Operación Chastise: «Después de mí, el diluvio»
El 28 de abril de 1943, en una playa del sudeste de Inglaterra, una comisión de autoridades militares aguardaba expectante el inicio de una exhibición muy especial. Mientras tanto, el primer ministro Winston Churchill permanecía atento al teléfono desde el Gabinete de Guerra en Londres para conocer de inmediato cómo se había desarrollado el «espectáculo» que estaba a punto de comenzar.
Los ensayos anteriores se habían saldado con sucesivas decepciones, lo que había provocado que los invitados que habían acudido ese día al evento no pudieran evitar una expresión de escepticismo en su rostro. Las explicaciones de los organizadores, que llevaban más de un año dedicando esfuerzos a conseguir de las autoridades militares la ansiada luz verde a su propuesta, no habían conseguido otra cosa que aumentar la desconfianza en que todo ese trabajo pudiera llegar algún día a buen puerto.
Así pues, aquella luminosa mañana de primavera los invitados se acomodaron en la orilla de la playa para contemplar la enésima prueba de un arma que debía propinar un certero golpe en el plexo solar del enemigo, pero que hasta ese momento no había respondido a las expectativas.
A la hora convenida, un bombardero Lancaster apareció en vuelo rasante ante los ojos de los allí congregados. Todas las miradas se centraron en aquel aparato, del que escuchaban claramente el rugido de sus hélices. En unos segundos soltaría sobre la superficie del agua un artefacto cilíndrico; de su comportamiento iba a depender el destino de miles de personas, que en ese momento no podían imaginar que su suerte iba a estar ligada a lo que ocurriese en aquella playa...
Mientras tenía lugar esa escena en el sudeste de Inglaterra, al otro lado del canal de la Mancha permanecían ajenos a lo que allí estaba sucediendo. Los habitantes de la alemana cuenca del Ruhr no podían sospechar que allí se estaba jugando el destino de su región.
La cuenca del Ruhr, o Ruhrgebiet, situada en el estado de Renania del Norte-Westfalia, ha sido históricamente la mayor región industrial de Europa. La Revolución Industrial, en el siglo xix, transformó esta región, entonces formada por pequeñas poblaciones, hasta convertirla en una conurbación que pasaría a ser la primera aglomeración urbana de Alemania, integrada por ciudades como Dortmund, Bochum, Duisburgo, Essen o Gelsenkirchen.
El extraordinario auge de su industria del carbón y del acero requirió bien pronto de unas infraestructuras igualmente potentes. Así, para cubrir sus grandes necesidades de energía eléctrica, y para mantener constante el nivel del Ruhr con el fin de facilitar la navegación fluvial, se construyó la presa del Möhne, inaugurada en 1913, pasando a ser el embalse más grande de Europa.
Tras el final de la Gran Guerra, como muestra de la importancia estratégica que poseía la cuenca del Ruhr, la región fue ocupada por tropas belgas y francesas entre 1923 y 1925, en prenda por las reparaciones de guerra que Alemania debía pagar a los vencedores del conflicto. En el período de entreguerras, esta zona se consolidó como corazón industrial de Alemania, una condición que se acentuaría aún más en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, gracias a la agresiva política exterior del Tercer Reich; las siderurgias y altos hornos de la región se pusieron al servicio de la industria de armamento, proporcionando acero para las cadenas de montaje que fabricaban tanques y cañones.
Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, a los británicos no se les pasó por alto la extraordinaria importancia estratégica de la cuenca del Ruhr. En un momento en el que todavía no se disponía de la capacidad de lanzar bombardeos de saturación como los que se llevarían a cabo a partir de 1943, los británicos debían recurrir a soluciones imaginativas. Teniendo en cuenta la vital importancia que poseía la energía hidroeléctrica para esa región, se valoraron las graves consecuencias que podría tener la rotura intencionada de los embalses; la industria de armamento se vería paralizada por falta de energía, la población se quedaría sin agua potable, la navegación fluvial sería inviable y las grandes inundaciones resultantes al liberarse tanta agua de golpe provocarían el colapso de toda la región.
Así pues, en octubre de 1939, el científico inglés Barnes Wallis recibió el encargo de estudiar la posibilidad de atacar las presas de la cuenca del Ruhr. Para ello, Wallis contaría con la inestimable ayuda de un artículo publicado en 1932 en una revista técnica por el ingeniero que había diseñado la presa del Möhne, en el que describía con todo tipo de detalles tanto sus características como su utilidad. Situado a unos cuarenta y cinco kilómetros al este de Dortmund, a este embalse llegaban las aguas del río Möhne y del Heve. El muro de contención tenía cuarenta metros de altura, treinta y cuatro metros de grosor en la base y seiscientos cuarenta de longitud. Se había tardado cinco años en terminar las obras, incluido el sistema de bombeo y la central generadora de electricidad.
Basándose en ese artículo y en los dibujos que mostraban las secciones transversales del muro, Wallis confeccionó un completo estudio en el que se indicaba la importancia de destruir tanto esta, como las otras presas de la cuenca del Ruhr; las del Sorpe, Diemel, Ennepe o Lister. El científico inglés también contempló la posibilidad de destruir el embalse del río Eder, que aunque pertenecía a la cuenca del río Weser, se hallaba muy próximo a la región del Ruhr. La presa del Eder había sido concluida un año después que la del Möhne, siendo un tercio mayor que esta; su función era similar, ya que debía suministrar energía al área industrial de Kassel, además de regular el caudal del Weser para facilitar su navegación, por lo que su destrucción también ocasionaría graves trastornos a esa otra región.
El análisis de Wallis demostraba que destruir esas presas mediante un ataque aéreo era factible, y planteaba los trazos generales para llevar a cabo esa operación. Como no podía ser de otro modo, el informe despertó el entusiasmo de la Oficina de Guerra, que de inmediato nombró una comisión formada conjuntamente por militares y científicos para que se encargara junto al propio Wallis de preparar los ataques a esas presas.
Wallis requirió al comité la construcción de una presa a escala reducida similar a la del Möhne para poder efectuar los ensayos. El embalse resultante tendría un muro de contención de un metro y medio de altura, pero sería suficiente para probar los distintos métodos de bombardeo. Sin embargo, los primeros ensayos realizados sobre el embalse en miniatura fueron descorazonadores; se calculó que para destruir la presa original se necesitaría una bomba de cuarenta toneladas, cuando el bombardero británico de mayor capacidad, que se encontraba todavía en la fase de diseño, era capaz tan sólo de transportar diez toneladas de explosivo. Esa conclusión cayó como un jarro de agua fría en la Oficina de Guerra; todo apuntaba a que el plan para destruir las presas de la cuenca del Ruhr era irrealizable.
La decepción que supuso la constatación de que destruir los embalses del Ruhr no era posible con los medios de que se disponía en ese momento, no hizo desistir a Wallis de su empeño. Tras repetidas pruebas consistentes en hacer estallar cargas bajo el agua, el científico llegó a la conclusión de que la presa podía romperse, además de por un improbable impacto directo, por el efecto de las ondas de choque, más intensas si la explosión tenía lugar entre dos aguas que si la bomba tocaba el fondo.
Ese efecto se podía conseguir utilizando torpedos que podían ser lanzados a ras de agua y que proseguirían su camino hacia la pared de la presa; mediante una espoleta de proximidad, el torpedo haría explosión poco antes de llegar a la construcción, provocando esas ondas de choque. No obstante, los alemanes eran conscientes de la posibilidad de que los británicos quisieran destruir las presas, por lo que estas estaban protegidas por redes antitorpedo.
Así, ante la imposibilidad de utilizar torpedos en el ataque a las presas, a Wallis se le ocurrió una idea genial. El científico, quizás rememorando los juegos de la infancia junto a un río o lago, recordó que si se lanza un guijarro plano al agua formando un determinado ángulo con la superficie, la piedra da varios saltos antes de hundirse. Así pues, pensó que la manera de superar los obstáculos que dispondrían los alemanes para proteger el muro de las presas sería una bomba capaz de rebotar en el agua.
Dicho y hecho, Wallis diseñó una bomba cilíndrica que sería probada en el centro de experimentación que la Royal Navy poseía en Teddington. El nombre en clave de la bomba sería Upkeep (traducible por «mantenimiento», por su capacidad para mantenerse sobre el agua), pero sería más conocida como bouncing bomb (bomba rebotante). En Teddington se realizaron pacientes observaciones del comportamiento de ese artefacto experimental, cuyos resultaron arrojaron datos esperanzadores; Wallis parecía avanzar por el buen camino.
Una vez comprobado que una bomba de ese tipo, lanzada con la suficiente velocidad, conseguiría salvar los obstáculos que pudiesen encontrarse en el agua, había que estudiar la manera de demoler el muro de contención. Wallis abogó por graduar la espoleta de manera que la bomba, una vez que chocase con el muro de la presa y se hundiese junto a él, estallase al llegar a la profundidad en la que la onda expansiva tuviera más posibilidades de abrir una brecha en el muro.
A pesar de los prometedores resultados de los ensayos y del entusiasmo de Wallis, el interés de la Oficina de Guerra por la propuesta de destrucción de las presas se enfrió. En 1940, la prioridad era defender el territorio británico de la entonces temible Luftwaffe; los planes para atacar territorio alemán se limitarían a incursiones testimoniales destinadas a mostrar el espíritu de resistencia del Gobierno de Londres ante las amenazas de Hitler. Además, los alemanes habían reforzado la protección de los embalses de la cuenca del Ruhr con baterías de artillería pesada y reflectores, lo que desanimó a los británicos, que preferían no emplear los escasos aparatos de que disponían en una misión de incierto resultado, cuando la prioridad era defender el propio país.
No sería hasta el verano de 1941, una vez que Hitler apartó su vista de Gran Bretaña para centrarse en la invasión de la Unión Soviética, cuando las autoridades militares británicas retomaron su interés por las propuestas desarrolladas por Wallis. Aun así, la Oficina de Guerra seguía mostrándose un tanto escéptica ante el proyecto para destruir las presas alemanas, por lo que Wallis no obtuvo un apoyo total a sus trabajos.
La falta de recursos provocó que el primer ensayo serio de la bomba rebotante fuera aplazado una y otra vez, para desesperación de Wallis. Pero la paciente insistencia del científico tuvo su premio, aunque fuera un año y medio más tarde; el 4 de diciembre de 1942, un bombardero Wellington, con Wallis a bordo, despegó rumbo a mar abierto. En su bodega transportaba un prototipo de la bomba cuyo tamaño era la mitad de la proyectada pero, aun así, las compuertas del bombardero tuvieron que adaptarse a las inusuales medidas del artefacto.
Como si las dificultades que había tenido que afrontar Wallis hasta ese momento no hubieran sido suficientes, a punto estuvo ese día de producirse una tragedia; las baterías costeras británicas no habían sido avisadas del vuelo del Wellington, por lo que comenzaron a dispararle en cuanto lo vieron. Afortunadamente, cesaron en sus disparos en cuanto reconocieron la silueta del avión. Tras ese susto, el aparato salió a mar abierto, en donde Wallis pudo poner en práctica su plan. El científico tiró de la palanca correspondiente, soltando la bomba; esta comenzó a rebotar sobre el agua. Sin embargo, para decepción de Wallis, el artefacto quedó destrozado en el segundo impacto. La envoltura metálica se había demostrado demasiado débil para soportar dos choques seguidos contra el agua.
Tras ese fracaso, Wallis se esmeró en conseguir una envoltura más resistente. La siguiente prueba tendría lugar ocho días después. Ese día Wallis no podía fallar, ya que iba a asistir un grupo de miembros del comité científico del Ministerio de Suministros, que contemplarían los saltos de la bomba desde la playa de Reculver, una pequeña localidad del condado de Kent, en el sudeste de Inglaterra. El informe iba a ser decisivo para poder seguir adelante con el proyecto.
El 12 de diciembre de 1942 se repitió el vuelo del Wellington, en esta ocasión con varias bombas a bordo. Al pasar por delante de la playa en la que estaban presentes los miembros del comité, el avión soltó una de esas nuevas bombas. El artefacto ofreció varios saltos largos y elegantes sobre el agua, para hundirse después. Los científicos del Ministerio se vieron gratamente sorprendidos por la exhibición, que se repetiría con las bombas siguientes.
Sin embargo, el experimento dejó alguna duda en el aire, ya que una de las bombas se desvió de su trayectoria sobre el agua y fue a parar a pocos metros de distancia de los miembros de la comisión. El que la bomba no contuviese carga explosiva ayudó a que el error fuera pasado por alto, por lo que el incidente que podía haber acabado en tragedia no quedaría reflejado en el informe positivo resultante del experimento.
La bouncing bomb recibiría todas las bendiciones del comité de expertos; los informes llegaron hasta Churchill, que expresó su deseo de que el proyecto siguiera adelante, brindándole todo su apoyo.
Ese apoyo de las más altas autoridades al plan ideado por Wallis se traduciría en un incremento de los medios con los que podría contar el científico para su proyecto. Así, se llegó a poner a su disposición una presa fuera de servicio situada en las montañas de Gales. La Confederación Hidrográfica de la zona le autorizó a emplearla en sus ensayos, e incluso a volarla si era necesario.
No obstante, Wallis seguiría encontrándose con dificultades. La primera sería obtener el acero necesario para la fabricación de las bombas, entonces escaso en Gran Bretaña, lo que se conseguiría finalmente no sin poco esfuerzo. Una vez establecido el tamaño definitivo de la bomba, se vio que el único aparato capaz de transportarla hasta el objetivo era el cuatrimotor Lancaster, pero —al igual que pasaba con el Wellington— la escotilla de lanzamiento no tenía el tamaño suficiente para soltar la bomba. Después de las modificaciones pertinentes, que implicaron una laboriosa reforma de la parte inferior del fuselaje y la colocación de dos garras de sujeción en las que posar el artefacto, este problema también se vio superado.
Por último, Wallis observó en sus experimentos que si a las bombas se les imprimía un movimiento rotatorio hacia atrás, se facilitaba el avance a saltos por la superficie del agua, haciendo que recorriese una mayor distancia antes de hundirse. Para conseguir ese movimiento, Wallis recurrió a unas correas impulsadas por un motor hidráulico perteneciente al sistema de dirección de un submarino, y que se encargarían de hacer rotar las bombas antes de que fueran arrojadas al agua.
Mientras se acababan de solucionar los aspectos técnicos de la operación, era necesario pensar en el factor humano. Los aviadores encargados de lanzar las bombas debían ser especialmente hábiles y experimentados, puesto que la precisión en el bombardeo era fundamental para el éxito de la misión.
A principios de marzo de 1943, el joven pero ya veterano comandante Guy Gibson recibió el encargo de formar una nueva escuadrilla, que tendría como primera misión el bombardeo de las presas. Para ello, Gibson tuvo carta blanca para escoger a los mejores pilotos entre la flor y nata de los escuadrones de bombardeo de la RAF. Este trabajó lo tuvo que realizar en tan sólo cuarenta y ocho horas; Gibson convocó a veintiún aviadores a los que, una vez reunidos, se les comunicó que habían sido elegidos para llevar a cabo una misión que, según les explicaría, tal vez precipitaría el final de la guerra. Tan sólo una semana después, la nueva unidad de élite, con sus aparatos, dotaciones, personal de tierra y talleres, se vio instalada en la base de Scampton, y se le asignó la denominación de Escuadrilla 617.ª.
Wallis debió de verse sorprendido por la brusca aceleración que había sufrido el proyecto, después de más de tres años en los que este se había visto ralentizado hasta casi quedar paralizado, para desesperación suya. Pero no había tiempo que perder; las autoridades británicas deseaban que el bombardeo de las presas del Ruhr se produjese lo más pronto posible, por lo que era necesario ultimar a toda prisa los detalles de la operación. Gibson recibió de Wallis las indicaciones para conseguir romper los diques, que implicaban dejar caer las bombas a sólo dieciocho metros de altura sobre el agua.
Gibson no pudo reprimir su inquietud ante la ejecución de esa tarea. Sus aviones debían soltar una bomba, de la que en ese momento se desconocían las características definitivas y cuyo efecto en esas circunstancias también se desconocía, a una velocidad de más de trescientos cincuenta kilómetros por hora y prácticamente a ras de la superficie del agua. Además, el lanzamiento debía hacerse de noche y sólo cuando el avión sobrevolase exactamente un punto previamente determinado.
A pesar de ese panorama tan incierto, Gibson se puso manos a la obra. Echando mano de un sentido de la improvisación más propio de una mentalidad latina que de una anglosajona, Gibson fue superando los sucesivos obstáculos que se fueron presentando durante los ensayos. Así, un problema surgió a la hora de reproducir las condiciones de iluminación en las que debía llevarse a cabo el ataque: de noche y con luna llena. La falta de tiempo y el hecho de que los cielos británicos se hallasen frecuentemente nublados hizo que se recurriese a pintar de azul los cristales de la cabina de los bombarderos, a fin de simular el entrenamiento nocturno a la luz de la luna durante las horas diurnas.
Otro problema más importante se presentó ante el reto de soltar las bombas en el lugar y el momento preciso. Para que la misión tuviera éxito, era necesario actuar con una precisión quirúrgica. Sin embargo, en aquellos momentos no se disponía de los instrumentos que permitían esa exactitud. Así, los británicos acabaron recurriendo a un instrumental tan tosco como efectivo; un telémetro improvisado que constaba únicamente de dos maderas en forma de «V», con un visor en el vértice y dos clavos en los extremos. El ángulo de abertura se graduó para que coincidiese con dos torres que había en los pantanos. Así, en el momento en el que el observador divisase las dos torres, sabía que se encontraba a la distancia correcta para efectuar el lanzamiento de la bomba. Con el fin de practicar con ese insólito telémetro de madera, se levantaron dos torres junto al muro de contención de una presa escocesa. En pocos días, todas las tripulaciones eran ya capaces de lanzar en el momento oportuno el proyectil de ensayo.
Día y noche, durante un mes y medio, los bombarderos pesados de la Escuadrilla 617ª atronaron con su presencia los bucólicos lagos y valles escoceses, ensayando una y otra vez la misión. Sin embargo, los miembros de la escuadrilla aún se enfrentaban a un problema sin resolver: determinar con exactitud la altura a la que volaban, para calcular los dieciocho metros de altitud sobre el nivel del agua a que debían arrojar las bombas. Hay que tener presente que los altímetros que se utilizaban entonces sólo podían indicar alturas superiores a los cincuenta metros. Existían aparatos eléctricos que sí podían medir alturas inferiores, pero sólo funcionaban bien en mar abierto o terrenos despejados, no al volar sobre valles rodeados de montañas, como era el caso de las presas alemanas. La consecuencia era que los bombarderos debían efectuar los vuelos rasantes sobre el agua mediante observación directa, lo que produjo que en más de una ocasión durante los ensayos se bordease la tragedia al rozar la superficie.
Pero un día se encontró también una solución sencilla e imaginativa a este problema. En la proa y en la popa de los bombarderos se colocaron sendos focos, calibrados cuidadosamente para que al juntarse sobre el agua a dieciocho metros de altura sus haces luminosos dibujasen la figura de un «8»; cuando el piloto conseguía que se viese esa figura sobre el agua, sabía que en ese momento estaba volando a la altura requerida. Como se puede comprobar, donde no llegaba la tecnología lo hacía el ingenio.
A mediados de abril, todo estaba preparado para llevar a cabo los ensayos definitivos de la que sería denominada Operación Chastise (‘castigo’) y que debía tener lugar un mes después. Los fabricantes de los bombarderos Lancaster ya habían realizado las modificaciones en sus aviones para albergar los artefactos y, mientras tanto, se habían construido los dos primeros prototipos de la bomba.
En la mañana del 15 de abril de 1943, la comisión científica de la Oficina de Guerra se desplazó nuevamente a la playa de Reculver para comprobar la evolución del proyecto. Aunque el sistema de los focos convergentes permitía lanzar la bomba a la altura adecuada, en la prueba no se pudo emplear esa ayuda, al tener lugar durante el día. Así, el piloto del Lancaster calculó mal la altura y arrojó la bomba a una altura superior; el artefacto quedó casi destrozado al chocar con el agua, para sorpresa y decepción de los presentes. El envoltorio metálico saltó por los aires, pero al menos el interior del artefacto avanzó dando saltos sobre la superficie.
Tras ese ensayo que movía más al escepticismo que a la ilusión, seis días después tuvo lugar en el mismo lugar un nuevo ensayo. El resultado, sin embargo, sería más descorazonador; aunque la bomba se soltó a la altura correcta, esta se hundió directamente en el mar y no adquirió el efecto del guijarro sobre el agua. Pese a que la explicación de ese inesperado fracaso parecía residir en el oleaje marino, algo que no se daría en el embalse, la comisión de científicos pensó en recomendar el aplazamiento del ataque por un año hasta que el proyecto adquiriese una mayor fiabilidad, aunque ya estaba tomando cuerpo la idea de prescribir su cancelación definitiva.
«Bomba rebotante» expuesta en el museo de Duxford. Este artefacto fue especialmente diseñado para la Operación Chastise. |
Pero Wallis no se rindió y rogó a la comisión que se les concediese una tercera y última oportunidad. Pese a las reticencias del Ministerio de Suministros, que debía proporcionar el acero necesario para fabricar las bombas, Wallis consiguió que se les entregase un nuevo artefacto. Así, el 28 de abril de 1943 iba a tener lugar el último ensayo; si fracasaba de nuevo, el proyecto quedaría irremediablemente condenado.
Ese día, tal como se apuntaba al inicio del capítulo, la comisión científica de la Oficina de Guerra aguardaba expectante el inicio del ensayo que debía dictar sentencia sobre el proyecto de destrucción de las presas alemanas. Los invitados se acomodaron para contemplar el desarrollo de la prueba, mientras Churchill aguardaba noticias telefónicas desde Londres.
Barnes Wallis, el diseñador de la «Bomba rebotante», junto a un bombardero Lancaster. El ataque a las presas del Ruhr sería posible gracias a su gran tenacidad. |
A la hora convenida, un Lancaster apareció en vuelo rasante. A su paso por la playa, tal como estaba previsto, dejó caer la bomba. En esta ocasión, el piloto supo calcular mejor y el artefacto cayó desde la altura correcta. Ante la mirada expectante de los allí congregados, la bomba impactó contra el agua sin sufrir ningún deterioro. Una vez salvado ese momento crítico, el artefacto avanzó ágilmente dando saltos sobre la superficie del mar, como si un niño hubiera lanzado una piedra en un lago.
Los miembros de la comisión no pudieron evitar prorrumpir en vítores y aplausos. Wallis debió de sentirse feliz al ver cómo sus ímprobos esfuerzos se habían visto coronados por el éxito. Todavía faltaba pasar la prueba más importante, la que debía ejecutarse sobre el objetivo, pero al menos había conseguido disponer de esa oportunidad, algo que hasta ese momento pendía de un hilo. Ante el éxito del ensayo del 28 de abril, la comisión de científicos de la Oficina de Guerra concedió la ansiada luz verde a la misión3.
Desde hacía varias semanas, los aparatos de reconocimiento efectuaban numerosas incursiones con objeto de fotografiar las presas. Al parecer, sus defensas antiaéreas no representaban un obstáculo insalvable. Por el estudio de las fotografías se dedujo que el embalse del Möhne alcanzaría su nivel máximo entre el 13 y el 19 de mayo; en esa semana habría luna llena, de modo que esa sería la «ventana de oportunidad» para llevar a cabo la misión.
Los primeros Lancaster modificados acababan de incorporarse a la escuadrilla, pero seguían faltando las bombas. A primeros de mayo, el nivel del agua del embalse del Möhne llegaba a tres metros del máximo de su capacidad; el ataque tendría lugar cuando sólo le faltara un metro.
El 13 de mayo de 1943 se entró en la última fase de los preparativos de la operación. Un convoy de camiones se encargó de transportar las bombas recién ensambladas hasta la base de Scampton. El comandante Gibson se reunió con sus navegantes para establecer los detalles de la ruta hacia el objetivo. La escuadrilla partiría hacia Alemania volando a baja altura, para evitar su localización por el radar. Las dotaciones estudiaron hasta el último momento las maquetas de las presas, a fin de retener en la memoria todos los detalles de los objetivos a destruir.
La escuadrilla, compuesta por diecinueve aparatos, se dividiría en tres formaciones:
• La primera, encabezada por Gibson, estaría integrada por nueve aparatos y se encargaría de atacar el objetivo principal: la presa del Möhne. Estos bombarderos, procedentes del nordeste, darían una vuelta sobre el objetivo para orientarse y luego el comandante Gibson descendería sobre el agua, siendo el primero en atacar; mientras tanto, los otros ocho aparatos volarían en círculo sobre el pantano, preparándose para entrar en acción. Una vez destruida esta presa, los aviones debían dirigirse al embalse del Eder para lanzar allí las bombas restantes.
• La segunda formación, compuesta de cinco aparatos, y con el teniente de vuelo Joe McCarthy a la cabeza, tenía como objetivo la presa del Sorpe, actuando de un modo similar al ataque sobre la del río Möhne.
• Por último, la tercera formación, integrada por otros cinco bombarderos, despegaría dos horas más tarde y actuaría como reserva a la espera de cualquier contingencia. En caso necesario, se uniría a los ataques a los objetivos principales. Si al final su concurso no era necesario, arrojarían sus bombas sobre tres objetivos secundarios: las presas de los ríos Schwelm, Ennepe y Diemel.
Con esta disposición se pretendía que nada quedase en manos del azar, garantizándose en lo posible el éxito de la misión. Tampoco se quiso correr el riesgo de que llegase algún rumor a los alemanes sobre la operación, a pesar de que estos no contaban con una red de informadores en Inglaterra propia de ese nombre; así, se dijo a las demás escuadrillas con base en Scampton que la 617ª se preparaba para atacar el acorazado germano Tirpitz, y que el día previsto para la operación contra los embalses se realizaría un importante vuelo de prácticas, para justificar así los preparativos.
Desde que el 13 de mayo de 1943 se entró en la fase decisiva de la operación, las tripulaciones sabían que esta podía lanzarse en cualquier momento y que, como suele suceder en estos casos, ellos serían los últimos en enterarse.
No sería hasta la tarde del tercer día, el 16 de mayo, cuando los aviadores recibieron las primeras señales de que ese iba a ser el día escogido; se cerraron los accesos a la base y se prohibieron tanto el envío de cartas como las llamadas telefónicas al exterior. No se equivocaban, ya que poco después Gibson llamó a reunión a todos lo que iban a participar en la misión en cuya preparación tanto se había trabajado; les confirmó que esa noche despegarían rumbo a Alemania.
Un bombardero pesado británico Lancaster. En la operación se emplearía este avión especialmente modificado para poder albergar la «bomba rebotante». |
A lo largo de la tarde se fueron ultimando los preparativos. Las bombas, ya con su carga explosiva en el interior, fueron adosadas a la parte inferior del fuselaje con toda clase de precauciones. Con la intención de impresionar a los artilleros antiaéreos encargados de proteger los embalses, se dotó de balas trazadoras a las armas de a bordo. Los aviones utilizarían dos rutas de entrada a Alemania, confeccionadas cuidadosamente de modo que evitasen las baterías antiaéreas que ya estaban localizadas.
A las 21.28 horas de aquel 16 de mayo de 1943, el primer bombardero de la segunda formación, la comandada por el teniente Mc-Carthy, despegó desde la base de Scampton rumbo a su objetivo. A partir de ahí, en intervalos de entre tres y diez minutos, le fueron siguiendo el resto de aparatos de la primera y segunda formación. Los Lancaster se elevaron con dificultad, pues cada uno llevaba unas diez toneladas de carga. Antes de subir al avión, los tripulantes del aparato comandado por Gibson habían tenido tiempo de posar para una foto recordatoria. Por su parte, el avión de McCarthy sufrió una avería hidráulica y no pudo despegar, viéndose obligado a recurrir a un aparato de reserva, despegando veinte minutos después. Tal como preveía el plan, los cinco bombarderos de la tercera formación esperarían dos horas antes de partir hacia Alemania, lo que harían cuando pasaban diez minutos de la medianoche.
En un primer momento, a pesar de la avería del avión de McCarthy, lo que le haría volar rezagado respecto a los otros cuatro aviones de su formación, parecía que la misión se iniciaba con buen pie. Pero muy pronto comenzaron los problemas para los aparatos que integraban esa segunda formación, cuya ruta llevaba al norte de Holanda. Los cuatro aviones volaban a muy baja altura para evitar ser detectados por el radar, lo que provocó que uno de ellos diese con su ala en el mar; con el golpe, la portezuela de la bodega se abrió y su bomba cayó al agua, por lo que tuvo que emprender el camino de regreso a Scampton.
Nada más llegar a la costa holandesa, los tres aviones restantes se encontraron con un intenso e inesperado fuego antiaéreo. Las baterías germanas estuvieron acertadas; un Lancaster fue derribado y otro sufrió daños en el aparato de radio dejándolo inservible, por lo que tuvo también que regresar a la base. Aunque el cuarto avión pudo escapar del fuego antiaéreo, al volar a tan baja altura topó con unos cables de alta tensión y acabó estrellándose. De esta segunda formación, tan sólo el bombardero de McCarthy, que atravesó Holanda después de que los otros cuatro aparatos fracasasen en el intento, lograría llegar a Alemania.
La primera formación tendría más suerte que la segunda, ya que su ruta discurría por el sur de Holanda, una zona que estaba menos protegida que la que había sobrevolado la segunda formación. Sus nueve aparatos lograrían atravesar el cielo holandés, pero uno de los aviones, ya en territorio alemán, impactaría contra unos cables de alta tensión, estrellándose.
Así, los ocho aviones que en ese momento integraban la primera formación se dispusieron a atacar la presa del Möhne. Para conocer cómo se desarrolló la operación, nada mejor que reproducir el relato del comandante Gibson, tal como lo dejó escrito en su libro de memorias Enemy coast ahead 4:
Entre Hamm y Soest giramos a la derecha, desde donde veíamos las colinas del Ruhr. Mientras las sobrevolábamos apareció ante nosotros el lago Möhne y luego la presa, majestuosa e inasequible. Sin embargo, teníamos la impresión de estar contemplando la maqueta. No había reflectores y tampoco pudimos determinar cuántas piezas de artillería antiaérea habría abajo.
Mientras dábamos la vuelta al lago me comuniqué con los aparatos de mi formación. Nos situamos en posición de ataque y volamos por encima de las colinas, en dirección a la orilla oriental del lago. Allí estaba la lengua de tierra que tan bien conocíamos por la maqueta a escala. Picamos hasta los dieciocho metros y abrimos los alerones, con objeto de lograr la velocidad correcta. Entonces divisamos las torres y el resto de los detalles del embalse.
Los alemanes abrieron fuego; el momento fue terrible para nosotros. Todavía estábamos a varios centenares de metros sobre la presa; ya había empezado a funcionar el mecanismo especial que haría caer la bomba, haciéndola girar.
Había algo sobrecogedor en toda la operación. Mi aparato parecía un insecto comparado con la enorme presa. Olí a pólvora quemada y vi las balas trazadoras pasar junto a la cabina. Luego escuché una orden: «¡Bomba fuera!». Mientras volábamos en círculo vimos cómo la bomba, al tocar el agua, elevaba una columna líquida de unos cien metros de altura. Al principio creímos que el muro de la presa ya estaba destruido. Detrás de nosotros seguía otro avión, y cuando se hallaba a unos cien metros de distancia alguien exclamó: «¡Dios mío, lo han alcanzado!». Vi cómo había lanzado la bomba; el avión cayó cerca de la central eléctrica. Ordené al tercero que atacara, y su bomba cayó al agua de forma impecable. De nuevo se oyó una tremenda explosión que agitó la superficie entera del lago. Si la teoría de Wallis era acertada, el muro de contención tenía que haberse resquebrajado; sin embargo, esto no se logró hasta después de la sexta explosión. Di la vuelta y no pude creer lo que veían mis ojos. En el muro había un enorme boquete de casi cien metros y el agua se precipitaba hacia el valle. Los antiaéreos enemigos habían dejado de hacer fuego.
En efecto, la parte superior del muro de la presa del Möhne se había derrumbado. El objetivo se había conseguido pero, tal como ha relatado Gibson, uno de los aviones había sido derribado por el fuego antiaéreo, después de que su bomba rebotante saltase el muro, sin dañarlo.
Seguidamente, el comandante Gibson acompañó a los tres aviones que no habían participado en el bombardeo del embalse del Möhne al siguiente objetivo de la primera formación: la presa del Eder. Aunque esta no tenía protección antiaérea, la presencia de una espesa niebla y la orografía del terreno hacían que derribar su muro no fuera una misión sencilla:
Continuamos el vuelo hacia la presa del Eder [sigue explicando Gibson]. Apenas pudimos distinguir el muro, ya que la niebla comenzaba a extenderse por el valle. Aunque la presa carecía de defensas, nos costó mucho esfuerzo destruirla y perdimos un avión. Lo mismo que en la presa anterior, un inmenso caudal se precipitó en dirección al valle. Ordené a mis hombres poner rumbo a la base.
El avión al que se refería Gibson había resultado dañado por la onda expansiva de su propia bomba. Aunque sobrevivió, ese aparato, que ya sufría muchos daños, acabaría siendo derribado sobre Alemania por fuego antiaéreo en el viaje de regreso. De los nueve aparatos de la primera formación, sólo cinco consiguieron volver a la base de Scampton.
Por su parte, la segunda formación tenía como objetivo destruir la presa del Sorpe, pero, como hemos visto, de sus cinco integrantes tan sólo uno, el avión de su comandante, había logrado superar las defensas antiaéreas dispuestas en la costa holandesa. Por tanto, el aparato del comandante McCarthy sería el único que llegase a la presa, haciéndolo cuando pasaba un cuarto de hora de la medianoche. Una vez allí, McCarthy intentó en solitario destruir el muro; debido a la orografía, que dificultaba las maniobras de aproximación, fueron necesarios nueve intentos antes de que, al décimo, se decidiese a lanzar la bomba. El artefacto hizo explosión junto al muro, pero tan sólo se derrumbó la parte superior.
La presa del Eder, destruida tras el ataque de precisión de los bombarderos británicos. |
Mientras tanto, de los cinco bombarderos pertenecientes a la tercera formación que en ese momento estaban despegando de Scampton, tres se dirigirían al embalse del Sorpe. Uno de ellos cayó también bajo el fuego antiaéreo de la costa holandesa. Los dos que consiguieron llegar intentaron acabar de derruir el muro, pero la niebla, cada vez más espesa, dificultaba enormemente la visibilidad. El primer avión logró lanzar su bomba, pero esta no explotó lo suficientemente cerca del muro, por lo que no le ocasionó daños. Cuando llegó el turno del segundo avión, la niebla era tan densa que decidió no intentarlo. Ambos aparatos lograron regresar a la base de Scampton.
En cuanto a los otros dos bombarderos de la tercera formación, estos fueron enviados a atacar dos objetivos secundarios: las presas del Lister y del Ennepe. El encargado de atacar la del río Lister no pudo llegar a este embalse, siendo derribado por el fuego antiaéreo. El que debía destruir la presa del Ennepe confundió su objetivo con otro embalse, el del río Bever, de aspecto muy similar, y lanzó su bomba sobre este último, aunque sin causar daños al muro. Tras el ataque logró regresar a Inglaterra.
Los nueve bombarderos supervivientes de la Operación Chastise comenzaron a aterrizar en la base de Scampton a las tres y diez minutos de la madrugada del 17 de mayo. El comandante Gibson tocó tierra a las cuatro y cuarto. El último en llegar, el que atacó por error el embalse del Bever, lo hizo a las seis y cuarto.
La alegría del recibimiento a los Lancaster que habían logrado esa madrugada regresar sanos y salvos de Alemania quedó pronto apagada por la constatación de que cincuenta y seis de los ciento treinta y tres hombres que habían participado en la misión no habían podido volver a la base. De ellos, cincuenta y tres habían muerto al estrellarse sus aparatos, mientras que los otros tres —dos pertenecientes a la primera formación y otro a la tercera— habían sido hechos prisioneros.
Finalmente, tras tantas dudas, la idea de la bouncing bomb se había demostrado exitosa, consiguiendo abrir grandes boquetes en dos presas, la del Möhne y la del Eder —las dos más grandes—, y provocando daños en la parte superior de la del Sorpe. Mientras en la base de Scampton había satisfacción por el éxito de la operación, a la vez que se lamentaba la pérdida de tantos pilotos, en los valles del Ruhr, Möhne, Eder y Fulda se estaban produciendo escenas dantescas. Las más de trescientos treinta millones de toneladas de agua liberadas de los embalses estaban destrozando puentes, líneas férreas, casas y fábricas, y arrastrando consigo a personas y animales domésticos. La ausencia de un sistema de alarma ante la hipotética rotura de las presas dificultó el aviso a los habitantes de los valles para que pudieran ponerse a salvo ante la avalancha de agua que se les venía encima.
La cifra de víctimas mortales producidas por las inundaciones es difícil de cuantificar, aunque podría rondar las mil trescientas. Unas setecientas de estas víctimas fueron obreras rusas y polacas que se encontraban en un campamento que fue arrollado por las aguas. La catástrofe sería ocultada por las autoridades nazis al resto de la población alemana. Al día siguiente, el ministro de Armamento, Albert Speer, sobrevoló la zona y redactó un informe para Hitler.
De la noche a la mañana, la escuadrilla 617ª, que sería conocida como Dambuster (‘Rompepresas’), se convertiría en la unidad más popular de la RAF. El Gobierno británico aprovechó la Operación Chastise para elevar la moral de la población, presentando la misión como si hubiera obtenido un gran éxito. De los setenta y siete tripulantes que regresaron a casa, treinta y cuatro serían condecorados el 22 de junio en una ceremonia celebrada en el palacio de Buckingham; el comandante Gibson recibiría en ese acto la Cruz Victoria. A la escuadrilla 617.ª se le permitiría lucir la divisa del rey francés Luis XV «Après moi le déluge» (‘Después de mí, el diluvio’).
Tras ese reconocimiento, el comandante Gibson trasladó al papel su relato de la misión en el libro antes referido. En diciembre de 1943 viajó a Estados Unidos, en donde realizó una gira para hablar de la operación que había protagonizado, siendo condecorado en la Casa Blanca por el presidente Franklin Delano Roosevelt. A su regreso, y tras haber cumplido ciento diecisiete misiones de bombardeo sobre Alemania, fue destinado a un trabajo burocrático en el Ministerio del Aire. Pero Gibson decidió abandonar su despacho y volver a la acción; el héroe de la Operación Chastise encontraría la muerte el 19 de septiembre de 1945, regresando de una misión de bombardeo sobre Alemania, cuando su avión se estrelló al quedarse sin combustible.
Objetivamente, la Operación Chastise se había saldado con un éxito moderado. Por un lado, la pérdida de ocho de los diecinueve aparatos que habían participado en ella, con sus correspondientes tripulaciones —lo que suponía un porcentaje de bajas cercano al cuarenta por cien—, era sin duda un precio demasiado elevado. A cambio, el daño causado a la cuenca del Ruhr había sido menor del previsto. Los especialistas británicos esperaban que la destrucción de las presas provocase una inundación de proporciones bíblicas, ante la que los alemanes quedarían en estado de shock; los más optimistas estaban convencidos de que la acción podía incluso precipitar el final de la guerra.
Sin embargo, el wishful thinking británico se daría de bruces con la realidad. Aunque las inundaciones habían provocado daños a la región, la avalancha de agua no fue tan catastrófica como se esperaba. Por otro lado, gracias a su estricto control de los medios de comunicación, el régimen nazi supo mantener a la mayoría de los alemanes ajenos a lo que había ocurrido en el Ruhr, por lo que el golpe que se pretendía causar a la moral de la población no se dio en absoluto.
Además, los alemanes se pusieron de inmediato manos a la obra para reparar los muros destruidos. Para ello se retiraron numerosas brigadas de trabajadores empleados en las obras de la Muralla del Atlántico. Tras un gran esfuerzo, en octubre de ese mismo año estarían nuevamente en pie los muros de contención de las presas del Möhne y del Eder. Para evitar que los británicos volvieran a intentarlo, se dispuso el emplazamiento de baterías antiaéreas pesadas, aparatos de niebla artificial, reflectores, globos de barrera y redes metálicas.
Aunque la Operación Chastise no había cumplido con las expectativas, los británicos intentaron extraer de ella el máximo jugo. Churchill la utilizó ante el líder soviético, Josef Stalin, para demostrar que Gran Bretaña estaba comprometida en la lucha contra Alemania en unos momentos en los que quien estaba realizando el mayor desgaste era la Unión Soviética. Por otro lado, el premier británico aprovechó igualmente la operación para reivindicarse ante Roosevelt.
Curiosamente, un ataque como el realizado por la escuadrilla 617.ª aquel 16 de mayo de 1943 sería hoy ilegal y contrario a las leyes de la guerra. En 1977, se aprobó un anexo a la Convención de Ginebra por el que se declaraba ilegal atacar un embalse con el objetivo de destruirlo, por los efectos catastróficos que puede causar a la población civil.
3En junio de 1997 se localizaron en el fondo del mar, enfrente de la playa de Reculver, cuatro de las «bombas rebotantes» lanzadas durante esos ensayos, de cuatro toneladas de peso cada una, que pudieron ser recuperadas. Una se exhibe en el Museo de Herne Bay, a cinco kilómetros de Reculver, otra en el Castillo de Dover, otra en el Spitfire & Hurricane Memorial Museum de la isla de Thanet y la última en el Museo de Duxford.
4Enemy coast ahead fue publicado por primera vez en forma de libro en 1946. Antes había aparecido en forma de serial en el diario Sunday Express en el invierno de 1944-1945. Ambas versiones aparecieron censuradas, al hacer referencia a material clasifcado. El libro se reeditaría en varias ocasiones hasta que en 2006 se publicó la versión original sin censurar: GIBSON, Guy. Enemy coast ahead. United Kingdom: Crecy Publishing, 2006.