Operación Flipper: Rommel, vivo o muerto
En la noche del 14 de noviembre de 1941, dos submarinos británicos se acercaban a la costa libia, a unos trescientos kilómetros por detrás de las líneas del Eje. El interior de los sumergibles acogía a medio centenar de hombres completamente equipados, preparados para saltar a unos botes neumáticos y llegar hasta la orilla. Todos ellos eran hombres especialmente duros, acostumbrados a la lucha en el desierto bajo las condiciones más inclementes.
En la misión que estaban a punto de emprender deberían utilizar todos los recursos adquiridos durante otras incursiones realizadas tras las líneas enemigas. Una vez desembarcados en la playa, tendrían que adentrarse en un territorio infestado de patrullas alemanas, italianas e indígenas hostiles, caminando durante la noche y ocultándose durante el día, hasta llegar a su objetivo.
Su misión no era otra que capturar al hombre que había conseguido que las fuerzas del Eje se asentasen primero y tomasen la iniciativa después en África del Norte, poniendo contra las cuerdas a los británicos. En caso de que se complicase su captura, tenían la consigna de eliminarle.
Tras cumplir su objetivo, debían regresar a la misma playa a la que habían llegado para ser reembarcados. Teniendo en cuenta que las tropas enemigas habrían salido en su persecución, y que se redoblaría la vigilancia en la costa para evitar que el comando huyese, a nadie se le escapaba que las posibilidades de regresar sanos y salvos eran más bien inciertas. Pero aquellos hombres que estaban preparándose para saltar a los botes desde los dos submarinos no pensaban entonces en el regreso, sino únicamente en cumplir la misión que se les había confiado.
Se esperaba que la operación que en esos momentos estaba a punto de lanzarse significase un golpe de efecto que pudiera revertir el rumbo de la guerra en esa estratégica región, que entonces era claramente favorable al Eje. Ante la desesperación de Churchill, en ese escenario de guerra las fuerzas británicas habían entrado en una dinámica depresiva que amenazaba con una cada vez más probable derrota total en África, por lo que el primer ministro confiaba en que aquellos hombres que velaban armas en el interior de los dos submarinos fueran capaces de situar a los británicos en la senda de la victoria.
Esa trascendental misión tras las líneas enemigas era enormemente arriesgada, pero los valerosos hombres que se habían ofrecido voluntarios para llevarla a cabo confiaban no sólo en culminarla con éxito, sino en que sus nombres quedarían grabados para siempre como los artífices de una de las operaciones más audaces de las emprendidas a lo largo de la Segunda Guerra Mundial.
La guerra en el desierto había comenzado un año y dos meses antes, con un intento de invasión de Egipto, entonces bajo control británico, por tropas italianas. Llevados por un gran entusiasmo, los transalpinos consiguieron penetrar un centenar de kilómetros en territorio egipcio. Pero cuando los italianos estiraron al máximo sus débiles líneas de aprovisionamiento se vieron obligados a retroceder, hostigados en todo momento por las tropas aliadas, comandadas entonces por el general Archibald Wavell, que había conseguido que le enviaran importantes refuerzos desde Gran Bretaña. Lo que al principio era una retirada en orden se convirtió en una desordenada huida; una fuerza compuesta por tan sólo treinta mil ingleses consiguió capturar a más de ciento treinta mil italianos tras una ágil maniobra envolvente ejecutada por una división blindada.
La figura del general Rommel alcanzaría ribetes míticos, tanto entre sus hombres como entre sus enemigos. Churchill, pese a sentir admiración por él, ordenó su eliminación. |
Tras la debacle italiana, los aliados tenían abierto el camino para expulsar de África del Norte a las fuerzas de Mussolini. Fue entonces cuando Hitler decidió acudir en socorro de su aliado, enviando un Cuerpo Expedicionario a Libia: el Deutsches Afrika Korps (DAK). Se trataba de la 5.ª División Panzer, destinada sobre el papel a actuar en labores defensivas bajo mando italiano. Como máximo responsable del Afrika Korps figuraba el general Erwin Rommel, un veterano de la Primera Guerra Mundial que había participado en las invasiones de Polonia y Francia, aunque no había adoptado un papel protagonista. De hecho, los británicos tuvieron problemas para confeccionar su Perfil, ya que prácticamente no disponían de información sobre él.
La llegada de Rommel a África no inquietó lo más mínimo a los británicos, que creían que los alemanes no estaban hechos para la guerra en el desierto. En ese momento no les faltaba razón, puesto que el material con el que estaba dotado el Afrika Korps se revelaría inadecuado para este escenario, pero Rommel comenzaría a subsanar con acierto esos errores, hasta convertir a su ejército en una máquina de guerra bien engrasada. Pese al planteamiento inicial de carácter conservador, el alemán convenció a los mandos italianos para poner en marcha una ofensiva, que daría comienzo el 31 de marzo de 1941. Los ingleses, que no creían que los alemanes fueran a atacar tan pronto, se llevaron una gran sorpresa cuando fueron atacados por los panzer de Rommel. Las fuerzas británicas se vieron obligadas a retroceder, hasta que el 4 de abril el general alemán entró triunfante en Bengasi.
Los carros germanos siguieron avanzando; el gran objetivo era Tobruk, a las puertas de la frontera con Egipto. Este puerto fortificado era la posición clave de la región, ya que era el único lugar en el que podían desembarcarse aprovisionamientos; los alemanes no podían plantearse un avance sobre Egipto sin haberse apoderado antes de ese estratégico enclave. Churchill también era consciente de la importancia determinante de Tobruk y dio la orden de resistir allí a cualquier precio, «sin considerar por un momento la posibilidad de retroceder y hasta el último hombre». El premier británico sabía que la caída de Tobruk dejaría abiertas de par en par las puertas de Egipto, peligrando así el control británico sobre el canal de Suez.
El ataque alemán sobre Tobruk se produjo el 10 de abril de 1941. Los australianos fueron los encargados de defender la ciudad, resistiendo en una encarnizada batalla que se prolongó durante cuatro días. El general Wavell lanzó un contraataque el 15 de junio de 1941, pero los alemanes rechazaron la embestida británica, lo que forzó la retirada de la mayoría de las tropas aliadas hacia la frontera egipcia dejando atrás la fortaleza de Tobruk con una guarnición en su interior. Tobruk quedaba así aislada y sometida a asedio por las tropas de Rommel.
Si Tobruk caía, como así parecía que iba a ocurrir tarde o temprano, las llaves de Egipto quedarían en manos de Rommel; a partir de ese momento, su nombre se hizo omnipresente en ese escenario de guerra. El general germano había demostrado poseer una gran habilidad y astucia, lo que le había llevado a derrotarles disponiendo de unos medios inferiores. La razón de sus triunfos había que buscarla en sus grandes conocimientos de estrategia militar y en su innata capacidad de liderazgo, ya demostrada durante la Gran Guerra, lo que unido a su audacia y su desprecio por el peligro hacía de él un adversario temible.
Gracias a sus éxitos, el nombre de Rommel comenzaba a alcanzar ya ribetes míticos, no sólo entre sus compatriotas, sino incluso entre sus enemigos. Su inteligencia y buenos modales, así como su caballerosidad en el campo de batalla, más propia de otros tiempos, estaban logrando que fuera admirado por todos. Paradójicamente, la leyenda de Rommel no era alentada desde Alemania, debido a que su relación con los jerarcas nazis era muy fría, sino por sus propios enemigos.
Los soldados británicos, acostumbrados al sofocante calor y a la crónica falta de agua tras sus combates contra los italianos, eran incapaces de comprender cómo el Afrika Korps, formado por hombres que jamás habían pisado un desierto, con material inadecuado, sin suficientes suministros y escaso combustible, habían sido capaces de hacerles frente de manera tan eficaz. Para ellos, la clave era sin duda el mando de Rommel, a quien regalarían el apelativo de «Zorro del Desierto».
Pero eran los soldados que estaban a su mando los que profesaban a Rommel una admiración sin límites. Aunque estaba a punto de cumplir cincuenta años cuando comenzó la campaña africana, sus hombres se admiraban de que prácticamente no necesitase comer, beber ni dormir. El veterano militar, exhibiendo una forma espléndida, podía agotar a hombres veinte y treinta años más jóvenes que él, y cuando exigía un esfuerzo extraordinario él era el primero en dar ejemplo.
Sobre él circulaban historias, verdaderas o no, que no hacían más que aumentar su aura legendaria. Se decía que, durante una de sus habituales rondas de reconocimiento en su vehículo, había llegado a un pequeño hospital de campaña creyendo que era alemán al oír las voces de los prisioneros germanos allí ingresados. Una vez dentro, y mientras visitaba a los enfermos guiado por un médico inglés, se dio cuenta de que el campamento era británico; lo habían confundido con un general polaco. Con enorme sangre fría, Rommel salió del recinto despacio, subió a su coche y emprendió rápidamente la huida antes de que su incursión fuera detectada.
En una ocasión, en la Cámara de los Comunes, Churchill se refirió a él como «gran general», lo que causó indignación entre los diputados británicos. Algunas voces se levantaron exclamando que, en el Ejército británico, Rommel no hubiera pasado de cabo; no entendían cómo Churchill podía elogiar públicamente al integrante de un ejército que era presentado por la propaganda de guerra aliada como una horda de hunos, recuperando los mitos de la Primera Guerra Mundial.
El general Rommel, en Libia al frente de la 15.ª División panzer, en una imagen tomada en noviembre de 1941. El Zorro del Desierto comenzaba a forjar su leyenda. |
A pesar de las protestas de los miembros de la Cámara de los Comunes, la realidad se acercaba más a lo expuesto por el siempre clarividente primer ministro. Rommel era, en efecto, un líder ca-rismático capaz de extraer el máximo rendimiento de las fuerzas puestas a su disposición y, a la vez, de desatar el pánico en las filas enemigas; el simple hecho de saber que Rommel estaba cerca ya provocaba la desmoralización, cuando no el pánico, entre las tropas británicas.
Tal como se ha apuntado, Tobruk, convertido en un enclave aliado sometido a asedio por las tropas del Eje, se había convertido en una obsesión para Churchill. Era necesario romper la dinámica derrotista en la que se había instalado el Ejército británico para evitar que Tobruk cayera en manos de Rommel. La decepcionante campaña africana se cobraría su primera víctima; el general Wavel fue destituido por Churchill como comandante de Oriente Medio, y en su lugar nombró al general Claude Auchinleck, con la esperanza de que él sí fuera capaz de frenar al victorioso Afrika Korps.
A principios de mayo Rommel dejó de presionar sobre Tobruk, al haberse extendido demasiado sus líneas de suministro, y se limitó a situar unas divisiones de infantería italiana ante la ciudad sitiada. El plan de Rommel estaba claro; acumular fuerzas ante Tobruk para tomarla y proseguir el avance hacia El Cairo. Aunque la guarnición de Tobruk contaba con hombres, armamento y suministros suficientes para resistir varios meses, Churchill era consciente de que, si no se actuaba con decisión, la caída de Tobruk era sólo cuestión de tiempo. Para evitar ese desastre, el primer ministro proporcionó al general Auchinlek treinta mil toneladas de aprovisionamientos, además de nuevas divisiones, setenta carros y casi un centenar de cañones, con el objetivo de lanzar una ofensiva en noviembre de 1941.
Pero Churchill sabía que enviar refuerzos no era suficiente para asegurarse la victoria ante el avasallador ejército de Rommel. El pesimismo estaba haciendo mella entre las tropas británicas, que habían interiorizado el hecho de que Rommel era invencible. Antes de intentar derrotar a Rommel en el campo de batalla, era preciso rearmarse psicológicamente. Pero, ante las dificultades para convencer a las tropas de que el general alemán era vulnerable, Churchill tomó una decisión drástica; eliminar al Zorro del Desierto del tablero en el que se estaba jugando el dominio del Norte de África.
El primer ministro británico consideraba que, si se conseguía acabar con Rommel, las opciones de victoria serían sin duda mucho mayores, ya que el Afrika Korps se vería privado de su privilegiado cerebro. El plan para lograrlo recibiría el nombre de Operación Flipper y consistiría en enviar un comando tras las líneas enemigas e irrumpir en el cuartel general de Rommel, con el fin de capturarlo. Una vez aprehendido, Rommel debía ser conducido a la costa para ser trasladado a un submarino, que pondría rumbo a Gran Bretaña. Allí sería confinado en un campo de prisioneros; no había duda de que el Afrika Korps acusaría el golpe moral que representaría ver a su líder en esa nueva condición. En todo caso, si la captura no resultaba factible por el motivo que fuera, el comando tendría órdenes de acabar con su vida.
El hombre escogido por Churchill para planificar esta importante misión sería el almirante sir Roger Keyes, que había sido nombrado jefe de Operaciones Combinadas en julio de 1941, tal como quedó referido en el primer capítulo. A pesar de que sus dificultades para superar los obstáculos burocráticos habían acabado con su carrera al frente de Operaciones Combinadas, siendo sustituido por lord Mountbatten, su currículum seguía siendo una garantía a pesar de ese reciente lunar; teniendo en cuenta su experiencia en operaciones de este tipo, Keyes parecía ser el hombre más indicado para diseñar la operación.
El almirante Keyes, confiado en el éxito de la acción, designó para ejecutar el golpe de mano al primero de sus cinco hijos, el teniente coronel Geoffrey Keyes, de sólo veinticuatro años. A pesar de la confianza depositada en él por su padre para llevar el peso de la misión, el joven Keyes no mostraba aparentemente las aptitudes que debía reunir el jefe de un grupo de asalto. Miope, algo sordo, más inclinado a las actividades intelectuales que a la milicia y de carácter reservado, el joven no había mostrado una especial querencia por la carrera de las armas. Su propio aspecto físico —delgado, pómulos marcados, ojos melancólicos y un fino bigote— le hacía parecer más un poeta atormentado que un resuelto oficial del Ejército. Sin embargo, la presión familiar le llevó a ingresar en la prestigiosa academia militar de Sandhurst. Las pésimas calificaciones obtenidas durante su período de instrucción no fueron obstáculo para que Keyes acabase llegando a oficial. Además, fue destinado a un regimiento en el que gozaría de una especial protección, al estar comandado por su tío. Las evidencias de favoritismo por su origen familiar ya no le abandonarían, lo que no contribuiría precisamente a que se ganara la estima de los hombres que tendría a su cargo.
El teniente coronel británico Geoffrey Keyes, el hombre que dirigió el comando que tenía como misión capturar a Rommel o acabar con él. |
Así pues, el nombramiento de Keyes padre como jefe de Operaciones Combinadas aparejó el ingreso de su hijo, que entonces era capitán, en esa nueva fuerza de élite. El joven Keyes se veía enfrentado al reto de satisfacer las esperanzas que su padre había depositado en él; cuando en junio de 1941 se le encargó dirigir un ataque de comandos a una posición de franceses de Vichy en Siria, logró capturarla, pero después de que su unidad pagase un precio en bajas demasiado elevado. Keyes, ya ascendido a teniente coronel, fue generosamente condecorado por la acción, lo que quizás le llevó a pensar que podría algún día emular las hazañas de su padre.
La oportunidad para cubrirse de gloria le llegaría con el encargo de su padre de capturar o matar al Zorro del Desierto. La acción tendría como objetivo la localidad de Beda Littoria5, en donde, según las informaciones de que disponían los británicos, se hallaba el cuartel general de Rommel. Como se ha señalado, la meta era capturarlo vivo para trasladarlo a suelo británico; pero como esa posibilidad era poco realista, la opción de acabar allí mismo con su vida se convertía en una alternativa plausible.
El comando estaría compuesto por hombres del Long Range Desert Group, una unidad de hombres escogidos, compuesta por voluntarios y especialistas en las acciones de sabotaje y de información en la retaguardia de las líneas enemigas. Desde sus bases, estos audaces soldados, que eran conocidos como Desert Rats (‘Ratas del Desierto’), emprendían incursiones de varios centenares de kilómetros a través del desierto. Durante semanas, viajaban en grupos de cinco o seis camiones sobre la arena infinita, orientándose como lo harían los marinos en mitad del océano. Sus objetivos consistían en colocar explosivos en aeródromos o depósitos de combustible. Además, realizaban labores de espionaje, comunicándose por radio a diario con sus bases e informando sobre los convoyes, los aprovisionamientos y los movimientos del enemigo.
Así pues, los hombres que tendría a su mando Keyes eran auténticos especialistas en la guerra en el desierto, avezados en llevar a cabo operaciones tras las líneas en el escenario norteafricano. Un centenar de «Ratas del Desierto», los más duros entre ellos, se entrenaron durante tres semanas; al final, sólo medio centenar resultaron seleccionados para cumplir la misión.
Aunque Keyes era el encargado de dirigir el asalto, la operación estaba nominalmente bajo el mando del teniente coronel Robert Laycock. Durante la preparación de la misión, Laycock no ocultó a sus subordinados que él consideraba la incursión extremadamente arriesgada. En una inusual y descarnada muestra de sinceridad, opinaba que el ataque a la residencia de Rommel iba significar casi con certeza la muerte para los integrantes del grupo asaltante, lo que lo convertía prácticamente en una misión suicida. Además, como expresó Laycock con total franqueza, «las probabilidades de ser evacuados después de la operación van a ser muy pequeñas». A pesar de estos presagios tan realistas como tenebrosos, los soldados se mostraron decididos a intentarlo. Por su parte, Keyes instó a Laycock a no insistir en este negro vaticinio, por temor a que los mandos superiores cancelaran la operación.
La operación se puso en marcha el 10 de noviembre de 1941, cuando los dos submarinos británicos referidos al inicio del capítulo zarparon del puerto de Alejandría rumbo a la costa de Cirenaica. El primero de los sumergibles, el Torbay, llevaba a bordo al propio Keyes, con el capitán Campbell y el teniente Cook como oficiales, comandando un grupo de veinticinco hombres. El grupo que viajaba en el otro submarino, el Talisman, tenía al mando al teniente coronel Laycock, con el capitán Glennie y el teniente Sutherland como oficiales, con veintiocho comandos a su cargo.
Los soldados, acostumbrados a los desplazamientos que debían realizar a través del desierto en condiciones espartanas, apreciaron de manera entusiasta esta novedosa forma de infiltrarse en la retaguardia del enemigo, a salvo del calor, la arena y las moscas.
El desembarco se realizaría la noche del 14 al 15 de noviembre ante la playa de Hamama, coincidiendo con el comienzo de una ofensiva que el general Auchinleck llevaría a cabo para romper el cerco de Tobruk. Ambos submarinos alcanzaron el punto de reunión simultáneamente; al emerger, comprobaron que el mar se encontraba inusualmente encabritado, lo que sin duda no iba a facilitar el desembarco.
Para localizar con exactitud el punto de llegada a la orilla, los británicos contaban con la colaboración de John Jock Haselden, un intrépido oficial de los servicios secretos británicos, que desde hacía varios meses se encontraba tras las líneas del Eje, donde vivía mezclado con los habitantes locales disfrazado de árabe. Haselden, desde la orilla, hizo señales con una linterna, hasta que los submarinos le respondieron con otra señal luminosa confirmando así el contacto visual.
Antes de salir al puente del Torbay, Keyes impartió las últimas indicaciones a sus hombres. Evidenciando sus escasas virtudes como líder, en lugar de proporcionar coraje a la tropa con palabras de ánimo, les dedicó palabras amenazantes como «al que encienda un cigarrillo en la orilla le pego un tiro», o requerimientos desafortunados como «cuando regresemos, córtese el pelo», dirigido de forma despectiva a uno de sus hombres.
Mientras, sobre las torretas de los dos submarinos saltaban olas enormes. Agachados sobre el puente, los marinos del Torbay se disponían lanzar al agua las canoas de goma, con capacidad para dos hombres, en las que los soldados debían navegar hasta la playa. Mientras, el submarino bailaba en la superficie del mar como si se tratase de un tapón de corcho. Los comandos conseguían a duras penas mantenerse agachados en equilibrio. El guardiamarina del Torbay, John Rich, dirigía la operación, ante la expectante mirada del teniente coronel Keyes.
La fuerte marejada dificultaba enormemente el embarque de los soldados en los pequeños botes neumáticos, ya que costaba mucho esfuerzo mantenerlos cerca del casco del submarino. Una ola arrastró a cuatro de ellos con sus ocupantes, que acabaron en el agua y tuvieron que ser rescatados.
El guardiamarina Rich se volvió hacia Keyes alzando los brazos en señal de impotencia. Entonces Keyes, que empezaba a impacientarse, ordenó a sus hombres que se lanzasen al agua y trepasen a los botes como pudieran. El capitán Campbell dio ejemplo lanzándose el primero. Al final, la mayoría pudieron subir a las canoas y comenzaron a remar enérgicamente hacia la costa. Una vez que los botes se alejaron, el Torbay se sumergió de nuevo en las agitadas aguas. tras una lucha agotadora de dos horas para cubrir apenas una milla, el grupo conseguiría alcanzar la playa.
En el otro submarino, el Talisman, las cosas habían ido mucho peor. El intenso oleaje también había impedido que los hombres bajasen a los botes neumáticos desde el puente del sumergible, viéndose obligados asimismo a hacerlo desde el agua. pero, en este caso, el embarque fue aún más caótico si cabe, y la mayor parte de las canoas volcaron en el mar; los soldados, extenuados en su esfuerzo por alcanzar de nuevo los botes, que se alejaban de ellos empujados por las olas, tuvieron que ser izados de nuevo al submarino, pero algunos infortunados acabarían ahogándose. El teniente coronel Laycock y un reducido grupo de hombres lograron llegar finalmente a la orilla, reuniéndose en la playa con los hombres comandados por Keyes.
Insignia del Long Range Desert Group. Los hombres escogidos para eliminar a Rommel pertenecían a esta unidad cuyos miembros eran conocidos como «Ratas del Desierto». |
Conforme los comandos iban llegando a la orilla, recibían la bienvenida de Jock Haselden, constituido en «comité de recepción», luciendo un convincente disfraz de árabe. Junto a él estaban otros dos oficiales ingleses, miembros de un grupo de reconocimiento del Long Range Desert Group.
La primera fase de la operación había sido un desastre. De los cincuenta y nueve hombres que debían haber llegado a la playa, tan sólo lo habían podido hacer treinta y seis. Esa merma significativa de efectivos obligó a Keyes a decidir un cambio de planes. En vez de formar cuatro grupos para atacar cuatro objetivos distintos, tal como estaba previsto en el plan original, se optó por formar sólo dos grupos, reduciendo a dos el número de objetivos. Así, tuvieron que renunciar a atacar un cuartel italiano y un centro de comunicaciones. Keyes, al frente del grueso de la expedición, procedería al asalto del cuartel general de Rommel, mientras que un grupo de media docena de hombres, con el teniente Gay Cook al mando, se encargaría de cortar líneas de teléfono y telégrafo, así como de colocar obstáculos en las carreteras.
Derrengados en la arena tras su titánica lucha contra las olas, los comandos apenas tuvieron tiempo de recuperar el aliento antes de ponerse en marcha. Los botes neumáticos fueron ocultados en unas cuevas cercanas a fin de que estuvieran dispuestos para el reembarque una vez cumplida la misión. El teniente coronel Laycock, con un sargento y dos hombres, permanecerían junto a la playa con la esperanza de que el resto de los hombres del Talisman fuera capaz de ganar la costa en la noche próxima. Los demás, después de revisar su equipo y escurrir sus ropas, rehicieron las mochilas y se prepararon para emprender el camino hacia su objetivo a través de territorio enemigo.
Haselden comunicó a Keyes las últimas novedades relativas a la presencia de fuerzas alemanas en la zona y le hizo las pertinentes recomendaciones para evitarlas, ilustrándolas con un improvisado mapa dibujado sobre la arena. Tras contestar a las cuestiones planteadas por Keyes, los tres ingleses se despidieron del grupo, no sin antes reclamar la presencia de dos árabes que servirían de guías a los británicos.
Como faltaba poco para que despuntara el alba, los comandos buscaron acomodo en uno de los cauces secos habituales en el norte de África, un wadi, en donde permanecieron ocultos durante todo el día. Al caer la noche de ese segundo día, y a pesar de que caía una intensa lluvia, el grupo se puso en marcha, pero los guías árabes se negaron a acompañarles, aduciendo que era mejor ponerse en marcha una vez que el tiempo hubiera mejorado. Pese a esto Keyes, impaciente por acudir a su cita con la gloria, decidió emprender el camino a Beda Littoria sin la ayuda de los guías.
La ruta que siguieron, un sendero de cabras alfombrado de guijarros, era extremadamente difícil, y más aún bajo la lluvia. Tras una penosa marcha de casi treinta kilómetros a lo largo de toda la noche, incluyendo el ascenso a una montaña, Keyes y sus hombres descansaron en una colina. Ahí fueron descubiertos al amanecer por una partida de árabes armados con fusiles italianos, cuyas intenciones se presentaban inciertas. Afortunadamente, en el grupo de Keyes había un cabo que hablaba el árabe perfectamente y, tras ganarse las simpatías del jefe de la banda, les pidió comida a cambio de moneda italiana que llevaban consigo. El árabe aceptó y al mediodía trajeron carne de cabrito y sopa; era la primera comida caliente que hacían los comandos desde hacía treinta y seis horas. Los británicos pudieron así reponer fuerzas e incluso tuvieron la oportunidad de comprar cigarrillos a los árabes.
Cuando oscureció reanudaron la marcha guiados por uno de los árabes, que se ofreció a conducirles a Beda Littoria. Después de cerca de tres horas de camino, llegaron a una cueva enorme y seca, utilizada como refugio por los pastores de cabras, donde pudieron dormir. Al amanecer abandonaron la confortable cueva, ya que era probable que pudieran llegar pastores a lo largo de día si las amenazadoras nubes acababan descargando, y se ocultaron en un pequeño bosque cercano. La idea era permanecer allí hasta que anocheciese, y marchar hacia Beda Littoria, que se hallaba a unos veinte kilómetros. Pero mientras estaban en el bosque comenzó a llover de nuevo intensamente, por lo que decidieron correr el riesgo de regresar a la cueva para mantenerse secos.
El guía árabe que les había conducido hasta allí proporcionó a Keyes toda la información que este le requirió sobre Beda Littoria; gracias a esa detallada información, pudo dibujar un esquema de la situación de la casa y sus alrededores. Keyes dio a sus hombres las últimas instrucciones para el ataque, asignando a cada grupo el lugar en el que tenían que situarse. Cada uno conocía con exactitud su cometido. Los paquetes de explosivos estaban a punto, los detonadores protegidos por tela impermeable, y las armas habían sido desmontadas y limpiadas.
La tormenta estaba dejando el terreno enfangado, pero Keyes decidió que con mal tiempo su marcha de aproximación tendría menores probabilidades de ser descubierta. Al anochecer de ese 17 de noviembre, el grupo de comandos abandonó la cueva para cubrir la última etapa del viaje. La lluvia seguía cayendo sin parar; pronto quedaron empapados, y el barro les obligó a realizar un esfuerzo suplementario. Sobre las diez y media de la noche alcanzaron la falda del montículo que se levantaba junto a la ciudad; al otro lado del altozano se encontraba su objetivo.
La fase decisiva de la misión que les había llevado hasta allí estaba a punto de dar comienzo. El que continuara lloviendo no arredró a Keyes, quien, al contrario, siguió considerando que el mal tiempo podía ser un elemento favorable. Aunque pueda sorprender, la lluvia era habitual en Beda Littoria en esa época del año, a pesar de encontrarse a las puertas del desierto. El microclima especial de que goza la localidad hace que en invierno no sea extraño que caigan nevadas.
Los comandos tenían tiempo de tomar un corto descanso antes de iniciar la ascensión a la colina, unos minutos que aprovecharon para ennegrecerse con tizne la frente y las mejillas. Al cabo de un rato reemprendieron la marcha, pero a mitad de la subida vivieron unos momentos de angustia cuando el perro guardián de una casa situada en la ladera comenzó a ladrarles. Los soldados echaron rápidamente cuerpo a tierra y sólo pudieron respirar tranquilos cuando oyeron cómo su dueño llamaba al can y la puerta de la casa se cerraba tras ellos.
Una vez arriba, pudieron contemplar la pequeña ciudad de Beda Littoria, constituida por grupos de casas y chabolas apiñadas sin demasiado orden. El repiqueteo regular de la lluvia sobre los vidrios de las ventanas y las planchas de los cobertizos y el viento que rugía formaban un ruido uniforme en todo el pueblo. Gracias a los relámpagos se podían ver en destellos las casas, en las que parecía que todos dormían. Separados del pueblo por una pequeña colina plantada de cipreses, se veía un silo de granos y algunos cobertizos, así como un edificio de dos pisos en piedra gris construido por los italianos para desempeñar funciones administrativas: la Prefettura. Era allí donde, según las informaciones de que disponían los británicos, debía encontrarse el general Rommel en esos momentos.
Los hombres de Keyes encontraron el camino que, según el guía árabe, les conduciría a la parte trasera del cuartel general de Rommel. El grupo comenzó la aproximación final. El propio Keyes y el sargento Terry hacían de exploradores y el capitán Campbell conducía al grupo principal unos cincuenta metros por detrás de ellos. Cuando avanzaron unos cuatrocientos metros abandonaron al guía recordándole que debería esperar su regreso para recibir el pago por sus servicios, garantizándose así su lealtad.
Con las armas listas para hacer fuego, continuaron en su aproximación alcanzando a las once y media de la noche unas construcciones exteriores situadas a sólo cien metros del edificio donde estaba instalado el cuartel general. Keyes y Terry se adelantaron al grupo para realizar un último reconocimiento. Mientras tanto, comenzó a ladrar otro perro en el lugar en el que se encontraba el grupo, y un soldado italiano acompañado de un árabe salió de su puesto de vigilancia para ver lo que ocurría. Entonces el capitán Campbell le dijo en alemán, de la forma más imperiosa que pudo, que eran una patrulla alemana, una afirmación que uno de sus hombres repitió en italiano. Una vez que el soldado retornó a su puesto, Keyes regresó de su exploración y, justo cuando el reloj marcaba la medianoche, ordenó a sus hombres que se desplegasen en torno al edificio gris para proceder a su asalto.
Los hombres de Keyes comenzaron a tomar posiciones en torno a la Prefettura en completo silencio. No obstante, aun en el caso de que provocasen involuntariamente algún ruido, era difícil llamar la atención, puesto que la tempestad desatada sobre la ciudad apagaba cualquier sonido. Tres hombres dieron la vuelta al edificio. Keyes colocó algunos hombres delante de la fachada y el resto, a unos cien metros de la Prefettura, se dirigieron a cumplir su segundo objetivo: sabotear la pequeña central eléctrica del pueblo.
Una vez llegados a la modesta construcción que albergaba los generadores, a los comandos les bastaron dos minutos para colocar los explosivos y fijar los detonadores. Al estallar, las explosiones se confundieron con el ruido de los truenos; el generador eléctrico dejó de funcionar, dejando sin luz a Beda Littoria.
Fue entonces cuando el capitán Campbell, aprovechando que sabía alemán, tal como había demostrado al engañar al soldado italiano, llamó a la puerta del edificio reclamando en voz alta que le dejasen entrar. Uno de los centinelas abrió rápidamente, creyendo que se trataba de un compañero. Campbell le enfocó a la cara con su linterna y el sargento Terry, que estaba junto a él, le asestó un golpe con su puñal. Pero la hoja no hizo más que rasgar la chaqueta, y el centinela entabló la lucha con sus puños, sin dejar de gritar. El ruido era grande, y normalmente hubiera debido despertar a todos los habitantes del edificio, pero el fragor de la tormenta cubría el estrépito causado por la lucha entre los dos combatientes. Al final, el sargento Terry consiguió propinar un fuerte empujón al corpulento centinela, lanzándolo contra una puerta de la antesala. El impacto derribó la puerta, quedando el alemán aturdido en el suelo.
En la pieza contigua, el brigada Lentzen, el sargento Kowacic y el armero Bartel, quienes dormían en ese momento, se despertaron sobresaltados. Los dos primeros tomaron sus armas y Lentzen disparó hacia la puerta en el mismo momento en que Keyes acababa de lanzar dos granadas de mano en la habitación. Keyes dio un grito de dolor al sentir una herida de bala en la cadera. Pero, en la habitación, la explosión mató a Kowacic y dejó fuera de combate a Lentzen. Bartel, que no había sido tan rápido como sus compañeros y todavía permanecía tendido, salvaría la vida gracias a su lentitud en reaccionar; en el mismo momento en el que vio que Keyes lanzaba las granadas, se pegó al suelo y la onda expansiva no le alcanzó, saliendo ileso del trance.
En el descansillo del primer piso, el brazo de un alemán apuntó con una pistola al grupo de comandos. Era el teniente Kaufholz, oficial de enlace, cuyo insomnio crónico le había permitido escuchar el tumulto y los gritos del centinela, que llegaban débilmente hasta el primer piso, amortiguados por el ruido de la tormenta.
Keyes, apretando un pañuelo contra su cadera ensangrentada, gritó a Campbell: «¡Hay otro! ¡Ahí arriba!».
Kaufholz descargó su pistola en ese mismo momento. Campbell tuvo el reflejo instantáneo de vaciar el cargador de su fusil ametrallador contra el alemán que, herido en el vientre, rodó escaleras abajo. Pero antes de morir, Kaufholz aún encontró fuerzas para disparar una última bala contra Campbell, que resultó herido en una pierna. El capitán, con gestos de dolor, intentó ganar la salida, pero tropezó con el cuerpo del centinela germano derribado y cayó desvanecido.
Los ingleses titubearon; acababan de perder a sus dos jefes y todo daba a entender que el golpe había fracasado. Se oyeron voces de mando en el primer piso, mientras que en el exterior sonaba una ráfaga de disparos. El sargento Terry pensó que se trataba de una respuesta alemana, pero en realidad era un inglés que acaba de abatir al teniente Jaeger. El oficial germano estaba durmiendo en otra habitación de la planta baja cuando fue sorprendido por la explosión de las granadas. Jaeger quiso salir al jardín por una ventana que había sido arrancada por la onda expansiva, pero tropezó con uno de los comandos en su ruta de huida.
Al oír estos tiros en el exterior, y creyendo que llegaban refuerzos alemanes, el sargento Terry y sus dos hombres optaron por escapar. Al salir de la casa se encontraron con otro soldado alemán, que cayó sin vida bajo una certera ráfaga de fusil ametrallador. Los disparos que se oían por todos lados desconcertaron aún más a un grupo de tres hombres que hasta ese momento intentaban en vano penetrar en el edificio por la puerta trasera, al desconocer que, tras la puerta que trataban de derribar, los alemanes habían colocado un gran depósito de agua. El intenso tiroteo que se desarrollaba en la parte delantera del edificio les llevó a pensar que algo había salido mal y que era mejor alejarse de la casa, lo cual hicieron. El golpe de mano para capturar o matar a Rommel había fracasado.
El sargento Terry y diecisiete de sus hombres escaparon en dirección a la playa en donde se había quedado Laycock esperando en vano la llegada del resto del grupo procedente del Talisman. Tampoco regresaría el grupo del capitán Cook; se supo después que había cumplido su objetivo de sabotear las líneas de comunicación, pero que había caído en manos del enemigo en su viaje de regreso.
El teniente coronel Robert Laycock pasando revista a sus tropas. Aunque el teniente coronel Keyes era el encargado de dirigir el asalto, la operación estaba nominalmentre bajo su mando. Al contrario que Keyes, Laycock consideraba la misión altamente arriesgada. |
Una vez en la playa, los hombres de Terry y de Laycock se dirigieron a las cuevas en las que habían escondido los botes neumáticos para dirigirse hacia los submarinos que les estaban esperando, pero se llevaron una desagradable sorpresa al descubrir que las canoas ya no estaban allí, aunque, de todos modos, el mal tiempo hacía desaconsejable intentar el reembarque. Así, no podían hacer otra cosa que esperar a que desde los sumergibles acudiesen a su rescate. No obstante, unos árabes amigos acudieron a informarles de que habían trasladado los botes a otro lugar más seguro, lo que explicaba la desaparición. Por la noche, con los botes dispuestos y el Torbay esperando, el tiempo empeoró aún más; desde el submarino se emitió un mensaje en morse mediante una linterna, diciendo que la mar estaba demasiado agitada para llevar a cabo la operación de rescate, por lo que el reembarque quedaba aplazado para la noche siguiente. Aun así, desde el Torbay se arrojó al agua un bote de goma con agua y comida, para que la corriente lo llevase a tierra.
Laycock ocultó a los hombres en cuevas y estableció patrullas permanentes en los flancos. A mediodía, los británicos fueron descubiertos por unos árabes movilizados por los italianos; era la avanzadilla de los alemanes, que habían descubierto la playa en la que tenían previsto reembarcar gracias a un mapa encontrado en el bolsillo de uno de los comandos que habían sido capturados. Laycock consideró que lo mejor era pasar a la ofensiva y envió dos grupos para que atacasen por los flancos a las tropas del Eje que se estaban aproximando a la playa
Los británicos pudieron hacer frente a una unidad germana compuesta por varias decenas de efectivos, pero la llegada continua de refuerzos hizo que los comandos comenzasen a recular hacia la playa. En el horizonte apareció una gran formación italiana, dispuesta a participar en el ataque final. A las dos de la tarde, los alemanes, con el respaldo de los italianos, iniciaron el avance sobre la playa manteniendo un nutrido fuego y llegando a escasos doscientos metros de las cuevas en las que se encontraban los comandos. Entonces, Laycock dividió su fuerza en pequeños grupos de no más de tres hombres y les conminó a huir internándose en el desierto. Ocultándose tras rocas y matorrales, la mayoría de los comandos consiguió escapar de la playa, salvando el cerco que las tropas del Eje trataban de cerrar sobre ellos.
A partir de ahí, cada grupo intentó salvarse por su cuenta. Unos trataron de ocultarse cerca de la costa para tratar de reembarcar en los submarinos cuando la situación fuera más favorable. Otros decidieron cubrir la distancia que les separaba de las lejanas líneas aliadas, mientras que otros prefirieron esconderse por la región y esperar la futura llegada de las tropas británicas.
Por su parte, los alemanes se lanzaron a la caza del hombre, instalando controles en todos los caminos y registrando aldeas. Sin embargo, los británicos contaban con la inestimable protección del jefe de la tribu de los senusis, quien había sido convenientemente sobornado, y los comandos que decidieron quedarse en la región pudieron así refugiarse en casas particulares, disfrazados de árabes para no llamar la atención.
Los alemanes recurrieron entonces a un carabinero italiano que estaba instalado desde hacía tiempo en la región, y que conocía bien la mentalidad de los árabes. El astuto italiano, de conformidad con sus aliados germanos, hizo saber a los árabes que la entrega de cada inglés sería correspondida con cuarenta kilos de harina y diez kilos de azúcar. La oferta fue acogida con entusiasmo y a partir de ese momento los fugitivos no pudieron encontrarse seguros en ningún lugar de la Cirenaica. Con el paso de los días, los comandos fueron cayendo uno a uno en manos alemanas. Los que trataron de atravesar el desierto en dirección a Egipto acabaron entregándose, extenuados y sedientos.
ENTIERRO CON HONORES MILITARES
De todos los comandos que participaron en la operación, tan sólo pudieron escapar con vida Laycock y Terry, que lograron contactar con las líneas británicas en Cirene tras un viaje a pie de treinta y siete días, y un soldado, que llegó tres días después. El resto estaban muertos o en un campo de prisioneros. Como es de imaginar, las condiciones en las que aquellos tres hombres cubrieron el trayecto, en su mayor parte por terreno desértico y bajo la amenaza perenne de ser descubiertos por el enemigo, fueron muy duras; a veces tuvieron que alimentarse únicamente de bayas silvestres aunque, afortunadamente, nunca carecieron de agua, gracias a que había llovido bastante en la región. Cuando Laycock y Terry alcanzaron a las fuerzas inglesas, casualmente el día de Navidad, lo primero que hicieron fue comerse cada uno un bote entero de mermelada.
Paradójicamente, Rommel ordenó que el cuerpo de Keyes recibiese sepultura en un cementerio militar de Bengasi con todos los honores, a pesar de que el militar británico había llegado hasta allí para matarle. Por su parte, el capitán Campbell fue atendido por los alemanes de sus graves heridas en la pierna en un pequeño hospital de Beda Littoria. Aunque los alemanes hicieron todo lo posible para salvar su pierna, al final esta le sería amputada en el campo de prisioneros en Italia al que fue trasladado.
Durante su estancia en el hospital de Beda Littoria, el capitán Campbell explicó al médico germano que trataba de curar su pierna que la misión que les había llevado hasta allí era la de capturar o matar a Rommel. El doctor, sorprendido por la información deficiente de que disponían los británicos, le dijo, para gran sorpresa de Campbell, que Rommel no había habitado nunca la casa atacada; la Prefettura era el cuartel general de los servicios de intendencia.
En realidad, por entonces Rommel vivía en una residencia secreta en la aldea de Susah, junto a las ruinas griegas de Apolonia. El Zorro del Desierto dormía allí acompañado sólo de un ayudante militar, el oficial Alex Ulrich, y de su asistente personal libio, Issa Kraim Budawa. Precisamente para impedir que los espías británicos pudieran saber que el general residía allí, Rommel iba siempre vestido de civil, y los oficiales alemanes solían decir que se trataba de un periodista, un maestro o un asesor militar. De hecho, el asistente libio no se dio cuenta de su auténtica identidad hasta que llevó seis meses a su servicio.
De todos modos, aunque los británicos hubieran sabido que Rommel dormía en Susah, el día en que Keyes y sus hombres irrumpieron en la Prefettura de Beda Littoria el Zorro del Desierto se encontraba muy lejos de allí: en Roma. Rommel se había desplazado a la capital italiana para planificar el futuro asalto a Tobruk, una operación en la que era fundamental contar con los suministros que debían de llegar de Italia, especialmente el combustible. Además, en la Ciudad Eterna se quedó veinticuatro horas más de lo previsto, ya que su esposa fue a reunirse allí con él para festejar el cumpleaños de este. Rommel regresó el 18 de noviembre por la tarde, acudiendo al cuartel general de Beda Littoria para interesarse por las víctimas y comprobar los destrozos causados en el asalto.
Pese a haber fracasado en su intento de capturar a Rommel, Keyes fue condecorado a título póstumo con la Cruz Victoria por haber dirigido la misión. Sin duda, su padre debió sentirse orgulloso de él, pero nada podía maquillar el tremendo fiasco de la operación dirigida por su vástago. Aunque se trató de dotarla de una pátina de gloria, seguramente la realidad fue aún más lamentable de lo que reflejaba la versión oficial, ya que es probable que las heridas mortales sufridas por Keyes fueran a consecuencia de «fuego amigo» producido en el caos del tiroteo.
Los errores en la planificación de la misión se revelaron mayúsculos. El primero fue permitir que Keyes hijo dirigiera la operación por recomendación de su insigne progenitor, cuando no reunía ninguna de las aptitudes que requería ese actor fundamental. Los hombres que tenía a su cargo no confiaban en él, pues eran conscientes de sus escasos méritos para guiarles en tan difícil y arriesgado cometido. La responsabilidad de su elección recaería en el almirante Keyes, pero sobre todo en Churchill, que era quien tenía la última palabra en la organización del golpe de mano.
También fue incomprensible el hecho de que se lanzase la operación cuando Rommel no se encontraba en Beda Littoria, sino en un lugar tan alejado de allí como la capital italiana. Los servicios de información fallaron estrepitosamente y condenaron al fracaso la acción antes de tener lugar. La manipulada versión oficial británica apuntaba a que Rommel se encontraba en Beda Littoria ese día, pero que había acudido a la boda de un jeque sobre las ocho de la tarde, regresando sólo media hora después del asalto; de este modo se pretendía salvaguardar la reputación de sus informadores, que en este caso no estuvieron especialmente acertados. También se aseguró que los comandos habían matado a decenas de alemanes, cuando en realidad fueron sólo cuatro.
Otro error inexplicable fue llevar a cabo la misión bajo unas condiciones meteorológicas tan adversas, por otra parte habituales en la región durante esa época del año y, por tanto, previsibles; la imposibilidad de desembarcar a todos los hombres en la costa mermaría considerablemente las posibilidades de éxito de la misión, incluso en el caso de que Rommel se hubiera encontrado en el lugar esperado.
Ante esas dificultades sobrevenidas, lo más lógico hubiera sido aplazar la operación, pero quizás el hecho de que esa decisión dependiese en último término del teniente coronel Keyes, más interesado en pasar a la historia acabando con el mítico Zorro del Desierto para reivindicarse ante su padre que por rendir un buen servicio a la causa aliada, hizo que la misión se pusiera en marcha bajo cualquier circunstancia, aumentando así las posibilidades de acabar en un sonoro fracaso, como así sería.
Las consecuencias de la deficiente dirección de Keyes del asalto al cuartel general de Rommel las pagaría él mismo con la vida, pero también las pagó el Ejército británico con la pérdida de algunos de los mejores hombres con que contaba entonces el Long Range Desert Group.
La frustrada operación tuvo un efecto ambivalente en la moral de las tropas británicas. Por un lado, se había demostrado que los alemanes no podían sentirse seguros en la retaguardia, y que los comandos eran lo suficientemente audaces para intentar cazar a Rommel allá donde se encontrase. Pero, por otro lado, el aura mítica del Zorro del Desierto, al haber logrado escapar a ese intento de captura o asesinato, quedó firmemente asentada en la mente de los soldados británicos. Para intentar contrarrestarla, sir Claude Auchinlek rubricaría su firma bajo este orden del día:
A todos los directores y jefes del Estado mayor de los cuarteles generales y servicios de las fuerzas del Oriente Medio. Es de temer mucho el que nuestros soldados tomen a nuestro amigo Rommel por una especie de bruja o coco de niños, pues hablan demasiado de él. No es en modo alguno un superhombre, aunque sea realmente muy enérgico y capaz. Incluso si fuera un superhombre, sería extremadamente sensible que nuestros hombres lo considerasen como una fuerza sobrenatural.
Por todo ello, les pido que intenten por todos los medios borrar esa impresión de que Rommel pueda ser algo más que un simple general alemán. En primer lugar, es importante el evitar que se siga citándole por su nombre constantemente para hablar de nuestro enemigo en Libia. Hay que decir «los alemanes» o «las fuerzas del Eje», o simplemente «el enemigo», sin colocar constantemente su nombre por delante.
La figura de Rommel se engrandecería aún más tras la toma de Tobruk en junio de 1942; la captura de esa plaza estratégica dejaba expedito el camino a El Cairo. Al final, la falta de material y suministros en el Afrika Korps, unida a la firmeza y tenacidad británica y la llegada masiva de aprovisionamientos para el VIII Ejército, lograría frenar por primera vez al Zorro del Desierto, pero su mito perduraría para siempre entre todos aquellos que sirvieron a sus órdenes o tuvieron el honor de enfrentarse a él.
5Beda Littoria era el nombre que recibió durante la administración colonial italiana la ciudad hoy conocida como Al Bayda, construida en su mayor parte durante los años cincuenta, cuando era una pequeña población.