

lgo especial. Hay chicas que tienen algo especial. Y es más que probable que ese algo especial no se pueda describir con palabras. Con detalle. Algunos adjetivos pueden acercarse a la esencia de su extraordinaria personalidad y muchos de ellos aparecen en este libro. Pero para explicar con precisión por qué estas chicas son únicas y han conseguido destacar es necesario conocer sus vidas personales. El último siglo, década tras década, ha ido obsequiándonos con su presencia en ámbitos sociales, artísticos, intelectuales, hedonistas y, cómo no, en el ámbito de la moda, un entorno en el que ellas han sido y serán siempre una referencia inevitable, sin tener en cuenta necesariamente la belleza femenina como requisito indispensable.
Sus azarosas y apasionadas existencias han podido tener un final feliz... o no. Es curioso como aquellas chicas elegidas para la gloria estética y mediática cuyas vidas acabaron de un modo trágico son las que han perdurado con mayor intensidad en el subconsciente colectivo. La fatalidad que les marcó ha resultado ser la principal razón que las ha situado más allá de lo que nadie podría haber supuesto en el pasado. Sus nombres forman parte de ese capítulo de la historia de la sociedad occidental dedicado a aquellos que murieron jóvenes, pasando a la posteridad con todo su esplendor intacto. Algunas de ellas se encontraron con el infortunio de repente, sin esperarlo, otras, sin embargo, lo buscaron de un modo premeditado, jugaron con fuego sabiendo que estaban destinadas a formar parte de un melancólico recuerdo y que su destino era morir de éxito. Así pues, no todo ha sido alegría y diversión lo que ha rodeado y rodea a unas chicas escogidas para convertirse en centro de todas las miradas, a pesar de su incurable timidez o de su miedo a las multitudes.
En el pasado su popularidad se debió a menudo a su pertenencia a acaudaladas familias o a sus matrimonios con hombres célebres. En la actualidad esto no es necesario y se crean a sí mismas, hasta tal punto que la enorme influencia que pueden llegar a ejercer en la moda se escapa incluso de los implacables planes de marketing, algo que las hace infinitamente más interesantes. Pero ¿qué tienen ellas que no tienen las demás? En francés se usaría la palabra allure para definirlo. Pero en inglés... el pronombre IT fue y sigue siendo el elegido para estereotipar su atrayente figura. Con él, es decir, con el término “eso” se intenta describir algo intangible, inmaterial, algo que está en el aire y no se ve, pero se siente de una manera vehemente. Desde los locos años veinte, las revistas y periódicos más populares han intentado desgranar todo lo IT sin éxito y han claudicado ante lo insólito de la situación. Las chicas IT o it girls son únicas en su especie, y su especie no es catalogable dentro de un determinado ecosistema social, porque tienen la capacidad de saltar de un ámbito a otro y de adaptarse con sorprendente habilidad a todos ellos. Su presencia es siempre bienvenida y su estatus les permite ser una especie de comodín para aquellos que organizan los eventos y fiestas más importantes. En este sentido, las it girls se diferencian claramente de las socialites (aunque también puedan serlo) porque no están sujetas a tantos protocolos y poseen un margen bastante más amplio en la forma de vestirse y comportarse mientras cumplen con unos compromisos que, uno tras otro, multiplican su aparición en los medios y, por tanto, su fama. ¿Representan entonces cierta libertad ansiada por otras mujeres que carecen de ella? En cierto modo, sí.

Clara Bow, ¿la primera it girl? Seguramente sí. Su encanto, tanto fuera como dentro de la gran pantalla, fue la clave de su triunfo en todo el mundo en los años veinte.
Existe una teoría acerca del origen del término it girl que, según mi opinión, resulta demasiado evidente. En 1927 la estrella del cine mudo Clara Bow protagonizó el film It, basado en el libro publicado por la escritora inglesa Elinor Glyn. En él se mostró al gran público por primera vez las cualidades de una chica que, gracias a su belleza e intelecto, conseguía seducir a hombres y mujeres por igual. Ellos caían rendidos de amor ante su figura, ellas quedaban fascinadas por su estilo y, al instante, la imitaban. Así transcurría el guion de la película que, sin duda, convirtió el concepto it girl en algo masivo por primera vez. Sin embargo, la propia Glyn no tuvo que investigar demasiado para crear el personaje interpretado por Bow. Su hermana mayor, la diseñadora Lucy Duff-Gordon, fue desde principios de siglo esa it girl en los círculos de la aristocracia inglesa. Conocida en ellos como Lucile, su asistencia a las fiestas de los salones más exclusivos de Londres, París y Nueva York era siempre garantía de éxito. Como creadora alcanzó gran aceptación por su agudo (y atrevidísimo para la época) sentido de la sensualidad aplicada a la moda en forma de vestidos de inspiración lencera, pero también gracias a su visión comercial de la profesión al ser la primera en organizar desfiles sobre un escenario con luces y música muy teatrales. Poco a poco Lucile se fue haciendo muy popular a ambos lados del Atlántico y en 1917, mientras se aventuraba en el diseño de vestuario para las bailarinas de las Ziegfeld Follies de Broadway y para la diva del cine mudo Mary Pickford, utilizó el término it en su columna sobre estilo de la revista Harper’s Bazaar. Lucile comentó en ella “cómo había disfrutado encontrándose con una buena amiga que llevaba un precioso vestido parisino con el que se sentía feliz y muy it”. Con todos estos antecedentes familiares, es más que obvio que Elinor Glyn halló la inspiración para su novela y posterior guion del film en su propia hermana, una auténtica pionera de las it girls del siglo XX. También es muy probable que la propia Clara Bow le sirviera como referencia y, después, como indiscutible protagonista de la película producida por Paramount Pictures. Nacida en Brooklyn, esta actriz personificó a la perfección el espíritu garçonne que tanto éxito tuvo en los años veinte. Su mezcla de inocencia y provocación y su personalidad de ingénue y femme fatale al mismo tiempo, la convirtieron en una estrella sin igual a nivel internacional y la transformaron en la primera it girl cuyo origen era cien por cien cinematográfico. A finales de la década, Bow (en quien se inspiró el personaje animado de Betty Boop) recibía más de 45.000 cartas al mes de admiradores, tanto masculinos como femeninos, y su estilo al vestir, maquillarse y peinarse fue el más imitado por unas chicas que encontraban en ella a la perfecta compañera de travesuras sentimentales mientras sonaban de fondo los ritmos del charlestón.

La diseñadora Lucy Duff-Gordon fue la inspiración para la novela y el posterior film It, probablemente el germen del fenómeno de las it girls en la historia.
Sin duda alguna, Clara Bow era la perfecta candidata para protagonizar un film como It, ya que ella misma era en ese momento la it girl más deseada e influyente en la moda. El reinado de sus peligrosos ojos duró hasta que sus ataques de nervios dijeron basta. A partir de 1931 la presión de la fama, las infamias de la prensa, el overwork y un juicio contra su propia secretaria la convirtieron, según su manager, en “Crisis-a-day-Clara Bow”. Ingresada en un sanatorio psiquiátrico y con solo veinticinco años, su carrera estaba casi acabada. Tras una cura de descanso en un rancho de Nevada junto a su marido, regresó a Hollywood para filmar las que serían sus dos últimas películas y retirarse definitivamente en 1933. La maternidad y la relajada vida en Nevada la esperaban, y la hicieron feliz hasta que los trastornos psicológicos volvieron a hacer acto de presencia, hasta llevarla incluso a un intento de suicidio en 1944 ante la posibilidad de tener que volver a la vida pública porque su marido fue candidato a gobernador del estado. En 1949 ingresó en una clínica y recibió tratamientos de choque para intentar curar su constante insomnio y su acentuada esquizofrenia. Abocada a esta penosa situación, Bow abandonó a su familia y se recluyó en un bungalow de Los Ángeles, donde fue atendida por una enfermera y vivió hasta que en 1965, a los sesenta años, falleció de un ataque al corazón.
Si la autora de It, Elinor Glyn, se hubiese esforzado en investigar sobre qué chicas eran realmente las que transmitían eso especial en los años veinte muy pronto se habría encontrado con el nombre de Brenda Dean Paul y, en ese preciso momento, habría descubierto la cara más amarga de lo que puede significar convertirse en una chica de moda. Hija del aristócrata sir Aubrey Dean Paul y de la pianista belga Poldowski, en su adolescencia intentó en vano labrarse una carrera en el teatro o en el cine mudo, y entonces estalló la Primera Guerra Mundial. Cuando esta concluyó, el panorama aristocrático británico era desolador y, para alentar el decaído ambiente, aquellos que sobrevivieron y, en especial, las chicas tuvieron que poner mucho de su parte.

Brenda Dean Paul formó parte del colectivo Bright Young People, un grupo de jóvenes de la alta sociedad sin prejuicios que se especializó en organizar las fiestas más locas y excesivas de Londres en los años veinte.
Dean Paul puso demasiado y fue entonces, entre excesivas y eternas noches, cuando encontró su verdadera profesión: convertirse en una “polilla social”, yendo de fiesta en fiesta animando al personal. Para ello no dudó en formar parte del grupo Bright Young People, en el que también estaban el escritor Evelyn Waugh y el fotógrafo y estilista Cecil Beaton, una animada pandilla especializada en practicar la frivolidad y organizar las fiestas de disfraces más provocadoras de la época. Sumergida en tan dicharachero ambiente, Dean Paul se dejó llevar y acabó por recibir el apodo de “drogadicta de la alta sociedad”. Arrastrada durante el período de entreguerras por su adicción a la heroína mientras vestía según las últimas tendencias venidas de París, su figura pública fue poco a poco diluyéndose en los bajos fondos londinenses mientras sus encontronazos con la ley se hacían cada vez más habituales.
La prensa amarillista tuvo un papel decisivo en el auge y la caída de esta sofisticada y bella it girl. Los periódicos de este tipo fueron los que se encargaron de difundir historias de dudosa veracidad que situaban a Dean Paul en restaurantes limpiando su jeringuilla con el agua de un jarrón de flores que había sobre la mesa o abriendo la puerta a la policía completamente desnuda. Junto a su amante, Anthea Carew, se recluyó en numerosas clínicas para intentar desintoxicarse, sin demasiado éxito. Volvió a las andadas y cometió delitos que la llevaron varias veces ante la justicia y, finalmente, a la cárcel de Holloway en 1932. Aun así, tres años después, durante un período de extraña lucidez, Dean Paul escribió sus memorias, irónicamente tituladas My First Life porque probablemente ya sabía que no iba a disfrutar de una segunda vida. En 1959, a los cincuenta y dos años, falleció en Londres por causas naturales y dejó tras de sí una dramática andadura como it girl de la alta sociedad caída en absoluta desgracia.
El colectivo Bright Young People, retratado satíricamente por el propio Evelyn Waugh en la novela Cuerpos viles, aportó otro nombre al grupo de las pioneras it que sufrieron el cruel descenso desde la gloria de clase alta hasta los infiernos de la irremediable adicción. Esta vez fue el alcoholismo el que llevó a Elizabeth Ponsonby a fallecer antes de cumplir los cuarenta, después de haberse convertido en una de las party girls más populares de Londres en los años veinte, con su peinado corto de estilo flapper y sus minúsculos y escandalosos vestidos. Hija de un representante del Partido Laborista en el Parlamento, Arthur Ponsonby, que consideró una buena opción plantar cara a la reina Victoria por pertenecer a este partido a pesar de ser un aristócrata, es probable que heredara de su padre el valor para enfrentarse a una sociedad que desaprobaba su imparable conducta hedonista. De hecho, incluso su madre, Dorothy, la acusaba continuamente de ser una de esas chicas que, teniendo 3.000 libras para gastar en todo un año, decidía invertir 800 en un solo vestido.

Especialista en convertir una fiesta en algo memorable, Elizabeth Ponsonby se consumió como it girl inmersa en la vorágine de los compromisos sociales de la alta sociedad.
Los números no eran lo suyo y poco le importaban a Elizabeth Ponsonby. Su incansable capacidad para convertirse en la protagonista de las fiestas era equiparable a la cantidad de cócteles que necesitaba ingerir antes de acabar en brazos de cualquier anónimo amante. El exceso juerguista de la época se llevó por delante a una it girl que no supo medir bien la cantidad de alcohol que su delgado cuerpo podría soportar. Era una época en la que la información sobre el alcance de las adicciones brillaba por su ausencia. Y no es por buscar excusas ante toda esta desdicha.
Lo que parecen ser unos comienzos desastrosos para las it girls se consiguen enderezar gracias a ejemplos como el de la maravillosa Louise Brooks. Amiga y compañera de fatigas mudas de Clara Bow en la gran pantalla, es posible que Brooks fuese quien realmente alcanzara la perfección absoluta en lo que al concepto de it girl se refiere durante los años veinte. Su impactante belleza y su enorme personalidad han hecho de ella un referente inevitable para la moda hasta el día de hoy, inspirando el trabajo de multitud de diseñadores, que siempre la citan como una de esas musas de cabecera eternas. Al describir los rasgos de la perfecta chica garçonne en su sentido más elegante es necesario referirse a Brooks como gran ejemplo; su corte de pelo estilo bob, de color negro azabache, corto y con flequillo, sus impactantes ojos maquillados con intenso khôl, los little black dress de Chanel y collares largos de perlas falsas que formaban parte de su armario personal eran el sueño de cualquier joven a finales de los años veinte. En la gran pantalla, su estilo alcanzó niveles de elegancia elevadísimos a lo largo de 70 films de cine mudo y 8 de sonoro antes de retirarse en 1935. Lo curioso del caso de Brooks es que no solo consiguió convertirse en una it girl gracias a sus impolutos looks, sino que su actitud ante la sociedad de la época completó una personalidad arrebatadora que se atrevió a romper todos los moldes que le pusieran por delante. Es posible que sus comienzos como bailarina de Broadway la animaran a practicar un sano comportamiento liberal que ejerció un gran poder de atracción sobre hombres y mujeres.

Epítome del mejor estilo garçonne, Louise Brooks poseía la hipnótica capacidad de seducir tanto a hombres como a mujeres, algo que a ella no le importaba en absoluto ante la opinión pública.
Conocida con el sobrenombre de Lulu, su vida sentimental fue realmente agitada y sus numerosas relaciones con hombres del ámbito cinematográfico fueron bien conocidas. Mientras sus amantes masculinos la adoraban, muchas amantes femeninas esperaban ansiosas que Brooks disfrutara de su declarada bisexualidad en unos tiempos de auténtica liberación sexual. Según escribió en sus memorias, esto ocurrió en pocas ocasiones, de las cuales la noche que pasó con Greta Garbo fue la más destacable. Brooks describe su actitud con ella como muy masculina y tierna a la vez. Por lo demás, Brooks disfrutaba y valoraba mucho su amistad con mujeres lesbianas, algo que pudo hacerle parecer una de ellas ante los medios, un hecho que en absoluto le incomodó o preocupó. La ambigüedad de Brooks formaba parte de su belleza natural; para ella la sexualidad jamás estuvo definida en un solo sentido, y su conducta no hizo más que reforzar su poderoso estilo personal. Tras un paso en falso al rechazar protagonizar un film clave, su carrera se estancó y, ante el cansancio acumulado tras años de frenética actividad, decidió retirarse a su Wichita natal. Su fama de mujer progresista le impidió quedarse allí y la obligó a instalarse en Nueva York, donde trabajó de bailarina en nightclubs, de actriz radiofónica, de dependienta en los almacenes Saks Fifth Avenue y de call girl con una lista de adinerados clientes que la agasajaban mientras el alcohol y las píldoras para dormir se empezaban a adueñar de ella. Brooks reaccionó y aprovechó la oportunidad que le dieron algunos historiadores del cine que reivindicaban su legado a principios de los años cincuenta para convertirse en guionista y comenzar a redactar sus memorias, tituladas Lulu in Hollywood y publicadas en 1982. Tres años después, a los setenta y ocho años, falleció de un ataque al corazón en su casa de Rochester. La influencia de Brooks en la cultura pop moderna ha sido encomiable. Desde el personaje de Melanie Griffith en el film Algo Salvaje hasta el look en directo de Siouxsie Sioux a finales de los años ochenta o al hit Pandora’s Box del grupo de electropop OMD en 1991, todos ellos rindieron tributo a una mujer cuya capacidad para fascinar a las nuevas generaciones sigue siendo envidiable.

Las bailarinas Adele Astaire y Gaby Deslys lucieron estilos muy diferentes, pero igual de influyentes en una moda que veía en el baile el lugar idóneo para encontrar las tendencias más apetecibles de cada temporada.
Aparte de Clara Bow y Louise Brooks, hay otros nombres ligados al séptimo arte que forman parte del grupo de las it girls pioneras que mostraron un camino diferente al de diva o icono para mujeres con “eso” que las hacía diferentes. El trío de bailarinas formado por Gaby Deslys, Irene Castle y Adele Astaire fue un caso interesante. La primera, por cronología, era de origen francés y triunfó antes de la Primera Guerra Mundial en Broadway con un nombre que era la abreviación chic de Gabrielle of the Lillies. Su belleza y elegante estilo al vestir fueron muy populares, tanto como sus bailes, con nombres tan originales como Ju-Jitsu Waltz, Turkey Trot, Grizzly Bear o su famosísimo The Gaby Glide. Gracias a ellos llegó a ganar 4.000 dólares por semana en los escenarios de Estados Unidos, y también gracias a ellos atrajo la atención de numerosos y ricos admiradores, entre los que destacó sobremanera el rey Manuel II de Portugal, con quien mantuvo una intensa relación hasta que este se casó en 1913. La imparable carrera de Deslys se vio truncada cuando contrajo la gripe española, de la que finalmente falleció en París en 1920 con tan solo treinta y ocho años, tras numerosas y dolorosas operaciones de garganta. De su villa en Marsella, vendida para dar el dinero a los pobres de la ciudad por su expreso deseo, solo se salvó su suntuosa cama, adquirida en una subasta por los estudios Universal para acabar siendo, nada menos, el lecho del personaje Norma Desmond en el inolvidable film El crepúsculo de los dioses.
Irene Castle formó una inolvidable pareja de bailes de salón con su marido, Vernon, hasta que este falleció en un accidente de aviación durante la Gran Guerra. Tras ella, Castle continuó su carrera como bailarina, siguió siendo un icono de elegancia en las fiestas más sofisticadas y protagonizó varias películas mudas. En 1930, al mismo tiempo que era elegida la mujer mejor vestida de América, decidió retirarse del show business para dedicarse a la lucha por los derechos de los animales con la misma elegancia con la que siempre posó para las mejores revistas de moda.

La bailarina Irene Castle fue elegida la mujer mejor vestida de América en 1930. Su elegancia innata no desapareció cuando se retiró para luchar en defensa de los animales.
Por último, Adele Astaire, lejos de quedarse a la sombra de su famosísimo hermano pequeño, Fred, se ganó por méritos propios el estatus de it girl gracias a su peculiar belleza y a su moderno criterio para la moda, en perfecta sintonía con las propuestas de las grandes diseñadoras de su época, Coco Chanel, Jeanne Lanvin y Madeleine Vionnet. Como pareja de baile de su hermano hasta principios de los años treinta, Astaire saboreó las mieles del éxito a ambos lados del Atlántico, hasta que lord Charles Cavendish le propuso matrimonio tras una de sus actuaciones. Entonces se convirtió en lady Cavendish, se instaló en un castillo irlandés y llevó su elegancia a un nivel todavía más alto que el que había alcanzado cuando se dedicaba al mundo del espectáculo.
Las bailarinas, muy populares a principios de siglo, poco a poco dejaron paso a las actrices del poderoso cine mudo como los ejemplos que debían seguir las jóvenes que ansiaban ir a la moda. Así fue como, aparte de las citadas Bow y Brooks, otras mujeres comenzaron a ser muy habituales en las páginas dedicadas a la crónica social, en las que, de paso, se hablaba de tendencias de moda y formas de comportarse en sociedad. Nombres como el de Constance Talmadge fueron muy famosos en una década en la que quien organizaba las mejores fiestas era quien alcanzaba una mayor popularidad. En este sentido Talmadge no tenía rival, en parte gracias a sus cuatro matrimonios con hombres que poseían mansiones donde celebrarlas siempre a lo grande.

La actriz Constance Talmadge no tenía rival a la hora de organizar las mejores fiestas en las mansiones que poseía por sus cuatro fallidos matrimonios.
De familia muy pobre, esta actriz, que participó en más de ochenta films mudos, fue bien conocida por su gran sentido del humor y por su total irresponsabilidad al disfrutar de la fastuosa vida que le tocó vivir, una actitud que no le evitó serios problemas con el alcohol y otras sustancias más peligrosas. Talmadge, durante sus tres primeras relaciones sentimentales, llevó un estilo de vida del tipo non-stop party que iba muy acorde con su gran capacidad para hacer reír a los demás, tanto en la gran pantalla como fuera de ella. Al contrario que sus hermanas, también actrices, ella no se sentía capacitada para resultar dramática. Según ella misma dijo, no nació para ser una estrella vamp, porque no poseía el allure necesario, no era exótica, no era erótica y no era neurótica. Talmadge encontró en la comedia real y ficticia el vehículo idóneo para transmitir un estilo que, una década y media más tarde, recuperaría Katherine Hepburn para triunfar en sus inicios. Gracias a ello Talmadge fue de las primeras en tener su estrella en el Paseo de la Fama de Beverly Hills. Su compañera de juergas, la escritora y guionista Anita Loos, también dio un nuevo significado al concepto de it girl que, hasta el momento, los medios de comunicación se habían encargado de divulgar. Responsable de lanzar al estrellato al galán Douglas Fairbanks mientras colaboraba en publicaciones como Vanity Fair o The New Yorker, Loos cultivó una imagen un tanto alocada que, al instante, enamoró a todos aquellos y aquellas que la fueron conociendo. Cuando Loos y Talmadge no estaban trabajando juntas en el guion de alguna nueva película que seguramente sería otro gran éxito, estaban de compras. Y esta relación de amistad basada en la moda fue la que empezó a encaminar la mente de Loos hacia un proyecto que se convertiría en un enorme éxito, los relatos cortos para Harper’s Bazaar titulados Los caballeros las prefieren rubias, que en 1925 llegarían a ser todo un best seller, el que más tarde daría lugar al famoso film protagonizado por Marilyn Monroe y Jane Russell.

La guionista Anita Loos fue, en Nueva York, una it girl que practicó el shopping indiscriminado y las salidas nocturnas en compañía de sus mejores amigas por los locales de moda.
Aparte de su divertida relación con las hermanas Talmadge, su marido y compañero de trabajo, John Emerson, fue en gran parte responsable de que Loos se convirtiera en una conocida it girl neoyorquina. Tras años de matrimonio la convenció de su necesidad de pasar un día a la semana a solas, o más bien en compañía de mujeres más jóvenes. Fue entonces cuando Loos, con su habitual ironía, decidió crear las soireés Tuesday Widows, en las que reunía a gran parte de sus amigas it para salir por Manhattan y vivir aventuras en barrios “poco apropiados” como Harlem. Como asidua partygoer y diner-out, Anita Loos marcó un antes y un después que ha perdurado hasta la actualidad, con ejemplos como la serie Sexo en Nueva York, inspirados directamente en el estilo que derrochaba al pisar el asfalto neoyorquino con vestidos de noche de Mainbocher acompañada por sus mejores amigas.
La propia moda también comenzó a aportar sus propias it girls desde el ámbito de las modelos, una circunstancia que a partir de los años sesenta se repetiría incesantemente hasta el día de hoy. Probablemente, la primera modelo que cruzó el límite de lo permitido en su trabajo para comenzar a ejercer una gran influencia en las mujeres de la alta sociedad europea fue Denise Boulet. Y lo tuvo relativamente fácil, tratándose de la mujer del que es considerado el primer diseñador de moda de la historia, Paul Poiret. Boulet era una humilde chica de provincias recién llegada a París cuando Poiret la descubrió. El diseñador encontró en su serenidad el motor de su inspiración y la respuesta a todas las incógnitas que le estaba planteando la realización de una propuesta que cambiara para siempre el modo de vestir de la Belle Époque. Poiret buscaba una nueva silueta que liberara a las mujeres de sus corsés y polisones y que las mostrara de un modo más natural y sencillo. En este sentido, Boulet personificaba todo eso y mucho más, porque su innata dulzura y sus educadas maneras remataban una personalidad fascinante que, gracias a su medida campechanía, destacaba muchísimo en los ambientes aristocráticos de la época. Su belleza delgada y delicada inspiró de tal modo a Poiret que en su primera entrevista para Vogue no dudó en afirmar que “ella era la expresión de todos sus ideales en la moda”. Así pues, como una extraña entre damas de alta alcurnia (una situación parecida a la de Coco Chanel en sus inicios), Boulet consiguió hacerse un hueco entre ellas y convencerlas sin demasiado esfuerzo de que su estilo, su discreto look, era el adecuado después de décadas en las que, para las mujeres, vestirse apropiadamente había supuesto una auténtica tortura. Las revistas y periódicos de la moda se encargaron del resto, mostrándola como la it girl surgida de la moda más imitada antes y después de la Primera Guerra Mundial. Junto a Poiret vivió como fiel esposa durante veintitrés años, en los que tuvo cinco hijos y aguantó sus infidelidades, sus borracheras, sus bancarrotas y sus crisis de inspiración. Un día dijo ya no puedo más y se divorció de él de manera nada amistosa. Ese día dejó de ser una it girl y, por fin, consiguió lo que más deseaba: el anonimato de una vida tranquila junto a sus hijos, lejos de la frívola fama con que la moda a menudo te obsequia.

Denise Boulet, fiel esposa del primer diseñador de moda de la historia, Paul Poiret, sedujo a la amplia clientela de su marido con su imagen apacible y sencilla, llena de sosegada elegancia.
Durante los años veinte y treinta el mundo de la intelectualidad también quiso empezar a poner su granito de arena convirtiendo algunas de las primeras mujeres que lo integraron en it girls. Lejos de la superficialidad de las modas que van y vienen, pero sin renunciar al estilo propio, mujeres como Anna de Noailles, Clare Boothe Luce y Edna St. Vincent Millay se transformaron en buenos ejemplos de it girls que abrazaron el arte de la literatura e, incluso, de la política. La primera nació princesa en París y se convirtió en condesa de Noailles gracias a su matrimonio; su condición aristocrática no le impidió frecuentar los ambientes intelectuales y artísticos de la capital del Sena mientras escribía tres novelas, una autobiografía y varias colecciones de poesía. Marcel Proust, Colette, Jean Cocteau o Max Jacob, todos ellos admiraron la belleza y elegancia de Noailles, y varios pintores, entre ellos el famoso retratista húngaro Philip de László, la inmortalizaron, junto al escultor Rodin, que en 1906 esculpió su imagen en mármol para la posteridad. En 1921 recibió el Gran Prix de la Académie Française y acudió a recogerlo vestida de Poiret con un sencillo traje que no hacía más que destacar su fascinante personalidad y su misteriosa belleza de ojos entreabiertos, tez blanca, cabello negro y labios perfilados.

Anna de Noailles pertenecía a la aristocracia, pero no dudó en frecuentar los ambientes intelectuales y artísticos de París como respetada escritora e it girl.
Clare Boothe Luce siempre hizo gala de una carismática y poderosa personalidad desde su juventud. Muy cercana al partido demócrata hasta que la Segunda Guerra Mundial le hizo cambiar drásticamente de opinión para hacerse una fiel republicana, Boothe disfrutó de los años veine como una socialite casada con un multimillonario alcohólico que usaba su frágil y rubia belleza para ampliar su influyente lista de contactos en las altas esferas de Nueva York. Cuando en 1929 se divorció de su primer marido, muy pronto encontró un repuesto acorde a su ambición: Henry Luce, dueño de las revistas Time, Life y Fortune. Con él formó una de las parejas de poder más importantes de Estados Unidos durante décadas, y gracias a él desarrolló una carrera como escritora que la llevaría a triunfar en 1936 con la novela y posterior comedia para la gran pantalla The Women, uno de los más acertados retratos de las mujeres neoyorquinas que jamás se han hecho. Este éxito le permitió comenzar a colaborar habitualmente en revistas como Vogue o Vanity Fair, haciendo gala de un irónico humor que hizo de ella una de las it girls intelectuales y feministas de origen americano más atractivas, con un estilo personal que rompió con algunas reglas tradicionales de la forma de vestir de las mujeres, como cuando introdujo el uso de los pantalones en el día a día.

A la izda., Clare Boothe Luce en la biblioteca de su casa buscando información para alguno de sus artículos para la revista Vogue o Vanity Fair; a la dcha., la lánguida presencia de Edna St. Vincent Millay, la primera it girl feminista.
Edna St. Vincent Millay no comenzó a formarse como it girl hasta que no se trasladó a vivir al neoyorquino barrio de Greenwich Village en 1917. Abiertamente bisexual, su belleza pelirroja siempre iba acompañada por una frivolidad al hablar que lograba sonrojar al más atrevido de los hombres que la cortejaban. Al mismo tiempo, su sentido de la moda, muy influenciado por las compañías de teatro experimental de las que formaba parte, era de lo más original, cuando no decidía vestirse con ropa de hombre de los pies a la cabeza. Mientras todo esto sucedía y Millay disfrutaba de la vida bohemia, su talento como escritora de poesía no dejaba de recibir elogios por parte de la crítica especializada hasta que en 1923 ganó el Premio Pulitzer de este género literario. A partir de este momento fue poco a poco radicalizando su posición feminista y, a pesar de casarse, no dejó de gozar de los favores de numerosos amantes de ambos sexos, que caían embelesados por su lánguida belleza y moderna apariencia, vestida con las prendas de inspiración art déco que las mejores firmas parisinas le proponían en exclusiva.
Un último nombre, o más bien dos, hay que añadir a la lista de it girls pioneras que rompieron moldes en una sociedad arcaica a favor de un estilo único e inclasificable. Las hermanas Peggy y Benita Guggenheim pertenecían a una de las familias más adineradas de Estados Unidos, enriquecida gracias a sus negocios mineros por todo el mundo. Huérfanas de un padre, Benjamin, que falleció en la tragedia del Titanic, ambas hermanas se convirtieron al llegar a la mayoría de edad en dos de las it girls más solicitadas y vanguardistas del panorama de la alta sociedad internacional. El mecenazgo artístico que su familia practicó desde que comenzó a hacer fortuna sirvió a las Guggenheim para establecer un vínculo con la alta costura más innovadora que jamás decayó. Su espíritu bohemio, realmente cercano a artistas tan importantes como Kandinsky, Tanguy, Picasso o Ernst, contribuyó a hacer de ellas, especialmente de Peggy, la más emprendedora de las dos, dos herederas con un auténtico estilo personal, ideales para ser protagonistas de los titulares más llamativos. Sin embargo, hay que reconocer que la prensa amarillista nunca consiguió amedrentar el sofisticado carácter de las hermanas Guggenheim. Al contrario, cuanto más se las criticó por sus numerosos affaires con gran parte de los artistas que apoyaban, más se obtuvo la provocación como respuesta por parte de ellas. Esto era algo que a su madre, Florette, indignaba sobremanera, pero ¿qué podía ella hacer si sus hijas se habían convertido en las chicas predilectas de los más modernos y surrealistas ambientes de París, Londres o Nueva York? El resultado de su actitud arty todavía perdura para disfrute de todos aquellos que somos admiradores del arte moderno. Sin las Guggenheim y su rompedor estilo, el arte del siglo XX no hubiese evolucionado como lo hizo y determinados artistas no habrían creado las inigualables obras que crearon.

Las hermanas Peggy y Benita Guggenheim se convirtieron en las primeras it girls que fueron grandes mecenas de los mejores artistas de la vanguardia del siglo
Hasta aquí, un repaso de aquellas precursoras que hicieron de lo “it” algo con sentido desde principios del siglo XX hasta la década de los años treinta. A partir de este momento, las chicas con ese algo especial comenzaron a surgir desde muy diferentes ámbitos. De la alta sociedad a los clubes underground, de los cafés con tertulia a la pasarela de los desfiles más innovadores, de todas partes han surgido it girls que, sin pretenderlo, han dado lugar a una tipología que se define con rotundos adjetivos, a los que ellas dan sentido como pocas mujeres lo han hecho. Ha llegado el momento de descubrir mi tipología de it girls desde un punto de vista histórico, una tipología en la que no están todas las que fueron, pero sí son todas las que están.