
Los secuaces no se molestaron en comprobar si llevaba encima alguna ganzúa; se limitaron a arrojarme a un calabozo del sótano y dejar dos hombres para que hicieran guardia toda la noche. Yo tenía una ganzúa. Y la bolsa de monedas de Nevery. Me introduje la mano en la manga del jersey. No estaba. ¿Me la habían quitado los dichosos secuaces?

Hice memoria. No, había sido Nevery, el muy listo. Me había quitado la bolsa de la manga cuando me golpeó el brazo e hizo ver que hurgaba en mi bolsillo. Seguro que ahora se estaba riendo de mí. Me ceñí el abrigo, me tendí sobre la fría piedra y me dormí.
Por la mañana, Puño y Mano me sacaron de la celda y me subieron a la calle. Apenas había amanecido. Ya no llovía y una espesa niebla procedente del río flotaba en el aire como una cortina amarilla. Me encogí bajo el abrigo, presa de un escalofrío. Echamos a andar calle arriba y cruzamos la plaza Sark, donde empezaban a abrir algunas tiendas.
Llegamos a la calle Wyrm, que ascendía tortuosamente por la parte más empinada de Crepúsculo, donde antiguamente las casas habían sido las más espléndidas pero ahora se caían a trozos. Aquella calle solo llevaba a un lugar.
La Casa del Anochecer. Donde Underlord Crowe y el mago Pettivox habían construido su artefacto, una máquina horrible destinada a recluir la magia de Wellmet. El artefacto estuvo a punto de conseguir su objetivo y ahora la magia se hallaba más debilitada que nunca.
Cuando Nevery y yo destruimos el artefacto, la Casa del Anochecer voló por los aires. Ahora, frente a los escombros, había una puerta de piedra ruinosa, con las verjas de hierro oxidadas y desvencijadas, y un muro de piedra que semejaba una hilera de dientes partidos. Detrás del muro enormes cascotes cubrían el suelo, fruto de la explosión. La niebla se deslizaba entre ellos como una serpiente. Nuestros pies hacían crac crac sobre la gravilla del suelo.
Puño se detuvo en el borde del foso donde había estado la Casa del Anochecer.
—Ahí —dijo, señalando abajo.
El foso, tallado en la roca, presentaban una caída abrupta. En su fondo había perdido yo mi locus magicalicus. Estalló en una titilante nube de polvo verde cuando liberé la magia del artefacto.
Me asomé al foso. Una niebla lo cubría hasta la mitad.
—No veo nada —dije.
—Aguarda —murmuró Puño, y se alejó del foso.
Aguardé. Mi barriga gruñó y la mandé callar. El secuaz que tenía detrás se movió y las piedrecillas crujieron bajo su zapato.
De repente se hizo un silencio sepulcral. La niebla subió por el pozo, como una taza llenándose de leche, trepó por mis rodillas y finalmente me envolvió por completo, húmeda, blanca y silenciosa.
Parpadeé y la niebla desapareció de golpe. Miré abajo. Una oscuridad ondeante, de un negro aterciopelado, estaba llenando el foso. El aire vibró y se estiró como una cuerda demasiado tensa y a punto de quebrarse. El silencio me estrujaba los oídos. Relámpagos diminutos iluminaron la margen del foso. La oscuridad fue envolviéndome y sentí unos pinchazos en la piel, como si estuviera llena de alfileres. Mis pies se elevaron del suelo. Contuve la respiración y observé la magia a mi alrededor, y fue como contemplar un cielo nocturno cuajado de estrellas.
La magia me conocía. Siempre me había protegido, incluso antes de convertirme en mago. Me había elegido porque sabía que yo la protegería a ella, si podía. «¿Qué quieres?», le grité.
Pero yo no tenía una locus magicalicus, por lo que no podía oírme. La notaba tensa, asustada; preocupada por Arhionvar, supuse. «Estoy haciendo lo que puedo», quise decirle, pero sabía que no me entendería.
La estrellada oscuridad me sostuvo otro largo instante. Me dio la vuelta, como si me estuviera examinando, tratando de comprender quién era yo. Sentí una fuerte vibración en los huesos. Finalmente, la mano gigante de la magia me soltó y caí al suelo. La mano desapareció en el fondo del foso como agua girando por un desagüe.
El aire hizo pop y volví a oír. La niebla regresó al foso.
Me levanté y miré por encima de mi hombro. Puño y Mano estaban junto a la verja de la Casa del Anochecer, observándome. Hora de largarse.
Raudo como una flecha, rodeé el foso y estaba a punto de alcanzar la verja de atrás cuando Mano me dio alcance y me puso la zancadilla. Caí con contundencia y rodé por el suelo.
—Todavía no he terminado contigo, pajarito —dijo Puño, resoplando. Me levantó, me aplastó contra la verja y me agarró por el cuello del abrigo—. Te elevó del suelo —dijo—. Nunca le había visto hacer nada igual.
Me encogí de hombros.
—¿No te parece extraño? —preguntó.
Más que extraño. El ser mágico de Wellmet estaba preocupado, no me cabía duda. Pero ¿qué hacía en el foso de la Casa del Anochecer?
—Hay alguien que quiere hablar contigo del asunto —dijo Puño. Mano, que estaba detrás de él, asintió.
¿Quién?, me pregunté.
Bajamos por la colina, dejamos atrás las marismas y seguimos la curva del río hasta una casucha que quedaba fuera de la ciudad.
Había estado antes aquí. Chispas, la pirotécnica, vivía allí con su sobrino Brasas.
Bien. De todos modos, hacía ya tiempo que quería hablar con Chispas, y también con Brasas. Una vez que Nevery y yo decidiéramos qué mecanismos explosivos queríamos emplear para las trampas, necesitaríamos material pirotécnico, y tendríamos que comprárselo a Chispas y a Brasas.
La casucha era alargada y estaba cubierta por papel alquitranado sujeto con clavos. Un manzano raquítico crecía junto a la puerta. Detrás de la casa había un patio que parecía un huerto de barro: surcos con una costra blanquecina encima, como de nieve.
Chispas se encontraba en el patio, cavando.
Brasas también estaba allí. Era un muchacho mucho mayor que yo, de pelo negro, ojos castaños y una cara pálida y delgada llena de manchas negras, consecuencia de trabajar con los ingredientes de la pólvora. Estaba sentado al final de un surco, sobre una carretilla de madera, con una manta sobre sus piernas flacuchas.
Caminé por el fango hasta la carretilla.
—Hola —le saludé.
Brasas me miró con cara de pocos amigos.
—Hola, Chispas —dije.
La mujer se acercó trabajosamente por el surco y cuando llegó a nuestro lado se apoyó en la pala y sonrió. Llevaba un vestido gris lleno de agujeros y el pelo, canoso, recogido bajo un pañuelo. Tenía la cara roja por el esfuerzo.
—Toma —dijo, pasándome la pala—. Prueba un poco. —Señaló con la cabeza su huerto de barro—. Solo tienes que girar la tierra.
Girar la tierra, vale. Avancé por el surco hasta el lugar donde Chispas lo había dejado, hundí la pala en el barro y la levanté. Cuando la tierra se elevó, también lo hizo un olor acre semejante al de un pozo séptico. Giré el terrón de tierra y hundí de nuevo la pala. Avancé por el surco con Chispas a mi lado, observándome.
—Despacio —me dijo.
—¿Qué es? —le pregunté. La tierra estaba húmeda y apestaba, y había sido mezclada con paja.
—Viveros de nitrato potásico —explicó, esbozando otra de sus sonrisas desdentadas—. Meados, paja, ceniza de madera y estiércol de caballo. Fabricamos nuestro propio salitre para el material pirotécnico. —Señaló con el mentón a Brasas, que seguía sentado en su carretilla, al final del surco—. ¿Has venido para hablar con Brasas?
Me encogí de hombros. ¿Había ido allí para hablar con Brasas?
—En ese caso será mejor que entréis antes de que coja frío.
Dentro de la casa, mientras Chispas procedía a preparar té, Brasas se apeó de la carretilla, se arrastró por el suelo hasta su alto taburete situado frente a la mesa, y se encaramó a lo alto.
Yo me quedé junto a la puerta.
—¿Qué relación tienes con los secuaces? —le pregunté.
—Ninguna —dijo. Me clavó sus ojos cas ta ños—. ¿Por qué has vuelto? He oído que los secuaces te advirtieron de que no te acercaras por Crepúsculo, pero veo que no les hiciste mucho caso. ¿Quieres convertirte en Underlord?
—No —contesté—, pero ellos piensan que sí.
Brasas afiló la mirada.
—No te creen. Tu nombre, Connwaer, es un nombre real, el nombre de un pájaro negro, como el de Crowe. Tú eres el sobrino de Crowe. Él te formó para que le sucedieras como Underlord, ¿no es cierto?
Lo intentó, pero huí de la Casa del Anochecer para vivir en las calles de Crepúsculo.
—Nunca fui un servidor de Crowe —le repliqué—. Yo soy mago.
—Si realmente eres mago, a lo mejor eres tú quien está haciendo que la magia haga cosas extrañas en el foso de la Casa del Anochecer —dijo Brasas—. Estás asustando a la gente para que te acepte como Underlord.
Lo miré fijamente.
—Brasas, esto no tiene nada que ver con Crowe ni con el cargo de Underlord. La magia hace cosas extrañas porque está asustada. La ciudad se encuentra en peligro. Sus dos lados, Amanecer y Crepúsculo.
Comprendí que los secuaces me habían hecho un favor al traerme hasta Brasas. Quizá él pudiera ayudarnos a mí y a Nevery.
—¿Qué clase de peligro? —preguntó.
—Una magia malvada viene hacia aquí.
Frunció el entrecejo.
—¿Una magia malvada? Deberías inventarte algo mejor.
Muy bien. No me quedaba más remedio que empezar desde el principio. Caminé hasta la mesa y me senté en un taburete, delante de Brasas.
—¿Te acuerdas de cuando te compré el material pirotécnico?
Brasas asintió.
—Tú y tu amiga, la chica pelirroja. Chispas os vendió material para hacer pólvora y yo te di una receta para explosiones controladas.
—Exacto —dije—. Necesitaba la pólvora para poder hacer magia porque no tengo piedra locus. —Casi ningún mago había descubierto aún qué relación existía exactamente entre la pirotecnia y la magia. Yo tampoco, pero sabía que al ser mágico de Wellmet le gustaban las explosiones y que yo podía hacer conjuros mágicos si al mismo tiempo provocaba una explosión pirotécnica—. Cuando probé la explosión controlada, me salió mal. Hice volar Heartsease por los aires. —Mi hogar, y el hogar de Nevery. E hice daño a Benet, y aunque él ya se había repuesto y estaban reconstruyendo Heartsease, no estaba seguro de que Nevery me hubiera perdonado.
—Conozco la historia —dijo Brasas—. Te exiliaron. Y ahora has vuelto porque quieres ser Underlord.
—¡No! —Negué con la cabeza, presa de la frustración—. Cuando me exiliaron fui a Desh, la ciudad del desierto. Estaba siendo atacada por una magia llamada Arhionvar, y ahora esa magia se dirige aquí, a Wellmet.
—¿Qué quieres decir con que se dirige aquí?
—Esa magia es como… —¿Cuál era la palabra?—. Como cuando un animal caza a otro para comérselo, ¿entiendes?
Brasas esbozó una sonrisa mordaz.
—Un depredador.
—Eso. Arhionvar es una magia depredadora y la magia de Wellmet es su presa. Pero la gente no nos cree cuando les decimos que Arhionvar es terriblemente peligrosa. La duquesa está enferma y no quiere hacer nada, y los magos son incapaces de entender qué es realmente la magia.
—¿Qué es realmente la magia? —preguntó Brasas.
Asentí. Era una buena pregunta, una pregunta sobre la que lamenté que los maestros no reflexionaran más a menudo.
—La magia es un ser viviente. Cada ciudad está construida sobre el lugar donde vive su ser mágico, y la magia ayuda y protege la ciudad.
—Pero no la protege de esa magia depredadora, Arhionvar —dijo Brasas.
—Exacto. Arhionvar intentó acabar con la magia de Desh y ha atacado la magia de Wellmet con anterioridad. Si viene aquí y no defendemos la ciudad, me temo que aniquilará la magia de Wellmet y la ciudad será destruida. Morirá.
Brasas afiló la mirada.
—¿La gente morirá?
Sacudí la cabeza.
—No lo sé. Puede que mueran algunas personas. Si Arhionvar se hace con el control de la ciudad, no serán capaces de vivir aquí. —Hice una pausa—. Nevery y yo estamos intentando detenerla. Nevery es mago y yo soy su aprendiz. Podríamos utilizar material pirotécnico para fabricar trampas, pero necesitaremos mucha pólvora y mucho mercurio. —Me incliné sobre la mesa—. Wellmet corre un grave peligro, Brasas. ¿Nos ayudarás?
Bajó la mirada y se frotó una mancha de hollín que tenía en la palma de la mano.
—No lo sé. —Frunció el entrecejo—. Puede que sí y puede que no. Tengo que pensarlo.