La novela empieza en lo alto de una colina desde donde dos personajes ebrios ven a otro que sube cojeando y, al verlos, cambia el rumbo y baja por el sendero de resbaladizas agujas de pino que conduce a la playa. No los ha visto nunca hasta entonces ni va a volver a verlos, pero no quiere ver a nadie que le vea porque tiene la sensación de que las miradas roban el alma cuando uno no mira a quienes le ven.
Espatarrados en la hierba y recostados en el depósito del agua cuyo gorgoteo invade sus cerebros y circula por sus venas fusionando sus cuerpos adormecidos en un solo ser, los dos borrachos son ángeles caídos que, habiendo olvidado su origen, se dan a la bebida y se evaporan con los efluvios del vino, diluyéndose en el aire como nubecillas que el sol traspasa y abrasa sin dejar rastro en el cielo ni sombra en la tierra, apenas un hálito etílico en un entorno de botellas vacías.
Abajo, en los astilleros, rotas las amarras, el Tidecrest se desliza majestuoso por los raíles de madera hasta el agua de la bahía, mientras la orquesta interpreta «La Marsellesa» y los obreros lanzan sus gorras al aire. Al otro lado de la rada se vislumbran Toulon y los buques de guerra anclados en el puerto. Al finalizar la ceremonia, los coches oficiales se alejan por la angosta carretera entre almendros en flor que restallan al sol, y la gente, bullanguera y remolona, se dispersa. Ladran los perros, corretean los niños, y gigantescas grúas se mecen parsimoniosas. Sobre el barco recién fletado, dos gaviotas detienen el aire.
Así lo recuerdo y, conforme escribo, la figura del hombre que baja por el sendero de agujas de pino cobra inusitado relieve y tangible proximidad. En un principio, lo había entrevisto de lejos, vadeando la nebulosa visión de los dos amodorrados borrachos, y ahora su mirada refulge como si me viera, él a mí, desde la página o como si otro ángel también lo viera a él a través de las lentes confluentes de unos anteojos. Esta vez es un ángel de la muerte, aunque nada en su apariencia nos lo haga sospechar.
Oteando la playa a través de un catalejo militar, desde la proa de un yate fondeado a la altura de dos rocas que brotan del mar como gibas de camello, Gegé ve pasar a Lorenzo Massaní y fija su atención en la cazadora de cuero que, a su parecer, le proporcionaría una envidiable apariencia de hombría y madurez. Tiene diecinueve años y piensa alistarse como paracaidista para matar argelinos en Argelia. Todavía tiene esa edad en la que sólo mueren los demás y ha aprendido de los westerns a matar con alegría e impunidad. Por la escotilla, bajo una gorra de capitán, emerge el bigote del actor David Niven bajo la nariz del estomatólogo Armand Gallet. Conocí a un Gegé. También a un estomatólogo que tenía un yate y se apellidaba Gallet o algo así. Cualquier parecido que pudiera existir entre ellos y sus personajes en la ficción no sería pura coincidencia.
—¡Gegé! ¡Eh, Gegé! ¿Dónde están las botellas?
La caja de las botellas ha desaparecido y en vano la buscan en la bodega y en los camarotes.
—Ayer la dejamos en cubierta, estoy seguro —recapacita Gallet intrigado, y Gegé asiente.
—A lo mejor se las ha llevado Frederica —sugiere.
—¿Frederica? ¿Por qué? ¿Para qué? ¡Raymond y ella sólo beben cerveza!
La imagen del puerto de La Seyne-sur-Mer me llega con aséptica nitidez. Es el único puerto que no huele a salitre, brea y pescado en mi memoria. El puente levadizo, trenzado en hierro, desciende quejumbroso para dar paso a un camión cargado de chatarra. Amarrado al muelle, el esquife del yate cabecea. Tras asistir al bautizo del Tidecrest, Frederica y Raymond beben cerveza en el bar del puerto. Ella lleva trece años casada con Gallet y flirtea con los hombres sin llegar nunca a acostarse con ellos. Él acepta los juegos amorosos de su esposa y, en contrapartida, se atribuye relaciones imaginarias con jovencitas. Estas fantasías encubren una verdad que sólo ellos conocen. Por su parte, el llamado Raymond es el marinero contratado para la travesía. En vano espera culminar sexualmente la camaradería establecida con Frederica. Como a los que le han precedido, no le será fácil digerir las frustradas expectativas. Las jarras de cerveza se vacían y, bruscamente, Frederica se pone en pie cuando la mano de Raymond sobrepasa su rodilla.
—Creí que era una araña peluda que iba a subirse por mi muslo hasta donde tú sabes que nadie, sin mi permiso, debe llegar. Recuérdalo, Raymond, yo decidiré el momento y el lugar, siempre y cuando te limpies las uñas y mi marido no nos esté esperando.
Raymond acepta las condiciones y ella le gratifica con un amistoso manotazo en los testículos, sincrónico con el mugido de un barco que leva anclas.
—¡Ahí están! —exclama Gegé.
—¿Las botellas?
—No, ellos.
Arqueando las cejas y atusándose el bigote, Armand Gallet ve venir a Raymond y Frederica que, hombro con hombro, reman y ríen en el bote salvavidas.
—¿Habéis visto la caja del vino? —pregunta a gritos antes de que aborden el yate.
—¡No! —contestan al unísono.
Rindiéndose a la evidencia, el doctor Gallet concluye que les han robado. Lo que no puede suponer es que se trate de dos ángeles ladrones y justicieros que roban el vino a los ricos para bebérselo ellos y cuya beoda mirada condiciona el destino de aquellos a los que ven pasar. Así Massaní se ha adentrado, sin saberlo, en las páginas de la novela y se zambulle en el mar. En el confín de la playa, la ropa sobre la arena sugiere las formas de un cuerpo abatido y dislocado, mientras Massaní bracea como si huyera de la orilla. Como cuando, perdida la guerra y salvada la vida, ganó a nado la costa de Francia y fue a parar a un campo de concentración donde senegaleses a caballo impartían golpes de fusta para imponer la disciplina.
Desde el yate y a voces, Gallet propone a Raymond y Frederica que vuelvan al puerto y compren otra caja de vino.
—¡Que vayan Raymond y Gegé! —replica Frederica—. ¡Porque yo voy a darme un baño y nadar hasta las rocas para buscar nidos de gaviota!
Dicho y hecho, se tira de cabeza al agua. Algo imprevisible está a punto de suceder.
El mar chapotea en torno al montículo rocoso por el que Frederica trepa chorreante. Con exultante animalidad, se yergue en la roca como sobre un pedestal. Desde el islote contiguo, Massaní la contempla y ve cómo la mujer se quita los pantalones, empapados y adheridos a sus muslos, dejando a la intemperie unos inequívocos atributos masculinos que acaricia y sacude hasta eyacular al aire. Luego, se tumba al sol sin advertir la presencia del hombre que se desliza sigiloso para sumergirse y alejarse nadando.
En la arena, la cazadora de cuero ha desaparecido. Las huellas delatoras de unas sandalias proceden, ida y vuelta, del mar. Irritado y perplejo, Massaní otea el horizonte sin descubrir rastro alguno del bote en el que Raymond y Gegé ya han ganado el puerto. Grabadas en la manga de la cazadora, Gegé descubre las iniciales de Lorenzo Massaní: L. M. «Lobo Muerto», se dice para sus adentros, y adopta orgulloso la divisa.
En el bolsillo del pantalón, Massaní encuentra un pagaré de cinco mil francos y una tarjeta con el nombre y las señas de monsieur Gallet en París. Supone que se trata de una broma, pero guarda la tarjeta y el pagaré. Todavía fascinado por la belleza de la desconocida con sexo de hombre, dirige la mirada a la roca donde no quedan vestigios de Frederica. Al regresar, se detiene junto al depósito del agua en regurgitante ebullición. Desde lo alto, entre botellas vacías, contempla las casas de La Seyne-sur-Mer, el cauce de asfalto de la carretera, los almendros en flor, el cementerio de barcos y sus descomunales osamentas roídas, las grúas de trituradoras mandíbulas, el armazón de tablas tras la botadura. Al otro lado, Toulon y las plúmbeas moles de los buques de guerra y, más allá, los cuatro fortines de piedra situados en los puntos cardinales. Diríase que, once años después, los restos y pertrechos de la Segunda Guerra permanecieran a la espera de una Tercera Guerra Mundial.
En otro tiempo de otra guerra y en una montaña de otro país, anduvo Massaní perdido muchas horas con el fusil bajo el brazo, sin saber dónde estaba ni quién le disparaba ni a quién debía disparar. Tan sólo oía el tiroteo intermitente, ora entre los árboles, ora en la carretera. Circundó dos veces una capilla derruida, sin saber qué dirección tomar, y de pronto alguien le disparó desde una trinchera que él suponía abandonada. Cayó de costado y, fingiéndose muerto, quedó inmóvil a la espera de que el enemigo diera señales de vida. El tiro le había roto la rodilla, pero la sorpresa y la tensa espera maquillaban el dolor. Al comprobar que nadie aparecía ni disparaba, escudándose en el máuser atravesado ante la cara, se arrastró sobre los codos y, al pasar bajo una alambrada, el cordón de la alpargata se le enganchó en las púas. Cuando, para desatarlo, trató de volverse sobre sí mismo, un dolor lacerante se lo impidió. Consiguió liberar el pie a duras penas y dejó la alpargata colgada como irrisorio blasón.
Así sucedió y así me lo contaron: la trinchera, plagada de moscas y repleta de cadáveres, exhalaba un apestoso vaho. Y, entre los muertos, incapaz ya de empuñar el arma con la que acababa de disparar, un joven, con la camisa empapada en sangre y los ojos desmesurados de terror y asombro, le suplicó: «No me quites las botas, cúrame». A bayoneta calada le habían taladrado el esternón y, a cada latido, la sangre brotaba a borbotones. Nada le distinguía de uno de los suyos o de un enemigo. Tendría unos dieciséis años, aproximadamente la misma edad que, entonces, tenía Massaní. Como si el miedo a matar y el miedo a morir fueran la misma cosa, se contemplaron durante un interminable instante en que el eco de los disparos lejanos y el zumbido de las moscas detuvieron el aliento. Poco a poco, con cautela de cazador, Massaní le apuntó a la cabeza y apretó el gatillo. Luego, arrostrando el dolor de la rodilla rota, se dejó caer desde el borde de la trinchera y le quitó las botas al muchacho.
Desde la colina, la brisa reaviva el rescoldo del recuerdo y altera la memoria, pero no la tergiversa. Massaní lo ve como si lo tuviera delante. Arrumbado entre otros cuerpos, de uno y otro bando, incrustados en el barrizal de la trinchera, oye cómo le implora: «No me quites las botas, cúrame». No es el único hombre al que ha matado ni el único muerto en esa guerra, pero es la única vez en que ha visto en la mirada de otro el miedo a sí mismo. Lo extraño es que, ahora, en rara simbiosis, la imagen del chico agonizante se mezcla con la de la mujer que eyacula en lo alto de la roca entre espumarajos de olas que rompen cadenciosas a sus pies y le traen las dolorosas reminiscencias de un pasado que creía haber dejado atrás y que ahora parece estar sucediendo simultáneamente.
En La Seyne-sur-Mer se jugaba a la petanca y se apostaba a las carreras. Un caballo llamado Alexander IV y dos yeguas, Gelinotte y Canasta, corrían en el hipódromo de Toulon. Pero el tema a todas horas, día tras día, era la guerra española. Como si todavía no hubiera terminado o Franco estuviera a punto de morir. Massaní ni sueña, ni apuesta. Ni espera que la guerra le devuelva lo que le arrebató. Al día siguiente irá a París, donde un amigo argelino le ha encontrado trabajo.