Las ventosas del pulpo gigante se adhieren a las ventanas del submarino Nautilus. El cuerpo del cefalópodo tiene ocho metros de largo, sus tentáculos miden más del doble. La boca del monstruo se abre y se cierra amenazadora: un pico córneo, muy parecido al de un papagayo, solo que mucho más grande. De repente aparecen más animales gigantescos; los tenaces pulpos se convierten en un peligro para el submarino. Solo queda una solución: el Nautilus tiene que emerger, abrir la escotilla en la superficie y rechazar a los pulpos atacantes. Pero en cuanto la escotilla de hierro se abre, un cefalópodo la arranca con uno de sus tentáculos, mientras otro se enrosca inmediatamente alrededor del submarino. Con un hacha, el capitán Nemo va seccionando los tentáculos del tronco gelatinoso del monstruo, uno tras otro, hasta que el gigantesco animal ha perdido casi todos. Pero con el último, el pulpo atrapa a un marinero: pataleando desvalido, el pobre hombre es arrastrado y desaparece en medio de una nube de tinta negra.
Este encuentro pavoroso, una pesadilla marina, es pura ficción y constituye una de las escenas más emocionantes de Veinte mil leguas de viaje submarino, la novela fantástica de Julio Verne publicada en 1870, cuando aún no existían los submarinos. Sin embargo, a finales del siglo XX se haría realidad, al menos en parte, lo que en el siglo XIX era todavía ciencia ficción: en la primavera de 1999 una expedición dirigida por Clyde Roper, de la Smithsonian Institution de Washington, buscaba ante las costas de Nueva Zelanda al legendario pulpo gigante con un pequeño submarino. Desde comienzos de los años sesenta Roper investiga pulpos, calamares y sepias, que se agrupan bajo el nombre de cefalópodos. Y el formidable octópodo de la novela de Julio Verne es la pasión por antonomasia del obsesionado investigador.
Los relatos sobre monstruos oceánicos colosales, de muchos brazos, se conocen desde hace muchos siglos: el escritor romano Plinio el Viejo, que perdió la vida el año 79 d. C. en la erupción del Vesubio, informa en su obra Naturalis Historia de un gran «pólipo» con tentáculos de 10 metros de longitud. El animal había saqueado los viveros de peces situados junto al mar en la española Carteia, la actual Rocadillo. Los centinelas mataron al monstruo. Su cadáver pesó unos 320 kilos y desprendía un olor muy desagradable.
El obispo Pontoppidan, autor de una historia natural noruega publicada en 1755, describió una «bestia» parecida –denominada krake, pulpo, o krabbe, gamba–, la «mayor y más asombrosa criatura del mundo animal». Este «monstruo marino, el más largo del mundo sin discusión», tenía una longitud de 1,50 millas inglesas (más de dos kilómetros y medio).
Un monstruo con numerosos tentáculos, refiere otro relato de navegantes, atacó frente a la costa de Angola a un velero que acababa de cargar y estaba a punto de levar anclas. De repente, un ser similar a un cefalópodo apareció en la superficie del mar y enroscó sus largos tentáculos en los mástiles. El peso del animal escoró el barco, haciéndolo casi zozobrar. Los marinos invocaron a su patrón Santo Tomás en demanda de ayuda. Finalmente se abalanzaron sobre el monstruo provistos de hachas y arpones de abordaje, liberando de ese modo el barco del peligroso abrazo. En señal de gratitud donaron un cuadro votivo que reproduce el suceso y que se colgó en la capilla de Santo Tomás en Saint Malo.
Los balleneros que surcaban el mar frente a Terranova informaban continuamente de cachalotes arponeados que en medio de la lucha mortal vomitaban largos trozos semejantes a brazos –fragmentos del cuerpo de un animal desconocido y monstruoso, seguramente un cefalópodo gigante que casi nadie había visto jamás–. Los balleneros creían que esos seres eran mucho más grandes que cualquier ballena y superaban incluso al mayor de los barcos en los que ellos viajaban. Y quien afirmaba haber avistado alguna vez a uno de esos monstruos describía su cuerpo como una masa grande, informe y gelatinosa de la que salían por doquier largos brazos o tentáculos.
En noviembre de 1861, los marineros del barco de guerra francés Alecton lucharon con un calamar gigante en aguas de Tenerife.
Carlos Velazquez
Estas historias, que pervivieron durante siglos y que procedían de numerosas regiones de los mares del mundo, ¿eran realmente producto de la fantasía de los marineros, delirios de balleneros supersticiosos? ¿O tras el misterioso ser fabuloso de dimensiones inconmensurables se escondía un animal de verdad? En caso afirmativo: ¿qué características descritas eran verdaderas y cuáles exageradas? ¿Qué tamaño tenían los monstruos? Poco a poco también la ciencia comenzó a interesarse por este «ser fabuloso». ¿Sería real el monstruo?
En 1853 la ciencia consiguió por primera vez un miembro del formidable cefalópodo, cuando el mar arrastró a tierras de Jutlandia el cadáver de uno de esos cefalópodos gigantes –llamados así porque sus tentáculos nacen de la cabeza–. Una y otra vez arribaban pulpos gigantes a numerosas playas del mundo, pero casi siempre los pescadores troceaban sus descomunales cuerpos y utilizaban la carne como cebo en la pesca. Así sucedió también en esta ocasión, pero la dura mandíbula, que recordaba el pico de un papagayo, llegó a manos del naturalista danés Japetus Steenstrup. En 1857, basándose en los testimonios oculares y en este resto, describió el género Architeuthis o «cefalópodo primigenio», pues esa es la traducción del nombre científico. Hoy, tras una cierta confusión respecto al número de especies, este género se reduce a una sola: Architeuthis dux.
Poco a poco la ciencia fue describiendo las partes del cuerpo del pulpo: en noviembre de 1861, el barco de guerra francés Alecton, que navegaba frente a la isla canaria de Tenerife, suministró el fragmento siguiente tras un encuentro muy especial: un animal monstruoso de cuerpo rojo brillante y casi 6 metros de longitud sin contar los tentáculos, mucho más largos todavía, avanzaba por la superficie del mar. Sus ojos despedían un fulgor verdoso. Al aproximarse el barco, el monstruo intentó apartarse, pero no se sumergió. Los marinos arponearon al ser, que sangraba mucho, el agua se cubrió de espuma y de ella ascendió un olor acre. Cuando se disponían a izarlo a bordo, la soga seccionó su cuerpo, separando la cabeza y los tentáculos del cefalópodo, que cayeron al mar y se hundieron. Solo la parte trasera pudo ser izada a bordo y se trasladó a Tenerife, donde se redactó un informe sobre el animal. Evidentemente Julio Verne llegó a leerlo, pues describe el suceso en su novela.
La terrorífica experiencia de tres pescadores de arenques frente a Terranova proporcionó la siguiente prueba de la existencia de pulpos de tamaño descomunal: en octubre de 1873, Daniel Squires, Theophilus Piccot y su hijo Tom remaban hacia los restos de un barco hundido que flotaba en el mar a tres millas de la costa. Cuando quisieron arrastrar hacia su barca los supuestos restos del barco con un gancho de abordaje, una mandíbula grande y dura se clavó de repente en el costado de la embarcación para espanto de los hombres y rodeó el bote de remos con sus gigantescos tentáculos. A continuación, el formidable monstruo desapareció bajo la superficie del mar, amenazando con arrastrar consigo la barca y a su tripulación. Los hombres se quedaron petrificados de miedo. Haciendo gala de una gran presencia de ánimo, Tom Piccot, de doce años, cogió una pequeña hacha y cortó un tentáculo, salvándolos a todos de la muerte. El gigantesco pulpo, tras soltar una nube de tinta oscura, desapareció en las profundidades.
El tentáculo seccionado por Tom Piccot medía más de 6 metros de longitud y estaba completamente cubierto de ventosas. Ese mismo día los pescadores entregaron el largo órgano al clérigo y naturalista aficionado reverendo Moses Harvey, que más tarde escribió: «Poseía una de las más extrañas curiosidades del reino animal: un auténtico tentáculo de uno de los míticos peces infernales hasta entonces desconocidos, cuya existencia los naturalistas debaten desde hace siglos. Yo sabía que tenía en mi mano la llave de uno de los mayores misterios, que era preciso añadir un nuevo capítulo a la Historia Natural».
Tan solo un mes después, otro Architeuthis cayó en las redes de cuatro pescadores no muy lejos de allí. Mataron a cuchilladas al enorme animal; sus tentáculos medían 8 metros de largo, el pulpo en total más de 10 metros. Pero por desgracia el cuerpo se perdió salvo la cabeza y los tentáculos, que entregaron al reverendo Harvey. Este, tras mandarlos dibujar y fotografiar, entregó ambas cosas –el primer tentáculo seccionado por Piccot y los dibujos– a Addison Emery Verrill, catedrático de zoología de la Universidad de Yale y experto acreditado en el ámbito de los moluscos, es decir caracoles, lamelibranquios y cefalópodos.
Verrill quedó cautivado por estos hallazgos y los atribuyó al Architeuthis, el pulpo gigante casi desconocido. Ahora por fin contaban con pruebas suficientes de que esos animales marinos gigantescos no eran meras patrañas de marineros, engendros del miedo y de la fantasía. Durante los años siguientes, Verrill tuvo ocasión de estudiar en detalle el gigantesco molusco, pues en la década de los setenta del siglo XIX arribaron docenas a las costas de Terranova. A ellos hay que añadir otros cincuenta o sesenta que en dicha época fueron recogidos por pescadores y utilizados casi todos como cebo para la pesca del bacalao o como comida para perros. En total, Verrill examinó veintitrés de esos animales y hasta 1882 publicó veintinueve trabajos científicos sobre el Architeuthis. El pulpo gigante quedó así definitivamente acogido por la ciencia en el reino de los seres vivos reales.
El vestigio de una pesadilla: en 1873, el joven Tom Piccot seccionó este tentáculo de más de seis metros de longitud de un Architeuthis que se aferraba a un barco de pesca.
Richard Ellis, Seeungeheuer: Mythen, Fabeln und Fakten, Birkhauser, Basilea 1994
Hoy, sin embargo, sigue sin esclarecerse por qué aparecieron en esa época tantos pulpos gigantes; ignoramos si las variaciones climáticas u oceanográficas jugaron algún papel en dicho fenómeno. También en la década de los sesenta del siglo XX quedaron varados en esa región pulpos gigantes con llamativa frecuencia. El biólogo Frederick Aldrich de la Memorial University de Saint John en Terranova, que en esa época investigó a fondo al Architeuthis, lo explica aduciendo las oscilaciones periódicas de la corriente del Labrador, que en su opinión acontecen cada noventa años. Entonces las corrientes frías arrastran a los pulpos cerca de la costa. Por ello Aldrich profetizó para los años posteriores al 2050 una nueva aparición masiva de pulpos gigantes frente a Terranova.
En 1880, el mayor Architeuthis jamás capturado quedó varado en la costa de Nueva Zelanda: desde la punta de su manto –ese tegumento que envuelve el cuerpo y la cabeza– hasta el final de los tentáculos medía 18 metros y pesaba casi una tonelada. Sus ojos de 40 centímetros de diámetro eran mayores que una cabeza humana: poseía sin duda los ojos más grandes de todo el reino animal. Sus vías nerviosas eran tan gruesas que al principio se las confundió con vasos sanguíneos. Aunque las longitudes espectaculares han de tomarse con extrema cautela, Clyde Roper, que ha podido estudiar en persona muchos cadáveres de Architeuthis, manifiesta: «Como es natural, todos pretenden haber encontrado el mayor, el pulpo gigante más largo. Pero los tentáculos son elásticos como cuerdas de goma; cuánto más se tira de ellos, más aumenta la longitud del animal». No obstante, el citado investigador supone que en las profundidades de los océanos deben de vivir pulpos aún más descomunales, acaso de 25 metros. Algunos científicos incluso consideran probable que existan animales de 50 metros de largo, aunque apenas tenemos indicios al respecto.
En alemán se ha generalizado para el Architeuthis el nombre de pulpo gigante, aunque lo correcto sería denominarlo calamar gigante, pues el gigantesco molusco pertenece biológicamente a los calamares, esos cefalópodos con cuerpo alargado y terminado en punta, de ocho tentáculos y otros dos mucho más largos con el extremo en forma de maza. Los pulpos genuinos –los octópodos– solo poseen por el contrario ocho brazos y tienen un cuerpo redondeado o en forma de saco. El interior del mayor molusco del mundo se estructura alrededor de un armazón de quitina que asume la función de un esqueleto, la concha (interna), un vestigio de la concha exterior de otros moluscos, como por ejemplo los lamelibranquios y caracoles. En el calamar gigante esta concha puede medir hasta 1,20 metros de largo. (Los aficionados a los pájaros conocen armazones de apoyo similares en otras especies de cefalópodos de mucho menor tamaño y más calcáreos por el «jibión» de las jaulas de los canarios).
Casi todo lo que se sabe hasta ahora sobre el calamar gigante procede de los aproximadamente 200 ejemplares varados en las playas de todo el mundo o capturados en las redes de los pescadores –sobre todo en las costas de Terranova, Noruega y Nueva Zelanda–. Por eso el conocimiento del Architeuthis se limita casi exclusivamente a la conformación del cuerpo del animal. Nadie ha podido observar aún cómo vive el gigantesco cefalópodo, qué come, cómo caza y cómo se mueve. Los ejemplares varados tenían un color marrón rojizo. Pero algunos informes de marinos describen un rápido cambio de tonalidad, similar al que se produce en otras especies de cefalópodos. En segundos, en estas especies se contraen o se dilatan los pigmentos de determinadas células de la piel, formando dibujos que pueden servir de camuflaje o reflejar estados de ánimo como la excitación o la disposición al apareamiento. Se desconoce por completo cuándo y por qué el Architeuthis cambia su pigmentación; o el color que tiene en la oscura zona batial y si también varía allí.
Al igual que numerosos cefalópodos, el calamar gigante posee una bolsa de tinta repleta de un líquido negruzco, pero en comparación con su formidable tamaño corporal dicha bolsa es más bien pequeña. ¿Para qué necesita la tinta el Architeuthis? Otros cefalópodos confunden a sus enemigos soltando tinta y huyen ocultándose detrás de las nubes. Pero en las profundidades oceánicas, el gigante apenas tiene otros enemigos salvo el cachalote. Y en esa oscuridad perpetua el gran mamífero marino no se orienta con los ojos, sino con un sistema de radar específico que una nube de tinta oscura no puede alterar. Así pues, ¿para qué sirve la bolsa de tinta? Muchos de estos interrogantes todavía carecen de respuesta; a lo sumo se ofrecen hipótesis aclaratorias que siguen siendo especulaciones, aunque se basen en detalles anatómicos.
Tampoco tenemos demasiados datos de la forma en que se produce el apareamiento de los gigantes en ese mundo submarino carente de luz: así en el Architeuthis los machos son el sexo débil, es decir, de menor tamaño. Los machos que miden 6 metros de longitud incluyendo los tentáculos ya se consideran grandes. En febrero de 1999, fue capturado frente a Nueva Zelanda un macho de calamar gigante de solo unos 30 kilos de peso que, sin embargo, estaba lleno de espermatóforos (receptáculos del esperma blancos y alargados), lo cual implica que había alcanzado la madurez sexual plena. Durante el apareamiento los machos transfieren a los calamares hembra esos paquetes espermáticos –posiblemente en un extraño juego amoroso que parecería muy brutal a las personas–. Probablemente en la oscuridad batial los encuentros entre potenciales compañeros sexuales sean raros, y por consiguiente haya que aprovecharlos en el acto. Por eso los machos fecundan a las hembras «buscando el almacenamiento», valga la expresión –sus receptáculos de esperma quedan guardados en el cuerpo de la hembra hasta que los óvulos maduran.
Seguramente, al hacerlo los machos no tratan a las hembras precisamente con delicadeza. Al menos eso indican estudios efectuados por científicos australianos en 1997 con una hembra de calamar gigante de 15 metros de longitud capturada frente a Tasmania. En la piel de un tentáculo encontraron varios paquetes espermáticos debajo de heridas cicatrizadas. Otras especies de cefalópodos almacenan el esperma durante meses en bolsas dérmicas especiales. Pero en ese caso era obvio que un macho había rajado la piel de la hembra con la mandíbula o con las ventosas provistas de «dientes» y después había inyectado en toda regla con el pene, que puede medir hasta un metro de largo, los receptáculos de semen en los tentáculos. Sin embargo, la hembra en cuestión aún no había alcanzado la madurez sexual: por el momento desconocemos cómo se produce luego la fecundación, cómo el esperma encuentra el camino hacia el ovario.
Pero hay un misterio aún mayor: ¿dónde viven los calamares gigantes «pequeños»? Porque es mucho más raro capturar a los animales jóvenes que a los adultos. Clyde Roper solo ha podido estudiar hasta la fecha dos de esos «mini-gigantes». Medían entre 4 y 6 centímetros y fueron encontrados en los estómagos de peces lancetas. En 1981 un barco de investigación australiano pescó un Architeuthis todavía más pequeño, con un manto de 10 milímetros de longitud.
Steve O’Shea, biólogo marino del National Institute of Water and Atmospheric Research (NIWA) de Wellington (Nueva Zelanda), interpreta así lo poco que se conoce del ciclo vital del calamar gigante: los animales adultos ascienden desde la zona batial hasta regiones marinas menos profundas para desovar. Muchas especies de cefalópodos de vida corta se han especializado en producir la mayor cantidad posible de descendientes; tras desovar mueren pronto. Así podría suceder también en el caso de los calamares gigantes. O’Shea cree probable que el Architeuthis gigante no viva más de tres años. Esto explicaría también por qué los estómagos de los animales arrojados a tierra están vacíos: en su último viaje ya no precisan más alimento.
Los animales jóvenes, por el contrario, viven seguramente en las zonas más altas del mar, donde se capturó el minúsculo ejemplar de 10 milímetros. Allí pueden convertirse en botín para los albatros. Por lo menos, al estudiar el contenido del estómago de estos pájaros, las aves capaces de volar más grandes del mundo, se encontraron numerosas mandíbulas de calamares gigantes jóvenes. Los albatros solo pueden haber atrapado a esos cefalópodos jóvenes en la superficie del agua. Según otra teoría de O’Shea, los animales jóvenes crecen con extrema rapidez: «Defenderse mediante un crecimiento rápido es una estrategia específica para evitar ser devorado por otros». Clyde Roper coincide con su colega, aunque matiza: «Esto parece evidente y lógico, pero aún no está demostrado».
En consecuencia, los calamares jóvenes a medida que crecen se van sumergiendo en la zona batial. Posiblemente los gigantes poseen un especial sistema de flotabilidad que los mantiene en el agua ahorrando gran cantidad de energía: el tejido de los cefalópodos contiene una concentración muy elevada de iones de amonio que tienen una densidad menor que el agua marina que rodea al cuerpo. Eso permite al calamar deslizarse por el agua casi flotando, sin emplear demasiada energía para no hundirse. Esto acaso explique también por qué los animales muertos o moribundos son arrastrados hasta la superficie del mar. Asimismo el olor acre, descrito a veces como almizclado, de los animales arrojados a tierra se debe al elevado contenido de amonio. Al mismo tiempo los iones de amonio confieren a la carne un sabor peculiar, desagradable para el hombre: en cierta ocasión, durante una fiesta de doctorado, Clyde Roper probó un trozo de calamar gigante frito en la sartén y describió la carne como incomible y amarga. Sin embargo a los principales enemigos de los gigantes, los grandes cachalotes, ese sabor agrio no parece importarles demasiado.
Para observar al Architeuthis vivo y en su medio natural no queda más remedio que buscarlo en las profundidades con medios auxiliares o incluso en una inmersión personal. Los científicos han intentado en reiteradas ocasiones observar al gran calamar en su hábitat: en 1989, Frederick Aldrich se sumergió con un submarino a 300 metros de profundidad frente a Terranova. Los cebos de atún atrajeron a todos los peces que vivían en el fondo, pero no al calamar gigante. Tras una espera de diez horas, Aldrich desistió.
También Clyde Roper ha intentado unas cuantas veces observar al Architeuthis o al menos obtener imágenes reales de su existencia: «Si pudiéramos observar y filmar al gigante en las profundidades solo durante unos minutos, sabríamos mucho más sobre él». La idea de utilizar cachalotes como recurso para capturar al calamar gigante le mereció especial confianza. Porque los cefalópodos son la presa preferida de los más formidables animales de rapiña del mundo: en el estómago de un único cachalote se han encontrado hasta 18.000 duras mandíbulas de distintas especies de cefalópodos, muchas de ellas procedentes del Architeuthis. Hasta los 1.000 metros de profundidad, los mamíferos marinos libran combates a vida o muerte con los grandes cefalópodos. A menudo la piel de muchos cachalotes parece el mapa de pasados encuentros: las cicatrices circulares testimonian la resistencia de los calamares gigantes. Porque los ocho tentáculos están provistos de dobles hileras de ventosas absorbentes, los extremos en forma de porra de los dos más largos poseen cuatro hileras de ventosas. Estos aspiradores están reforzados con duros «dientes» capaces de producir profundas heridas.
Así pues, ¿se podría aprovechar a los cachalotes como «sabuesos» que conduzcan hasta los calamares? ¿Y si se los utilizase incluso como cameraman? Ya anteriormente se habían conseguido imágenes muy impactantes con la denominada critter-cam, una cámara en miniatura especial que se fijó a osos marinos y tortugas marinas: el espectador nadaba como quien dice con las focas por el mar, acompañaba a las tortugas en sus inmersiones por el océano. Con la ayuda de esta técnica se consiguió que la gente viese el mundo submarino desde la óptica de los animales. Frente a las Azores se colocó a los cachalotes esas cámaras de alta tecnología, en una acción complicada y no exenta de peligro, pues hay que aproximarse con un bote neumático a los gigantes marinos y colocar la cámara con una ventosa. De este modo se lograron tomas únicas, impresionantes, de la vida social de los cetáceos a varios centenares de metros de profundidad, pero por desgracia la cámara no captó un solo calamar gigante. «Es un método maravilloso», afirma Roper entusiasmado, «pero también muy complejo. Para filmar un combate entre un cetáceo y un calamar, lo mejor sería colocar la cámara en un costado y no sobre el lomo. Pero eso es prácticamente imposible».
Los calamares agarran a sus presas con los dos tentáculos más largos y las arrastran hasta la abertura de la boca. Allí es sujetada por los ocho tentáculos restantes. La pluma (izda.) es una especie de esqueleto que sustenta el cuerpo del molusco.
Brehms Tierleben
En 1997 Roper siguió la pista del gigante en el cañón de Kaikoura, una fosa oceánica de más de 1.700 metros situada frente a las costas de Nueva Zelanda. Salió de «caza» provisto de robots de inmersión y videocámara. La cámara fue testigo de una lucha dramática a 600 metros de profundidad: un calamar atacó a un tiburón, enroscó sus diez tentáculos alrededor del escualo y los introdujo en las fisuras branquiales. El tiburón estuvo a punto de asfixiarse, pero consiguió soltarse y escapar. Nunca antes se habían filmado imágenes como esas, pero el emocionante duelo no se produjo entre gigantes: calamar y tiburón apenas medían un metro de largo. El cefalópodo era un pequeño pariente del gigante buscado. No obstante, este documento fílmico único permite imaginar cómo podría vivir y cazar el calamar gigante. Sin embargo, el Architeuthis seguía oculto para la cámara.
Pero Roper no cedió al desaliento. Estaba seguro de que se encontraba en el lugar adecuado, pisándole los talones al calamar gigante, porque en la costa sur de Nueva Zelanda, en el cañón de Kaikoura o al menos en las cercanías, los pescadores sacaban del mar continuamente a los formidables animales, siempre de una profundidad entre los 300 y los 600 metros. Por eso programó un nuevo intento para principios de 1999, esta vez con el Deep Rover, el «caminante de las profundidades»: un submarino acristalado todo alrededor, una «burbuja» acrílica de 12 centímetros de grosor destinada a proteger a los ocupantes de la presión del agua y de los brazos armados de ventosas del calamar. A Roper no le asustaban las terroríficas historias de la novela de Julio Verne sobre pulpos formidables que presionaban contra las ventanas: «Eso son leyendas, cuentos de miedo. La realidad que se esconde tras el monstruoso pulpo gigante, símbolo de lo desconocido y misterioso de la zona marina batial, es mucho más excitante y emocionante». Desde comienzos del año 1999 hasta finales de marzo se capturaron frente a las costas de Nueva Zelanda seis de esos animales. El lugar, la época del año, la profundidad: todo coincidía, todo ocurría como había predicho Roper, que rebosaba confianza.
Al principio los problemas técnicos y la agitación del mar frustraron las inmersiones en el cañón de Kaikoura. Los micrófonos submarinos anunciaban una y otra vez los típicos sonidos que delataban la presencia de los cetáceos en las profundidades. Los mayores enemigos del gigante acudían allí de caza, justo donde Roper suponía también al Architeuthis. Algunos de los cetáceos mostraban las típicas cicatrices circulares causadas por los combates entre gigantes. Era un signo inequívoco: allí, en aquellas profundidades, vivía el calamar gigante tanto tiempo buscado.
El 17 de marzo de 1999 llegó por fin el ansiado momento: el Deep Rover se deslizó hacia las profundidades por primera vez. Durante las inmersiones un largo cable mantenía unido el submarino con el barco nodriza. Así los científicos a bordo podían contemplar en directo las imágenes de las cinco cámaras que iban montadas en la burbuja de vidrio acrílico. Y lo que vieron los dejó sin aliento: lanzas de plata cruzaban centelleando, peces gráciles de 60 a 80 centímetros de longitud, hokis. Desde que los científicos neozelandeses trabajan junto con pescadores que utilizan redes de arrastre a profundidades que oscilan entre los 300 y 1.000 metros y que también sacan a la superficie una y otra vez calamares gigantes, se sabe que los gigantes cazan sobre todo peces abisales. Su presa también son los hokis. Durante veinte minutos el submarino buceó entre la bandada de peces relucientes: hokis y más hokis, pero ni un solo calamar gigante se dejó ver. ¿Los asustaba la luz del submarino? La inmersión tuvo que finalizar debido a una tempestad que se aproximaba.
En 1877, un calamar gigante varado en Terranova fue uno de los primeros en llegar entero a manos de los científicos. Hoy los pescadores sacan a estos animales con regularidad desde la zona batial.
Carlos Velazquez
En conjunto, en esa expedición, el Deep Rover realizó ocho inmersiones, la última el 26 de marzo de 1999. Seguía sin divisar al Architeuthis, y ese día era seguramente la última oportunidad para Roper de ver vivo al gigante en ese siglo. De nuevo había cachalotes muy cerca, también los peces víctimas del cefalópodo vivían en las profundidades.
¿Cómo se desarrollaría una expedición de caza del Architeuthis? Durante el ataque a hokis u otros peces los dos tentáculos más largos del gigante saldrían proyectados hacia delante y atenazarían a su víctima, arrastrándola hacia la boca donde sería despedazada en trozos adecuados, pues, al tragar, los pedazos no pueden ser muy grandes porque en ese caso podrían lesionar el cerebro del gigantesco molusco, que está situado alrededor del esófago.
El submarino se sumergió hasta los 670 metros bajo el nivel del mar, un nuevo récord en aguas neozelandesas. Los científicos que estaban en la cubierta pudieron contemplar animales extraños, inéditos hasta entonces, especies completamente desconocidas: peces linterna, estrellas y cohombros de mar, seres submarinos gelatinosos, sifonóforos, por ejemplo, o una medusa transparente que solo se distinguía por los movimientos del ribete de su paraguas acampanado que se mecía suavemente al reflujo de la corriente.
Pero el tiempo expiró, y el último intento de búsqueda del gigante también fue baldío; el submarino regresó a la superficie al agotarse las baterías. «Hemos visto lo que nadie había visto antes que nosotros», dice Roper. «Por eso mi decepción es menor de lo que temía».
La zona batial conserva su misterio: no han servido, tampoco esta vez, los esfuerzos por avistar al legendario pulpo gigante en su entorno natural. El Architeuthis continúa sumido en la oscuridad, símbolo de las profundidades insondables. Por el momento.
El único ojo del cíclope Polifemo de la Odisea tiene una explicación zoológica.
Carlos Velazquez