Operación Chariot: Asalto al puerto de Saint-Nazaire
La noche del 27 de marzo de 1942 estaba siendo tranquila en el puerto de Saint-Nazaire, en la Francia ocupada por los alemanes. Los centinelas vigilaban rutinariamente las instalaciones portuarias, que poseían un valor extraordinario para la marina de guerra germana, la Kriegsmarine. En ellas se encontraba el único dique seco capaz de acoger al mastodóntico Tirpitz en caso de precisar ser reparado. El Tirpitz era el último gran acorazado que le quedaba a Alemania tras el hundimiento del Bismarck.
El temor a un sabotaje hacía que los alemanes hubieran extremado sus medidas de seguridad en torno a los muelles de Saint-Nazaire. Pero esa noche que parecía que iba a discurrir sin novedad de pronto se vio alterada por la inesperada llegada de una flotilla por el estuario que conducía hasta el puerto, encabezada por lo que parecía ser un destructor alemán, enarbolando la bandera de guerra de la Kriegsmarine. Los reflectores de los puestos de vigilancia se encendieron sobre las aguas del estuario y se dio la señal de alto, pero la flotilla seguía avanzando en dirección al puerto. Desde la orilla se efectuaron disparos de advertencia, pero los barcos proseguían su camino sin detenerse.
Desde la flotilla se emitió un mensaje asegurando ser un convoy germano de regreso de una misión secreta, lo que tranquilizó momentáneamente a los vigilantes del puerto, que ordenaron detener el fuego. Sin embargo, los barcos no sólo no se detenían, sino que, además, el destructor aumentaba su velocidad a ojos vista. Navegando a toda máquina, el destructor parecía haberse vuelto loco, ya que avanzaba directo hacia los muelles del puerto.
Los alemanes quedaron estupefactos ante lo que estaba ocurriendo ante sus ojos; aquel buque se estaba dirigiendo a revientacalderas hacia las esclusas del dique seco. Comenzaron a disparar sobre él para tratar de detenerlo, pero sabían que nada podrían hacer para evitar el brutal impacto que estaba a punto de producirse...
Un año antes de que se desarrollase esa dramática escena en el puerto de Saint-Nazaire, los británicos ya habían comenzado a pensar en la posibilidad de lanzar un ataque contra el dique seco hacia el que se dirigía a toda máquina aquel barco enloquecido. La importancia de esa instalación para la Kriegsmarine era capital y, si se conseguía destruirla, la última gran amenaza de la marina germana podría ser conjurada, despejando el camino de la victoria.
En 1941, el peligro de invasión de Gran Bretaña, que había estado a punto de suceder en el verano de 1940, ya había pasado; la resistencia británica, ante los insistentes ataques aéreos de la Luftwaffe, había disuadido a Hitler de lanzar la Operación León Marino, por la que sus tropas debían cruzar el canal de la Mancha para someter al único enemigo que hasta ese momento no había sido aplastado por la maquinaria de guerra nazi.
Pero, si bien la amenaza de invasión había pasado, en 1941 los británicos debían hacer frente a otro desafío, el del bloqueo marítimo impuesto por la marina germana. Los submarinos alemanes, los U-Boot, atacaban con éxito las rutas de suministro a Gran Bretaña que cruzaban el Atlántico, a la caza de los buques que transportaban armas, alimentos y materias primas a los asediados ingleses. No en vano el primer ministro británico, Winston Churchill, dejó escrito en sus memorias que la denominada «batalla del Atlántico» fue la que más le hizo temer por la suerte de su país en el desenlace final de la guerra.
La flota de submarinos alemanes era la encargada de cortar esas rutas marítimas de aprovisionamiento, pero la Kriegsmarine disponía de dos barcos de superficie que podían dar el golpe de gracia a la resistencia británica. Se trataba de dos acorazados gemelos, los referidos Bismarck y Tirpitz, en esos momentos mayores que cualquier otro barco de guerra británico o norteamericano. La potencia de sus motores les permitía alcanzar una velocidad mayor que la de cualquier otro acorazado y sus cañones eran capaces de perforar un grueso blindaje a treinta y cinco kilómetros de distancia.
Afortunadamente para los británicos, la Royal Navy pudo hundir el Bismarck, tras someterlo a una larga persecución en aguas del Atlántico Norte entre el 19 y el 27 de mayo de 1941. Pero aún quedaba el Tirpitz, que quedó confinado en los remotos fiordos noruegos a la espera de recibir la orden de salir a mar abierto. Ante esa temible posibilidad, su destrucción se convertiría en una obsesión para Churchill, quien no escatimaría hombres ni recursos para acabar con la inquietante amenaza del acorazado alemán.
Ante la dificultad para hundir al Tirpitz mientras permaneciese protegido en su refugio noruego, los británicos idearon un plan alternativo para impedir que el acorazado saliese a mar abierto. Las enormes dimensiones del Tirpitz no permitían que pudiera ser reparado, llegado el caso, en otro puerto que no fuera el de Saint-Nazaire, ciudad situada en la orilla norte del estuario del Loira.
Como se ha indicado, su puerto disponía del único dique seco capaz de acoger al Tirpitz; había sido construido en 1932 para alojar al transatlántico Normandie, siendo en ese momento el dique seco más grande del mundo. Además, el puerto contaba con otro sistema de esclusas que permitía mantener siempre el mismo nivel del agua, sin verse así afectado por las mareas, muy acusadas en la costa atlántica.
Por lo tanto, la destrucción de las instalaciones portuarias de Saint-Nazaire pasaría a convertirse en objetivo prioritario para los británicos. Estaba claro que Hitler, para quien el hundimiento del Bismarck había supuesto un disgusto tan amargo como inesperado, no iba a arriesgarse a sacar al Tirpitz a mar abierto sin contar con esas instalaciones operativas.
Además, la estratégica situación del puerto de Saint-Nazaire lo dotaba de una importancia vital para toda la marina alemana. Al estar ubicado en la costa francesa del Atlántico, ofrecía a los alemanes un excelente refugio para sus U-Boot, que de este modo no debían llegar hasta Alemania para aprovisionarse, lo que implicaba afrontar el peligro de atravesar el canal de la Mancha o el mar del Norte. Esa ventaja era todavía más apreciable para los ya escasos buques de superficie de la Kriegsmarine.
Si se quería evitar la posibilidad de que el Tirpitz tomase parte en la decisiva batalla del Atlántico, el dique seco del puerto de Saint-Nazaire debía ser destruido. Además, la voladura del resto de instalaciones portuarias iba a suponer un contratiempo para la flota de guerra germana en unos momentos en el que la tensión del pulso que se estaba llevando a cabo en el Atlántico era máxima. Este objetivo daría lugar a la Operación Chariot, una de las acciones más intrépidas ejecutadas por los comandos británicos, y que sería conocida como «The greatest raid of all» (‘La mayor incursión de todas’).
Para destruir la esclusa del dique seco se recurriría a un obsoleto barco de guerra que había servido en la Primera Guerra Mundial, el Campbeltown. Este antiguo destructor de la marina norteamericana, que había sido cedido a la Royal Navy, fue modificado para que simulase ser un destructor alemán del tipo möweclass, para lo cual se le retiraron dos de sus cuatro chimeneas. Además, fue dotado de las correspondientes banderas de guerra de la Kriegsmarine. Su armamento fue también modificado, eliminado los cañones pesados para aligerarlo de peso, con la finalidad de que no embarrancase en los fondos de arena que existían a la entrada del estuario. En sus bodegas se colocó una gran cantidad de explosivo dotada de un temporizador, de unas características especiales que impedían que los alemanes pudieran desactivarlo.
El plan consistía en que una flotilla con unos seiscientos comandos a bordo remontase el estuario del Loira amparada en la oscuridad de la noche, penetrase en el puerto e hiciese encallar el Campbeltown en el dique seco de Saint-Nazaire. Una vez que el destructor quedara incrustado en las esclusas del dique, los comandos saltarían al muelle para destruir las instalaciones del puerto y luego escaparían en las mismas lanchas que les habían llevado hasta allá. El temporizador provocaría que ocho horas después estallase la carga explosiva del Campbeltown, destruyendo las esclusas y dejando el dique fuera de servicio.
A nadie se le escapaba que la misión entrañaba enormes riesgos. Los alemanes eran conscientes de la enorme importancia de ese puerto, por lo que habían invertido muchos recursos en su protección. Las defensas germanas contaban con los efectivos cañones de ochenta y ocho milímetros, que podían emplearse tanto como antiaéreos como para ataques en tierra, y una dotación de cinco mil hombres bien parapetados en sus búnkers y nidos de ametralladora. Pero antes de llegar hasta ahí, la flotilla británica debía penetrar en la desembocadura del Loira, protegida por cañones de costa de gran calibre, y recorrer el estuario del río, en cuyas orillas se hallaba otro millar de alemanes, que contaban con cañones de cuarenta milímetros y ametralladoras.
De ese sistema defensivo prácticamente infranqueable se podía extraer, de forma paradójica, una ventaja para los británicos; los alemanes, confiados ante ese poderoso despliegue, contemplaban la posibilidad de una incursión como altamente improbable, por lo que la atención defensiva no iba a ser la misma que si existiera temor a un ataque inminente. Los británicos eran conscientes de que la única posibilidad de penetrar en el puerto de Saint-Nazaire, si es que existía, era explotar el factor sorpresa con audacia y rapidez de ejecución, pero aun así la misión seguía presentando unos riesgos tan grandes que la convertían en poco menos que suicida.
La flotilla incursora estaría compuesta, además de por el Campbeltown, por dos destructores más, el Tynedale y el Atherstone, que desempeñarían funciones de escolta durante el viaje pero que no participarían en el ataque, y dieciocho lanchas motoras, varias lanchas torpederas y una cañonera que haría las veces de cuartel general. El capitán de corbeta Robert Red Ryder estaría al mando de la fuerza naval y el teniente coronel Charles Newman dirigiría las acciones en tierra.
El convoy zarpó del puerto inglés de Falmouth rumbo a la costa francesa a las dos de la tarde del 26 de marzo de 1942. En su trayecto contaría con la protección de una escuadrilla de cazas Spitfire. Debido al largo recorrido previsto, unos ochocientos kilómetros sumando la ida y la vuelta, cada una de las lanchas motoras llevaba en cubierta un gran depósito extra de combustible, lo que hacía a estas lanchas muy vulnerables en caso de ataque, a lo que había que sumar que estaban construidas de madera. Aunque los planificadores de la operación contemplaban con reticencia tanto la utilización de ese depósito suplementario de combustible como de lanchas de madera, no había otras embarcaciones disponibles, por lo que no tuvieron otra alternativa que afrontar ese riesgo.
A la mañana del día siguiente avistaron un submarino alemán, al que los dos destructores operativos intentaron combatir, abandonando el convoy y saliendo en su persecución, sin que pudieran darle caza. Aunque con toda seguridad el submarino pudo alertar de la formación naval que navegaba con rumbo a Francia, los alemanes debieron creer que el objetivo del convoy sería otro punto de la costa, porque ningún otro submarino o buque de superficie acudió a interceptarlo. Si los alemanes hubieran tomado medidas, la incursión probablemente habría fracasado, pero esta no sería la primera ocasión en la que la suerte se situaría del lado británico.
Otro episodio remarcable durante esa primera fase de la operación sería el protagonizado por dos pesqueros franceses de arrastre que se encontraban faenando por la zona. Los británicos, en previsión de que sus tripulantes fueran colaboracionistas y pudieran informar a los alemanes, asaltaron los barcos, trasladaron a los marineros a un destructor y hundieron las naves para evitar que, al quedar abandonadas, despertaran sospechas a alguna patrullera germana.
En la tarde del 27 de marzo, cuando ya se encontraban cerca de la costa francesa, los dos destructores de apoyo se retiraron. Al caer la noche, la flotilla de barcos penetró en el estuario del río Loira para cubrir los ocho kilómetros que la separaban de Saint-Nazaire. El Campbeltown navegaba en el centro de la formación, fanqueado por las lanchas motoras.
Unos minutos antes de la medianoche, mientras los incursores se adentraban en el estuario, se escuchó el rumor que anunciaba de forma inequívoca la presencia de bombarderos. Se trataba de un escuadrón de aviones británicos que tenía como misión efectuar un bombardeo de distracción. Los alemanes encendieron los reflectores y fijaron su atención en el cielo, mientras la flotilla proseguía inadvertida su camino en dirección a Saint-Nazaire. Sin embargo, la incursión de los bombarderos no duró mucho; el hecho de que el cielo estuviera nublado hizo desistir a los pilotos de iniciar un bombardeo, puesto que tenían la orden de no atacar a menos que pudieran visualizar claramente sus objetivos, para no provocar bajas civiles francesas.
Cuando pasaba media hora de las doce de la noche, los bombarderos se retiraron y los reflectores de las defensas antiaéreas comenzaron a apagarse. A esa hora la flotilla aliada ya había superado el tramo más difícil de la desembocadura del Loira, uno de escasa profundidad que provocó que el Campbeltown rozase el fondo en dos ocasiones, obligándole a emplear sus hélices a toda potencia para no quedar encallado, lo que hubiera dado al traste con la misión.
Tras pasar por ese momento delicado, la flotilla debía enfrentarse a otro tramo comprometido, ya que se debía pasar junto a un faro situado en la ruta hacia Saint-Nazaire. Los comandos temían ser detectados desde el faro, pero pudieron rebasarlo sin que nadie se percatase de su avance. Los barcos siguieron su rumbo ascendente mientras la orilla permanecía oscura y silenciosa. Los hombres de la flotilla, un tanto desconcertados, se felicitaban de su suerte al poder seguir avanzando sin ser descubiertos.
Pero, como era de prever, esa suerte insospechada no iba a durar hasta el final. A la 1.22, cuando la flotilla se encontraba a unos diez minutos del momento previsto para que el Campbeltown llegase a las esclusas del muelle, los barcos fueron descubiertos por los alemanes. De repente, varios reflectores situados en la orilla se encendieron, iluminando de pleno a los incursores. Sin embargo, los alemanes dudaron si se trataba de barcos amigos o enemigos, al considerar descabellada la posibilidad de que se tratase de un ataque, por lo que se limitaron a dar la orden de alto mediante una emisora de señales. Como los barcos no se detenían, una batería de la orilla efectuó varios disparos sobre la trayectoria que debían seguir, para forzar su detención.
Pero no todo estaba perdido para los comandos, pese a haber sido descubiertos. Ante esa contingencia atesoraban un as en la manga; gracias al libro de códigos rescatado del pesquero artillado alemán en el raid de Vagsoy, tal como se relató en el primer capítulo, un marinero había sido especialmente entrenado para intercambiar señales luminosas con los puestos alemanes. De este modo, para aparentar que se trataba de un convoy alemán que llegaba en misión secreta, transmitió el mensaje en clave correspondiente a «Barco agredido por fuerzas amigas». Los alemanes detuvieron de inmediato el fuego y esperaron a que los presuntos barcos amigos se identificasen, mientras la formación seguía adentrándose en aguas del estuario gracias a unos minutos preciosos ganados con esa estratagema.
La flotilla aprovechó los momentos de vacilación germana para navegar a toda máquina hacia su objetivo. Los alemanes permanecieron todavía cuatro minutos sin disparar, emitiendo mensajes luminosos que no obtenían ninguna respuesta, hasta que les quedó claro que habían sido objeto de un engaño. Las baterías comenzaron a disparar contra los barcos. La noche se vio iluminada por las balas trazadoras y las explosiones. Pero, tal como se relataba al inicio del presente capítulo, el Campbeltown seguía a marchas forzadas hacia las esclusas, exprimiendo al máximo sus motores e ignorando los proyectiles que caían a su alrededor. Los barcos contestaban a su vez, abriendo fuego contra las posiciones alemanas.
A la 1.34, el Campbeltown, lanzado a toda velocidad, impactó brutalmente contra la esclusa del dique seco del puerto de Saint-Nazaire. El estruendo fue tremendo. En un primer momento era imposible distinguir nada debido al humo, pero cuando este se disipó los comandos pudieron ver cómo el barco se hallaba incrustado en la esclusa principal. La primera parte del plan había salido según el guión, para sorpresa de los propios británicos y, por descontado, de los perplejos alemanes.
Ahora daba comienzo la fase más arriesgada de la misión. Los comandos comenzaron a correr por la cubierta del barco hacia la proa, para descender sobre el muelle utilizando unas escaleras de hierro. Pero los defensores alemanes, una vez recuperados de su sorpresa inicial, dispararon con todo el fuego de que disponían. Muchos cayeron heridos antes de poder descender del Campbeltown.
La tarea más acuciante era acallar el intenso fuego enemigo. En esos primeros momentos todo parecía indicar que se iba a conseguir ese objetivo. Un cañón ligero emplazado cerca de donde había encallado el Campbeltown fue neutralizado rápidamente por un grupo de doce hombres; sus servidores lanzaron una granada de mano a los incursores, pero uno de los comandos tuvo la sangre fría de recogerla y volverla a lanzar contra los artilleros alemanes, haciendo explosión en medio de ellos. Aprovechando ese momento de confusión, los comandos lograron tomar la posición, acabando con los seis artilleros.
Ahora había que destruir otros tres cañones que amenazaban ese sector, emplazados en búnkers de hormigón. Los comandos fueron uno por uno, lanzando granadas a través de sus aberturas. Aunque cuatro de ellos resultaron heridos, consiguieron su objetivo; los cañones fueron acallados, logrando crear un perímetro de momentánea seguridad alrededor del encallado Campbeltown.
Había llegado el turno de los equipos de demolición. Su intervención era decisiva, ya que tenían como misión destruir las instalaciones de bombeo que se encargaban de subir y bajar el nivel del agua en las esclusas, así como la maquinaria que abría y cerraba las compuertas. Si fallaban en su cometido, todo el esfuerzo habría sido inútil.
El sistema de esclusas del puerto de Saint-Nazaire constaba de dos elementos gemelos, situados a ambos extremos del muelle; uno era el correspondiente al dique seco, y el otro el que regulaba el nivel del agua del puerto. Gracias al perímetro de seguridad logrado por la docena de comandos en su audaz incursión contra los cañones, las instalaciones más cercanas al Campbeltown, las correspondientes al dique seco, iban a poder ser atacadas sin demasiada oposición. Esa primera sala de bombeo se hallaba en un subterráneo situado a doce metros bajo tierra, a donde descendió un equipo pertrechado de unos ochenta kilos de explosivos. Tras colocar la carga y encender una mecha de minuto y medio, salieron rápidamente hacia la superficie.
El destructor Campbeltown incrustado en el dique seco del puerto de Saint-Nazaire. |
La explosión destruyó no sólo el interior de la sala de bombeo, sino que provocó el desplome de la construcción. Entonces le llegó el turno al sistema de apertura y cierre de las compuertas, que se hallaba en el exterior. Una nueva carga explosiva destruyó esa enorme y compleja maquinaria, inutilizando las compuertas de esa parte del muelle. La mitad de la misión ya se había cumplido.
Ahora quedaba la parte más difícil; volar las instalaciones situadas en el otro extremo del muelle, que se hallaban bajo un intenso fuego enemigo procedente tanto de las torres de vigilancia como de los barcos que estaban allí amarrados. Esta segunda operación de demolición no iba a resultar tan fácil como la primera.
Mientras un equipo colocaba cargas explosivas en el sistema de apertura de cierre de las compuertas, otro forzaba la entrada al subterráneo que alojaba el segundo sistema de bombeo. La lluvia de balas que debían soportar en el exterior obligó a los comandos a abreviar la colocación de explosivos en las compuertas que protegían las aguas del puerto, al tener que retroceder. Aunque la explosión no fue suficiente para destruirlas por completo, esas cargas parciales consiguieron causar graves daños. Por su parte, los encargados de volar la maquinaria de bombeo sí que lograron su objetivo, consiguiendo volar toda la instalación.
Los dos máximos responsables de la operación, Ryder y Newman, que hasta ese momento habían permanecido en la cañonera que cumplía la función de cuartel general, desembarcaron en el muelle, animados por el momentáneo éxito de la misión. Todo parecía ir sobre ruedas y reinaba el máximo optimismo entre los británicos. Una vez destruido el sistema de esclusas del puerto, tan sólo quedaba reagrupar a los hombres y embarcarlos de nuevo.
Newman se quedó en el muelle para coordinar la retirada, mientras que Ryder regresó a la cañonera. Para dirigir esa última fase de la operación, Newman eligió un pequeño refugio desde el que se dominaba todo el muelle; cuando se dirigió allí con sus hombres, sorprendió a un centinela alemán que se rindió de inmediato. Un breve interrogatorio reveló que aquella era la entrada al cuartel general alemán. La buena suerte parecía seguir del lado de los asaltantes.
Pero lo que hasta ese momento había rodado a la perfección comenzó a torcerse para los británicos. Los defensores desplegaron todo su potencial de fuego contra los comandos. Newman y sus hombres fueron rechazados en su intento de asaltar el cuartel general germano y en su huida tuvieron que soportar el fuego intenso procedente de un dragaminas.
En cuanto a los comandos desperdigados por el muelle, estos debían enfrentarse a una tormenta de balas que llegaba de todas direcciones. Los alemanes, que habían tenido tiempo de reorganizarse, iban emplazando ametralladoras a lo largo del muelle para castigar duramente a los incursores, que veían cada vez más difícil el reembarque.
La situación que debían afrontar las lanchas encargadas de recogerlos no era mucho mejor. El fuego procedente de la orilla estaba causando estragos entre la flotilla. Las lanchas, al ser de madera, resultaban incendiadas con facilidad y debían ser abandonadas. Ante la dificultad para acercarse al muelle, se optó por recoger a los comandos a unos centenares de metros río abajo. Allí se establecería una cabeza de puente por la que podrían escapar. Newman y sus hombres organizaron la retirada, dirigiendo al centenar de comandos que estaban combatiendo en el muelle hacia ese improvisado punto de embarque.
Sin embargo, cuando Newman y los suyos alcanzaron a ver el lugar en el que debían ser embarcados, se quedaron horrorizados. Las lanchas que debían rescatarles habían sido destruidas por las defensas germanas; sus restos flotaban en el río, entre explosiones y un denso humo negro. El propio río parecía estar ardiendo. Ryder, desde su cañonera, no tuvo otra opción que ordenar la retirada de los barcos supervivientes de la flotilla para escapar de la aniquilación total. Los comandos que se hallaban en tierra, con Newman a la cabeza, quedaban abandonados a su suerte.
Ni a Newman ni a ninguno de sus hombres se les pasó por la cabeza la rendición, así que tuvo que improvisar un plan desesperado. Aunque sus hombres estaban agotados por el combate, y muchos de ellos heridos, decidió que lo mejor era adentrarse en territorio francés para intentar llegar a España, desde donde podrían regresar a casa. La idea no despertó demasiado entusiasmo entre la tropa, pero nadie quería pasarse el resto de la guerra en un campo de prisioneros o a lo peor ser ejecutado, por lo que, a falta de una propuesta mejor, aceptaron ese plan de incierto resultado. Para ello, Newman los dividió en grupos de veinte hombres para facilitar la salida del puerto y dirigirse al campo, en donde podrían ocultarse y recibir el apoyo de los lugareños.
El grupo de Newman, en el que había varios heridos que habían perdido mucha sangre, tras salir con vida de la ratonera en la que se había convertido el puerto, buscó refugio en el pueblo de Saint-Nazaire. Los hombres de Newman fueron descubiertos en la calle y atacados por una patrulla germana, pero lograron escabullirse y esconderse en el sótano de una casa vacía. Allí, pudieron descansar y atender a los heridos, pero Newman sabía que el ser descubiertos era sólo cuestión de tiempo. Escasos de munición y con varios hombres imposibilitados para moverse, pensar en poder escapar rumbo a España era una utopía. Unas horas después, la casa fue registrada y el refugio de los comandos, descubierto. Newman y sus hombres se rindieron. Para ellos, todo había terminado.
Los otros grupos correrían una suerte similar. Al día siguiente, casi todos ellos habían sido capturados. Únicamente cinco comandos conseguirían escapar de los alemanes, al buscar refugio en una casa cuyo dueño tenía contactos en la resistencia francesa. Caminando de noche y ocultándose de día, los cinco británicos consiguieron llegar hasta territorio español y regresar a Gran Bretaña desde Gibraltar.
Los británicos pagaron un precio considerable por el asalto al puerto de Saint-Nazaire. De los seiscientos veintidós hombres que tomaron parte en la misión, sólo doscientos veintiocho regresaron a Inglaterra. Murieron un total de ciento sesenta y nueve hombres, de ellos ciento cinco marineros y sesenta y cuatro comandos. Otros doscientos quince hombres, de los que ciento seis eran marineros y ciento nueve comandos, fueron hechos prisioneros por los alemanes, siendo enviados a un campo de prisioneros en Rennes. Teniendo en cuenta el gran número de bajas, entre muertos y prisioneros, podía considerarse que se había pagado un precio demasiado alto por infligir unos daños de una efectividad que aún estaba por ver.
A estas dudas había que añadir, aunque en ese momento los británicos lo desconocían, la sensación de alivio y triunfo que albergaban los alemanes, al contemplar bajo la luz del amanecer la patética estampa del viejo Campbeltown encallado en el muelle, con la proa destrozada, una imagen que fue captada por los fotógrafos germanos para su utilización propagandística. Pero lo que no sabían era lo que el obsoleto destructor guardaba en su interior.
Cuando faltaban cinco minutos para las once de la mañana del día siguiente, 28 de marzo, y mientras los alemanes inspeccionaban el buque incrustado en la esclusa del dique seco, las cargas de dinamita escondidas en su interior hicieron explosión gracias a su espoleta retardada. La detonación fue tan grande que partió al Campbeltown en dos, destruyó completamente el dique seco y provocó además la muerte de cuarenta alemanes, entre soldados y marineros, que en ese momento estaban inspeccionando la cubierta y el interior del barco. La cifra total de alemanes muertos a consecuencia del raid de Saint-Nazaire se desconoce, pero pudo haber superado ampliamente el centenar.
Comandos británicos capturados por los alemanes durante el asalto. |
Esa explosión retardada del Campbeltown gozó de un ingrediente heroico; aunque los alemanes interrogaron durante toda la noche a dos docenas de comandos capturados, ninguno de ellos confesó a sus captores la sorpresa que se escondía en las bodegas del viejo barco. La propaganda germana intentó distorsionar el éxito de la operación empleando las fotografías que mostraban el Campbeltown antes de explotar, presentando la misión como un fracasado intento de atacar el puerto. Pese a ello, la realidad es que la Kriegsmarine se quedaba sin un punto vital para el mantenimiento y reparación de su flota, gracias al valor y la audacia de aquellos hombres.
Pero las sorpresas desagradables no acabarían para los alemanes. Dos días después, mientras trabajadores civiles de la Organización Todt efectuaban labores de reparación del muelle, unos torpedos que habían quedado en una lancha británica encallada junto a las esclusas del puerto estallaron gracias a otro dispositivo temporizador. La explosión originó de pronto el caos en el puerto, al pensar los alemanes que estaban siendo atacados de nuevo; lo peor fue que los trabajadores de la Organización Todt, cuyo uniforme era parecido al utilizado por los soldados británicos, fueron confundidos en un primer momento con comandos enemigos, y varios de ellos fueron abatidos. Los alemanes, aun después de comprobar la lamentable confusión, todavía creyeron que se trataba de alguna otra incursión británica, por lo que registraron todos los alrededores en busca de los comandos, lo que da idea del estado de psicosis en que quedaron los defensores germanos de Saint-Nazaire.
El objetivo se había cumplido, al reducir a escombros las instalaciones portuarias, pero lo más importante fue que el dique seco que debía alojar al Tirpitz ya no podría volver a ser utilizado por los alemanes. La brecha en las esclusas fue cerrada con obra viva, mientras que el resto de instalaciones no serían reparadas hasta un año y medio más tarde, cuando la batalla del Atlántico ya había quedado decidida del bando aliado.
Aunque la Operación Chariot había alcanzado su meta de disuadir al Tirpitz de adentrarse en mar abierto, su éxito, paradójicamente, supuso a la larga un incremento de las dificultades de los aliados para intentar el asalto de la fortaleza europea de Hitler. Cuando la noticia del asalto a Saint-Nazaire llegó a Berlín, el führer montó en cólera, tal como había sucedido tras conocer la incursión en Vagsoy; su reacción inmediata fue destituir al general Carl Hilpert, comandante en jefe del Oeste. Hitler ordenó que se reforzasen las defensas de la costa atlántica para evitar que se produjeran nuevos ataques. El resultado fue que en agosto de ese año comenzaría a construirse el Muro del Atlántico, que debía proteger la costa europea desde Noruega hasta la frontera española.
Soldados alemanes ayudando a un compañero herido durante el asalto de los comandos británicos. |
De todos modos, el éxito de la incursión supuso una inyección de moral para los aliados, necesitados de buenas noticias en un momento de la guerra en el que parecía que el poderío del Tercer Reich era incuestionable. La misión obtendría el máximo reconocimiento de las autoridades militares británicas, al honrar con un total de ochenta y nueve condecoraciones a los que participaron en ella, incluyendo cinco cruces Victoria, de las que dos serían a título póstumo.