«¡París cambia!... Todo para mí deviene alegoría», escribió Baudelaire. Período de transformaciones: de la ciudad medieval emerge la ciudad moderna. La luz de gas, que reemplaza a los faroles de aceite, casi enceguece a los paseantes que se lanzan a las calles en las noches sin término. Viejos barrios son demolidos y a los antiguos bulevares les suceden otros que atraviesan la ciudad antigua. Los cafés irrumpen con sus mesas en las terrazas y las aceras. Se inauguran nuevos templos: los grandes almacenes convocan a las multitudes como antes las catedrales.
Cuando Baudelaire nace, Napoleón muere. El mismo año: 1821. En esa fecha, los combates continúan, libre el espacio que el arrebato bonapartista había ocupado audazmente. El histórico acontecimiento de 1789 continuará dirimiéndose entre republicanos y monárquicos, entre revolución y restauración, a lo largo de casi un siglo, hasta el triunfo definitivo de la República moderna en 1880. Aunque la Restauración se sigue abriendo paso, no consigue revocar ni la herencia de 1789 ni la napoleónica. Al Terror Blanco responden numerosas sociedades secretas revolucionarias; la conspiración no cesa, el olor insurreccional no se disipa, la atmósfera se caldea cada vez más. En julio de 1830 en París reviven las conflagraciones y el rey Carlos X es obligado a abdicar. París es la capitana de las insurrecciones, la ciudad de las barricadas, un gran laboratorio político y el objeto de la transformación urbana más importante experimentada en Europa en el siglo XIX. Entre la revolución de julio de 1830 y el golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte de 1851, los levantamientos populares se suceden constantemente. En febrero de 1831 ocurren en un acto en memoria del duque de Berry, mientras en noviembre tienen lugar en Lyon. En junio de 1832, el entierro del general republicano Lamarque da lugar a la toma popular de la parte este de la ciudad. En 1834 hay una nueva insurrección en Lyon y revueltas y masacre en París. En 1839, la marcha de Blanqui y Babès amenaza al gobierno. En 1848, de la revolucçión de febrero emerge la Segunda República, custodiada por la rebelión socialista de junio.
Baudelaire nació en un piso de la rue Hautefeuille, número 13. La dirección está en el centro del barrio latino, uno de los más antiguos de la ciudad vieja. El que fuera el centro universitario, el de los jóvenes, era también uno de los núcleos de la resistencia, un barrio de grandes barricadas. Sus calles estrechas se atestaban de montículos de piedra y toneles de madera; allí, en su infancia y en su juventud Baudelaire será contemporáneo de las rebeliones llevadas a cabo bajo el signo de los hombres de 1789. Crecerá con el estrépito de los cortejos militares, el olor de la pólvora, el humo de las fogatas y las barricadas, el coro que entonan las multitudes en marcha. Baudelaire vivió en el barrio latino hasta los once años, hasta 1832, cuando la familia fue a Lyon. Al regresar en 1836, volvió a las mismas calles, en las que pasó más de la mitad de su vida, cerca del Sena, Notre Dame, la Sainte Chapelle, el Liceo Louis-le-Grand, antiguo, prestigioso y monumental, que habían frecuentado Voltaire y Diderot, Robespierre, Sade y Hugo. Hacia arriba, por el bulevar Saint-Michel, a pocas calles estaban los jardines de Luxemburgo; hacia abajo, las islas de la Cité y de Saint-Louis.
Esa casa de la rue Hautefeuille, ya desaparecida, fue evocada por el hombre maduro, nostálgico: «viejo mobiliario Luis XVI, antigüedades, estilo consulado, dibujos a pastel, sociedad del siglo XVIII».
La infancia —escribió Baudelaire— es el tiempo de la novedad y la ebriedad; cuando «la sensibilidad ocupa casi todo el ser del niño».1
Según el testimonio de sus amigos, él solía recordar los paseos de la mano de su padre, un hombre de largos cabellos blancos, por el Jardín de Luxemburgo, cuando aún era un niño.2 Desde la casa familiar, situada a pocos pasos de lo que hoy es el encuentro de los bulevares Saint-Michel y Saint-Germain des Pres, padre e hijo subían una leve colina para llegar al palacio que mandara construir María de Médicis. Ese museo al aire libre, con sus dos grandes fuentes y su galería de dioses, santas y reinas, ayudaba a François Baudelaire a impartir bajo los árboles las primeras lecciones de arte a su hijo. El viejo espantaba a los perros con su bastón, revivía su antigua condición de preceptor privado y su nunca desmentida pasión artística, mientras el pequeño Charles iniciaba en silencio su intensa afición a las imágenes, conservada como una hermosa prebenda a lo largo de su vida, que le llevó a convertirse después en el gran crítico de arte de su siglo en Francia y a proponerse «glorificar el culto a las imágenes (mi gran, mi única, mi primitiva pasión)».
La casa familiar albergaba en ese tiempo a los esposos François y Caroline, a Charles y a Alphonse, dieciséis años mayor que el pequeño, y a dos sirvientas. El piso, grande y digno, tiene muebles antiguos, estilo Luis XVI, y está colmado de imágenes. François conservaba los cuadros de su primera esposa, y los suyos: veintiún acuarelas y ocho óleos cubrían las paredes del salón, que ostentaba en los flancos esculturas de pedestal de Apolo y Venus y bustos de Cleopatra y Hermafrodita. Grabados y dibujos, visibles aquí y allá, eran otras huellas de que la primera familia Baudelaire amaba el arte. Caroline llegó allí en 1819, fecha del matrimonio, pero su carácter no parece haber prevalecido en ese escenario del pasado. «Gusto permanente, desde entonces, por todas las imágenes y todas las representaciones plásticas», escribirá Baudelaire en una nota autobiográfica.
En esa casa cada uno tiene su habitación, pero la de François es la más grande, tanto que le sirve de despacho, biblioteca y alcoba. Como en toda vivienda familiar de esa clase, hay una mesa de billar, junto a la cual el pequeño Charles habrá contemplado con admiración el solaz, las pocas o muchas habilidades de su padre y hermanastro. Tal vez fue en aquellos días que se originó su afición a ese juego, testimoniada más tarde por Gabriel de Gonet, que afirmaba que Baudelaire amaba con pasión el billar y lo jugaba con una coquetería extrema, tomando la punta del taco como una pluma de escribir.3
Pero el viejo Baudelaire murió en 1827 a los sesenta y ocho años de edad, sin que sepamos la causa. Su viuda tenía treinta y tres años; su hijo mayor, veintidós; Charles, apenas seis. La familia así reducida vio menguados sus ingresos y después de pocos meses tuvo que dejar el hogar y vender parte del mobiliario, enseres domésticos, acuarelas, dibujos, grabados, óleos, pasteles, esculturas de yeso y algunos libros. No sabemos qué sintió Baudelaire ante la pérdida de su padre, pero en la vida adulta nunca dejó de honrar su memoria; como hemos dicho, por mucho tiempo llevó consigo su retrato en las inacabables mudanzas, en su erranza interminable, y un día lejano —treinta y cinco años después— en que se siente solo, solo y abatido, sin amigos, sin amante, sin perro y sin gato a quien quejarse, aún sentirá su presencia trascendente, acompañándole: «Sólo tengo el retrato de mi padre —dirá— que está siempre mudo».
En 1827, la muerte del padre habrá tenido para el niño Baudelaire un significado demasiado recóndito para el registro objetivo. A la luz de algunos recuerdos del poeta, quizá sea legítimo imaginar a la madre volcada sobre el hijo, tratando de conjurar el fantasma del desamparo. En todo caso, la viuda y el pequeño pasaron el verano de 1828 en la vecina población de Neuilly, acompañados de una sirvienta. De esa casa veraniega, de esos meses, ha quedado una hermosa evocación en un poema de Las flores del mal citado a menudo cuando se habla de ese período:
Je n’ai pas oublié, voisine de la ville,
Notre blanche maison, petite mais tranquille;
...
Et le soleil, le soir, ruisselant et superbe
Qui, derrière la vitre où se brisait sa gerbe,
Semblait, grand oeil ouvert dans le ciel curieux,
Contempler nos dîners longs et silencieux.*
Compuesta ahora por Caroline y los dos hermanastros, la pequeña familia se mudó primero a un piso (en el número 58) y luego a otro (en el 30) de la rue Saint-André-Des-Arts, muy cerca del Sena y de la primera casa familiar, en el barrio latino. Baudelaire iba a añorar siempre este breve tiempo de intimidad con la madre que la vida le ofreció, este corto interregno en que el primer padre ya no estaba y el segundo aún no hacía su aparición; en que la madre fue sólo suya y gozó del calor del regazo de dos mujeres, Caroline y la buena Mariette, «la sirvienta de gran corazón», de felices memorias:
La servante au grand cœur dont vous étiez jalouse,
Et qui dort son sommeil sous une humble pelouse,
Nous devrions pourtant lui porter quelques fleurs.*
Hay otros recuerdos, pocos pero intensos, que permanecieron cuidadosamente conservados y revivieron en una carta que Baudelaire dirigió a su madre en 1861, a los cuarenta años de edad:
Hubo en mi infancia una época de amor apasionado por ti; escucha y lee sin pudor... la Place Saint-André-Des-Arts y Neuilly. ¡Largos paseos, ternuras perpetuas! Recuerdo los muelles, tan tristes en la tarde. ¡Ah! Ese fue para mí el buen tiempo de las ternuras maternales. Te pido perdón por llamar «buen tiempo» a aquel que fue sin duda malo para ti. Pero yo estaba siempre vivo en ti. Tú eras sólo para mí. Eras a la vez un ídolo y una camarada.
Pero ese tiempo mítico de felicidad propiciado por la exclusividad del amor materno fue pronto interrumpido: el 31 de octubre de 1828, un año y medio después del acontecimiento familiar fúnebre, el Consejo de Tutela de Charles, constituido después de la muerte de François Baudelaire, recibió la notificación de la viuda de su intención de volver a casarse. El elegido era Jacques Aupick, de treinta y nueve años de edad, soltero, francés de origen irlandés, de profesión militar, oficial de la Legión de Honor y ayudante de campo del príncipe de Hohenlohe.
El matrimonio tuvo lugar con una celeridad sorprendente: el 8 de noviembre de 1828, cuando Baudelaire tenía siete años y medio de edad. Casi inmediatamente Caroline Dufays, ahora Aupick, viajó a Creil, un pueblo situado 51 kilómetros al norte de París donde poco después, el 2 de diciembre de ese mismo año, tuvo un parto prematuro y clandestino, una niña muerta. Cuando Caroline se casó estaba pues en un estado de embarazo avanzado. En esos días Charles quizá permaneció en París con Mariette, pues Aupick había regresado a sus ocupaciones militares.
En todo caso, la nueva familia se radicó en el número 17 de la rue du Bac, cerca de la vivienda de la rue Saint-André-Des-Arts, ahora habitada sólo por Alphonse, que permaneció allí hasta el año siguiente, fecha de su matrimonio. En su nueva vida Baudelaire experimentó la añoranza de su hermanastro, que faltaba en casa y por quien preguntaba con frecuencia.4
Fue Jules Buisson, compañero de juventud de Baudelaire, el primero en hablar de una grieta producida en el poeta a causa de este segundo matrimonio de Caroline. «Hubo en su existencia —escribe Buisson— un acontecimiento que no pudo soportar: el segundo matrimonio de su madre. Sobre ese tema era inagotable y su terrible lógica siempre se resumía así: “Cuando se tiene un hijo como yo —el ‘como yo’ quedaba sobrentendido— uno no vuelve a casarse”.»5 En este testimonio apoyó Sartre su teoría según la cual «esta brusca ruptura y la pena consiguiente lo lanzaron sin transición a la existencia personal. Poco antes estaba penetrado por la vida unánime y religiosa de la pareja que formaba con su madre». Según Sartre, fue entonces cuando Baudelaire hizo la «elección originaria» que iba a determinar toda su existencia.6 Esa tesis basada en el psicoanálisis existencial, según la cual la grieta condena al niño a la soledad y, así, a hacer su elección y elegir ser uno, único, a convertirse en otro, distinto de su madre y sus amigos, de todos, «único hasta el terror», como dice Sartre, utiliza un rasgo destacado de la personalidad del Baudelaire adulto —la búsqueda constante de la diferencia— que no puede ser verificado en estos primeros años. La interdicción del incesto que representa la presencia de la figura paterna (la de Aupick) parece, al contrario, haber sido bien asimilada, al menos al comienzo. Ni en el comportamiento infantil ni en los testimonios futuros —la correspondencia y sus escritos íntimos, por ejemplo— encontramos huellas que nos lleven directamente desde la pérdida de la exclusividad maternal y el abandono, al afán de singularizarse, notorio en años posteriores.
Marcel Ruff, uno de los grandes baudelaireanos de este siglo, menciona por su parte la austeridad y la piedad como niebla que colma el clima de la infancia de Baudelaire. «Incluso los mejores recuerdos de Baudelaire —dice— tienen una gris pátina jansenista: recordemos las “cenas largas y silenciosas” en la pequeña casa de Neuilly, e incluso la gravedad de Mariette.»7 ¿Tiene algo que ver la melancolía baudelaireana con esa atmósfera? Mirada en su conjunto, bien podemos imaginar esa infancia invadida por los humores que el horizonte crepuscular provocaba en el viejo François, jubilado y ex cura, «republicano inflexible» y «espíritu cáustico»; por el calor maternal, intenso pero fugitivo; y por el espíritu disciplinado y laborioso de Aupick, que habrían provocado en Baudelaire esa acentuada sensación de soledad a la que se refirió en Mi corazón al desnudo:
Sentimiento de soledad, desde mi infancia. A pesar de la familia (y en medio de los compañeros, sobre todo), sensación de tener un destino eternamente solitario. Sin embargo, intensa afición por la vida y el placer.
Pero no hay que apresurarse a sacar conclusiones. Aunque a los cuarenta años Baudelaire confesó a su madre que no podía olvidar el temor que su padrastro le inspiraba, es mejor mirar los hechos y seguir escuchando al propio poeta:
«Desde mi infancia, tendencia al misticismo. Mis conversaciones con Dios.»
«Cuando era niño, a veces quería ser Papa, pero Papa militar, y otras, actor.»
Y además: «Desde muy pequeño sentí en mi corazón dos sentimientos contradictorios, el horror de la vida y el éxtasis de la vida».
Soledad, temor, misticismo, dolor de la vida, por un lado; deseo de poder, teatralidad, éxtasis de la vida, por otro.
Es Baudelaire el que habla.
No tenemos noticias claras acerca de las primeras actividades escolares de Baudelaire. Lo usual era que los niños fueran enrolados en la escuela a los siete u ocho años, como internos en la misma escuela o en una pensión próxima, así que Baudelaire debió de entrar en 1828 o 1829 en algún establecimiento parisino de buena reputación. Sí se sabe que en 1831, a los diez años, estuvo en el colegio Charlemagne, en la clase de séptimo, y, como interno, en la casa-pensión Bourdon, en la rue Payenne, que gozaba de prestigio «por sus éxitos en los concursos para entrar en las escuelas gubernamentales: Escuela Normal Superior, Escuela Politécnica, Escuela Especial Militar (Saint-Cyr), Escuela Naval».8 Baudelaire no demostraba singularidad alguna pero el régimen de internado pudo provocarle sentimientos de lejanía y abandono («niño abandonado» es el personaje del primer poema de «Spleen e Ideal», en Las flores del mal), y Caroline no debía de estar exenta de sufrimiento pues su marido, que acababa de volver de Argelia después de quince meses de ausencia, comentaba en una carta que «Charles entra en pensión y hay dos ojos rojos»,9 en probable alusión a la tristeza de su mujer.
En el colegio Charlemagne Baudelaire sólo estuvo hasta fines de enero de 1832, cuando madre e hijo tuvieron que partir hacia Lyon, donde estaba destinado Aupick desde noviembre de 1831. «Lyon —dice un estudio sobre estos primeros años— había sido durante mucho tiempo una ciudad de tensiones. La segunda más grande de Francia, Lyon era una ciudad fuertemente industrializada, con masas de obreros insatisfechos por sus condiciones, sensibles por tanto a ideologías políticas que les prometieran una vida mejor.»10 El 22 del mes de noviembre de 1831 los artesanos de la seda, los llamados «canuts», iniciaron allí una insurrección que duró once días, durante los cuales con armas en las manos tomaron cuarteles, tiendas, puestos de guardia y hasta el edificio del ayuntamiento. La ciudad fue evacuada, ocupada como estaba por los rebeldes que protestaban por el estado de ruina a que eran llevados por los talleres industriales. El gobierno respondió sin contemplaciones. Aupick fue llamado el 25 de noviembre y el duque de Orleans y el propio ministro de Guerra visitaron el lugar del conflicto. Un ejército de veintiséis mil hombres y ciento cincuenta cañones fue puesto en acción para sofocar el levantamiento, que se resolvió con seiscientos muertos y unas diez mil personas expulsadas de la ciudad.
Cuando Baudelaire y su madre llegaron a Lyon la revuelta había terminado con la derrota de los obreros, pero en la atmósfera quedaban los miasmas del conflicto, un aire crispado que el niño iba a percibir y describir a su hermanastro Alphonse en sus cartas, como hizo en la del 17 de mayo de 1833, en que se refiere a cierta concentración de saintsimonianos y republicanos en el curso de una anunciada y fallida insurrección, que el general Aymard, superior de su padrastro Aupick, había sabido enfrentar.
A despecho del «sentimiento de soledad» y de ese «destino eternamente solitario» del hombre maduro, que hemos mencionado más arriba, a comienzos de 1832, a los once años, Baudelaire era un niño de una energía y una vivacidad extraordinarias; un muchacho que estaba «siempre en movimiento, siempre sobre un pie o sobre otro», como él mismo dice en dos cartas a su hermano, de 1 de febrero y de 3 de marzo de ese año, mientras cuenta el viaje a Lyon, que duraba tres días y medio en invierno.
Pero en Lyon el vivaz Baudelaire volvió al régimen de internado en la escuela primaria. Entró en el Colegio Real, en la sexta clase, y en la casa-pensión de los esposos Delorme, por falta de plazas en el internado del colegio. Si se portaba bien, una o dos veces al mes era autorizado a salir para visitar a sus padres, instalados no lejos de la pensión, en un apartamento de la place Ampère, primero, y luego en la rue d’Auvergne. Ya es tiempo de decir que en las clases alta y media de Francia era habitual confiar los hijos al sistema de internado. Es cierto que «un niño podía vivir en casa y asistir a la escuela durante el día, pero ésa era la excepción: casi todos vivían o en la escuela o en una pensión calificada y cercana que, con sus propios maestros, funcionaban más o menos como dormitorios conectados con la escuela».11 Tanto Flaubert como Gautier, por ejemplo, ingresaron en sus respectivos colegios como internos, pero el caso del segundo puede darnos una idea más clara de la diversidad de actitudes de los padres frente a ese sistema: a los once años de edad Gautier entró como interno en el colegio Louis-le-Grand, de París, pero no pudo soportar la severidad de la disciplina del establecimiento; sus padres, sensibles al sufrimiento del niño, lo retiraron del colegio y lo inscribieron como externo en el colegio Charlemagne (donde inició su larga amistad con Gérard de Nerval), a cuyas proximidades ellos mismos se mudaron para no tener que confiarlo a una pensión familiar.
El matrimonio Aupick actuó de otro modo. Al hacerlo apelaba a un expediente duro utilizado no sólo como apoyo a las necesidades de la educación tal y como la concebiría Aupick, sino acaso también como propiciatoria medida para comodidad de la vida conyugal. La idea de la educación como arte de disciplina y castigo tal vez explique la inhibición de la pareja en la realización de esfuerzos para mitigar los efectos del internado en el hijo. Tanto es así, por ejemplo, que durante las vacaciones del primer verano en Lyon, en 1832, Baudelaire tuvo que seguir entre los muros del colegio como el resto del año;12 y es así como en febrero de 1834 los Aupick parecen haberse negado a visitar al hijo, castigado por indisciplina. Éste, les rogó:
No queréis venir a verme al colegio como castigo por mis tonterías; pero venid una última vez para darme buenos consejos, para animarme.
Y más adelante:
Si decididamente habéis tomado la decisión de no venir a verme más al colegio antes de que una conducta nueva haya probado un cambio total de mi parte, escribidme, yo guardaré vuestras cartas, y las leeré a menudo para luchar contra mi atolondramiento.13
Durante toda su infancia y su adolescencia luchó Baudelaire contra ese «atolondramiento», y en nada parece haberle ayudado la obstinada decisión de sus padres de mantenerlo internado en pensiones y colegios.
En la pensión Delorme había cinco parisinos, de los cuales Baudelaire siente que sólo puede querer a dos, aunque duda del segundo, porque ha pasado casi toda su vida en Marsella. Siempre tendrá un sentimiento parecido al orgullo de pertenencia a París. En Lyon añoraba su ciudad, evocando el rico mundo urbano de la capital: «Echo de menos los bulevares —escribirá a su hermanastro, único destinatario de sus cartas en esos años— y los bombones de Berthellemont, y la universal tienda de Giroux, y los ricos bazares en los que se encuentra tan ampliamente en donde escoger para hacer bellos regalos. En Lyon hay una sola boutique para los buenos libros, dos para los regalos y los bombones, y así en el resto».14 Veremos una manifestación explícita del orgullo un año después, en la carta del 17 de mayo: «Como parisino —dirá a su hermano— estoy indignado de la manera en que se ha tratado el nombre de Luis Felipe en Lyon».
Lyon es para Baudelaire sólo una ciudad «negra por el humo del carbón de tierra», como dice en carta de 1 de enero de 1834. De la «pequeña pensión» Delorme se quejará de este modo: «Me desagrada horriblemente... es sucia, mal atendida, desordenada, los alumnos son malos e indecentes como todos los lyoneses». «Detesto a los lyoneses», asegura en la misma carta, en una primera manifestación de su famosa cólera que no tarda en sosegarse, pero también de un mecanismo de repudio universal que conservará siempre. Más de treinta años después veremos al poeta parisino reaccionar de modo similar en Bélgica, cuya población entera le merece sólo desprecio.
A fines del año 1832 Baudelaire abandonó la pensión Delorme y fue recibido como interno en el colegio. Los colegios de la época, se ha dicho, podían ser comparados con cierta justificación con un monasterio, una prisión y un cuartel. El Colegio Real de Lyon era de orientación religiosa, había sido fundado por los jesuitas y las misas y los estudios bíblicos estaban tan presentes como los tambores y la música militar. Tenía nueve dormitorios, cada sala albergaba a treinta alumnos, con una cama y una mesa de noche para cada uno de ellos.15 Baudelaire, indómito, tardó poco en describir las paredes de ese establecimiento como «tristes, mugrientas y húmedas». Aunque un momento se declara a gusto porque tiene amigos, especialmente uno, por quien se siente querido, el lugar le resulta ominoso, similar a una prisión. «La disciplina era estricta —afirma un estudio sobre el colegio— y los estudiantes iban de una clase a otra en silencio y en estricto orden, al sonido de un tambor.»16 En ese régimen severo, las sanciones no faltan: tareas extras, prohibiciones de salida, «arrestos», es decir, obligación de «plantarse como una estatua contra un muro o contra un árbol, y helarse (en invierno) durante todo el tiempo que lo exija un tirano», como dice Baudelaire. Ni siquiera falta la violencia física: «Gran rumor en el colegio —cuenta el futuro poeta un día a su hermano—. Un inspector ha golpeado a un alumno, hasta el punto de ocasionarle dolores de pecho. Está muy enfermo y no se puede levantar».17
Baudelaire es presa fácil de los castigos, que no pocas veces consisten en la prohibición de salida a casa de sus padres, por los actos de indisciplina a que le lleva su carácter «ligero», especialmente uno de sus rasgos más acusados, que en esa institución católica semimilitar, se rechaza: desde estos años del colegio de Lyon, Baudelaire no cesa de hablar, en clase también, lo que le ocasiona «arrestos» o «escribir esos malditos “pensum” (repetir numerosas veces una palabra o una frase), [con] los dedos fríos y rígidos como el mármol», como cuenta a su hermano en carta de 27 de diciembre de 1834. La necesidad de hablar nunca quedará mitigada. Muchos años después su amigo Asselineau, escribirá: «Con él, la conversación nunca declinaba. Su amor a la discusión la avivaba sin cesar. La discusión pura duraba a veces desde el mediodía hasta las once de la noche». Más adelante dice que Baudelaire tuvo durante un tiempo la costumbre de pedir hospitalidad a sus amigos, por una noche, un día, dos, más o menos, y que una de las causas era «la necesidad incesante de conversación».18
Conversador impenitente, el rendimiento de Baudelaire es mediocre. Azuzado por Alphonse, por su madre y por Aupick, que le ofrece recompensas económicas si alcanza buenas notas, contrae la infausta costumbre de hacer promesas que no puede cumplir y lo sumen en la zozobra. Sus cartas están llenas de culpa y remordimiento, de una inapagable necesidad de perdón. Se abandona en las asignaturas que no le interesan, como historia, que le aburre y de la que dice no saber ni una palabra, y se aplica sólo en las que le entusiasman, en las que llega a obtener premios, así en composición latina, griego, ortografía y geografía:
Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,
L’univers est égal à son vaste appétit.
Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!*
En verdad, no todo en esa vida adolescente está teñido de gris. Su vivacidad es notoria. Su madre habla de modo verosímil cuando dice: «Está muy lejos de ser un niño ordinario, ¡pero es tan ligero, tan loco, y le gusta tanto el juego!... es de trato encantador, bueno y extremadamente sensible y muy amoroso». Adolescente activo, Baudelaire va de caza, sale al campo, conoce a una niña, aprende a bailar y a patinar en el hielo, actúa en el teatro y se enamora de la poesía: lee a Lamartine, a Juvenal («ese Juvenal es magnífico») y cita a Virgilio en latín. Según escribió más tarde, tuvo «la suerte o la desgracia de leer, siendo niño, sólo grandes libros para adultos»,19 tal vez regalados por su hermanastro Alphonse. En marzo de 1833, a los doce años de edad, participa en los «motines» escolares provocados por el uso de violencia física del inspector o «maître d’études» contra un compañero de clases, hecho mencionado hace un momento, asegurando con su vehemencia característica que no quiere ser «uno de esos lameculos que temen disgustar a los vigilantes» e invocando un argumento —«venganza contra aquellos que han abusado de sus derechos»— «que era una inscripción en las barricadas de París». En mayo de ese mismo año describe a su hermano la atmósfera política que vive la ciudad, sin demostrar ninguna simpatía por los saintsimonianos y los republicanos, unidos a la revuelta de los «canuts», como hemos dicho, y cuyas corbatas rojas le parecen «más signos de su locura que de su opinión»; el mismo interés demuestra por las transformaciones de la ciudad, la construcción de un nuevo puente de hierro o la inauguración del alumbramiento por gas.
En esa época Baudelaire vivió un acontecimiento de notables magnitudes, ocurrido en Lyon entre el 9 y el 15 de abril de 1834, días en que tuvo lugar la llamada «semana sangrienta» originada en un nuevo levantamiento armado de los «canuts». Miles de obreros organizados levantaron barricadas en las calles, tomaron el cuartel del Buen Pastor y se apertrecharon en los barrios. El bando oficial encargado de reprimir la insurrección estaba al mando del padrastro del poeta, Jacques Aupick. El ejército se lanzó sobre la ciudad utilizando la artillería y el combate se trenzó furiosamente, de día y de noche, en el centro y en los barrios, y el Colegio Real y sus alumnos quedaron sometidos al fuego cruzado de los rebeldes y el ejército. Era un día de clases. Al principio, el colegio pretendió trascender el fragor continuando sus actividades bajo las descargas de los cañones y los fusiles, pero las balas rompían los cristales, astillaban los muros, penetraban en los patios y hasta en los dormitorios. En el segundo día de lucha los alumnos externos se quedaron en sus casas pero los internos como Baudelaire debieron permanecer entre los muros del establecimiento. Era imposible transitar por las calles, congestionadas por los incendios y los combates. Había enfrentamientos en los alrededores del colegio y hasta en la misma plaza de éste. El continuo estallido de las armas debe de haber aterrorizado a los adolescentes, virtuales prisioneros, que de pronto supieron que un incendio se declaraba en un edificio vecino, amenazando las instalaciones por el lado de las cocinas y la leñera; afuera el combate no cesaba; una barricada se levantaba justo al frente. «Estuvimos por un instante —dice el director del colegio en un informe al ministro— en la cruel alternativa de hacernos matar o morir quemados.» Al fin llegó una brigada de bomberos, y funcionarios, empleados y alumnos se prodigaron para apagar el fuego de las casas vecinas, en medio de los disparos.20 El cuarto día se corrió el rumor de que el ejército tomaría represalias contra el edificio de los estudiantes, desde donde —según el rumor— se disparaba contra los artilleros y se daba apoyo a los insurrectos. Los combates continuaban. «A escasos ciento cincuenta metros del colegio, los enfrentamientos fueron particularmente intensos».21 Al final los obreros fueron derrotados. El colegio se cerró por cinco días, durante los cuales los internos volvieron con sus familias.
Ese mismo mes —la noche del 27 al 28 de abril— se produjo una rebelión de estudiantes. A la una de la noche las camas de los dormitorios fueron amontonadas como barricadas, un estudiante empezó a escandalizar percutiendo un tambor para despertar a sus compañeros y pronto volaron sillas, lanzadas contra los inspectores. Poco antes se habían encontrado armas, pólvora y municiones en el colegio, entre cuyas paredes, al parecer, estudiaban también jóvenes republicanos y anarquistas, y se cantaba «La Marsellesa».22
Lamentablemente, la correspondencia de Baudelaire tiene un extraño vacío desde el 24 de marzo hasta el 2 de mayo de 1834, así que no sabemos cómo vivió el futuro poeta todos esos hechos, que han debido constituir una de las más significativas experiencias de sus años tempranos.23
Los dos años finales de Baudelaire en Lyon fueron de esfuerzos por satisfacer las exigencias y esperanzas de sus padres acerca de su rendimiento escolar, y de fracasos y castigos por no conseguirlo. «Ingrato», le dice su madre cierta vez. La acusación hirió a Charles, mientras los «pensums» y los arrestos continuaron siendo «[su] eterno escollo».
Estos cuatro años dejaron malos recuerdos a Baudelaire, que esperó con impaciencia la fecha de abandonar Lyon, sus brumas y su cielo fuliginoso. Sólo quedó una amistad, la de Henri Hignard, que mucho tiempo después escribió una evocación personal del poeta en 1835, a los catorce años de edad:
Fino y distinguido —retrata Hignard en sus Recuerdos—, mucho más que cualquiera de nuestros condiscípulos, era difícil imaginar un adolescente más encantador. Estábamos unidos por un vivo afecto fortalecido por la comunidad de gustos y simpatías, el amor precoz por las bellas obras literarias, el culto a Victor Hugo y a Lamartine, de quienes nos recitábamos uno al otro las piezas preferidas durante los monótonos recreos en el patio ... Incluso hacíamos versos que, gracias a Dios, no han sobrevivido.24
Baudelaire ansiaba volver a París, donde quería cursar «su retórica». El deseo se cumplió por fin en febrero de 1836, cuando el coronel Aupick fue nombrado jefe del Estado Mayor de la Primera División Militar, con sede en la capital.