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Y fue así…

El doctor dijo que si en tres días el rey no se ponía bueno la cosa acabaría mal.

El doctor repitió:

—El rey está muy enfermo y si en tres días no se pone bueno la cosa acabará mal.

Todos se entristecieron mucho y el mayor de los ministros se puso sus gafas y preguntó:

—Entonces ¿qué pasará si el rey no se pone bueno?

El doctor no quiso decirlo claramente, pero todos entendieron que el rey se iba a morir.

El ministro mayor se preocupó enormemente y convocó el Consejo de Ministros.

Se reunieron en una sala grande, se sentaron en unas butacas cómodas alrededor de una mesa larga. Cada ministro tenía delante una hoja de papel y dos lápices: uno normal y otro que escribía por un lado azul y por el otro rojo. El mayor de los ministros tenía, además, una campanilla.

Cerraron la puerta con llave para que nadie les molestara, encendieron las lámparas eléctricas y se quedaron en silencio.

Al fin el ministro mayor tocó la campanilla y tomó la palabra:

—Ahora tendremos que tomar una decisión. El rey está enfermo y no puede gobernar.

—Yo creo —dijo el ministro de la Guerra— que hay que hablar con el doctor. Que diga sin rodeos si puede o no curar al rey.

Los demás ministros tenían mucho miedo a su colega porque siempre llevaba sable y revólver. Así que obedecieron.

—Bien, llamemos al doctor —dijeron.

Le mandaron a buscar enseguida, pero el doctor no pudo acudir porque estaba poniendo al rey veinticuatro ventosas.

—Lástima, habrá que esperar —dijo el ministro mayor—, mientras tanto, decidme: ¿qué haremos si el rey muere?

—Yo lo sé —dijo el ministro de Justicia—. Según la ley, después de la muerte del rey sube al trono y gobierna su hijo mayor. Por eso le llaman el príncipe heredero. Así que si el rey muere, su hijo mayor se sentará en el trono.

—¡Pero si no tiene más que un solo hijo!

—No se necesitan más.

—Sí, pero el hijo del rey es el pequeño Matías. ¿Y cómo va a ser rey si ni siquiera sabe escribir todavía?

—Vaya problema —contestó el ministro de Justicia—. En nuestro país no hemos tenido hasta ahora ningún caso similar, pero en España, en Bélgica y en otros estados ya ha ocurrido que ha muerto el rey dejando un hijo pequeño, y ese niño tenía que ser rey.

—Sí, sí —asintió el ministro de Correos y Telégrafos—. Yo mismo he visto los sellos postales con la foto de un pequeño rey.

—Pero, estimados señores —interrumpió el ministro de Instrucción Pública—, es imposible que un rey no sepa escribir ni contar, que no conozca geografía ni gramática.

—Yo pienso lo mismo —dijo el ministro de Hacienda—. ¿Cómo va a hacer cuentas, a dar órdenes sobre cuánto dinero hay que imprimir, si no conoce la tabla de multiplicar?

—Y lo peor, señores míos —tomó la palabra el ministro de la Guerra—, es que nadie tendrá respeto a un rey tan pequeño. ¿Cómo impondrá el orden a los soldados y los generales?

—Yo creo —dijo el ministro del Interior— que un rey tan pequeño no será respetado ni por los soldados ni por nadie. Continuamente habrá huelgas y rebeldías. No pienso responder de nada si coronáis al pequeño Matías.

—Yo no sé qué podrá pasar. —El ministro de Justicia se puso rojo de rabia al verse contradicho por todos—. Solo sé que la ley ordena que al morir el rey su hijo ocupe el trono.

—¡Pero Matías es demasiado pequeño! —gritaron los demás.

Y estaba a punto de estallar una terrible discusión cuando se abrió la puerta y entró en la sala un embajador extranjero.

Puede parecer extraño que el embajador extranjero entrara en el Consejo de Ministros, ya que la puerta estaba cerrada con llave; sin embargo, debo explicar que cuando salieron a llamar al médico olvidaron cerrar la puerta. Hubo quien dijo más tarde que el ministro de Justicia la había dejado abierta aposta, porque sabía que iba a venir el embajador.

—Buenas tardes —dijo el embajador—. Vengo en nombre de mi rey y exijo que Matías Primero suba al trono. Si no, habrá guerra.

El Primer Ministro (el mayor de los ministros) se asustó mucho, pero hizo como si no le importara nada y escribió en una hoja de papel con el lápiz azul: «Bien, que haya guerra». Luego, dio esta hoja al embajador extranjero. Este cogió el papel, hizo una reverencia y dijo:

—De acuerdo, lo notificaré a mi gobierno.

En este momento entró el doctor y todos los ministros empezaron a suplicarle que salvara al rey, ya que si no, podía haber una guerra y una gran desgracia.

—Ya le he dado al rey todos los remedios que conozco. Le he puesto ventosas y no puedo hacer más. Pero podemos consultar a otros médicos.

Y los ministros siguieron su consejo. Llamaron a otros doctores famosos para que salvaran al rey. Enviaron a la ciudad todos los coches del palacio y, mientras tanto, pidieron al cocinero real que les trajera la cena, porque tenían mucha hambre. No sabían que la reunión iba a durar tanto y por eso no habían comido en casa.

El cocinero sacó los platos de plata y llenó las botellas con los mejores vinos, pues quería conservar su puesto en la corte después de la muerte del viejo rey.

Los ministros comieron y bebieron hasta ponerse bien alegres. Mientras, los doctores ya se habían reunido en la sala.

—Yo opino —dijo un viejo doctor con barba— que hay que operar al rey.

—Y yo creo —dijo el segundo doctor— que hay que ponerle una compresa caliente y decirle que haga gárgaras.

—Debe tomar los polvos —opinó un profesor eminente.

—Seguramente serán mejores las gotas —se opuso otro.

Cada médico traía consigo un libro gordo y leía lo que ponía sobre cómo curar la enfermedad del rey.

Ya era tarde y los ministros tenían sueño, pero no podían marcharse sin conocer la decisión de los doctores. Había tanto ruido en el palacio real que el hijo del rey, el pequeño príncipe heredero, Matías, ya se había despertado dos veces.

«Iré a ver qué pasa allí», pensó Matías. Se levantó de la cama, se vistió rápidamente y salió al pasillo.

Se detuvo delante de la puerta del comedor; aunque no para escuchar, sino porque en el palacio real los picaportes estaban tan altos que el pequeño Matías no podía abrir la puerta él solo.

—¡El rey tiene buen vino! —gritaba el ministro de Hacienda—. Bebamos otra vez, señores míos. Cuando Matías suba al trono no necesitará vino porque los niños no pueden beber.

—Ni tampoco pueden fumar puros. Así que podemos llevarnos unos cuantos para casa —decía en voz alta el ministro de Comercio.

—Y cuando haya guerra, queridos amigos, os aseguro que no quedará nada de este palacio porque Matías no nos defenderá.

Se pusieron todos a reír y a gritar:

—¡Bebamos a la salud de nuestro defensor, el gran rey Matías Primero!

Matías no entendía muy bien lo que decían. Sabía que su padre estaba enfermo y que los ministros se reunían a menudo. Pero ¿por qué se reían de él, por qué le llamaban rey, de qué guerra hablaban? No entendía nada.

Soñoliento y un poco atemorizado, Matías siguió el pasillo hasta llegar a la puerta del Salón del Consejo. Allí oyó otra conversación.

—Y yo os digo que el rey morirá. Ya podéis darle pastillas y medicinas que no servirá de nada.

—Apuesto mi cabeza a que el rey no aguantará ni una semana.

Matías no escuchó más. Atravesó corriendo el pasillo, dos grandes habitaciones reales y, casi sin aliento, entró en el dormitorio de su padre.

El rey, muy pálido, estaba tumbado en la cama. Estaba sentado con él el buen doctor, el mismo que cuidaba del pequeño Matías cuando estaba enfermo.

—¡Papá, papá! —gritó Matías llorando—. ¡No quiero que te mueras!

El rey abrió los ojos y miró tristemente a su hijo.

—Ni yo quiero morir —dijo en voz baja—; no quiero dejarte solo en el mundo, hijito.

El doctor cogió a Matías y le sentó encima de sus rodillas. No hablaron más.

Matías recordó que en una ocasión ya había estado sentado así, junto a la cama. Entonces era su padre quien le tenía en sus rodillas y su madre la que estaba en la cama, igualmente pálida y respirando, también, con dificultad.

«Papá morirá como murió mamá», pensó.

Se entristeció profundamente y, muy enfadado y resentido con los ministros que estaban riéndose de él y de la inminente muerte de su padre, pensó: «Ya se enterarán cuando sea rey».