Capítulo 2

Operación Biting: A la caza del arma secreta germana

En la tarde del 27 de febrero de 1942, un grupo compuesto de más de un centenar de paracaidistas británicos estaba listo para emprender una difícil y peligrosa misión. Tras varios aplazamientos debidos al mal tiempo, esa noche subirían a bordo de una docena de aviones desde los que saltarían sobre la Francia ocupada. Allí debían apoderarse de un «arma secreta» germana que traía de cabeza a los británicos. Su importancia para los alemanes era tal que estos habían tomado todas las medidas de seguridad para que el enemigo no pudiera hacerse en ningún caso con ella, proporcionándole una fuerte protección; si había riesgo de que cayera en manos de los aliados, sus servidores debían proceder a su destrucción inmediata.

El secreto que rodeaba ese ingenio creado por los alemanes era total, pero los británicos estaban dispuestos a averiguarlo todo sobre él para poder contrarrestar sus efectos. Con ese fin, aquellos valerosos paracaidistas que velaban armas antes de partir hacia su objetivo habían sido entrenados a conciencia; nada había sido dejado al azar, conocían a la perfección el escenario en el que tendrían que actuar, rápido y con decisión, para hacerse con uno de esos valiosos artefactos y trasladarlo a Gran Bretaña para ser estudiado en detalle.

Los hombres que iban a participar en esa misión sabían que no iba a ser fácil completarla con éxito; los alemanes estarían allí esperándoles, dispuestos a todo para proteger uno de sus secretos mejor guardados, pues de aquel instrumento dependía en buena parte que el territorio del Reich permaneciese a salvo de los ataques enemigos. Ante la dificultad de la misión, los paracaidistas eran conscientes de que una parte de ellos no regresaría a casa. Pero estaban convencidos de que el esfuerzo iba a valer la pena; gracias a su sacrificio, la victoria aliada iba a estar más cerca.

LA GUERRA DE LAS ONDAS

Para encontrar el origen de la operación que estaba a punto de lanzarse aquella noche de febrero de 1942 había que remontarse a 1936, cuando el Gobierno de Londres, en vista de la agresiva política exterior emprendida por la Alemania nazi tras el ascenso de Hitler al poder, decidió tomar medidas para proteger el país ante un hipotético ataque aéreo. Para ello, optó por explorar las posibilidades que le ofrecía un descubrimiento efectuado por el físico Robert Watson-Watt; la capacidad de localizar la posición de los aviones en vuelo por medio de las ondas de radiofrecuencia. Había nacido el radar.

Así pues, en la costa meridional de las islas británicas se procedió a la instalación de una serie de torres de acero capaces de emitir y recibir esas ondas radiolocalizadoras. En un período de dos años se levantarían dieciocho de estas torres abarcando todo el litoral, de modo que ningún avión pudiera irrumpir en cielo británico sin ser inmediatamente detectado.

En el verano de 1937, el servicio secreto británico tuvo noticia de que los alemanes habían instalado una serie de postes al oeste de Tilsil, junto a Neukirchen, cuya finalidad se desconocía. Puesto que Londres pensaba que podía tratarse de instalaciones de radar, Watson-Watt fue enviado a aquella región, con nombre supuesto y en calidad de turista. Una vez allí, el físico no pudo finalmente confirmar que se tratase de radares, por lo que las dudas sobre la naturaleza de aquellas instalaciones continuaron. Lo que no sabían los británicos era que, por entonces, los alemanes no efectuaban sus experimentos de radiolocalización en la zona visitada por Watson-Watt, sino que lo hacían en Pelzerhaken, junto a la bahía de Lübeck, a cargo de la Marina alemana.

Aunque en Londres estaban convencidos de que llevaban ventaja a Berlín en esa guerra de las ondas, en realidad los alemanes habían iniciado sus investigaciones en ese campo en 1934. Mientras los ingleses construían aquellas torres metálicas en la costa, la firma alemana Telefunken estaba desarrollando radiolocalizadores más avanzados, capaces de señalar, además de la distancia y el rumbo, la altitud a la que volaba el aparato detectado. El jefe de la Luftwaffe, Hermann Goering, quedó impresionado por las posibilidades de esos aparatos que se encontraban en su última fase de desarrollo.

A pesar de las buenas perspectivas de su programa de radiolocalizadores, los alemanes desconocían hasta dónde habían llegado los británicos en sus avances en el campo del radar y decidieron averiguarlo. Entre el 2 y 4 de agosto de 1939, a menos de un mes de que estallase la Segunda Guerra Mundial, los alemanes organizaron un vuelo de prueba, aparentemente inocente, protagonizado por el dirigible Graf Zeppelin II, hermano gemelo del infortunado Hindenburg. Cuando se hallaba frente a las costas británicas, simuló haber sufrido una avería en sus motores, justificando así su permanencia en esa zona. Durante todo ese tiempo, el grupo de científicos que iba a bordo empleó sus aparatos medidores para averiguar las características de los radares británicos. Sin embargo, la estratagema alemana no daría resultado, ya que los ingleses habían tomado la precaución de apagar las defensas de radar en cuanto descubrieron que el dirigible se aproximaba a la costa2.

La guerra de las ondas se aceleraría una vez que ambos países se encontrasen en guerra. Las especulaciones sobre hasta dónde había llegado el enemigo en ese campo tan disputado se convertirían en certezas conforme el conflicto fuera avanzando. Así, el 18 de diciembre de 1939, los británicos se encontraron con una desagradable sorpresa cuando intentaron bombardear los buques que se encontraban en el puerto alemán de Wilhelmshaven. Sus bombarderos, que iban sin escolta, fueron detectados cuando todavía se encontraban a más de cien kilómetros de la costa germana. Estando todavía a esa distancia, fueron atacados por cazas, viéndose obligados a regresar. Los especialistas británicos concluyeron que los alemanes contaban con un nuevo radar de gran alcance, superior a los radiolocalizadores de que disponían ellos en ese momento.

En diciembre de 1939, el acorazado alemán Graf Spee se hundió frente a la desembocadura del río de la Plata, cerca de Montevideo. Seriamente dañada a consecuencia de su encuentro con unidades navales británicas, la nave germana acabó siendo hundida por su propia tripulación. Sin embargo, sólo se sumergió unos cuantos metros y el servicio secreto inglés centró su atención en las misteriosas instalaciones de la torreta principal. Enviadas sin demora para ser estudiadas por los expertos en radar, se descubrió que se trataba de un aparato radiolocalizador, empleado tal vez para dirigir el tiro de las baterías.

Los técnicos de Londres comprobaron con sorpresa que el Graf Spee ya montaba dicho aparato en 1938, como se reveló en unas fotografías aéreas, sólo que entonces se hallaba oculto por una lona. Al iniciarse el conflicto, la Royal Navy no disponía de un equivalente a ese radiolocalizador alemán; de hecho, no lograría disponer de un instrumento similar hasta dos años después.

Conforme fue avanzando la guerra, los británicos fueron cada vez más conscientes de que los alemanes les estaban sacando una enorme ventaja en esa guerra de las ondas. La consecuencia era que las operaciones de bombardeo sobre territorio alemán se saldaban con unas pérdidas muy elevadas. Aunque los británicos se esforzaron por averiguar la causa, como quiera que los derribos se producían casi siempre sobre territorio enemigo, las indagaciones se mostraron poco eficaces. Lo que sí les quedaba claro era que los alemanes contaban con un sistema muy avanzado de detección, lo que explicaría la inquietante velocidad con que los reflectores antiaéreos estaban siendo dirigidos hacia los bombarderos.

Varios oficiales con formación científica intervinieron en la tarea de descubrir todo cuanto se relacionara con esos misteriosos instrumentos; se analizó el comportamiento de los pilotos alemanes de caza durante las incursiones aéreas aliadas y se procedió a interrogar minuciosamente a los aviadores británicos al regreso de sus misiones. Las fotografías de las instalaciones de radar alemanas, tomadas por los aviones de reconocimiento, y los informes recibidos de la resistencia francesa y de la belga, además de los datos obtenidos en los interrogatorios de los pilotos alemanes capturados, permitieron poco a poco hacerse una idea del avanzado sistema de detección con el que contaban los alemanes.

La defensa germana había estado empleando un radar denominado «Freya», con un alcance de ciento veinte kilómetros. Este aparato había sido el responsable del referido fracaso de la RAF en su incursión sobre el puerto de Wilhelmshaven. Sin embargo, el Freya no era capaz de determinar ni la altura de los aviones ni el número de aparatos de que constaba la formación. Esta tarea corría a cuenta de otro radar fruto de una evolución posterior, el Würzburg; este aparato fue el primero en su género en reunir las funciones de emisión, recepción, localización y servicio. Su espejo en forma de parábola funcionaba como antena emisora-receptora y el dipolo rotatorio de que iba provisto, situado en el centro del espejo, indicaba con exactitud la altura y el rumbo del aparato enemigo. Tres hombres se ocupaban del aparato, cuyos datos —distancia, altura y ángulo lateral del avión— transmitían directamente al mando de la escuadrilla y de las baterías antiaéreas.

Así, el Freya se encargaba de la detección a larga distancia de los aviones enemigos y, una vez que estos entraban en el radio de acción del Würzburg, este procedía a señalar su altura; el tándem Freya-Würzburg se revelaba como la combinación perfecta para mantener los cielos del Reich protegidos de los bombarderos británicos.

A LA CAZA DEL RADAR

El profesor Reginald Victor Jones, al frente de un grupo de expertos en radar y asesores científicos de la Oficina de Guerra, recibió la orden de averiguar todo lo posible acerca del radar alemán y desarrollar a toda prisa las contramedidas adecuadas. Para ello contaría con las imágenes captadas por la Unidad de Reconocimiento Fotográfico de la RAF.

Radar alemán Würzburg expuesto en el museo inglés de Duxford. Era el aparato de radiolocalización más avanzado de su época.

Pero el grupo de científicos emplearía también métodos poco ortodoxos para obtener información sobre los radares alemanes. Establecieron que los bombarderos de la RAF soltaran palomas mensajeras en sus vuelos sobre Bélgica, Holanda y el norte de África; de las patas de las palomas colgaban unos pequeños mensajes en los que se rogaba a la persona que encontrara a la paloma que informara de forma sucinta en el mismo papel si en los alrededores se alzaban instrumentos de forma redonda, plana o giratoria. Si era así, se rogaba describirlos en pocas palabras y soltar la paloma para que regresase a Gran Bretaña con la valiosa información.

Entre las fotografías aéreas y la colaboración anónima de los que encontraban las palomas, el profesor Jones comprobó la existencia de multitud de nuevas instalaciones de radar en los territorios ocupados por los alemanes. No cabía ninguna duda de que, desde el cabo Norte hasta el golfo de Vizcaya, los alemanes habían dispuesto una cadena de instalaciones radiolocalizadoras para proteger los cielos del Reich de las incursiones aéreas aliadas.

A finales de noviembre de 1941, una foto tomada a considerable altura reveló la existencia de un radar Freya en las cercanías de Bruneval, una localidad francesa enclavada en los riscos de la costa del canal de la Mancha, a veinte kilómetros al nordeste de Le Havre. Desde el Freya, instalado en las proximidades de un edificio solitario, partía un camino que conducía al acantilado. Un estudio cuidadoso de las imágenes reveló que en ese punto del acantilado había un objeto de menor tamaño que el Freya. Reginald Jones, dejándose llevar por su intuición, encargó a Tony Hill, entonces uno de los más famosos pilotos de la RAF, que fotografiase dichas instalaciones a la mínima altura posible, sobre todo el diminuto punto situado junto al litoral rocoso. Las fotos obtenidas por Hill en esa misión mostraron un nuevo aparato que, desde el aire, parecía un radiador parabólico, lo que contrastaba con la mayoría de radares costeros de la época, que usaban grandes estructuras planas. Al parecer, se trataba del mismo instrumento que nombraban con frecuencia los pilotos alemanes interrogados. Los británicos disponían por primera vez de la imagen del, hasta entonces, escurridizo Würzburg.

Una vez localizado el radar, Jones planteó a las autoridades militares británicas la posibilidad de que fueran capturados algunos de sus componentes principales, para poder confeccionar las medidas que lograsen contrarrestarlo. El reto no era nada fácil; la estación de radar de Bruneval era vigilada día y noche por una guarnición permanente. Unas altas vallas metálicas impedían aproximarse a las instalaciones, y unos carteles distribuidos por la zona advertían a los civiles, tanto en alemán como en francés, para que no tomasen fotografías. En torno al Würzburg se habían establecido las más rigurosas medidas de seguridad. Como se ha indicado, los hombres encargados de su protección tenían la consigna de que este no debía ser capturado por el enemigo bajo ningún concepto; en caso de peligro, debían destruirlo haciendo estallar la carga de que iba provisto a tal efecto.

La idea del asalto fue planteada al jefe de Operaciones Combinadas, Louis Mountbatten, que se mostró predispuesto a intentarlo. Tras una minuciosa observación de las fotografías aéreas de los alrededores de Bruneval, se consideró que era posible ejecutar un golpe de mano contra la estación de radar. Desde Londres se pidió a la resistencia francesa que proporcionase datos sobre las medidas de seguridad adoptadas por los alemanes en la defensa de esa instalación.

Aunque los informes de la resistencia aseguraban que la guarnición constaba de unos ciento treinta soldados, los británicos consideraron que era posible enviar una fuerza similar, con lo que las fuerzas podrían estar igualadas. La idea de asaltar Bruneval para capturar el radar Würzburg comenzaba a tomar cuerpo.

PREPARANDO EL ASALTO

Lord Mountbatten, en calidad de máximo responsable de los comandos británicos, comenzó a perfilar las directrices del plan de asalto a la instalación de radar de Bruneval, que recibió el nombre de Operación Biting.

La posibilidad de un asalto anfibio resultaba demasiado arriesgada; el lugar resultaba casi inaccesible por mar, puesto que la playa estaba protegida por nidos de ametralladoras y casamatas de hormigón. Además, seguramente iba a ser necesario escalar el acantilado si los caminos de ascenso se encontraban protegidos, a lo que había que sumar la distancia por mar que debía recorrer la fuerza incursora, lo que significaba demasiado tiempo para lograr el efecto sorpresa.

Finalmente, Mountbatten se decidió por un ataque aerotransportado. El plan consistiría en lanzarse en paracaídas en las proximidades y llegar hasta la instalación con varios expertos. Estos se encargarían de fotografiar el Würzburg, desmontarlo, llevar con ellos las piezas que pudieran cargar y abrirse camino hasta la playa, donde les aguardarían varias embarcaciones para emprender el viaje de regreso.

El 8 de enero de 1942, el general Frederick Browning, de la 1.ª División Aerotransportada, recibió el encargo de llevar a cabo la misión diseñada por Mountbatten. Este eligió al comandante John Frost para que dirigiese el asalto, quien a su vez escogió la compañía de entre su regimiento que consideró más capacitada para intentar capturar el radar. Esta compañía, una vez que a sus integrantes se les explicó la trascendencia de la misión para la que habían sido elegidos, sería sometida a un entrenamiento especial. De manera simultánea, también comenzaron el entrenamiento las tripulaciones de las lanchas de desembarco que rescatarían a los comandos y al equipo capturado.

Al comandante Frost se le entregaron las numerosas fotografías que mostraban el emplazamiento del Würzburg y recibió todos los datos necesarios para organizar la operación. El aparato de radar se hallaba en un terreno abierto, cerca del acantilado, y próximo a una casa en la que habría una veintena de hombres armados y en la que también se alojaba el personal técnico de la estación de radar. A medio kilómetro de allí, en una granja, había más soldados alemanes encargados de vigilar la zona, y que sin duda acudirían allí en cuanto se iniciase el asalto.

El grupo de combate estaría formado por un total de ciento diecinueve hombres que serían distribuidos en tres secciones:

• La primera sección, formada por cincuenta hombres, se dividiría en dos partes: una de ellas, incluidos los especialistas de radar, se encargaría de capturar el aparato, mientras que la otra atacaría la casa solitaria.

• La segunda sección, compuesta de cuarenta hombres, se lanzaría a tierra algo más tarde que la anterior. Su misión consistiría en proteger la retirada de la primera sección hasta la playa y cubrir el embarque.

• La tercera sección, con treinta hombres, sería la última en saltar a tierra. Su misión sería contener el previsible contraataque alemán o formar una reserva ante cualquier eventualidad.

Gracias al trabajo de campo de la resistencia francesa, los británicos conocían con exactitud, además del número de efectivos con que contaban los alemanes, su armamento y la localización de sus refugios. Las pesquisas de la resistencia habían sido tan exhaustivas que hasta habían conseguido saber el nombre de algunos de los soldados alemanes.

Para asegurar la mayor sorpresa posible, Frost decidió saltar desde apenas setenta metros de altura, la mínima aconsejable para no poner demasiado en riesgo la seguridad. En cuanto sus hombres estuvieran en tierra, debían irrumpir en la casa solitaria a una señal de silbato; lo más importante era cumplir al minuto con el horario previsto. Ese primer grupo debía actuar con gran rapidez, antes de que los alemanes acudieran en masa a rechazar la incursión.

Se calculaba que los paracaidistas podrían mantener el control de la zona durante una media hora; durante ese tiempo, los técnicos especialistas en radares debían fotografiar el aparato, desmontar lo que pudieran y destruir el resto. A la presión de tener que realizar ese trabajo en ese corto espacio de tiempo, se unía el hecho de que los técnicos se habían entrenado con material británico, por lo que debían enfrentarse a aparatos que no les iban a resultar familiares. Frost, además, recibió el encargo de Reginald Jones de capturar a algún radiotelegrafista alemán, para que fuera interrogado con el fin de conocer el funcionamiento del Würzburg.

Aunque todos los hombres que iban a participar en la operación estaban al corriente de muchos de los detalles de la misma, la tropa no sabía nada sobre la verdadera tarea y el lugar en el que se iba a llevar a cabo la incursión. Para evitar que pudieran darse fugas de información que acabasen llegando a oídos germanos, esos datos solamente se dirían en vuelo, poco antes del salto. Por la propia naturaleza de la misión, si el enemigo llegaba a tener conocimiento del plan, este estaría irremisiblemente condenado al fracaso.

La operación se realizaría con luna llena, para facilitar el lanzamiento nocturno de los paracaidistas así como sus movimientos en tierra, y con marea alta para que las embarcaciones que debían recogerlos en la orilla no embarrancasen. Así pues, sólo disponían de cuatro noches de la semana posterior al 24 de febrero, que era cuando coincidían esos dos condicionantes.

Las fotografías que había tomado el piloto Tony Hill a finales de 1941 desempeñaron un gran papel en la organización del raid de Bruneval. Junto a esas imágenes, los dibujos enviados por los agentes de la resistencia sirvieron para que se construyese una maqueta exacta de la zona de operaciones, con el fin de que los hombres de Frost conocieran lo mejor posible el escenario en el que debían llevar a cabo la misión.

Con el mismo objetivo, el servicio secreto británico hizo llegar de Francia una película y numerosas fotografías pertenecientes al anterior propietario de la granja que servía de alojamiento para los soldados alemanes, el doctor Gosset, quien antes de la guerra se había dedicado a filmar y fotografiar los alrededores. La resistencia había obtenido de Gosset, que tras su expulsión se dedicaba a la medicina en París, ese material que ahora se revelaba de capital importancia.

El encargado de la parte más decisiva del plan, y la que daba sentido a toda la operación, sería el sargento de vuelo Charles William Cox, un ingeniero especialista en radares. Él iba a ser el hombre que debía desmontar el radar alemán para su traslado. Pero su adiestramiento debía comenzar por algo ajeno a su especialidad, ya que, a pesar de pertenecer a la RAF, tuvo que aprender a saltar en paracaídas. La segunda fase de su entrenamiento consistió en el montaje y desmontaje de un aparato de radar en el menor tiempo posible. Aunque Cox se aplicó en ello, entonces no podía sospechar que el éxito de la misión, y en definitiva la vida de los paracaidistas que se estaban entrenando con él, dependería en último término de su habilidad para desmontar un radar.

Para aliviar la presión sobre los paracaidistas y el propio ingeniero, se les comunicó oficialmente que el objetivo inmediato de su adiestramiento era la preparación de unas maniobras ante el Gabinete de Guerra; sólo en el caso de que la exhibición fuera del agrado de los dirigentes, se plantearía la posibilidad de lanzar el asalto. Sin embargo, los hombres no sabían que la operación estaba decidida y que las supuestas maniobras nunca tendrían lugar, sino que entrarían directamente en acción.

Siguiendo con el pretexto de prepararse para unas maniobras, los participantes en la misión fueron trasladados a principios de febrero a la costa escocesa, en donde comenzaron los ensayos relativos a la última parte de la misión, la del rescate por mar, por lo que se dedicaron a ejercitarse con las lanchas de desembarco. Las prácticas consistieron en conseguir encontrar y abordar las embarcaciones en la oscuridad de la noche; ante las dificultades para lograrlo, no fueron pocos los hombres que pensaron que no lograrían embarcar una vez acabada la misión en tierra. Pero, aun así, la moral no se resintió y todos estaban convencidos de que ese día darían lo mejor de sí mismos.

COMIENZA LA MISIÓN

En la noche del 27 de febrero de 1942, despegaron del aeródromo de Thruxton doce bombarderos Withney, cada uno con diez soldados a bordo, ya con los paracaídas sujetos a la espalda y el rostro pintado de negro. Después de hora y media de vuelo a través del canal de la Mancha, en el que se vieron sorprendidos por un intenso fuego antiaéreo, alcanzaron la costa francesa.

El comandante Frost fue el primero en lanzarse al vacío. El lanzamiento discurrió como estaba previsto, consiguiendo que toda la fuerza de ataque cayese en la zona de salto, excepto veinte hombres que aterrizaron a unos tres kilómetros de distancia, la mitad del destacamento que debía proteger el repliegue en la última fase del asalto. Todo estaba en calma; el ruido del motor de los bombarderos Withney poco a poco se fue alejando y la noche volvió a quedar en silencio. Los hombres de Frost se pusieron en marcha hacia el objetivo, esperando que el grupo que había caído más lejos llegase a tiempo de cumplir con su cometido.

Imagen aérea de Bruneval tomada por la RAF antes del ataque, en la que se aprecia la silueta parabólica del radar Würzburg.

Una vez llegados a la estación de radar, comprobaron con una mezcla de alivio y sorpresa que ni de la casa ni de la granja surgía la menor señal de alarma. Lentamente, Frost y sus hombres se acercaron para rodear la casa y el aparato de radar. Tal como indicaba el plan a seguir, Frost se precipitó hacia la puerta de la villa; al encontrarla abierta, casi se olvidó de dar la señal de silbato convenida. Poco después se oían explosiones, disparos y gritos. Frost corría por la casa seguido de otros cuatro hombres, mientras gritaba: «¡Arriba las manos!».

En la planta superior descubrieron a un soldado alemán que, desde una ventana, disparaba contra los paracaidistas que estaban rodeando el lugar en el que se hallaba el Würzburg. Mientras, los servidores alemanes del valiosísimo aparato se defendían a la vez que trataban de destruirlo, tal como tenían estipulado llegado ese caso. La carga explosiva estaba en el aparato pero, por suerte para los británicos, los encargados de su custodia guardaban el fulminante en otro sitio para evitar un estallido fortuito, así que no tuvieron tiempo de aplicarlo a la carga.

Frost dejó a dos hombres en la casa, mientras el resto del grupo acudió a ayudar a sus camaradas en la lucha por arrebatar a los alemanes el aparato de radar. Los servidores del Würzburg acabarían cayendo bajo las balas británicas, excepto uno, que logró huir, pero que en su fuga acabaría precipitándose por el acantilado. Con gran fortuna, el alemán pudo agarrarse a un saliente rocoso, del que sería rescatado por los ingleses. El prisionero fue rápidamente interrogado y confirmó que en torno a Bruneval había más de un centenar de soldados alemanes.

Mientras tanto, el ingeniero Cox se afanó en sacar fotografías del aparato desde todos los ángulos, aplicándose enseguida en su desmontaje, ayudado por varios hombres. A pesar del adiestramiento al que Cox había sido sometido, no pudo evitar que sus ayudantes, a causa de la premura con la que debían actuar, cortaran con sierras algunas piezas que se hubieran podido desenroscar con la mano.

Cuando ya habían sido retirados los principales elementos del aparato, lo que había llevado unos diez minutos de los treinta con los que contaban, el comandante Frost observó que se acercaban tres camiones procedentes de la granja vecina. Los alemanes no habían podido acudir antes porque habían tenido que cambiar de munición; como estaban preparados para realizar unos ejercicios nocturnos, casi todos los soldados llevaban en el momento del ataque balas de fogueo. Mientras los alemanes bombardeaban con fuego de mortero la parte delantera de la villa, Frost retiró a los hombres que protegían el edificio y ordenó formar un círculo defensivo en torno al aparato de radar.

Frost no se olvidó de la petición del profesor Jones y consiguió capturar vivo a un radiotelegrafista. Cox y sus ayudantes trabajaban lo más deprisa que podían, bajo una lluvia de proyectiles enemigos. Una bala llegó incluso a destrozar una pieza que Cox sostenía en ese momento en una mano. Poco después, el ingeniero terminó de desmontar el aparato. El resto de la instalación se hizo saltar en pedazos; el enemigo debía creer que la incursión había tenido por objeto la destrucción del radar, y no la captura de las principales piezas. Estas fueron colocadas en un carro desmontable, y el grupo tomó el camino que bajaba hasta la playa. Mientras, los alemanes habían recuperado la casa y se disponían a contraatacar. Desde los refugios del acantilado se hostigaba a los británicos; contra lo que se esperaba, la playa seguía dominada por los alemanes.

Los veinte hombres que completaban el grupo destinado a cubrir el repliegue y mantener libre la playa, y que habían aterrizado a unos tres kilómetros de distancia de la zona prevista, acudían a toda prisa hacia donde se libraba el combate. Puntuales a su cita, consiguieron llegar en el preciso instante en que los hombres de Frost asaltaban la playa desde el interior; entre todos lograron eliminar las defensas alemanas.

La playa había pasado a manos británicas; tenían varios prisioneros y los elementos básicos del radar. Sólo les quedaba embarcar pero, para su sorpresa, las naves no estaban allí. Lanzaron varias bengalas para señalar su situación a la flotilla de rescate, pero no obtuvieron ninguna respuesta. Mientras tanto, desde las rocas que rodeaban la playa se acentuaba la presión enemiga; las ametralladoras alemanas no dejaban de crepitar, escupiendo fuego sobre los incursores, que trataban de ocultarse tras las rocas. Los británicos maldecían a los que tenían la misión de sacarles de allí.

Soldados británicos realizando un ejercicio de reembarque como el que se llevó a cabo en Bruneval.

Frost y sus hombres creían que, por el motivo que fuera, habían sido abandonados a su suerte. Ante tan comprometida situación, Frost les estaba ordenando que tomasen posiciones defensivas, en espera de llevar a cabo una resistencia suicida, cuando de repente alguien gritó: «¡Barcos a la vista, señor!».

Tras unos minutos que se hicieron eternos, los paracaidistas abordaron los seis botes de desembarco que habían llegado a la orilla para rescatarles, bajo una granizada de fuego de ametralladora y bombas de mano procedente de la playa. Ya fuera del alcance de las balas germanas, embarcaron en las lanchas de motor que les llevarían a la costa británica.

Una vez a bordo, el comandante Frost supo el motivo de la demora. Las lanchas de motor habían tenido que esconderse de una patrulla naval alemana que casi los había descubierto. Pero el viaje de vuelta a casa sería sin incidentes, escoltados por cuatro destructores y varios cazas Spitfire.

MISIÓN CUMPLIDA

Una vez llegados a suelo británico, el comandante Frost entregó el valiosísimo botín conseguido en Bruneval: las piezas más importantes del Würzburg y las fotografías, además del radiotelegrafista solicitado por Reginald Jones y otro prisionero alemán.

Aunque la Operación Biting había sido un completo éxito, los británicos tuvieron que pagar un precio: dos muertos, dos heridos y seis hombres capturados. Por su parte, cinco alemanes perdieron la vida en el asalto. De todos modos, teniendo en cuenta el enorme riesgo que entrañaba una operación en territorio enemigo, ese balance fue muy favorable para los británicos. Posiblemente, ese resultado hubiera sido firmado por los hombres que participaron en la misión, ya que era habitual que en misiones de ese tipo se produjese un porcentaje de bajas muy elevado.

Además de la importancia que había tenido la operación en la guerra de las ondas que mantenían con los alemanes, el éxito del asalto de Bruneval, al igual que el de la incursión de Vagsoy relatada en el anterior capítulo, sería utilizado por los británicos como revitalizadora inyección de moral en unos momentos en los que la victoria final se veía aún muy lejos. Los periódicos le dedicaron una atención destacada, y a lo largo de varias semanas las informaciones sobre el raid continuaron figurando en primera página. El propio Churchill se encargó de que el interés por el asalto no decayese; el 3 de marzo, el premier británico recibió al comandante Frost y a varios oficiales de los que participaron en la operación. En total, diecinueve hombres fueron condecorados, incluyendo a Frost, que recibió la Military Cross.

Gracias a las piezas capturadas y a las indicaciones del operador alemán, que se mostró muy colaborador, el doctor Jones pudo determinar en detalle el funcionamiento del aparato. Lo que más sorprendió a los especialistas británicos fue su aparente sencillez, ya que estaba compuesto de varios módulos; en caso de avería, bastaba con sustituir uno de ellos, de manera fácil y rápida, mientras que el interior de los radares británicos era mucho más complejo, lo que dificultaba su reparación en un trance similar. Por otro lado, contrariamente a lo esperado, también sorprendieron los limitados conocimientos del técnico alemán capturado, inferiores a los que poseían los británicos.

Comandos volviendo de la misión.

Finalmente, Jones averiguó la longitud de onda a que funcionaba el aparato, y también descubrió su punto flaco; no podía utilizar otra distinta, sino tan sólo modularla ligeramente. Así pues, una vez perturbada esa frecuencia, el instrumento resultaba del todo inefcaz. El Würzburg había dejado de ser el «arma secreta» que tantos quebraderos de cabeza había dado a los británicos. A partir de ahí, la guerra de las ondas, en la que los alemanes habían llevado hasta ese momento la delantera, comenzaría a ser ganada por los aliados.

2 Para conocer en detalle este episodio ver: HERNÁNDEZ, Jesús. El desastre del Hindenburg. Barcelona:Tempus, 2010, p. 241-242.