Capítulo 11

«El hombre que salvó Londres»

Michel Hollard era un bajito pero fornido francés, ingeniero de profesión, casado y con tres hijos. Hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, era un hombre sencillo, empleado en una empresa de construcciones. No obstante, pese a su apacible y rutinaria vida, Hollard era un hombre valeroso y dispuesto a todo por defender su país. Eso ya lo había demostrado durante la Primera Guerra Mundial; entonces, en cuanto cumplió los dieciocho años, se marchó de casa para alistarse en el Ejército galo y contribuir así a la lucha contra los alemanes. Su valentía en el campo de batalla le supondría ser condecorado con la Croix de Guerre.

En septiembre de 1939, al declarar Francia la guerra a Alemania tras la invasión de Polonia, Hollard intentó alistarse otra vez, pero en esta ocasión fue rechazado, al ser considerado demasiado viejo a sus cuarenta y un años para empuñar un fusil. Para colaborar con el esfuerzo de guerra francés, se tuvo que conformar con entrar a trabajar en una fábrica de armamento. Al año siguiente, las tropas germanas volverían a invadir Francia, aunque en este caso sí que lograrían tomar París. Cuando los alemanes entraron en la capital gala, su empresa se vio forzada a trabajar para los ocupantes. Pero Hollard no quiso prestarse a colaborar con los alemanes y renunció a su empleo en esa fábrica.

El francés Michel Hollard decidió combatir él solo a los ocupantes alemanes. Su heroica labor obtendría sus frutos.

Dando ese paso, aquel francés de corta estatura pero grandes arrestos demostraba que no estaba dispuesto a colaborar con los alemanes, como decidió hacer la mayor parte de la población francesa, que se mostró más pragmática que él. Pero su gesto no quedaría ahí; en ese momento Hollard decidió luchar en la medida de sus posibilidades para que un día aquel ejército invasor fuera expulsado de su país. En ese momento no podía imaginarlo, pero su aportación a la victoria aliada sería muy valiosa. Aunque no se le pudiera pasar entonces por la cabeza, iba a conseguir que el nombre de Michel Hollard quedase grabado con letras de oro en la historia de la Segunda Guerra Mundial y, además, se le acabase reconociendo como «El hombre que salvó Londres».

Pero Hollard, en ese momento sin trabajo después de abandonar su puesto en la fábrica armamento y ajeno al brillante destino que le esperaba, debía centrarse en cuestiones más perentorias, como era el buscar un nuevo empleo para mantener a su familia. Así, poco después encontró otro trabajo, en este caso como agente de un fabricante de gasógeno, un combustible gaseoso que era utilizado por los automóviles ante la escasez de gasolina y que procedía de la quema de madera. Aunque entonces tampoco podía imaginarlo, ese trabajo le iba a resultar de enorme utilidad para combatir a los alemanes.

Aun a costa de poner en riesgo su vida, Hollard decidió ponerse al servicio de la única nación que, tras la caída de Francia, resistía los embates de la intratable Alemania de Hitler: Gran Bretaña. Para contactar con las autoridades británicas no encontró otro modo que pasar a Suiza y dirigirse allí a su representación diplomática. Así pues, intentó pasar subrepticiamente al otro lado de la frontera franco-suiza, sometida a una intensa vigilancia. Fue detenido por los alemanes en las inmediaciones del límite entre ambos países, pero Hollard logró convencerles de su inocencia, asegurando que estaba localizando explotaciones de madera para la fábrica de gasógeno en la que trabajaba, algo que pudo demostrar gracias a su documentación. La segunda vez que lo intentó, amparado en la oscuridad de la noche, sí que consiguió pasar al otro lado.

Una vez en Suiza, Hollard se dirigió a la embajada británica en Berna para ofrecer sus servicios a la causa aliada; los ingleses aceptaron su propuesta y, para ponerlo a prueba, le pidieron que, de vuelta a Francia, se dedicase a identificar unidades de tropas alemanas y registrar sus movimientos.

UNA RED DE INFORMADORES

Hollard se consagraría a esta arriesgada labor por iniciativa propia. Nadie le pidió que se dedicara al espionaje. Nadie le ayudó tampoco a convertirse en espía. No tenía radio, ni le llegaba material en paracaídas, ni poseía un sistema interno de mensajeros. Cuando tenía información que comunicar, simplemente cruzaba la frontera suiza para entregarla en mano a los británicos, algo que haría con éxito en medio centenar de ocasiones.

Durante los tres años siguientes, Hollard se dedicaría a recorrer constantemente la Francia ocupada, sin despertar sospechas entre los alemanes gracias al pretexto de la búsqueda de madera para la fábrica. Pero no desarrollaría esta labor solo; a lo largo de los meses logró reclutar a un buen número de franceses para que le ayudaran a recoger información, especialmente empleados del ferrocarril, que eran los primeros en advertir cualquier movimiento de tropas. Pero también se incorporaron a su red camioneros, obreros de fábricas de armamento o simples camareros que escuchaban con disimulo las conversaciones que los soldados y oficiales alemanes mantenían en los cafés.

Con todos ellos formaría el grupo Réseau Agir (‘Red de Acción’), cuyo número de integrantes aumentaría hasta llegar a los ciento veinte miembros.

La labor de informador en la Francia ocupada era muy arriesgada; veinte miembros de la red serían capturados, interrogados, torturados y finalmente ejecutados por los alemanes. Otros resultaron heridos en las refriegas con las patrullas germanas y algunos lograron fugarse tras ser detenidos. El propio Hollard también estuvo en alguna ocasión muy cerca de la muerte. Volviendo una noche de Suiza, cometió la imprudencia de llevar un cigarrillo encendido; cuando una voz alemana le dio el alto, colocó en un árbol el cigarrillo y se tiró al suelo. Mientras se alejaba de allí a rastras, el alemán disparó, incrustándose las balas en la corteza del árbol.

Gracias a ese metódico trabajo de observación, Hollard y sus colaboradores localizarían con exactitud aeródromos secretos y baterías de costa, descubrirían un plan para establecer una base de submarinos en Boulogne e informarían sobre los movimientos de divisiones enteras por la geografía gala, además de otros datos que resultarían de gran valor para los aliados.

Pero si Hollard estaba dispuesto a poner en riesgo su vida, lo que no deseaba en absoluto era que su familia pudiera sufrir las consecuencias de su peligrosa actividad. Así, renunció prácticamente a su vida familiar, manteniéndose alejado de su esposa Yvonne y sus hijos Francine, Florian y Vincent, a quienes vería en contadas ocasiones por temor a que pudieran sufrir algún daño por su culpa.

IMPORTANTE DESCUBRIMIENTO

Como se ha indicado, Hollard proporcionaría regularmente información valiosa a los británicos gracias a los informes que le hacían llegar sus colaboradores. Pero la hazaña más destacada de Hollard, que llegaría a ser decisiva para la suerte de la guerra, se originaría en agosto de 1943, en un café de Rouen. Un empleado de ferrocarriles de dicha ciudad, informante habitual de Hollard, le escribió acerca de una conversación que había escuchado casualmente en ese establecimiento; dos contratistas de obras habían estado hablando de una construcción de gran envergadura que estaban levantando los alemanes en secreto y en la que estaban empleando cantidades inusualmente grandes de hormigón.

El agente le sugirió la idea de trasladarse a Rouen, para ver las cosas por sí mismo. Hollard acudió hasta allí, pero sus pesquisas iniciales no dieron resultado; estaba claro que los alemanes estaban realizando esos trabajos en medio de grandes medidas de seguridad, para evitar que trascendiese su emplazamiento.

Pero Hollard era hombre de recursos, así que, vestido con un traje negro y mostrando una Biblia, visitó la oficina de empleo local, diciendo ir en representación de una institución protestante interesada en el bienestar espiritual de los trabajadores. Preguntó si había obras de construcción de cierta importancia en aquella zona, con un buen número de obreros, y le dijeron que tenían constancia de una en los alrededores de Auffay, a unos treinta kilómetros de Rouen, aunque desconocían en qué lugar exacto, ya que ellos no proporcionaban trabajadores para aquella obra, al ser los alemanes los que se encargaban directamente de ello, contratando personal en algún otro lugar o recurriendo a prisioneros. Hollard ya disponía de la información que precisaba; la añagaza había funcionado.

Hollard cambió entonces su disfraz por un mono azul de trabajo y tomó el tren que llevaba hasta Auffay. En cuanto llegó a la estación, se dispuso a buscar el lugar en el que se estaban realizando las obras. De la población salían cuatro carreteras; recorrió tres de ellas, pero no encontró nada. En la cuarta llegó a un punto desde el que pudo advertir una extensión despejada en donde varios centenares de hombres estaban trabajando con hormigón, dedicándose a levantar edificaciones.

El lugar estaba fuertemente protegido por centinelas armados. Pero, amparado en su disfraz, el francés tomó una carretilla que alguien había abandonado y con toda calma penetró en el recinto. Los centinelas, al verle con la carretilla y el mono azul, le tomaron por uno de los obreros que allí trabajaban y le dejaron pasar.

Una vez en el recinto, Hollard comenzó a indagar sobre la naturaleza de la obra. Al principio le pareció que se trataba de un garaje para grandes camiones, pero decidió proseguir las investigaciones. Los trabajadores no eran franceses; en su mayoría eran holandeses o polacos. Preguntó a uno de los obreros, y este señaló a un capataz, al que acompañaba un oficial alemán, invitándole a que le preguntase a él. Hollard esperó a que el oficial se marchase y después trató de sonsacar al capataz, con mucho tacto, lo que allí se estaba construyendo, pero este, al que afortunadamente no le sorprendieron sus preguntas, no pudo decirle nada valioso. Sin embargo, le reveló que en otros lugares se estaban levantando construcciones parecidas, lo que le resultaría muy útil a Hollard.

Entre lo que el francés pudo observar sobre el terreno, lo que le sorprendió fue una pista de cemento de unos cincuenta metros de longitud, parecida a las que se utilizan para practicar saltos de esquí, que seguía el sentido marcado por un cable tenso pintado de azul. Hollard pensó que era importante conocer la dirección hacia la que apuntaba el cable, por lo que comenzó a trabajar con su brújula, procurando no despertar sospechas. Así, comprobó que la pista estaba orientada en dirección norte-sur; aquella misma noche observaría con estupor sobre un mapa que la prolongación de la línea pasaba exactamente por la ciudad de Londres. También supo que en las obras se trabajaba las veinticuatro horas del día, en tres turnos de obreros, lo que daba idea de la urgencia con la que los alemanes querían concluirlas. Una vez reunida toda esa información, partió a Suiza para transmitírsela a los ingleses.

Así, Hollard atravesó la frontera helvética para entregar a sus contactos británicos el informe de lo que había visto cerca de Rouen. Cuando esas informaciones llegaron a Londres, una gran inquietud se apoderó de los jefes aliados. Aunque desconocían la finalidad de esa construcción, el hecho de que apuntase directamente a la capital británica no podía augurar nada bueno. Los expertos dedujeron que podía encontrarse en vías de preparación una nueva campaña de bombardeos sobre Londres, como la que había tenido lugar en el otoño e invierno de 1940, y que esas instalaciones debían jugar algún papel en esa ofensiva, aunque reconocieron desconocer en qué podía consistir.

MÁS CONSTRUCCIONES

Ante la amenaza latente que suponía aquel elemento que apuntaba a la capital británica, las autoridades militares aliadas concedieron prioridad absoluta a las informaciones que pudiera aportar Hollard sobre lo que se estaba construyendo en Auffay. Así pues, se ordenó al francés abandonar cualquier otra labor de espionaje y concentrar toda su atención en la misteriosa construcción, así como comprobar si, tal como había asegurado el capataz, los alemanes estaban levantando otras similares.

Hollard, a su regreso, emprendió un recorrido en bicicleta por el norte de Francia, junto a cuatro de sus colaboradores, para localizar esas construcciones. Provistos de mapas y brújulas, Hollard y sus hombres emprendieron esa gira en busca de instalaciones similares a la de Auffay, simulando disfrutar de una excursión ciclista para no despertar sospechas.

El grupo de Hollard fue peinando las diversas comarcas en busca de esas construcciones. Gracias a las informaciones que iban recogiendo en sus conversaciones con los lugareños, fueron descubriéndolas una tras otra; en tres semanas lograrían localizar más de sesenta. Para mediados de noviembre de 1943 habían hallado cuarenta más, todas ellas en un corredor de cerca de trescientos kilómetros de largo y cincuenta de ancho, paralelo a la costa, y la mayoría de ellas apuntando a Londres, mientras que otras lo hacían a la ciudad de Bristol.

Hollard pasó a Suiza para entregar esa reveladora información a los británicos. En los días siguientes, la RAF efectuó sus primeros vuelos de reconocimiento sobre los lugares indicados por Hollard y se observó que sólo junto a la costa, entre la península de Cotentin y el Paso de Calais, se alineaban un total de sesenta y nueve «rampas de esquí», como ya denominaban los británicos a estas peculiares construcciones. Nadie sabía para qué pensaban usar los alemanes esas rampas, aunque temían que pudieran usarse como puntos de lanzamiento de una de las «armas secretas» que anunciaba la propaganda nazi. La clave, como se verá más adelante, se hallaba en Peenemünde, una base germana en la costa del Báltico.

Insignia de la RAF. Los aviones británicos efectuaban vuelos de reconocimiento sobre los puntos señalados por Hollard y sus hombres.

EL ROBO DEL PLANO

En el espionaje la suerte desempeña un papel no desdeñable y fueron una serie de coincidencias las que condujeron a Hollard al secreto mejor guardado de Hitler. Uno de sus colaboradores habituales, que proporcionaba información del aeródromo en el que trabajaba, persuadió a otro amigo, llamado André, a ofrecerse a trabajar en uno de los lugares donde se estaban levantando las extrañas construcciones: Bois Carré. Una semana después de ocupar su nuevo puesto en las oficinas, André hizo llegar a Hollard bocetos de los planos que habían pasado por sus manos. Este pidió entonces a André que obtuviese un calco del plano maestro.

En Bois Carré, el alemán encargado de los trabajos guardaba el plano maestro en un bolsillo interior de su capote, el cual llevaba puesto incluso dentro de la oficina. La única vez que se lo quitaba era puntualmente a las nueve de la mañana para ir al lavabo. Durante varios días, André observó el tiempo que duraban las ausencias matinales del alemán, que duraban entre tres y cinco minutos. Teniendo esto en cuenta, un día, cuando el alemán se quitó el capote, André entró furtivamente en su despacho, sacó el plano maestro del bolsillo de su capote y lo calcó rápidamente. Cuando apenas cinco minutos después el alemán regresó a su despacho, el plano ya se encontraba en el bolsillo de su capote.

André tenía ya en su poder esa valiosísima información, pero no podía ausentarse del campo para poder hacérsela llegar a Hollard. Ante la importancia del documento, y la necesidad de entregársela a Hollard lo más pronto posible, al día siguiente André se decidió a ingerir un brebaje que el propio Hollard le había proporcionado, y que provocaba los síntomas de una afección digestiva aguda. Así, André acudió al médico alemán del campo quejándose de fuertes dolores de estómago. El doctor restó importancia a esa indisposición y le conminó a reincorporarse al trabajo, pero cuando André, completamente pálido, comenzó a toser y vomitar, le firmó un pase para que pudiera ir a París a consultar a su médico.

Una vez en París, André y Hollard empezaron a comparar el calco del plano maestro con los otros esquemas y bocetos que el Réseau Agir había conseguido. Después confrontaron sus dibujos con observaciones hechas sobre el terreno. Fue una tarea enormemente laboriosa, pero finalmente llegaron a colocar en su sitio todas las piezas del rompecabezas, confeccionando un estudio completo y detallado de esas enigmáticas construcciones que los alemanes ponían tanto empeño en que permanecieran secretas.

EL MOMENTO MÁS ARRIESGADO

Unos días después de elaborar el informe exhaustivo de las edificaciones que los alemanes estaban levantando cerca de la costa francesa, Hollard se dispuso a pasar nuevamente la frontera suiza para entregarlo a los británicos. En esta ocasión, llevaba a hombros un saco de patatas y un hacha en la mano. Según todas las apariencias, era un leñador, pero en el fondo del saco se escondían esos documentos de tan inestimable valor.

Hollard avanzaba rápido pero sin hacer ruido, evitando ser descubierto por las patrullas alemanas que recorrían el bosque. Aunque el francés había cruzado ya la frontera suiza en decenas de ocasiones, ninguno de aquellos servicios podía compararse con el que en esta ocasión iba a realizar. El francés llegó a las alambradas de púas que separaban a Francia de Suiza. Ya había echado el hacha y el saco al otro lado cuando de pronto, sin que hubiera oído un solo ruido, sintió que una férrea tenaza le aprisionaba una rodilla; eran las mandíbulas de un enorme perro guardián.

El can se mantenía firme sujetándolo; Hollard, soportando el dolor, sabía que tenía que librarse rápidamente del animal, ya que no tardaría en llegar la patrulla germana. Sin embargo, el hacha que le hubiera sido tan útil en ese momento estaba al otro lado de la valla. Sin dejarse llevar por el pánico, miró a su alrededor y encontró al alcance de la mano una larga estaca. Consiguió introducirla hábilmente entre las mandíbulas del perro y, empujando con fuerza, se la clavó en la garganta. Tras unos segundos, el animal se desplomó muerto, liberando la rodilla aprisionada.

Ignorando el dolor causado por la mordedura del perro, Hollard pudo deslizarse bajo la alambrada y pasar al lado helvético. Pero, cuando se disponía a recoger el saco que había lanzado con anterioridad, vio delante de él a un guardia suizo apuntando con el fusil. Pero no apuntaba al francés, sino a dos soldados alemanes que estaban a punto de disparar sobre Hollard. Los alemanes bajaron sus fusiles y se alejaron, lamentando no haber llegado un minuto antes.

Cuando Hollard entregó los planos en Berna, los británicos se dieron cuenta enseguida de la trascendencia de la información. Una vez enviado el informe por vía aérea a Londres, llegó de la capital un lacónico telegrama que decía: «Recibido boletín sin novedad. Enhorabuena».

COMPLETANDO EL ROMPECABEZAS

Mientras Michel Hollard y sus hombres investigaban la naturaleza de aquellas singulares «pistas de esquí», muy lejos de allí, otros valientes polacos empleaban métodos parecidos para tratar de averiguar lo que estaba sucediendo en la base báltica de Peenemünde. Allí, infiltrados entre los trabajadores de la base, miembros del servicio secreto polaco recogían información sobre los proyectos que los alemanes estaban desarrollando en ese lugar. Todo hacía pensar que allí se estaban ensayando las «armas secretas» con las que Hitler pretendía dar el vuelco a una guerra cuyo desenlace parecía, cada vez más, que iba a caer del lado de los aliados.

Esos informes, en forma de descripciones, planos o fotografías, eran remitidos a Varsovia para ser analizados por expertos, y de allí eran enviados en microfilme a Gran Bretaña por mediación de un correo, vía Danzig y Suecia. Las informaciones llegaban finalmente a la pequeña localidad de Medmenham, situada a unos cincuenta kilómetros al oeste de Londres. Allí, en una casa de campo del siglo xix, tenía su sede un equipo especializado en la valoración de las fotografías aéreas. Desde abril de 1943, los especialistas de Medmenham tenían entre sus prioridades descubrir lo que pudieran sobre los laboratorios y campos de prueba de Peenemünde. Los datos obtenidos por los servicios secretos polacos iban a ser de enorme utilidad para cotejar las imágenes captadas por el reconocimiento aéreo.

Curiosamente, en ese departamento trabajaban Sarah Churchill, hija del primer ministro británico, y Peter Roosevelt, hijo del presidente norteamericano, así como Constance Babington-Smith, hija del director del Banco de Inglaterra. La hija del banquero se convertiría en una auténtica especialista a la hora de analizar las fotografías de Peenemünde, siendo capaz de descubrir detalles que pasaban desapercibidos a los demás. Así, comparando imágenes tomadas con diferentes lapsos de tiempo, descubrió un aparato de poco más de seis metros de envergadura junto a un cobertizo. Esa característica cuadraba con las informaciones que llegaban desde el servicio secreto polaco de que los alemanes estaban construyendo un avión sin piloto para enviarlo contra Inglaterra. Era la bomba volante V-1.

El ojo sagaz de Constance Babington-Smith, a quien Churchill se dirigía con el apelativo cariñoso de «Miss Peenemünde», descubriría también en la costa del Báltico unas extrañas construcciones que no había visto nunca antes: unas rampas inclinadas con el extremo levantado cara al mar. Babington-Smith preguntó a los especialistas qué opinaban sobre esas rampas, pero nadie supo inferir su utilidad, por lo que le respondieron que tendría algo que ver con las obras de ampliación de la base. Ante una explicación tan vaga, decidió buscar ella misma la finalidad de esas construcciones; como había estudiado a conciencia los pequeños aviones no tripulados, se planteó la posibilidad de que esas rampas sirvieran para su lanzamiento.

Una bomba volante V-1. Hitler pretendía poner de rodillas a los británicos lanzando miles de ellas contra Londres.

Inexplicablemente, las informaciones recogidas por Michel Hollard en Francia no llegaban a los especialistas de Medmenham, lo que hubiera permitido descartar que, tal como aseguraban desdeñosamente los expertos, esas rampas fueran simples obras de ampliación de la base. Así, el 1 de diciembre de 1943, Babington-Smith acudió a su superior, el comandante Kendall, para explicarle el misterioso asunto de las rampas del Báltico, así como la explicación que había ideado. Kendall, que sí conocía los informes que hablaban de las rampas de esquí en la costa francesa, se tomó muy en serio la explicación apuntada.

Kendall entregó a la observadora Babington-Smith una fotografía de la base de Peenemünde tomada tres días antes; aunque la foto no era demasiado clara, ella pudo distinguir la presencia de varias rampas de lanzamiento, aunque lo más relevante era que en una de esas rampas se advertía la presencia de uno de los aviones sin piloto que ella había descubierto. La imagen era la prueba irrefutable de que las rampas que se estaban construyendo en la costa francesa estaban destinadas a lanzar las bombas volantes. Los servicios de información y detección británicos se acababan de apuntar un valioso tanto en su lucha contra las armas secretas alemanas. Como si de un rompecabezas se tratase, acababan de hacer encajar todas las piezas; al fin sabían contra lo que habían de luchar.

Pero el dato más inquietante era que ya se habían observado en Peenemünde decenas de artefactos de ese tipo cargados en camiones, lo que daba a entender que ya se había procedido a su fabricación en serie. Estaba claro que, en cuanto las rampas emplazadas en la costa francesa estuvieran listas para entrar en funcionamiento, las V-1 comenzarían a ser lanzadas sobre Londres.

Gracias a Michel Hollard y Constance Babington-Smith, los británicos podían tener ya la certeza de que los alemanes planeaban lanzar bombas volantes contra Londres tan pronto como estuviera concluida la construcción de las rampas. No se equivocaban; Hitler contaba con iniciar los lanzamientos de V-1 contra Londres ese mismo mes de diciembre. El plan consistía en disparar diariamente una primera andanada de trescientas bombas volantes dos horas antes del amanecer y después dos o tres proyectiles cada hora, para mantener la tensión en la capital británica. Al mediodía, a modo de «saludo», se preveía lanzar un centenar más de V-1. Con esta nueva ofensiva aérea contra Londres, Hitler esperaba conseguir lo que no había logrado en 1940, poner de rodillas a los británicos.

OPERACIÓN CROSSBOW

Una vez detectado el peligro inminente que amenazaba a Londres, el servicio de reconocimiento aéreo intensificó su labor sobre las áreas en las que se estaban construyendo las rampas de lanzamiento, según los informes remitidos por Michel Hollard. Churchill ordenó el bombardeo de esas instalaciones, una acción que comenzaría tan sólo tres días después de que «Miss Peenemünde» descubriese que las «pistas de esquí» servían como rampas de lanzamiento para las V-1.

El mariscal Bottomley, jefe del Estado Mayor aéreo, facilitó el siguiente informe el 14 de diciembre de 1943:

Los grandes emplazamientos del norte de Francia, incluyendo los tres recientemente atacados, justifican la sospecha de que están relacionados con los proyectiles de largo alcance. Uno de ellos está protegido por cincuenta y seis cañones pesados y setenta y seis ligeros.

Se acumulan las pruebas [continuaba informando Bottomley] de que los emplazamientos en forma de rampas de esquí están destinados al lanzamiento de aviones sin piloto. El reconocimiento fotográfico ha confirmado la existencia de sesenta y nueve de estas construcciones y se cree que, a la postre, el número total deberá aproximarse al centenar. Si se mantiene el actual ritmo de construcción, veinte de dichas estructuras estarán terminadas a comienzos de 1944, y el resto, en febrero.

El bombardeo de las rampas situadas cerca de la costa francesa estaba encuadrado en la Operación Crossbow, cuyo fin era destruir la capacidad germana de ataque mediante proyectiles de largo alcance. Esta vasta operación se desarrollaría con diversos grados de intensidad entre agosto de 1943 y marzo de 1945.

La operación aérea contra las rampas señaladas en el mapa por Hollard sería un éxito; en sólo cinco semanas, setenta y tres de ellas quedarían o bien totalmente destruidas o tan dañadas que no podrían ser ya utilizadas. La destrucción de la infraestructura de lanzamiento de las V-1 provocaría un fuerte retraso en el inicio de los ataques previstos contra Londres. El grandioso plan de Hitler para reducir la capital británica a un montón de escombros estaba comenzando a hacer aguas.

Los alemanes intentaron reparar las instalaciones, pero los continuos bombardeos convertían esa labor en un trabajo propio de Sísifo. A finales de abril de 1944 se comprobó que los alemanes no se tomaban la molestia de reparar las instalaciones de lanzamiento dañadas por las incursiones aliadas; aparentemente, Hitler había desistido de enviar sus bombas volantes a martirizar Londres.

Escamado por esta desconcertante información, Churchill ordenó fotografíar de nuevo desde el aire todo el norte de Francia. Se descubrió entonces que los alemanes habían desistido de emplear las grandes y macizas construcciones que los bombarderos aliados habían machacado a conciencia para instalar con gran sigilo nuevas rampas, pero en este caso más pequeñas y ligeras y, por tanto, más fáciles de camuflar, lo que hacía más complicado localizarlas desde el aire.

Según los informes recogidos por la RAF, las rampas estaban bien camufladas y contaban con una fuerte protección antiaérea. De todos modos, el gran número de rampas descubiertas hacía pensar que algunas eran falsas, como así sucedía en realidad. Los alemanes no sólo emplearon ese señuelo, sino que algunas de las rampas atacadas por los bombarderos no serían aparentemente reparadas, cuando en realidad habían vuelto a ser operativas. Aunque en un primer momento los británicos no advertían estas añagazas, el análisis exhaustivo de las fotografías aéreas les permitiría evitar las celadas germanas.

Rampa móvil de lanzamiento para bombas V-1, expuesta en el museo de Duxford.

El propio Churchill se referiría a este asunto asegurando: «Nuestra satisfacción fue efímera, porque pronto se averiguó que el enemigo construía otros emplazamientos mucho menos complicados y mejor disimulados y, por lo tanto, más difíciles de localizar y alcanzar. De todos modos, en cuanto eran localizados, eran bombardeados. Muchos resultaron destruidos, pero hubo unos cuarenta que continuaron indemnes o sin descubrir. Fue desde estos desde donde finalmente comenzó el ataque de junio».

En efecto, así sería, y a partir de junio de 1944 los alemanes emplearon las rampas que no habían sido destruidas por los bombardeos aliados para lanzar sus V-1 contra Londres. Pero el retraso con que esa ofensiva entraría en acción iba a marcar de forma determinante su resultado.

LAS PRIMERAS BOMBAS VOLANTES

En marzo de 1944, en previsión de que la Operación Crosssbow no lograse destruir todas las rampas de lanzamiento situadas en la costa francesa, todo se hallaba dispuesto al otro lado del canal para recibir las primeras bombas volantes alemanas. Los británicos habían tenido tiempo de reforzar las baterías antiaéreas de la costa del canal y establecer una barrera formada por dos millares de globos cautivos para proteger el cielo de Londres. Entre ambos cinturones operarían los aviones de caza, tal como habían hecho durante la batalla de Inglaterra dirimida en 1940.

El 13 de junio de 1944, poco después de las cuatro de la madrugada, el centinela de una estación observadora aérea del condado de Kent, en el sur de Inglaterra, escuchó un «fuerte ruido» y avistó enseguida un «minúsculo avión» de cuyo escape salían llamas anaranjadas. Ya era demasiado tarde para que las baterías antiaéreas o los aviones de caza pudiesen abatir tan raro artefacto, que proseguía imperturbable su trayecto, «rateando como un Ford de los más viejos, subiendo una cuesta empinada», según la expresiva descripción posterior del centinela. Minutos después, el avión sin piloto caía en Swanscombe, una pequeña ciudad que se hallaba a treinta y dos kilómetros del blanco que se le había asignado: la emblemática Torre de Londres.

Pese a las medidas antiaéreas tomadas con antelación, en los primeros diez días de bombardeo trescientas setenta bombas V-1 lograrían alcanzar la capital británica. Al poco tiempo se perfeccionó el sistema de protección, estableciendo que los cazas saliesen al encuentro de las bombas volantes cuando estas atravesaban el Canal. El sistema defensivo resultante demostró ser tan efectivo que de las noventa y siete bombas volantes lanzadas sobre Inglaterra en una jornada, tan sólo cuatro lograrían atravesar todas las barreras y llegar a Londres. Por otra parte, millares de londinenses salvaron la vida gracias a una peculiaridad técnica de las V-1: el formidable estruendo del motor, poco antes de iniciar el proyectil su caída. A veces, bastaba el escaso intervalo de silencio antes de la explosión para encontrar el oportuno refugio en donde guarecerse.

La ofensiva de las V-1 contra Londres resultó un fracaso. Aunque se construyeron unas treinta mil, apenas se pudieron lanzar diez mil. De ellas, menos de dos mil quinientas alcanzaron Londres. Los seis mil londinenses que perdieron la vida por estos artefactos hicieron que el promedio de víctimas mortales por cada V-1 fuera de poco más de dos personas. Estaba claro que, ante esa efectividad tan pobre, los británicos no iban a hincar la rodilla ante Hitler.

Pero si el lanzamiento de las bombas volantes se hubiera comenzado a producir en diciembre de 1943, tal como estaba previsto, el resultado hubiera podido ser muy diferente. En ese momento los alemanes disponían de todas sus rampas de lanzamiento operativas, por lo que la cadencia de disparos sobre Londres hubiera sido mucho mayor. Además, con la invasión aliada del continente todavía en la fase de planificación y con muchas dudas sobre el éxito de la operación de desembarco, una devastadora ofensiva aérea sobre la capital británica hubiera podido alimentar la opción de alcanzar una paz negociada. Pero nada de ello ocurriría; gracias a Michel Hollard, las rampas de lanzamiento de las V-1 habían sido localizadas y puestas en el punto de mira de los bombarderos aliados.

El general norteamericano Dwight Eisenhower, comandante supremo de las tropas aliadas en el frente occidental, certificaría la enorme trascendencia de la aportación de Hollard a la victoria aliada asegurando al respecto en su obra Cruzada en Europa:

Cabe dentro de lo posible que si los alemanes hubieran logrado perfeccionar y usar esas nuevas armas seis meses antes de cuando lo hicieron, nuestra invasión de Europa habría resultado sumamente difícil, acaso imposible.

HOLLARD, CONDECORADO

Mientras tanto, ¿qué había ocurrido con el hombre que probablemente había cambiado el curso de la guerra?

Tras la entrega en Berna de su exhaustivo informe sobre las instalaciones de lanzamiento de las V-1 en Francia, los británicos insistieron para que se quedase en Suiza. Hollard debía estar, sin duda, cansado de andar siempre oculto, de vivir atemorizado cada minuto y de poner a su familia en peligro, por lo que es muy probable que se sintiese tentado de aceptar la propuesta de sus interlocutores. Pero Hollard debió pensar también en sus colaboradores; en los jefes de estación que hacían listas de movimientos de trenes poniendo en riesgo sus vidas, en los hombres que se introducían en hangares y astilleros, en los que subían a los campanarios para observar las maniobras de las unidades alemanas... y decidió volver a Francia a continuar con su sacrificada labor.

Aunque Hollard tomaba habitualmente muchas precauciones para evitar despertar sospechas, en una ocasión, mientras se hallaba en una taberna en compañía de tres de sus colaboradores, uno de ellos se mostraría más locuaz de lo que aconsejaba la prudencia. Así, alguien dio aviso a los alemanes, que procedieron a detenerlos e interrogarlos. De los tres agentes detenidos, uno murió en un campo de concentración y a los otros dos se les acabó poniendo en libertad a los tres meses. Hollard fue interrogado y torturado, pero no reveló a los alemanes información alguna. Como no se le había encontrado ninguna prueba de complicidad no fue fusilado, pero fue enviado al campo de concentración de Neuengamme.

Cuando la guerra iba tocando a su fin, los alemanes desalojaron el campo y metieron a los presos en bodegas de buques que abandonaron a la deriva en el mar del Norte, seguros de que los echarían a pique los bombarderos aliados. Afortunadamente, Hollard, encerrado con otros centenares de hombres, fue rescatado junto a sus compañeros por la Cruz Roja sueca antes de que el buque fuera atacado por la aviación aliada.

Hollard, en pésimo estado físico a consecuencia de las torturas sufridas durante su interrogatorio y su estancia en el campo de concentración, necesitaría seis semanas de cuidados en un hospital para poder caminar con normalidad.

La RAF envió un avión para llevarlo a Londres, donde se le había concedido la más alta condecoración militar que en Gran Bretaña se le otorga a un extranjero, la Orden de Servicio Distinguido. Pero Hollard ya iba entonces rumbo a su hogar, por lo que sería condecorado más tarde en la embajada británica en París. El avión en que viajaba pasó a poca altura sobre Auffay, donde pudo ver una masa de vigas retorcidas y escombros; eran los restos del primer emplazamiento de las V-1 que había descubierto.

De la aportación de Hollard a la causa aliada, el teniente general sir Brian Horrocks dijo: «No cabe la menor duda de que Hollard mereció la más alta condecoración al valor. Fue, realmente, el hombre que salvó Londres».