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Introduce la llave por la ranura de su taquilla en la empresa de seguridad y descuelga la percha con su uniforme. Es de paño gris, abotonado, y tiene dos pequeños galones rojos en los hombros. Se abrocha el cinturón y sopesa el revólver calibre 38 especial de cuatro pulgadas. Lo abre como cada noche y comprueba que las seis balas del tambor están dentro, lo gira, cuenta los veintisiete cartuchos en el cinturón y se ajusta la porra en su cilindro de cuero. Después vuelve a calzarse sus botas de suela de goma y se anuda los cordones mientras apoya las plantas sobre el extremo del banco metálico, se revisa el moño y sale del vestuario.
Cuando llega al aparcamiento, desciende hasta la sala de control, en la que da el relevo al compañero diurno. Antes se repartían los horarios por parejas, pero desde que comenzaron los despidos los turnos son individuales. Contempla las pantallas de los ocho monitores que vigilan por zonas los tres niveles: las rampas de entrada y salida a ambos lados de la garita, junto a la barrera de brazo telescópico abatible, ajustada a la altura de turismos y furgonetas, el expendedor de tiques y el cajero, y los dos sótanos, con los aparcamientos delimitados con lindes de pintura amarilla entre la solidez de los pilares, como dólmenes ocultos bajo un manto de yeso.
Nora echa la llave por dentro y se deja caer en el sillón. Su compañero ha debido de permanecer allí toda la jornada, sin apenas hacer rondas: al echarse hacia atrás, tiene la sensación de entrar en una cama que ha sido previamente calentada por otro.
Empezó a trabajar en el garaje antes del accidente, tras decidir que pasados los treinta dejaría de combatir. Había tocado su techo como deportista tiempo atrás, cuando llegó incluso a tener algún patrocinador para luchar por el campeonato nacional y ganó algo de dinero, que junto a los ahorros de Paul cubrió la entrada de un pequeño apartamento, con un dormitorio y una cocina que daba al salón a través de un ventanuco en la pared.
Doce años después se ha acostumbrado al escenario aparentemente inhóspito y a ese ritmo vital invertido, que la obliga a mantenerse despierta durante la noche y dormir hasta la tarde. Ha llegado a encontrar una especie de sosiego en la integridad de esa rutina, que al principio, cuando Paul aún la esperaba cada mañana con un desayuno de café y tortillas de claras, le había hecho sentirse alejada del mundo de los vivos. Pero no encontró ningún empleo mejor y acabó pensando que había tenido suerte: sobre todo después, cuando la vigilancia nocturna de aquel parking se convirtió para ella en la mejor respuesta ante lo que habría de suceder, con esa sensación de anestesia ambiental cada vez que descendía por la rampa.
Piensa cosas así mientras su vista se diluye en la inmensidad fragmentaria de las ocho pantallas, evadida en la imagen líquida de los monitores, allá donde las formas maleables se sumergen en la opacidad.