Operación Frankton: La audacia navega en canoa
En la tarde del 7 de diciembre de 1942, un submarino británico emergió frente a las costas francesas. A bordo, doce hombres se aprestaban a afrontar el que iba a ser, sin duda, el reto más importante de su vida. Para ello habían sido sometidos a un entrenamiento durísimo y habían tenido que pasar por pruebas que habían supuesto la eliminación de muchos candidatos. Al final, sólo ellos habían logrado ganarse el honor de participar en aquella misión.
La operación que estaban a punto de emprender consistía en realizar una acción de sabotaje contra los barcos anclados en un puerto francés en poder de los alemanes. Pero antes de llegar a ese puerto, fuertemente protegido, esa docena de hombres debía remar incansablemente durante cuatro días en unas frágiles canoas, a través de un largo estuario; superar el oleaje marino, mareas y rompientes; hacer frente al agotamiento; dormir a la intemperie con las ropas mojadas y envueltos en un frío casi invernal; superar sin ser detectados todos los puestos de vigilancia emplazados a lo largo de su ruta, y siempre que descansasen en la orilla, permanecer ocultos para escapar a la presencia de las patrullas alemanas. Además, durante esos días iban a encontrarse aislados de cualquier forma de ayuda.
Si, pese a todo, lograban llegar al puerto y conseguían llevar a cabo sus acciones de sabotaje sin ser descubiertos, debían lanzarse a una peligrosa travesía en la Francia ocupada para intentar pasar a España, sin otro apoyo que el que pudieran ir obteniendo por el camino y sin apenas saber hablar francés.
Por último, aquellos hombres sabían que Hitler había ordenado ejecutar a todos aquellos comandos que fueran capturados, por lo que, si venían mal dadas, no podían pensar en entregarse. Aun así, a pesar de este incierto panorama, nadie expresó ninguna duda; todos estaban decididos a llevar a cabo aquella misión prácticamente suicida.
En mayo de 1942, el ministro británico de Economía de Guerra, Roundell Palmer, entregó al primer ministro Winston Churchill un informe en el que señalaba una grieta en el bloqueo naval al que Alemania estaba siendo sometida. A pesar del cerco de la Royal Navy, los barcos del Eje realizaban un activo tráfico entre Japón y Europa, consistente sobre todo en materiales de importancia estratégica como caucho, estaño, petróleo y alimentos; pero, en lugar de atracar en Bremen o Hamburgo, donde la ruta era más peligrosa, se dirigían a los puertos del sudoeste europeo ocupado por los alemanes para ser después remitidos a su destino final por vía férrea.
Uno de los más importantes puertos de tránsito era el de Burdeos, donde solamente en los doce últimos meses se habían descargado unas veinticinco mil toneladas de caucho con destino a Alemania e Italia. Si estos suministros continuaban al mismo ritmo, el final de la guerra se prolongaría cada vez más.
Además, Burdeos contaba con una importante base de submarinos, que se había comenzado a construir en 1941. Esta era una de las cinco bases para sumergibles construidas por los alemanes en la fachada atlántica; la de Burdeos tenía la particularidad de que, además de haber sido construida por obreros italianos, dependía de la Forze Subacque Italiani in Atlantico, ya que albergaba los sumergibles italianos que operaban en este océano. No obstante, pese a la titularidad italiana, la base permanecía en último término bajo control germano. Además, esta base era el punto de llegada a Europa de los submarinos japoneses que transportaban las materias más valiosas, por lo que el puerto de Burdeos se convirtió en el lugar en el que la colaboración entre los tres miembros del Eje era más estrecha.
Para realizar una incursión combinada sobre Burdeos con el objetivo de destruir ese nudo estratégico para los intereses del Eje, Churchill estimaba necesarias unas tres divisiones de infantería con su correspondiente artillería, además de los buques y aviones necesarios para apoyar la operación. Sin embargo, estaba claro que en esos momentos, con la Alemania nazi en el punto álgido de su poderío, con un imperio que se extendía desde el Cáucaso a los Pirineos y desde Noruega al desierto libio, llevar a cabo una operación de ese tipo era una utopía.
Hay que tener presente que la alternativa más obvia, que era la de destruir las instalaciones portuarias mediante un bombardeo aéreo masivo, no se tenía en consideración, ya que no se habían iniciado todavía las incursiones aéreas sobre la Francia ocupada por razones de orden político, al querer evitar que civiles franceses pudieran morir bajo las bombas aliadas. Así pues, la única posibilidad consistía en efectuar un golpe de mano contra el puerto de Burdeos, llevado a cabo por una fuerza reducida y aprovechando el elemento sorpresa.
Pero esa operación no se presentaba nada fácil. El puerto de Burdeos se encuentra a unos ochenta kilómetros tierra adentro, a orillas del río Garona, antes de su desembocadura en el estuario de Gironda, que va a dar al golfo de Vizcaya. Al puerto se llega después de sortear las numerosas islas que se encuentran a la entrada del estuario. La zona está bien protegida por la naturaleza contra posibles ataques enemigos, pero los alemanes habían reforzado las defensas con numerosas patrullas navales y aéreas, además de baterías costeras y antiaéreas.
Ante ese difícil reto, Churchill creyó que había llegado el momento de darle una oportunidad a la Sección Especial de Botes (Special Boat Section, SBS). Esta unidad había sido creada por el Cuartel General de Operaciones Combinadas gracias al empeño del teniente Roger Courtney, experto navegante en canoa. Courtney, que había conseguido recorrer en canoa el Nilo desde el lago Victoria hasta El Cairo, estaba convencido de que esos botes podían ser muy útiles para llevar a cabo operaciones de comando. Las autoridades militares acogieron su propuesta con escepticismo, ya que consideraban que las canoas eran más propias de los boy scouts. Pero gracias a su insistencia, a Courtney se le acabó encomendando la organización de un pequeño grupo de piragüistas para realizar incursiones y tareas de reconocimiento.
Las primeras misiones emprendidas por la SBS, a partir de junio de 1941, fueron revelando las grandes posibilidades que ofrecían las canoas como medio de aproximación a los objetivos. Así, se llevaron a cabo operaciones de sabotaje sobre vías férreas cercanas a la costa, tanto en Italia como en Francia. Pero sería en abril de 1942 cuando la SBS mostró todo su potencial, con una incursión en el puerto de Boulogne llevada a cabo por el Grupo 101, una segunda unidad de la SBS creada como cuerpo de élite dentro de esa sección. En la operación se logró el hundimiento de un buque cisterna alemán, después de adherir una bomba magnética a su casco.
En el verano de 1942 se hizo más perentoria la necesidad de atacar el puerto de Burdeos para impedir que continuasen llegando suministros a Alemania al fuerte ritmo que lo habían hecho hasta ese momento. Cargamentos de materiales esenciales como estaño, tungsteno y fueloil seguían llegando a manos del Eje en cantidades alarmantes. Había que actuar y, ante las dificultades ya expuestas que entrañaba un bombardeo de la RAF o un ataque de la Royal Navy, a mediados de septiembre Churchill pasó la «patata caliente» a Operaciones Combinadas.
El puerto de Burdeos debía ser asaltado por una fuerza de comandos, pero los planificadores del Cuartel General de Operaciones Combinadas llegaron a la conclusión de que era imposible el desembarco de un grupo anfibio, tal como se había hecho en las Lofoten o en Vagsoy, unas operaciones que fueron descritas en el primer capítulo. Para que una operación de este tipo pudiera tener éxito, era necesario enviar al menos tres divisiones de infantería, unos cincuenta mil hombres, lo que la asimilaba más a una campaña militar en toda regla que a un golpe de mano llevado a cabo por comandos.
Teniendo presente el éxito de la incursión contra el puerto de Boulogne, se apostó por lanzar otra operación similar. Así, el 21 de septiembre de 1942 se propuso al comandante Herbert Hasler, de veintiocho años, que se hiciera cargo de la misión. Hasler estaba al frente de una unidad perteneciente al Grupo 101 de la Sección Especial de Botes creada bajo su impulso personal tan sólo dos meses antes y que él mismo había denominado pomposamente «Destacamento Patrulla Trueno»; tanto él como los hombres que tenía entonces a su cargo parecían ser los más adecuados para llevar a cabo la arriesgada operación.
Hasler era un oficial regular de los Marines británicos que había sido condecorado con varias medallas por su valor en la lucha contra los alemanes en Noruega en 1940. Era conocido como «Blondie»; el hecho de que fuera totalmente calvo, y que sólo se pudiera saber que era rubio por el color de su fino bigote, mostraba el carácter irónico de su apodo.
Una vez escuchada la propuesta, Hasler solicitó un plazo de veinticuatro horas para estudiarla y determinar si la incursión era factible. Al día siguiente, Hasler presentó un plan que, según dijo, tenía «buenas probabilidades de éxito». Después de analizar los últimos informes recibidos de la futura zona de operaciones, se mostró de acuerdo en realizar la misión. Propuso que sus hombres remontasen en canoa el estuario de Gironda hasta llegar al puerto de Burdeos. Una vez allí, colocarían minas en los barcos mercantes y huirían por tierra a través de la Francia ocupada hasta España, para regresar desde allí a territorio británico.
El hombre elegido para conducir el ataque al puerto de Burdeos era un experto deportista náutico; en su juventud, Hasler había sentido una gran afición por los botes de remos, construyendo él mismo varias de esas pequeñas embarcaciones. Convencido de las grandes posibilidades que ofrecía este medio de navegación, en 1941 había propuesto al Almirantazgo utilizar canoas para realizar acciones especiales secretas, aunque no tuvo el éxito que luego sí tendría Courtney. Pero ahora, al frente de ese grupo creado por él mismo, tendría la oportunidad de poner en práctica sus ideas y demostrar que sus piragüistas iban a ser capaces de llevar a cabo la incursión más profunda dentro del territorio del Eje que se había intentado hasta ese momento. Sin embargo, los treinta y cuatro hombres que se habían alistado voluntariamente en la Patrulla Trueno poco podían imaginar lo que se les venía encima.
El responsable de la Operación Frankton, el comandante Herbert Hasler, remando junto a un compañero. |
«La mayor parte —aseguraría Hasler— eran desgarbados, pequeños, hombres de esos a quienes la vida ha dado bastantes patadas para infundirles el valor y el deseo de llevar una aventura hasta el fin. Los más de ellos nunca habían visto una canoa. Algunos ni siquiera sabían nadar».
En un mes de duro entrenamiento en la base naval de Portsmouth, doce hombres habían tenido que abandonar la unidad, incapaces de soportarlo. Hasler sometió a los voluntarios a un riguroso plan de adiestramiento en el que no había lugar para el descanso, alternando la natación y el submarinismo con caminatas nocturnas, ejercicios de escalada y el aprendizaje de técnicas de demolición o de camuflaje. Allí aprendieron algo tan fundamental como trepar a la canoa sin voltearla, además de remar sin hacer el menor ruido y actuar en la oscuridad de la noche o en medio de las condiciones meteorológicas más adversas.
Aprovechando su experiencia, Hasler construyó un nuevo tipo de canoa, la Mark II, apodada Cockle (berberecho), lo suficientemente estable como para llevar a dos hombres con setenta y cinco kilos de material cada uno. Las bordas eran de caucho reforzado, y el fondo plano, de madera; podía deslizarse a plena carga sobre lechos cenagosos o sembrados de guijarros, y en caso de mal tiempo salir directamente de la playa. No obstante, era lo bastante pequeña como para caber desmontada en el tubo lanzatorpedos de un submarino.
Hasler incluso diseñó el traje impermeable que los tripulantes de esos botes debían utilizar. La chaqueta llevaba una cinta elástica para protegerse del agua que entrara por la borda. Además del equipo normal, llevaban un Colt 45, un cuchillo y un silbato que imitaba la voz de las gaviotas, empleado para avisar a los compañeros en caso de necesidad, sin despertar las sospechas de los alemanes.
Tras recibir el encargo de realizar la incursión en el puerto de Burdeos, los entrenamientos de la Patrulla Trueno serían, si cabe, aún más duros. A los supervivientes del período de adiestramiento anterior les colgaron de la cintura pesas de plomo y los sumergieron hasta tocar fondo con un tubo entre los dientes para aspirar el aire que les llegaba a través de un tubo que se mantenía flotando en la superficie. Pero lo más duro era pasarse cuatro o cinco días seguidos en el mar metidos en canoas, aunque al final consiguieron sentirse tan cómodos en el agua como en tierra. A modo de examen de graduación, participaron en un ejercicio consistente en introducirse de forma subrepticia en el propio puerto de Portsmouth, eludiendo la estrecha vigilancia a la que estaba sometido, lo cual consiguieron, demostrando que estaban preparados para entrar en acción.
Los hombres de Hasler recibieron también instrucción en el uso de las bombas magnéticas que iban a utilizar en la misión contra el puerto de Burdeos, denominadas «Limpet». Esas bombas iban provistas de un imán poderoso que permitía adherirlas a los buques, generalmente por debajo de la línea de flotación. Para sacar del bote la mina magnética, el tripulante posterior mantenía equilibrada la canoa, mientras el delantero la colocaba en el extremo de una vara extensible y la situaba en el casco del barco, lo más abajo posible de la línea de flotación para facilitar así el hundimiento de la nave. Las «limpet» no tenían mecanismo temporizador, ya que el sonido del tictac podía delatarlas; en su lugar iban provistas de un tornillo de mano que perforaba una cápsula de ácido que iba corroyendo una capa de plástico a una determinada velocidad. Cuando el plástico había sido consumido, para lo que empleaba nueve horas, la bomba estallaba.
Una limpet o «bomba lapa». Los comandos británicos utilizaron estas bombas magnéticas en su ataque al puerto de Burdeos, adhiriéndolas al casco de los buques. |
El 30 de octubre de 1942, Louis Mountbatten, en su calidad de jefe de Operaciones Combinadas, firmó la orden que autorizaba la incursión en el puerto de Burdeos; había dado luz verde a la Operación Frankton.
Ante el incremento del ritmo de entrenamiento experimentado desde la última semana de septiembre, los hombres de Hasler sabían que se estaba preparando algo importante, aunque desconocían por completo el objeto de su exhaustiva preparación. El que se les enseñase a reconocer siluetas de barcos enemigos en la oscuridad les daba alguna pista, pero no se enterarían de cuál iba a ser su cometido hasta poco antes del ataque. Tampoco se dijo a los hombres que, una vez cumplida su misión, no serían recogidos por un submarino de vuelta a casa, sino que deberían hundir las canoas e intentar la huida atravesando la Francia ocupada.
Las posibilidades de que los integrantes de la misión regresasen con vida eran tan bajas que lord Mountbatten se negó tajantemente a que Hasler participase en la incursión, al considerar que Operaciones Combinadas no podía perder a alguien de su valía. Sin embargo, Hasler se mostró enérgico en su propósito de participar en la acción, durante una tensa reunión en el cuartel general en la que también se hallaba presente Mountbatten. A pesar de que los oficiales presentes secundaban a Mountbatten, al final tuvieron que ceder ante el terco comandante, que consiguió el permiso para compartir destino con sus hombres.
A los integrantes de la Patrulla Trueno se les trasladó a la base escocesa de Holy Loch, para practicar el lanzamiento de sus canoas desde la cubierta de un submarino, así como la colocación de minas magnéticas. El hecho de que a partir de ese momento tuvieran que vivir a bordo del submarino sin que se les permitiese ir a tierra mostraba el cuidado que había en garantizar el secreto de la operación.
Lord Louis Mountbatten, jefe de Operaciones Combinadas, dio luz verde a la Operación Frankton. |
Cuando, por fin, se eligieron seis canoas y dos tripulantes para cada una, comprendieron que se trataba de una peligrosa aventura. Y, en una misión de este tipo, los hombres tendrían que cooperar muy estrechamente. Hasler seleccionó al marinero Bill Sparks como su acompañante en la canoa. La expedición se puso en marcha el 30 de noviembre de 1942. Los hombres estaban bien preparados y su moral no podía estar más alta.
Los doce hombres y sus seis canoas fueron embarcados en el submarino Tuna. Durante la travesía se les explicó con todo detalle el plan de operaciones. Se fijó un horario estricto; estaba previsto que empleasen tres noches en cubrir el trayecto desde la desembocadura del Garona hasta el puerto de Burdeos, mientras que por el día permanecerían escondidos entre los cañaverales de las orillas, durmiendo por turnos.
Uno de los hombres hizo en voz alta la pregunta que en ese momento estaba en el ánimo de todos: ¿Cómo iban a volver? ¿Les iba a esperar el submarino? Fue entonces cuando Hasler les comunicó que tendrían que escapar atravesando Francia, causando en ellos una momentánea decepción. No obstante, los hombres recuperaron pronto el ánimo. Para facilitar su huida hacia los Pirineos, a lo largo de la travesía se les intentó enseñar nociones de francés, pero sin mucho éxito. La mayoría de ellos mostraban una gran confianza en sí mismos y estaban convencidos de que lograrían desplazarse por territorio francés haciéndose entender mediante el universal lenguaje de gestos.
Durante las interminables siete jornadas que duró la travesía a bordo del submarino, las dotaciones de las canoas tuvieron tiempo de sobra para estudiar una y otra vez todos los detalles de la operación. Estaba previsto que el sumergible llegase al estuario el 6 de noviembre, pero el mal tiempo y la presencia de un campo de minas que hubo que sortear hizo que el viaje se alargase un día más. Así, el 7 de noviembre de 1942, el Tuna emergió a unas cinco millas del litoral francés.
Estaba a punto de comenzar la misión. El submarino británico ya había cumplido con su parte y ahora los hombres de Hasler se encontraban solos ante su destino. A las cinco y media de la tarde comenzó la operación de embarque en los botes. Diez hombres con uniformes de faena de la Royal Navy abrieron los tubos lanzatorpedos para sacar las canoas, pero al salir el primer Cockle, este se atascó en el borde del tubo y al tratar de tirar de él, se rasgó. Como no disponían de botes de reserva, para los que iban a ser sus tripulantes la aventura había terminado antes de empezar.
Media hora después del incidente, las cinco embarcaciones restantes estaban en el agua. En cada una de ellas había bombas magnéticas, un fusil ametrallador provisto de silenciador, raciones alimenticias, una brújula y un pequeño cubo para achicar el agua; el pesado lastre estabilizaba los botes, pero permitía que el agua entrase en su interior. Las canoas fueron alejándose poco a poco del submarino, que desapareció bajo el agua y puso rumbo al norte. La noche era serena, pero muy fría.
El comandante Hasler rememoraría veinticinco años después cómo se desarrolló la operación:
En la tranquilidad de la noche escuchamos de pronto un estruendo ensordecedor; era el de la marea al chocar contra unos rompientes. En nuestros mapas no venía señalado ese obstáculo. Una vez tomadas las debidas precauciones, nos lanzamos al encuentro de la resaca. Las canoas se agitaban con violencia bajo nuestros pies. Nos reunimos al navegar en aguas más tranquilas y observamos que faltaba un bote. Miramos en todas direcciones, y nada. Sparks, a mi espalda, emitió la contraseña con el silbato, pero no hubo ninguna respuesta desde el otro lado de la espuma blanca.
Proseguimos nuestro rumbo un tanto apesadumbrados. De las seis canoas disponibles para el asalto, sólo quedaban cuatro. Entonces nos pusimos a remar con todas nuestras fuerzas. Pronto distinguimos la silueta del faro de Pointe-de-Grave. En ese momento nos asustamos al oír un nuevo estrépito, esta vez más cercano e intenso; se trataba de una segunda marea. Con violencia, las olas zarandearon las canoas. Y entre el fragor de las aguas escuchamos un grito y un fuerte chasquido: una de las embarcaciones acababa de zozobrar, y sus tripulantes estaban en el agua. Ambos se aferraban desesperadamente a la canoa, y así lograron salvar la resaca. Tratamos de ponerla a flote, pero las olas enseguida volvían a volcarla. Mientras tanto, la corriente nos arrastraba a gran velocidad, y pronto atravesamos el canal situado entre la tierra firme y la isleta Cordouan.
De repente, el faro de Pointe-de-Grave se puso a lucir. Eran las dos de la madrugada. Me veía obligado a tomar una grave decisión. La única posibilidad de vaciar la canoa era llevarla hasta la playa, pero allí estaban los centinelas enemigos. «Tratad de hundirla», les dije, ordenando a los hombres que se agarrasen a una embarcación todavía intacta. Uno de ellos se agarró a la nuestra. Ahora sólo quedaban tres canoas. Avanzábamos con lentitud, debido al peso de los dos hombres que iban agarrados a nuestro bote. A la luz del faro doblamos Pointe-de-Grave para adentrarnos en el estuario.
Fue entonces cuando se produjo uno de los momentos más dramáticos de la misión. Hasler se vio obligado a tomar una decisión dificilísima y que, sin duda, tuvo que provocarle un serio dilema moral. Pero el cumplimiento de la misión estaba por encima de cualquier otro tipo de consideración:
A las tres de la madrugada nos sentimos muy fatigados, tras siete horas sin parar de remar. Los dos hombres remolcados por nuestra canoa estaban agotados y ateridos de frío, después de llevar más de una hora en el agua helada. Por fin distinguí, a una milla de distancia, la confusa silueta del muelle Le Verdon. Noté que la corriente nos llevaba directamente hacia allí. Entonces decidí abandonar a los dos hombres sin bote, pues nos resultaría imposible luchar con la corriente arrastrando tan pesada carga. Temblorosos de frío, ambos me miraron: «Comprendemos, señor, y gracias por habernos traído hasta aquí». Y se quedaron atrás.
A unos centenares de metros distinguimos las siluetas de tres destructores anclados en fila. Doblados sobre nuestra embarcación, navegamos a corta distancia de ellos. A mitad de camino, uno de los barcos hizo señales en dirección al muelle. Seguimos adelante, y pronto se nos reunió una segunda canoa. Esperamos a la tercera, pero en vano. Una vez en la quietud de la noche, nos pareció oír un grito, repetido por el eco; luego, reinó el silencio de nuevo. Hacía un frío atroz. Lanzamos la señal convenida, pero no obtuvimos respuesta. Sorprendidos y desengañados por haber quedado reducidos a dos canoas en el plazo de horas, aunque sin perder la moral, continuamos remando. Nuestras órdenes en ese punto eran terminantes: siempre adelante, hasta la última canoa.
No había tiempo que perder; de acuerdo con el horario, debíamos alcanzar enseguida el primer escondrijo. A las seis y media de la madrugada realizamos el desembarco. Durante casi una hora gateamos por la playa, en busca de un buen refugio en donde pasar el día. No tuvimos suerte hasta el amanecer, cuando encontramos un pequeño lugar arenoso. Con los miembros entumecidos, arrastramos los botes hasta la arena. Nuestro cobijo se encontraba junto a una hondonada, muy cerca de la localidad de Saint-Vivien. Después de comer algo, me hice cargo de la primera guardia, mientras Sparks y los otros dos tripulantes descansaban.
Al poco rato, Hasler despertó a sus compañeros; estaban al lado de una pesquería. Una treintena de franceses desayunaban sentados alrededor de varias hogueras. Los cuatro ingleses eran claramente visibles pero, afortunadamente para ellos, los franceses hicieron la vista gorda. Hasler se dirigió a ellos para hablarles, protegido por las metralletas de sus compañeros; los pescadores prometieron no dar parte de su presencia a los alemanes.
Durante el resto del día estuvieron observando a un grupo de alemanes que trabajaban en un dique a menos de un tiro de fusil. Hasler y sus hombres se mantuvieron alertas por si algún francés acababa dando a los alemanes la voz de alarma. Así pues, se alegraron cuando por fin cayó la noche.
Por entonces, la vigilancia costera alemana ya sabía que estaba ocurriendo algo, puesto que el submarino había sido detectado por un radar cuando se estaba aproximando al estuario para botar las canoas. Dos horas después de la marcha del sumergible, los dos primeros comandos cuya desaparición ha sido relatada por Hasler fueron capturados. Los restos de su canoa, destrozada por la resaca, no serían localizados hasta el día siguiente. Sin embargo, los alemanes no consiguieron sacar a los comandos que tenían en su poder la menor información sobre el resto de sus camaradas.
Mientras el comandante Hasler y sus hombres habían estado disfrutando de ese primer descanso, a pesar de haber tenido que estar en tensión, los alemanes habían alertado a todos los puestos de vigilancia costeros y habían enviado varias patrullas de reconocimiento en busca de los incursores.
Hacia la medianoche de ese 8 de diciembre, Hasler y sus hombres reemprendieron el camino a Burdeos. De los doce comandos que habían comenzado la misión, ya sólo quedaban cuatro. Esta vez, la navegación resultaría mucho más fácil que a la entrada del estuario, ya que debían limitarse a avanzar paralelos a unas boyas distribuidas a lo largo del mismo, que iban marcando el camino en dirección al puerto. Seis horas más tarde, con las primeras luces del alba, decidieron buscar un nuevo refugio en el que ocultarse durante el día que acababa de comenzar, en este caso en la orilla oriental del estuario. Según el relato de Hasler:
En nuestro segundo descanso nos hicimos un poco de té y dormimos por turnos. Pero a mediodía nos estremeció la presencia de un avión de reconocimiento enemigo; volaba tan bajo que distinguimos perfectamente al piloto en su cabina.
Al estudiar el plan para la tercera noche comprobé que, de esperar a la oscuridad, sólo dispondríamos de tres horas para remar con facilidad, a causa de la marea. Decidí entonces partir antes, aun a riesgo de ser descubiertos, pero no fue así y a la hora prevista conseguimos llegar a la Île de Cazeau. Las riberas de la isla estaban bien protegidas por densos cañaverales; tras varios intentos de desembarco tropezamos al fin con un lugar donde pudimos ocultar el bote en medio de la vegetación. Como sólo una pequeña arboleda nos separaba de una batería antiaérea alemana, esa sería para nosotros la jornada más tensa; no pudimos cocinar ni fumar y durante todo el día nos azotó una fría llovizna.
Los tripulantes de las canoas estaban cansados y nerviosos, pues en tres noches habían remado más de ochenta kilómetros. Al terminar la guerra se supo que la dotación de la tercera canoa, desaparecida junto a los destructores, no había naufragado. Al perder de vista a sus compañeros, los comandos desgajados del grupo principal prosiguieron su camino hasta llegar a la misma isla con el fin de pasar el día; durante esa jornada, descansarían a unos escasos centenares de metros de sus compañeros, sin saberlo.
Después de haber dejado atrás el estuario, los comandos entraron en aguas del río Garona. El puerto de Burdeos se encontraba ya a menos de quince kilómetros de distancia. En principio, Hasler había fijado el ataque para la noche del 10 al 11 de diciembre, pero no se encontraban lo bastante cerca del objetivo para cumplir esa previsión. Así lo cuenta el propio Hasler:
En la última noche, la del 10 al 11 de diciembre, por primera vez hizo un tiempo ideal, con fuerte brisa y cielo cubierto. Navegamos por el centro del río a lo largo de las primeras dos millas, y luego seguimos bordeando los juncos de la orilla izquierda. Sobre las diez de la noche doblamos un recodo del Garona y pudimos ver ya el puerto de Burdeos. Divisamos varios buques anclados en el muelle oriental. Incluso podíamos percibir claramente las voces de sus tripulantes.
El reducido grupo de Hasler ya había llegado a las proximidades del puerto de Burdeos, que aparecía espléndidamente iluminado. Todos los buques que estaban cargando en sus muelles brillaban bajo la luz de racimos de lámparas sujetos a los mástiles. El agua reflejaba las luces como un espejo. Aunque habían llegado a su destino, el ataque no se podía improvisar, ya que había que elegir los objetivos y preparar las minas, así que lo mejor era esperar al día siguiente para poder llevar a cabo los preparativos con calma:
Desembarcamos a las once de la noche y permanecimos en las canoas. La marea descendía, y nuestros botes reposaban en el fango. Descansamos durante el resto de la noche y el día siguiente. Los cañaverales se alzaban a más de un metro de altura sobre nuestras cabezas, de modo que podíamos observar sin riesgo de ser descubiertos. La franja de juncos situada junto a la orilla tenía unos diez metros de anchura, pero sabíamos por las fotos aéreas que la comarca estaba bastante poblada.
Hasler y su compañero colocarían sus minas en los barcos situados en el muelle occidental del puerto, mientras que la otra canoa se encargaría de los buques atracados en el muelle oriental.
Poco antes del anochecer [sigue informando Hasler], ordené preparar las minas y quitarles el seguro. La operación nos llevó más de una hora, pues había que disponer dieciséis cargas adhesivas. Por último, nos camuflamos el rostro con grasa, y nos dimos un apretón de manos deseándonos suerte. A las nueve y cuarto de la noche botamos de nuevo las canoas. Las aguas del Garona no podían estar más tranquilas. La marea se hallaba en su punto máximo, y esto nos facilitó la navegación. No tardamos en distinguir una larga serie de barcos. Navegamos paralelamente al muelle, y nos pusimos las capuchas de enmascaramiento. A partir de entonces, avanzamos al cobijo de los buques y del muelle. Una vez rebasados los barcos, variamos de rumbo y nos dejamos llevar por la corriente hasta el barco más próximo, un mercante de gran tonelaje. Al llegar junto a la proa dejamos de mover los remos. Sparks aplicó el imán al casco, mientras yo colocaba la primera mina. Localizamos la sala de máquinas gracias al zumbido de los motores; las voces de los tripulantes y el sonido apagado de una pieza musical nos indicaron el alojamiento del personal del barco.
Dos mercantes más serían minados por Hasler y Sparks. El cuarto objetivo sería un buque de guerra auxiliar del tipo Sperrbrecher, un mercante adaptado para servir de dragaminas:
En unas paladas nos situamos junto a la proa. Me detuve en las proximidades de la sala de máquinas y Sparks aplicó enseguida un par de cargas. De pronto oímos un ruido en cubierta, y poco después nos enfocaba una linterna. El centinela nos había descubierto; su silueta se recortaba claramente en el cielo. Nos deslizamos a lo largo del casco mediante silenciosos golpes de remo; el hombre nos seguía con el haz de la lámpara, mientras nosotros escuchábamos el ruido de sus botas claveteadas sobre la cubierta metálica. Aquellos minutos nos parecieron siglos. No podíamos quedarnos sin hacer nada, y menos retroceder y contornear la proa de la nave. Enfilé el bote hacia donde la corriente era más intensa y nos deslizamos por el agua pasando junto a las aldeas dormidas. Para descansar un poco nos detuvimos en la Île de Cazeau. Oímos un ruido detrás de nosotros, y pronto vimos aparecer a los compañeros de la segunda canoa, que se habían encargado de dos barcos.
Tal como apuntaba Hasler en su relato, los otros dos comandos habían intentado minar los barcos anclados en el muelle oriental, pero al no haber encontrado objetivos de interés, se desplazaron al muelle sur, en el que aplicaron las minas magnéticas a dos buques: un carguero y un transatlántico.
De nuevo juntas, las dos embarcaciones prosiguieron su último viaje entre el angosto tramo que separa de tierra la Île de Cazeau. El grupo se detuvo antes de rebasar Saint-Genès de Blaye, y entonces Hasler dio la última orden a los hombres de la segunda canoa: «Vayan a tierra y procedan con las instrucciones de retirada». Tras navegar juntas un trecho, se separaron.
Los alemanes se llevaron una gran sorpresa al comprobar que, en la mañana del 12 de diciembre de 1942, en el puerto de Burdeos se hundía un barco detrás de otro. Cuatro buques, perforados por varias minas, se sumergieron hasta el fondo del muelle. Una barcaza y un petrolero resultaron seriamente dañados.
Imagen actual de la base de submarinos del puerto de Burdeos, en donde coincidieron sumergibles alemanes, italianos y japoneses. Hoy es un centro cultural. |
Después de que los otros dos comandos que participaron en el ataque al puerto hubieran desembarcado al norte del Blaye, al amanecer del 12 de diciembre, ambos consiguieron marchar sin contratiempos durante un par de jornadas. Sin embargo, no pudieron conseguir trajes de paisano y, después de avanzar unos treinta kilómetros, fueron descubiertos por los alemanes en los alrededores de Montlieu.
Al segundo día del ataque, sólo había una dotación en libertad, aparte de Hasler y su compañero: era la que perdieron en la primera noche, cuando pasaron cerca de los tres destructores, junto al muelle de Le Verdon. Como se ha indicado, al no tener contacto con los otros, los dos tripulantes de la canoa siguieron adelante; al día siguiente, mientras descansaban, no podían suponer que no lejos de ellos se encontraban las otras dos embarcaciones. Pero durante su última noche de navegación hacia el objetivo, su canoa tropezó con un obstáculo submarino y quedó hecha pedazos. Contentos por haber salvado la vida, pero sin el material a emplear para la huida, al perderse junto a la canoa, debían arreglárselas para abrirse camino a través de Francia. A unos treinta kilómetros al sur de Burdeos hallaron refugio en una casa de campo, cuya familia les brindó toda su ayuda y les proporcionó ropa de paisano y víveres para emprender el largo viaje hacía los Pirineos. Sin embargo, tras unos días de marcha, cuando buscaban refugio en la aldea de La Réole, fueron denunciados a los alemanes y detenidos.
Por su parte, el comandante Hasler y su compañero Sparks también se dirigieron a tierra y emprendieron a pie el largo camino que les debía llevar al otro lado de la frontera con España. Las primeras jornadas las hicieron de noche, pero al cuarto día trataron de obtener ropas de paisano, llamando de puerta en puerta haciéndose pasar por mendigos; tras muchos esfuerzos lograron que les diesen algo con lo que vestirse, con lo que pudieron caminar durante días aparentando ser campesinos que iban a sus faenas. Para alimentarse suplicaban por un trozo de pan, pero solían encontrarse con muchas reticencias, puesto que los franceses temían verse mezclados con personas que pudieran estar siendo buscadas por los alemanes.
Mientras tanto, las patrullas alemanas vigilaban todo el litoral, desde los alrededores de Burdeos hasta el golfo de Vizcaya. Todos los miembros del comando fueron pasados por las armas; unos tras un breve interrogatorio, otros después de estar varios días encerrados. Los alemanes actuaron así cumpliendo las instrucciones secretas impartidas por Hitler, según las cuales debían ser fusilados los comandos enemigos hechos prisioneros.
Al sexto día de marcha, Hasler y Sparks fueron a parar a una taberna donde se reunían elementos de la resistencia francesa encargados de prestar ayuda a quienes huían de los alemanes. Después de pasarlos al otro lado de la demarcación entre la Francia ocupada y la del régimen de Vichy, los dos británicos consiguieron llegar a Lyon. En esta ciudad se alojaron en una vivienda situada en el viejo barrio obrero, en la que eran reunidos los fugitivos que debían atravesar la frontera. Hasler y Sparks tuvieron que esperar a que las condiciones permitiesen el paso de los Pirineos, ya que los alemanes habían descubierto las dos rutas que se empleaban hasta entonces.
No sería hasta marzo de 1943 cuando se pudo establecer una nueva ruta segura; Hasler y Sparks emprendieron la difícil travesía de la cordillera pirenaica en esa época del año, debido a la nieve, y lograron pasar al otro lado de la frontera, después de entregar sus brújulas a los miembros de la resistencia en señal de agradecimiento. El Cuartel General de Operaciones Combinadas recibió la noticia de que los comandos habían logrado pasar la frontera el 23 de febrero de 1943. Una vez llegados a Barcelona, obtuvieron el apoyo del cónsul británico, quien les proporcionó los medios para atravesar la península hasta Gibraltar.
Tras recalar en el Peñón, Hasler, en calidad de comandante, pudo tomar el 2 de abril un avión a Londres. Por su parte, el cabo Sparks también regresó a Inglaterra, pero tuvo que hacer el viaje en barco. Gracias a su rango, Hasler no tuvo problemas a su llegada, pero Sparks sí; como había sido dado por muerto en enero, su documentación despertó sospechas y la policía militar decidió retenerlo hasta que el asunto quedase aclarado, aunque logró escapar y dirigirse directamente a la sede del Cuartel General de Operaciones Combinadas, desde donde se pudo regularizar su situación.
Hasta después de la guerra no se logró conocer el destino de los otros cuatro hombres que participaron en la misión. Los dos que parecían haberse perdido en la primera marejada lograron en realidad pasar el obstáculo y continuaron otro poco río arriba, pero una ola los arrastró cerca de Point-de-Grave, su canoa zozobró y nadaron hasta la orilla, donde ya no tuvieron fuerzas para ocultarse y acabaron capturados por los alemanes, que los encontraron en estado de colapso debido al frío y al agotamiento.
En cuanto a los dos hombres que Hasler había decidido de forma dramática abandonar en medio del río, el cuerpo sin vida de uno de ellos apareció en la orilla el 17 de diciembre, mientras que el otro desapareció sin dejar rastro, por lo que presumiblemente murió también ahogado.
De los doce hombres que habían participado en la misión, dos abandonaron antes de empezar, dos se ahogaron, seis fueron ejecutados por los alemanes y sólo dos consiguieron regresar a Inglaterra.
Gracias a la acción de los comandos británicos, cientos de toneladas de material destinado a las fuerzas del Eje fueron destruidas con las cargas explosivas colocadas por los cuatro comandos que consiguieron llegar al puerto de Burdeos. Al enterarse de la audaz incursión, Hitler se mostró muy contrariado y exigió explicaciones al Alto Mando por ese error en la defensa del puerto. Al principio, los alemanes pensaron que los británicos habían inventado una manera de enviar minas a Burdeos flotando con la marea, aunque sus dudas sobre el origen del ataque quedaron resueltas al encontrar una mina magnética sin explotar en uno de los barcos, además de dos canoas abandonadas. No obstante, de los seis barcos dañados por las minas, cinco pudieron ser reparados, volviendo a navegar al poco tiempo.
Tras la guerra, se supo que un grupo de la resistencia francesa apoyado por el SOE había elaborado un plan destinado a hundir los barcos anclados en el puerto de Burdeos. La fecha de su ejecución estaba señalada para la noche del 12 al 13 de diciembre. Los obreros portuarios, conocedores de lo que se tramaba, quedaron atónitos cuando, en la mañana del 12 de diciembre, misteriosas explosiones atronaron la zona del puerto, y al ver que reposaban en el fondo algunos de los barcos que ellos pensaban hundir al día siguiente.
Esa incomprensible falta de comunicación entre el SOE y Operaciones Combinadas había hecho que ese ataque organizado por la resistencia, seguramente con más probabilidades de éxito, no pudiera llevarse a cabo. Si esa insólita descoordinación fue fruto de la falta de comunicación o de una rivalidad mal entendida es algo difícil de saber, aunque teniendo en cuenta la competencia que existía entre ambas unidades en el ámbito de las operaciones secretas quizás habría que apostar por lo segundo.
De todos modos, Churchill pareció satisfecho con el resultado de la misión, asegurando que la incursión acortó seis meses el final de la Segunda Guerra Mundial. Lord Mountbatten reconocería el valor de Hasler y sus comandos, afirmando que fue «el más valiente e imaginativo raid de los que llevaron a cabo los hombres de Operaciones Combinadas».