El 22 de septiembre de 2011 no fue un jueves cualquiera en la isla de Fuerteventura. Desde las cinco de la mañana, decenas de personas hacían cola en el polígono industrial de La Hondura, situado un kilómetro al norte de Puerto del Rosario, y la afluencia de vehículos obligó a la Guardia Civil a enviar varias patrullas para ordenar el tráfico. La cola tenía parangón con las que se forman a las puertas de los Apple Store el día que son inaugurados o cuando la multinacional lanza uno de sus ingenios, pero para el lanzamiento del iPhone 4S faltaban dos semanas y en La Hondura no hay ninguna tienda Apple. Lo que había generado el desvelo de muchos majoreros era la inauguración de un supermercado, un Mercadona, del que habían oído hablar o bien conocían por sus desplazamientos a otras islas o a la Península. Cientos de personas desbordaron el aparcamiento con sus vehículos, arramblaron con todo lo que había en los estantes del supermercado y dejaron estupefacto al personal, que tuvo que emplearse a fondo en la tarea de reposición.

La escena de aquella cola interminable en el exterior del establecimiento de La Hondura el día de apertura se viene repitiendo desde entonces en las localidades donde la cadena valenciana se implanta por primera vez, como Ansoáin (Navarra), Laredo (Cantabria) o Mos (Pontevedra), esta última a tiro de piedra de Portugal. Clientes vacacionales de sus supermercados llevan años preguntándose cuándo llegará al País Vasco, los vendedores de pisos junto a un Mercadona hacen valer su ventaja y los alcaldes de pueblos y ciudades de toda España facilitan su implantación para elevar la categoría de la población. Mercadona no es un supermercado cualquiera; en ocasiones, engancha. La empresa de Juan Roig es, en cierto sentido, el Apple de la distribución española. No diseña tecnología, pero ofrece decenas de productos novedosos cada año que puede considerar propios aunque no los fabrique; no necesita promoción porque se la hacen sus clientes; tiene sus frikis, adeptos incondicionales; sus aperturas son un acontecimiento local, y las comparecencias en público de su presidente tienen una repercusión, a escala nacional, comparable a la que tenía Steve Jobs en sus presentaciones para todo el mundo. No se habla de otra cosa.

¿Cómo ha conseguido llegar a la cima una de las miles de pequeñas empresas locales de distribución que existían en España recién estrenada la democracia? La respuesta da para un libro, que puede comenzar por la pista que Juan Roig ofreció el mismo día de la inauguración del supermercado de Fuerteventura, pero muy lejos de allí, en su ciudad natal. Esa mañana, el club de baloncesto Valencia Basket presentaba una equipación para la temporada entrante en la que no aparecía ningún patrocinador. En su lugar, en el centro de la camiseta naranja, resaltaba un mensaje que el mecenas del club, Juan Roig, había convertido en un dogma: «Cultura del esfuerzo». El protagonista de esta historia conoce como nadie lo que puede lograrse con esfuerzo porque en su época de estudiante no lo practicó. La suya sería la historia de un legendario hombre hecho a sí mismo si no fuera porque, aun habiendo nacido en la posguerra, nunca pasó necesidad y contó con la protección familiar durante una infancia y una juventud sin estrés. Cuando Juan Roig decidió hacerse a sí mismo frisaba ya los treinta. Descubrió entonces el placer de la independencia y la suerte de que la inspiración le pille a uno trabajando. Desde entonces no ha parado.

Juan José Roig Alfonso vino al mundo el 8 de octubre de 1949, con cinco hermanos mayores y otro que nacería un año después con una discapacidad intelectual producida en el parto al enrollársele en el cuello el cordón umbilical. Con tanta gente en casa y no siendo el primogénito ni el benjamín, se entiende que Juan no fuera un niño mimado, sino uno más en la familia de Francisco Roig Ballester y Trinidad Alfonso Mocholí. Nació en la Alquería de Rois (apellido del anterior propietario), situada en el camino de Moncada de una pedanía de Valencia llamada Poble Nou. Allí vivió parte de su infancia, en un hogar marcado por las personalidades contrapuestas y complementarias del padre, el temperamental Paco, y la madre, una Trini afable pero con el remango necesario para criar a siete hijos. El primogénito, Paco, era diez años mayor que Juan. En medio, estaban Amparo, Vicente, Trini y Fernando. Detrás de Juan, el pequeño Alfonso.

Proveniente de una familia de comerciantes y ganaderos, Paco Roig Ballester, huérfano desde joven y criado por su tío Vicente, se había casado con Trini durante la Guerra Civil y se dedicó a la ganadería porcina, primero junto con su tío y luego con uno de sus primos. Era un negocio boyante el de la alimentación en una época en la que muchas familias venidas a menos pero con patrimonio entregaban joyas, vajillas y vestidos a cambio de carne. Paco Roig era un fenicio, es decir, un negociante hábil, tenaz y, en ocasiones, ventajista. De trato poco exquisito, era temido y respetado por quienes comerciaban con él. Juan heredó de su padre la osadía y el gusto por mandar, así como cierto mal genio. Su hermano Paco se parecía a su padre y heredó la simpatía natural de su madre, que le abrió muchas puertas. No solo el diferente carácter forjó la personalidad de ambos hermanos, sino también su formación, que fue distinta y desigual. Los dos iban a ser empresarios, si bien con estilos opuestos e incompatibles.

La de Juan Roig fue una familia feliz, aunque no fuera la misma a partir de 1960, cuando una meningitis acabó con la vida de su hermano Vicente cuando este tenía solo dieciséis años. Juan no había cumplido los once. Cuatro años antes, todos los hermanos excepto Paco habían estado a punto de perecer en un incendio que se produjo en un almacén textil del centro de Valencia bajo el piso en el que estaban al cuidado de una chica del servicio. Era un día festivo y había poca gente por la calle, pero la fortuna quiso que cuatro marines de un barco estadounidense atracado en el puerto pasaran por allí y los rescataran del edificio envuelto en humo (el suceso lo recoge Francisco Pérez Puche en su libro Americanos en Valencia). A la edad de seis años, Juan Roig protagonizaba la primera portada de su vida, en el diario Levante, acompañado por sus hermanos, los marines, la cuidadora y la portera del edificio.

Paco hijo empezó a trabajar con el padre cuando tenía dieciséis años, poco después de que este último comprase el matadero La Unión en la Pobla de Farnals, un pueblo cercano, para ampliar su negocio de ganadero a carnicero. Esa adquisición supuso el nacimiento de Cárnicas Roig, con una primera tienda en la que durante años despachó la madre. Algo más tarde, un empresario, Ramón Guanter, no pudo pagar sus deudas a los Roig y les cedió su fábrica de embutidos en Tavernes Blanques, otra localidad de la zona, además de una finca de naranjos situada no muy lejos de allí, en Bétera. La fábrica, un edificio en el que también había una carnicería, es la actual sede social de Mercadona, que alberga en sus bajos uno de los supermercados primigenios. En la finca de Bétera, los Roig construyeron una casa con piscina en la que pasaron muchos veranos. Años después, en los ochenta, los hermanos constituyeron la Fundación Roig Alfonso para la integración sociolaboral de discapacitados y ubicaron allí un centro, en el que reside Alfonso.

Al tiempo que Cárnicas Roig arrancaba, Fernando y Juan empezaban su etapa escolar con los dos años de diferencia que los separan. El dato cronológico es importante porque cuando Juan se incorporó a la empresa familiar, en 1975, su hermano mayor llevaba veinte años en ella. El colegio era el San José, más conocido como el de los Jesuitas, donde ya estudiaba Vicente. Juan acudía a clase, pero lo que se dice estudiar, estudiaba más bien poco. Tras el fallecimiento de Vicente, Fernando y Juan fueron enviados internos al colegio La Concepción, en Ontinyent, regido por la orden de los franciscanos. Ontinyent es una industriosa ciudad interior del sur de la provincia de Valencia de clima bastante más frío y seco que el de la capital. Bajo la estricta disciplina de los franciscanos, Juan se empapó de valores como el respeto, la libertad, la responsabilidad y la ayuda al prójimo, pero allí forjó, sobre todo, una estrecha relación fraternal con Fernando que perdura. Alejados de la familia durante los dos años escolares en el internado, ambos hermanos solo se tenían el uno al otro para solucionar sus problemas, y en adelante se tuvieron el uno al otro en cada conflicto familiar y en cada dificultad económica, en este caso de Fernando, cuyo éxito en los negocios no fue tan fulgurante como el de Juan.

Acabada la etapa escolar sin calificaciones de las que presumir, Juan decidió en 1968 matricularse en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Valencia, recién creada en las modestas aulas de un convento del barrio del Carmen. Allí conoció al amor de su vida, Hortensia Herrero, estudiosa y muy disciplinada, hija de militar, a la que era más fácil ver en la biblioteca que en el bar. Lógicamente, Juan empezó a frecuentar la biblioteca, pero para merecer a Hortensia tuvo que hacer algo más, tuvo que estudiar, lo que lo llevó a licenciarse con un expediente aceptable aunque sin llegar al nivel de la joven, con la que se casaría al acabar juntos la carrera en 1973. Completó sus estudios con el Programa de Alta Dirección de Empresas de IESE y pasó por la Escuela de Altos Ejecutivos de Antonio Ivars, de la que salió con una idea que transformó en el leitmotiv de su filosofía empresarial: la que denomina «verdad universal de la reciprocidad», que consiste en primero dar, luego pedir y en tercer lugar exigir. Según dijo Juan Roig en una ocasión, lo de dar antes de pedir se lo enseñó su madre; la tercera parte, la exigencia, la añadió él, y es una de las claves del éxito de Mercadona.

La filosofía empresarial de Juan germinó durante su etapa universitaria y de posgrado, pero no tanto por las materias curriculares como por su afición a la lectura de libros de autoayuda y management. Uno de los primeros fue El pensamiento lateral, de Edward de Bono, un clásico sobre la resolución de problemas y la generación de nuevas ideas que le ha servido para tomar decisiones rompedoras con la rutina del sector de la distribución. Desde entonces, ha leído decenas de libros con propuestas para reconducir tanto empresas como la vida misma, de los que extrae lo más valioso y lo pone en práctica inmediatamente. Fue con esos manuales con los que modeló la personalidad de líder que llevaba en los genes. En Mercadona revisan todos los libros de management y autoayuda de cierta relevancia que se publican en el ámbito editorial español y anglosajón. Juan Roig no los lee todos, no podría, pero tiene un equipo que selecciona para él lo más interesante de cada uno. Si hay alguna idea que pueda servir al modelo de Mercadona, se estudia en el comité de dirección y se incorpora como una perla al collar, según la metáfora de uno de los gurús que han inspirado a Juan Roig, el cardiólogo brasileño Lair Ribeiro, autor de El collar y las perlas. Uno de los últimos libros que ha leído es Start-up Nation, escrito por Dan Senor y Saul Singer, sobre el denominado «milagro económico» de Israel gracias a la eclosión de miles de emprendedores. Otras obras que han marcado a Juan Roig son Los siete hábitos de la gente altamente efectiva, de Stephen R. Covey; Coronando al cliente, de Feargal Quinn, fundador de la cadena de supermercados irlandesa Superquinn; La isla de los cinco faros: Las cinco claves de la comunicación, de Ferrán Ramón-Cortés; El caballero de la armadura oxidada, de Robert Fisher, y, por supuesto, Modelo de calidad total de Toyota, de Alberto Galgano. Además de aplicarlos en su vida y en la empresa, Juan Roig recomienda a sus alumnos los libros que a él le han ayudado o los regala, como hizo con Nunca renuncies a tus sueños, de Augusto Cury, que repartió a las compañeras de colegio de su hija Juana. A los trabajadores que Mercadona contrata les regala dos pequeñas obras sobre cómo tratar al cliente, que son de obligada lectura como parte de su formación.

El joven Juan Roig no fue un estudiante de notas brillantes, pero había desarrollado como nadie la capacidad de absorber, ordenar y poner en práctica aquellos modos de conducta que habían servido a otros para mejorar en lo personal y en lo social. Su gran descubrimiento fue una mezcla de teorías ajenas que desembocaron en la verdad universal de la reciprocidad, evolución del candoroso principio de que todo el mundo es generoso (primero dar, luego pedir…), gracias al tercer elemento, el de exigir. Lo esencial de su propuesta, desarrollada a lo largo de los años por el equipo directivo de Mercadona, es que si la empresa trabaja en pro de quienes se relacionan con ella, empezando por los trabajadores, tendrá un retorno en forma de beneficios, que es el objetivo de sus propietarios y la garantía de la supervivencia de la compañía. No es que hubiera inventado la rueda, pero sí tuvo el mérito de demostrar en la práctica que las teorías de lo que después se popularizó en Europa con la denominación de «responsabilidad social corporativa» daban resultado.

Cuando Juan se incorporó a Cárnicas Roig en 1975, la semilla de Mercadona ya estaba sembrada en forma de ultramarinos, a partir de la reconversión de las carnicerías que la empresa había ido abriendo en cada matadero o fábrica de embutidos, incluidas dos en Sevilla. Los Roig querían algo parecido a los supermercados Esselunga que habían visto en Italia. Esta cadena se cruzará más adelante en el camino de Mercadona, que estuvo a punto de comprarla. El cambio fue tan sencillo como incorporar conservas, bebidas y otros productos a la oferta de carne. El éxito sorprendió a los Roig, que habían rotulado los establecimientos como Súper Mercadona, combinando las palabras mercat y dona (mercado y mujer), de acuerdo con la mentalidad de la época. Con su título de licenciado en Económicas bajo el brazo, Juan entró con ideas frescas, como la posibilidad de aplazar pagos a los proveedores para financiar la actividad, tal como hacían las cadenas de distribución que empezaban a instalarse en España, y con ideas románticas como que había que procurar la felicidad de los clientes y el bienestar de los trabajadores. Su padre y su hermano Paco, más prosaicos, arrugaban la frente. El negocio de supermercados crecía tanto que la familia decidió segregarlo en una nueva empresa, Mercadona S. A. El primer logotipo era una cesta más artesanal que la actual que en su interior llevaba las palabras «Merca» «Dona», una encima de la otra. Lo diseñó la agencia valenciana Publipress, fundada por el periodista Vicent Ventura y cuyo director de arte era el escultor Andreu Alfaro.

Era el año 1977 y aquello prometía, pero entonces surgió el cisma. Juan quería liderar un proyecto, pero él era el xiquet, y ni su padre ni su hermano mayor iban a confiar en el recién llegado cuando ellos llevaban más de dos décadas dirigiendo la compañía. En opinión de ambos, la carrera de Económicas estaba muy bien para ser director financiero, pero para mandar lo que contaba era la experiencia. Así que, efectivamente, nombraron a Juan director financiero. Este, que contaba con el respaldo de Fernando, se plantó, no quería ese puesto; pero su padre le dijo que era eso o a la calle. Y Juan Roig acabó en la calle, despedido por su propio progenitor.

La situación hay que ponerla en el contexto de una familia con mucho temperamento y una cultura ancestral que otorgaba la preeminencia al primogénito. Paco Roig padre estaba a punto de jubilarse y el hereu trataba de asegurarse el mando en un momento en que las cosas empezaron a torcerse, con problemas financieros en Cárnicas Roig y en la fábrica de azulejos Pamesa, de la que se hizo cargo Fernando, el quinto hijo, porque nadie la quería. Pamesa había sido fundada en 1973 en Castellón por Paco Roig y un grupo de amigos naranjeros, siguiendo la estela de grandes empresarios citrícolas que en los años sesenta y setenta invirtieron el excedente de su negocio exportador en fábricas de baldosas cerámicas. La experiencia fue desastrosa y la empresa se la quedó el patriarca de los Roig, que ni pudo hacerla rentable ni consiguió venderla. Al final, Fernando asumió el reto en 1977 y tardó una década en sacarla adelante.

Juan seguía con la idea de los supermercados, le habían regalado la independencia y estaba en paro, así que decidió hacerse empresario. Emprendedor, lo llamarían ahora. Los emprendedores de entonces no tenían las redes de apoyo que hay en la actualidad, pero sí lo más importante, una idea, y la de Juan Roig era montar una cadena de supermercados que iba a ser la competencia de Mercadona. «Cuando tengáis una idea no os va a apoyar nadie. Es más, van a decir que estáis locos. Los apoyos llegarán cuando llegue el triunfo. Muerto el toro, todos quieren ser Manolete.» Así explicó años después el empresario la soledad que ha sentido en varios momentos de su vida. La competencia de Mercadona se iba a llamar Supermercados 2001 y para su primer establecimiento escogió la calle Senyera, en el barrio de Monteolivete de Valencia. No estuvo solo. Lo acompañaron varios jóvenes empleados de Mercadona y de Cárnicas Roig a los que ofreció marcharse con él, entre ellos Manuel de Juan y Manuel Llorente. También fichó a la que era su secretaria en Cárnicas Roig, Vicen Balaguer, quien sigue siendo su asistente personal.

La aventura en solitario no iba a durar mucho. En 1981, Juan convenció a sus hermanos de que lo mejor era repartir los negocios. Paco, que se había ido a Guinea Ecuatorial a probar fortuna, se quedaría con la cada vez menos rentable Cárnicas Roig cuando se jubilase su padre, y Amparo, Trini, Fernando y Juan compraron Mercadona, que contaba con ocho establecimientos en Valencia y alrededores. Los dos de Sevilla se quedaron en Cárnicas Roig y se cerraron. La adquisición les salió barata, menos de 300 millones de pesetas, que era la deuda que tenía la empresa. El acuerdo no fue pacífico y abrió una brecha en la relación familiar que tardó algunos años en cerrarse. Paco volvió a Guinea y su padre intentó zanjar el problema de Cárnicas Roig con un cierre por jubilación de los que la ley contemplaba para los autónomos, con despidos sin indemnización. Paco Roig padre era autónomo, pero tenía 700 empleados, y el gobierno de Felipe González lo obligó a reabrir la empresa al considerarlo abuso de ley. El hijo volvió de Guinea en 1987 y un año después vendió Cárnicas Roig a un grupo de empresarios y cajas de ahorros por 1.000 millones de pesetas. La empresa desapareció antes de acabar el siglo.

Así comenzó la nueva etapa de Mercadona, bajo la presidencia de Fernando y la batuta, a veces fusta, de un Juan Roig que ha triunfado a base de no dejar de dar vueltas al modelo de empresa que tenía en mente. «Quien tiene un modelo tiene un tesoro», ha dicho en alguna ocasión. Lo difícil en esta empresa no es entender el modelo, sino seguir el paso de su dueño. Se dice que lo único estable de Mercadona es el cambio. El propio Juan Roig lo reconoce, pero lo justifica con el símil de quien conduce un coche. «Si ves a una vaca en medio de la carretera, o das un volantazo o te comes la vaca», afirma este conductor temerario, que en 1993 se salió de la carretera y tomó un atajo por el que va más rápido pero que está lleno de vacas. Podría haber seguido por la autopista de la distribución, gastando más gasolina y pagando unos peajes cada vez más altos, pero prefirió la aventura, hacer camino al andar y esquivar rumiantes. Los trabajadores no ganan para sustos y los proveedores se preguntan en qué consistirá la siguiente rectificación, porque si algo no ha dejado de hacer Juan Roig en su trayectoria profesional es rectificar, lo cual es una virtud y no un demérito. Los juzgados de lo Mercantil están llenos de cadáveres de empresas quebradas por el empecinamiento de su dueño en mantener una decisión a todas luces errónea, por mantenella y no enmendalla. Eso en Mercadona no va a pasar mientras él esté al frente. Ni el liderazgo ni la edad han quitado a su presidente un ápice de ambición. Le gusta repetir que en su empresa hay muchas cosas que mejorar. «Podemos mejorar un 70 por ciento», exagera. Es como esas grandes máquinas con muchos tornillos, que cuando están todos apretados aún es posible arroscar más algún otro, y luego otro, y otro más, porque a la pieza que parece ajustada le cabe siempre una nueva vuelta de tuerca.

Mercadona funciona como un ejército. Si el general dice: «¡Giro a la derecha!», los que están a su mando deben ir en esa dirección, aunque sea la equivocada. Para facilitar la armonía, tienen un vocabulario propio que ayuda a marcar el paso porque permite a todos identificar las estrategias. Se trata de un conjunto de términos castellanos y valencianos, inventados o con un nuevo significado, que el personal de la compañía utiliza como si estuviesen en el diccionario de la Real Academia Española. Desde «jefe» (así se denomina internamente en Mercadona al cliente), hasta interproveedor, palabra que emplean con asiduidad los medios de comunicación, pasando por totaler, tornillo, propietario, efecto Brad Pitt, democionar, las estrategias (del ocho, delantal, cereales, girasoles), chollo, ladrillo, Pa, oli i gel… El inventor de estas y otras palabras no es otro que Juan Roig, a quien en la empresa todos llaman Presidente, porque el «jefe» es el cliente.

Los cambios de rumbo tan frecuentes tienen sus víctimas: proveedores, interproveedores, empleados o directivos que no pueden seguir el ritmo o no quieren cambiar el paso. Algunos se quedan en el camino. «Para hacer una tortilla hay que romper huevos», dice Juan Roig, quien, por otro lado, presume de la contribución de su empresa a la sociedad con tal entusiasmo que algunos la confunden con una ONG dedicada a asistir a clientes, trabajadores y proveedores. El matrimonio Roig-Herrero tiene varias fundaciones sin ánimo de lucro, pero Mercadona no es una ONG, es una empresa que persigue un beneficio al que aspiran miles de empresas rivales más. El ánimo de lucro es imprescindible en una compañía, y sus dirigentes utilizan sus habilidades y su poder para ganar la batalla de la competencia. Otra cosa es que Juan Roig quiera demostrar desde hace algunos años que no tiene un interés personal en obtener más beneficios, que su interés es invertir en la sociedad para que otras personas triunfen como él ha triunfado. Con una fortuna de 5.800 millones de euros, según la lista Forbes de 2013, su prioridad no es ganar más dinero sino gastarlo bien, devolver a la sociedad parte de lo que esta le ha dado, según sus palabras. En ello está tanto desde Mercadona como desde su esfera particular, con dedicación a lo valenciano por encima de todo. El dueño de Mercadona ama su tierra y está dispuesto a invertir en ella no tanto en el papel de mecenas como en el de impulsor de una generación de emprendedores que emule a la de los años de su infancia y juventud, cuando cientos de empresarios valencianos crearon polos industriales del mueble, el juguete, el azulejo o el textil. Sueña con que Valencia se convierta en una start-up nation como la que ha descubierto en Israel gracias al libro de Senor y Singer, citado anteriormente.

Recién estrenado el cargo de consejero delegado, Juan Roig exhibió su madera de intrépido instalando en los supermercados de la compañía unos lectores de códigos de barras que tenían poco que leer, ya que casi ningún artículo llevaba incorporada la combinación de trece barras. Fue el impulso que necesitaba el invento que un grupo de empresarios unidos en la recién creada asociación Aecoc trataba de introducir con dificultades en España, sin despertar el interés de los fabricantes, porque los distribuidores no tenían lectores, ni de los distribuidores, porque los productos carecían de código. Mercadona fue la primera en instalar los lectores y sus empleados tuvieron que pegar las etiquetas en los productos, permitiendo así que fabricantes y distribuidores visualizaran las ventajas del código de barras. A sus 33 años, el máximo ejecutivo de Mercadona empezaba a ser alguien en el sector de la distribución.

Juan Roig supo moverse con inteligencia en ese mundo, donde si bien había competidores con más conocimientos y elementos de juicio que él para tomar decisiones, pocos contaban con su visión de futuro y audacia para tomar la delantera.

Otro hito importante fue la inauguración en 1988 del centro logístico de Riba-roja de Túria, en Valencia, el primer almacén totalmente automatizado del sector de la distribución en España. Ese mismo año, Mercadona compró la red de supermercados Superette, con 22 tiendas en Valencia, inaugurando una década de adquisiciones de pequeñas cadenas en Madrid, Cataluña y Andalucía que le permitieron acelerar su expansión. Una de las últimas, en 1997, fue la de Almacenes Gómez Serrano, que tenía un centenar de supermercados en Andalucía. A diferencia del resto, la familia Gómez no cobró en dinero, sino en acciones de Mercadona, el 7 por ciento, y obtuvo un asiento en su consejo de administración. Para entonces, Juan Roig y su esposa ya controlaban la mayoría del capital gracias a una compra multimillonaria realizada en diciembre de 1990.

Fernando, Juan, Amparo y Trini habían adquirido Mercadona en 1981, con pequeñas participaciones de las esposas de Juan y Fernando y de la ex mujer de Paco, Manuela Segarra. Fernando, presidente de la empresa, dedicó todos sus esfuerzos y su patrimonio a sacar adelante Pamesa, para lo que contó con la ayuda de Juan. Su patrimonio incluía las acciones de Mercadona, que Juan no estaba dispuesto a que cayeran en manos de los bancos, así que Fernando se vio obligado a vender parte de sus acciones a la propia empresa, una operación que repetiría años después para rescatar al Villarreal Club de Fútbol. Amparo y Trini controlaban entre las dos el 40 por ciento, pero no tenían ningún poder de decisión ni retorno alguno, ya que Mercadona destinaba sus beneficios a crecer y no repartía dividendos. Cuando comunicaron su malestar a Juan, este aprovechó para hacerles una oferta que no pudieron rechazar. El valor de cada 20 por ciento de Mercadona según sus fondos propios era de casi 1.500 millones de pesetas, pero gente que estuvo en el ajo asegura que lo que pagó Juan a cada una de sus hermanas, a plazos, fue varias veces esa cantidad. Juan Roig conseguía de esta manera el poder absoluto que ya ejercía de facto, con su esposa como segunda máxima accionista. Él alcanzó el 60 por ciento y ella el 20, mientras que Fernando y su esposa, Elena Nogueroles, se quedaban con un 10. El otro 10 por ciento restante quedó en autocartera. Juan sucedió a su hermano como presidente en un consejo de administración que completaban Hortensia Herrero, Fernando Roig, Elena Nogueroles, Manuel Llorente y Manuel de Juan. Llorente no permanecería mucho tiempo en la empresa, como tampoco Trini Roig, hasta entonces abogada de Mercadona. Para Juan Roig empezaba un trienio angustioso para el que harían falta cambios radicales.

El consejo de administración de Mercadona apenas tiene influencia en el devenir de la compañía. Se reúne una vez al año para aprobar las cuentas y el reparto de dividendos, pero no decide el rumbo ni aprueba los volantazos. Eso lo hace el comité de dirección, el núcleo duro nombrado por Juan Roig, integrado por directivos que han llegado allí por promoción interna y que igual que un día fueron promocionados pueden ser democionados en cualquier momento. El presidente les exige liderazgo para motivar a sus subordinados, propuestas, resultados y, sobre todo, fidelidad absoluta a él y al proyecto. No duda en degradar o despedir a quien no cumple con sus expectativas, pero aún le decepciona más que algún fiel colaborador decida abandonarlo.

La historia de Mercadona no puede escribirse sin reconocer la aportación de los directivos que han acompañado a Juan Roig, cuyo alcance solo ellos conocen porque los reconocimientos públicos y las críticas no tienen otro destinatario que el líder. Todos los meses, durante dos o tres días, los miembros del comité de dirección celebran reuniones y repasan estrategias a bordo de la furgoneta-sala de reuniones que los lleva de tienda en tienda, en la que los novatos se marean en los primeros viajes, como en un barco. La idea partió de Juan Roig, que no soporta que le disfracen la realidad. Si el presidente de una empresa tiene un objetivo, puede ocurrir que lo que le cuenten los encargados de ejecutar sus órdenes se parezca más a los deseos de su jefe que a lo que está pasando. Al empresario irlandés Feargal Quinn, el de los supermercados Superquinn, le gusta distribuir insignias con la inscripción YCDBSOYA, que responde a la frase «You Can’t Do Business Sitting On Your Armchair» (No puedes hacer negocios sentado en tu silla). Juan Roig descubrió que la oficina es un sitio peligroso para observar el mundo cuando vio en las tiendas cosas que no le habían contado, así que, además de prescindir de quienes no merecían su confianza, se propuso no dar por supuesto nada que no estuviese contrastado. Y la misma obligación tienen los miembros de su equipo, los coordinadores, los jefes de tienda y todo empleado de sus establecimientos. Pocas compañías en el mundo tienen un nivel de autoevaluación tan alto como el del «ejército» de Mercadona. Cada estrategia que parte de arriba se transmite en cascada hasta el último nivel para que todos los trabajadores la conozcan de manera global, no solo en el ámbito de la responsabilidad de cada uno. Cada idea tiene un «propietario», el directivo que la propone, la defiende ante su superior o en el comité de dirección y se hace cargo de ponerla en marcha.

Cuando Juan Roig tomó el control accionarial, Mercadona hacía frente como podía a la pujanza de los hipermercados de capital francés. Grandes cadenas como Continente, Pryca —luego fusionadas en Carrefour— y Alcampo cambiaron en la década de los ochenta el panorama de la distribución en España. Allí donde abría un híper desaparecían decenas de ultramarinos, tiendas de barrio y pequeños supermercados, que se encontraban con que algunas de las ofertas de los grandes mejoraban el precio al que ellos se abastecían. Los hipermercados no solo podían apretar a sus proveedores y pagarles a 120 días, sino que se permitían vender a pérdidas reclamos como el aceite y el azúcar, que compensaban con amplios márgenes comerciales en otros productos. Lo hacían legalmente, ya que esta práctica, la de la venta a pérdidas, no fue prohibida en España hasta 1991 en algunos supuestos y, de forma más contundente, hasta 1996. ¿Qué hacía Mercadona? Lo mismo que el resto de las pequeñas y medianas cadenas de supermercados: imitar a los franceses, tratar de combatirlos con sus armas. Las ofertas y los premios son muy efectivos en el corto plazo para atraer clientes de los que no cabe esperar fidelidad ninguna. Cuando todavía pertenecía a Cárnicas Roig, Mercadona llegó a sortear «un magnífico ternero» y «un escogido cerdo» entre sus clientes para celebrar su primer aniversario en Sevilla, y bajo el mando de Juan Roig continuó echando mano de todo tipo de reclamos. Con las ofertas aumentaban las ventas, pero caían los márgenes y los beneficios, a lo que había que sumar el endeudamiento excesivo que soportaba la empresa después de la compra de acciones a las hermanas, Trini y Amparo. Además, se negaba a entrar en una de las estrategias comerciales que más juego daba a empresas como Continente o Pryca: las marcas blancas. En alguna de sus escasas intervenciones públicas, Juan Roig proclamó que nunca tendría marcas blancas porque no podía poner el nombre Mercadona a productos que él no fabricaba.

Y en esas llegó la crisis. España se había deprimido económica y moralmente después de la fiesta de los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Expo de Sevilla y la capitalidad cultural europea de Madrid en 1992, y entró en una recesión que, comparada con la que sobrevino quince años después, parece una anécdota. No lo fue. El gobierno llevó a cabo tres devaluaciones consecutivas de la peseta que empobrecieron a los españoles, numerosas empresas desaparecieron, creció el paro y el sector inmobiliario sufrió un bache que no vacunó a nadie contra futuras burbujas. Fue una crisis muy acentuada en España, pero mucho más corta que la que estalló en 2008. En esas circunstancias, Juan Roig decidió dar un volantazo en su empresa, que dejó de ser una más en el sector de la distribución. «Volantazo» es un término que el empresario valenciano ha utilizado con profusión para referirse a su segundo gran viraje, el que dio en 2008 como reacción a la siguiente crisis, pero es igualmente aplicable al de quince años antes.

Mercadona necesitaba poner las cosas en orden, y pocas cosas había en el mundo con más orden que una fábrica de coches japonesa, así que Juan Roig estudió la obra de Alberto Galgano, creador del modelo de calidad total de Toyota, y se preguntó si era posible trasladarlo a una empresa de supermercados. «Por supuesto», se respondió a sí mismo. Los libros del consultor italiano le ofrecieron muchas pistas, pero el modelo para Mercadona no lo diseñó la consultora de Galgano ni ninguna otra, sino un equipo de directivos de la casa que había llegado a la conclusión de que nadie conocía mejor la compañía que ellos. El resultado, al cabo de los años, es una cadena de montaje como la de Toyota en la que todo funciona como un reloj y el cliente, rebautizado como el «jefe», encuentra en cada punto de España un supermercado como el que tiene al lado de su casa. Ese es otro de los logros clave de Mercadona, haber conseguido unas tiendas homogéneas en las que el cliente que visita otra ciudad encuentra algo propio en lo que puede confiar. «Supermercados de confianza», es su lema. Millones de americanos y no americanos buscan un McDonald’s cuando viajan por el mundo. Los españoles, cada vez más, preguntan por un Mercadona cuando cambian de ciudad. El secreto está en la seguridad de que van a encontrar un clon de lo que ya conocen, y ese carácter clónico es lo que garantiza a su vez que la exigencia de calidad total se está cumpliendo en todos y cada uno de los supermercados de la compañía.

Lo más significativo del modelo que implantaron, denominado Gestión de Calidad Total, fue la inversión de la pirámide organizativa de la empresa, de manera que la base, formada por los clientes, se situaba en lo más alto y era rebautizada. A partir de entonces, el cliente sería el «jefe». Llamar jefes a los clientes parecía una ocurrencia vacía de contenido, porque el jefe de Mercadona era Juan Roig y además ejercía como tal. Sin embargo, resumía en un solo concepto la filosofía de la nueva estrategia, ese modelo de Gestión de Calidad Total que consistía en que empleados, directivos y proveedores debían trabajar juntos con el único objetivo de satisfacer las necesidades del «jefe», es decir, el cliente. Para conseguir que este estuviese satisfecho hacían falta buenos productos, precios bajos y servicio de calidad, y para lograr esto, el modelo proponía tener contentos a los trabajadores, porque rinden más (primero dar, luego pedir, etcétera), y que lo estuvieran también los fabricantes de esos productos mediante una relación estable y transparente con Mercadona. En cuarto lugar, había un compromiso con la sociedad de tipo medioambiental y de colaboración con instituciones benéficas, y, en último lugar por importancia estaba el capital, es decir, el beneficio para los dueños, al que se llega por el camino más largo, el de satisfacer antes las necesidades de los otros integrantes del modelo.

Los cinco componentes de la pirámide invertida de Mercadona, el «jefe», el trabajador, el proveedor, la sociedad y el capital, sirven para estructurar en capítulos homónimos la segunda parte del presente libro, con las siguientes dos décadas de esta empresa familiar, modélica en muchos sentidos pero polémica en otros, así como el crecimiento de la figura de Juan Roig, todo ello a través del relato de estrategias atípicas, decisiones sorprendentes, anécdotas y hechos desconocidos.