Incursión en Creta: El secuestro de un general
Al anochecer del 26 de abril de 1944, el general alemán Heinrich Kreipe, destinado en la isla de Creta, apuraba una copa de cognac francés junto a otros militares en el casino de oficiales de Archanes. La vida de los oficiales germanos en la isla cretense era muy plácida en comparación con los que debían enfrentarse a los soviéticos en el frente oriental o a los anglo-norteamericanos en el frente italiano. Ellos sabían que eran unos privilegiados, y el general Kreipe más que cualquiera, ya que antes de ser premiado con ese tranquilo destino en el Mediterráneo había tenido que sufrir los rigores del invierno ruso, dirigiendo los combates en el frente oriental.
A pesar de que el poderío germano se hallaba en retirada, en esos momentos la mayor parte del continente europeo seguía en manos de Hitler. Los aliados habían desembarcado en Italia el verano anterior y avanzaban ya por la península italiana, pero con crecientes dificultades. Por su parte, los soviéticos habían tomado definitivamente la iniciativa en el este, aunque la denodada resistencia germana les llevaba a insistir una y otra vez a sus aliados occidentales para que abriesen un segundo frente en el oeste.
El general Heinrich Kreipe. Tras sobrevivir a las calamidades del frente ruso, su nuevo y envidiado destino en Creta sería menos tranquilo de lo previsto. |
Los alemanes sabían que su fortaleza europea iba a ser objeto de una invasión, pero todavía no sabían por dónde. Los aliados podían intentar un desembarco en las costas noruegas, francesas, españolas o en los Balcanes. Aunque Churchill contemplaba con simpatía esta última posibilidad, al servir para cortar la ruta de avance de los soviéticos, la posibilidad cierta de entrar en conflicto con Stalin llevaba a decantarse por las costas francesas. Pero los alemanes sí que consideraban la posibilidad de ese desembarco en los Balcanes; los aliados se dedicaron a alimentar esa hipótesis para que los alemanes se vieran obligados a dividir sus recursos defensivos.
Una pieza clave para esa labor de engaño y de hostigamiento era la isla de Creta, que había sido invadida por los alemanes en mayo de 1941. Gracias a una espectacular operación aerotransportada, la milenaria isla en la que se halla la cuna de Zeus, donde Ícaro realizó su legendario vuelo y que vio pasar a romanos, árabes, venecianos y turcos, cayó bajo el triunfante símbolo de la esvástica.
Probablemente, ese día, el general Kreipe departió con sus colegas sobre la marcha de la guerra, cuyo desenlace era cada vez más incierto para el Reich. Es posible que comentasen las dificultades que estaban atravesando sus seres queridos en Alemania, sometida a una insistente y devastadora campaña de bombardeos, y de la que ellos tenían cumplida cuenta gracias a las cartas que les remitían regularmente sus familiares. Pero todo ello parecía muy lejano desde esa isla, en la que tan sólo debían hacer frente al hostigamiento de los irreductibles partisanos cretenses.
A las nueve en punto de la noche, el general Kreipe se despidió de los otros militares con los que había compartido esos momentos de asueto en el casino de oficiales y se dirigió a su vehículo. Allí, su chófer le esperaba para emprender el camino de regreso a su residencia en Cnosos, como venía haciendo cada día a esa misma hora, ya que Kreipe era un hombre de costumbres fijas.
El chófer puso en marcha el coche y Kreipe se acomodó en el asiento posterior. El vehículo inició el trayecto por la carretera secundaria de Archanes. Pero al doblar la curva que desembocaba en la carretera principal, de la oscuridad surgió una luz roja que alguien hacía oscilar en mitad de la calzada. Kreipe ordenó al conductor que detuviese el vehículo. Dos soldados alemanes se acercaron al vehículo. Tanto el general como su chófer pensaron que se trataba de una de las patrullas encargadas de controlar los caminos de la isla, pero muy pronto se darían cuenta de que estaban muy equivocados.
Aunque los alemanes se sentían seguros en posesión de una isla de tanta importancia estratégica para el dominio del Mediterráneo oriental, Creta les suponía también un perenne dolor de cabeza. Su litoral, poco accesible y escasamente vigilado por las tropas germanas, con numerosas calas ideales para efectuar acciones de comando, así como sus montañas horadadas por innumerables cuevas, ofrecían grandes posibilidades a los guerrilleros locales, debidamente asesorados por los instructores británicos que el SOE enviaba con frecuencia por mar y aire. Estos agentes tenían su base en El Cairo, en donde eran adiestrados para entrar en contacto con los guerrilleros cretenses y llevar a cabo operaciones de sabotaje en la isla.
Uno de estos agentes británicos era Patrick Leigh-Fermor, apodado «Paddy». A sus veintinueve años era ya un experimentado agente, que había completado tres misiones en la Creta ocupada. A su favor jugaba su demostrada capacidad para desenvolverse en cualquier situación, una habilidad que había exhibido durante su juventud; con sólo dieciocho años emprendió un viaje a pie que le llevaría desde Holanda hasta Constantinopla, atravesando toda Europa. Entre su escaso equipaje se encontraba un volumen con las odas de Horacio.
Trece meses empleó el joven Paddy en cubrir el trayecto; a lo largo del camino durmió al raso y en graneros, pero también en casas de nobles y aristócratas, y tuvo tiempo de aprender a defenderse en varios idiomas y dialectos. Desde Constantinopla emprendió después otro largo viaje por tierras balcánicas quedando enamorado de Grecia, como un Lord Byron redivivo. En Macedonia participó activamente en unas revueltas y en Atenas se enamoró de una noble rumana, con la que se iría a vivir a la isla de Poros, en donde ella se dedicaría a pintar cuadros y él a escribir poesía. Un tiempo después se fueron a vivir a Moldavia, donde su familia política tenía grandes posesiones, y allí permanecerían hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Al estallar la contienda, Leigh-Fermor abandonó la vida contemplativa que llevaba junto a su amada y regresó a Gran Bretaña, alistándose en los Irish Guards. Su dominio del griego le permitió incorporarse al General Service Corps, una unidad formada por especialistas capaces de cubrir necesidades específicas del Ejército. Su primera misión fue realizar labores de oficial de enlace en Albania. Después combatiría en suelo griego y en la propia Creta durante la invasión aerotransportada germana.
El SOE advirtió sus capacidades y no dudó en recurrir a él. Leigh-Fermor no les decepcionaría, convirtiéndose en uno de sus más destacados agentes en Creta; el dominar a la perfección el alemán le había permitido incluso hacerse pasar por soldado germano.
Durante una de las misiones que Leigh-Fermor llevó a cabo en Creta, en junio de 1942, un informante local que conocía todos los movimientos de un general alemán sugirió la posibilidad de secuestrarle. Según el colaborador cretense, no sería complicado raptar al militar germano, conducirlo a través de las montañas y sacarlo de la isla por mar. Leigh-Fermor desechó entonces esa propuesta por considerarla descabellada.
Un año y medio después, Leigh-Fermor estaba tomando unas copas en el elitista Club Royale de Chasse et de Pêche de El Cairo con su amigo Stanley Moss, un capitán de veintidós años con quien le unía la pasión por la literatura. La conversación giraba en torno a la marcha de la guerra; a pesar de que esta discurría de forma favorable, el hecho de que los aliados se encontrasen bloqueados en su avance por Italia y que la apertura del segundo frente se retrasase una y otra vez llevaba a pensar que la contienda podía alargarse todavía bastante tiempo. Ambos se lamentaban de no poder hacer más para acelerar la derrota alemana, hasta que Leigh-Fermor, quizás llevado por la euforia provocada por los efluvios etílicos, propuso a su amigo poner en práctica el plan del que el informante cretense le había hablado tiempo atrás.
Evidentemente, la propuesta de secuestrar a un general alemán en Creta causó perplejidad en Moss, quien se burló de la ocurrencia de su compañero. Paddy insistió en la idea, asegurando que los alemanes estaban muy confiados y que sería sencillo llevar a cabo el rapto, al contar con la colaboración de los guerrilleros locales. Moss siguió pensando que se trataba de una broma y su contertulio acabó reconociendo el enorme riesgo que entrañaría la empresa. Ya avanzada la noche, ambos regresaron al cuartel británico y durmieron el poco tiempo que quedaba hasta el amanecer.
Los británicos Stanley Moss, a la izquierda, y Patrick Leigh-Fermor, a la derecha, vestidos con el uniforme alemán, con las abruptas montañas de Creta de fondo. |
Al día siguiente, los dos jóvenes recordaron con buen humor la idea del plan para secuestrar a un general alemán lanzado por Paddy. Más serenos que la noche anterior, ambos comenzaron a analizar las posibilidades reales de llevarlo a cabo y concluyeron que no era una misión imposible. A pesar de que en esos momentos había más de veinte mil soldados germanos destinados en la isla, existía una fuerte presencia de guerrilleros en las montañas más inaccesibles que podían prestar la ayuda necesaria para realizar la operación, a lo que había que sumar el apoyo que encontrarían entre la población civil. Además, el dominio de las rutas navales por parte de los británicos facilitaría la fuga por mar.
Más tarde, mientras estaban departiendo con sus superiores, ambos comentaron la propuesta, que, para su sorpresa, no fue rechazada de plano. En los días posteriores, el SOE analizó con detalle el plan y consideró que, pese a ser muy arriesgado, tenía posibilidades de éxito. Londres dio el visto bueno a la operación, con el fin de atraer la atención de los alemanes sobre los Balcanes. Además de incitarles a pensar que los aliados planeaban abrir el segundo frente en esa zona, los alemanes tendrían que desviar recursos destinados a otros escenarios. Si el audaz secuestro tenía éxito, los alemanes se verían obligados a reforzar sus posiciones en Creta para evitar nuevas incursiones.
Cuando comunicaron a Leigh-Fermor y Moss que su propuesta había sido aceptada por Londres, ambos no dudaron un segundo en ofrecerse voluntarios para llevarla a cabo. Los responsables del SOE en El Cairo, ante el optimismo y la ilusión que destilaban ambos jóvenes, no pudieron oponerse a que fueran ellos los que se encargasen de llevar el plan a buen término. No había tiempo que perder; de inmediato se pusieron manos a la obra para diseñar todos los detalles de la operación.
El objetivo sería el odiado general Friedrich Wilhelm Müller. Conocido como «el Carnicero de Creta», Müller había impuesto un régimen de terror en la isla, en el que el asesinato y la deportación de civiles estaba a la orden del día. Una de sus «hazañas» más destacadas fue la serie de represalias que lanzó a mediados de septiembre de 1943 en la región de Viannos por la muerte de dos soldados germanos a manos de los guerrilleros, que se saldó con el asesinato de medio millar de civiles, la destrucción de una decena de pueblos y la quema de las cosechas. Como gesto de crueldad añadida, Müller prohibió que los supervivientes pudieran enterrar a sus muertos.
El secuestro del general Müller sin duda supondría una inyección de moral a la resistencia y serviría igualmente de aviso a los alemanes de que tarde o temprano tendrían que pagar por sus crímenes. Además, no se podía ignorar el aliciente que suponía para los dos jóvenes agentes británicos imaginar la furiosa reacción de Hitler al enterarse de que uno de sus generales había sido raptado pese a hallarse protegido por decenas de miles de soldados.
El 4 de febrero de 1944, después de transmitir por radio un aviso a los guerrilleros de Creta, un bombardero Wellington despegó del aeródromo de Bardia, en Egipto. A bordo viajaban Leigh-Fermor y Moss, junto a dos agentes griegos del SOE que les ayudarían a contactar con la resistencia local. Su objetivo no era otro que regresar a El Cairo con el general Müller.
Después de una hora de vuelo con bastante mal tiempo, divisaron a través de las ventanillas la isla de Creta. Los resistentes cretenses les esperaban en la meseta de Lasition, un paraje conocido por los lugareños como «el valle de los mil molinos». Leigh-Fermor fue el primero en saltar, pero inmediatamente una gran masa de nubes impidió al piloto la visibilidad de la zona de lanzamiento. Tras varios intentos fallidos, al empeorar el tiempo, el piloto se vio obligado a regresar a Bardia con los otros tres hombres que integraban el comando.
Leigh-Fermor descendió sobre la meseta y fue recibido por los guerrilleros, los cuales le dieron alojamiento en una cabaña. Paddy no podía hacer otra cosa que aguardar a sus compañeros, así que se dispuso a esperar a que el tiempo mejorase. Para desesperación del agente británico, el cielo permanecería encapotado durante varias semanas. El tiempo típicamente invernal y las violentas rachas de viento que se daban en la altiplanicie dificultaban el lanzamiento de los otros integrantes del grupo. Un nuevo intento se vio frustrado debido a una repentina y espesa niebla.
Friedrich Wilhelm Müller, el Carnicero de Creta. |
Después de dos meses de espera, Leigh-Fermor fue informado por radio de que sus compañeros iban a ser desembarcados en la costa meridional por una lancha británica; allí acudió junto a un grupo de guerrilleros tras dos duras jornadas de marcha a través de las montañas. Finalmente, el 4 de abril, la lancha que llevaba a los tres agentes consiguió burlar la vigilancia de las patrulleras alemanas y se aproximó a la playa. Moss y los dos colaboradores griegos subieron a un bote neumático y llegaron remando a la orilla.
Paddy pudo por fin reencontrarse con su amigo Stanley, fundiéndose ambos en un emocionado abrazo. La primera fase de la operación, que parecía tan sencilla cuando Paddy se la planteó a su amigo en la mesa de aquel bar de El Cairo, había resultado bastante más complicada de lo previsto, pero afortunadamente ya se había completado con éxito.
Pero a los tres agentes que acababan de llegar a Creta les esperaba una sorpresa; hacía dos días que el general Müller se había ausentado de la isla. Le había sucedido el general Heinrich Kreipe, poseedor de la Cruz de Caballero, quien acababa de llegar a Creta procedente del frente oriental. Leigh-Fermor y Moss decidieron no alterar sus planes ante ese relevo y decidieron seguir igualmente con la operación. Kreipe, después de estar en el terrible frente ruso, sin duda debía pensar que su destino en Creta iba a ser poco menos que una cura de reposo; no pasaría mucho tiempo hasta que se diese cuenta de que eso no iba a ser así.
El grupo integrado por los dos jóvenes británicos y los partisanos locales inició una marcha hacia el norte a través de las montañas hasta llegar a una aldea, alojándose en casa de una familia campesina que colaboraba con la resistencia, en donde pudieron retomar fuerzas. Al día siguiente reanudaron la marcha hasta llegar a otro pueblo en donde también encontraron acomodo. Finalmente pudieron llegar a Kastamonitsa, un pueblecito situado al pie de una montaña, refugiándose en la casa de un guerrillero.
A la mañana siguiente llegó al pueblo el agente principal del SOE en Creta, Mickey Akaumianos. Procedía de Cnosos, y la casa de sus padres estaba muy próxima a las ruinas del palacio del legendario rey Minos. Pero lo más importante era que la casa se hallaba también cerca de Villa Ariadna, una hermosa casa que había mandado construir el arqueólogo inglés sir Arthur Evans, descubridor del palacio de Minos. Villa Ariadna había servido de residencia al general Müller y ahora, tras su relevo, había sido asignada al general Kreipe. Por lo tanto, Mickey conocía perfectamente el escenario en el que iba a tener lugar la operación. Además, al agente no le faltaba motivación para proporcionar toda la ayuda posible al comando británico, ya que su padre había caído luchando contra los alemanes.
Mickey proporcionó documentos falsos a todos y juntos estudiaron los mapas e informes. Se acordó que Mickey se trasladara a Heraklion con Leigh-Fermor y que el resto del grupo permaneciese oculto en una cueva cercana a Kastamonitsa. La estancia en la cueva no sería demasiado penosa, ya que, además de disponer de víveres suficientes, cada día un guerrillero les llevaría pan recién hecho y los pastores de los alrededores se acercarían a ofrecerles carne, queso y vino.
Mientras el grupo permanecía escondido en la cueva, Mickey y Paddy, caracterizados de campesinos y provistos de documentación falsa, llegaron a Heraklion en autobús, pasando los controles sin levantar sospechas. Una vez llegados a la ciudad, continuaron a pie una hora hasta Cnosos. Allí, los dos agentes pudieron contemplar Villa Ariadna, rodeada de alambradas y fuertemente vigilada; a la vista de las fuertes medidas de seguridad, raptar al general Kreipe en su propia casa se antojaba del todo imposible.
Leigh-Fermor y Mickey se alojaron en casa de la familia de este último. Al estar muy cerca de Villa Ariadna, establecieron allí su puesto de observación. Desde una habitación del primer piso vigilaban día y noche la residencia de Kreipe, anotando cualquier movimiento. En un gesto de audacia, comenzaron a pasear con frecuencia por los alrededores hasta llegar a entablar conversaciones diarias con los miembros de la escolta del general; de este modo, pudieron obtener aún mayor información sobre las rutinas que seguía Kreipe.
Tras dos semanas observando la casa, llegaron a la conclusión de que la mejor opción era secuestrar al general cuando regresaba al anochecer desde el cuartel de la División, emplazado en Archanes, a donde solía ir casi cada día. Allí permanecía en el casino de oficiales hasta las nueve de la noche, hora en la que abandonaba el cuartel para regresar a su residencia en Cnosos.
Leigh-Fermor regresó a Kastamonitsa para comunicar a sus compañeros los datos que había recogido junto a Mickey, indicándoles sobre un plano el punto de la carretera más adecuado para raptar al general. Ese lugar correspondía a una curva cerrada en la carretera a Archanes, justo antes de desembocar en la general que iba de Cnosos a Heraklion. Al haber poca visibilidad, los vehículos se veían obligados a pasar por allí a muy poca velocidad, por lo que era el lugar idóneo para interceptar el coche de Kreipe. Además, unas zanjas que había a ambos lados de la carretera permitían ocultarse. Con el fin de avisar con tiempo suficiente de la llegada del vehículo, se decidió tender unos cientos de metros de cable para dar una señal luminosa.
Los dos británicos, disfrazados de policías militares alemanes, darían el alto al coche al pasar por esa curva. Tres hombres más saldrían de las zanjas para rodear el vehículo. Leigh-Fermor se ocuparía del general, mientras que Moss se encargaría de neutralizar al conductor. El resto del grupo permanecería a unos cincuenta metros de distancia, encargándose de que no se acercara ningún otro vehículo, así como de proteger a los cinco hombres en caso de que surgiese algún imprevisto.
Se habían cuidado todos los detalles del plan. Los uniformes alemanes, conseguidos por Mickey gracias a sus contactos, fueron arreglados por su hermana para que fueran de la medida de los dos británicos; estos, incluso se hicieron cortar el pelo al estilo germano para resultar más convincentes en su papel de soldados de la Wehrmacht.
Sin embargo, a oídos alemanes llegó el rumor de que un comando británico había llegado a la isla. Sea por este o por otro motivo, la realidad es que, durante tres días seguidos, Kreipe rompió su rutina habitual y tomó el camino de regreso a su casa a media tarde, lo que llevó a los británicos a aplazar la operación.
Tras ese paréntesis provocado quizás por el temor a alguna acción de un comando británico, el general Kreipe retomó su horario anterior, regresando a casa a las nueve de la noche desde el casino de oficiales de Archanes. Los observadores comprobaron que la rutina de Kreipe se mantenía, por lo que había luz verde para intentar el secuestro.
El día elegido para la operación sería el 26 de abril de 1944. Esa mañana, Kreipe realizó una visita de inspección a sus tropas, diseminadas por la zona. Por la tarde se dirigió al cuartel de Archanes. Pasó un rato en el casino y a las nueve salió del cuartel camino de su residencia. Mientras tanto, los hombres que integraban el comando ya estaban apostados en la curva para interceptar el coche del general.
Al llegar el vehículo a ese punto, los dos británicos, haciendo señales con una linterna roja, le dieron el alto. Años después, Kreipe recordaría lo sucedido de este modo:
De pronto, al terminar la curva, surgió de la oscuridad una luz roja. El chófer me preguntó: «¿Debo parar, mi general?». Llevábamos encendidos los faros de carretera. «Sí, deténgase». Dos cabos, vestidos con uniforme alemán, se acercaron al coche. El que parecía de mayor edad, Leigh-Fermor, exigió el pase de libre circulación. No lo tenía, pues era innecesario para mí, así que contesté: «Puedo viajar sin él». «Entonces dígame la contraseña», me dijo. Cometí un error al salir del vehículo y preguntar: «¿A qué unidad pertenece?, ¿no conoce a su general?». El automóvil llevaba el banderín y el estandarte. De pronto, Leigh-Fermor exclamó: «Mi general, ¡es usted prisionero de los ingleses!».
En aquel momento [prosigue Kreipe su relato] un guerrillero, hombre corpulento y barbudo, se abalanzó sobre mí, derribándome. Sentí unos golpes en la espalda y no tardé en verme maniatado. De vez en cuando, alguien mascullaba: «Cerdo alemán». Me empujaron hasta el interior del automóvil, con un guerrillero a cada lado esgrimiendo un cuchillo. «¡Si te mueves, eres hombre muerto!», amenazaron los dos casi al mismo tiempo.
Habían hecho falta tres hombres para reducir al general. En cuanto al chófer, el sargento Albert Fenske, un certero golpe de porra propinado por Stanley le dejó sin sentido. Los guerrilleros que vigilaban la carretera se hicieron cargo de él.
Ya tenían en su poder al general alemán, pero aún quedaba lo más difícil. Al encontrarse muy lejos de su refugio en las montañas, era imposible atravesar media isla con él, avanzando por pedregosos senderos de montaña. Además, en cuanto advirtiesen su tardanza en llegar a casa, saltarían las alarmas y los alemanes se lanzarían en su búsqueda por toda la isla.
La solución era arriesgada, pero había que intentarlo. Stanley se dispuso a hacer de chófer mientras que Paddy, con el uniforme de Kreipe, pasó a asumir el papel de general alemán. De este modo se dirigieron a Cnosos, atravesando los controles de carretera; los soldados alemanes conocían de sobras el coche en el que viajaba Kreipe y le dejaban pasar sin realizar comprobaciones. Gracias a la oscuridad, Leigh-Fermor pudo interpretar a la perfección el papel de un Kreipe arrellanado en el asiento trasero del vehículo y aparentando encontrarse vencido por el sueño.
A cierta distancia de la residencia del general, Stanley tocó la bocina para atraer la atención de los vigilantes y Paddy, desde la distancia y amparado por la oscuridad de la noche, les hizo un gesto indicando que no iba a entrar aún y que volvería más tarde. Los guardias no advirtieron la suplantación y le contestaron con un saludo militar.
El improvisado plan había funcionado; ahora tenían que alejarse lo más rápido posible de allí porque en unas horas comenzarían a sospechar que algo le había ocurrido al general. Atravesando de nuevo varios controles, llegaron a las montañas, en donde podrían ocultarse después de una larga caminata que duró todo el día siguiente.
El vehículo fue abandonado junto a un camino con una nota en su interior que decía: «General Kreipe is on his way to Cairo» (‘El General Kreipe está camino de El Cairo’). Además, se dejó en él un paquete de cigarrillos británicos y una novela en inglés, para que quedase clara la autoría del secuestro e intentar evitar de este modo que las sospechas recayesen en los naturales del país.
Al día siguiente, la noticia del secuestro llegó a El Cairo gracias al aparato de radio de algún guerrillero que había tenido conocimiento del éxito de la operación. Las emisoras de radio aliadas difundieron rápidamente la noticia de que el general Kreipe «va de camino a El Cairo»; buscado o no, el anuncio tuvo el efecto de desorientar a los alemanes, ya que creyeron que el general ya había salido de la isla, lo que frenó la persecución de los secuestradores. Para aumentar la confusión, una emisora destinada a los soldados británicos, pero que era escuchada también por los alemanes, anunció que en realidad el general Kreipe se había pasado al enemigo, entregándose a un comando británico.
Los aviones alemanes de observación sobrevolaron la región a la búsqueda de cualquier pista que pudiera conducirles al general. Durante varios días fue constante el vuelo de los aparatos, escrutando carreteras, pasos de montaña, aldeas y barrancos. También lanzaron panfletos en los que se amenazaba con tomar medidas de represalia contra la población en el caso de que Kreipe no fuera liberado.
A la mañana siguiente se imprimió esta octavilla, que sería distribuida por los alrededores de Heraklion:
A los habitantes de Creta:
En la noche pasada, el general Kreipe fue raptado por unos bandidos. Es muy posible que lo tengan escondido en las montañas. La población debe saber el lugar donde se encuentra. Si en el plazo de tres días no se le pone en libertad, todos los pueblos rebeldes de la zona de Heraklion serán destruidos. Por otra parte, se dictarán severas medidas contra la población civil.
Desgraciadamente, los alemanes cumplieron con sus amenazas y acabaron arrasando por completo la aldea de Anoyia y asesinando a sangre fría a su casi medio millar de habitantes. Ajeno a las crueles consecuencias que su acción había causado, el grupo se dirigió al sudoeste, escondiéndose durante el día y caminando de noche, desde donde podrían escapar por mar rumbo a Egipto.
Con el paso de los días, el general, debido al buen trato que recibía, acabó convirtiéndose en un compañero más, compartiendo las penalidades sin expresar ninguna queja: «Debo manifestar en honor a la verdad —reconocería después el general Kreipe— que, aparte de la brutalidad en el momento de la captura, recibí muy buen trato. Por ejemplo, siempre me daban la preferencia a la hora de comer».
El general Kreipe, en el centro, flanqueado por Stanley Moss, a la izquierda, y Patrick Leigh-Fermor, a la derecha, en una fotografía tomada durante su secuestro. |
Una vez abandonado el vehículo, el grupo que conducía al general prosiguió su camino a pie en dirección a la costa meridional de la isla. Casi siempre marchaban de noche o con poca luz. Durante el día descansaban en las cuevas de las montañas o en algún lugar rocoso donde fuera fácil ocultarse. Nunca tomaban los senderos, para no dejar así rastro. La colaboración de los guerrilleros locales sería vital ya que, cuando había presencia de fuerzas alemanas en la zona, la noticia se transmitía de una montaña a otra por medio de hogueras.
Marchando por las montañas se encontraron con el grupo de guerrilleros que había colaborado en el secuestro, y que se había hecho cargo del chófer. Pero este no iba con ellos; los guerrilleros dijeron a los británicos que había muerto a consecuencia de un tiroteo. Años más tarde se sabría que fue apuñalado y enterrado bajo un montón de piedras.
Al tercer día de camino hacia la costa sur de la isla, las fuerzas entre el grupo formado por el general Kreipe y sus secuestradores ya flaqueaban. El avance a través de las abruptas montañas cretenses era especialmente penoso. Pero la hospitalidad de los naturales de la isla surgía en el momento más inesperado; el grupo tuvo la suerte de llegar a una cabaña de pastores donde fueron recibidos calurosamente, siendo obsequiados con cordero asado, queso y vino. El general, exhausto, se quedó dormido al poco de sentarse junto al fuego.
Al día siguiente llegaron malas noticias: los alemanes sabían que se hallaban en esa zona gracias a los informantes que tenían por toda la isla, y la habían rodeado para evitar que pudieran escapar, como si del juego del gato y el ratón se tratase. Además, estaban a punto de lanzar una batida con cientos de soldados para dar con su escondite, cerrando así el círculo sobre ellos. Así, para ponerse a salvo, los británicos no tenían otra alternativa que atravesar el único sector que no estaba vigilado, el Monte Ida, de dos mil cuatrocientos cuarenta metros de altura, al considerar los alemanes que escapar por allí era imposible.
No había elección. Debían subir esa imponente montaña, en cuya cumbre todavía se acumulaba la nieve caída durante el invierno. La ruta de ascenso se convertiría en una odisea. Tenían que hacer un alto cada diez minutos. Las placas de hielo hacían necesario avanzar con grandes precauciones. Las caídas eran continuas, mientras la lluvia y el frío agravaban las condiciones del ascenso. Al llegar a la cima, a última hora de la tarde, pudieron descansar en el interior de una pequeña cabaña de piedra. Kreipe, con el uniforme empapado, estaba aterido de frío. Pero no podían perder tiempo, por lo que emprendieron de inmediato el camino de descenso, que duró toda la noche y la mitad del día siguiente.
Entonces llegó un mensaje para informar de que los alemanes tenían fuertemente vigilada la costa sur, donde estaba previsto que fueran recogidos por una lancha inglesa. No podían seguir avanzando hacia la costa, por lo que regresaron hacia la falda del Monte Ida para ocultarse hasta que el panorama se aclarase.
Aunque los lugareños odiaban a los alemanes, no faltaba quien prefería tener tratos con ellos para lograr alguna ventaja puntual. Así, las informaciones relativas a la ruta que iban siguiendo los británicos no tardaban en llegar a oídos germanos. Los alemanes supieron de este modo en qué zona se encontraban, por lo que fueron rodeándolos, estrechando el círculo cada vez más.
El desánimo acabó por apoderarse del grupo. Después de tantos sacrificios se encontraban prácticamente en un callejón sin salida. No podían escapar por mar y los alemanes no tardarían en rodearles por completo. Pero la suerte, que parecía haberles abandonado, apareció en forma de un encuentro casual con tres hombres que también se escondían en las montañas. El motivo para mantenerse ocultos, que no tuvieron ningún reparo en revelar, era que se dedicaban a robar ovejas y uno de ellos confesó que incluso había matado a un pastor. Como los bandidos tampoco sentían muchas simpatías por los alemanes, se decidieron a ayudarles. Gracias a su perfecto conocimiento de la comarca, los británicos lograron atravesar el cordón de vigilancia dispuesto por los alemanes y acceder a una zona segura.
Pero faltaba coordinar la evacuación por mar de Kreipe rumbo a El Cairo. Los alemanes controlaban toda la costa sur, lo que hacía imposible el envío de la lancha que debía sacarles de la isla. Al final se acordó marchar en dirección a Rodakino, donde el litoral era poco menos que inaccesible al ser muy accidentado, por lo que la vigilancia era escasa. Leigh-Fermor indicó la posición por radio y desde El Cairo le dijeron que les recogerían allí la noche del 14 al 15 de mayo.
El grupo se dirigió por escarpados pedregales hacia Rodakino, evitando los senderos, que estaban vigilados por las patrullas alemanas. Durante la marcha, la mula que transportaba a Kreipe se resbaló y cayó al suelo, atrapando al general y provocándole una dolorosa fractura en el omoplato. Pese al daño sufrido, el alemán no aprovechó esta circunstancia para ralentizar la marcha, quizás víctima del «síndrome de Estocolmo» fruto de la convivencia diaria en condiciones tan penosas; así, el general germano continuó subiendo y bajando montañas, demostrando una dignidad que sus captores nunca hubieran sospechado.
Una última dificultad venía a interponerse en el camino del comando británico a El Cairo. Desde un lugar elevado se podía advertir que el punto de reunión con la lancha se encontraba en medio de dos puestos de vigilancia costera. Después de tantos esfuerzos no podían echarse atrás, así que debían asumir ese último riesgo, por lo que no dieron aviso para cancelar el rescate.
Así pues, al caer la noche, iniciaron en el más absoluto silencio el descenso hacia la playa. Kreipe, temiendo alguna reacción violenta de sus secuestradores o aceptando que su destino ya estaba lejos de Creta, no intentó ninguna maniobra desesperada para llamar la atención de sus compatriotas. Milagrosamente, desde los puestos alemanes nadie escucharía ningún ruido.
Una vez en la playa, sobre las diez de la noche, pudieron distinguir en la oscuridad la silueta de dos botes neumáticos que se aproximaban silenciosamente a la orilla. Cuando se encontraban ya a tiro de piedra, uno de los hombres que venían en los botes preguntó por Leigh-Fermor; este se presentó y rápidamente se inició el embarque. Sin tiempo para muchas despedidas, los dos agentes británicos agradecieron su inestimable colaboración a los guerrilleros cretenses, sin cuya participación nunca hubieran logrado culminar la arriesgada misión. Paddy, Stanley y el general subieron a los botes y se dirigieron a la lancha que les esperaba a unos centenares de metros de la orilla para recogerlos y poner rumbo a Egipto.
La travesía marítima duró veinticuatro horas, en medio de un fuerte oleaje que pondría en peligro la estabilidad de la embarcación, pero después de todas las penalidades pasadas en las montañas de Creta eso era poco menos que un paseo. Se dirigieron al puerto de Marsa Ma-truh, donde un grupo de oficiales británicos esperaba la llegada de los tres hombres: «Al poner pie en África —recordaría después el general Kreipe—, me recibió el jefe de los comandos, el coronel Bamfield. Me trató con gran deferencia y me ayudó en todo lo posible. Imagínese que en dos semanas no tuve un pañuelo limpio, a menos que me lo lavara».
Una vez atendido de su lesión en el hombro, Kreipe, Leigh-Fermor y Moss se dirigieron en avión a El Cairo, en cuyo aeródromo tomaron tierra sobre el mediodía. Allí les esperaba un general y varios periodistas. Los agentes británicos fueron recibidos como auténticos héroes, siendo felicitados de forma efusiva por sus superiores, quienes seguramente, en su fuero interno, nunca creyeron que aquellos impulsivos jóvenes pudieran culminar con éxito su misión o, ni tan siquiera, escapar vivos de Creta.
El general Kreipe, con el brazo en cabestrillo, se despide de sus secuestradores antes de emprender el camino al cautiverio. |
Tres días más tarde, Kreipe fue trasladado a Inglaterra, pero antes de su marcha recibió en la prisión la visita de los dos oficiales británicos, que se interesaron por el estado de su hombro. Los sentimientos de los dos jóvenes eran contradictorios. Por un lado se alegraban de haber conseguido su objetivo de capturar a un general alemán, algo que parecía una locura cuando Paddy lo propuso en aquella mesa de un bar de El Cairo, pero por otro se sentían en cierto modo culpables por el triste futuro que le esperaba a un hombre con el que habían compartido tantas penalidades, que él había aceptado con digna resignación. Sus secuestradores se despidieron con un lacónico pero sentido «adiós», mientras que Kreipe se limitó a son-reírles con una expresión amable.
Kreipe fue trasladado a Canadá, vía Gibraltar y Londres, y fue internado en un campo de prisioneros próximo a Calgary, en el que permanecería hasta el fin de la guerra. En 1947 pudo regresar a Alemania. A los dos héroes británicos se les acabaría concediendo la Cruz de Servicios Distinguidos, en agradecimiento por su valerosa iniciativa y su excelente ejecución, completando una de las misiones más audaces de toda la Segunda Guerra Mundial. Kreipe y sus raptores no volverían a verse hasta 1970, cuando un programa de la televisión griega los reunió de nuevo9.
Aunque en el momento del secuestro el general Kreipe no era consciente de ello, con aquella acción en realidad sus enemigos le estaban salvando la vida. Los otros dos generales que estaban al frente de guarniciones alemanas en Creta acabaron en la horca, culpables por los excesos cometidos sobre la población local, después de ser sentenciados por un tribunal griego. Probablemente, ese hubiera sido el fatal destino que esperaba a Kreipe si no hubiera sido secuestrado por aquellos dos intrépidos jóvenes.
9 En 1950, Stanley Moss escribió un relato pormenorizado de la misión, I’ll met by moonlight, que sería llevado a la gran pantalla con el mismo título («Emboscada nocturna» en la versión en español). Este film británico fue dirigido en 1957 por Michael Powell y Emeric Pressburger.