pensé: ¿Y para qué voy a avisarle? Eso fue lo que le dije a la policía: El señor Menkell sólo va a servirles para estorbar. Y en casos como éste, ya se sabe: cuanto menos bulto, más claridad.

Mario Menkell se dijo a sí mismo que, a pesar de la rudeza de sus formas, el hombre de la inmobiliaria era todo un ejemplo de sensatez.

—¿Y... y su familia? La de Montalvo, quiero decir... lo más lógico sería que ellos...

—No, no, el hombre no tenía a nadie. O al menos eso comentó la policía. Hicieron averiguaciones. Al parecer, no era de aquí, y no se ha podido localizar a ningún pariente. Resumiendo, que fui yo quien se comió el marrón. Y no resultó agradable, no señor. Ni creo que esté entre mis obligaciones la de identificar fiambres.

Menkell se dijo que el tipo de la inmobiliaria tenía toda la razón. Posiblemente percibía un sueldo miserable —la zona del umbral del decoro en los salarios había ido descendiendo durante cada año del tercer milenio hasta alcanzar proporciones bochornosas— que apenas le alcanzaba para cruzar la frontera del fin de mes. Y además de recorrer Madrid para enseñar casas, perseguir inquilinos morosos y tarifar con propietarios maleducados, también había tenido que examinar un cuerpo, Dios misericordioso, un cuerpo exánime y helado, el cuerpo yerto y tieso de un suicida anónimo para que alguien pudiese ponerle nombre y apellido. No era justo, y Mario Menkell reconocía su responsabilidad en aquella nueva zancadilla que la suerte había tendido al desdichado trabajador del sector inmobiliario.

—Lo siento de verdad —repitió, sin ninguna esperanza de que le creyese.

—Ya. Bueno, qué le vamos a hacer. El caso es que Montalvo está en el depósito, así que no va a darnos más trabajo...

El uso del plural le pareció a Menkell algo tranquilizador. ¡A pesar de haber sido causante indirecto de su mal trago, aquel hombre estaba pensando en él como... como en un compañero de fatigas! Estaba claro que ya le había perdonado. Ahora estaban juntos en aquello. Aunque era justo reconocer que hasta entonces el otro se había llevado la peor parte.

—... y lo que tenemos que hacer ahora es encontrar otro inquilino. Pero primero, por supuesto, hay que vaciar el piso.

—No, no, no, lo alquilaremos amueblado. Somos un equipo, ¿no es cierto?, usted y yo. Así no perderemos el tiempo. En realidad, todo el mundo quiere pisos amueblados. Resultan más económicos... o, al menos, eso creo.

—Me parece que no lo entiende. No hablo de armarios, ni de camas... hablo de las cosas del señor Montalvo. Sus libros, sus discos, sus adornos... ya sabe, todos esos chirimbolos que la gente no quiere tirar ni aunque la maten, así valgan menos que una mierda pinchada en un palo.

—Bueno —Menkell trataba de ser optimista—, de todos modos, no creo que sea para tanto.

Al otro lado del teléfono se oyó una especie de carcajada seca, que luego se volvió cavernosa y casi amenazadora.

—¿Sabe, don Mario? Usted no conocía a Fernando Montalvo. Pero yo sí. Y le aseguro que lo que tiene en el piso de usted que es para tanto. Vaya que si lo es. Para tanto y para mucho más. Hagamos una cosa. —A Menkell le pareció que la voz del otro había adquirido un matiz festivo, casi triunfante, como el que dice «ahora te vas a enterar, tío listo, vas a saber lo que vale un peine»—. Veámonos ahora mismo y le enseño la casa. No se preocupe, no hay ni rastro de lo ocurrido.

Mario Menkell se dio cuenta de que por unos instantes había olvidado las especiales circunstancias que rodeaban la pérdida de su inquilino, pero agradeció íntimamente la aclaración. No estaba preparado para encontrarse, qué se yo, una cuerda colgando, o la silueta de un cuerpo dibujada con tiza en el suelo de parquet.

—¿Nos vemos a las once en el portal del edificio?

—A las once en punto. Y ya verá usted si es para tanto o no.

Antes de colgar, a Menkell le pareció que volvía a reírse. Se sentó en el sofá del salón y miró a su alrededor, como si pudiese encontrar algo sorprendente en el universo habitual de las cuatro paredes de su casa. De pronto se sintió mortalmente cansado. Un hombre muerto. Un suicidio en un piso que era de su propiedad. Gracias a Dios que en su momento había arreglado las cosas para que la inmobiliaria se ocupase de todo lo tocante a... a... En un alarde de masoquismo, intentó imaginarse que era a él a quien la policía llamaba para pasar revista a un cuerpo ignoto. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Menkell. Qué horror, pensó, qué espanto. Él no hubiese sido capaz de hacer lo que aquel hombre de la inmobiliaria, entrar en la casa, o —cielo santo— en el depósito de cadáveres, y observar con atención cómo un policía apartaba una sábana del rostro del muerto para que él pudiese dar los datos necesarios sobre su filiación y procedencia. Se prometió a sí mismo que encontraría un modo de compensar al buen hombre de la agencia, que había asumido por él la ingrata tarea de ubicar correctamente en el registro de fallecidos a un desdichado cadáver anónimo.

Mario Menkell se preguntó qué razones habrían llevado a Fernando Montalvo a quitarse la vida, y sintió un ramalazo de pánico al pensar que quizá habían sido los problemas económicos los que le habían hecho acelerar voluntariamente su ingreso en el mundo de los muertos. Quizá la angustia por no poder hacer frente a las mensualidades de la casa... Menkell sintió cómo la frente se le perlaba de sudor: si aquel hombre se había matado por no poder pagar el alquiler, él... bueno, no podría superarlo nunca. Pensó entonces que, antes de tomar una decisión tan expeditiva como la de colgarse, cualquier persona habría hecho algún intento negociador con la agencia, cosa que la inmobiliaria le hubiese comunicado de inmediato. El corazón volvió a ensanchársele un poco. No, no podía ser un asunto de dinero. Tenía que tratarse de otra cosa. Una cuestión de amores, tal vez. Aunque bien es verdad que a Menkell no le parecía posible que alguien decidiese morir por una razón puramente sentimental. Él mismo llevaba años enamorado sin esperanza de la misma mujer —en ese tiempo, ella incluso se había casado con otro— y jamás se le había pasado por la cabeza resolver sus frustraciones amorosas con un suicidio.

Menkell se preguntó por qué de pronto tenía tanto interés en conocer los detalles de la muerte de Fernando Montalvo, si siempre se había negado a estar al tanto de los detalles de su vida, y una vez más se dijo que el género humano es eminentemente incomprensible. Se secó el sudor de la frente con un pañuelo, cerró los ojos y se animó pensando que, con un poco de suerte, la inspección de la casa acabaría en cosa de media hora: a las doce y cuarto tenía que impartir un seminario en la universidad, y nunca, en catorce años, había llegado tarde a ninguna de sus lecciones.

Mario Menkell daba clase de Creación Literaria. Los que le conocían pensaban en secreto que Menkell era la última persona en el mundo que hubiesen considerado capaz de escribir un libro, pero él lo había hecho. Catorce años atrás había alcanzado un notable éxito literario con su primera —y última— novela, titulada Lo que me contó Bernard M., que fue saludada con entusiasmo por la crítica y muy bien tratada por los lectores. Se vendieron siete ediciones, cuarenta mil ejemplares en total, y Mario Menkell —que tenía entonces treinta y tres años— vio cómo se alzaban ante sí unas cuantas oportunidades inesperadas.

La de las clases fue una de ellas. La universidad privada Luis de Camoens acababa entonces de abrir sus puertas, incluyendo entre sus estudios de Humanidades una serie de seminarios de título pomposo —Historia de la Propaganda Política: las Guerras Ganadas en la Galaxia de los Medios; Cine y Literatura: Fronteras Difusas entre Dos Formas de Expresión; Camino del Nirvana: las Religiones Orientales y su Incidencia en la Sociología Contemporánea— y al rector se le ocurrió que podría ser una buena idea contar con un escritor que impartiese una clase de técnicas literarias. Alguien sugirió el nombre de Mario Menkell, y cuando le llamaron para hacerle la propuesta él aceptó enseguida, aunque no creía que las técnicas narrativas existiesen, no creía que hubiese una sola persona en el mundo capaz de enseñar a escribir a otra que no sabía hacerlo, no creía que el arte de redactar novelas fuese susceptible de aprenderse y, finalmente, tampoco creía que él mismo pudiera ser considerado un escritor. Aunque no se lo había dicho a nadie —ni siquiera a su editor, que le animaba a entregarle otro original «cuanto antes, para aprovechar el tirón que tienes ahora»—, Mario Menkell estaba convencido de haber volcado todo lo que tenía en su primera novela. Sólo poseía una historia —una gran historia, para qué negarlo— y era la que había escrito en Lo que me contó Bernard M. Así que, pese a lo que esperaban de él sus editores, sus lectores y hasta los libreros, ya no le quedaba nada más que decir. De todas formas aceptó la oferta de la universidad: tenía mucho tiempo libre y una acuciante necesidad de llenarlo.

Aparte de eso, la idea de enseñar cualquier cosa siempre le había parecido atractiva, como también la de tener un horario —las circunstancias en que se había desarrollado su vida durante los últimos años se lo habían impedido— y la posibilidad de formar parte de una comunidad académica. Había algo limpio, sanamente hermoso, en el acto de integrar un grupo de divulgadores del conocimiento, o al menos eso pensaba él. A pesar de su sentido de la humildad, de la conciencia de su propia insignificancia, Mario Menkell pensaba que cualquiera que enseñe algo tiene derecho a colocarse en un peldaño superior, en otro plano vital completamente distinto. Él nunca había soñado con alcanzar ese plano, pero si ahora se le ofrecía aquella oportunidad, no pensaba rechazarla, por mucho que tuviese una muy escasa fe en las técnicas de escritura, los aprendices de novelistas y su propia capacidad docente como supuesto autor.

Cuando empezó a dar clase como profesor asociado, él estaba en el punto álgido de su buena prensa —otros lo llaman fama, pero no Mario Menkell— y la Luis de Camoens, todavía en pañales. Ante su horror —era un hombre modesto, que no tenía una gran opinión de sí mismo y prefería ser ignorado a alabado en exceso— fue presentado al claustro como un fichaje estelar, y a los alumnos como un futuro premio Nobel. El propio Menkell fue el único consciente de la exageración: los demás profesores, los chicos, los miembros de la Junta, pensaban que el hecho de contar con su presencia constituía un verdadero lujo. Desde entonces habían pasado casi catorce años y muchas cosas: él se había sumido en un perenne silencio narrativo —que en la editorial querían atribuir al consabido «bloqueo del escritor»— y la universidad había experimentado una considerable, sorprendente transformación.

El centro universitario Luis de Camoens había nacido sin una particular vocación academicista: más bien se trataba de dar una opción de estudios superiores a un puñado de niños de papá incapaces de llegar al nivel de exigencia de los centros públicos, e incluso de los menos prestigiosos entre los privados. En principio, los fundadores habían soñado con manadas de postadolescentes sin muchas luces, con pléyades de indocumentados de trece apellidos, con hordas de muchachos y muchachas de saneada cuenta corriente y escasa materia gris cuyos padres —resignados por fin al hecho de no haber engendrado precisamente a una lumbrera— viesen en la Luis de Camoens la única oportunidad de redención para sus vástagos. Aquella grey de chicos y chicas atontolinados encontraría en el centro una posibilidad, la única, de alcanzar un título universitario que enarbolar como bandera durante los años por venir.

En la reunión fundacional, alguien se atrevió a dudar en voz alta de la utilidad real de estar en posesión de un título superior, y toda una tromba airada contestó a voz en grito dejando solo al opositor. Tampoco está muy claro para qué sirve el apéndice y, sin embargo, está ahí, tampoco valen para nada las orejas y nadie quiere cortárselas, por el amor de Dios, dijo Claudio Saldaña, ganándose el aplauso de la mayoría por la claridad de los ejemplos propuestos. Estaba claro que la Universidad Luis de Camoens no pretendía hacer competencia a los centros de la Ivy League. Sólo iba a ser un buen negocio a base de obtener subvenciones, cobrar matrículas estratosféricas y permitir a unos cuantos inversores acceder a los programas de mecenazgo y a la subsiguiente exención de impuestos. Si además se hacía una labor social otorgando un título a toda una generación de tontos de remate, mejor que mejor.

Claro que las cosas nunca salen como se planean, ni siquiera cuando es un comité de supuestos expertos quien hace los planes. Claudio Saldaña, el rector, no sabría determinar en qué momento el proyecto tan cuidadosamente pergeñado se salió de madre, y cuándo unos cuantos niños bien de lustroso expediente académico solicitaron plaza en la universidad. Quizá venían huyendo del nido multirracial y descontrolado en que se estaba convirtiendo la universidad pública. Quizá llegaban atraídos por la publicidad del centro, «el noventa y nueve por ciento de nuestros titulados encuentra colocación a los tres meses de graduarse», publicidad que, de modo muy misericordioso, omitía el dato de que los graduados de marras habían hallado trabajo en alguna de las prósperas empresas familiares. Los pertenecientes a ese uno por ciento que se quedaba en el paro era porque a) no necesitaban trabajar o b) eran tan rematadamente torpes que ni sus propios padres querrían darles empleo.

Sea como fuere, los ricos y bobos empezaron a dejar sitio a una nueva generación de chavales espabilados y de economía tan boyante como sus precursores. Y un buen día el rector se dio cuenta de que sus proyectos se habían quedado pequeños, y que el centro Luis de Camoens ya no era un nido de tontos del bote, sino que por los bien cuidados jardines del campus paseaban a diario chicos y chicas preocupados por su futuro, jóvenes brillantes y bien dotados intelectualmente, que apreciaban las ventajas de recibir las lecciones en grupos de veinticinco alumnos y de no cruzarse en los pasillos con contemporáneos de dudosa procedencia social, cultural y étnica. Cualquier persona que se encontrase tras aquellos muros había sido bendecida con los dones de la buena suerte, de forma que en aquel centro no había posibilidad de encontrarse con lo que siempre se ha dado en llamar «malas compañías».

La evidencia de que la Luis de Camoens era un buen lugar para hacer amistades —y para encontrar una media naranja que correspondiera a las mejores expectativas de futuro— supuso una nueva campaña publicitaria para el centro. Los alumnos de la Camoens salían entre ellos, tonteaban entre ellos, follaban entre ellos y, a veces, también se casaban entre ellos, lo cual era gratificante para los padres y para los fundadores del tinglado, que cuando se enteraban de un nuevo caso de endogamia rematado en el altar suspiraban satisfechos, conscientes del decisivo papel que la universidad había jugado en el feliz cruce de los destinos de dos seres que, en el fondo, estaban destinados a encontrarse para seguir manteniendo pura la admirable estirpe de los privilegiados.

Así, casi tres lustros después de abrir sus puertas por primera vez, la universidad podía permitirse el lujo de prescindir para siempre de los alumnos con expedientes impresentables y notas sonrojantes en el examen de selectividad, y pasar a repartir sus pocas plazas entre hombres y mujeres que, además de llevar apellidos ligados a las élites empresariales del país, habían demostrado estar preparados para enfrentarse al futuro. Por eso no fue difícil convencer a un puñado de universidades americanas de lo interesante que sería organizar un programa de intercambios entre alumnos de uno y otro lado del charco. Cinco universidades mordieron el anzuelo —no la de Cornell, por supuesto, ni tampoco Harvard o Princeton— pero la existencia de un interesante sistema de estudios mixtos que culminaba con la obtención de una licenciatura por un centro español y otro americano acabó por convertirse en otro estupendo reclamo para la LC. Es verdad que algunas voces no autorizadas ponían en solfa la validez académica de aquellos títulos híbridos —licenciado en Administración de Empresas por la Universidad Luis de Camoens y la Saint James University de Minneapolis, licenciado en Comunicación por la Universidad Luis de Camoens y el William Connors Center de Filadelfia—, pero en el fondo los aguafiestas que criticaban el plan de estudios Europa/América eran sólo cuatro o cinco resentidos, «mediocres, cazurros de medio pelo que ni siquiera han cruzado los Pirineos, por todos los santos», y las peticiones para los programas de intercambio se dispararon dos cursos después de que empezasen a funcionar.

También la solicitud de plazas alcanzaba niveles inimaginables: sólo había un puesto en las aulas para cada siete aspirantes. Cuando se acercaba la época de selección de nuevos alumnos —el plazo de prematrícula se abría en el mes de mayo y se cerraba a principios de junio— se iniciaba también un vertiginoso proceso de tráfico de influencias, y los responsables del trabajo selectivo recibían decenas, cientos de llamadas, cartas y correos electrónicos recomendando a este o a aquel aspirante. Bien es verdad que si alguna de aquellas peticiones tenía por objeto la admisión de un alumno cuyo expediente no llegase al ocho, era automáticamente desestimada. Si, por una rara carambola del destino, la Universidad Luis de Camoens había acabado por convertirse en un centro de élite, el rector no estaba dispuesto a que las cosas cambiasen por quedar bien con un puñado de pedigüeños, y en eso —gracias al apoyo de la Junta— pudo mostrarse inflexible.

Una vez hecha una primera criba siguiendo criterios puramente académicos, entraban en juego los bien llamados «enchufes», y era entonces cuando el grado de presión que se ejercía sobre el Comité de Admisiones rozaba el límite de lo tolerable. A veces llegaban extensas misivas redactadas a mano, humillantes notas de súplica, incluso generosos regalos, pero también se recibían cartas agresivas, llamadas violentas y hasta amenazas explícitas. Los miembros del Comité estaban hartos de denunciar aquellos actos destinados a minar su ánimo y su ecuanimidad, pero el rector les quitaba importancia y se sentía incluso orgulloso de que una plaza en su universidad se hubiese convertido en algo por lo que muchos estaban dispuestos incluso a rozar el delito. Y mientras, el precio de las matrículas y las mensualidades subía cada año sin que nadie protestara por ello. Las donaciones se multiplicaban, como también las ofertas de patrocinio de distintas fundaciones, y, a través de las empresas en las que trabajaban, los antiguos alumnos hacían contribuciones a la biblioteca o a alguno de los laboratorios y firmaban convenios de prácticas remuneradas para los estudiantes de último curso. ¿Qué más se podía pedir, pensaba el rector? ¿Qué otra cosa podían demandar de la suerte? Destinado a ser un refugio de botarates, parido a trancas y barrancas para saciar la titulitis de los padres de un montón de jóvenes zoquetes, el centro universitario Luis de Camoens había acabado por convertirse en una arcadia académica. En la clase de sitio con el que ni los fundadores más optimistas se habían atrevido a soñar en los primeros tiempos.

Teniendo en cuenta su evolución, parecía lógico que también el claustro de profesores de la universidad hubiese sufrido explicables mutaciones. Sin embargo, y aunque la nómina de docentes fue obviamente ampliada en función de las necesidades dictadas por la nueva situación, aquellos que habían participado en el proyecto inicial de la Luis de Camoens conservaron sus trabajos. Mario Menkell había sido uno de los pioneros en la universidad. Cuando las cosas empezaron a cambiar, pensó que su pobre currículum académico —cuya sola ventaja era aquella endeble condición de escritor de una única novela— iba a convertirle en uno de los primeros candidatos al despido, y se resignó a ello como antes se había resignado a otras cosas bastante más difíciles de digerir. Sin embargo, cuando pasaron los meses y en vez de una carta de rescisión de contrato apareció en su casillero una oferta de renovación —que incluía incluso un ligero aumento de las horas docentes— se sintió a la vez aliviado e intrigado. Sabía perfectamente que cualquier otro escritor podría impartir sus seminarios igual o mejor que él, y dado el prestigio que la universidad iba adquiriendo, no sería difícil que un joven autor consagrado y más conocido aceptase tomar el relevo. Menkell era lo suficientemente sensato como para saber que no era el mejor profesor del mundo, y que tampoco estaba entre los veinticinco escritores más respetados por la crítica... quizá ni siquiera estaba entre los cincuenta. Entonces, ¿a qué venía tanta magnanimidad? ¿Por qué no le despedían? ¿Por qué no prescindían de él, o de gente como Adolfo Blázquez, el triste profesor de Filosofía del Derecho, que era medio gangoso y se aturullaba al hablar? ¿O de Dorinda García, que enseñaba Introducción a la Literatura del Siglo XX y estaba tan chapada a la antigua que se ruborizaba al hablar de Bukowski o de Henry Miller? ¿Dónde estaba el truco? pensaba Menkell. ¿Dónde la trampa, dónde la clave del golpe de suerte que les había permitido conservar sus trabajos?

La explicación era bien sencilla. Aunque todos pensaban que habían sido cuestiones de lealtad lo que había llevado a la Junta a respetar sus puestos, en realidad lo que no quería nadie era sembrar el ámbito universitario de ex profesores rencorosos que ingresasen en otras instituciones dando cuenta de la intrahistoria del centro Luis de Camoens, hablando de los alumnos imbéciles con los que habían tenido que lidiar y de los exámenes horripilantes que habían tenido que calificar con un aprobado —en el mejor de los casos— para responder a los objetivos iniciales marcados por los fundadores. Era peligroso que alguien pudiese hablar de aquellas deprimentes reuniones claustrales en las que el rector suplicaba a los profesores que abriesen la mano y cerrasen los ojos ante las faltas de ortografía, el absentismo, la ignorancia supina, la burramia en estado puro. No, la Luis de Camoens necesitaba de una amable ley del silencio para que nadie pudiese dar cuenta de los años oscuros. Se impuso, pues, una amistosa omertá, espoleada por sueldos decentes, horarios sensatos y razonables condiciones laborales.

Eso sí, de acuerdo con los tiempos gloriosos que se avecinaban, la universidad contrató a una veintena de nuevos profesores que venían avalados por su labor previa en distintos centros públicos. Habían salido de allí huyendo de los salarios indignos y la complicada endogamia de un sistema que no siempre era justo en lo tocante a promociones y ascensos. Aquellos hombres, aquellas mujeres, llegaron a la Luis de Camoens atraídos por el canto de sirenas de unos emolumentos generosos y una cómoda situación de docencia: clases con pocos estudiantes, férrea disciplina, absoluto control del alumnado y completa libertad de cátedra: siguiendo unas mínimas pautas programáticas, cada uno enseñaba como quería, e incluso lo que quería. Daba igual el título de la asignatura que se impartiera, pues los profesores tenían permiso para adaptar los contenidos a voluntad. Así que, si una plaza en la universidad Camoens se había convertido en objetivo prioritario de miles de futuros licenciados, un puesto en su claustro era la pieza más codiciada entre los doctores en ejercicio.

Hay que decir que los profesores recién incorporados miraban ligeramente por encima del hombro a sus colegas veteranos —que eran evidentemente más torpes y estaban peor preparados que ellos—, y también que hicieron algunas cábalas para justificar la permanencia en la Luis de Camoens de personajes como el profesor Blázquez, con su media lengua, o la profesora García y su eterna amenaza de rubor cada vez que se iniciaba la lectura en voz alta del fragmento de alguna novela contemporánea, pues le aterraba la sola posibilidad de que apareciesen en el texto palabras como «culo» o «follar». ¿Por qué se les mantenía en sus puestos? ¿Por qué se seguía consintiendo que aquellos personajes vagamente ridículos reinasen humildemente sobre un diminuto territorio —las asignaturas que impartían— en una universidad de élite? ¿Por qué nadie los mandaba a casa? ¿Por qué no se permitía que otras personas mejor formadas, mejor preparadas, con más peso académico, ocupasen los lugares que tan indignamente rellenaban individuos como Dorinda García o Alfonso Blázquez? Como no había respuesta para aquella pregunta que ninguno se atrevía a formular en voz alta, los profesores más cualificados se limitaban a despreciar sin mucho disimulo a aquellos que, a su juicio, «no daban el nivel». Los interesados eran conscientes de la escasa simpatía que generaban entre sus colegas, pero como la campaña de acoso que habían organizado contra ellos era más bien pobre y se limitaba a una sucesión de miradas torvas, sonrisas sardónicas y caídas de ojos, tomaron la sabia decisión de ignorar las provocaciones y pensar aquello de «ande yo caliente...». El resultado fue que, a pesar de los pesares, entre los docentes de la Luis de Camoens se respiraba un ambiente de convivencia bastante más amable que el que se daba en otros centros de estudios.

Algo tranquilizaba a Mario Menkell, y era saber que no se encontraba entre los profesores más contestados. La suya era una asignatura demasiado específica, de escaso valor curricular, y él no estaba en ningún modo interesado en entrar en pugnas absurdas por la obtención de honores académicos. Ni siquiera era doctor, impartía materias de las llamadas «de libre configuración», y se había situado bastante al margen de la feria de vanidades en la que se había convertido la vida universitaria. Menkell sabía que no representaba una amenaza. Le ocurría desde niño: nunca nadie se había sentido ni mínimamente intimidado por él. Quizá era por su aspecto inofensivo y enclenque, quizá por su personalidad desdibujada, quizá por aquella timidez que con el tiempo había vencido sólo parcialmente, nunca nadie vio en Menkell a un rival a batir. Y no lo lamentaba en absoluto. Había vivido cuarenta y siete años ignorando el funcionamiento de los pequeños centros de poder, ajeno a las guerras de guerrillas que se libran a diario en cada uno de los círculos concéntricos de la sociedad moderna, voluntariamente ajeno al complicado mecanismo de los celos y las envidias. Cada vez que meditaba sobre ello, se sentía afortunado por haber nacido y crecido así, por tener un carácter tan escasamente combativo, tan oportunamente gris.

Tampoco nadie había puesto nunca en solfa a la profesora Beatriz Millares. Daba clase de Historia e Historia del Cine a los alumnos de Humanidades y de Ciencias de la Comunicación, y era una mujer agradable y vital, discretamente inteligente y bastante bien preparada —había obtenido un doctorado por Berkeley—, tanto que eran muchos los que no entendían cómo había recalado en la Universidad Luis de Camoens durante los años oscuros, cuando podría haber aspirado a puestos algo más elevados. Enseñar a una caterva de pijos idiotas no es el sueño dorado de una doctora por Berkeley. Sin embargo, Beatriz Millares llevaba un año en España buscando trabajo, enviando currículos y exhibiendo de una forma cada vez más desesperanzada su título superior por una universidad americana, cuando le hablaron de la Luis de Camoens, y aceptó la primera oferta que le hicieron. Mario Menkell daba las gracias cada día a las añagazas de la fortuna: llamada como estaba a ocupar lugares mejores, Beatriz Millares había pasado a aceptar un puesto mediocre en una universidad mediocre: lo mismo que él. Nacidos ambos para otros destinos —superior el de Beatriz, menos amable el suyo— la vida les había hecho coincidir a mitad de camino.

Lo curioso es que Beatriz Millares estaba tan satisfecha de su suerte como Mario Menkell con la suya. Era una de esas personas que, gracias al desarrollo de una extraordinaria capacidad de adaptación a las circunstancias, no dedican más tiempo del estrictamente necesario a dar vueltas a las cosas. Sí, cuando estudiaba en Berkeley, Beatriz estaba convencida de que le esperaban trabajos más estimulantes que la docencia en una universidad privada hecha para regurgitar al mundo a un montón de indocumentados después de proporcionarles una leve pátina cultural, pero qué se le iba a hacer. Ya vendrían tiempos más prósperos, se decía, y vinieron, cuando la universidad cambió de categoría y se convirtió en un centro modelo. Beatriz obtuvo una recompensa a su sabia mezcla de paciencia y talento: fue nombrada vicedecana de la sección de Humanidades, y pudo al fin poner en práctica todo lo que había aprendido al otro lado del charco, además de convertirse en una de las principales impulsoras del programa de intercambios merced a sus buenos contactos con unas cuantas universidades estadounidenses.

Cuando Beatriz Millares fue ascendida, Mario Menkell llevaba ya tres años y seis meses enamorado de ella. Era, por supuesto, un amor secreto: desde que la viera por primera vez en una reunión de profesores a principio de curso, Menkell había catalogado a la profesora como ser inalcanzable, de forma que se resignó a adorarla en secreto, y consideró un premio de consolación el ganarse su confianza y el mantener con ella una relación que podía calificarse de amistosa. Otro más avezado o menos tímido que Mario Menkell se hubiese envalentonado con las muestras de simpatía que le prodigaba Beatriz, pero era tan consciente de estar en inferioridad de condiciones con respecto a ella —que era más inteligente, más lista, considerablemente más atractiva desde el punto de vista físico— que ni siquiera pensó en la posibilidad de ser correspondido. Cuando, años después, Beatriz le presentó al hombre con el que pensaba casarse, Menkell se llevó una de las más amargas sorpresas de su vida: el elegido era un tipo vulgar y falto de gracia, sombrío hasta rozar la mala educación, apalominado y lerdo. En aquella ocasión, Baldo Gómez le había saludado con la mano blanda y gruñendo cuatro palabras ininteligibles que dejaban claro que no tenía el menor interés en conocer más profundamente al colega de su prometida.

Aquel día Mario Menkell volvió a su casa aturdido: había querido convencerse de que el elegido de Beatriz Millares era alguien como ella, un tipo guapo, alegre, comunicativo, un hombre sobresaliente, una persona tan distinta al propio Menkell que ni siquiera hubiera sido justo envidiarle, pues pertenecía a ese tipo de seres que han llegado al mundo con el propósito de distinguirse de los demás. Y en lugar de ese modelo perfecto, Beatriz había seleccionado a un hombre gris, corriente y moliente, que —intuía Menkell—, llegado el momento, podía ser incluso francamente desagradable.

Menkell asistió a la boda de Beatriz con el corazón roto y un traje que parecía quedarle grande —en realidad, toda su ropa le quedaba así— y un comentario escuchado en la mesa que compartía con otros compañeros de la universidad acabó por poner la puntilla a su ánimo en desmayo. Alguien enardecido por el alcohol —y expresando seguro el sentir de todos— se atrevió a preguntar en voz alta cómo Beatriz podía haberse casado con un sujeto como Baldo Gómez.

—Pues porque era lo que había —contestó Oriol Sánchez, que también estaba bastante achispado—. Cuando una mujer cumple los cuarenta, deja de considerarse en posición de escoger, y se larga con el primero que se lo pida.

Lo siguiente fue una sucesión de indignadas protestas femeninas, aseveraciones de los hombres y comentarios más o menos gruesos de los que Menkell, obviamente, no participó. Pero aquella noche volvió a su casa sintiéndose débil y miserable, porque aquella conversación había refrendado lo que llevaba semanas sospechando: que, de la misma forma que se había casado con Baldo Gómez, Beatriz Millares hubiera podido casarse con él. Pero Mario Menkell había llegado tarde a esa conclusión, como a tantas otras cosas en la vida.

Consciente de haber perdido por voluntad propia una posibilidad fabulosa, Menkell decidió contentarse con lo que a él le parecía un nada despreciable premio de consolación: la certeza de que Beatriz le apreciase, y el hecho de poder compartir con ella unos minutos casi todos los días, cuando se encontraban en los pasillos de la universidad o en la sala de profesores, y ella le dirigía una de sus sonrisas siderales antes de iniciar una charla breve que, durante unos instantes, daba sentido a la vida anodina de un pobre profesor de escritura creativa.