Inestable

La ciudad sin permanencia

Del “desierto del Sáhara” a la new America

En los últimos sesenta años, el Cinturón del Sol ha sufrido una doble revolución económica y demográfica. Antes de la II Guerra Mundial era una zona pobre, despoblada y con un bajísimo nivel cultural. Por aquel entonces la mitad de los habitantes de Estados Unidos, las tres quintas partes de los ingresos personales y las tres cuartas partes del sector industrial se concentraban en el triángulo noreste (Boston/Washington/Chicago). Los estados del sur no eran más que una fuente de materias primas.

Con la II Guerra Mundial se produjo un auténtico vuelco en este sombrío panorama. Lo propulsó el Departamento de Defensa, que decidió concentrar en el sur la industria militar y las bases aéreas. Las características de la zona eran muy apreciadas por los altos mandos: buen clima para volar, extensos campos de entrenamiento y lugares deshabitados. Así surgieron macroinstalaciones militares como la base aérea de Kirtland en Albuquerque, la Davis-Monthan en Tucson o Fort Bliss en El Paso. Entre 1941 y 1945, el Cinturón del Sol fue militarizado.

El fin del conflicto bélico no supuso la ruptura del recién estrenado maridaje entre el Departamento de Defensa y el sur del paralelo 37. Nuevas contiendas y amenazas (como la Guerra Fría y la Guerra de Corea) aconsejaron seguir alimentando el caudal de inversiones que fluía desde Washington, que se extendió a las infraestructuras: redes viarias, eléctricas, de saneamiento, de agua, etc. Sin ellas el latente atractivo del Cinturón del Sol nunca hubiera conseguido convencer al capital privado de que había llegado la hora de recoger el testigo del desarrollo. La zona tenía mucho que ofrecerle: terrenos extensos y baratos, bajos salarios, escasos impuestos, una mano de obra dócil y ahora, además, flamantes infraestructuras. Las primeras empresas en acudir en su busca fueron las aeronáuticas. En la década de 1960, un tercio de los empleos del área de Los Ángeles y el 60% de los del área de Tucson se concentraban en la industria aeronáutica.

La llegada del capital privado diversificó la economía del Cinturón del Sol. A las industrias de defensa y aeronáutica se sumaron las energéticas (petróleo y gas), así como los sectores inmobiliario-construcción, turismo-ocio y nuevas tecnologías. Este último fue clave para erigir la colosal estructura económica que garantizaría su futuro bienestar. Su implantación fue promovida, una vez más, por el gobierno federal. La industria electrónica floreció al amparo de suculentos proyectos financiados por fondos públicos y desarrollados mediante programas de cooperación entre industrias militares, universidades y firmas electrónicas.

A finales de la década de 1960, tan solo un handicap obstaculizaba el definitivo salto al Olimpo del Cinturón del Sol: su endémica mala prensa. En la década de 1920 el periodista H. L. Mencken llegó a calificarlo como un territorio “tan estéril como el desierto del Sáhara en términos artísticos, intelectuales y culturales”, un territorio “habitado por hordas de bárbaros campesinos”.1 En la década de 1950 los medios de comunicación del norte centraron las críticas en otro de sus talones de Aquiles: la segregación racial, cuyo epítome venía representado por el poder del Ku Kux Klan. En ese momento la imagen pública de la zona no podía ser más negativa.

Sin embargo, en la década de 1970 se produjo el punto de inflexión. Tal como ha señalado Gene Burd, las circunstancias sociopolíticas de Estados Unidos se tornaron favorables a los intereses del Cinturón del Sol.2 El hasta entonces todopoderoso triángulo noreste padecía una inestabilidad socioeconómica que comenzó con las violentas revueltas raciales de la década de 1960 y desembocó en la gravísima crisis económica de la década de 1970, una crisis que puso al borde de la bancarrota a ciudades como Nueva York. Ello coincidió con la llegada al poder de una nueva generación de políticos conservadores que estaban vinculados al sur y que eran conscientes de su potencial electoral. En 1976, cuando Jimmy Carter (oriundo de Georgia) fue elegido presidente, cuatro de sus antecesores habían sido meridionales.

Las administraciones públicas se aprestaron a aprovechar los vientos favorables. Sabían que el estigma de la pobreza, la incultura y el racismo era incompatible con el progreso económico, por lo que encargaron a editores de prensa locales la promoción de la zona. Se trataba de venderla como un paraíso conservador alternativo al liberal, violento y decadente norte; de convencer a los poderes económicos y mediáticos de que había nacido otro sur, un sur deseable desde el punto de vista empresarial y residencial. La estrategia parecía más viable que nunca: la NASA y muchas otras compañías aeroespaciales y de electrónica se habían asentado allí, lo que permitía rebatir el mito del agrarismo atávico.

Cientos de artículos absolutamente entregados, donde la propaganda era difícilmente separable de la noticia, comenzaron a resaltar todo lo que era positivo en la región (pasando de puntillas sobre lo negativo). Cuando, finalmente, The New York Times aceptó alabar las virtudes y la forma de vida del sur, la prensa estadounidense en bloque se apuntó a celebrar el inicio de una nueva era marcada por su renacimiento económico y demográfico. El “desierto del Sáhara” se convirtió entonces en el Sun Country, la new America o, el término que haría mayor fortuna: el Sunbelt. En 1975, cincuenta años después de que el Literary Digest considerara que los únicos lugares del sur donde valía la pena residir eran Los Ángeles y Nueva Orleans, Harpers publicaba un artículo donde declaraba que tan solo una de las trece ciudades con mayor calidad de vida de Estados Unidos se encontraba en el norte.

Este lavado de imagen puso en marcha una segunda revolución: la demográfica. Entre 1950 y 1990, la población de las áreas metropolitanas del Cinturón del Sol aumentó seis veces más rápidamente que la de las del resto del país: Los Ángeles ganó un 76,9% de habitantes; Houston, un 173,7%; y Phoenix, un 818,7%. Ello se tradujo en una expansión territorial que, curiosamente, multiplicaba escalarmente el boom demográfico. Mientras que, entre 1970 y 1990, la población de Los Ángeles creció un 45%, su superficie lo hizo un 300%.

Lo que explica este desfase es el modelo urbano que las metrópolis del Cinturón del Sol eligieron para materializar su espectacular desarrollo: Suburbia. Comparado con la compacta ciudad tradicional, el patrón suburbial (basado en la baja densidad) consume mucho más territorio. Los Ángeles, por ejemplo, necesita siete veces más suelo que Brooklyn para albergar al mismo número de habitantes.

Conceptualmente, Suburbia es inherente al Cinturón del Sol. De hecho, fue engendrada allí, más concretamente en Los Ángeles, que la consagró como modelo de crecimiento en el plan de 1941. El valle de San Fernando, todavía rural en 1940, fue devorado en pocos años. Lo mismo le ocurrió a infinidad de enclaves naturales que desaparecieron en poco más de una década. En 1965, dos de cada tres angelinos vivían en entornos suburbanos. En ese momento, y como dice Robert Fishman, “la casa unifamiliar aislada de los suburbios dejó de estar en la periferia para convertirse, paradójicamente, en el elemento central de la estructura urbana […]. El explosivo desarrollo de la ciudad fue acompañado precisamente por la decadencia de aquellos elementos que previamente habían caracterizado a las grandes urbes: un downtown único y centralizado, y un sistema de transporte público viable […]. Los Ángeles se había convertido en una metrópolis suburbana”.3

Nacía así la que fue definida como “la primera ciudad estadounidense”, fruto de una importantísima transformación territorial que desplazó sus confines a lugares insospechados antes de la II Guerra Mundial. La mutación resultante de esta inyección de gigantismo era perceptible en su skyline. Mientras que los de las ciudades del noreste, labrados por una historia más dilatada y compleja, se caracterizaban por un perfil en montaña (a los rascacielos del downtown les seguían los compactos bloques de viviendas decimonónicos, los edificios de mediana altura de comienzos del siglo xx y, por último, los suburbios), el de Los Ángeles era abrupto: de los rascacielos del downtown se pasaba, casi sin transición, a una interminable manta suburbial.

Nacía así Antípolis. De la noche a la mañana las remotas, rudimentarias y polvorientas ciudades del Cinturón del Sol se convirtieron en avanzadísimas metrópolis, hijas de una contemporaneidad radical: de la sociedad posfordista, de la tecnología electrónica, del capitalismo avanzado…

La irrupción de la obsolescencia

Crecimiento económico, crecimiento demográfico y crecimiento territorial. Tres décadas de desarrollo desbocado acabaron convenciendo a Antípolis de que el resultado de su particular ecuación ideológica (“ultraliberalismo económico + conservadurismo político”) tan sólo podía ser uno: la prosperidad continua.

Sin embargo no fue así. Con esta ilusión acabó la crisis del petróleo a mediados de la década de 1970. La industria estadounidense emprendió entonces un penoso proceso de desmantelamiento que se ha prolongado hasta la actualidad. En el Cinturón del Sol, cuyo tejido productivo se conformó sobre la base de actividades punteras, el fenómeno no ha sido tan severo como en el resto del país. Aun así, en el condado de Los Ángeles tan solo el 30 % de las fábricas existentes antes de la crisis sigue funcionando. Ello ha dejado tras de sí paisajes desoladores, miles de complejos fabriles arruinados en el corredor del río Trinity (Dallas/Fort Worth), en la autopista de Long Beach (Los Ángeles), en el Houston Ship Channel, etc. Por primera vez en su historia, Antípolis se enfrentaba a un término regresivo: obsolescencia.

Como ha puesto de manifiesto Walter Prigge, el principal nutriente de la obsolescencia de Antípolis es el mismo que lleva décadas alimentando su crecimiento: Suburbia.4 Cada nueva generación suburbial se ha edificado sobre el desmantelamiento de la anterior. Ejemplo de ello son los centros comerciales, que llevan décadas siguiendo los pasos de la clase media en su éxodo hacia territorios cada vez más periféricos. En 2002, se calculaba que había 2.000 vacíos o abandonados en Estados Unidos y que varios miles más estaban inmersos en imparables procesos de decadencia. Muchos se encontraban en los suburbios de la década de 1960. Tras la crisis del petróleo, grandes cadenas como Kmart, Sears o JCPenny los clausuraron para concentrar su actividad en los megaalmacenes de la ultraperiferia (las denominadas big boxes).5 Wal-Mart, por ejemplo, cerró cientos de tiendas, algunas de ellas con tan solo cinco años de antigüedad.

También los edificios de oficinas sintieron en sus cimientos el demoledor zarpazo de la suburbanización. Las secuelas se hacen visibles en los downtowns de Antípolis, donde proliferan los rascacielos abandonados que fueron proyectados en las décadas de 1950 y 1960 siguiendo el modelo que había establecido Ludwig Mies van der Rohe con el edificio Seagram de Nueva York. Estas “cajas de vidrio” pretendían optimizar la relación superficie útil/superficie construida, los tiempos de construcción, la economía de medios, etc. Para lograrlo, adoptaron la distancia mínima suelo/techo y confiaron las condiciones de confort interior (temperatura, humedad, iluminación, etc.) a instalaciones exclusivamente mecánicas.

Paradójicamente, la premisa de la máxima eficiencia los condenó a la obsolescencia. Cuando estalló la crisis del petróleo, el mantenimiento de su atmósfera artificial disparó los costes energéticos; cuando se expandió el modo de desarrollo informacional, su espacialidad se demostró inadaptable a los requisitos de las nuevas tecnologías (la escasa altura de las plantas, por ejemplo, no permitía implantar suelos técnicos). A todo ello había que sumar el desajuste con los actuales criterios de diseño de oficinas (que priman promover la interacción entre empleados). Como consecuencia, muchos rascacielos de vidrio fueron clausurados por las empresas que los construyeron, que decidieron marcharse a los nuevos parques de oficinas de Suburbia.

No obstante, las protagonistas de la obsolescencia urbana antipolitana son las áreas residenciales, donde la estela de la decadencia puede rastrearse por generaciones. La crisis del petróleo originó la primera, la de las barriadas de bloques de viviendas sociales de las décadas de 1950 y 1960. Aquello que las condenó fue el severo recorte que sufrieron los subsidios federales destinados a su mantenimiento. Al no poder ser reemplazados por los fondos propios de los residentes (la mayoría de ellos obreros desempleados), se puso en marcha un acelerado proceso de deterioro cuya secuencia era la siguiente: cuando las reparaciones menores no se podían ejecutar, los vecinos más exigentes abandonaban sus apartamentos, donde se instalaban familias problemáticas (que llegaban atraídas por la caída de los alquileres) o, incluso, okupas, lo que desataba la huida en masa de los inquilinos de mayor renta. A partir de ese momento, el edificio quedaba sentenciado a un declive irreversible.

En la década de 1990, la mancha de aceite de la obsolescencia residencial sobrepasó los cinturones obreros para, paradójicamente, comenzar a afectar a la propia fuente que alimentó el fenómeno: los suburbios, protagonistas de la segunda generación de obsolescencia residencial. Los datos censales lo demuestran: el 25% de los situados en las 35 mayores áreas metropolitanas de Estados Unidos perdió habitantes durante la década de 1990. La década anterior había sido aún peor: el fenómeno alcanzó al 42%.6 Era lo nunca visto: Suburbia se devoraba a sí misma.

Las urbanizaciones que entraron en decadencia eran las construidas durante las décadas de 1960 y 1970. La clase media estadounidense las abandonaba por múltiples razones, unas porque eran monótonas, estaban lejos de todo y no contaban con transporte público; otras porque la obsolescencia urbana las había cercado con ruinas físicas y miserias humanas, y otras porque habían comenzado a sufrir problemas similares a los de las áreas centrales de la ciudad: congestión de tráfico, contaminación, delincuencia, precios elevados, envejecimiento de la población, carencia de equipamientos, etc. Sin embargo, el principal motivo era que los estándares de las viviendas se habían quedado muy por debajo de las expectativas de la clase media. Uno de sus principales handicaps era el tamaño: si en 1950 la superficie de una casa suburbana rondaba los 110 m2, en 1970 había subido a los 135 m2 y actualmente sobrepasa los 200 m2. Además, estaba el nivel de equipamiento: en 1970 tan solo el 48% de ellas tenía dos o más baños (en 2000, el 93%) y únicamente el 34% contaba con aire acondicionado (en 2000, el 85%). Es comprensible que estos suburbios languidecieran ante las flamantes urbanizaciones construidas a partir de 1980, que contaban con casas y parcelas más espaciosas, y con los más avanzados equipamientos tecnológicos.

Una vez repudiados por la clase media, los suburbios de la década de 1960 fueron ocupados por las más recientes oleadas de inmigrantes. Según los censos, mientras que en 1990 estos tan solo representaban el 19,3% de sus habitantes, actualmente suponen el 27,3%; es decir, el nuevo melting pot estadounidense se ha trasladado a los suburbios del norte de Houston (hoy barrios mexicanos), a los del norte del condado de Orange (plagados de vietnamitas), a los del Eastside de Los Ángeles (que en poco más de una década pasaron de tener un 75% de población blanca a un 95% de población hispana), etc. Algunos sociólogos denuncian que tras este fenómeno se oculta una nueva modalidad de segregación racial: de los guetos urbanos a los guetos suburbanos.

Más que detener el proceso de deterioro, la llegada de estos inmigrantes lo aceleró. La secuencia de los hechos recuerda a la de los bloques de viviendas sociales. Numerosas casas fueron abandonadas por sus antiguos moradores, que no eran capaces de venderlas. Las que adquirían los extranjeros fueron subdivididas en apartamentos, los garajes se transformaron en infraviviendas y las parcelas se fragmentaron para construir bungalows (lo que disparó la densidad de la zona). En paralelo, se deterioraba el espacio público, irrumpían usos no residenciales (normalmente comercios ilegales de bajo nivel), proliferaban los enrejados (por el aumento de la inseguridad), etc. En pocos años, la seductora atmósfera de la clase media blanca se esfumó, dando paso a un ambiente lúgubre que recordaba al de los barrios más degradados de los centros históricos.

Las estadísticas socioeconómicas evidenciaban esta triste decadencia. Entre 1980 y 2000 los niveles de pobreza se duplicaron en las áreas suburbanas de Estados Unidos. Las ciudades más humildes se encontraban en el Cinturón del Sol.7 A la cabeza se situaba Atlanta, donde la miseria afectaba incluso a los suburbios construidos en la década de 1980. La imparable mancha de aceite de la decadencia urbana hacía así su entrada en la última periferia de Antípolis y daba a luz a la tercera generación de obsolescencia residencial.

Destrucción creativa: el Ave Fénix sobrevuela Antípolis

En su marcha triunfal sobre la martirizada topografía de Antípolis, la obsolescencia contó con una fiel compañera de viaje, la destrucción, que reprodujo su misma lógica expansiva (del centro a la periferia). Una vez más el protagonismo recayó sobre las zonas residenciales. En la década de 1970, cuando estalló la crisis económica, las piquetas se cebaron con las barriadas de viviendas sociales. Al comprobar que su valor de mercado era prácticamente nulo, muchas fueron incendiadas por sus propietarios para cobrar los seguros. Otras fueron simplemente abandonadas. Cuando un bloque quedaba vacío, el Estado lo dinamitaba para evitar que fuera objeto de vandalismo u ocupación ilegal.

La opinión pública conservadora convirtió estas demoliciones (el caso más publicitado fue el de Pruitt-Igoe, en St. Louis) en el símbolo del fracaso de los programas de vivienda social de las décadas precedentes. En pocos años, las administraciones estadounidenses pasaron de financiar su construcción a financiar su destrucción. De hecho, en la década de 1990, la mayor parte de los recursos del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano estuvo destinada a ese fin. Desde 1993 sus programas HOPE han gastado más de 200 millones de dólares en derribar 70.000 viviendas. La dimensión es tal que algunos críticos han hablado de “estrategias militares de devastación urbana”.8

La cuestión de la destrucción comenzó a teorizarse en la década de 1970, coincidiendo con la cima de la obsolescencia urbana. Aparecieron entonces académicos que abogaban por zonificar las ciudades en “áreas sanas” y “áreas muertas”, y proponían concentrar las inversiones públicas en las primeras y abandonar definitivamente las segundas dada su incapacidad para adaptarse a las dinámicas productivas tardocapitalistas. Según estos “teóricos de la muerte urbana”, poner dinero en esos “cementerios” era “como inyectar líquido embalsamador a un cadáver”.

Este postulado fue puesto en práctica en el antónimo del Cinturón del Sol, el Cinturón de Nieve o Cinturón del Óxido, apodo con el que comenzó a conocerse a los estados del norte del país. La crisis industrial se abatió sobre sus ciudades con una saña indescriptible. Entre 1950 y 2000 la población de Detroit, antiguo emporio de la industria automovilística, se redujo a la mitad: de 1.800.000 a 951.270 habitantes.9 No es de extrañar que la capital de la General Motors fuera la primera ciudad del mundo en articular un “plan de destrucción” de su tejido urbano. En 1990, el Ayuntamiento de Detroit hizo público el Detroit Vacant Land Survey, un estudio sobre los terrenos vacíos que planteaba acabar con las áreas obsoletas. Tras clausurar los equipamientos —escuelas, comisarías de policía, cuarteles de bomberos, etc.—, cortar los servicios —agua, luz, gas— y desplazar a los pocos pobladores que aún residían en ellas, las casas serían demolidas… y los barrios vallados. En algunos casos el destino final de la zona era escalofriante: ser devuelta a la naturaleza, cosa que le ocurrió a los antiguos complejos industriales que fueron transformados en campos de alfalfa y girasol para descontaminar el suelo orgánicamente. De esta manera, en Detroit está sucediendo lo hasta hace poco inconcebible: el territorio natural crece a costa de la ciudad que se contrae.10

Sin embargo, un abismo separa la devastación de Detroit de la de Antípolis. Si para el Cinturón del Óxido el tándem obsolescencia-destrucción ha supuesto una auténtica hecatombe, al Cinturón del Sol le ha permitido seguir practicando uno de sus deportes favoritos: crecer. De hecho, mientras que en Detroit la maleza sigue trepando sobre los cascotes de edificios demolidos hace treinta años, los escombros de Los Ángeles resurgieron de sus cenizas con la misma rapidez con que se desplomaron.

En efecto, el Ave Fénix parece anidar en las ruinas de Antípolis. El caso de la capital californiana es paradigmático. A comienzos de la década de 1980, su severísima crisis productiva se vio agravada por el fin de la Guerra Fría y, con ella, de las generosas inyecciones económicas que el Departamento de Defensa llevaba décadas insuflando en las poderosas industrias militar, aeroespacial y electrónica. Entre 1978 y 1982 cerraron multitud de fábricas, 75.000 obreros fueron despedidos y el imponente paisaje fabril de la autopista de Long Beach (el segundo más extenso del mundo, después del de la cuenca del Ruhr) quedó arrasado. La inestabilidad social y física se apoderó de la ciudad.

Ante este panorama, Thomas Bradley (elegido alcalde de Los Ángeles en 1973) puso en marcha una radical reestructuración funcional que se caracterizó por el abandono de unas actividades y la concentración de las inversiones en otras. Los resultados fueron inmediatos. Mike Davis lo describía así: “Casi en el mismo instante en que las 500 empresas Fortune clausuraron sus plantas, los empresarios locales se apresuraron a aprovecharse de los bajos alquileres, los incentivos fiscales y el floreciente abastecimiento de mano de obra inmigrante mexicana proveniente del sureste de la ciudad. En el interior del caparazón moribundo de la industria pesada emergió una nueva economía de explotación. Las antiguas plantas de neumáticos de Firestone y de envasado de American Can, por ejemplo, se transformaron en fábricas de muebles, mientras que la gran acería Bethlehem de Slauson Avenue fue reemplazada por un distribuidor de perritos calientes, una compañía de productos de comida china y un fabricante de muebles coloniales. Chrysler Mywood es ahora la back-office de un banco, mientras que US Steel se ha convertido en un complejo de almacenes, y la muralla ‘asiria’ de neumáticos Uniroyal se ve en la fachada de un centro de distribución de una empresa de diseño”.11

Lo dicho, el Ave Fénix sobrevuela las ruinas postindustriales de Antípolis, incluso las de más difícil recuperación. El suelo, y a menudo el subsuelo, de muchos de estos terrenos está contaminado. A esta variedad de espacio industrial obsoleto se lo denomina brownfield, y afecta mayoritariamente a antiguas plantas químicas, vertederos e instalaciones militares. Ante los riesgos que suponen para la salud ciudadana, las administraciones públicas han puesto en marcha una política de incentivos fiscales para adquirir, descontaminar y construir en ellos. Los avezados inversores de Antípolis se han dado cuenta de que los beneficios que pueden obtener actuando en brownfields superan con creces los de una promoción convencional. Alan Berger comenta el caso del solar de la antigua acería Atlantic Steel Mill, 55 hectáreas de terrenos altamente tóxicos ubicados en el midtown de Atlanta. En 1999, un promotor pagó por ellas 76 millones de dólares, a los que tuvo que sumar 25 en gastos de descontaminación. Total, 101 millones, cinco veces menos que el precio de venta de los solares adyacentes no contaminados.12

Actualmente, los grandes inversores de Antípolis andan a la caza y captura de brownfields. La multinacional Home Depot los busca para ubicar sus megaalmacenes (su táctica es limpiar tan solo el área edificable y desplazar los residuos extraídos hacia las zonas de estacionamiento). Lo mismo ocurre con las bases militares abandonadas por el Ejército. Entre 1988 y 1995 el Gobierno estadounidense cerró 97, y está estudiando clausurar varios centenares más (la mayoría en el Cinturón del Sol). La de Bergstrom, en Austin (Texas), fue liquidada en 1993 y ahora acoge el aeropuerto internacional y un moderno parque de oficinas. La de El Toro, en Irvine (condado de Orange), fue adquirida por Lennar (una de las mayores constructoras de Estados Unidos) para edificar 3.400 viviendas.

El Ave Fénix también anida en los centros comerciales de las décadas de 1950 y 1960, abandonados en la de 1980. El interés por ellos deriva de su privilegiada ubicación junto a importantes arterias de tráfico. Para reconvertirlos a las prácticas comerciales contemporáneas, sobre sus enormes playas de aparcamiento se han trazado calles que tematizan los centros de las ciudades históricas. Por último, merece la pena reseñar el caso de las promociones de vivienda pública construidas en la posguerra. Como destaca Dana Cuff, la modernidad las postuló como soluciones “definitivas” al problema del habitar.13 Pero en Antípolis nada es definitivo, todo es susceptible de acabar convirtiéndose en otro eslabón de una interminable cadena de destrucciones y reconstrucciones. Lo saben bien en Allen Parkway Village (Houston), un distrito demolido en la década de 1970 para construir viviendas sociales y nuevamente derribado en 1998 para levantar residencias de clase media; lo saben bien en Aliso Village (Los Ángeles), un conjunto edificado en 1941 sobre las cenizas de varios barrios bajos y desmantelado en 1997 para dejar paso a un suburbio; y lo saben bien en Chavez Ravine (Los Ángeles), donde se tiraron más de mil casas de inmigrantes mexicanos para edificar las 3.360 viviendas de Elysian Park Heights.

En definitiva, la superficie porosa e inestable de Antípolis ha demostrado su capacidad para encajar, con toda naturalidad, las reestructuraciones productivas. La relativa isotropía de la ciudad fordista ha dado paso a un espacio urbano diferenciado y flexible donde, como afirma Roger Keil, “todo es potencialmente utilizable de todas las maneras”.14 Edward W. Soja califica estos procesos como “desterritorialización y reterritorialización”: el desmontaje de realidades urbanas dadas para volver a colonizar el territorio dejado vacante con otras nuevas.15

Esta sucesión de dinámicas inversas pero complementarias rompe los esquemas del urbanismo tradicional, una de cuyas bases de trabajo era la condición de permanencia. Sin embargo, fue teorizada por los economistas hace más de sesenta años. En 1942, Joseph Schumpeter escribió que el capitalismo operaba según ciclos, ondas largas de crecimiento (de unos cincuenta años de duración) impulsadas por un cambio de paradigma tecnológico.16 Entre ciclo y ciclo se producían episodios de crisis en los que el desarrollo (el florecimiento de actividades derivadas del nuevo paradigma) se complementaba con lo que él denominó “destrucción creativa” (el desmantelamiento de actividades asociadas al anterior paradigma). Para Schumpeter, la destrucción creativa era la esencia del capitalismo, lo que significaba que las crisis no eran la excepción, sino la norma.

En el tardocapitalismo, la combinación crecimiento-destrucción creativa no se circunscribe a episodios cíclicos, sino que se ha convertido en una constante: son fenómenos complementarios que se retroalimentan. Esta lógica se ha trasladado a la ciudad. Como defiende David Harvey, la economía contemporánea exige una “incansable formulación y reformulación del territorio geográfico”,17 hasta tal punto que Alan Berger ha llegado a decir que obsolescencia y destrucción son indicadores de un desarrollo urbano “saludable”.18

Ello explica que la demolición forme parte de la planificación urbanística de las ciudades del Cinturón del Sol, que destinan cada vez más fondos a “desurbanizar”. Antípolis necesita destruir para seguir creciendo, y decaer para seguir destruyendo. Como le ocurre a los vegetales, morir forma parte de su ciclo natural.

La “ciudad breve”

Durante siglos, a la arquitectura se le presumió la condición de estabilidad, tanto física como simbólica. Tal como enuncia el filósofo Karsten Harries, de esa manera se conjuraba el “terror al tiempo”.19 Crear un edificio hermoso suponía alcanzar la eternidad, redimir al ser humano de la tiranía de la obsolescencia.20

Antípolis le ha dado la vuelta a todo esto. La continuidad y la permanencia han dejado paso a la convulsión y la provisionalidad. De hecho, su capacidad para encajar los, en otros lugares tan traumáticos, procesos de desterritorialización y reterritorialización está relacionada con la inconsistencia de sus edificios. Los arquitectos lo saben: el destino de sus obras no es permanecer, algo que auguran los materiales y sistemas constructivos que utilizan. Las estructuras se resuelven con caparazones de listones de madera que conforman paredes y forjados (el tradicional sistema balloon frame). No hay vigas ni pilares, tan solo un ligero andamiaje revestido con paneles sándwich. Con esta técnica no se tarda más de dos meses en construir una casa, y cinco o seis en el caso de un bloque de viviendas; eso sí, su ciclo vital rara vez superará al de los inquilinos.

Históricamente, la necesidad de dar cobijo a las oleadas de personas que afluían hacia Antípolis se alió en favor de esta arquitectura endeble pero barata y rápidamente ejecutable. A comienzos del siglo xx, la orilla este del río Los Ángeles estaba flanqueada por sencillísimos bungalows donde residían negros, obreros mal pagados e inmigrantes recién llegados. En otras zonas de California, la “fiebre del oro” puso de moda los refugios móviles, edificios seccionables que podían ser desmontados, trasladados y vueltos a instalar en un mismo día. El buen clima hacía que todos estos artilugios fueran habitables.

Pero la arquitectura efímera no era exclusiva de las moradas más humildes. También los inversores fomentaron edificios poco duraderos, normalmente para rentabilizar preceptos legales poco afortunados. En 1954 el Congreso de Estados Unidos aprobó el Internal Revenue Code, que redujo el plazo para depreciar el valor de un edificio (y, por tanto, para desgravar los costes de construcción) de cuarenta a siete años. Esta especie de “subsidio a la obsolescencia temprana” hizo que muchos promotores de centros comerciales optaran por utilizar sistemas y materiales de construcción de baja calidad, lo que, unido a la posterior falta de mantenimiento, les aseguraba una cortísima vida. El fenómeno se extendió a los parques de oficinas, muchos de los cuales se construyeron en la década de 1970 con fines puramente especulativos y con el único objetivo de deshacerse de ellos cuanto antes. El Internal Revenue Code estuvo en vigor hasta 1986, treinta y dos años animando a levantar “arquitectura basura”. A esta etapa pertenecen las miles de “cajas de zapatos” abandonadas que ciñen las avenidas comerciales de Antípolis. Sobre ellas se amontonan los carteles: en unos se anuncia el último negocio que acogieron, en otros su puesta en venta a precio de saldo. Es la “ciudad breve”, una ciudad literalmente atacada por el tiempo…, pero también fácilmente restituible, objetivo último de Antípolis.21

Claro que a veces la causa de su destrucción no es precisamente “creativa”. La falta de consistencia de esta arquitectura la hace tremendamente vulnerable a las catástrofes naturales, una cuestión no baladí en el Cinturón del Sol, donde abundan los ciclones, los incendios forestales y los terremotos. Tal como puso de manifiesto Mike Davis en su libro Ecology of Fear,22 el epicentro de todas estas calamidades se localiza en Los Ángeles, pero la capital californiana no tiene la exclusividad. Huracanes y tormentas tropicales han inundado Houston en decenas de ocasiones (1940, 1957, 1961, 1973, 1976, 1979, 1983, 1992 y 2001). Estas riadas fueron devastadoras para su endeble entramado arquitectónico. Simbólico fue el caso de Brownwood, uno de los suburbios más elitistas del Houston de la década de 1950. Situado en la bahía de Baytown, fue construido para albergar a los ejecutivos e ingenieros que trabajaban en el cercano complejo petroquímico del Houston Ship Channel. En la década de 1960 comenzó a hundirse debido a la sobreexplotación de los acuíferos subterráneos. Tras ser anegado varias veces por las aguas (como en 1973, debido a la tormenta tropical Delia), Brownwood fue definitivamente arrasado por el huracán Alicia en 1983. La península y sus lujosas villas fueron abandonadas y devueltas a la naturaleza como parte de un proyecto de recuperación de las marismas que rodean la bahía.23

A pesar de su probada vulnerabilidad ante los desastres naturales, Antípolis sigue apostando por la arquitectura de corta duración. De hecho, algunas de sus tipologías han superado la barrera de lo efímero para trascender a la movilidad física. Las viviendas inauguraron esta condición que tan radicalmente violenta los principios de la ciudad tradicional. En Estados Unidos el traslado de casas fue muy común en épocas en las que su valor era muy alto en relación con los ingresos familiares. Como recuerda Kevin Lynch, en el siglo XIX las residencias de Martha Vineyard eran transportadas de granja en granja por bueyes.24

La ligereza de sus construcciones ha hecho que esta tradición persista en Antípolis. Ya no se trata de amortizar un edificio (pues normalmente trasladarlo es tan caro como construirlo de nuevo), sino de preservarlo cuando se encuentra ubicado en un terreno que va a ser objeto de destrucción creativa (normalmente por su valor sentimental). En estos casos, se contratan los servicios de empresas especializadas que, en un plazo de tres días, desconectan el edificio de sus cimientos, lo desenchufan de las tomas de instalaciones, lo elevan con gatos hidráulicos, lo montan sobre una estructura móvil, lo desplazan por las calles de Antípolis (lo que a menudo supone talar árboles y desmontar líneas de teléfono y electricidad), lo depositan sobre otros cimientos y lo reenchufan a las acometidas del nuevo solar. Como decimos, esta práctica violenta preceptos básicos de la ciudad tradicional, ya que desvincula al edificio del terreno donde se asienta (una persona puede comprar una casa pero no el solar que ocupa, o un solar pero no la casa que alberga). Para estupor de Martin Heiddeger, en Antípolis el habitar ha dejado de estar sujeto al lugar.

La versión contemporánea del traslado de casas son las autocaravanas (o RV), vehículos-vivienda que cuentan con salón, cocina, baño y dormitorio. Raramente superan los 30 m2 de superficie pero, una vez aparcados, pueden ampliarse y anexionar nuevas estancias o, incluso, un garaje para motos y quads. Las más lujosas tienen el tamaño de un autobús y cuentan con doble acristalamiento, moqueta, una suite y solárium con barbacoa en la cubierta (un equipo de diseñadores las personaliza según los deseos del cliente). En 2005, ocho millones de norteamericanos tenían una autocaravana; muchos pertenecían a la generación del baby boom: rondaban los cincuenta años y gozaban de un nivel de renta medio-alto. La mayoría la utilizaba para viajar durante las vacaciones, pero cada vez eran más los que la habían convertido en su vivienda habitual. Normalmente se trataba de jubilados (snowbirds: aves invernales) que habían vendido sus casas y se desplazaban de una zona a otra del país dependiendo de la climatología.

Las viviendas móviles han generado ciudades móviles. Para albergar las autocaravanas se han creado los RVs parks [parques de caravanas], expresión extrema de la inestabilidad de Antípolis. Actualmente, hay 16.000 en todo el país, principalmente en los enclaves turísticos y grandes ciudades del Cinturón del Sol. Se ajustan a las dimensiones y necesidades de la autocaravana. Como si del traslado de una casa se tratase, cuando esta llega no tiene más que enchufarse a las tomas de agua, electricidad, saneamiento y teléfono. También le ofrecen el complemento que le falta para que sus inquilinos se sientan como en casa: los equipamientos de barrio. En este sentido, los parques de autocaravanas reproducen la zonificación social de Antípolis: los hay modestos (que tan solo tienen restaurante y alguna que otra tienda) e hiperlujosos (los denominados outdoor resorts, que cuentan con piscina, campo de golf, pistas de tenis y spa).

Robert Sumrell y Kazys Varnellis destacan el caso de Quartzsite (Arizona), una auténtica Instant City que hubiera hecho las delicias de Archigram. Entre octubre y marzo, esta aldea de poco más de 3.000 habitantes es invadida por miles de autocaravanas, que se instalan en sus más de 70 parques. Se estima que, en las semanas punta, un millón de personas vive en ellas (lo que supone una densidad similar a la de Nueva York). La mayoría son jubilados del norte del país que buscan el templado invierno del desierto de Sonora. En Quartzsite encuentran parques para todos los gustos: para hippies, nudistas o familias convencionales.25

Hacia una teoría de la inestabilidad

Celeste Olalquiaga ha relacionado la fascinación de la sociedad posmoderna por la muerte y la decadencia con la esencia de las tecnologías de la información. Sus productos están condenados a quedar obsoletos en brevísimos espacios de tiempo, dejando tras de sí un universo de objetos nuevos cuyo deterioro es fruto del abandono, no del envejecimiento. Esta desconfianza en el futuro de las cosas se ha trasladado al arte. El junk art enaltece la basura, recordándonos que, en la contemporaneidad, la muerte orgánica ha sido suplantada por la decadencia tecnológica e industrial.26

Zygmunt Bauman transplanta esta idea a la sociología: “Como en un taller de coches, también en la vida real toda ‘parte’ es ‘prescindible’ y reemplazable, y es mejor sustituirla. ¿Para qué gastar tiempo reparando, si en un instante se puede tirar la pieza dañada y poner otra en su lugar?”.27 En la sociedad contemporánea la credibilidad de lo duradero ha sucumbido. A lo largo de la historia, la función de la cultura fue sedimentar elementos de perpetuidad, convertir en estable lo transitorio, trascender la mortalidad humana. Como acabamos de ver en el caso de la arquitectura, esta demanda ha desaparecido, lo que conduce a la cultura y la ética hacia territorios inexplorados donde los hábitos aprendidos para hacer frente a la existencia han perdido su sentido. Para Bauman, esta devaluación de la permanencia es el hecho más trascendental que se ha producido en la evolución del ser humano desde el Neolítico.28

¿Y qué ha venido a sustituir a la estabilidad? Bauman declara que la flexibilidad. Es la palabra clave de nuestra época: augura modas que van y vienen, precariedad laboral, cambio social, vulnerabilidad personal, etc.29 Su caudillaje forma parte del paradigma tardocapitalista: trabajo y producción se han reorganizado para poder adaptarse fácilmente a la creciente volatilidad de los mercados. Por eso los enclaves productivos de Antípolis se proyectan para breves períodos de tiempo: su destino no es permanecer, sino ser clausurados o reciclados cuando la demanda decrezca o desaparezca. Peter G. Rowe comenta: “Los flujos vienen y van, generando destrucción, transformación urbana y reconstrucción […]. En realidad es esta constante y descarnada capacidad de desestabilización y cambio de forma lo que convierte a Houston en única”.30

La suplantación de lo duradero por lo flexible está en la raíz del abismo que separa a Antípolis del ideario urbano del movimiento moderno. A sus radicalmente inestables territorios no les son aplicables los esquemas de pensamiento por los que la Carta de Atenas filtró la ciudad derivada del capitalismo fordista, una ciudad jerárquica, estática y planificada para crecer lineal y prolongadamente en el tiempo. Como han hecho Celeste Olalquiaga en el campo de la estética y Zygmunt Bauman en el de la sociología, cada vez son más los estudiosos que reclaman la necesidad de fundar una “teoría de la inestabilidad” capaz de explicar la ciudad y la arquitectura antipolitanas. Algunos han puesto sobre la mesa las cuestiones que tendrían que ser revisadas. Tres son los frentes abiertos que hay que repensar: la obsolescencia, la destrucción y la forma del crecimiento.

Repensar la obsolescencia supone reflexionar sobre el futuro de las cada vez más abundantes zonas urbanas en decadencia. Como hemos visto, Antípolis suele reconquistar estos territorios para reintegrarlos en su lógica productiva. ¿Es esa la única posibilidad? Kenneth Frampton ha denunciado el borrado de historia y memoria colectiva que ello supone. Por su parte, Ignasi de Solà-Morales llamó la atención sobre el poder evocador y simbólico de esas ruinas (que él denominó terrains vagues), lugares indefinidos que podrían convertirse en ámbitos de libertad alternativos a la alienante realidad productiva que impera en Antípolis.31

Repensar la destrucción supone repensar la arquitectura. Thomas A. P. van Leeuwen defiende: “La teoría de la arquitectura tan solo trata de la construcción, no de la destrucción. Ello es así en Los diez libros de Vitruvio, en Los diez libros de Leon Battista Alberti, en Los cinco libros de Andrea Palladio, en los libros gordos de los magos de la teoría contemporánea. Sin embargo, ¿no sería de sentido común enseñar a la gente no sólo a construir, sino también a demoler? ¿Por qué el complemento natural de la creación, la destrucción, no está representado en la teoría arquitectónica? […] Lo que planteo es que los arquitectos y sus clientes se acostumbren a la idea de que la destrucción forma parte natural e inseparable de la construcción.32 La destrucción no es sólo necesaria y legítima, también es deseable y gratificante”.33

Repensar la forma del crecimiento supone abandonar toda proyección lineal. Antípolis no es un organismo que evoluciona lenta y coherentemente. A nivel temporal, crece trabando transformaciones que se producen en discontinuidad; a nivel espacial, según procesos de desterritorialización y reterritorialización igualmente discontinuos. Para nombrar este patrón de desarrollo, Ignasi de Solà-Morales propuso el término “mutación”, una transformación urbana desencadenada por un cambio repentino e imprevisible.34

Repensar la obsolescencia, la destrucción y el crecimiento supone, por último, repensar el urbanismo. Mientras que la Carta de Atenas pretendía congelar la ciudad en morfologías permanentes, la prioridad de Antípolis es responder rápida y eficazmente a los siempre cambiantes requisitos del mercado. La incertidumbre no es un problema para ella, sino una conducta estratégica relacionada con la competencia entre ciudades. Tal como comenta Rem Koolhaas, ello la convierte en un ente expectante, abierto a acoger lo inesperado. Por ello predijo: “Si tiene que haber un ‘nuevo urbanismo’ […] ya no aspirará a configuraciones estables, sino a la creación de campos de posibilidades que acomoden procesos y rechacen cristalizar en formas definitivas”.35

1 Perry, David C. y Watkins, Alfred J. (eds.), The Rise of the Sunbelt Cities, Sage Publications, Beverly Hills/Londres, 1977, pág. 130.

2 Ibíd., pág. 129-150.

3 Fishman, Robert, Bourgeois Utopias. The Rise and Fall of Suburbia, Basic Books, 1987, págs. 155-156.

4 AA VV, Shrinking Cities (vol. 1), Hatje Cantz Verlag, Ostfildern-Ruit, 2005, pág. 43.

5 Paradójico fue el caso de los almacenes Best de Houston, proyectados por el grupo SITE en 1975. La cascada de ladrillos que caía sobre su porche de acceso era una reflexión sobre el carácter efímero de la arquitectura del consumo. Hace pocos años el edificio fue demolido.

6 Lucy, William H. y Philips, David L., Tomorrow’s Cities, Tomorrow’s Suburbs, American Planning Association, Chicago/Washington, 2006, pág. 93.

7 Tres de las cinco áreas suburbanas más pobres de Estados Unidos son East Crompton (Los Ángeles), Guadalupe (Phoenix) y Prairie View (Houston).

8 Fontenot, Anthony, en AA VV, Shrinking Cities (vol. 2), Hatje Cantz Verlag, Ostfildern-Ruit, 2006, pág. 52.

9 Daskalakis, Georgia; Waldheim, Charles y Young, Jason (eds.), Stalking Detroit, Actar, Barcelona, 2001.

10 Algo similar puede ocurrir en Nueva Orleans, arrasada por el huracán Katrina en agosto de 2005. Las prospecciones demográficas apuntan a que, cuando acabe la reconstrucción, tendrá menos habitantes y superficie. De hecho, la idea es transformar los barrios de las zonas bajas de la ciudad (las más humildes) en parques y marismas.

11 Davis, Mike, Dead Cities, and Other Tales, The New Press, Nueva York, 2002 (versión castellana: Ciudades muertas: ecología, catástrofe y revuelta, Traficantes de Sueños, Madrid, 2007).

12 Berger, Alan, Drosscape. Wasting Land in Urban America, Princeton Architectural Press, Nueva York, 2006, pág. 71.

13 Cuff, Dana, The Provisional City. Los Angeles Stories of Architecture and Urbanism, The MIT Press, Cambridge (Mass.)/Londres, 2000.

14 Keil, Roger, Los Angeles. Globalization, Urbanization and Social Struggles, John Wiley & Sons, Chichester, 1998, pág. 149.

15 Soja, Edward W., Postmetropolis. Critical Studies of Cities and Regions, Blackwell Publishers, Oxford, 2000, págs. 148-153 (versión castellana: Postmetrópolis: estudios críticos sobre las ciudades y las regiones, Traficantes de Sueños, Madrid, 2008).

16 Schumpeter, Joseph, Capitalism, Socialism, and Democracy, Harper, Nueva York, 1950.

17 Harvey, David, The Urbanization of Capital, Blackwell, Oxford, 1985.

18 Berger, Alan, op. cit., pág. 36.

19 Harries, Karsten, “Building and the Terror of Time”, Perspecta, núm. 19, 1982, págs. 59-69.

20 Harvey, David, The Condition of Postmodernity, Blackwell, Malden/Oxford/Carlton, 1990, pág. 206 (versión castellana: La condición de la posmodernidad: investigación sobre los orígenes del cambio cultural, Amorrurtu, Buenos Aires, 1998).

21 Webb, Bruce, “The Name Game. What’s in a Name? For Houston, a Change to Explain Itself to Itself”, Cite, núm. 46, 1999, págs. 16-20.

22 Davis, Mike, Ecology of Fear. Los Angeles and the Imagination of Disaster, Metropolitan Books, Nueva York, 1998.

23 El caso de Brownwood ha sido estudiado por la Rice University, promotora de la exposición Houston Wet.

24 Lynch, Kevin, Wasting Away. An Exploration of Waste: What it Is, How it Happens, Why we Fear It, How to Do it Well, Sierra Club Books, San Francisco, 1990 (versión castellana: Echar a perder. Un análisis del deterioro, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2005, pág. 102).

25 AA VV, Desert America. Territory of Paradox, Actar, Barcelona, 2006, págs. 271-287.

26 Olalquiaga, Celeste, Megalopolis. Contemporary Cultural Sensibilities, University of Minnesota Press, Mineápolis, 1992, págs. 56-74 (versión castellana: Megalópolis, Monte Ávila Latinoamericana, Caracas, 1993).

27 Bauman, Zygmunt, Liquid Modernity, Polity Press, Cambridge, 2000, pág. 163 (versión castellana: Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2003).

28 Ibíd., págs. 91-129.

29 Ibíd., págs. 130-168.

30 Scardino, Barrie; Stern, William F. y Webb, Bruce C., Ephemeral City. Cite Looks at Houston, University of Texas Press, Austin, 2003, pág. vii).

31 AA VV, Presente y futuros. Arquitectura en las grandes ciudades, COAC/CCCB, Barcelona, 1996, págs. 21-23.

32 Siguiendo este dictado, Kevin Lynch proponía que el documento del proyecto arquitectónico avanzara cómo reciclar el edificio cuando quedara obsoleto, incluso cuál sería su imagen. También debería ir acompañado de un plan de demolición que contemplase la reutilización de sus materiales. Lynch, Kevin, op. cit., pág. 182.

33 AA VV, Shrinking Cities (vol. 1), op. cit., págs. 712-718.

34 AA VV, Presente y futuros, op. cit., págs. 12-14.

35 Koolhaas, Rem y Mau, Bruce, “What ever Happened to Urbanism”, en S, M, L, XL, 010 Publishers, Róterdam, 1995, pág. 969.