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El día anterior el mistral cesó bruscamente, poco después del anochecer. Entonces se desató la borrachera, los bares se transformaron en tabernas repletas de música machacona, de rostros brillantes, de miradas insomnes.

Las patrullas policiales, tranquilas, circulaban en segunda, casi aburridas. Alguna pelea entre gitanos, moros y gorilas municipales ante los tiovivos multicolor; la pasma hacía la vista gorda, poca broma con el ayuntamiento.

Los últimos petardos habían explotado en los lugares más recónditos, en los ángulos muertos de la ciudad, antes de que saliera el sol; eran los últimos fuegos artificiales de una fiesta a la que el cansancio había dejado sin gas.

Aquella mañana el cielo vertía un calor líquido.

El hombre estaba tendido en la orilla, acurrucado en posición fetal, con las rodillas pegadas a los codos. Abrió los ojos y descubrió, a través de sus párpados temblorosos, la mole blanca de las torres del castillo que, por encima de él, se iba desvaneciendo en la luz saturada.

El hombre estaba empapado en sudor; su pelo, negro como el ala de una corneja, pegado a su frente, se apelmazaba como trozos de cartón. A sus oídos llegaban unos ruidos lejanos y sordos; pensó que, sin duda, eran los últimos juerguistas que volvían como podían a casa. Unos instantes después, no obstante, cambió de parecer: lo que inundaba la atmósfera y chocaba contra las murallas de la fortaleza eran los gritos de cólera de una multitud fanática.

Se mareó; cerró los ojos.

Hacía tres días que el hombre no dormía. Tres días de soledad. Un sabor de bilis amarga le llevó a apretar los labios y fruncir la nariz. El anís que lo hacía enloquecer había concluido su tarea; tenía que salir.

Se incorporó. Ante él, el Ródano discurría tranquilamente. Unas raíces torcidas que parecían monstruos arañaban la calma superficie del agua, como si trataran de detener el curso del rey de los ríos. Intentó levantarse, pero comprendió que sus piernas tardarían un poco en reaccionar; de modo que se tumbó en la hierba cálida y seca, y fijó la vista en las sólidas ramas de la acacia que elevaba sus garras hacia el cielo.

Había llegado el momento de reflexionar, de hacer balance de los últimos tres días.

El primero, cuando apenas el sol se había levantado sobre la Camarga, se había pasado horas al acecho de las espátulas comunes, agazapado como un cocodrilo entre los salicores de la marisma, a unos metros de la laguna de Redon.

Llevaba meses esperando las espátulas comunes, desde marzo, cuando miles de galupes aún tiritantes de frío se concentran en las tranquilas aguas del delta, a unas brazadas de las playas desiertas; la época en que los cormoranes y las garzas se dan una comilona de esos peces de superficie.

Hacía tiempo que estudiaba las costumbres de las espátulas, los lugares en que se establecían a su vuelta de África; a menudo, al pie de los bosques de tamariscos. Quería observarlas al despuntar el alba dorada, pero las espátulas son aves tan caprichosas como raras. Aquel año había tenido que contentarse con la danza carnívora de los cormoranes y las garzas.

Y aquella mañana, los pájaros grandes no habían acudido a la cita. Esperó hasta el mediodía y finalmente decidió cambiar de lugar. Se desplazó más hacia poniente y llegó a La Capelière. Allí charló un momento con el responsable de la reserva. Cuatro banalidades.

Durante la tarde anduvo mucho tiempo, con la cámara preparada en una mano y los prismáticos en la otra, aprovechando algunas pausas para la observación.

Llegó casi al fin del mundo. Apareció una primera espátula, inmaculada, asomando su gracioso cuello entre las cañas, a la orilla del pantano de agua salada. Una segunda se posó sobre un árbol medio hundido en las negras aguas. La tierra, agrietada en algunas partes y esponjosa en otras, se había disuelto en el sol del atardecer, el horizonte liso y la mar turbada por el mistral.

Las espátulas volvieron a su misterio y anocheció en aquel extremo de la Camarga. A lo lejos, más allá de las líneas rectas de los pantanos salobres, las antorchas de la enorme refinería de petróleo de Fos ya habían elevado a lo alto del oscuro cielo negro sus llamas rojas, como orgullosos velones. A la una de la mañana regresó a su coche y volvió a su casa, más al norte en la Provenza.

El segundo día fue el día de la bestia.

Había tomado la decisión de no coger el coche, de hacer autoestop. Esperó, menos de una hora, al alma caritativa que lo recogió a la salida de Tarascón; era un turista solitario, un inglés tostado por aquel malvado sol, que le había explicado en un francés perfecto:

—Hace tres años que vivo en Mouriès.

—¿Ah, sí? —dijo el hombre, poniendo cara de interesarse por su chófer—. Pues yo vengo de Eygalières.

—Hoy voy a Marsella... For the boat. A coger el barco. Para ir a Córcega —había proseguido el inglés, dibujando un mar imaginario con la mano, que cortaba el aire caliente.

—¡Un viaje precioso! —dijo el hombre por decir algo.

El Land Rover del inglés, un viejo modelo tan confortable como un banco de escuela municipal, hacía un ruido terrible. Poco después del cruce que llevaba a Mas Thibert, el hombre salió de su letargo e indicó con el dedo un área de descanso situada junto a la inmensa línea recta que formaba la nacional 568 entre Arlés y Martigues.

—Puede dejarme ahí.

El inglés frenó bruscamente, sin preguntar nada. El hombre bajó y esperó a que el Land Rover se desvaneciera en la distancia. Acto seguido, desapareció tras un seto de carrizo, no sin dificultad, pues aquellas largas hojas cortaban como cuchillas.

Se alejó, erguido como un cazador en la sabana, y atravesó la amplia extensión cubierta por raquíticas hierbas y dividida en cuadrados con alambre de espino. Estuvo una hora andando, tal vez más. Tras él, en la lejanía, en el límite de los prados, se alzaban las oscuras cimas de los Alpilles y la Tour des Opies, con sus tonos blanquecinos bajo los últimos rayos de sol.

En dirección a la hilera de cipreses, como centinelas en guardia a lo lejos, vislumbró los corderos de la finca de Méril; sin entretenerse, saltó una valla y se encontró entre unos novillos, probablemente los de la manada de Castaldi. Siguió adelante, sin vacilar, manteniéndose lo suficientemente cerca de los toretes negros como el tizón para que no pudiera verle alguien que pasara por casualidad por allí, si bien a una distancia prudente para no asustarlos. En dos ocasiones su vista topó con la mirada vacía de aquellos animales.

Pero el hombre los conocía perfectamente.

El día titubeaba cuando llegó a la departamental 35, que marcaba el límite oriental del parque natural de Vigueirat, a unos kilómetros de Mas Thibert.

Por la noche decidió dormir en aquella franja de la Camarga. Había visto un atardecer luminoso con miles de astros que nacían en el cielo de la Provenza. Antes de que se hiciera de noche, el hombre volvió a la playa y ascendió por entre la vegetación marismeña sin hacerse notar ni un instante. Luego esperó, como solía hacer, tendido boca abajo entre las extensiones de rosados lirios de mar, la blanca manzanilla de las arenas y el amarillo de las siemprevivas.

Luego cantó. Llegó la bestia. Él le habló de las maravillas de la fiesta antes de retirarse.

Cuando cayó la negrura sobre el mar y la tierra, desenrolló el saco de dormir en un hueco mullido de la duna, a cubierto del viento. Descansó unas horas.

En la pesadez del sueño acarició su más loca esperanza: liberar la bestia la noche de Santa Marta.

La noche del 29 de julio.

Hablaría de ello con el maestro. De todas formas, poco le importaba su consejo: la bestia solo lo escuchaba a él.

El Ródano seguía fluyendo, crecido por las lluvias de finales de primavera. Bajo las murallas del castillo del rey René, unos críos trepaban hasta el pequeño promontorio situado por encima de las verdes aguas del río, agarrándose a las raíces de la hiedra que serpenteaba entre las rocas.

El hombre había recuperado del todo el ánimo. Se levantó, se echó la chaqueta sobre los hombros y se dirigió hacia el lugar de donde procedían los gritos del gentío.

Era el lunes 30 de junio. El tercer día.

Acababa de finalizar la última corrida de toros y, con ella, las pomposas fiestas de la Tarasca.