Capítulo 12

Operación Most III: Cómo conseguir un cohete V-2

El 19 de septiembre de 1939, Hitler hizo su entrada triunfal en Danzig, la ciudad que le había servido de pretexto para desencadenar el ataque a Polonia. En esa ciudad, el führer pronunció una alocución radiofónica, dirigida en parte a sus enemigos, en la que aseguró que «el mundo tendrá noticias de un arma desconocida todavía, gracias a la cual no podremos ser atacados».

El discurso no sólo fue escuchado por millones de alemanes sino que, tal como seguramente quería Hitler, el Gobierno británico dispuso de él en poco tiempo, captado y traducido por la BBC de Londres. La amenazadora frase del triunfante dictador germano fue la que más atrajo la atención; el entonces primer ministro, Neville Chamberlain, ordenó al servicio de inteligencia que se pusiera a trabajar de inmediato con el objetivo de establecer el tipo de arma secreta al que Hitler se había referido en su alocución.

El encargado de descubrir los planes del führer sería el profesor Reginald Victor Jones, que estaba al frente del departamento científico del servicio de inteligencia del Ministerio del Aire, una sección que contaba con apenas dos semanas de existencia. La misión encomendada por el premier británico reveló el gran desconocimiento que entonces tenían los servicios de inteligencia sobre lo que sucedía en Alemania en el terreno de la ciencia y sus aplicaciones bélicas. De hecho, hasta el momento en el que Reginald Jones fue nombrado director adjunto de inteligencia, ningún científico había participado en esas labores.

EL INFORME OSLO

El profesor Jones contaría con una extraordinaria herramienta para calibrar los avances científicos germanos: un informe surgido de la propia Alemania que detallaba los progresos que se habían alcanzado en ese campo.

El camino por el que esos documentos habían llegado a manos aliadas había sido singular. El 4 de noviembre de 1939 se recibió una carta anónima en la embajada británica en la capital noruega en la que el remitente proponía hacerles llegar un informe sobre el verdadero desarrollo científico alemán. Si los británicos estaban interesados, lo único que debían hacer era modificar ligeramente la introducción de las emisiones de la BBC destinadas a Alemania, cambiando la frase de bienvenida; de este modo, harían saber al autor de la carta que estaban interesados en la información que él les podía aportar.

Así pues, la BBC modificó el anuncio de su emisión y al día siguiente el misterioso remitente hizo llegar a la embajada en Oslo un sobre con un documento mecanografiado de siete páginas. El envío incluía también el prototipo de un fusible. El agregado naval británico en Oslo se encargó de enviarlo a Londres extremando las medidas de seguridad y finalmente llegó a la mesa del despacho de Reginald Jones.

El documento aportaba una inestimable información sobre los últimos avances alemanes en el terreno científico. Las revelaciones eran de tal importancia que se hacía difícil pensar que aquellos documentos fueran auténticos. Había información relativa a una nueva espoleta que permitía que un proyectil estallase sin impactar en un avión, bastando con que alcanzase una distancia determinada del aparato. El fusible era una válvula termoiónica, que permitía esa explosión a distancia. También desvelaba que los alemanes disponían de dos clases de radar, con los que habían logrado derribar varios bombarderos británicos en unas incursiones recientes.

Gracias a esa filtración, que sería conocida como el Informe Oslo, el profesor Jones supo que el enemigo disponía de torpedos magnéticos o que contaba con un nuevo instrumento medidor de distancias para aviones que se podía manejar desde tierra. Pero la información que resultó especialmente interesante a Jones, por su posible relación con el amenazador discurso pronunciado por Hitler en Danzig, fue que en la ya referida base de Peenemünde se estaban llevando a cabo pruebas de gran importancia; el informante no decía en concreto de qué se trataba, pero en un párrafo de la nota se apuntaba a que podían estar trabajando en un cohete de gran alcance. Jones pensó que ese cohete podía ser perfectamente esa arma desconocida de la que, según las palabras de Hitler, el mundo tendría noticias.

A pesar de la gran importancia de esa documentación, los británicos la acogieron con escepticismo. Los datos filtrados eran demasiado relevantes, y abarcaban aspectos tan variados como el radar, los instrumentos de los aviones o los cohetes. Los especialistas británicos consideraban que era imposible que alguien en Alemania supiese tanto sobre materias tan dispares, por lo que eran proclives a pensar que se trataba de un engaño de los servicios secretos germanos.

El informe fue archivado, pero Reginald Jones confiaba en la autenticidad de los documentos. La precisión general de la información y el envío del fusible le hacía pensar que la fuente anónima era fiable y competente, por lo que optó por guardarse una copia. Años después, Jones manifestaría que «fue, probablemente, el mejor informe único recibido de cualquier fuente durante la guerra». Sin embargo, el Informe Oslo quedó aparcado, y no sería retomado hasta finales de 194211.

EL ARMA DEFINITIVA

Tal como revelaba el Informe Oslo, los alemanes disponían de un campo de pruebas en Peenemünde, en una base cuya construcción se había iniciado en 1936. Ese año ya se esbozaron los primeros planos de un gran cohete, que recibiría el nombre de Aggregat-4 (A-4). La dirección del proyecto estaba en manos de un joven y prometedor científico: Werner von Braun.

Con el estallido de la guerra, el desarrollo de ese artefacto se realizaría por etapas. Los éxitos de la Blitzkrieg llevaron a Hitler a creer que no tendría necesidad de los cohetes para alzarse con la victoria final, así que, a pesar de las amenazas vertidas en su discurso de Danzig, el proyecto se vería frenado. Además, el enorme gasto que suponía la investigación en ese terreno llevó a aparcar los avances en el desarrollo de los cohetes.

Aggregat A4 era el nombre técnico del cohete que luego se denominaría V2. Este misil balístico de largo alcance suponía una extraordinaria novedad, por lo que los alemanes trataron de mantener su evolución en secreto.

No sería hasta ya entrado el año 1941 cuando Hitler comprendió que la derrota de Gran Bretaña llevaría más tiempo del esperado. El espíritu de resistencia que Churchill logró imbuir en sus conciudadanos y el fracaso de la ofensiva aérea de la Luftwaffe, iniciada en el verano de 1940, llevó al dictador germano a reactivar el proyecto de los cohetes. Si sus bombarderos se habían mostrado incapaces de someter a los británicos, esa arma revolucionaria podría hacer que sus enemigos acabasen implorando la paz.

Así, el 20 de agosto de 1941, Hitler dispuso la continuación de los ensayos con el cohete A-4, que sería conocido más adelante como V-2. Su aspecto era formidable; medía casi doce metros de longitud y pesaba unas doce toneladas. Las instalaciones de Peenemünde se ampliaron considerablemente. La Organización Todt, junto a varias empresas particulares y un ejército de trabajadores forzados polacos y prisioneros de guerra rusos construyó nuevos refugios subterráneos, laboratorios e instalaciones para realizar los ensayos.

Los primeros resultados visibles de esa reanudación de los trabajos en los cohetes de largo alcance no llegarían hasta más de un año después. La primera bomba V-2 experimental se probó el 13 de junio de 1942, pero no consiguió levantar el vuelo, se precipitó sobre un costado y explotó. El segundo ensayo fue un mes más tarde y sólo se logró efectuar un vuelo de cuarenta y cinco segundos antes de que el misil se partiese en el aire. Pero el 3 de octubre ya se consiguió cerrar un vuelo completo, alcanzando una altura de cinco kilómetros y haciendo blanco a casi doscientos kilómetros de distancia. Hitler, entusiasmado por este prometedor avance, ordenó su producción masiva, que no pudo iniciarse hasta finales de 1943.

El nuevo cohete no era comparable en ese momento a ningún otro artefacto bélico; era realmente revolucionario. Por ese motivo, los británicos no dieron crédito a las primeras informaciones que comenzaron a llegar sobre la naturaleza de la nueva arma que se estaba ensayando en la costa báltica.

La V-2, pese a compartir el nombre de «bomba volante» con la V-1, era muy diferente a esta. El cohete ideado por Von Braun cargaba una tonelada de explosivos y era capaz de alcanzar los mil quinientos kilómetros por hora, por lo que iba a ser totalmente imposible interceptarlo. En su trayectoria se elevaba hasta las capas altas de la atmósfera, a unos noventa mil metros de altura, y caía prácticamente en vertical sobre el objetivo. No producía ningún ruido, por lo que no había tiempo de alertar de su llegada. Sin duda, podía ser el arma definitiva apuntada por Hitler, capaz de llevar al Tercer Reich a la victoria final.

OPERACIÓN HYDRA

A finales de 1942 llegó a Londres un informe enviado por un químico danés que se hallaba trabajando en Berlín y que refería una conversación entre dos ingenieros alemanes que él había podido escuchar. Los indiscretos ingenieros habían estado hablando de los ensayos que se estaban llevando a cabo en Peenemünde y el danés pudo conocer lo que allí estaba ocurriendo con bastante detalle. Aunque el informe resultó de interés para los británicos, cuando se recibía información de un nuevo colaborador y esta no se podía verificar, era puesta en cuarentena por temor a que se tratase de alguna trampa urdida por el enemigo, tal como habían hecho con el Informe Oslo, a pesar de su autenticidad.

Cabía la posibilidad de que los alemanes hubieran pergeñado el informe del supuesto químico danés con el fin de sembrar el pánico y atraer a los bombarderos aliados hacia la costa báltica, desviando su atención de los centros productores de armamento del interior del Reich. El que, algún tiempo después, los datos facilitados por la resistencia polaca ratificasen las comunicaciones del químico danés no hizo variar a los británicos en su ya endémico escepticismo sobre la revolucionaria naturaleza de las armas que se estaban ensayando en Peenemünde.

Sin embargo, a principios de 1943, llegó a manos de Reginald Jones un informe que sí le hizo pensar que algo importante se estaba cociendo en la base de la costa báltica. Pero no se trataba de un informe de un colaborador en Alemania, sino de la transcripción de las conversaciones entre dos oficiales germanos capturados en la batalla de El Alamein, el general Wilhelm Ritter von Thoma y el general Ludwig Crüwell. Los dos militares habían sido trasladados a un lugar próximo a Londres y alojados en una estancia dotada de aparatos de escucha. En una grabación, Von Thoma explicaba a su compañero de cautiverio que hacía un año y medio, en una visita a Peenemünde, el comandante de la base le había asegurado que en doce meses todo estaría dispuesto para lanzar cohetes contra Londres. Teniendo en cuenta que se encontraban cerca de la capital británica y que no habían oído nada todavía, Von Thoma se lamentaba de que los plazos apuntados no se hubiesen cumplido, lo que significaba que algo había salido mal.

El general Von Thoma era considerado por los británicos como un experto de primera fila en cuestiones técnicas; si él se tomaba en serio el asunto de los cohetes, era porque el proyecto existía y tenía visos de convertirse en realidad. Reginald Jones movilizó de inmediato a todo su equipo. No había tiempo que perder; según las palabras de Von Thoma, hacía seis meses que los alemanes debían tener listo su proyecto de cohete de largo alcance, así que en cualquier momento podían comenzar a caer artefactos de este tipo sobre Londres. A la desidia con que se habían ido recibiendo los informes anteriores siguió una febril actividad para recuperar el tiempo perdido.

Como se ha visto en el capítulo anterior, de las fotografías aéreas que captaban los aviones que sobrevolaban el área de Peenemünde se infería que la base era un campo de experimentación de cohetes. Los informes de la resistencia polaca, que hasta ese momento habían sido puestos en entredicho, recibieron de repente la atención que merecían. Los dibujos realizados por los agentes polacos, camuflados como obreros para tener acceso al recinto, no dejaban lugar a dudas de que allí se estaban construyendo cohetes de gran tamaño. Los informes incluían algunas características del artefacto, en especial el ruido infernal de su motor.

En sesión extraordinaria, el Gabinete de Guerra dispuso que se asestara un golpe aniquilador sobre Peenemünde para conjurar la amenaza que se cernía sobre las islas británicas, sin duda el objetivo de los artefactos que allí se estaban ensayando. Para tener el control total de la operación y poder así apuntarse el tanto en exclusiva con el fin de reivindicarse, Churchill prefirió no comunicar la ejecución de la misma a sus aliados norteamericanos y decidió que la operación fuera exclusivamente británica.

La noche del 17 de agosto de 1943, la zona de Peenemünde fue atacada por seiscientos bombarderos pesados, en vuelo rasante y con luna llena. A los cuatro mil tripulantes británicos se les informó que si aquella noche no podían completar su misión, seguirían insistiendo hasta lograrlo, pues era necesario «destruir la base de experimentación y suprimir a los técnicos ocupados en ella, o bien inutilizarlos para el trabajo».

El vuelo sobre el Báltico se efectuó casi a ras de agua, con objeto de impedir ser detectados por el sistema alemán de alarma. La incursión se realizó en tres oleadas sucesivas, y duró cuarenta y cinco minutos en total. A las once de la noche, ocho aviones Mosquito realizaron un ataque contra Berlín con fines diversivos, al tiempo que la masa de bombarderos se dirigía a Peenemünde. Lo que ocurrió luego fue la mayor intervención de la caza nocturna alemana; más de doscientos aviones se lanzaron al espacio aéreo berlinés para proteger a la ciudad del ataque de los seiscientos bombarderos que pensaban que iban a seguir a los Mosquito.

Mientras en Berlín esperaban ese ataque a gran escala, los bombarderos pesados dejaban caer sus bombas sobre las instalaciones de Peenemünde, débilmente protegidas, que pronto se vieron envueltas en llamas. Sobre la base de experimentación se arrojaron casi dos mil toneladas de bombas, encima del complejo de barracones del personal, los refugios de los científicos y parte del edificio de proyectos. A pesar de que el grueso de los cazas alemanes se hallaba en Berlín para defender a la capital de ese ataque que nunca llegaría, las baterías antiaéreas que protegían Peenemünde y los cazas que se encontraban en la base lograron derribar cuarenta y cinco bombarderos.

Al día siguiente, un Mosquito de reconocimiento emprendió viaje hacia Peenemünde. Las fotografías tomadas correspondían al área completa de la base, y los especialistas de Medmenham aseguraron que, aunque el conjunto ofrecía un panorama desolador, en realidad los daños reales habían resultado menores de lo que una operación de bombardeo de tales dimensiones había hecho esperar. Así, de los treinta barracones en los que se alojaba la mano de obra, dieciocho habían quedado arrasados y la zona residencial de los científicos presentaba serios destrozos, pero las instalaciones más importantes —el túnel de viento, los terrenos de ensayo y la planta de medición— habían salido indemnes del intenso ataque aéreo. Además, según se supo después gracias a los informantes polacos, ninguno de los trabajadores extranjeros pudo fugarse aprovechando la confusión, resultando muertos por los disparos de los guardias de las SS aquellos que lo intentaron.

Uno de los pilotos ingleses derribados y capturados por los alemanes acabó confesando durante el interrogatorio que «los ataques proseguirían hasta desmantelarlo todo». En vista de ello, los alemanes decidieron recurrir al mismo engaño referido en el capítulo anterior, dejando los daños sin reparar. Ni siquiera se allanó el terreno, que presentaba innumerables cráteres producidos por las bombas. De este modo, los alemanes querían hacer creer a los británicos que la base había sido abandonada. El truco funcionaría, y lograría que los bombarderos ingleses tardasen nueve meses en volver.

La noticia del bombardeo de Peenemünde provocó la cólera de Hitler. Al pensar acertadamente que la operación británica se había efectuado a consecuencia de un acto de traición de algunos de los trabajadores de la base, envió allí un buen número de agentes de la Gestapo y de miembros de las SS para descubrir a los traidores e impedir que volviera a producirse esa fuga de información. La ira del führer alcanzaría también a la Luftwaffe, al no haber podido evitar la incursión aérea; la presión sobre el jefe del Estado Mayor responsable de la defensa de Peenemünde, el general Hans Jeschonnek, sería tan insoportable que este acabaría quitándose la vida.

Para evitar nuevos bombardeos, tal como se ha indicado, la superficie se dejó igual que había quedado tras el ataque y a partir de entonces los procesos más importantes se llevarían a cabo en instalaciones subterráneas. Sin embargo, la producción de los cohetes se trasladó de inmediato a Nordhausen, en Turingia. Los túneles de la montaña de Kohnstein, que habían comenzado a excavarse en 1936, se convertirían en la mayor fábrica de armamento subterránea de la Segunda Guerra Mundial, con una longitud total de veinte kilómetros. Los primeros trabajadores llegaron al que sería conocido como campo de concentración de Mittelbau-Dora apenas diez días después de la destrucción de las instalaciones de Peenemünde. Para la ampliación y el acondicionamiento de los túneles, millares de prisioneros tuvieron que trabajar a un ritmo vertiginoso y en condiciones inhumanas.

Maqueta expuesta en el museo de Peenemünde, mostrando cómo era la base antes de ser destruida por los bombardeos aliados.

 

SABOTAJE

La producción de las V-2 comenzaría en septiembre de 1943. Bajo la vigilancia de los guardianes de las SS, los trabajadores efectuaban su labor en la cadena de montaje en jornadas interminables. La alimentación insuficiente, el agotamiento físico y las afecciones pulmonares provocadas por las voladuras causaron miles de muertes en los primeros meses.

Sin embargo, el espíritu de resistencia entre los presos permanecería incólume; pese a estar vigilados en todo momento, estos serían capaces de sabotear la producción. El resultado de utilizar piezas defectuosas o no apretar suficientemente algún tornillo fue que muchas V-2 no llegarían a su destino; unas estallaban durante el lanzamiento o bien se apartaban mucho de su trayectoria normal, mientras que otras parecían enloquecer en el aire. Cerca de un tercio de la producción total resultó inútil, un mérito que hay que anotar en el haber de los trabajadores de los túneles de Dora.

En el verano de 1943 se construyeron colosales búnkers de hormigón en las proximidades de Wizernes, en el norte de Francia. En ellos se acabarían de ensamblar las V-2 para ser después lanzadas contra sus objetivos. Los trabajadores reclutados a la fuerza, los prisioneros de guerra y los internados en los campos de concentración constituirían la mano de obra que ejecutaría la construcción. Pero, a pesar de la vigilancia, los que allí trabajaban lograron avisar a los aliados por medio de la resistencia francesa, consiguiendo también ralentizar el ritmo de las obras y retrasando así la finalización de los búnkers.

Los aliados emplearon todos los bombarderos disponibles en su intento de arrasar los gigantescos búnkers, en cuya construcción se habían empleado millones de metros cúbicos de cemento; a modo de ejemplo, la cantidad utilizada hubiera bastado para cubrir durante dos años las necesidades de este material en una gran ciudad como Colonia. La cúpula del búnker de mayores dimensiones pesaba más de mil toneladas.

Los norteamericanos idearon un ataque realizado por cuatrimotores cargados de explosivos, que eran guiados a distancia una vez que sus tripulantes se arrojaban en paracaídas sobre el Canal. En uno de estos aparatos, que se estrelló antes de tiempo sobre las islas británicas, falleció el teniente Joseph Kennedy, hermano del futuro presidente estadounidense12.

La voladura definitiva de los búnkeres de Wizernes se logró gracias a un nuevo invento del profesor Barnes Wallis, el creador de la «bomba rebotante» utilizada en la referida Operación Chastise. En esta ocasión, Wallis ideó una bomba de diez toneladas que él mismo denominó «bomba terremoto», capaz de derrumbar muros de hormigón de varios metros de espesor.

El campo de concentración de Mittelbau-Dora fue construido para albergar a los prisioneros que producían las V2, V1 y algunos motores de avión en la fábrica subterránea de Mittelwerk. A los prisioneros se les mantenía bajo tierra, encerrados en túneles subterráneos, desprovistos de luz natural y aire fresco.

TRASLADO A POLONIA

Mientras tanto, Hitler había dispuesto confiar a las SS la protección de los futuros ensayos de la V-2. Himmler, siempre solícito a los deseos del führer, ofreció para ello un campo de maniobras de las SS situado en el sur de Polonia, a cincuenta kilómetros de Tarnow. Junto al campo había un pueblo, Blizna, que sería evacuado para evitar testigos cercanos. Así, en esa amplia llanura y rodeados de espeso bosque, creían hallarse a salvo de cualquier observador, ya que en el otoño de 1943 esta zona quedaba todavía fuera del alcance de los aviones de reconocimiento aliados.

En septiembre de 1943 se iniciaron los trabajos de construcción de la nueva base de experimentación. Como venía siendo habitual, la mano de obra se componía de prisioneros de guerra y de internos de campos de concentración. En pocas semanas se tendió un ramal ferroviario que llegó hasta Blizna y las edificaciones del pueblo fueron arrasadas. Todo el término municipal de Blizna quedó cercado por alambradas electrificadas y varias patrullas de las SS con perros guardianes se encargaron de vigilar los aledaños. Esa vigilancia permanente se iría incrementando hasta alcanzar más de seiscientos hombres.

Desde el momento en que los alemanes iniciaron el tendido del nuevo tramo de vía férrea, los miembros de la resistencia polaca enviaron a Londres el informe acostumbrado, como solían hacer siempre que advertían algo fuera de lo habitual. En este caso, los agentes observaron además cómo los alemanes colocaban vacas de madera en los prados, maniquíes junto a la puerta de casas desiertas, perros de yeso frente a las cabañas y ropa en los tendederos, mientras en el bosque se abrían claros para construir barracones, que luego eran cuidadosamente camuflados.

Si el objetivo alemán era conseguir que los aliados no reparasen en esos terrenos, disimulándolos con el resto de la campiña polaca, lo que consiguieron, gracias al testimonio de los agentes polacos, fue que advirtiesen que algo importante debía ocurrir allí, pues los alemanes se tomaban tantas molestias en su enmascaramiento. Por si fallaban esas precauciones, los alemanes procedieron a instalar baterías y luces antiaéreas con el fin de rechazar los ataques que pudieran llegar desde el aire, además de nidos de ametralladoras para impedir un golpe de mano de los partisanos.

UN OPORTUNO ACCIDENTE

A partir de noviembre de 1943 se incrementaría la actividad en los terrenos de Blizna. Llegaban ferrocarriles a diario y se aumentaron aún más las medidas de seguridad en torno al recinto, en cuyos alrededores figuraba el siguiente aviso: «Zona de pruebas artilleras de Blizna».

Los informes de estos acontecimientos iban llegando a Varsovia, para ser desde allí enviados a Londres. Los resistentes pensaban que se estaba construyendo en Blizna una fábrica de aviones hasta que, a finales de 1943, ocurrió un accidente de tráfico en una plaza de la capital polaca. Un automóvil se estrelló contra un árbol y sus tres ocupantes, alemanes todos ellos, resultaron gravemente heridos. Fueron conducidos rápidamente a un hospital, y al poco rato de ingresar se presentaron varios altos funcionarios germanos interesándose por su estado.

Los tres heridos fallecieron al cabo de unas horas. El extraordinario interés mostrado hacia ellos, junto con el auténtico pesar que su muerte parecía haber causado a los alemanes, sorprendió al personal del hospital. La resistencia polaca no tardó en tener conocimiento de esa circunstancia y enseguida comenzaron a investigar para conocer la identidad de los ilustres accidentados.

El servicio de información polaco descubrió que los tres eran técnicos especialistas que trabajaban en el campo de Blizna. Estaba claro que allí se estaba llevando a cabo una labor que tenía gran importancia para los alemanes, confirmando la impresión que se tenía después de comprobar los esfuerzos realizados para camuflar la base. Así pues, la resistencia polaca señaló a Blizna como objetivo de primer orden. El encargado de coordinar las labores de información sería el ingeniero polaco Antoni Kocjan, un reconocido constructor de aviones. Kocjan envió un emisario a Blizna, cuyo nombre en clave era Makary, con la misión de averiguar lo que allí estaba sucediendo.

El informador desplazado a Blizna consiguió ganarse la confianza de un guardabosques cuya casa lindaba con los terrenos del campo de pruebas. El hombre refirió a Makary que desde el otoño venían sucediendo allí cosas muy extrañas. Según relató, cada mañana un avión trazaba unos círculos sobre los bosques de Blizna y desaparecía en el horizonte; al instante se escuchaba una explosión y un gran proyectil se elevaba lentamente por encima del bosque, estallando en el aire.

Al cabo de unos días, el agente de la resistencia ya había obtenido unas fotografías del artefacto en pleno ascenso. Tanto las fotos como los informes se mandaron de inmediato a Varsovia. Pero el resuelto Makary no dio por concluida su labor, sino que buscó un escondite en el edificio de la estación ferroviaria de la que partía el ramal que se adentraba en el campo de Blizna. Desde allí pudo observar la llegada de un convoy formado por grandes vagones, en los que se transportaban —según sus propias palabras— unos «monstruosos torpedos» cubiertos por toldos. En los vagones figuraba un letrero indicando que el tren procedía de la ciudad polaca de Wroclaw, a la que los alemanes denominaban Breslau.

La resistencia realizó pesquisas en Wroclaw y averiguó que allí los vagones sólo habían sido acoplados a la locomotora y que en realidad procedían de algún lugar de Turingia. Poco a poco, los polacos iban consiguiendo todos los elementos del rompecabezas que los expertos británicos debían hacer encajar.

ENSAYOS CON LAS V-2

A finales de enero de 1944, el ingeniero Kocjan recibió un informe procedente de Lublin. En una finca de los alrededores de una aldea próxima a esta ciudad había caído un avión alemán, como si hubiera sido fulminado por un rayo. Se suponía que iba cargado de explosivos, puesto que había quedado hecho pedazos, pero misteriosamente no había rastro de la tripulación.

No obstante, lo más extraño de los testimonios recogidos en el informe era lo que habían hecho los alemanes después del siniestro; se presentaron rápidamente en el escenario del accidente, tomaron una buena cantidad de fotografías y realizaron mediciones. Por último, recogieron hasta el último fragmento del avión estrellado. Para completar lo insólito del proceder de los alemanes, un alto jefe militar se disculpó ante el propietario de la finca, para perplejidad de este, prometiendo indemnizarle por los daños ocasionados.

Como es de suponer, ese comportamiento era del todo inusual. El ingeniero Kocjan relacionó de inmediato el impacto del aparato con los informes que Makary había remitido desde Blizna, que incluían las fotografías del tipo de artefacto que, probablemente, había caído en la finca cercana a Lublin. No obstante, las sospechas de Kocjan no se vieron confirmadas hasta primeros de abril de 1944, al recibir una nueva información, en este caso procedente de Sarnaki, una pequeña población situada a unos ciento cincuenta kilómetros al este de Varsovia.

Desde Sarnaki, el hermano del director de una fábrica de cerveza de la localidad había hecho llegar a la resistencia un informe que relataba los sucesos extraños que estaban ocurriendo allí. Unas semanas antes, habían aparecido un oficial alemán y unos cuarenta soldados. El oficial ocupó una habitación en la residencia de la fábrica de cerveza y los soldados fueron alojados en la escuela. En el patio de la fábrica instalaron una unidad móvil de radio y cada mañana se oía claramente: «Cracovia, Cracovia... aquí Sarnaki». Y una mañana, varios minutos después de la llamada habitual, el pueblo se estremeció a causa de una tremenda explosión, como si un avión hubiera estallado en el aire.

El informante corrió hacia el lugar en el que se había escuchado el estruendo y a un centenar de metros de las casas del pueblo encontró trozos de plancha de aluminio, lana de vidrio, piezas rotas de todo tipo y elementos que procedían de un aparato de radio. Antes de que llegasen los alemanes, logró meterse varias de las piezas en el bolsillo.

A partir de ese día, la tranquilidad acabó para los habitantes de la hasta entonces tranquila aldea de Sarnaki, pues a diario se veían sacudidos por el ruido de una fuerte explosión. Los proyectiles no eran detectados hasta el momento de estallar; tampoco se escuchaba ningún ruido que delatara su presencia. Los artefactos caían al azar sobre el terreno circundante, sembrando la muerte cuando lo hacían sobre algún punto habitado.

Aunque hubo muchos habitantes que abandonaron la localidad, temerosos de que alguno de aquellos artefactos cayese sobre su casa, otros se quedaron, resueltos a correr ese riesgo para poder colaborar con la resistencia. Así, se dedicaban a acudir rápidamente a los lugares en los que impactaban los proyectiles para recoger fragmentos que pudieran servir para el estudio de esos artefactos. Los lugareños ganaban siempre la partida a los alemanes, ya que se trasladaban en bicicleta y conocían perfectamente todos los caminos y atajos, mientras que los alemanes tenían que dar rodeos por caminos arenosos o a través del monte bajo.

Gracias a los informes diarios que llegaban a Varsovia se pudo establecer el área en la que caían los cohetes: un cuadrado de sesenta kilómetros de lado en torno a Sarnaki. El que en esta zona se levantasen casas, establos y granjas no impedía que fuera considerada como un terreno de pruebas natural para los ingenios balísticos germanos.

Los alemanes comenzaron a arrojar octavillas en la región explicando a los habitantes que estaban lanzando depósitos auxiliares de combustible y que el deber de todo polaco era entregar al puesto alemán más cercano los restos que encontrase, o por lo menos avisar del lugar donde se hallaban, ofreciendo como recompensa una botella de vodka. Por el contrario, quienes obstaculizasen el trabajo de localización y recuperación de los restos debían saber que se enfrentarían a severos castigos. Pero esas amenazas no surtieron efecto entre quienes colaboraban con la resistencia; imitando a los alemanes, tomaban fotografías y medidas antes de recoger los fragmentos. En alguna ocasión, cuando los alemanes llegaban al lugar en el que había caído el proyectil, se encontraban con que todos los restos habían sido recogidos y que el terreno había sido aplanado.

Mientras los informes y las piezas recogidas en Sarnaki y sus alrededores llegaban casi a diario a Varsovia, el mando del Ejército Nacional polaco recibió nuevo material de Blizna. A principios de 1944, un emisario volvió de allí con un mapa detallado del campo de tiro. Más tarde llegó la noticia de que ningún avión, ni siquiera alemán, debía sobrevolar la «zona de pruebas artilleras de Blizna». Sin duda, lo que allí sucedía tenía por fuerza que ser de vital importancia para los alemanes, si estaba sometido a ese estricto secreto. Todas estas informaciones se comunicaban por radio a Londres, donde se tenía gran interés por conocer los detalles del proyecto germano y desde donde se pedía con urgencia el envío de piezas intactas de los cohetes.

UNA V-2 INTACTA

A finales de mayo de 1944, un campesino de la localidad de Klimczyce acudió al consultorio del doctor Korczik, en Sarnaki. Durante la visita, comentó al médico que en una marisma del río Bug, cerca de su pueblo, había caído un cohete sin hacer explosión. El doctor Korczik envió a buscar a su hermano, quien acompañó al campesino al lugar en el que había caído el proyectil. Allí estaba uno de aquellos «monstruosos torpedos» de los que había hablado Makary; la proa estaba hundida en el barro y la parte posterior presentaba desperfectos, pero el resto estaba intacto. Después de tomar varias fotografías, lo ocultaron cubriéndolo con cañas y hierba.

Mientras tanto, los alemanes organizaron varias patrullas en busca del cohete pero tuvieron que retirarse al cabo de tres días sin haberlo encontrado. Cuando los soldados germanos abandonaron la zona, los hombres de la resistencia extrajeron la ojiva frontal y los instrumentos direccionales, y los ocultaron en un granero. El resto del artefacto fue arrastrado al fondo del río Bug.

Dos especialistas llegados de Varsovia procedieron a desmontar los elementos rescatados del cohete, que luego fotografiaron, midieron y dibujaron. Las piezas fueron cargadas en tres camiones distintos, entre sacos de patatas, y transportadas a Varsovia para ser examinadas detenidamente por los especialistas. Según uno de los ingenieros polacos que se encargaron de analizar las piezas, la parte eléctrica del cohete «estaba muy bien montada, y los materiales eran de alta calidad»; para dicho experto, el cohete era «un derroche de precisión y eficacia».

El combustible recogido del artefacto también fue objeto de análisis por los especialistas polacos. El químico que se encargó de estudiarlo ya había analizado en otra ocasión un frasco que contenía el combustible que supuestamente utilizaban los cohetes; un líquido oleoso, incoloro y denso. El químico se dispuso a efectuar la acostumbrada destilación a la que sometía los combustibles, pero unas gotas le salpicaron la mano, provocándole la aparición de unas manchas blancas que le causaban cierto dolor. Esa reacción no era la habitual; el resultado del análisis supuso una sorpresa para él, ya que se trataba de agua oxigenada de gran pureza, un ochenta por cien, cuando la común se presenta en una solución al treinta por cien.

La comprobación de que los alemanes habían logrado producir agua oxigenada al ochenta por cien de concentración le sorprendió, ya que eso era casi un milagro científico para la época, lo que denotaba los avances que habían conseguido los científicos germanos en ese campo. Sin embargo, el químico no podía saber en ese momento que esa no era la sustancia que se empleaba como combustible en las V-2, como él creía, sino que usaban una mezcla de oxígeno líquido y alcohol; el agua oxigenada se empleaba para alimentar las bombas de combustible mediante un motor secundario.

LA OPERACION MOST III

El informe de los especialistas polacos fue transmitido a Londres por radio. Los británicos enviaron a Brindisi, en el sur de Italia, un avión de transporte Douglas C-47 Dakota, que desde allí, y previo aviso a la resistencia polaca, volaría hasta Polonia para recoger las piezas procedentes de las V-2, en una misión que recibiría el nombre de Operación Most III13.

Pronto se encontró un lugar adecuado para el aterrizaje, un prado situado en los alrededores de la ciudad de Tarnow y próximo al río Vístula. Para que el transporte de las piezas hasta el punto de encuentro no pudiera ser descubierto por los alemanes, el ingeniero Kocjan manipuló varias botellas de oxígeno, quitándoles el fondo e introduciendo las piezas en el interior. Una vez soldada de nuevo la base y disimulada con una capa de pintura, nada distinguía esas botellas de oxígeno trucadas de unas normales.

En julio de 1944, la zona entre Varsovia y el lugar designado para el aterrizaje, a unos cien kilómetros de la capital, se hallaba saturada de soldados germanos en retirada por el avance de las tropas rusas. A pesar de los numerosos controles, las falsas botellas de oxígeno con su valioso contenido pudieron transportarse sin problemas. El punto de aterrizaje era una estrecha pradera rodeada de bosques, de tres kilómetros de longitud por cien metros de ancho. Antes de la guerra había sido utilizada por la aviación polaca como aeródromo de emergencia, pero en ese momento era casi inutilizable, debido al ablandamiento del terreno a consecuencia de la humedad.

Afortunadamente, el 15 de julio el terreno estaba bastante seco y se transmitió a Brindisi la señal convenida. Por entonces ya habían llegado más unidades alemanas a los pueblos vecinos. Para desgracia de los resistentes polacos, una de ellas quedó acantonada a sólo un kilómetro del campo de aterrizaje. Como esa unidad la componían fuerzas de tierra de la Luftwaffe, estaba claro que su intención era utilizar la improvisada pista.

A los pocos días aterrizó en ella un bombardero alemán, pero acabó saliéndose de la pista y estrellándose contra los árboles que había al final de la misma. En los días siguientes despegarían y aterrizarían sin novedad una pareja de avionetas Fieseler Storch. Esos movimientos se producían siempre durante el día, mientras que por la noche la pista era abandonada sin vigilancia. Así pues, si los alemanes no variaban su rutina, el avión británico podría tomar tierra en la pradera durante las horas nocturnas.

En la tarde del 26 de julio se recibió un mensaje de Brindisi anunciando la salida del Dakota, cuya llegada tendría lugar sobre la medianoche a la pista de aterrizaje que venían utilizando los alemanes durante el día. Aquella misma tarde, como venía siendo habitual, tomaron tierra dos Fieseler Storch, presentándose también varios automóviles. Ante los riesgos que presentaba la operación, los guerrilleros polacos tomaron posiciones por si era necesario recurrir a la fuerza pero, poco antes de oscurecer, los dos aparatos germanos despegaron y los automóviles abandonaron el lugar.

MOMENTOS DRAMÁTICOS

La noche de ese 26 de julio de 1944 era tranquila, y se veía sólo perturbada por el lejano tronar de la artillería, pues el frente se hallaba a un centenar de kilómetros. Poco antes de la medianoche, la inconfundible silueta del Dakota apareció en el horizonte. El avión inició las maniobras para tomar tierra en la estrecha pista; para facilitar el aterrizaje, los resistentes polacos la habían señalizado con lámparas de petróleo. Entonces el Dakota aterrizó, iluminando el campo con sus dos potentes faros.

El aparato fue cargado sin pérdida de tiempo y los tripulantes volvieron a subir. La misión se estaba desarrollando según lo previsto, pero cuando los motores volvieron a rugir, el avión no se movió. Algo no marchaba bien; el piloto paró los motores, bajó a tierra e invitó a los tripulantes a hacer lo mismo junto con el valioso equipaje.

Una vez abajo, la tripulación inspeccionó el tren de aterrizaje y observó que, a pesar de que la pista aparentemente se encontraba en buenas condiciones, las ruedas del avión estaban hundidas en el suelo, demasiado blando para soportar el peso de un avión de dimensiones respetables como era el Dakota.

La tensión era espantosa. El campo de aterrizaje estaba iluminado por los faros del aparato y el ruido de los motores, resonando en el bosque, debía oírse a varios kilómetros a la redonda. Los alemanes podían llegar de un momento a otro, pues no se encontraban lejos del improvisado aeródromo. La tripulación subió a bordo y se procedió a realizar un nuevo intento de despegue que tampoco tuvo éxito. Todavía seguiría un tercer intento; los motores rugieron con más potencia y se consiguió que la cola se levantase un poco, pero no sucedió nada. El avión siguió sin poder despegar.

La operación se repitió por cuarta vez, pero lo único que se logró fue que las ruedas se hundiesen un poco más. Ante la imposibilidad de despegar, los tripulantes ingleses comenzaron a tomar las medidas oportunas para impedir que el avión cayese en manos alemanas, por lo que prepararon el incendio del aparato. Sin embargo, los miembros de la resistencia polaca no estaban dispuestos a rendirse sin intentarlo, al menos, una vez más. Para llegar a ese momento, en el que estaban a punto de enviar una información tan valiosa a Londres para ayudar a vencer a los alemanes, había sido necesario hacer muchos sacrificios, un esfuerzo abnegado que no iba a servir de nada por culpa de una tierra demasiado húmeda.

Así pues, mientras los británicos ya pensaban en destruir el avión para que no cayese en manos germanas, los polacos comenzaron a extraer la tierra que aprisionaba las ruedas con sus manos desnudas, mientras que otros iban a buscar ramas gruesas. Una vez sacada la tierra, colocaron las ramas ante las ruedas. Los tripulantes subieron a bordo. Los motores se pusieron en marcha y por fin el avión comenzó a correr por la pista, cada vez con mayor rapidez, hasta que finalmente consiguió elevarse en el aire. Lo habían conseguido.

UN ESFUERZO INÚTIL

Dos días después, tras hacer escala en Brindisi y dar un gran rodeo para evitar sobrevolar territorio controlado por los alemanes, el Dakota aterrizaba en Londres. Las piezas del cohete fueron minuciosamente examinadas. Tras su estudio, para los especialistas británicos supuso una enorme decepción comprobar que el vuelo del cohete no podía modificarse por emisión de ondas perturbadoras, puesto que el rumbo lo marcaba el giroscopio de proa, y no era posible interferir en él. Además, la velocidad superior al sonido con que el proyectil se dirigía hacia el blanco, no concedía ninguna posibilidad de atacarlo en vuelo.

Al contrario que en el caso del francés Michel Hollard, relatado en el capítulo anterior, el esfuerzo de la resistencia polaca no proporcionaría ninguna ventaja apreciable a la causa aliada. El sacrificio de aquellos polacos que se habían arriesgado a perder la vida a manos de los alemanes para obtener información del arma secreta de Hitler serviría para que los británicos supieran contra qué iban a tener que defenderse, pero las propias características técnicas de las V-2 hicieron que fuera inútil tomar cualquier precaución en base a la información que habían aportado a los especialistas británicos. No obstante, el trabajo abnegado de aquellos hombres constituiría un ejemplo de resistencia y valor que perduraría más allá de su acción, demostrando que los polacos eran capaces de mantener la cabeza alta en unos momentos en los que su país permanecía sometido a los dictados del Tercer Reich.

Así pues, los británicos no pudieron evitar que los alemanes lanzasen el primer cohete V-2 en la mañana del 8 de septiembre de 1944 contra París, que se hallaba ya en poder de los aliados, causando daños modestos. En la tarde de ese mismo día, se escuchó una fuerte detonación en el barrio londinense de Chiswick. Resultó destruida una veintena de casas, y numerosas personas perdieron la vida o quedaron gravemente heridas. No tardó en propagarse el rumor de que había estallado una gran conducción de gas, una explicación puesta en circulación por el Gobierno británico para intentar rebajar el impacto moral de esta nueva arma y que se mantendría para explicar los impactos que se producirían posteriormente.

Los ataques contra Londres con los cohetes V-2 proseguirían, pero no sería hasta el 10 de noviembre de 1944, a las ocho semanas de haberse iniciado el bombardeo de Londres con estos artefactos, cuando Churchill manifestó ante el Parlamento que las poderosas detonaciones que durante las últimas semanas habían causado el derrumbamiento de bloques de viviendas enteras no se debían a explosiones de gas provocadas por tuberías defectuosas, sino a esa nueva arma germana.

Un cohete V-2 capturado intacto y expuesto en la base de Freeman Field (Indiana). Los norteamericanos retomarían el programa alemán de misiles de largo alcance, para lo que contaron con la colaboración de los científicos germanos que habían participado en él.

Las autoridades británicas quedaron paralizadas ante la evidencia de que nada se podía hacer para neutralizar las V-2, al contrario de lo que sucedía con las V-1. Los nuevos cohetes eran invulnerables; al alcanzar velocidades supersónicas, ni los cazas más veloces de la época podían interceptarlos. La artillería antiaérea asistía impotente a su vuelo, mientras los radares de la época no conseguían detectarlos. Además, al ser disparados desde lanzadores móviles, la localización de sus bases resultaba muy difícil. Algunos cazas aliados lograron avistar a estos cohetes justo en el momento del despegue, pero ninguno consiguió destruirlos aprovechando esos instantes en los que eran vulnerables. Por lo tanto, los alemanes habían logrado crear un arma devastadora para la que no existía antídoto.

Pero los británicos intentaron suplir con imaginación e ingenio esa falta de recursos para luchar contra las V-2. Para ello, sus servicios de inteligencia consiguieron que los alemanes confiasen en las informaciones de falsos espías alemanes, que transmitían el lugar de los impactos. Por ejemplo, cuando una V-2 caía en el centro de Londres, el falso agente nazi aseguraba que había caído al norte de la ciudad. Así, a las siguientes V-2 se les fijaba una trayectoria más corta, alejándolas del centro de la capital.

Esta táctica de engaño fue muy efectiva para salvar vidas de londinenses, pero lo único que hacía era trasladar los puntos de impacto a otras zonas menos habitadas. Esta decisión conllevó un dilema ético de difícil resolución, pero Churchill no dudó en ahorrar vida aunque fuera a costa de aumentar los riesgos en esas otras áreas.

A lo largo de la guerra se lanzarían unas cuatro mil trescientas veinte V-2. El último disparo se produjo el 27 de marzo de 1945. De ese total, unas mil cuatrocientas se dirigieron contra territorio británico, de las cuales mil cincuenta y cuatro alcanzaron su objetivo. Las restantes se perdieron o explotaron en algún punto a lo largo de su trayectoria. En 1945 se dispararon mil seiscientas setenta y cinco V-2 contra Amberes y las fuerzas aliadas en Aquisgrán.

Este cohete constituyó uno de los avances más relevantes en tecnología armamentística de la Segunda Guerra Mundial, aunque su intervención sería demasiado tardía como para cambiar el curso de la guerra. Si la V-2 era el «arma desconocida» a la que hizo referencia Hitler en su discurso del 19 de septiembre de 1939 en Danzig, y que iba a lograr que Alemania «no fuera atacada», el tiempo se había encargado de desmentirle.

11El Informe Oslo fue elaborado por Hans Ferdinand Mayer (1895-1980) entre el 1 y el 2 de noviembre de 1939, durante un viaje a Oslo. Mayer se había doctorado en Física en la Universidad de Heidelberg en 1920, y trabajaba para la empresa Siemens desde 1922, en donde asumió la responsabilidad del departamento de investigación en 1936. Mayer no simpatizaba con el régimen nazi y, tras la invasión de Polonia, decidió filtrar a los británicos los últimos avances tecnológicos germanos para contribuir a su derrota. Así, viajó hasta Oslo, donde mecanografió el informe, remitiéndolo a la embajada británica en la capital noruega.
En 1943, Mayer fue arrestado por la Gestapo y enviado al campo de concentración de Dachau por escuchar la BBC y criticar al régimen, aunque los nazis nunca supieron de la existencia del Informe Oslo. Pasó el resto de la guerra en otros campos de concentración. El Informe Oslo continuó siendo secreto hasta 1947, pero la identidad de su autor no fue descubierta por los británicos hasta 1953. Mayer confirmó que él era el autor, pero pidió que no trascendiera su nombre por temor a que su familia sufriera represalias. Por deseo suyo, su nombre no fue hecho público hasta 1989, una vez que tanto él como su mujer hubieron fallecido.

12Para conocer en detalle ese episodio, ver: HERNÁNDEZ, Jesús. Enigmas y misterios de la Segunda Guerra Mundial. Madrid: Nowtilus, 2007. p. 207-215.

13Most es el término polaco para la palabra ‘puente’. En algunos documentos británicos la operación figuraría también con el nombre de Wildhorn II. El cardinal se refiere a que esta operación era la tercera de este tipo que implicaba el aterrizaje de un avión aliado en territorio polaco en misión de apoyo a la resistencia.