El raid de Alejandría: Los italianos demuestran su valor
Dos semanas antes de la Navidad de 1941, el teniente de navío italiano Luigi Durand de la Penne, de veintisiete años, escribía esta carta a su madre desde la base naval de La Spezia:
Querida Mamá: Cuando recibas estas líneas, yo habré muerto. Me he ofrecido como voluntario para una peligrosa misión que fracasó.
Así empezaba la primera de tres cartas escritas en el mismo día por el militar transalpino. La segunda anunciaba el éxito de la arriesgada operación en la que se iba a embarcar y la tercera comunicaba que había caído prisionero de guerra. Al terminar la acción, según fuera lo que sucediese, se remitiría a su madre la carta correspondiente.
Las probabilidades que tenía el teniente de volver con vida de la misión eran escasas, al igual que los otros compañeros que iban a participar en la misma. De la Penne y sus hombres tuvieron que hacer testamento y preparar los equipajes con sus pertenencias para que los enviasen a sus familias si no regresaban. Ninguno de los componentes del grupo debía estar casado, para evitar que aumentasen las reticencias a actuar de forma arriesgada, aunque De la Penne se estaba saltando esa exigencia en secreto.
Componentes de la 1.a flotilla MAS en 1939. De izqda. a dcha.: Luigi Durand de la Penne, TeseoTesei, Bruno Falcomatá, Paolo Aloisi, Gian Gastone Bertozzi, Gino Birindelli, Gustavo Maria Stefanini y Giulio Centurione. |
El objetivo de aquellos valerosos hombres era penetrar en el puerto egipcio de Alejandría, en el que los británicos tenían ancladas las unidades más valiosas de la Royal Navy en el Mediterráneo. Para ello debían utilizar unos torpedos autopropulsados con capacidad para dos hombres. Una vez dentro de las aguas del puerto, debían minar los principales buques de guerra británicos y escapar a toda prisa.
Todos eran conscientes de la enorme dificultad de la empresa, que la convertía en una misión casi suicida. Las medidas de seguridad del puerto para evitar incursiones enemigas hacían que fuera prácticamente inexpugnable y, aun en el caso de que lograsen entrar y minar los barcos, las posibilidades de huir sanos y salvos eran remotas.
Aquellos hombres demostraban poseer un inmenso valor al ofrecerse a llevar a cabo esa acción. Entonces no podían imaginar que sugesta acabaría mereciendo, incluso, unas palabras elogiosas del primer ministro británico Winston Churchill.
MOMENTO CRÍTICO PARA LA ROYAL NAVY
A finales de 1941, la flota británica del Próximo Oriente, tras sufrir una serie de sensibles pérdidas, sólo disponía ya de dos grandes unidades: los acorazados Queen Elizabeth y Valiant, que eran los encargados de representar el antes incontestable poderío inglés en el Mediterráneo. Desde el verano de ese año, el objetivo capital de la flota inglesa había consistido en la destrucción de los convoyes italogermanos que abastecían a las tropas del Afrika Korps, dirigidas por el general Erwin Rommel. Con el fin de proteger esos convoyes que proporcionaban armas, munición, víveres y, sobre todo, combustible, a las fuerzas de Rommel, los alemanes habían retirado del Atlántico algunos submarinos para transferirlos al Mediterráneo.
Así, el 13 de noviembre de 1941, el mayor portaaviones británico del Mediterráneo, el Ark Royal, fue torpedeado al este de Gibraltar por un submarino germano. Aun cuando los barcos de escolta ingleses iniciaron una rápida acción de salvamento, tratando de remolcar al buque alcanzado hasta la cercana base del Peñón, el portaaviones acabó por hundirse.
El segundo golpe ocurriría doce días más tarde, en el Mediterráneo oriental. El 24 de noviembre, el grueso de la flota inglesa en este mar, integrado por los acorazados Queen Elizabeth, Valiant y Barham, zarpó de su base de Alejandría con la misión de bloquear las líneas de abastecimiento del Eje. Pero al día siguiente, por la tarde, una fuerte detonación sacudió la formación naval británica; el Barham fue alcanzado por tres torpedos lanzados desde un submarino alemán. El triple impacto logró que el acorazado se escorase fuertemente a babor. La tripulación realizó desesperados esfuerzos por salvar el barco, a pesar de que este seguía inclinándose. De pronto, una tremenda explosión procedente de la santabárbara del Barham produjo una gigantesca nube rojiza; el buque elevó la quilla en el aire y se fue a pique con casi novecientos hombres a bordo.
El trágico hundimiento del Barham contó con un espectador de excepción, el almirante sir Andrew B. Cunningham, el jefe de la flota del Mediterráneo. Desde su buque insignia, el Queen Elizabeth, contempló impotente cómo el Barham se iba a pique. En vista de la situación, y temiendo nuevos ataques de los submarinos germanos, ordenó a las restantes unidades poner proa a la base de Alejandría, muy bien protegida y fuertemente custodiada, donde aguardarían una ocasión más favorable para reanudar las operaciones. Los británicos no tenían otra opción que hacerse fuertes con lo poco de que disponían.
Explosión del acorazado HMS Barham de la Royal Navy el 24 de noviembre de 1941 cuando fue alcanzado por tres torpedos lanzados desde un submarino alemán. |
Para proteger la base de Alejandría, que en esos momentos era el principal fondeadero de la flota inglesa del Mediterráneo, se había minado una zona de varias millas de longitud a unas treinta millas al noroeste, además de otras seis millas en las cercanías de la bocana del puerto; para ello se utilizaron minas esféricas, situadas a unos diez metros de profundidad, que podían explosionarse a distancia. Muy cerca del puerto flotaban cables con sistemas automáticos de alarma. Además, los numerosos bajíos existentes cerca del puerto constituían un buen obstáculo natural ante cualquier intento de incursión. El movimiento de los barcos sólo podía efectuarse a través de un canal de entrada bien delimitado y sobre el que se ejercía una atenta vigilancia.
Al retornar de su última misión, el Queen Elizabeth y el Valiant anclaron en la dársena principal del puerto de Alejandría. Las respectivas dotaciones se apresuraron a colocar junto a las naves las habituales redes protectoras, que con las restantes instalaciones defensivas de la base proporcionaban la más completa seguridad. Esos eran los únicos acorazados con que contaba la Royal Navy en todo el Mediterráneo, frente a las cinco unidades pesadas con que contaban los italianos. Contra todo pronóstico, la siempre intratable Royal Navy había pasado a encontrarse en franca inferioridad ante la Regia Marina.
Mientras tanto, los panzer de Rommel seguían avanzando imparables por el norte de África, amenazando con tomar Egipto. Si los alemanes se apoderaban de la base naval británica de Alejandría y llegaban al canal de Suez, el Eje pasaría a tener el control absoluto del Mediterráneo oriental. Aunque la Marina británica había recibido un duro golpe con el hundimiento del acorazado Barham, sus otros dos acorazados suponían una amenaza latente para las líneas de suministro que aprovisionaban a las tropas del Eje en el norte de África. Si se conseguía ponerlos fuera de combate, los barcos italianos ya no tendrían oposición y el Afrika Korps dispondría del material y el combustible necesario para emprender la conquista de Egipto. Así, los italianos decidieron poner en práctica un plan tan audaz como arriesgado, con el objetivo de hundir esos dos acorazados en su propio refugio.
El acorazado Queen Elizabeth, de treinta y dos mil toneladas, y su gemelo el Valiant constituían el núcleo duro de la flota del Mediterráneo, a pesar de que se trataba de dos naves veteranas, ya que habían entrado en servicio al comenzar la Primera Guerra Mundial. En su tiempo fueron las primeras naves en montar piezas de trescientos ochenta milímetros y las primeras grandes unidades que utilizaron combustible líquido en lugar de carbón, además de ser los primeros acorazados en superar los veinticuatro nudos por hora. El Queen Elizabeth fue el escenario en el que se firmó en 1918 la capitulación de la marina de guerra alemana.
No obstante, ambas naves habían sido sometidas a la correspondiente modernización, por lo que disponían de todo el potencial para desempeñar el decisivo papel que les había sido encomendado. Cada buque llevaba una dotación cercana al millar de hombres. Aunque eran más ligeros que los modernos acorazados germanos Bismarck y Tirpitz, el calibre de sus piezas era idéntico, y su blindaje era casi tan grueso como el de las joyas de la corona de la Kriegsmarine.
Pero, tal como se ha apuntado, la misión de cazar a los dos acorazados en su propia guarida no iba a ser nada fácil. La inmensa dársena del puerto de Alejandría estaba separada del mar abierto por un ancho y prolongado espigón occidental, y por otro más pequeño en el este. La abertura que separaba ambos espigones, de apenas doscientos metros, formaba el pasillo de acceso al puerto. Este pasillo fue bloqueado por tres tupidas redes de cable metálico. Lanchas rápidas patrullaban día y noche junto a la entrada del puerto y de vez en cuando, a intervalos regulares, lanzaban cargas de profundidad muy cerca de las barreras. La zona en torno a Alejandría estaba dotada de sofisticados sistemas de observación terrestre, marítima y aérea, una buena red de baterías costeras y sólidas obras de fortificación. El conjunto ocupaba una superficie de varios kilómetros cuadrados. El recinto portuario y, sobre todo, los espigones estaban sembrados de baterías antiaéreas y torretas de observación. En las horas de oscuridad, los haces de numerosos reflectores escudriñaban la superficie del mar, abarcando una extensión de varios kilómetros, incluso fuera del puerto. Intentar penetrar en el puerto de Alejandría se antojaba una misión imposible.
Tras el internamiento de los dos acorazados en la base egipcia, las tripulaciones de ambos barcos se ejercitaron continuamente para no ver disminuido su poder combativo. Mediado el mes de diciembre de 1941, los marinos de la flota británica tenían ya su mente puesta en los preparativos para la Navidad. Aunque se encontrasen tan lejos de sus familias, y en un escenario tan atípico, los ingleses querían celebrar esas terceras navidades en guerra con la esperanza de que las siguientes las pudieran disfrutar en paz.
En la base italiana de La Spezia había un grupo de italianos que no estaba pensando en celebrar la Navidad, sino en cómo penetrar en el casi inexpugnable puerto de Alejandría. El instrumento con el que contaban era un fruto de la proverbial inventiva italiana; un torpedo de cinco metros y medio de largo y tan sólo medio metro de diámetro, con una dotación de dos hombres.
Este ingenio fue bautizado durante el proceso de desarrollo con el nombre de Maiale (‘Cerdo’), tras producirse un anecdótico episodio; en un ensayo, los tripulantes se fueron al fondo con el torpedo, y uno de ellos, al emerger, descargó su frustración refiriéndose de ese despectivo modo al artefacto. La ocurrencia hizo fortuna y a partir de entonces los torpedos serían conocidos con ese nombre, que incluso sería utilizado jocosamente para denominar a los tripulantes.
El Maiale estaba impulsado por un motor eléctrico silencioso y se desplazaba a una velocidad de cuatro kilómetros por hora. Tenía una autonomía de dieciséis kilómetros, y podía navegar sumergido hasta unos treinta metros de profundidad. La parte anterior del torpedo era desmontable; se trataba de una cabeza explosiva de trescientos kilos, fácilmente separable del resto para poderla sujetar en cualquier lugar mediante un cable que se pasaba por una anilla.
La parte media del torpedo era una cámara estabilizadora que permitía sumergir o emerger el ingenio a voluntad. Tras una plancha protectora se encontraban los mandos y el armazón. Los motores y los acumuladores iban colocados detrás del asiento del timonel, así como un tanque para inmersión rápida que funcionaba con aire comprimido.
El respaldo del asiento del segundo tripulante servía a la vez como caja de herramientas, de mucha utilidad pues llevaba una palanca para levantar redes, movida por aire a presión, o el material necesario para sujetar la carga explosiva al casco de la nave enemiga.
Los tripulantes llevaban sobre su traje de buzo un aparato «Davis», un dispositivo respirador patentado en Gran Bretaña y construido en Italia, y que permitía una inmersión de seis horas. Para transportar el torpedo al lugar de la acción se utilizaban contenedores estancos, asegurados a la cubierta de un submarino.
Interior de la cabina de un torpedo italiano Maiale. Los italianos emplearían estos artefactos en su ataque al puerto de Alejandría. |
Una vez llegados a la zona de operaciones, el submarino emergía lo necesario para poner a flote los contenedores y sus torpedos. Luego, los buceadores salían por la torreta, sacaban los torpedos, montaban en ellos y emprendían el rumbo hacia el objetivo. Navegaban medio sumergidos, pues era la profundidad más favorable para trasladarse a la zona de operaciones; en caso de peligro, podían finalizar la inmersión en pocos segundos.
Los tripulantes fueron adiestrados en el método para salvar las barreras defensivas. En primer lugar se intentaba superar el obstáculo deslizándose por la parte superior o inferior de la red. De resultar imposible, se dejaba el torpedo en el fondo y se procedía a abrir una brecha en la red metálica utilizando una cizalla, de manera que se lograba el acceso al interior del puerto enemigo. Una vez en él, se navegaba de nuevo en media inmersión hasta unos treinta metros del objetivo, y luego se efectuaba una inmersión completa, justo por debajo de la nave elegida como blanco.
El segundo tripulante, llamado buceador, sujetaba dos grapas en la quilla del buque, en la que se aseguraba un cable que a su vez se pasaba por el anillo que llevaba la cabeza explosiva desmontable. Para terminar, se activaba la espoleta de tiempo de la carga explosiva y ambos tripulantes se alejaban del lugar a toda prisa.
Los miembros de estas dotaciones constituían un reducido grupo de combate formado por un capitán de navío, el príncipe Junio Valerio Borghese, que fue quien eligió al resto de los hombres que tomarían parte en el ataque al puerto de Alejandría. Estaba previsto que en la operación se empleasen tres de estos torpedos, por lo que el grupo estaría compuesto de seis hombres.
El jefe de la operación sería el teniente Luigi Durand de la Penne, que junto al cabo buceador Emilio Bianchi se encargaría de atacar al Valiant. El dúo que debía hundir el Queen Elizabeth estaría integrado por el capitán de máquinas Antonio Marceglia y el marino buceador Spartaco Schergat. La tercera pareja, integrada por el capitán Vincenzo Martellotta y el cabo buceador Mario Marino, tendría como objetivo atacar un portaaviones.
Emilio Bianchi, cabo buceador que junto a Luigi Durand de la Penne se encargó de atacar el Valiant. |
Mientras los tripulantes de estos torpedos se hallaban en período de adiestramiento, una sección especial de la marina de guerra italiana preparaba una maqueta del puerto del Alejandría, valiéndose de los datos suministrados por las cartas marinas y las fotografías obtenidas por los aviones de observación, con el fin de que los hombres encargados de cumplir la misión conocieran todos los detalles del escenario en el que iban a desarrollarla, con especial atención a los dispositivos de seguridad, los obstáculos submarinos o el emplazamiento de las baterías.
Se analizaron los datos meteorológicos e hidrográficos de la zona, así como los informes elaborados por los espías italianos que desempeñaban su labor en Alejandría, que además de anotar los movimientos portuarios, revelaban los puntos en los que la vigilancia era menor. Este último punto era muy importante para los atacantes, ya que una vez cumplida su misión, intentarían llegar a tierra y ocultarse.
En una réplica del Queen Elizabeth, los tripulantes pudieron estudiar las características de este tipo de buques. Así pues, nada se dejó al azar. Por una vez, la improvisación latina sería abandonada en favor de una planificación exhaustiva más propia de sus aliados germanos.
A fin de proteger en lo posible el secreto de la operación contra el puerto de Alejandría, los seis hombres escogidos para participar en ella fueron trasladados en avión hasta la isla de Leros, donde los recogería un submarino, el Scire, en el que viajarían hasta las cercanías del objetivo. Poco antes, había sido nombrado jefe del pequeño grupo el capitán de navío Ernesto Forza. El príncipe Borghese, el antecesor de Forza al frente del grupo especial, se hizo cargo del sumergible. La unidad fue designada como 10.a Flotilla de lanchas rápidas, con objeto de disimular su verdadera naturaleza.
El 3 de diciembre de 1941 se efectuaron los últimos preparativos en la base de La Spezia. El submarino Scire zarpó llevando en cubierta tres contenedores vacíos. Se difundió la noticia, con carácter oficial, de que la nave zarpaba para efectuar un crucero de prácticas. Al caer la noche, tal como estaba previsto, una barcaza transportó los torpedos al submarino, que fueron recogidos e instalados en los contenedores vacíos; el motivo de que la carga del submarino se llevase a cabo en aguas abiertas era mantener los preparativos lejos de la mirada de algún informador de los aliados que pudiera haber en la base. Había que mantener el secreto de la misión a toda costa.
Seis días más tarde, el Scire llegaba a la isla de Leros, donde le esperaban los seis hombres que iban a participar en la operación. Los partes meteorológicos eran muy favorables, lo que, unido a la fase lunar, parecía garantizar que el ataque se ejecutaría en las mejores condiciones. El submarino salió de Leros, con los hombres y los torpedos a bordo, el 14 de diciembre, poniendo rumbo a Alejandría. Pero, de repente, las condiciones atmosféricas cambiaron y la nave tuvo que luchar con una fuerte marejada. Al mal tiempo se unió el creciente peligro de los campos de minas.
En la noche del 18 de diciembre, el Scire alcanzó la posición señalada, a unas dos millas del faro de Ras-el-Tin, que señalaba el emplazamiento del puerto de Alejandría. La nave permaneció en superficie, a la altura del faro.
Al día siguiente, otro submarino se situó ante la ciudad de Rosetta, junto a la desembocadura del Nilo, a la espera del regreso de los integrantes del comando, quienes tenían previsto dirigirse a tierra una vez efectuado el ataque y conseguir un bote para ir al encuentro del submarino.
El tiempo estaba tranquilo y el mar estaba en calma. Todo estaba dispuesto para que los seis valerosos italianos se lanzasen a la arriesgada misión que podía hacer, de tener éxito en ella, que sus nombres pasasen a la historia de la guerra naval.
Para conocer el relato de la operación contra el puerto de Alejandría, nada mejor que recurrir a las anotaciones del jefe de la misma, Luigi Durand de la Penne:
Alejandría. A bordo del submarino Scire, en la noche del 18 de diciembre de 1941. Tres dotaciones preparadas para salir en misión. Son las ocho de la noche. Una vez equipados, el submarino emerge y saltamos a cubierta. La nave vuelve a sumergirse un poco y sacamos los torpedos de los contenedores. El tiempo es frío, todo está oscuro y reina el silencio. El mar parece un espejo. No tardaremos en entrar en acción. Las aguas están sucias, pues tuvimos una fuerte marejada. Mientras ponemos a flote los torpedos, el submarino continúa emergido. Yo llevaba efectuadas tres operaciones de esta índole: dos en Alejandría y una en Gibraltar, y me constaba la importancia de mantener unido al grupo, a fin de que sus componentes se sintiesen psicológicamente obligados a dar lo mejor de sí y a estar contentos. Ya nos hallábamos en la superficie y pronto emprendimos la marcha hacia Alejandría.
La navegación resultó sencilla, ante todo porque, de repente, el faro de Ras-el-Tin comenzó a destellar. Lo tomé como punto de referencia para verificar continuamente nuestra posición. Nos acercábamos a las redes metálicas, el obstáculo principal con que tropezaría nuestra misión.
Mientras el Scire regresaba a su base de partida, los torpedos navegaban cerca del espigón occidental en dirección al puerto, tan cerca que llegaban a distinguirse las siluetas de los centinelas. Cerca de la bocana del puerto patrullaba una lancha que de manera rutinaria iba lanzando cargas de profundidad. En el extremo del espigón occidental había una triple red de acero que protegía el acceso al puerto. Los torpedos se sumergieron en busca de una improbable abertura; además de no haberla, pudieron observar que de las mallas de la red pendían cargas explosivas.
La cizalla neumática resultaba demasiado ruidosa para utilizarla en este caso, así que emergieron a la superficie para tratar de pasar la barrera por arriba. Era medianoche, y de pronto comenzó a lucir el faro de la entrada del puerto. Las redes se abrieron para dejar entrar en el puerto a un mercante y tres destructores. Los italianos se colocaron detrás de las naves y lograron de esta manera penetrar en el puerto sin ser descubiertos.
Poco después los torpedos se separaron. De la Penne y Bianchi se dirigieron hacia el Valiant. A una docena de metros de la nave tropezaron con su barrera protectora, logrando superarla por la parte superior, y avanzaron al encuentro con el acorazado.
De la Penne prosigue relatando la operación:
Marché hacia el barco enemigo, navegando sumergido a unos cinco metros de profundidad. Nos deslizamos suavemente junto a la parte media del casco y me dispuse a frenar el torpedo, pero no conseguí detener su marcha. El torpedo se quedó apoyado en el casco del buque. De pronto se fue hacia el fondo, pero no tardó en quedar bloqueado y detenido. Indiqué a mi buceador que averiguase lo que ocurría y esperé. Mientras lo hacía, imaginé que tanta calma no podía ser normal. Bajé detrás de él y comprobé que mi buceador había desaparecido.
Por un momento creí que le había ocurrido algo, ya que nos encontrábamos a bastante profundidad. De pronto temí no realizar con éxito la misión que nos habían confiado. No podía hacerse nada para evitarlo. Observé que un cable de acero se había enredado en la hélice, y por eso el torpedo había quedado inmóvil. Nos encontrábamos a muy pocos metros del blanco. Traté entonces de arrastrarlo; el torpedo medía unos ocho metros de longitud, su peso era bastante considerable, y estaba medio hundido en el fango movedizo y viscoso. Tuve que realizar un terrible esfuerzo, pero al fin logré arrastrar el torpedo hasta situarlo debajo del acorazado. Sólo me había guiado un pensamiento, dejar el artefacto lo más cerca posible del barco, y ahora tenía la satisfacción de haber efectuado con éxito mi tarea.
Dejé el torpedo, activé el detonador de la carga explosiva y subí a la superficie sintiéndome casi al borde del agotamiento. Al principio me dispararon, pero conseguí alcanzar una de las boyas a las que estaba amarrado el buque. Detrás de la misma encontré a mi buceador. Esperamos hasta que los ingleses nos capturaron y nos llevaron a bordo. Tuve buen cuidado de poner la carga debajo de los pañoles de municiones del acorazado y no resultaba grato ser huésped precisamente de este barco, y mucho menos siendo enemigos.
Al principio pensamos que lo mejor era intentar la huida. A bordo me preguntaron lo que había hecho, a lo que, como es natural, no contesté. Nos pusieron en un bote para conducirnos a tierra, donde fuimos interrogados por un hombre pistola en mano. Me dijo que estaba muy nervioso por habérsele despertado temprano y que sabía, aun sin decírselo, cuál había sido nuestra misión. Yo no se lo hubiera dicho jamás, como tampoco el lugar donde estaba colocada la carga.
Después nos llevaron de nuevo a bordo del acorazado y nos encerraron en uno de los pañoles. Estábamos con varios marineros ingleses, que se mostraron amables con nosotros. De todos modos, se hallaban algo pálidos, lo mismo que nosotros, pero con la diferencia de que ellos no conocían tan bien la realidad.
Marceglia y su buceador Spartaco Schergat describieron un amplio círculo en torno al pequeño espigón; entonces, Marceglia se dirigió hacia el Queen Elizabeth, que se encontraba a unos trescientos metros del Valiant. Llevaban ya ocho horas en el agua y se sentían fatigados, además de estar ateridos de frío. Marceglia se sumergió, pasando por debajo de la red metálica que protegía el acorazado, y se dirigió directamente hacia el casco. A los pocos minutos estaba ya colocada la cabeza explosiva de trescientos kilos. Luego, sin ser vistos, se deslizaron hacia las dársenas comerciales; desde ellas podrían ir a tierra sin el menor inconveniente, según los informes remitidos por los espías. Por el camino fueron dejando pequeñas bombas incendiarias en la superficie, a fin de que prendiese el combustible derramado tras la explosión de la nave. Muy cerca de la orilla hundieron su Maiale, que iba provisto de un mecanismo autodestructor. Después de permanecer ocho horas en el agua, salieron por fin a tierra, ocultaron sus equipos de bucear y abandonaron el recinto portuario.
El tercer grupo, formado por Martelotta y Marino, pasó con su torpedo entre las redes de ambas naves, dirigiéndose al encuentro del portaaviones que tenían que atacar. Pero hacía veinticuatro horas que esta nave había abandonado el puerto de Alejandría rumbo a Extremo Oriente. Los italianos colocaron la mina en la popa del petrolero Sagona, por debajo de la línea de flotación. Después sembraron de bombas incendiarias el lugar y se dirigieron hacia el puerto comercial, para desde allí trasladarse a tierra. Pero, al disponerse a salir del recinto, fueron apresados por los centinelas.
Pero entonces ya se habían activado todas las cargas explosivas. En el Queen Elizabeth se encontraba bajo la sala de máquinas, en tanto que De la Penne y Bianchi habían colocado la suya bajo el pañol del Valiant; la espoleta graduada había entrado en acción. Faltaba poco para las seis de la madrugada y la explosión se produciría cinco minutos después. Era ya algo tarde para que los ingleses tomaran medidas defensivas. Según cuenta el comandante Luigi Durand de la Penne:
Cuando faltaban de diez a veinte minutos para que las minas hicieran explosión, solicité hablar con el comandante de la nave. Me condujeron ante él y le manifesté que ya no podría hacer nada para salvar el barco, pero sí a la tripulación. El comandante me preguntó otra vez dónde había colocado la mina. No se lo dije. Entonces ordenó que me llevaran de nuevo al pañol y comprobé que estaba solo. Camino del pañol, no vi a ningún marinero inglés. Tampoco a mi buceador. Por fortuna me quedé allí y aguardé los últimos minutos con la inquietud que es de suponer.
Yo fui quien colocó la mina, y puede imaginarse lo que significa exponerse a ser víctima de su propia trampa. Pero aguanté de firme, sobre todo para demostrar a los marinos británicos que no somos inferiores a ellos.
«Entonces —prosigue su tenso relato De la Penne—, en el preciso momento que había calculado, la mina hizo explosión. Hasta creo que presentí el instante en que había de suceder. Me encontré de nuevo en el agua, como recuperado de un síncope. El buque había estallado, desprendiéndose una parte de la superestructura, justo donde me encontraba. Subí al acorazado y lo recorrí. Me dirigí a popa y vi al comandante, un hombre robusto y sin duda excelente marino. Y, mientras esperaba, contemplé la popa. El sol emergía precisamente a la altura de la popa del Queen Elizabeth e, instantes después, explotaba la mina colocada en dicha nave».
El acorazado británico Queen Elizabeth. Su presencia en el Meditérraneo amenazaba las rutas de aprovisionamiento del Eje. |
El artillero británico A. J. Wilkins estaba de servicio aquel día. He aquí su testimonio:
El 19 de diciembre de 1941 estaba de servicio a bordo del HMS Queen Elizabeth y me encontraba en el puesto de mando de las piezas antiaéreas ligeras. Sobre las dos de la madrugada cundió la alarma en nuestra agrupación naval, al haberse comprobado que unidades submarinas enemigas se habían introducido en el puerto, aprovechando el retiro momentáneo de las barreras para dar entrada a un mercante y tres destructores nuestros.
Se tocó zafarrancho de combate, ordenándose a la dotación que evacuara la cubierta inferior para dirigirse a las superiores. Yo estaba arriba, de servicio en las baterías antiaéreas. Transcurridas dos horas, se comunicó a los hombres que podían volver a la cubierta inferior, pues todo parecía estar en orden. Desgraciadamente, los dos buceadores italianos, apresados y conducidos a bordo del Valiant, se negaron a indicar dónde habían colocado las minas. Fueron encerrados en los camarotes inferiores del buque. Poco antes de las seis de la madrugada, los italianos declararon al comandante que habían puesto minas en los cascos del Valiant y del Queen Elizabeth.
A las seis de la mañana estallaron las minas, con formidable estruendo. Mientras tanto, me había trasladado a mi camarote, situado por debajo de la línea de flotación. Tan tremenda fue la explosión, que se cortó la energía eléctrica y se inundó la cubierta de camarotes. El barco quedó a oscuras y los hombres trataron de ganar las cubiertas superiores en busca de protección. Al llegar arriba vi hundida la proa del Valiant y noté que el Queen Elizabeth se sumergía lentamente, puesto que sus mamparos de acero estaban destrozados.
En el momento de la explosión salió por la chimenea del Queen Elizabeth un gran chorro de combustible, junto con piezas de las máquinas. Tanto el Queen Elizabeth como el Valiant se posaron sobre el fondo del puerto. Una tercera explosión sacudió al petrolero Sagona, cuya popa se hundió. El destructor Jervis, que se encontraba junto al anterior, repostando combustible, sufrió daños de consideración y tuvo que permanecer una semana en reparación en los astilleros. Afortunadamente, no estallaron las granadas incendiarias, pues de otro modo la catástrofe habría adquirido proporciones gigantescas.
La operación contra el puerto de Alejandría había resultado un éxito inesperado. Las fotografías tomadas al día siguiente por aviones de reconocimiento italianos revelaban que el Valiant yacía escorado a babor en medio de una inmensa mancha de aceite y que el Queen Elizabeth estaba hundido de proa. A consecuencia de la explosión, el cuarto de máquinas del Queen Elizabeth se había inundado; dos submarinos fondeados junto al acorazado le suministraban corriente y lo mantenían en equilibrio. Los especialistas del servicio secreto italiano interpretaron acertadamente las imágenes, llegando a la conclusión de que ambos buques se hallaban seriamente averiados.
Sin la competencia de los dos acorazados, los potentes cruceros italianos hubieran podido zarpar para imponer su ley en el Mediterráneo oriental, protegiendo los barcos que abastecían a las tropas que combatían en el norte de África. Sin embargo, los cruceros no se aventurarían a salir por una razón sorprendente. A pesar de la evidencia mostrada por las fotografías aéreas, Mussolini afirmó que los buques no habían sufrido daño alguno, ignorando la opinión de los técnicos. Sin que nadie tuviera el valor de llevarle la contraria, el dictador italiano ordenó que su flota permaneciese anclada en sus puertos.
Tras el rotundo golpe sufrido en Alejandría a manos de los torpedos tripulados italianos, la flota inglesa del Mediterráneo dejó de existir durante un tiempo; sólo le quedaría en servicio una escuadra de cruceros y unos cuantos destructores, una ventaja que los italianos no pudieron aprovechar por culpa de la intromisión de Mussolini.
El Queen Elizabeth, incapacitado para hacerse a la mar, se limitaría a cumplir funciones de índole representativa en la base de Alejandría durante su forzado período de inactividad. Se celebraron a bordo diversas recepciones; la nave fue punto obligado de visita para las tropas acantonadas en la zona de Alejandría. En ella se celebraron, por ejemplo, las veladas musicales de las fiestas de Navidad y Año Nuevo.
El almirante sir Andrew B. Cunningham, que no prohibió a los reporteros el uso de cámaras para dar sensación de normalidad, tomó eficaces medidas para que los numerosos visitantes del Queen Elizabeth no sospecharan que, bajo la superficie, se trabajaba febrilmente día y noche en su casco, a fin de taponar, al menos de forma provisional, el boquete de doce metros de diámetro que había causado la explosión de la mina colocada por los italianos.
Por el contrario, los daños sufridos por el Valiant —en realidad no mayores que los ocasionados al Queen Elizabeth— resultaron más difíciles de ocultar, puesto que la nave tuvo que permanecer varios meses en reparación.
No sería hasta cuatro meses después, en marzo de 1942, cuando Churchill informó al Parlamento británico, en sesión privada, de lo ocurrido a ambas naves. Para referirse al ataque protagonizado por aquellos seis hombres valientes, Churchill lo calificaría de «un ejemplo nada común de valor y habilidad».
Mientras tanto, ¿qué había ocurrido con los seis tripulantes de los torpedos? El submarino italiano que frente a Rosetta, junto a la desembocadura del Nilo, debía recoger a los miembros del comando, estuvo esperando en vano, ya que todos fueron capturados en los días sucesivos.
Los cuatro italianos que lograron llegar a tierra serían detenidos por la policía egipcia y entregados a los británicos, tras despertar sospechas por tratar de pagar con billetes ingleses que no eran válidos en Egipto.
En cuanto a De la Penne, fue enviado a El Cairo y de allí a Palestina, desde donde logró escapar a Siria. Capturado nuevamente, se le puso a bordo de un buque que se dirigía a la India. En la India volvió a fugarse, pero fue capturado una vez más.
Una vez concluido el armisticio con Italia en 1943, De la Penne fue puesto en libertad. Se incorporó a un pequeño grupo de combate italiano que, paradójicamente, iba a servir a partir de entonces a la causa aliada. Esta unidad participó en una operación conjunta anglo-italiana sobre La Spezia, con el objetivo de impedir a los alemanes que, en su retirada, destruyeran esa base naval. De la Penne, al mando de un grupo de compatriotas, aprovechó la experiencia adquirida en el ataque al puerto de Alejandría para introducirse sigilosamente en la rada y echar a pique los buques que los alemanes tenían previsto sacar hasta la boca del puerto para hundirlos y bloquear así el acceso a la base.
Medalla de Oro de la marina de guerra italiana. |
En 1945, Luigi de la Penne fue distinguido con la Medalla de Oro, suprema condecoración de la marina de guerra italiana, que le impondría el príncipe Umberto, en una ceremonia a la que asistiría el vicealmirante Charles Morgan, el que había sido comandante del Valiant. A petición del alto oficial de la Royal Navy, finalmente sería el propio Morgan el que tendría el honor de prender la Medalla de Oro en el pecho de De la Penne, reconociendo así oficialmente su extraordinario valor.