Capítulo 6

Operación Antropoide: Heydrich debe morir

El 27 de mayo de 1942, Praga amaneció con el cielo despejado y una temperatura agradable, típicamente primaveral. Sus habitantes se preparaban para acudir a sus trabajos en lo que se preveía una mañana suavemente calurosa. A pesar de la guerra, la ciudad vivía envuelta en una engañosa normalidad; las fábricas checas, especializadas en armamento, funcionaban a su máxima capacidad para abastecer las necesidades crecientes de la máquina de guerra germana, por lo que no faltaba el trabajo entre los checos. Tampoco faltaba comida, a pesar del racionamiento. La ocupación alemana del país, de la que habían transcurrido más de tres años, había pisoteado el honor de los checos, pero la vida resultaba medianamente aceptable para aquellos que se resignaban a agachar la cabeza ante los nuevos amos.

Pero esa mañana iban a cambiar muchas cosas. En una calle de las afueras de la capital checa, tres hombres vestidos con gabardinas a pesar del calor y cubiertos con gorras, daban vueltas de un lado para otro nerviosamente. Dos de ellos, con sendas carteras de mano, simulaban estar esperando en una parada de tranvía, mientras que otro, con un periódico en la mano, permanecía de pie a un tiro de piedra, preparado para hacer una señal a sus compañeros en cuanto viese aparecer un Mercedes negro descapotable por la calle que se encontraba vigilando.

Los minutos iban pasando lentamente en el reloj de un campanario cercano, pero el vehículo no llegaba. Los dos hombres que simulaban estar esperando el tranvía temían despertar sospechas al llevar tanto tiempo en la parada sin subir a ninguno. Cuando el retraso ya se acercaba a la hora y media, la tensión que estaban viviendo aquellos hombres fue disminuyendo, ya que todo hacía indicar que ese día, por el motivo que fuera, aquel Mercedes no iba a aparecer; deberían regresar al día siguiente a ver si tenían más suerte.

Pero cuando estaban a punto de abandonar el lugar, el hombre del periódico comenzó a agitarlo: era la señal convenida. El Mercedes negro estaba llegando a la curva en la que esperaban los otros dos hombres, un tramo en que el vehículo debía disminuir su velocidad hasta verse casi detenido. Ese era el momento en el que deberían actuar, poniendo en práctica lo que habían ensayado durante varios meses, lo que iba a suceder en apenas unos segundos. El instante del que iba a depender la suerte de miles de personas estaba a punto de llegar.

CHECOS EN EL EXILIO

Dos años antes de que aquellos tres hombres se aprestasen a llevar a cabo la acción para la que se habían entrenado tanto tiempo, otros muchos checos como ellos habían llegado a las islas británicas escapando de los nazis. Con la caída de Francia, Gran Bretaña había pasado a ser el único reducto de Europa Occidental que resistía ante el victorioso avance de las tropas de Hitler. Londres se convirtió así en refugio de gobiernos y militares de los países del continente europeo que no habían logrado mantenerse a salvo de la marea nazi. Allí se congregaban voluntarios polacos, noruegos, holandeses, belgas, franceses o, como en este caso, checos, dispuestos a todo para conseguir algún día la liberación de su patria ocupada.

En el otoño de 1941, en un campo de entrenamiento del Ejecutivo de Operaciones Especiales (Special Operations Executive, SOE) situado en Escocia, dos jóvenes checos estaban siendo sometidos a un adiestramiento especial: Jan Kubis, hijo de un campesino de Moravia, y Josef Gabcik, cerrajero eslovaco, ambos ex sargentos del Ejército checo. Habían escapado de Checoslovaquia consiguiendo alcanzar Gran Bretaña, donde se habían puesto a las órdenes de su gobierno en el exilio. Estos dos jóvenes, que serían uña y carne desde que se conocieron en Inglaterra, no podían imaginar en esos momentos que acabarían convirtiéndose en símbolo de la resistencia ante la opresión y un aleccionador ejemplo para miles de compatriotas.

Tras la anexión de la región de los Sudetes que siguió al Pacto de Múnich de octubre de 1938, Hitler terminó de ocupar el resto de Checoslovaquia en marzo de 1939. El entonces presidente de lo que quedaba del país, el pusilánime Emil Hácha, accedió a seguir en el cargo, aunque sometido por completo a los alemanes. Hácha tuvo que resignarse también a ver cómo Eslovaquia pasaba a ser independiente bajo un gobierno títere de los nazis y a que el resto del país fuese denominado Protectorado de Bohemia y Moravia. Desde noviembre de 1939, todo el poder lo ejercería en Praga el alemán Konstantin von Neurath con el cargo de Reichsprotektor de Bohemia y Moravia, mientras que Hácha continuaba al frente de un gobierno que actuaba al dictado de Berlín.

Los habitantes del protectorado perdieron sus libertades democráticas y la economía del país quedó encuadrada dentro del esfuerzo bélico alemán. Además se facilitó la llegada de alemanes al territorio checo, lo que dio pie a unas tímidas protestas del presidente Hácha, que no tuvieron ningún eco. Mientras tanto, el ex presidente de Checoslovaquia, Edvard Benes, formó un gobierno en el exilio en Londres con el apoyo de los aliados.

Pese al dominio germano sobre el territorio checo, el proceso de sumisión de la población local no avanzaba al ritmo deseado por Berlín. Se producían huelgas y protestas entre los obreros y la resistencia operaba con cierta tranquilidad. Von Neurath, considerado blando por Hitler, fue sustituido en septiembre de 1941 por un hombre tan brutal e implacable como hábil e inteligente, en quien el führer tenía depositadas muchas esperanzas: el Obergruppenführer de las SS y jefe del Servicio de Seguridad del Reich (Sicherheitsdienst, SD), Reinhard Heydrich.

Heydrich era aficionado al violín, el piano y la esgrima. Aunque se le conocía como «la bestia rubia» por su aspecto nórdico, sus enemigos aseguraban que tenía un antepasado judío, por lo que le llamaban el «Moisés rubio» para hundir su carrera ascendente. También le llamaban «la cabra», por su estridente risa.

El nuevo Reichsprotektor de Bohemia y Moravia era el hombre de confianza del jefe de las SS, Heinrich Himmler, aunque no se descarta que la decisión de enviarlo a Praga fuera alentada por el propio Himmler, receloso del poder que el ambicioso Heydrich estaba acumulando. Pese a que no era muy conocido fuera de los círculos del poder, gracias a su privilegiado puesto nada escapaba a su conocimiento; no había asunto turbio en las entrañas del Estado en el que él no estuviera involucrado, lo que le llevó a asegurar que él era «el máximo encargado del vertedero de basura del Reich».

El 27 de septiembre de 1941, Heydrich apareció en Praga, acompañado de un séquito de medio centenar de especialistas para reorganizar el Protectorado. A los tres días, Heydrich convocó a los altos jefes de la Administración alemana para informarles sobre los principios que regirían en el país. En su discurso no habló solamente de la «misión del Reich, encaminada a transformar la Gran Alemania en un colosal Imperio germánico», sino que mencionó cosas que los oyentes estaban obligados a no revelar; habló de una nueva Europa en la que «los checos no contarían para nada». Según Heydrich, los checos de cierto valor racial serían «germanizados», mientras que el resto acabaría «esterilizado o, sencillamente, en el paredón».

En cuanto Heydrich tomó posesión de su nuevo cargo, quiso marcar distancias con su predecesor, implantando la ley marcial y ordenando la detención de casi toda la intelectualidad checa. En menos de cinco semanas mandó ejecutar a quinientos cincuenta checos, lanzando a la población un inequívoco mensaje de que las cosas habían cambiado. Heydrich también persiguió a la población judía checa, deportando a miles a los campos de concentración.

OBJETIVO: HEYDRICH

El flamante Reichsprotektor, instalado en el castillo de Praga y convertido en una especie de César, comenzó a aplicar en Bohemia y Moravia la misma exitosa fórmula que había empleado el Tercer Reich para consolidar su poder en Alemania: una sagaz política de «palo y zanahoria». Esa estrategia consistía en proporcionar a la población medidas benefactoras, como aumentos de salario, reducción de la jornada laboral, vacaciones pagadas, ayudas sociales y raciones extra, combinadas con duras medidas de represión para desarticular toda resistencia. El objetivo primordial era ganarse la simpatía del obrero checo, tan necesario para la industria del armamento. La población checa, ante la ausencia de alternativas, se avino a apreciar las ventajas de la nueva situación, que en algunos aspectos mejoraba la vivida antes de la ocupación alemana.

Reinhard Heydrich, Reichsprotektor de Bohemia y Moravia, era un nazi fanático e implacable que contaba con el afecto de Hitler.

Esa creciente colaboración de la población checa con los alemanes se traduciría en un aumento de la producción en la potente industria bélica del país, lo que fue contemplado con preocupación por los aliados. Además, se corría el peligro de que el ejemplo de la sumisión de los checos se extendiese a otros países ocupados. Era necesario desestabilizar el fructífero dominio germano sobre el territorio checo y la manera más sencilla de lograrlo era conseguir que la mano dura del régimen golpeara indiscriminadamente a toda la población para enajenarse así su resignado apoyo.

Si los aliados conseguían su objetivo, en unos momentos en los que los panzer avanzaban victoriosos sobre Moscú y los U-Boot habían convertido el Atlántico en su particular coto de caza, el Reich se encontraría inesperadamente con un problema en su «patio trasero», lo que le obligaría a desviar la atención que entonces requería su imperio, cada vez mayor. Para ello, Churchill era partidario de provocar a los alemanes con un golpe contundente que revelase ante la población checa toda la brutalidad inherente al régimen nazi.

Entonces surgió una idea tan audaz como arriesgada; acabar con la vida de Heydrich. Hitler sentía un gran aprecio por este valor emergente, que cumplía con los requisitos para ascender a las más altas esferas del organigrama del Tercer Reich; joven, implacable, carente de escrúpulos y nazi fanático. Los aliados sabían que, eliminando a Heydrich, Hitler se enfurecería y lanzaría una ola de represalias sin precedentes, lo que con toda seguridad acabaría con la cordial cohabitación que mantenían los checos con sus ocupantes. Se había puesto en marcha la Operación Antropoide.

El Gobierno checoslovaco en el exilio de Londres dudaba en llevar a cabo acciones contra los alemanes, por miedo precisamente a esas represalias que sin duda se abatirían sobre su pueblo. Sin embargo, en ocasiones es necesario acometer sacrificios en aras de un bien mayor, o al menos así lo acabaron por entender los gobernantes checos, para los que era fundamental mantener buenas relaciones con sus anfitriones británicos, cuyo objetivo primordial era ganar la guerra. Por tanto, el Gobierno checo no tuvo otra alternativa que apoyar la idea de asesinar al Reichsprotektor, asumiendo las terribles consecuencias que ese acto iba a provocar. Además de corresponder al apoyo que estaban recibiendo de los británicos, con esa decisión también marcaban distancias con el presidente Hácha, quien enviaba mensajes secretos de solidaridad al Gobierno en el exilio mientras en la práctica favorecía la colaboración con los ocupantes. De llevarse finalmente a cabo el atentado contra Heydrich, la acción sería una advertencia a los nazis de que su poder no era tan omnímodo como creían y representaría también una esperanza para los resistentes de toda Europa. Pero, tal como se ha referido, los británicos se habían propuesto acabar con esa política de acercamiento a la población checa que Heydrich estaba siguiendo con relativo éxito, un fin que justificaba los medios a emplear.

La misión fue encargada a Kubis y Gabcik, para lo cual se les instruyó en todo lo necesario para poder, llegado el momento, eliminar a la «bestia rubia». En el campo de entrenamiento escocés aprendieron a manejar unas granadas de mano especiales contra los blindajes, en previsión de que el atentado fuera contra su vehículo. En poco tiempo se convirtieron también en muy buenos tiradores. Ambos debían dominar todas las técnicas para lograr cumplir con éxito su misión.

LA OPERACIÓN EN MARCHA

La tarde del 28 de diciembre de 1941 despegó de un aeródromo cercano a Londres un bombardero Halifax de gran alcance. Al anochecer, después de un arriesgado vuelo sobre la Europa ocupada, Kubis y Gabcik se lanzaron en paracaídas cerca de la localidad de Nehvizdy, a veinte kilómetros de Praga. Su objetivo era matar a Heydrich, pero antes de que llegase ese momento debían entrar en contacto con la resistencia checa para que les ayudasen a preparar y ejecutar el atentado.

Una vez en tierra, los dos checos deambularon durante un par de horas buscando un escondite seguro, hasta que descubrieron una cantera abandonada en la que pudieron ocultarse y reponer fuerzas. Pero al amanecer fueron sorprendidos por la llegada de un hombre enjuto, con gafas, boina y un bigote que recordaba al que lucía Hitler. En cuanto le vieron, Kubis y Gabcik empuñaron las armas y encañonaron al visitante. Sin embargo, este no se alteró lo más mínimo y se limitó a decirles que había oído el rumor del avión y visto sus paracaídas mientras descendían, por lo que ya sabía que eran agentes aliados. El hombre, que dijo ser molinero y llamarse Baumann, les aseguró que conocía muy bien la región y que la cantera resultaba en ese momento el mejor de los escondrijos. Kubis y Gabcik decidieron confiar en aquel extraño, revelándole que acababan de llegar de Inglaterra y que deseaban trasladarse a Praga, en donde habían de cumplir una misión especial, de la cual no desvelaron ningún detalle.

Los dos jóvenes tuvieron mucha suerte; Baumann se comprometió a facilitarles el contacto con la resistencia de la capital. Él mismo pertenecía al movimiento Sokol, una de las muchas organizaciones patrióticas declaradas fuera de la ley por los alemanes. Después de pasar cuatro días ocultos en la cantera, el molinero les condujo a Praga, quedando alojados en la casa de una familia que colaboraba con la resistencia.

Unos días después, Baumann les puso en contacto con el jefe del movimiento Sokol, el profesor de química Vladislav Vanek. El profesor Vanek pidió a Kubis que le explicase la razón de la presencia de ambos en Praga. Para sorpresa del joven checo, que esperaba un cálido recibimiento, Vanek le sometió a un tenso interrogatorio apuntándole en todo momento con una pistola. Aunque los resistentes checos sabían que esos dos hombres se habían lanzado en paracaídas desde un avión, el aparato bien podía ser alemán. También cabía la posibilidad de que los verdaderos agentes hubieran sido detenidos nada más tocar tierra y que dos espías alemanes los hubieran suplantado; este tipo de estratagemas eran habituales. Así, para comprobar que el joven era quien decía ser, Vanek le conminó a que nombrase algunos oficiales checos en Inglaterra y que describiese el lugar donde había nacido. Los alemanes habían intentado en varias ocasiones infiltrarse en los movimientos de resistencia checos, por lo que toda precaución era poca.

Kubis se mostró un tanto irritado por tener que someterse a ese exhaustivo examen, pero Vanek se justificó diciendo que ellos eran los primeros hombres que les enviaban desde Londres y que, en todo caso, los británicos no les habían avisado de su llegada, por lo que debía entender los temores a que se tratase de una trampa urdida por los alemanes.

El profesor Vanek preguntó a Kubis lo que él y su camarada pensaban hacer. Al principio alegó que su misión era secreta pero al final y tras muchos rodeos, comprendiendo que en todo caso precisaría de la ayuda de la resistencia para llevarla a cabo con éxito, desveló por fin que habían llegado para matar a Heydrich.

El jefe de la resistencia checa le reconoció que no sentía mucho entusiasmo por ese plan para asesinar a Heydrich, del que ya había oído hablar. Las consecuencias de los ataques contra los intereses alemanes en territorio checo se saldaban con fuertes represalias, por lo que en este caso, tratándose de uno de los principales jerarcas nazis, la venganza del régimen podía ser de una brutalidad inimaginable. Kubis reconoció que las represalias que inevitablemente se iban a producir a consecuencia del atentado habían sido contempladas a la hora de decidir el plan pero que, de todos modos, el temor a esa respuesta sanguinaria por parte de los nazis no debía interferir en su cumplimiento. El joven checo insistió en que habían recibido la orden en Londres y que los resistentes checos tenían la obligación de ayudarles en su tarea.

Vanek insistió en sus reticencias ante un plan que, de tener éxito, iba a desatar una venganza furiosa sobre cientos o miles de personas inocentes, pero Kubis no quería ni oír hablar de cancelar la misión. Marcándose un farol, aseguró que la llevarían a cabo con o sin ayuda de la resistencia. Ante la firme resolución del joven, y la constatación de que cumplía órdenes del Gobierno checo en el exilio, a quien la resistencia también debía lealtad, Vanek accedió finalmente a colaborar en la operación.

Por el momento, Vanek los puso en manos de uno de sus mejores hombres, el maestro Jan Zelenka, llamado comúnmente «tío Hajski», quien les proporcionó alojamiento en la casa de una familia de confianza, los Moravec. La señora Moravec, conocida por todos como «tía María», era una carismática combatiente cuyo hijo mayor había escapado a Inglaterra, convirtiéndose en piloto de la RAF. Su hijo pequeño, Ata, pese a contar con sólo diecisiete años, colaboraba también como el que más en las acciones de la resistencia.

Una vez establecidos en Praga, los dos checos comenzaron a recoger la información necesaria para planear el atentado. Enseguida pudieron comprobar los beneficios de la colaboración con la resistencia. Por ejemplo, «tío Hajski» les puso en contacto con un carpintero que él mismo había reclutado para que colaborase con el movimiento Sokol, y que se encargó de indicarles cuál era el Mercedes en que Heydrich se desplazaba por la capital, así como los automóviles que componían su escolta.

PREPARANDO EL ATENTADO

En la primavera de 1942, Kubis y Gabcik, provistos de documentos falsificados y sendas bicicletas, se dedicaron a recorrer en numerosas ocasiones el itinerario habitual de Heydrich, con el fin de determinar el lugar más favorable para tenderle la emboscada. Un tramo de carretera bordeado por castaños, por el que Heydrich pasaba dos veces al día, les pareció el sitio ideal para «cazarlo».

Al principio decidieron tender un cable de acero entre uno y otro lado de la carretera para provocar un accidente, ya que en ese tramo, al ser totalmente recto, el vehículo solía correr a gran velocidad. Los dos hombres acudirían al coche accidentado para tirotear a Heydrich y al conductor.

Sin embargo, cuando ya tenían decidido atentar en ese lugar, se dieron cuenta de que ese escenario ofrecía un inconveniente; en el caso de que el plan fracasase, la huida sería complicada al no tener dónde ocultarse, puesto que ese tramo de carretera se hallaba en campo abierto, y si pretendían escapar en bicicleta por la carretera era obvio que no podrían llegar muy lejos antes de ser alcanzados. Era necesario, por tanto, encontrar una nueva localización, y debía ser en las calles de Praga, en donde sería más sencillo perder de vista a sus perseguidores tras cometer el atentado.

El lugar en cuestión lo acabarían encontrando en el suburbio de Liben; una curva cerrada poco antes de rebasar el puente de Troya y enfilar el centro de la capital. La curva de Liben era el sitio ideal para ejecutar el atentado; en ese punto, el vehículo de Heydrich se veía obligado a reducir su marcha, al ser una curva muy cerrada, por lo que durante unos segundos iba a ofrecer un blanco perfecto.

Los dos jóvenes checos contarían con la colaboración de Josef Valcik, otro compatriota que también había sido entrenado en Gran Bretaña. Según el plan que les llevaría a representar la escena descrita al inicio del capítulo, poco después de las nueve se situarían los tres junto a la curva en una parada próxima del tranvía, simulando que lo esperaban. Kubis llevaría en su cartera una granada especial de cuarenta centímetros de longitud, mientras que Gabcik iría pertrechado con un subfusil británico Sten, oculto en su gabardina. Llegado el momento, Valcik dejaría la parada para situarse a un centenar de metros, en un lugar desde el que se vería llegar el automóvil de Heydrich. En cuanto apareciese, Valcik haría una señal agitando un periódico; los otros dos miembros del equipo se dirigirían entonces rápidamente hacia la curva, donde pondrían a punto sus armas en espera de que pasase ante ellos el Mercedes de Heydrich. Cerca de ellos tendrían preparadas unas bicicletas para desaparecer por las callejuelas de la zona.

Mientras se avanzaba en los preparativos del atentado, el profesor Vanek continuaba reticente a que la misión se llevase a cabo. A pesar de que expuso sus dudas en varias ocasiones, tanto Kubis y Gabcik como Valcik seguían convencidos de llevarlo adelante. El jefe de la resistencia forzó una comunicación con el Gobierno checo exiliado en Londres, con el fin de convencerles de que era mejor cancelar el plan. Vanek alegó que varios de sus hombres habían sido capturados, por lo que la organización se hallaba en peligro; el atentado conllevaría, sin duda, un aumento de la presión sobre la resistencia, con lo que se correría el riesgo de que se viese aplastada por completo.

Pese a las protestas de Vanek, la respuesta que llegó desde Londres fue rotunda e inapelable; era absolutamente necesario atentar contra la vida de Heydrich. Como se ha apuntado, el Gobierno en el exilio deseaba mostrar al pueblo checo que no tenía nada que ver con el gabinete títere presidido por Hácha, partidario de la colaboración con los alemanes. Además, gracias a ese espectacular golpe, se insuflaría esperanza en los checos de acabar un día con el dominio germano, lo que supuestamente daría alas al movimiento de resistencia.

Si desde Londres se veía el panorama de este modo, los resistentes checos no lo contemplaban así, ya que creían más bien que la violenta respuesta alemana al atentado iba a provocar el efecto contrario. Pero el Gobierno en el exilio era de la opinión de que las represalias iban a galvanizar al pueblo checo en torno a la resistencia, por lo que se mostró inflexible en la decisión de atentar contra Heydrich. Ante la imposibilidad de convencer al Gobierno checo en Londres para que desistiese de lanzar la operación, Vanek no tuvo otro remedio que apoyarla.

A mediados de mayo de 1942, Kubis y Gabcik comunicaron a Vanek que el plan estaba listo para ponerse en marcha. Ya sólo faltaba decidir el día en que tendría lugar el atentado. Uno de los contactos de Vanek informó que Heydrich debía partir próximamente a Berlín y que su regreso a Praga podía demorarse varias semanas. Así pues, había que actuar con rapidez; se decidió que la operación se llevase a cabo el 27 de mayo.

EL MOMENTO DECISIVO

Tal como se relataba al inicio del capítulo, aquel 27 de mayo de 1942 era un típico día de primavera. Sobre las diez y media de la mañana, una hora y media más tarde de lo que solía hacer habitualmente, Heydrich se despidió de su mujer y de sus hijos en su lujosa residencia de Panenske-Brezany, situada a catorce kilómetros de Praga. El conductor, el Oberscharführer de las SS Johannes Klein, tenía listo su Mercedes descapotable. Como ya lo había venido haciendo en varias ocasiones, Heydrich iba a desplazarse sin escolta. Además, solía ir con el vehículo descubierto, para demostrar que no necesitaba protección. Heydrich era tan temido que consideraba imposible que alguien se atreviera a atentar contra él.

Mientras, en la parada de tranvía de Liben, Kubis y Gabcik esperaban impacientes al coche de Heydrich. Ellos creían que saldría de su casa sobre las nueve de la mañana, por lo que el nerviosismo iba en aumento al ver que este no aparecía. En la curva, el tercer integrante del grupo, Valcik, vigilaba atentamente para avisar a sus compañeros de la llegada del Mercedes, pero los minutos iban transcurriendo en el reloj de una torre cercana sin que el vehículo del jerarca nazi hiciera acto de presencia.

La mañana seguía avanzando y poco a poco se fueron convenciendo de que Heydrich no pasaría ese día por allí. El atentado, largamente preparado, iba a tener que aplazarse hasta el día siguiente. Pero inesperadamente, mientras las campanadas que señalaban las once en punto sonaban en el reloj de la torre, Kubis y Gabcik vieron a Valcik agitando el periódico que llevaba en la mano: era la señal convenida, que anunciaba la inminente llegada del coche de Heydrich. Mientras corrían hacia la curva, un tranvía estaba llegando a la parada. El inconfundible Mercedes negro del jerarca nazi subió la cuesta a plena marcha. Al llegar a la curva, el chófer pisó el freno y redujo la velocidad.

El lugar del atentado contra Heydrich, poco después de producirse. El coche en el que viajaba permanece aún en mitad de la calzada, mientras algunos curiosos acuden a contemplar la escena.

Allí estaba Gabcik, con su subfusil a punto. Cuando tuvo el Mercedes justo delante, vio por primera vez el afilado rostro de Heydrich, inconfundible; el checo apuntó y apretó el gatillo con decisión, pero del arma no salió ninguna bala. Increíblemente, se había atascado el seguro. Gabcik se quedó petrificado contemplando impotente su arma, que le había fallado en el momento decisivo. Kubis le gritó desesperado: «¡Josef!». Pero su compañero únicamente reaccionó para arrojar el subfusil a la acera y echar a correr.

En ese momento, el chófer de Heydrich cometió un error que a la postre se demostraría fatal. En lugar de acelerar para escapar rápidamente de la emboscada, Klein detuvo el vehículo bruscamente y desenfundó su pistola Luger. En cuanto a Heydrich, en vez de ordenar a su chófer que saliera de allí a toda velocidad, también extrajo su arma de la cartuchera para enfrentarse a los miembros de la resistencia.

Con Gabcik huyendo y a punto de ser tiroteado por el chófer y el propio Heydrich, Kubis recordó que llevaba consigo una granada para utilizarla como «Plan B»; estaba claro que ese momento había llegado. Sin pensárselo dos veces, Kubis arrojó la granada contra el vehículo. Se produjo una fuerte explosión al lado de la puerta derecha; piezas de metal y jirones del tapizado salieron despedidos por el aire. La onda expansiva rompió las ventanillas de dos tranvías próximos. Heydrich, instintivamente, se dio la vuelta intentando proteger su rostro con los brazos. A pesar de recibir toda la onda de choque de la explosión, aún pudo bajar del coche y dar algunos pasos, antes de quedar tumbado en la acera, desangrándose.

Estado en el que quedó el Mercedes de Heydrich tras el atentado.

Sin esperar a comprobar los daños causados por la explosión, y suponiendo que Heydrich había muerto, Kubis montó en su bicicleta y emprendió una veloz carrera hacia el puente de Troya. Gabcik apenas miró hacia el coche y siguió huyendo a la carrera. El chófer Klein, que de modo sorprendente había resultado ileso, echó a correr detrás de Gabcik, gritando y disparando; el checo se metió por una calle lateral, pero el enfurecido Oberscharführer siguió corriendo detrás de él. Gabcik buscó refugio en la puerta de una tienda y desde allí abatió a Klein de un tiro certero. Después siguió corriendo calle arriba, llegando a tiempo a subir a un tranvía que se dirigía al centro de la ciudad.

En el tranvía nadie se percató de la agitación del joven. Una vez tranquilizado, seguramente reparó en los objetos que había abandonado en el lugar del atentado; no sólo el subfusil y la bicicleta, sino también su gabardina y la cartera de mano. En ese momento no sabía nada de su compañero, pero Kubis también había cometido ese incomprensible error, al perder su gorra y su maletín. Aunque en las carteras de mano no había ninguna documentación que les identificase, ambos sabían que los avezados sabuesos de la Gestapo no iban a necesitar mucho más para acabar dando con ellos tarde o temprano.

TRASLADO AL HOSPITAL

Mientras los dos checos se alejaban rápidamente del lugar del atentado, Heydrich era auxiliado en un primer momento por una mujer checa que pasaba por el lugar. Los policías checos que acudieron de inmediato al escenario del ataque detuvieron una furgoneta para trasladar a Heydrich al hospital. El dirigente nazi, haciendo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban, subió al vehículo y se tendió en la parte trasera. Aunque su estado era grave, parecía que se iba a poder salvar su vida. El hospital de Bulovka, al que fue rápidamente trasladado, fue tomado por los hombres de las SS; toda la segunda planta, a la que no se permitió la entrada del personal checo, quedó reservada en exclusiva para su atención. Heydrich insistió en ser atendido sólo por médicos alemanes; esa desconfianza hacia los médicos checos resultaría letal.

Aunque las autoridades nazis intentaron silenciar el intento de asesinato del Reichsprotektor, unas horas después todos los checos conocían la impactante noticia. Al saber que Heydrich no había fallecido a consecuencia de la explosión, un sentimiento contradictorio se extendió entre los resistentes checos; por un lado, sufrieron una decepción al ver que la acción había fracasado, pero por otro confiaron en que quizás las represalias no fueran tan implacables en el caso de que el jerarca nazi sobreviviese al atentado. Otros, en cambio, creían que una venganza dirigida por un Heydrich restablecido alcanzaría cotas de salvajismo nunca vistas. Mientras el Reichsprotektor era atendido de sus heridas, la resistencia asistía al desenlace del intento de asesinato conteniendo la respiración.

Un examen de rayos X reveló que Heydrich tenía varias esquirlas alojadas junto a la columna vertebral, lo que le provocaba un terrible dolor; pero la que comprometería su vida sería una que tenía alojada en el bazo, que había quedado abierto. En esa herida había trozos de tela de su uniforme y restos de crin del relleno del asiento. Pero antes de proteger la herida de una infección hubo que esperar a que llegase desde Alemania un médico de las Waffen SS enviado por Himmler, con lo que se dio tiempo para que la infección se extendiese al torrente sanguíneo. Heydrich hubiera podido salvarse de haber actuado con rapidez; sin embargo, cuando se inició el tratamiento con sulfamidas, ya era demasiado tarde6.

Emisión filatélica con la máscara mortuoria de Heydrich.

Pese a todos los cuidados a los que Heydrich sería sometido, para los que se requirió a cirujanos germanos que llegaron expresamente desde Alemania, nada se pudo hacer ya para salvar su vida. El retraso en recibir atención médica había provocado una septicemia que acabaría con la vida de Heydrich tras ocho días de lenta y dolorosa agonía.

El cadáver del Reichsprotektor fue trasladado al castillo Hradcany, antes de salir para Berlín, donde fue enterrado con los máximos honores. A su funeral acudiría toda la alta jerarquía nazi, incluido Hitler, quien se mostró especialmente afectado.

OPERACIÓN DE BÚSQUEDA

Mientras Heydrich se había estado debatiendo entre la vida y la muerte en el hospital, los objetos abandonados por los autores del atentado habían sido expuestos en el escaparate de una tienda de la céntrica plaza Wenzel. Allí, tras la cristalera, los transeúntes podían ver la bicicleta, la gabardina, la gorra y las dos carteras de mano, flanqueadas por dos grandes carteles, en checo y en alemán, que animaban a ofrecer a la policía datos sobre los dueños de esas pertenencias.

La prensa publicó fotografías de esos objetos, y por medio de la radio y altavoces se hizo pública la advertencia de que «todo aquel que, de una u otra forma, proteja a los bandidos, será ejecutado junto con su familia». Para estimular la colaboración ciudadana, las autoridades ofrecieron una recompensa de diez millones de coronas —equivalente a unos ciento veinte mil euros— a quien aportase datos que permitiesen la captura de los autores del intento de asesinato. Pocos días más tarde, ante la ausencia de pistas fiables que condujesen a los responsables del ataque, se duplicó el importe de la recompensa.

Gabcik encontró refugio en un barrio de las afueras de Praga, Zizkov, en casa de otra familia que colaboraba con la resistencia, mientras que Kubis se ocultaba en la casa en la que fueron alojados por el molinero Baumann cuando llegaron a Praga, la de la familia Moravec. La elección de Kubis era especialmente arriesgada, ya que la bicicleta que había quedado abandonada en el lugar del atentado pertenecía a «tía María» y existía la posibilidad de que alguien la reconociese. Valcik también fue ocultado en un piso controlado por la resistencia.

Las autoridades decretaron de inmediato el estado de excepción en la capital checa. Los restaurantes, cines y teatros se vieron obligados a cerrar sus puertas. A partir de las nueve de la noche imperaba el toque de queda y patrullas especiales de las SS registraban metódicamente las casas particulares. Los agentes de la Gestapo hicieron horas extras irrumpiendo a altas horas de la noche en los hogares de aquellos infortunados a los que les habían conducido sus pesquisas. Por el día los alemanes bloqueaban calles y puentes, registraban a los transeúntes e inspeccionaban los automóviles. Nadie podía entrar o salir de Praga sin la debida autorización.

Pero la batida no se limitó a la capital. Los alemanes se dedicaron a registrar casas, sótanos, graneros o establos en toda Bohemia y Moravia, en la que probablemente haya sido la más gigantesca operación de búsqueda de todos los tiempos. Cientos de personas eran a diario detenidas y torturadas.

Las represalias ordenadas por el sustituto de Heydrich, el Obergruppenführer Karl Hermann Frank, no sólo afectaron a los que participaron en el atentado y a sus colaboradores; aprovechando la vasta operación de castigo desplegada, unos tres mil judíos checos que nada tenían que ver con las acciones de la resistencia fueron enviados a los campos de exterminio de Polonia. En Berlín, la noticia del atentado sirvió también de excusa para practicar numerosos arrestos, entre ellos los de ciento cincuenta y dos judíos, que serían también deportados.

Karl Hermann Frank, sustituto de Heydrich. El nuevo Reichsprotektor descargaría sobre los checos una represión implacable en venganza por el asesinato de su antecesor.

En un intento de aplacar la furia de los nazis que se estaba desatando sobre su pueblo y de paso desmarcarse personalmente de la acción, el presidente Emil Hácha responsabilizó directamente del atentado al presidente checoslovaco en el exilio, Edvard Benes. En un discurso radiofónico lo llamaría «enemigo número uno del pueblo checo».

A pesar de los extraordinarios esfuerzos de los alemanes para encontrar a los autores del atentado, estos seguían sin ser descubiertos. Al sentir que el círculo se estaba estrechando alrededor de sus escondrijos, Gabcik, Kubis y Valcik fueron alojados en casa de otras familias, pero el riesgo aumentaba al crecer el número de cómplices. Así, el capellán de la iglesia ortodoxa de San Cirilo, Vladimir Petrek, ofreció su ayuda a los autores del atentado y a cuatro colaboradores más, permitiéndoles esconderse en su iglesia.

SE ROMPE EL SILENCIO

Los alemanes proseguían con su búsqueda febril e implacable de los que habían atentado contra la vida de Heydrich, pero sin obtener resultados. Los resistentes que eran capturados, o bien no sabían nada del atentado, o bien resistían heroicamente los interrogatorios de la Gestapo sin delatar a sus camaradas implicados en la operación. Las cárceles checas rebosaban de sospechosos, apiñándose en cada celda entre quince y veinte detenidos.

Pero lo más grave fue el inicio de una oleada de ejecuciones masivas, que los alemanes no hacían nada por ocultar. Para que sirviese de escarmiento público, la radio anunciaba a diario la captura y ejecución de centenares de checos. Los pelotones de fusilamiento apenas descansaban y la guillotina de la prisión Pankrac no se detenía en su macabro cometido; más de un millar de cabezas fueron segadas por el ominoso artefacto en esas negras jornadas. El terror se extendió por toda la geografía checa.

El ultimátum dado para la captura de los autores del atentado expiraba el 18 de junio. Nadie sabía lo que podía ocurrir si llegaba esa fecha y los ejecutores de Heydrich continuaban huidos. Pero un miembro de la resistencia que había sido instruido en Inglaterra y lanzado en paracaídas sobre Checoslovaquia, Karel Curda, decidió poner fin a esa venganza indiscriminada sobre su pueblo y la que se podía desatar a partir de esa fecha, más atroz si cabe. Así, el 16 de junio, Curda se presentó en el cuartel general de la Gestapo en Praga para identificar uno de los maletines como perteneciente a Josef Gabcik y, a partir de ahí, contar todo lo que conocía sobre la operación para acabar con la vida de Heydrich.

Como amigo que había sido de ellos hasta ese momento, Curda sabía todo sobre Gabcik y Kubis. Sin embargo, desconocía el lugar en el que se hallaban ocultos, aunque la identificación de los autores del atentado ya fue suficiente para que los alemanes comenzasen a tirar del hilo que les debía conducir al ovillo. Lo importante para los alemanes era que por fin se había roto la conspiración de silencio.

Los investigadores germanos hicieron hablar a los detenidos que estaban relacionados en mayor o menor grado con los responsables de la acción y pronto dispusieron de una lista de nombres y direcciones. La red de protección de Gabcik y Kubis comenzó a destejerse rápidamente. Los agentes de la Gestapo irrumpieron en casa de «tío Hajski», que apenas tuvo tiempo de ingerir una cápsula de veneno para acabar con su vida. En el hogar de los Moravec, en donde Kubis se había refugiado justo después de cometer el atentado, se produciría otra trágica escena; al irrumpir allí los hombres de la Gestapo, «tía María» tomó la misma decisión, tragar de inmediato una cápsula de veneno. «Tía María» expiró ante su marido y su hijo Ata.

El señor Moravec y su hijo fueron conducidos al cuartel general de la Gestapo, donde fueron interrogados y sometidos a careos con otros miembros de la resistencia. A los alemanes les habían llegado rumores de que los fugitivos se ocultaban en una iglesia, pero necesitaban determinar en cuál de ellas. Por los testimonios de otros resistentes, los agentes de la Gestapo llegaron al convencimiento de que, además de su madre, ya fallecida, Ata era el único que conocía el escondrijo de los autores del atentado.

Era el 17 de junio. Al día siguiente expiraba el plazo del ultimátum y Ata debía hablar. El valeroso joven se negó a confesar, y soportó los interrogatorios con una inusitada entereza. Durante veinticuatro horas, los agentes de la Gestapo desplegaron en él su tétrico catálogo de métodos de tortura, sin que Ata diese su brazo a torcer. Una vez descartado que el sufrimiento físico lograse hacerle hablar, sus interrogadores recurrieron a una estrategia tan terrible como efectiva. Le mostraron la cabeza cortada de su madre, diciéndole que, si persistía en su silencio, no tardaría en ver así la de su padre, que aún estaba con vida. Ante la espantosa visión de la cabeza de su madre y la amenaza de que su padre fuera también decapitado, cuando faltaban unos minutos para llegar a la medianoche Ata se desmoronó. Los alemanes obtuvieron por fin la información que tanto deseaban; el círculo sobre los fugitivos estaba a punto de cerrarse.

ASALTO A LA IGLESIA

Advertido el nuevo Reichsprotektor, Karl Frank, de que ya se conocía el lugar en el que se ocultaban los autores del atentado, este mandó llamar al general de las SS Karl von Treuenfeld, quien comenzó a preparar el operativo que debía culminar con la captura de los que habían acabado con la vida de Heydrich. Antes de las cuatro de la madrugada, Von Treuenfeld mandó a sus tropas que bloquearan las calles que rodeaban la iglesia de San Cirilo. Hizo observar a sus hombres expresamente que «tanto si atacan como si intentan huir, se capturará con vida a los fugitivos».

Kubis y otros dos combatientes se turnaban en la vigilancia de la parte alta de la iglesia, mientras que Gabcik, Valcik y otros dos camaradas dormían en la cripta. Debido a las detenciones que se habían producido, y en previsión de que alguien acabara hablando, se había decidido que aquella fuera la última noche que pasasen en el templo; estaba previsto que al día siguiente se les condujese fuera de Praga, en busca de un refugio más seguro.

Los tres hombres que montaban guardia descubrieron a los soldados desplegados en torno a la iglesia, y abrieron fuego al ver que los primeros alemanes penetraban en el templo a través de una pequeña entrada lateral. Los soldados intentaban penetrar en la iglesia empleando granadas de mano y fuego de ametralladora, mientras los sitiados trataban desesperadamente de rechazarlos. Al final, viéndolo todo perdido, uno de los combatientes se suicidó, mientras que el otro resistente y Kubis cayeron gravemente heridos por las granadas de mano, falleciendo minutos después.

Los hombres de la Gestapo llevaron al delator Curda al escenario de los combates. Una vez allí, Curda identificó el cuerpo de Kubis, pero informó a los alemanes que ninguno de los otros dos combatientes muertos era Gabcik. Mientras tanto, los alemanes habían encontrado otra indumentaria en el templo, de forma que en alguna parte debía ocultarse al menos una cuarta persona; buscándola, dieron con la entrada a la cripta, oculta bajo una plancha de hierro, de la que arrancaba una escalera que conducía al oscuro sótano.

Además, junto al altar, había una enorme losa, que mostraba indicios de haber sido colocada recientemente, por lo que era muy probable que fuera un acceso a la cripta que hubiera sido cegado como medida de seguridad. El jefe de los bomberos checos, que asesoraba a los alemanes en materias de su competencia, les dijo que necesitarían de tres a cuatro horas para retirar la losa y dejar expedito el acceso a la cripta. El capellán recibió la orden de persuadir a los combatientes que se entregasen, pero ellos le expresaron su propósito de resistir ante cualquier circunstancia.

Recompensa of recida por los nazis para capturar a Josef Valcik.

Los alemanes, ante la dificultad que entrañaba un ataque directo, ordenaron a los bomberos que lanzasen agua a través del pozo de ventilación. Después de unos minutos, el nivel del agua en el sótano comenzó a subir de manera apreciable, pero los alemanes comenzaron a temer que, si no actuaban con rapidez, los resistentes conseguirían escapar a través de la red del alcantarillado o algún pasadizo subterráneo. Así, mientras se inundaba el sótano, un grupo de asalto se metió por el estrecho pasillo que conducía a la cripta. Al ser rechazados desde el interior, los soldados respondieron con granadas de mano e intenso fuego de subfusil, pero los checos continuaban resistiendo. Los alemanes arrojaron bombas de humo en el interior, pero los resistentes lograron devolverlas a la calle.

Finalmente, los alemanes decidieron volar la pesada losa con cargas de dinamita, lo que dejó al descubierto ese acceso más amplio al interior de la cripta. Los checos gastaron la escasa munición que les quedaba tratando de rechazar a las tropas de las SS que llegaban a través del nuevo pasillo, pero los cuatro resistentes —entre los que se hallaba Gabcik— reservaron para ellos sus últimas balas para quitarse la vida. Cuando los alemanes irrumpieron finalmente en la cripta, encontraron los cuatro cadáveres, casi cubiertos por el agua.

El suicidio de los cuatro resistentes había puesto el luctuoso punto final a la tragedia, pero el atentado contra Heydrich había provocado una tragedia mucho mayor, que pasaría a la historia como una de las atrocidades más grandes jamás cometidas.

LÍDICE, UN PUEBLO MÁRTIR

La pequeña población de Lídice sufriría la más brutal y despiadada venganza por el atentado contra Heydrich. Antes del atentado, una carta de un paracaidista checo entrenado en Gran Bretaña dirigida a su familia, residente en ese pueblo, fue interceptada por la Gestapo, lo que puso a Lídice en el punto de mira. A pesar de que muchos vecinos, incluyendo todos los familiares del paracaidista, fueron detenidos e interrogados, y el pueblo registrado a conciencia, no se encontró nada que demostrase que la resistencia tuviera allí una base de apoyo.

Sin embargo, tras el atentado, a la Gestapo le llegó una información que apuntaba a que el comando enviado por los británicos había contado con la colaboración de los habitantes de Lídice. Poco importaría el que no se pudiese establecer ningún vínculo entre la localidad y los autores del atentado; cuando el 9 de junio esos rumores llegaron a oídos de Hitler, este ordenó lanzar una implacable represión contra el pueblo en cuestión. Según las órdenes del führer, toda la población masculina debía ser ejecutada y la localidad arrasada hasta los cimientos.

A las nueve de la noche de ese mismo día, unos doscientos soldados alemanes, asistidos por la gendarmería local, comenzaron a tomar posiciones en el pueblo y a las dos de la madrugada dio comienzo la masacre. Todos los hombres fueron ejecutados. Las mujeres y los niños fueron reunidos en la escuela, transportados en camiones a un pueblo cercano y de ahí fueron enviados a un campo de concentración.

A la mañana del día siguiente, con sus habitantes muertos o deportados, Lídice fue incendiada. Después se procedió a remover los cimientos, ya que Hitler había dispuesto que la superficie ocupada por el pueblo se convirtiese en una finca rústica que debía ser entregada a la viuda de Heydrich.

Los alemanes no hicieron nada por ocultar a la población checa la masacre que había tenido lugar en Lídice, pues constituía un escarmiento destinado a paralizar por el terror a la resistencia. Incluso se hizo pública una nota oficial, firmada por el Reichsprotektor Frank, en la que se decía que «los varones adultos de Lídice han sido fusilados, las mujeres deportadas a campos de concentración y los niños sometidos al cuidado educativo necesario». La nota señalaba también que «los edificios del municipio han sido arrasados completamente y el nombre del pueblo borrado»7.

UN PRECIO DEMASIADO ALTO

La Operación Antropoide se había saldado con éxito; Reinhard Heydrich había sido eliminado. El organigrama del terror nazi se había visto sacudido y el Tercer Reich había comprobado que la Europa ocupada no estaba dispuesta a agachar la cabeza ante el aplastante dominio nazi. Además, con una acción como esa, impulsada por los aliados, se conseguía mantener viva la llama de la esperanza entre los millones de personas que se veían sometidas a los dictados de Hitler.

El asesinato de Heydrich había puesto al descubierto la vulnerabilidad de un imperio que se creía inexpugnable. Estaba claro que todavía faltaba mucho tiempo para que los nazis sintieran cómo el suelo temblaba bajo sus pies, pero la eliminación de uno de sus más destacados jerarcas demostraba que los aliados no iban a dar su brazo a torcer en su pugna con Alemania y que iban a llevar su lucha a muerte hasta el final.

El atentado gozó de una importante repercusión internacional. La consecuencia más destacada de la terrible represión desatada por los alemanes contra los checos fue que tanto Gran Bretaña como el Gobierno francés en el exilio declararon nulo el Pacto de Múnich firmado en 1938. Esa decisión, que aparentemente no pasaba de ser un brindis al sol a esas alturas de la guerra, suponía la garantía formal de que, una vez derrotada Alemania, Checoslovaquia iba a recuperar su soberanía con sus fronteras anteriores al infamante tratado que la había arrojado en manos de Hitler. De este modo, se establecía que la región de los Sudetes, anexionada por Alemania, volviese a formar parte de Checoslovaquia tras la derrota del Tercer Reich. Para evitar que en el futuro se reprodujeran las reivindicaciones germanas, británicos y franceses se mostraron favorables a la expulsión de los habitantes de los Sudetes de origen alemán.

Aunque, tal como se ha señalado, tanto Churchill como el Gobierno checoslovaco en Londres eran conscientes de que el atentado iba a provocar una furiosa e implacable respuesta cuando decidieron dar luz verde a la operación, no podían imaginar que la venganza alcanzase esas cotas de iniquidad. A las trecientas sesenta personas masacradas en Lídice había que sumar los más de trece mil checos arrestados; de ellos, unos mil trescientos fueron ejecutados y el resto enviados a campos de concentración.

Cuando en Londres comenzaron a tener noticias de los tintes bíblicos de la represión emprendida por los alemanes, Churchill se enfureció, jurando que arrasaría tres pueblos germanos por cada pueblo checo que fuera destruido, un compromiso que afortunadamente nunca llegaría a cumplir. Ante esas salvajes represalias, y temiendo una respuesta similar, los aliados renunciarían a intentar asesinar a otro dirigente nazi; a la luz de los terribles acontecimientos producidos a raíz del atentado, no había duda de que el precio que los checos habían tenido que pagar a cambio de la vida de Heydrich había sido demasiado alto.

6Algunos autores apuntan a que la auténtica causa del fallecimiento de Heydrich fue la toxina botulínica con que supuestamente estaba cargada la granada lanzada contra su coche. Según esta hipótesis, un representante del SOE, el profesor Maurice Newitt, mantenía una relación fLuida con el director de la Comisión de Guerra Biológica, el doctor paul Fildes, quien le habría suministrado esa toxina para ser empleada en el atentado. Aunque los experimentos con ese tipo de granadas en animales no tendrían lugar hasta 1944, dos años después de que se llevase a cabo la Operación Antropoide, un colaborador del doctor Fildes comentó en una ocasión al surgir el tema del asesinato de Heydrich que esa acción fue «la primera muesca en mi pistola» (Pita, René. Armas biológicas. Una historia de grandes engaños y errores. Madrid: plaza y Valdés, 2011, p. 45-46). De todos modos, todavía se desconoce la causa última de la muerte de Heydrich; en 2004 salió a la luz la autopsia y, sorprendentemente, esta no la detallaba (Comunicación personal del comandante René pita, profesor de la Escuela Militar de Defensa NBQEl).

7Para un relato pormenorizado de la matanza de Lídice, ver: HERNÁNDEZ, Jesús. Las cincuenta grandes masacres de la historia. Barcelona: Tempus, 2009. p. 203-211.