La historia de la barra brava de Boca es, vista en perspectiva, la historia de la violencia en el fútbol. Porque es la hinchada que abre la saga sangrienta de muertes alrededor de una pelota y es también la que institucionaliza, desde mediados de la década del 60, la idea de que se puede vivir de esa violencia, de ese terror, aplicándolo a los colores partidarios de un club. La hinchada de Boca —autotitulada “La mitad más uno” por ser la del equipo más popular del país (frase que inmortalizó el ex presidente del club, Alberto J. Armando, en un reportaje publicado por la revista El Gráfico tras la obtención del título de 1964)— presenta en su brazo armado, La Doce, un modelo de organización inusitado. Es la barra con mayores contactos políticos, la que trabajó tanto para el justicialismo como para el radicalismo y que llegó a participar de operaciones políticas montadas por la SIDE. Y la única en el mundo que creó una fundación legal para blanquear ingresos ilegales provenientes de la extorsión a políticos, empresarios y deportistas, así como del financiamiento inescrupuloso a través de la reventa de entradas, el manejo de los micros para llevar hinchas al interior, el estacionamiento en las calles de La Boca cada vez que hay un partido y el merchandising. Eso sin contar el porcentaje aportado por los concesionarios de los puestos de venta de bebidas y comidas del estadio. Hechos, todos éstos, comprobados por la Justicia en dos ocasiones: primero al dar de baja a la “Fundación El Jugador Número 12”, el 24 de febrero de 1994, por ser, según el dictamen, “un vehículo para blanquear fondos ilegales conseguidos bajo el pretexto de recibir donaciones”, y más adelante cuando enjuició a la cúpula de la barra, el 16 de mayo de 1997, por asociación ilícita.
La barra de Boca es como la hidra de mil cabezas: no alcanza con cortar una de ellas para terminar con su historia. Eso quedó demostrado en aquella nublada mañana de mayo del 97, en un hecho inédito en la lucha contra la violencia en el fútbol. A José Barritta, el Abuelo, capo de La Doce, y sus nueve adláteres, los condenaron a penas de hasta veinte años de prisión por asociación ilícita y por los crímenes de los hinchas de River Ángel Delgado y Walter Vallejos, producidos el 30 de abril de 1994 tras un superclásico jugado en la Bombonera. Pero en cuestión de meses, los que por entonces eran segundas líneas, liderados por Di Zeo, tomaron el poder y reprodujeron fielmente el modelo. Hasta que terminaron presos en 2007 en el penal de Ezeiza con una sentencia de hasta cuatro años y seis meses de prisión por coacción agravada, y si bien en 2010 recuperaron su libertad, no pudieron volver a la barra y aún deben enfrentar un proceso por asociación ilícita. Mientras tanto, Mauro Martín, segunda línea hasta entonces, tomó las riendas. Porque como dice Di Zeo, es “herencia, herencia, herencia”. De eso se trata La Doce, de eso se trata la violencia. Y ésta es su historia.
La leyenda arranca el 1° de abril de 1905. Esa tarde se juntaron en la plaza Solís de La Boca cinco hijos de genoveses, los inmigrantes italianos que habían copado el barrio. Dos eran hermanos, los Farenga. Los otros tres se llamaban Sana, Baglietto y Scarpatti. El mito dice que esa mañana habían perdido un nuevo partido representando al Independencia Sud y, hartos de estar hartos, se comprometieron a formar un equipo propio y agruparlo bajo el nombre del barrio. Cuarenta y ocho horas después, el club quedó instituido: Boca Juniors, el mismo que dieciocho días más tarde debutó ante la Asociación de Football Mariano Moreno, en una cancha que en realidad era un baldío ubicado en Dársena Sur. El resultado los favoreció por 4 a 0. De a poco, a fuerza de ganar partidos con rivales vecinos, Boca fue haciéndose famoso en la zona. Por entonces, dicen, se jugaba con una camiseta que hoy haría palidecer los rostros de los fieros integrantes de La Doce: de color rosa. La cargada por semejante indumentaria los empujó al cambio. Y a la aparición del que podría ser denominado el primer hincha caracterizado de Boca: Juan Brichetto, quien tuvo la idea de tomar los colores de la bandera del primer barco que pasara por el puerto. El barco resultó sueco, y de ahí el azul y oro. Brichetto era el jefe de Los Farristas, la murga de La Boca, lugar de contención para la oleada de inmigrantes europeos que se instalaba en los conventillos de la zona. Y de participar en la murga a ir a alentar a Boca había un paso. Que se cumplió rápidamente: hacia 1906 (año en que Brichetto presidió el club), Boca ya llevaba cerca de trescientos hinchas al potrero de Pedro de Mendoza y Caboto, que hacía las veces de estadio. Y el festejo del primer título, la Liga Villalobos, fue bien a lo tano: mucha comida, mucha bebida, mucha murga y el sentimiento de pertenencia a un grupo que sería el germen de la hinchada más grande de la Argentina, de donde se desprendería después un brazo armado, La Doce.
El fútbol desató, desata y desatará pasiones extremas. Pero la violencia latente de los hinchas no puede confundirse con la violencia organizada que lucra a partir de la pasión. Recorriendo los diarios de la época, el primer incidente en el que toman parte hinchas de Boca se remonta a 1908, en un partido frente a Racing Club, en la cancha de Quilmes, por la semifinal del torneo de segunda división. El partido terminó 1-0 a favor de la Academia, aunque en realidad nunca terminó: según el diario The Standard, el árbitro Rodrigo Campbell lo suspendió un minuto antes del tiempo reglamentario, a consecuencia de las amenazas de los partidarios del club Boca Juniors. Tal como consigna Martín Caparrós en su Boquita, cuando se retiraba de la cancha el juez tuvo que ser protegido por la fuerza policial, a la que se convocó para guardar el orden.
Por entonces, Boca Juniors ya era identificado como el equipo más guarro de la zona sur de la ciudad, el que congregaba a los obreros, a aquellos que de a poco se iban apoderando del mundo de la redonda dejando atrás a la elite inglesa, que en manos del Alumni aún dominaba el deporte. El barrio comenzaba a partirse en dos. Por un lado estaba Boca, que jugaba en Segunda, y por otro River Plate, que lo hacía en Primera. En 1911, el diario La Mañana hizo un concurso para saber cuál de los dos tenía más hinchas en La Boca. Sobre 84.364 votos, Boca recibió 55.050. En 1932, con el comienzo del profesionalismo, la votación la realizó la revista El Gráfico, ampliándola a todos los equipos argentinos que compitieran en Primera y Segunda División. La encuesta consagró en su edición número 703 a Boca como el equipo más popular de la Argentina, con 150.125 votos, casi 30.000 más que River, su directo competidor.
En la década de 1915 a 1925 la hinchada de Boca toma su identidad definitiva, liderada por Pepino el Camorrero, que había comenzado como mascota y con los años se transformó en un hincha caracterizado, lejos del barra profesional de hoy, pero con ciertos elementos que pueden asemejarlo: pendenciero, lideraba los cantos de los hinchas de Boca y ponía el clima a punto de cocción cada vez que el árbitro cobraba alguna falta que consideraba injusta. Su derrotero, claro, tuvo un punto clave y oscuro aquel 2 de noviembre de 1924, cuando en Montevideo fue asesinado Pedro Demby. Pero como la autoría le fue adjudicada a su segundo, el Petiso Rodriguez, como más tarde sucedería con los famosos Quique el Carnicero, el Abuelo o Rafael Di Zeo, Pepino el Camorrero siguió yendo a ver a Boca. Sin embargo, como si estuviera marcado por un sino trágico, no logró lo que se había propuesto: que su nombre estuviera asociado por siempre a la hinchada de Boca. Ese honor le corresponde a otro hincha: Victoriano Caffarena.
En febrero de 1925 Boca organizó la primera gira europea de un equipo argentino de fútbol. La delegación estaba integrada por el plantel de diecisiete jugadores, dos dirigentes, un periodista del diario Crítica y un hincha. Sí, Victoriano Caffarena, el Toto, benefactor de La Boca pero al mismo tiempo cholulo de los jugadores. A bordo del barco que llevaba al plantel a Europa, como premio a su permanente apoyo, los futbolistas le dieron el título de “El Jugador Número 12”. Aunque por entonces nadie lo supiera, en altamar había nacido el nombre de la barra brava de Boca, si bien lejos estaba Toto de personificar a los violentos que llegarían después. De hecho, en aquella gira europea, Caffarena se convirtió también en masajista y delegado del plantel. Y trabó tal grado de amistad con los jugadores que terminó siendo padrino de Carmelo Cerotti, hijo de Antonio, el delantero que convirtió el primer gol de Boca en ese tour, frente al Celta de Vigo. Cuando regresó, su nombre se hizo popular. Así Toto, por propia iniciativa, les encargó componer el himno de Boca a Ítalo Goyeneche y Fernández Blanco, que se ejecutó por primera vez en su casa en 1926. Esta cercanía con el club hizo también que en cada partido, de local y visitante, los jugadores le hicieran un lugar en el vestuario. Victoriano Caffarena vivió por y para Boca. Y obtuvo su reconocimiento durante la primera presidencia de Alberto Jacinto Armando, cuando en plena Bombonera se realizó un homenaje a los integrantes de aquella famosa gira del 25. Cada jugador recibió una plaqueta y la última fue para él, para Victoriano Caffarena, con leyenda inmortal incluida: se lo nombraba oficialmente el Jugador Número 12 de Boca Juniors.
El fútbol, que ya en 1925 se estaba convirtiendo en un fenómeno popular, explotó en masividad con la llegada del profesionalismo. Y la prensa acompañó el nuevo hito. A la cabeza de esta movida mediática se pusieron Natalio Botana y su diario Crítica, designando a Pablo Rojas Paz —escritor y periodista tucumano, fundador junto a Jorge Luis Borges de la segunda etapa de la revista Proa— para cubrir los partidos de Boca. Paz no era muy amante de la número 5 pero se conmovió con la primera imagen de la Bombonera, con el estado bestial que el fútbol generaba en los hinchas. Antes del primer encuentro fue recibido por la dirigencia y llevado al vestuario a conocer al plantel. Uno de los presentes era Victoriano Caffarena. La historia del Jugador Número Doce le pareció al cronista una metáfora brillante de lo que producía el fútbol en los simpatizantes xeneizes. Y decidió hacerla extensiva, entonces, a toda la hinchada: tituló una de sus crónicas “El Jugador Número Doce”. Y así quedó inmortalizado por siempre un nombre que cuarenta años más tarde se mancharía con sangre para perder toda su carga poética y terminar asociado directamente a la violencia.
El profesionalismo trajo, también, la “nueva moda” de los incidentes en los estadios. En una dimensión mucho menor que en la actualidad, pero que desde 1931 fue in crescendo hasta producir, en 1939, las primeras muertes registradas en un estadio nacional. Sucedió en cancha de Lanús, y las víctimas fueron dos hinchas de Boca: Luis López, de cuarenta y un años, y Oscar Munitoli, un pibe de apenas nueve.
Por entonces, cuando recién arrancaba el profesionalismo, Borocotó ya había hecho para la revista El Gráfico una semblanza del particular simpatizante de Boca. Bajo el título de “El Furibundo” lo señalaba como “el que insulta a los jugadores cuando pierden, y los defiende al punto de jugarse la vida cuando ganan”. Y continuaba: “Es un hincha presente en todos los cuadros, pero más en Boca, porque es más exigente, está más acostumbrado a las victorias. Para él, se es de Boca o enemigo. No hay términos medios. Es un hincha rabioso, uno de los que le hacen mal a Boca, a fuerza de quererlo bien”. La disección de Borocotó era puramente individual, pero mostraba el germen de lo que vendría después. Y Roberto Arlt, en una de sus aguafuertes porteñas del diario El Mundo, describió la genealogía definitiva de la barra y su tipo de conformación: “Tan necesario es que los hinchas de un equipo se asocien para defenderse de las pateaduras de otros hinchas que son como escuadrones rufianescos, brigadas bandoleras, quintos malandrinos, barras que como expediciones punitivas siembran el terror en los stadiums con la artillería de sus botellas y las incesantes bombas de sus naranjazos. Esas barras son las que se encargan de incendiar los bancos de las populares, esas mismas barras son las que invaden la cancha para darle el pesto a los contrarios y en determinados barrios han llegado a constituir una mafia, algo así como una camorra, con sus instituciones, sus broncas a mano armada y las cascarillas monumentales que le dan nombre, prestigio y honra”. Si bien Arlt no llega a prever lo que sucedería a partir de la década del 60, cuando las barras deciden vivir directamente de los clubes (con La Doce como abanderada), treinta años antes produjo una vivisección del movimiento tan precisa como la frase que enarbola, a cada paso, Rafael Di Zeo: “La violencia es herencia, herencia, herencia”. Y La Doce, claro, lleva inscripta en su interior esa marca indeleble de la eternidad.
La violencia que venía en escalada tendría su primer pico en 1939. El 14 de mayo de ese año, Lanús y Boca se enfrentaban en el Sur. Ya por entonces, el equipo xeneize era claramente el más popular del país y los hinchas rivales tomaban cada partido como una final. Era Boca contra todos. Esa tarde la barra brava de Lanús decidió que podía perder en la cancha, pero no en la tribuna. Así, emboscó a la gente de Boca en las calles aledañas, antes del partido de Reserva. Y el lío siguió adentro, con epicentro al final del partido de Tercera. Hinchas de Lanús entraron al campo de juego para pegarles a los jugadores de Boca y fanáticos xeneizes intentaron ingresar para defenderlos. La Policía decidió actuar. Pero en lugar de tratar de contener a los barras de Lanús que ya estaban en el césped, fue hacia la tribuna de Boca, para que nadie saltara a la cancha. Eso dio origen a una mayor furia de los boquenses y de ahí a la acción criminal de los efectivos bonaerenses, hubo un paso. Paso que dieron los policías Luis Estrella y Salvador Pizzi. La crónica del día posterior del diario La Razón es elocuente: “Ambos eran los agentes más exaltados. El primero extrajo su revólver y lo descargó íntegro sobre la masa compacta del público de las tribunas. Ante la gravedad de lo ocurrido, vimos al agente autor de los disparos arrancarse la chapa de su uniforme para evitar ser identificado. Hasta anotamos el número de esa chapa, que es el 4.414”. La furia criminal de Estrella dejó cuatro heridos y dos muertos: Luis López, un obrero español llegado al país tiempo antes y socio de Boca, y Oscar Munitoli, un chico de escasos nueve años. Se inició una investigación y a pesar de la nota incriminatoria de La Razón, el hecho quedó sin condena. Impunidad y violencia: un cóctel explosivo hacía su aparición en el fútbol argentino. Un cóctel que, con honrosas excepciones, se mantiene firme hasta hoy.
Desde aquel fatídico 1939 hasta fines de la década del 50, la hinchada de Boca fue ganando en número y en refriegas violentas, pero sin producir víctimas fatales. En la década del 50 su identificación con el justicialismo más el golpe de la Revolución Libertadora y la posterior proscripción de Juan Domingo Perón de la política argentina, exilio incluido, determinaron que parte de la violencia acumulada por la nueva situación social explotara en las canchas y fuera conformando lo que podría definirse como una “proto barra brava”: la idea de una organización firme que, copiando el modelo de las unidades básicas, tuviese una estructura piramidal capaz de obtener beneficios a partir de su trabajo por y para quienes rigen los destinos de la institución. Esta “proto barra brava” tuvo en La Boca nombre y apellido: “La Barra de Cocusa”, por el apodo de su enigmático líder, que comenzó a ocupar el centro de la tribuna y a organizar, junto a Jorge Corea y el Negro Bombón, el grupo de aliento y presión azul y oro.
En este marco de creciente efervescencia social, la Bombonera fue clausurada por varias fechas tras serios incidentes en un partido del torneo de 1958 contra Racing. Y la AFA decidió mandar a Boca a oficiar de local en cancha de San Lorenzo. Jugó contra Huracán por la fecha 17 del torneo de Primera División y hubo disturbios a la salida del partido, que provocaron la inmediata represión de la Guardia de Infantería. Los medios de la época reflejan la pelea como una batalla entre dos grupos organizados, dejando en claro que ya no era únicamente una muchedumbre espontánea la seguidora de Boca, sino que un grupo compacto la lideraba. Faltaba poco para que ese mismo grupo se decidiera a conseguir prebendas a cambio de funcionar como el brazo armado de dirigentes y de generar el aliento organizado.
Los periodistas Ariel Scher y Héctor Palomino sitúan en el libro Fútbol, pasión de multitudes y de elites el comienzo del fenómeno cerca de mediados de la década del 60. “Las barras bravas se habían tornado en esos años en un componente fácil de diferenciar de la masa total de asistentes, una masa que a la vez reconocía sin dudas la diferenciación. Las barras bravas aparecieron como grupos consolidados y relacionados con algunos dirigentes de los respectivos clubes. Con ese respaldo, su poder y capacidad de acción se incrementaron rápidamente, haciendo crecer paralelamente la cifra de hechos violentos en los estadios de fútbol.”
Con sólo echarle un vistazo a la cantidad de muertes en el fútbol —que pasó de doce en sus primeros veinticinco años de profesionalismo a las más de doscientas que pueden contarse hoy— se conviene rápidamente en que el surgimiento de las barras organizadas, bancadas por la dirigencia de los clubes y los partidos políticos, fueron el aspecto clave del incremento de la violencia. En ese marco nace La Doce. No es casual que lo haga al abrigo del nuevo presidente del club, Alberto J. Armando, un self-made man que desde cadete había logrado escalar en la Ford hasta convertirse en un hombre de fortuna. El dirigente boquense reprodujo en el club el modelo de gobierno que había mamado en el justicialismo (durante la segunda presidencia de Perón fue proveedor de autos para la Policía Federal, a la vez que presidió Boca en el período 54/55, dejando su función tras el golpe militar que derrocó al General). Sabía que tener un grupo de presión de su lado fortalecería su poder y lo haría eternizarse en el cargo, tal como finalmente sucedió. Armando fue el dirigente que pasó mayor cantidad de tiempo al frente de Boca: veintitrés años, con veintiuno de ellos de gobierno consecutivo entre 1959 y 1980.
Boca ya era por entonces un país aparte, gigante, capaz de mover multitudes. Y el grupo anárquico que lideraba los cánticos vio, en las nuevas formas en que Armando se acercaba a ellos, la posibilidad de introducirse en el mundo institucional del club como grupo de presión, incluso tomando beneficios económicos a cambio. El visionario en esta materia fue Enrique Ocampo, que reemplazó a Cocusa como referente de La Doce y que para fines de la década del 60 cambiaría su nombre por un apodo más contundente: Quique el Carnicero. Oriundo de La Boca, fanático de la azul y oro y con la idea de que la concentración del poder de la barra debía quedar en pocas manos, Quique armó a La Doce cual ejército prusiano: obediencia a su general y delegación del poder sólo en tres lugartenientes, Carlos Varani, alias el Capitán, el Viejo Carrascosa y el Alemán. También formaban parte de ese círculo áulico el gordo Upa y el uruguayo Chupamiel. Por entonces, el primer anillo de La Doce tenía veinte miembros, todos hombres del barrio, la mayoría entre veinte y treinta años. “Quique no aceptaba guachitos”, contaría años después Rafael Di Zeo, algo despechado porque cuando quiso ingresar a la barra, a los catorce años, fue dejado de lado por el Carnicero.
Ocampo tenía en claro que el negocio consistía en ganar respeto a fuerza de puños contra las barras rivales y mostrar cómo su influencia en la tribuna podía beneficiar o perjudicar al poder político de turno. La primera aparición organizada de La Doce, según relatan los barras más antiguos, no fue contra River, como muchos suponen, sino contra Vélez, en el antiguo Amalfitani. La presentación en sociedad se hizo en un baldío situado en Juan B. Justo y Alcaraz. Esa tarde, con la captura de tres banderas, La Doce comenzaba como brazo armado un accionar que no se detendría jamás.
Luis María Bortnik era el secretario general de Boca, la mano derecha de Armando, el hombre que conocía hasta qué baldosa estaban pisando los jugadores y los hinchas por el barrio. Si a él acudió Quique Ocampo cuando ganó la primera batalla y se presentó en sociedad, o si Bortnik lo apalabró para ponerlo de su lado, es algo que permanecerá ya en el mundo del secreto. Cuando ya había dejado la profesión de barra y se ganaba la vida vendiendo su historia y merchandising de Boca en el negocio “La glorieta de Quique”, justo frente a la Bombonera, Ocampo, poco afecto a narrar las peripecias de sus días como jefe de la barra (básicamente por el penoso final que tuvo a manos del Abuelo), dio su versión de cómo sucedieron las cosas, contando que fue el propio Bortnik quien se acercó a él, por pedido de Alberto J. Armando. Distinta es la versión narrada por el ex dirigente de Boca. Entrevistado por Gustavo Veiga para el libro Donde manda la patota, Bortnik afirmó: “La barra empieza a ejercer influencia en el 62, 63. Los mangazos para los viajes se iniciaron con la Copa Libertadores [que comienza a jugarse en 1960 y de la cual Boca fue subcampeón en 1963]. Recuerdo que les conseguíamos entradas pero nunca les pagábamos los traslados. Aunque antes no se viajaba tanto, los dirigentes veíamos que esa hinchada era necesaria. No por la violencia, sino por el aliento que terminaba contagiando a los jugadores. Había oportunidades en que Boca no jugaba bien en los primeros tiempos y esta gente comenzaba a gritar. Al final contagiaba a los demás y el equipo entonces daba vuelta muchos partidos.
—¿Cómo se establecía el vínculo con este grupo?
—Yo los reunía en el club. En la mesa donde sesionaba la comisión directiva. Cuando ellos tenían un problema o estaban enojados porque pensaban que un jugador iba a menos o que el técnico no servía, los citaba en la sede y hablábamos. Eran tiempos en que gobernaba Armando, pero como él no venía nunca por la sede, ellos recurrían a mí”.
Con la venia dirigencial, Quique se convirtió en el primer jefe de La Doce. Fue el precursor de lo que hoy se conoce como barra brava, el que entendió que la violencia servía para generar un negocio. Se instalaba en La Candela con sus adeptos casi a diario, y desde allí armaba su red de relaciones con futbolistas y directores técnicos. De estos últimos fue Juan Carlos Lorenzo el que mejor entendió la importancia de contar con la barra. Los dejaba presenciar las prácticas y hasta les explicaba por qué jugaba un determinado futbolista y no otro. Era una relación de conveniencia: la barra no le pateaba en contra, y el DT colaboraba monetariamente y convencía al plantel para ayudar a los “muchachos”. La conexión llegó a un grado tal que cuando el Toto Lorenzo dejó la dirección técnica de Boca en 1979, en el centro de la cancha hubo un intercambio de plaquetas: Quique le entregó una cuadrada, confeccionada en plata, con la leyenda “El jugador Número 12 al Toto Lorenzo, por todo lo que hizo por Boca”, mientras que el Toto le entregó una al propio Quique. Era el lustroso broche de una relación sellada a fuego. Al respecto, y sobre los comienzos de la formación de la barra, Antonio Rattín supo comentar: “Había un grupito que venía a las prácticas y nos alentaba permanentemente. Eran los mismos que después, los días de partido, lideraban los cantos de la tribuna. Siempre era bueno tenerlos ahí, gritando, porque en los momentos difíciles te daban un plus para seguir corriendo. Y en la Bombonera yo me acuerdo de ver las caras de los rivales, pálidos cuando todo el estadio empezaba a cantar. Los que ganábamos los partidos éramos los jugadores, pero la hinchada de Boca siempre hizo su parte. Pero ojo, que aquel grupo no tiene nada que ver con lo que hoy se conoce como barra brava. No extorsionaban, no apretaban a nadie del club. Podían pedir alguna colaboración para acompañar al plantel, o para comprar entradas para quienes no tenían. Y si uno quería, colaboraba. No había obligación, pero la mayoría sabía que la hinchada, que te seguía a todas partes, hacía un gran esfuerzo y no estaba de más colaborar para tenerlos siempre ahí, donde jugábamos, alentando”.
Gracias a esa relación con los jugadores y con los técnicos y al soporte institucional de la dirigencia, el poder de Quique no paró de crecer. Y hubo un suceso que para algunos marcó de modo definitivo la relación posterior de las barras con el Estado, representado en la Policía Federal. Son muchas las versiones de lo que ocurrió aquel domingo 23 de junio de 1968 en el Monumental. Se enfrentaban River y Boca por el Interzonal de la 17ª fecha del Metropolitano, y el partido discurría en un 0-0 insípido, sin mayores emociones. La gente de Boca comenzó a retirarse del estadio. El grueso de quienes se ubicaban en la popular iban hacia la salida de la puerta 12, por las escaleras que actualmente conducen del sector L de la tribuna Centenario hacia la calle. Nadie pudo explicar exactamente por qué las puertas tijera ubicadas en la entrada no fueron abiertas en su totalidad, como ocurría en todos los partidos desde los quince minutos del segundo tiempo. La versión que cuentan los actuales capos de La Doce, citando a los viejos jefes de la barra, dice que la Policía Federal obligó a dejarlas entrecerradas porque la idea era identificar y atrapar a los miembros más importantes de la barra, para domesticarlos según el poder de los uniformados y las necesidades políticas de la época. El poder de La Doce venía en alza y los enfrentamientos entre los violentos ponían en jaque a la Federal, que todos los lunes veía cómo las crónicas deportivas hablaban del espiral de violencia en el fútbol, sin que la Policía pudiera controlarlo. Además, la identificación de La Doce con el justicialismo y con Perón era una piedra en el zapato del presidente de facto Juan Carlos Onganía. Cada domingo, el poder político veía cómo el líder proscripto reaparecía con toda la fuerza en la voz de los hinchas. El descabezamiento de la barra, decían, terminaría con esta práctica, pues suponían que no era una expresión espontánea de la masa sino una movida organizada, con la barra como punta de iceberg. Así, la tragedia estaba al alcance de la mano, y ocurrió. Setenta y un hinchas murieron en aquella tarde. Otros sesenta quedaron heridos. El promedio de edad de las víctimas era de diecinueve años y por eso la causa recayó en un juez de Menores, Oscar Hermelo. Sus investigaciones lo llevaron, dos meses después de la tragedia, a dictarles prisión preventiva a Américo Di Vietro y Marcelino Cabrera, intendente y capataz de River, y disponer un embargo de doscientos millones contra ambos y contra el club. Era una trampa mortal, y las explicaciones posteriores de la dirigencia de River y de la Policía no dejaron satisfecho a nadie, salvo a los integrantes de la Sala Cuarta de la Cámara de Apelaciones, a la que habían recurrido los procesados y el club.
Las puertas estaban abiertas; ésa fue la explicación oficial, avalada por el ministro del Interior, Guillermo Borda. La Policía le echó la culpa a los hinchas, asegurando que bajaban cometiendo disturbios y que cuando la Montada actuó para dispersarlos, intentaron subir y produjeron un tapón que ofició como un natural preludio de la tragedia. La Sala, integrada por los jueces Raúl Munilla Lacasa, Jorge Quiroga y Ventura Esteves, sobreseyó a ambos imputados, levantando el embargo. Los tres camaristas consideraron que las pruebas demostraban que, antes de terminar el partido, todos los obstáculos habían sido removidos. Los familiares, patrocinados por los abogados Marcos Hardy y Carmen Palumbo, recurrieron en queja a la Corte. Pero los máximos magistrados de la Argentina dejaron pasar el tiempo sin fallar. A un año de la tragedia, los querellantes desistieron del recurso. Mientras tanto, la AFA ofreció una indemnización a los familiares a condición de eludir cualquier instancia judicial. Finalmente, no hubo culpables. Pero la Policía entendió ese día que la barra era un lugar de poder al que convenía tener como aliado. La última pata del negocio comenzaba a funcionar a pleno.
Quique, fanático de Boca, se convirtió en un empresario autónomo de la violencia. Lo primero que hizo fue ampliar su círculo de seguidores, pero siempre manteniéndolo a un nivel manejable. Para 1973, Enrique Ocampo, quien cambió su nombre por el ciertamente más explícito Quique el Carnicero, tenía un grupo de choque con cuarenta integrantes, que le respondía ciegamente pero exigía algo más que una membresía vip de la hinchada de Boca. Ya no alcanzaba con las camisetas firmadas por el plantel, para exhibir orgullosos en el barrio. Ya no alcanzaba con comer un asado por mes con el Toto Lorenzo en La Candela. Se necesitaba bastante más. El primer paso fue ingresar gratis a la cancha en forma institucional. Los cuarenta miembros de la barra ya no pagaban entrada por orden de Luis María Bortnik. Pero Quique intuyó que el primer financiamiento podía provenir justamente de aquel beneficio. Reclamar entradas y además ingresar gratis. Resultado: la reventa de localidades comenzó a gestarse como negocio. Y para eso, el capo llegó a un acuerdo con el club.
“Quique lideraba al grupo más representativo de la hinchada. Su gente podía arruinar o levantar un partido. Así que cada vez que tenía algún reclamo para hacernos, yo lo atendía con mucho gusto”, recuerda Bortnik en el libro de Veiga. Y el primer reclamo de Quique se extendería después como práctica habitual en todas las barras. El pedido de entradas para calmar a las fieras bajo el pretexto de que no tenían plata. Reclamo también satisfecho. “Él venía, me hablaba, yo lo escuchaba y trataba de arreglar las cosas. Hasta que un día alcanzamos un convenio. Ellos necesitaban cincuenta entradas. Nosotros se las dimos y resolvimos el tema”, agregó el ya fallecido ex dirigente.
No fue una buena manera de solucionar el asunto. El manejo de entradas de favor y su posterior reventa amplió el poder de Quique en el barrio y en el club. Y así empezó a frecuentar reuniones de comisión directiva e incluso a tener exigencias insólitas, como meterse en los aspectos futbolísticos y económicos de la institución. “Él tenía mucha relación con el plantel. Venía y me decía: ‘Esto va mal, hay que cambiar aquello’, y charlábamos, porque siempre se presentaba muy educadamente. Llegó a traer un contador porque alguna fracción política de la oposición le soplaba que estábamos trampeando tal o cual cosa en el balance. Entonces yo les mostraba los libros para que vieran que no había ninguna irregularidad. Era una relación cordial”, admitió Bortnik.
La relación cordial se sostenía además en la mensualidad que Alberto J. Armando le pasaba a Quique para que la barra no se le fuera de las manos: el Puma sabía que la mejor manera de conservar intacto su poder era no tener los domingos un estadio cantándole en contra. Y Quique, además de entradas y efectivo, también consiguió otro elemento para sus muchachos: almuerzo gratis los días de partido y el peaje para que los puesteros de la Bombonera pudieran vender sin problemas sus choripanes y gaseosas. Promediaba la década del setenta y la barra ya daba sus ganancias. Pero Quique entendía que, si abría el grifo, esto podría resultar peligroso para su poder político y económico. Mantuvo firme su núcleo duro, donde estaban su segundo, Carlos Varani, alias el Capitán; Roberto Ferreyra Silvera, alias Pechuga —otro peso pesado a la hora de las decisiones—, y un grupo de choque integrado por el gordo Upa, el Alemán, Carrascosa y la bandita de pibes de La Boca, San Martín y Ballester que lideraban Eduardo Regueiro, alias el Chueco, y Julio Ambronosi, alias Chacarita. Incluso domesticó a un sector que desde mediados de la década comenzó a ubicarse en el costado derecho de la barra, en diagonal a donde se ubican hoy los palcos de la remodelada Bombonera: la banda del Oeste, con asiento en Lugano, Villa Martelli, Ciudadela, Morón y El Palomar, comandada por un hombre de San Justo llamado José Barritta, que hacía cuatro años venía frecuentando la segunda bandeja. La historia y la leyenda coinciden en señalar que 1975 fue el año que marcó el ingreso de Barritta —o “El Abuelo”— a La Doce. Seis años más tarde sería el número uno.
Lo cierto es que las maniobras de Quique y los suyos para mantenerse en el poder reproducían modelos de violencia patoteril y gangsteril. “Cuando yo dejé de ir a la platea con mi viejo y empecé a ir a la popular con mis amigos de Lugano, quisimos entrar a la barra. Pero con Quique era imposible. Era muy cerrado, terrible, y apenas veía que tratabas de meterte en su círculo te mandaba a echar, y si insistías te agarraban entre cuatro, te arrastraban a los pasillos de la Bombonera y te quemaban con fasos”, cuenta Rafael Di Zeo sobre la época del reinado de Quique. Uno de esos enfrentamientos internos terminó con la vida de un hombre inocente. El 17 de octubre de 1976, durante el Metropolitano de ese año, Boca visitaba a Independiente en Avellaneda. Se produjo una gresca descomunal en la hinchada visitante, que comenzó por una pelea interna. Duró casi veinte minutos y, cuando los ánimos se calmaron, quedó tirado en el cemento el cuerpo sin vida de Jacobo Sitas, un hincha de cincuenta y cinco años, quien falleció por un infarto. Muerte natural, dictaminó el forense y nadie fue preso. Así se manejaban las cosas en la época del Carnicero.
“Él no dejaba entrar a nadie y no entendía que de esa manera lo único que se ganaba era el odio de los que quedábamos afuera. Muchas veces escuchábamos por ahí que lo querían bajar y nosotros estábamos de acuerdo, pero Quique tenía todo el apoyo de los dirigentes, del Toto Lorenzo, de los jugadores y principalmente de la yuta. Se hacía muy complicado. Por eso, si bien él mantenía el poder, se fueron armando banditas alrededor. Yo, por ejemplo, armé una y empezamos a ir a la tribuna de enfrente, hasta que en un par de años teníamos los combates suficientes como para ir a La Doce y plantarnos”, agrega Di Zeo sobre sus comienzos en la barra, dando una exacta descripción de lo que sería el comienzo del fin para Quique. Porque si bien el Carnicero tenía el apoyo superestructural, paradójicamente los triunfos deportivos de Boca empezaron a minar su base. La época de la plata dulce y el deme dos no sólo la usufructuaba la clase media y alta a fuerza de la sangre derramada por la dictadura y de un devastador desmonte del aparato productivo nacional. La barra también tenía las prebendas de un dólar barato, y apoyada en los triunfos del equipo, empezó a viajar por América. Estaba claro que en los tours por la Copa Libertadores había dinero para gastar, y el nivel de vida de Quique tuvo un cambio considerable. Puso una parrilla en La Boca, cambió el auto y decidió que con entregar migajas al grupo más íntimo y antiguo de la barra era suficiente.
Fue un error. Un grandísimo error. Porque el segundo anillo de La Doce comenzó a trabar alianza con el Abuelo, cuyo poder venía engordando desde 1979. Y fue el Abuelo quien, inteligentemente, buscó el apoyo de los grupos desplazados por Quique. Primero consiguió al del Chueco y Chacarita, que vieron en Barritta la posibilidad de tener el poder negado por Ocampo. En ese grupo ya comenzaba a pisar fuerte otro hombre que vivía en las cercanías del estadio, Santiago Lancry, por entonces conocido como el Gitano y que hacía trabajos para el puntero radical de La Boca Carlos Bello. Una vez consolidado este grupo base, el Abuelo se alió con Miguel Manzanita Santoro, que ya lideraba el grupo de Lugano, donde militaba Rafael Di Zeo. Consiguió el apoyo de Jorge Almirón, que tenía una bandita de adolescentes con asiento en Ingeniero Budge. Y metió un grupo de San Justo, identificado con Almirante Brown los sábados y con Boca el domingo. Un año y medio duró el proceso de acumulación de poder. En ese tiempo, cuando ya era el segundo polo de autoridad en la barra, intentó negociar con Quique. Pero el Carnicero, en la mayor omnipotencia, no vio su final. Las derrotas de aquel Boca penoso de 1980, dirigido por Antonio Rattín, también hicieron lo suyo. Y con la nueva década, cambiaría para siempre el poder en la barra más grande de la Argentina. En una batalla que aún se recuerda, el Abuelo ganó para siempre la conducción de La Doce, la cual mantendría durante catorce años bajo su estricto mando y poder.
Hay muchas versiones acerca de cómo y cuándo Quique el Carnicero perdió la barra a manos del Abuelo. La más cándida, la de Enrique Ocampo, fue que estaba cansado de liderarla y había decidido disfrutar de Boca desde otro lugar, más pacífico. Tenía como medios de subsistencia el negocio en la esquina de Brandsen y Del Valle Iberlucea, “La glorieta de Quique”, para vender todo tipo de merchandising del club (que por aquel momento, claro, era sin licencia oficial), y una parrilla al paso justo frente a la Bombonera. Pero la versión más difundida, reflejada en el libro Barra brava de Boca: el juicio, de Marcelo Parrilli, apunta a que la cuestión se dirimió en 1980, en un enfrentamiento en Plaza Matheu. Ese hecho existió en realidad, pero sucedió el 28 de junio del 81 y fue el corolario de una verdadera batalla, producida cuatro días antes en Rosario. Sí, muy lejos de la Bombonera se dio el enfrentamiento que dejaría a Quique sin el poder de La Doce. Boca, líder del Metropolitano 81, había viajado para jugar contra Newell’s. El tema de los vueltos que Ocampo se guardaba ya estaba fuertemente instalado. El Abuelo quiso hacer el último arreglo: ofreció dividir un cincuenta por ciento de los ingresos para cada banda. Quique se negó rotundamente. Entonces, antes del partido, la barra del Abuelo rodeó a la del Carnicero y a unas quince cuadras del Parque Independencia, a puño limpio, ganó la primacía. Esa tarde, frente a Newell’s, fue el primer partido en que José Barritta se ubicó en el centro de la tribuna. Para coronar su plan había llevado a un grupo de apoyo de obreros metalúrgicos que respondía a Lorenzo Miguel. Fue la última batalla de La Doce sin armas de fuego.
Al domingo siguiente, por la fecha 26 del torneo, Boca debía jugar con Independiente de local. Si bien el Abuelo ya pisaba fuerte, todavía no había ganado definitivamente la contienda. Quique el Carnicero planeó una última movida para contraatacar y volver a ocupar el lugar perdido en Rosario días atrás. Toda la semana hizo contactos con la dirigencia de Boca y con la Federal para tener los cabos bien sujetos el domingo, el día en que pensaba domesticar al Abuelo. Aunque Martín Benito Noel, presidente de Boca en ese momento, no estaba muy seguro de hasta dónde apoyar la movida de Quique, el perfil muy violento de Barritta lo convenció. La Comisaría 24 ya estaba alertada. El domingo, antes de que el Abuelo pudiera llegar a Casa Amarilla, lugar de reunión para liderar por primera vez de local a la barra, mientras aún estuviese a bordo del Fiat 128 en el que acostumbraba moverse, los oficiales del operativo iban a provocarlo, para después meterlo preso bajo amenaza de resistencia a la autoridad. El plan se llevó adelante tan meticulosamente como había sido organizado. El Abuelo fue detenido a seis cuadras de la Bombonera y lo llevaron a la comisaría para levantarle cargos. Pero la Federal cometió un error: sólo se llevó al Abuelo y dejó seguir a sus acompañantes, el Chueco, el Cholo y Manzanita Santoro. Al llegar a Casa Amarilla empezaron a correr la voz de lo ocurrido. El Cabezón Lancry, merced a sus contactos con Carlos Bello, el mentado líder político de la zona, no tardó mucho en averiguar lo que había pasado. Entonces, los incondicionales al Abuelo fueron hasta la Plaza Matheu, donde Quique reorganizaba sus fuerzas. Y ahí se desató la batalla final.
Recién había pasado el mediodía. Los hombres de Quique no eran más de cuarenta. Los del Abuelo redoblaban el número. Y también las armas. Ni siquiera hubo discusión. Apenas llegaron las huestes del nuevo líder, se planteó la contienda. No duró mucho. En menos de veinte minutos, la gente de Quique comenzó a replegarse hacia Caminito. Pero los del Abuelo fueron por más. La leyenda sostiene que la corrida duró ocho cuadras y que se escucharon muchos disparos. Cuando la Federal tomó conocimiento de lo sucedido, quiso negociar. Pero la gente del Abuelo puso sus condiciones: para parar la guerra tenían que soltar a José Barritta. La Policía accedió. Fue la institucionalización del nuevo líder. Poco después de las tres de la tarde, el Abuelo abandonaba la Comisaría 24 y rumbeaba hacia la cancha a la cabeza de La Doce. Quince minutos antes del comienzo del partido apareció en el centro del paravalanchas destinado a la jefatura de la barra. El “Dale Bo” retumbó como nunca. La Doce había cambiado de manos.
Pero José Barritta sabía que debía demostrarle al mundo que la barra la había ganado él. Las circunstancias lo ayudaban. Boca venía perdiendo puntos aceleradamente (desde aquel partido con Independiente había acumulado cuatro empates al hilo y Ferro se le venía encima). Si el Xeneize no reaccionaba, el campeonato tan anhelado por la hinchada se le iba a escapar. No lo pensó mucho: organizó junto a un grupo de sus más fieles acólitos una visita a la concentración en la noche del martes 14 de julio. Era una doble jugada: mostrar quién era el nuevo jefe de La Doce y, si Boca salía campeón, legitimarse ante los hinchas. Y también dejarle en claro a la nueva dirigencia, encabezada por Martín Benito Noel, la certeza de lo que les venía diciendo desde que Armando había perdido el poder: Quique era boleta y una nueva presidencia debía contar con una nueva barra, sin ataduras con el pasado ni con la oposición.
“Entonces los muchachos coparon La Candela, allá en San Justo. Yo estaba esperando para usar el teléfono, para llamarla a la Claudia. Y el Mono Perotti no cortaba. Era una salita donde estaba el teléfono, casi en la entrada. Cuando miro alrededor, había como dos mil personas adentro de la salita de ping pong. Era la barra: se metían en las habitaciones, el Abuelo, todos. Vi revólveres, revólveres de verdad. Miré por la ventana y vi que en el estacionamiento había como diez autos, eran todos de ellos. Le querían pegar al Tano Pernía, al Ruso Ribolzi, a Pancho Sá. Yo no lo podía creer. Y el Abuelo me insistía: ‘Mirá Diego, los diarios dicen que algunos de éstos no te quieren pasar el fulbo, que no quieren correr para vos, así que apuntanos a los que te tiran al bombo, y nosotros nos encargamos, que si no corren, los amasijamos a todos’. ¡Era una locura! Porque yo venía como figura, todo lo que quieran, la gente me adoraba, pero… ¡Estaban todos locos! Y Silvio Marzolini que no venía, estaba escondido. Y el Abuelo habló otra vez: ‘Bueno, bueno. Jueguen, pero mejor que corran, mejor que corran porque si no los reventamos a todos’. Y ahí me planté: ‘¿Cómo que nos van a matar si no corremos, viejo? Escuchame…’ Fue cuando el Abuelo me dijo: ‘Con vos no, nene. Vos vas a ser capitán, vos sos el representante nuestro, vos quisiste venir a Boca’. Y ahí nomás se fueron. En 1981 yo tenía veinte años, nada más, y encaré a todos los tauras de Boca. Le hice frente al Abuelo. Ese día me gané el respeto de todos. De la barra pero también de todo el plantel. Porque no me conocían a mí. A mí me conocían como el Maradona que jugaba a la pelota, pero ahí se dieron cuenta de que a mis compañeros también los podía defender afuera de la cancha.”
El minucioso relato de la entrada en escena del Abuelo lo narró Diego Maradona en Yo soy el Diego de la gente, escrito por Daniel Arcucci y Ernesto Cherquis Bialo. Pero otros miembros del plantel y de la propia barra tienen un recuerdo distinto de lo que ocurrió aquel día. Es cierto que La Doce irrumpió en La Candela como un grupo comando. José Barritta había llevado una fuerza de choque de cerca de cuarenta acólitos, para demostrar que el grueso de la barra le respondía a él. Interceptaron a la gente de seguridad del predio y le hicieron cortar una fase de luz de La Candela, la de las habitaciones. E ingresaron a los gritos. Perotti quiso seguir hablando con su mujer, pero el Chueco Reguero, que venía escalando posiciones y se convertiría en breve en el número dos del Abuelo, le cortó el teléfono para mostrarle que la cosa venía en serio. Diego estaba ahí, esperando para hablar, y según los relatos no salía de su asombro. Fue el propio Chueco quien les dijo: “Ustedes dos vienen para acá, que el Abuelo les va a hablar”. El “para acá” implicaba ir hasta el salón donde comía el plantel. Ahí volvieron a dar luz. Una vez reunidos todos los jugadores, el Abuelo dejó un revolver sobre una mesa de ping pong, bien a la vista, tomó la palabra y amenazó con que si no le ganaban a Estudiantes, en la trigésima fecha del torneo, al final del partido la visita iba a ser más violenta. El primero en tratar de pararlo fue Jorge Ribolzi, pero apenas alzó la voz el Abuelo lo cortó: “Vos no tenés nada que opinar. Ganan o son boleta. Y pásenle el fulbo al pibe, eh”. Fue ahí, según varios participantes de la reunión, cuando Diego intercedió para mediar. Pero a diferencia del relato del Diez en su libro, tampoco lo dejaron hablar bajo el pretexto de “con vos no es la cosa”. El único orador por parte de los jugadores fue Roberto Mouzo, en su carácter de veterano del plantel. Barritta lo respetaba a Mouzo por dos cualidades: matarse por la camiseta y ser el interlocutor con el plantel cada vez que era necesaria una colecta “para los muchachos”.
“A mí me respetaban porque era el capitán, y el respeto era mutuo”, recuerda Mouzo. “Yo nunca los banqué, jamás pagué por aliento, pero sí es cierto que cuando tenían inquietudes, reunía al plantel y les expresaba lo que pedían, y el que quería poner, ponía. La plata iba en sobre cerrado, así que salvo yo nadie sabía quién aportaba. En ese momento me dejaron hablar y les dije que se quedaran tranquilos, que íbamos a salir campeones y que a Diego nadie lo tiraba al bombo, que era el mejor jugador del país y que cómo lo íbamos a desaprovechar. Ahí se quedaron un poco más tranquilos, aunque Barritta seguía con eso de que había que ganar como sea, que sino iban a volver. Por suerte ganamos, después salimos campeones y todo el mundo festejó.”