Madrid, 1975

Españoles: Franco ha muerto.

Ana Cervera veía la televisión junto a sus padres en la salita de tres por dos donde siempre estaban salvo en las contadas ocasiones en que alguien venía a casa y su madre abría las puertas correderas de los salones y encendía pantallas de luz por todas partes.

Sus padres estaban callados y serios. Consternados. Sobre todo su padre. Se hizo médico por no poder acceder al ejército del aire debido a su miopía. Ana sólo pensaba si habría o no colegio al día siguiente. Le encantaba el colegio. Con doce años y sin hermanos lo único que quería era no estar sola. El tiempo en compañía no pasaba despacio. Con niñas de su edad el tiempo no se hacía notar.

—¿Por qué te da tanta pena que haya muerto Franco? —preguntó a su madre.

—Franco nos ha dedicado toda su vida a los españoles. El pobre no podía ni ir al cine como nosotros porque le podían matar. Tenía que ver las películas encerrado en su casa.

«Si lo dice mamá será verdad. Pobre Franco.» No le dio más vueltas.

*

Madrid, 1976

En junio los padres de Ana recibieron el siguiente informe en casa:

Informe de Ana Cervera Albi

Colegio Santa Marta del Camino

Queridos padres:

Nos es grato informarle, como todos los años en estas fechas, de los aspectos referentes a la personalidad de su hija y de su actitud en el colegio. Aspectos que nada tienen que ver con las calificaciones de las materias escolares sino con su formación como persona. Algo que nos ha parecido siempre de gran importancia desde que se fundara el colegio hace veinte años.

Ana tiene un carácter abierto y generoso. Se interesa por todo, bien sean las matemáticas, la gimnasia o cualquier actividad extraescolar como son las convivencias. Es sincera y participativa, inteligente y emprendedora. Sabe trabajar en equipo. Se entusiasma con cualquier proyecto e intenta profundizar en todo lo que se hace en el colegio. Su relación con profesores y compañeras es buena, honesta y comunicativa. Entiende bien las explicaciones y cuando no es así, no duda en preguntar. Organiza bien su tiempo para realizar los trabajos y sabe adaptarse a los cambios. Tiene faltas de ortografía que pensamos son debidas a su vehemencia y a su tendencia a hacer los trabajos con excesiva pasión y rapidez.

En líneas generales, los que formamos el equipo docente de Santa Marta del Camino estamos muy contentos con Ana y con sus progresos. No es de sorprender que por ello sus propias compañeras la hayan elegido este año de 1976 como delegada de clase.

Fdo.: PILAR ALFARO

Directora

A ella le gustó que sus profesores dijeran esas cosas tan halagadoras de su persona pero no le dio ninguna importancia. No así su padre que bajó a una tienda de cuadros, encargó que enmarcaran el informe y lo puso en su despacho al lado de su título de médico. Cuando alguien iba a su casa aprovechaba la ocasión para presumir de hija enseñándolo.

*

Inglaterra, agosto de 1976

Como premio a sus muy buenas notas y a su excelente conducta los padres de Ana decidieron mandarla a Inglaterra ese verano para aprender inglés. Era su primer viaje al extranjero. Sus padres lo más lejos que habían ido era a Biarritz en coche desde San Sebastián. Nunca habían montado en avión aunque jamás lo reconocerían. Estaba como loca de felicidad.

—No olvides meter en la maleta la redecilla para hacerte la toga que Inglaterra es una isla y debe haber mucha humedad. Si no se te rizará el pelo —le advirtió su madre.

Lo último que hizo antes de salir fue pedirle a Obdulia, la criada que llevaba en la casa desde que ella nació, que le planchara la melena. Obdulia solía alisarle el pelo en la cocina con la plancha de la ropa y aunque a veces le hacía alguna que otra quemadura en la frente a ella no le importaba.

Obdulia quería a Ana de verdad. Desde que nació se había hecho cargo de ella. Dormía con ella cuando era niña; le enseñó a leer lo poco que ella misma sabía; le hacía bocadillos de embutidos de su pueblo y la llevaba a pasear. Ana siempre estuvo en la cocina pegada a las faldas de Obdulia. Vivían en una casa grande de alquiler en la avenida del Generalísimo, 51. Aunque la madre de Ana insistía en que la sacase a jugar a los bulevares del centro de La Castellana —entonces avenida del Generalísimo— Obdulia prefería los solares y descampados de la plaza Castilla y del barrio de La Ventilla. Allí la criada tenía amigos con los que tomaba vino sentados en sillas plegables. Ana sentía desde muy pequeña una gran fascinación por los personajes que veía en los descampados, la mayoría hombres rudos. Sobre todo por aquellos que vivían en cuevas. No parecía extrañarle que a pocos metros de los edificios nuevos de fachadas de cristal de la plaza de Cuzco hubiera gente que dormía en agujeros de tierra. Tampoco le parecía raro que en una casa de doscientos metros cuadrados con cuatro salones y cuatro dormitorios Obdulia durmiera en una especie de armario con una puerta corredera de acordeón forrado en hule anexa a la cocina.

Se tumbó en la cama boca arriba y la llamó para que le ayudara a cerrarse la cremallera de los pantalones. Los vaqueros se llevaban muy apretados y tanto a su madre como a su padre —que tenía una enfermera que llevaba las moyas de las piernas a punto de hacerlos estallar— les parecía simpático que Ana usara vaqueros de tres tallas menos de la que le correspondía. Aunque le cortaran la respiración.

En el momento de despedirse Obdulia se echó a llorar.

—Está vieja —dijo su madre en el ascensor.

El colegio donde iba a pasar el mes de agosto se llamaba LTC Ladie’s English College. Estaba en Eastbourne, un pueblo costero del sur en el Canal de la Mancha. Era un palacio victoriano con aires de mansión de película. Ana hablaba bastante bien inglés ya que durante años había recibido clases particulares y desde el primer momento no tuvo ningún problema para comunicarse. A la llegada reunieron a todas las alumnas en una gran sala y les dieron la bienvenida. Había chicas de todo el mundo, hasta árabes. Siempre había admirado todo lo que fuera extranjero pero nunca había soñado con estar tan cerca de chicas de su edad de países tan exóticos como Japón o Arabia Saudí. No podía quitar la vista de encima a las italianas, que tenían un estilo moderno y elegante. Las holandesas y las alemanas eran altísimas. Una de ellas, que llevaba en el colegio desde el mes de julio, no tenía un brazo. Al terminar el discurso de la directora y las explicaciones sobre la organización de las habitaciones, Marlene, con su único brazo y una prótesis que terminaba en una bola de caucho —que se puso delante de todas en el brazo que le faltaba— interpretó al piano una pieza de Schubert.

Le pareció que la actitud de las extranjeras era abierta y relajada. Tenían algo que las españolas no tenían, aunque no sabía qué podía ser.

Las clases de inglés eran muy interesantes. Incluso hacían teatro. Una vez a la semana tenían que debatir. En una ocasión el tema era «el aborto legal». El grupo que tenía que defenderlo se ponía a un lado de la clase y el otro, que tenía que argumentar porqué estaba en contra, enfrente. A Ana, a pesar de que estaba lógicamente en contra, como lo estaban sus padres, le tocó defenderlo. Lo hizo con energía y vehemencia. Llegó a creer por unos momentos que estaba profundamente a favor. No tenía que inventar nada. Todo lo que decía le salía con naturalidad y lo creía, aunque no lo había pensado nunca antes. El debate lo ganó su grupo.

Había hijas de divorciados; hijas de madres solteras; hijas de padres que tenían varias mujeres. Había negras.

Muchas de las que no eran españolas se quedaban desnudas cuando se cambiaban en los vestuarios de la piscina. No les daba vergüenza. Ana en cambio tenía que hacer una obra de ingeniería para conseguir secarse y cambiarse tapándose con la toalla en lucha contra la fuerza de la gravedad. Se sentía un poco ridícula, pero era lo que había que hacer.

El maravilloso mundo del lenguaje. Pasaba horas y horas paseando y hablando con mujeres jóvenes de todo el mundo quedándose fascinada con los distintos acentos de cada una, con el uso de las palabras en inglés que empleaban las nórdicas, con la amabilidad de las orientales. Las griegas se parecían mucho a las españolas y pronunciaban igual. Sólo había conocido a alguna extranjera en La Manga del Mar Menor, de vacaciones, pero nunca había intimado con ninguna. A pesar de que sólo tenían trece años esas chicas eran independientes, sabían moverse solas por el mundo.

Una tarde fueron en grupo como muchas otras tardes al pueblo de Eastbourne. La mayoría de sus habitantes eran jubilados. Fueron al pier, un pantalán con un bar y una sala de baile al aire libre sobre el mar. Era un ambiente muy pueblerino donde incluso las ancianas bailaban lentos entre ellas. Eran viudas o sus maridos estaban en sillas de ruedas. Como Ana parecía mayor y no servían a menores de edad, el resto del grupo le dio dinero para que comprara cervezas. A ella ni se le habría ocurrido beber alcohol pero les hizo el favor encantada. Su madre le había dicho que beber hacía vomitar y ella lo creía. Ninguna vomitó.

De regreso al colegio pararon en una terracita a tomar fish and chips. En una mesa cercana estaba Sophie, una chica suiza llena de granos, con un chico con pelo largo y vaqueros.

—Sophie lo ha conocido en el tren de Londres y se ha enrollado con él —dijo una de ellas.

Ana ya no pudo quitarle ojo a la pareja durante el resto de la tarde. Se reían y, entre bocado y bocado, se besaban en la boca. Ella parecía la única sorprendida.

«Sophie es una puta», pensó.

Le daba asco pero a la vez se imaginaba a ella misma con el chico de los vaqueros y las botas.

Durante la cena tampoco pudo parar de observar a Sophie. Estaba tan tranquila bromeando con las de su mesa como si nada hubiera pasado.

Por las noches se hacía la toga. Había nacido con el pelo muy rizado y desde siempre asumió que debía tenerlo liso. Su madre la llevaba todos los sábados a la peluquería donde la metían con rulos gordos en un secador de casco muy caliente. Las orquillas metálicas que sujetaban los rulos se calentaban tanto que el dolor en el cuero cabelludo llegaba a ser insoportable. En la peluquería veía siempre a una mujer que lloraba y se desahogaba con las peluqueras mientras la peinaban. Su madre le explicó que lloraba porque su marido tenía una amiguita. Su madre también estuvo toda una tarde llorando porque descubrió que el asiento del copiloto del Volkswagen Escarabajo de su padre estaba echado para atrás y él le explicó que era porque había estado enseñando a conducir a su enfermera. Su madre pensaba que la enfermera era también una amiguita de su padre.

Esa noche se hizo la toga sin ganas, sintiendo por primera vez que podría ser un acto inútil. Sophie tenía granos y el pelo más rizado que ella. Cuando las compañeras hacían fotos en las reuniones nocturnas que se organizaban en las habitaciones Ana siempre salía con la toga. Camisones y batas, melenas de todos los colores y formas; pañuelos de musulmanas llevados con naturalidad y Ana con una pañoleta a la cabeza que sujetaba un rulo en el centro y todo el pelo estirado alrededor.

Durante la primera semana ya sabía cuáles eran sus amigas preferidas en el LTC College: Claire, una canadiense un año mayor que ella y Elizabetta Bellomi, una italiana. Claire era tranquila y serena, se podía hablar con ella de cualquier tema. Elizabetta era pura pasión y adoraba a Ana. Se sentaban juntas en clase, en el comedor y pasaban los ratos de recreo juntas también en el jardín. Por las tardes tenían tiempo libre y solían ir al pueblo, a la playa o a pasear. Un viernes un grupo iba a ir a una discoteca, entre ellas Claire y Elizabetta. Ana les dijo que ella no iría.

—¿Por qué? Lo vamos a pasar genial —le dijo Elizabetta agarrándola por la espalda.

—¿Cómo vamos a ir a una discoteca solas? —dijo Ana sinceramente.

—No vamos solas —dijo Claire—, vamos nosotras y cuatro chicas más.

—En España sólo van a las discotecas sin chicos las putas —dijo Ana tratando sin éxito de infundir seguridad a sus palabras.

Claire intentó explicarle que eso era una bobada, que sólo iban a una discoteca de tarde a bailar y pasarlo bien, que estarían de vuelta antes de que cerrara el colegio. Le guiñó un ojo a Elizabetta y le dijo que lo dejaran. Ana no parecía dar su brazo a torcer y ellas estaban bastante ocupadas vistiéndose y peinándose para la ocasión.

Por la tarde el edificio del colegio le pareció demasiado grande. Por su cabeza pasaba una y otra vez la escena de su decisión de no ir pero cuanto más la pensaba más convencida estaba de que había hecho bien. Estaba segura de que ellas no tenían razón pues la que sí tenía razón era su madre, que era quien le había dicho lo de las mujeres solas saliendo por ahí, pero por otra parte también estaba segura de que Claire y Elizabetta eran estupendas y de que no eran nada pasotas sino todo lo contrario. No iba a cuestionar lo que dijera su madre.

Para colmo en la cena, cuando estaba esperando en la cola del comedor para servirse, se le acercó una profesora de pelo rubio largo y rizado sujeto en una coleta y con sonrisa franca empezó a decir:

Listen dear —cambiando la sonrisa por una mirada de gran preocupación— tienes que tener cuidado con la comida. Desde que llegaste has ganado mucho peso.

Fue como caer por un abismo y sólo sufrir porque alguna otra compañera pudiera haber oído la frase de la bienintencionada profesora.

Oh, yes. Thank you —contestó para quitársela de encima—. Mañana mismo empiezo el régimen.

Se sentó con unas turcas y comió más que ningún día. En mitad de la cena volvieron las chicas del grupo de la discoteca y se sentaron en otra mesa. Estaban radiantes. No paraban de reír.

Esa noche, después de morderse las uñas pintadas de Mordex hasta hacerse sangre, se durmió pensando en los besos de Sophie y el chico de los vaqueros e imaginó a Claire y a Elizabetta bailando lento canciones americanas.

A la mañana siguiente estaba alegre como siempre. Feliz de estar en Inglaterra. Satisfecha de levantarse a las seis de la mañana para aprovechar un poco más y jugar al tenis con una alemana antes de que empezaran el desayuno y las clases.

Así pasó ese agosto, uno de los mejores meses de su vida. Su carácter abierto hizo que disfrutara de las alumnas, de las profesoras, y de todo lo que la vida le ofrecía. Aprendió mucho inglés. El descubrimiento de que podía hablar en otro idioma con fluidez la motivaba para profundizar en la comunicación con los otros. Entrar en otro idioma le pareció maravilloso. Puede que en algún momento hubiese notado algo inadecuado en su propia conducta pero no le dio importancia. Se iba de vuelta a Madrid con las direcciones y teléfonos de treinta chicas con las que había reído y convivido. Ningún pensamiento podía ensombrecer una experiencia tan buena, ni siquiera los nueve kilos que había engordado en Inglaterra. Sabía que era una privilegiada.

*

Madrid, septiembre de 1976

Ana y su madre eran muy altas. Ana, con trece años, pesaba sesenta y cinco kilos, su madre, con treinta y nueve, sólo pesaba cuarenta y siete. Mientras una crecía, la otra menguaba.

Era viernes pero Ana no había ido al colegio porque estaba empachada. El día anterior habían ido a un bufet libre de la avenida de Brasil con precio fijo y ella y su padre habían comido hasta reventar. De hecho Ana reventó y pasó vomitando toda la noche. No era la primera vez que ocurría. Su padre, como era médico, lo arreglaba poniéndole una lavativa para desatascarla. Al día siguiente no había que ir al colegio y se comía una dieta ligera de arroz y jamón de York en trocitos que preparaba Obdulia.

Llamaron a la puerta. Ana abrió. Era un hombre servil que se presentó como el visitador médico de los Laboratorios Roche. Preguntó por su madre. Como esta se encontraba en bata y con el bigote lleno de cera depilatoria le pidió a la hija que firmara y cogiera las muestras que traía: Minilip, 15 botecitos de colores azul y amarillo.

Los dejó encima de la mesa de la salita.

—No se te ocurra decirle nada a tu padre. —Se acababa de quitar la cera y tenía todo el bigote enrojecido—. Esto son unas pastillas que tomo yo para tener buen tipo pero papá no sabe que las pido a los laboratorios. Es que así me salen gratis.

—¿Y todo el mundo puede pedir pastillas a los laboratorios?

—Para nada. Me las traen a mí porque llamo y digo que soy la enfermera de papá y que el que las pide es él. Que para eso es médico, para poder pedir muestras de todos los medicamentos que quiera.

«Por eso mamá no come nunca y sólo toma un vaso de leche al día.»

—Pero si adelgazan... ¿por qué sólo bebes leche y no comes nada?

—Porque lo que hacen es quitar el hambre. Con un vaso de leche tengo más que de sobra. —Hablaba rapidísimo y con convicción.

—¿Y no te cansas sin comer?

—¿Cansarme yo? —tenía ganas de compartir su experiencia con alguien—, yo me como el mundo. Tengo toda la energía que un ser humano podría tener... Me levanto por las mañanas sabiendo que soy capaz de hacer cualquier cosa. Puedo hasta mover un piano yo sola.

—¿Y yo no puedo tomarlas? —preguntó y por un momento se imaginó delgada en uniforme de gimnasia como tantas otras niñas de su colegio.

—Tú no porque son para mayores —contestó mientras iba a esconderlas en su cuarto—. Tú lo que tienes que hacer es régimen.

Cuando volvió a la salita le dijo poniendo cara infantil de pícara:

—Esto es un secreto entre tú y yo.

*

Madrid, noviembre de 1976

Había pasado un año desde la muerte de Franco y a Ana cada vez le gustaba más la cosa del franquista. En realidad no sabía muy bien lo que significaba pero en casa sólo se hablaban maravillas del Generalísimo y los hermanos de sus amigas eran todos franquistas que llevaban una banderita de España en la solapa de sus chaquetas azul marino del colegio Rosales. Siempre que hablaban de sus padres decían cosas del estilo de «estoy orgulloso de mi padre porque da trabajo a quinientas personas».

«Mi padre no da trabajo a quinientas personas. Mi padre trabaja para quinientos enfermos que van a su consulta de la Seguridad Social a la semana y está harto porque hay meses que no le llega el dinero para pagar la luz», pensaba ella.

Eran jóvenes que vivían en chalés gigantescos a las afueras de Madrid, en Puerta de Hierro y en La Moraleja. En la casa de una de sus compañeras tenían trabajando de servicio a tres filipinas, una cocinera y un chófer. Franco para Ana significaba chicos rubios, mansiones con piscina, césped y deporte.

El 20 de noviembre era el aniversario de su muerte y Marta, una amiga suya, le propuso ir al Valle de los Caídos donde estaba enterrado y se iba a celebrar un funeral multitudinario. Irían en coche con su hermano mayor, Carlos, y un amigo de este. Pidió permiso a sus padres y estos después de hablar con los padres de su amiga accedieron. Ese día no irían al colegio y su padre escribiría una nota explicando que había tenido una enfermedad pasajera.

Pasó la víspera probándose todo lo que tenía en el armario y eligió una blusa blanca y unos pantalones de piel de melocotón color caldero. Aunque no se sentía satisfecha con el modelo —no estaba a la altura de la ropa de marca que usaban sus amigas— para estar comprado en Macro, daba el pego. Se pondría unas botas beige de tacón muy alto con las que casi no podía andar pero que le hacían sentirse superior. Dejó la ropa preparada en una silla.

Se estuvo quitando las espinillas de alrededor de la nariz en el espejo de aumento del cuarto de baño de su madre y se duchó. Obdulia le alisó el pelo con un secador de mano. Durmió, como siempre con la toga, pensando en el hermano de su amiga. Fantaseando con cómo sería el día. Imaginándose pegada a él en el coche. Era uno de los chicos que iban a patinar sobre hielo los domingos a la pista de la Ciudad Deportiva del Real Madrid al lado del Hospital de La Paz. Lo había visto varias veces y él ni la había mirado. Siempre iba en vaqueros y patinaba con viejos patines de jockey a gran velocidad con las manos metidas en los bolsillos y cara de chulo.

Se levantó a las ocho de la mañana para que le diera tiempo a que Obdulia le planchara el pelo. A las nueve y media estaba en casa de su amiga que vivía en La Castellana un poco más hacia el sur que ella.

Se apuntó otro amigo del hermano por lo que fueron cinco en el coche. A ella le tocó en la parte de atrás con dos de ellos que portaban enormes banderas de España con el yugo y las flechas que sacaban por las ventanas para que se agitaran con el aire. Iba en medio sintiendo el muslo duro de Carlos pegado al de ella. Era la primera vez que estaba tan cerca de un chico de su edad. Carlos se acababa de duchar y todavía tenía el pelo mojado. Cuando el coche se movía se juntaban aún más y ella notaba su olor a limpio, a colonia; a loción de afeitar... Él no le hizo ni caso durante todo el trayecto por la carretera de La Coruña hacia El Escorial. Iban gritando Franco, Franco y tocando la bocina.

Ya en el monasterio de El Valle de los Caídos había tanta gente que no pudieron acceder a la iglesia donde se celebró la misa pero lo pasaron en grande. En realidad sólo fueron y volvieron pero para Ana fue el viaje más completo de su vida.

El día siguiente cuando fue a entregar a su tutora la nota justificando su falta de asistencia, esta la llevó a su despacho.

—Así que has tenido una alergia... —La miraba fijamente a los ojos sujetando el papel firmado por su padre.

—Bueno, una tontería. Me salió un sarpullido que se me quitó por la tarde.

—Pero no te impidió ir al Valle de los Caídos... —La profesora hablaba severa pero su cara sugería que estaba a punto de sonreír.

Estaba claro que la habían pillado. Se quedó muda.

—Ana —le dijo con tono paternalista a la vez que de camaradería—, no está mal que hayas ido al homenaje a Franco, yo también fui, por eso te vi. Pero hay que tomarse las cosas importantes más en serio. Espero que el año que viene tú y tus amigos vayáis con una actitud más respetuosa. Parecía que estabais de excursión.

La cogió cariñosamente por el hombro y salieron juntas del despacho. Ana respiró aliviada.

«He ganado puntos con la tutora. Casi me ha felicitado.»

Una tarde en casa nada más terminar de comer fue al cuarto de baño. Vio que le había venido su primera menstruación. Ana sabía perfectamente cómo funcionaba todo eso, se lo había explicado en el colegio una sexóloga que Pilar Alfaro trajo ex profeso, sus padres también lo habían hecho. Su primera reacción fue salir con las bragas manchadas a enseñárselas a su padre diciéndole «ya soy mujer», como era médico tenía sentido. Su padre se quedó un poco cortado pero sonriendo y su madre intervino: precisamente porque ya te has desarrollado, eso no tienes que enseñárselo a tu padre, anda, ve al cuarto de baño que voy yo. Al cabo de un segundo su madre apareció en el baño con una caja de tampones. Le explicó cómo se ponían y que eran mucho más limpios que las compresas y la dejó sola para que se metiera uno. Ana siguió las instrucciones y puso un pie sobre la bañera y el otro en el suelo. Se metió el cartoncito cilíndrico y cuando fue a sacarlo dejando el tampón dentro le ocurrió lo mismo que una vez cuando le hicieron un análisis de sangre, se desmayó. Se dio un buen golpe en la cabeza con el borde de la bañera. Sus padres oyeron el ruido desde el salón y fueron a acostarla en un sillón.

—Le impresiona ver sangre. Quizá es mejor que empiece por usar compresas hasta que se acostumbre —dijo su padre.

*

Madrid, diciembre de 1976

—¿Por qué elegisteis este colegio? —preguntó a su madre.

—Cuando yo era soltera y vivía en la calle O’Donnell teníamos unos vecinos debajo de casa, él era general, una gente muy bien.

«Para ella las personas se dividían en gente bien o en gentuza.»

—Tenían dos niñas y todas las mañanas las llevaban al colegio ideales, con un uniforme de faldita plisada blanca y canotié con lazo azul marino. —Hizo una pausa—. En cuanto las vi yo me dije: cuando algún día tenga niñas las llevaré a ese colegio. Así que.

Era 22 de diciembre, el penúltimo día de clase antes de las vacaciones de Navidad. Habían ido todas al colegio vestidas de calle para que las madres tuvieran tiempo de preparar los uniformes para el desfile de Navidad que sería al día siguiente. Además, siempre venía la Reina porque sus hijas eran alumnas y todo tenía que ser perfecto. Ana no vivía demasiado lejos del Colegio Santa Marta del Camino, que estaba en Puerta de Hierro, pero la ruta del autobús escolar la dejaba la última en su casa con lo que se tiraba más de una hora viajando por Madrid todos los días.

Llegó a casa y llamó al timbre. Rápidamente abrió Obdulia —ese día con cofia, algo que no era habitual— y salió al descansillo de los ascensores medio cerrando la puerta. Se puso el dedo índice en los labios para que Ana no hablara en alto mientras sacaba del bolsillo de su bata blanca un billete de mil pesetas que puso en la mano de Ana.

—Están tu tío Julio y su mujer que han aparecido sin avisar y ha dicho tu madre que te des un paseo y que no vuelvas en dos horas. —Le abrió la puerta del ascensor para que entrara.

—Pero ¿por qué?

—Porque ha dicho que para un día que vienen no quiere que te vean con esas pintas. —Metió la mano y pulsó la B cerrando la puerta para que la niña bajara.

La avenida del Generalísimo tenía muchos carriles y era muy ancha. A los que vivían en una acera, como sigue ocurriendo hoy en día, les daba mucha pereza cruzarla y no lo hacían si no era por necesidad. Ana se dirigió por detrás de su casa hacia Capitán Haya. De ahí siguió andando por la calle Sor Ángela de la Cruz, en la que había edificios muy modernos intercalados por solares, hasta que llegó a Bravo Murillo, la Gran Vía de los pobres, como la llamaba un tío suyo arquitecto. Siguió andando Bravo Murillo arriba mirando los escaparates de las tiendas. Toda la ropa le resultaba hortera y de señora. Ya había anochecido y no se le ocurría en qué gastarse las mil pesetas. Sólo habían pasado veinte minutos y ya no sabía qué más hacer. Cruzó Bravo Murillo y empezó a bajar hacia la Glorieta de Cuatro Caminos. Pasó por delante del ambulatorio José Marvá que le recordaba al de Pontones donde trabajaba su padre y a veces la llevaba. Eran igual de deprimentes y tenían las fachadas descascarilladas. Se entretuvo mirando los objetos que había en una tienda de Decomisos: transistores, una lamparita para poner en los libros y leer de noche, relojes de muñeca Casio con minicalculadora incorporada, linternas, radiocasetes. Quedaba todavía una hora y diez minutos. Siguió andando hasta que llegó a una ortopedia. Allí consumió diez minutos más observando unas cuñas, sillas de ruedas con un agujero en el asiento, unas camas electrónicas que se elevaban, varios modelos de muletas y bastones, fajas de extrañas formas, pañuelos para operados de laringe, collarines... A pesar de que hacía frío sudaba. Caminaba deprisa y no se había desabrochado la trenca. Llegó a Cuatro Caminos. Había un quiosco de revistas abierto. Se compró un tebeo especial para chicas jóvenes y se sentó en un banco que estaba debajo del escalextric de la glorieta. Empezó a leerlo pero le ponía nerviosa el ruido que hacían los coches al pasar por encima de su cabeza y no se podía concentrar. Lo cerró y volvió a subir por Bravo Murillo. Pasó por delante de una churrería y pensó que tomaría un chocolate con churros, pero no se decidió a entrar y siguió andando. A la media hora, y con las ganas de churros todavía en la cabeza, ya estaba otra vez al lado de casa de sus padres. Decidió dar una vuelta a la manzana del Ministerio de Información y Turismo por la acera de la avenida del Generalísimo. No había nadie salvo un guardia civil en una garita en cada esquina. Empezó a escuchar unos pasos que iban detrás de ella a muy poca distancia. Caminó más deprisa y los pasos se aceleraron también. Giró a la derecha por el Palacio de Congresos escuchando su propia respiración y sintiendo al hombre cada vez más cerca. El corazón le latía deprisa pero no se atrevía a salir corriendo porque temía que la alcanzara. Vio la calle General Perón muy oscura y vacía y cuando ya no podía más frenó en seco mirando hacia ambos lados como si buscara una dirección. Una mujer grande que llevaba en los brazos unas carpetas de oficina la adelantó y siguió su camino. Volvió a subir por Capitán Haya y llegó a su casa empapada en sudor frío.

Su madre le abrió la puerta. Las visitas debían haberse ido hacía poco porque las pantallas de luz seguían encendidas en toda la casa.

*

1976-1977

El año de 1977 empezó, como siempre, lleno de éxitos. Casi todas las notas fueron sobresalientes y algún notable. Le gustaba estudiar y tampoco tenía que estar largas horas memorizando lo que leía. Lo que realmente aprendía era lo que se explicaba en clase porque, además, le parecía muy entretenido y luego memorizaba todo lo demás como un papagayo para los exámenes. Al poco tiempo se le olvidaba pero parecía que para todo el mundo lo importante era pasar los exámenes.

La relación con sus compañeras era buena aunque ese año se había decantado por el grupo de las empollonas con las que no tenía nada que ver. Le gustaban menos que las otras pero había una razón de peso, estaba obsesionada con Pepa, su tutora y quería demostrarle su afecto, entre otras maneras siendo una gran estudiante. Era una mujer que daba unos gritos espantosos y se ponía como una furia por cualquier menudencia. Hacía un mundo de todo. Era el terror para la mayoría de las alumnas y su fama pasaba de curso en curso despertando pánico entre quienes aún no la conocían. Para Ana, después del incidente del Valle de los Caídos y las otras muchas veces en que la llamó al despacho para hablar ellas dos solas, Pepa había pasado de ser Cruela de Vil a convertirse en Ingrid Bergman.

A veces estando en clase les mandaba hacer algún trabajo en silencio. Al cabo de un rato se levantaba y se oían los pasos firmes de sus tacones sobre el parqué. Se acercaba a Ana y le decía en voz baja: «Ven un momento a mi despacho».

Pasaba ella primero y hacía sentarse a Ana en el otro lado de la mesa. Se quedaba callada mirándola seriamente a los ojos.

—Yo esperaba más de ti —en su cara se podía entender que estaba muy disgustada—, y me has decepcionado.

—Pero... ¿qué he hecho? —preguntaba Ana agraviada sin saber qué había podido hacer tan grave.

—¿Ves? Te pones a la defensiva antes de que te diga nada —con cara de resignación y levantando los hombros—, no te interesa nada lo que te quiero decir.

Lo decía con tanta convicción e intercalaba unos silencios tan insufribles que Ana empezaba a llorar.

«No me quiere. Ya no me quiere», pensaba.

Podían pasar cinco minutos eternos así. Una llorando y la otra aguantando la mirada. Ana se ponía muy colorada y seguía llorando por inercia, como si el propio llanto retroalimentara el disgusto y le hiciera llorar más. Sabía que era lo que se esperaba de ella y se sentía cómoda sufriendo de una manera tan ordenada.

Pepa le pasaba un kleenex y cambiaba de expresión. Sus facciones duras se relajaban y sus ojos azul claro, que cuando se enfadaba brillaban diabólicos, se convertían en una mirada cristalina que veía a Ana y entraba dentro de ella.

—Yo te quiero mucho, Ana, ya lo sabes —le secaba la cara con otro kleenex—, pero no puedo exigirte lo mismo que a las otras porque tú puedes esforzarte mucho más.

Ana se llenaba de alegría. Pasar de un estado de humillación a otro en el que uno escucha que es superior y que además es querido en una décima de segundo la trastornaba. En esos momentos sentía una euforia y un agradecimiento desmesurados. Entonces reían juntas y hablaban de cualquier cosa sin importancia. Se despedían en la puerta del despacho.

—Ahora cuando entres en la clase no digas Pepa es un cielo.

«Era exactamente lo que iba a decir», se sorprendió de lo inteligente que era su tutora.

*

Agosto de 1977

El mes de julio Ana y sus padres fueron a veranear al Norte por primera vez. Hasta entonces siempre habían pasado las vacaciones en lugares de moda como Marbella. No sabía por qué sus padres habían cambiado las discotecas y los aperitivos en la piscina de los hoteles de lujo por un humilde hotelcito en Deva, Guipúzcoa, al borde del mar. Aunque el País Vasco le pareció precioso —nunca había visto tanto verde— e hicieron excursiones a diario, salió perdiendo con el cambio. En Marbella pasaba el día con niños de su edad en los enormes jardines con piscina de los hoteles de cinco estrellas. Por las noches sus padres salían y la dejaban en la habitación del hotel —después de darle de cenar jamón de York y quesitos—, pero ella salía del cuarto y deambulaba por todos los recovecos del hotel. Si no había niños siempre estaban los botones, chicos andaluces de pocos más años que ella que trabajaban haciendo recados y cargando maletas. A veces llegaba de la playa con los pies llenos de chapapote y venía uno de ellos con una tacita de aceite de oliva para que su madre se lo quitara de los pies con un algodón. En Deva con sus padres sintió más que nunca que era hija única.

En el comedor del hotel había otras mesas de familias con hijas de su edad pero ya era demasiado mayor para iniciar una conversación del estilo de ¿quieres que seamos amigas? Además, no había ninguna niña que estuviese sola. Los padres se sentaban en un lado de las mesas y en el otro los niños y los jóvenes. La única que estaba sola entre dos adultos era ella. No le entusiasmaba como antes estar con sus padres y las sobremesas le resultaban infinitas.

Su compañera Marisa invitó a Ana a pasar el mes de agosto en Ibiza en una casa que tenían sus padres en San Miguel. Viajaron en avión con ellos y allí se encontraron con Nacho y Rafa, los dos hermanos e Ilenia, una hermana mayor, que habían llegado antes. El padre de Marisa era cirujano plástico y estético y debía ganar mucho más dinero que el suyo pues tenían hasta yate. A Ana le sorprendió la decoración de la casa. Era enorme pero estaba decorada de forma muy austera, rústica. La de sus padres sin embargo estaba llena de ceniceros de plata, cortinas con borlas a juego y porcelanas.

Ilenia trabajaba de bailarina en la televisión en el Ballet Zoom. Tanto ella como Nacho y Rafa le producían una especie de respeto que rayaba en miedo. Ilenia llevaba el pelo con trencitas. Era la primera vez que veía a alguien de carne y hueso con el pelo así. El resultado no le gustaba, le parecía demasiado raro pero no podía parar de mirarla en silencio. Nacho, Rafa y ella estaban siempre bromeando en grupo. Marisa y Ana eran las pequeñas y tenían un estatus parecido al de unas mascotas. Tampoco podía dejar de mirar furtivamente las entrepiernas de Nacho y Rafa que llevaban pantalones vaqueros gastados y apretados.

Por la noche en vez de quedarse a cenar con la familia los tres decidieron salir por Ibiza.

—No nos quedaremos a cenar —dijo Nacho a sus padres.

—¿Cómo? —replicó su madre—. ¿Acabáis de llegar y ya queréis salir?

—Mamá, es verano, tenemos ganas de divertirnos —añadió Ilenia con una mueca cariñosa—. Tenemos todo un mes para estar juntos.

Cenaron con los padres en un porche desde donde se veía el mar. Tomaron aguacates rellenos de gambas y salmón ahumado. Era la primera vez que probaba esos frutos tropicales verdes. Lo que más le sorprendió fue que el padre preparase la cena. El suyo siempre decía que los hombres que cocinaban eran unos cocinillas.

«Parece que lo hace por gusto», pensó.

Durmió con Marisa en una habitación de dos camas en la parte alta de la casa. Antes de dormir se hicieron confidencias y ella interrogó a Marisa sobre sus hermanos. Marisa le dijo que Ilenia había estado viviendo sin casarse con un compañero del Ballet Zoom. Esto había supuesto un drama para sus padres al principio pero luego terminaron aceptándolo e incluso llegó a presentárselo una noche en Madrid. Más tarde rompieron la relación.

«O sea, que no era virgen», dedujo con mezcla de susto y curiosidad.

Estaban recién despertadas a las nueve de la mañana cuando entró Nacho. Tenía ganas de hablar. Les contó que habían estado en La Oveja Negra y luego en Pachá. No paraba de hablar de forma extraña. Hacía bromas que sólo él entendía y se reía. Sudaba.

—¿Y cómo es que te has levantado tan pronto? —preguntó Marisa.

—Si no me he acostado —respondió con esa mezcla divertida de cara de chulo e inocente que siempre ponía—, acabo de llegar.

—¿Y Ilenia y Rafa? —preguntó Marisa.

—Rafa durmiendo —dijo Nacho—, ha bebido tanto esta noche que no ha podido ni desvestirse. —Lo decía como si fuese genial—. Ilenia se fue a dormir por ahí.

Ilenia sólo tenía veinte años. Para Ana eso era muy mayor pero aun así no podía creer que se fuera a dormir por ahí ella sola y que sus padres lo permitieran. Mientras Nacho seguía vacilando ella se imaginaba dónde y con quién habría ido a dormir.

El mes transcurrió entre cenas que a ella le parecían exóticas; salidas a navegar por el Mediterráneo y amigos de los padres que venían por la casa.

Un día por la tarde vinieron unas amigas de Nacho. No tenían más de diecisiete años y por cómo vestían parecían extranjeras aunque hablaban un perfecto español. A Ana le tocó sentarse al lado de una de ellas.

—¿De dónde eres? —le preguntó.

—De Barcelona —contestó la chica.

—Tienes acento como si fueras extranjera... —le dijo Ana.

Ella se rió y le dijo que en Cataluña todo el mundo hablaba así. Ana no dejó de hablarle durante toda la cena y de preguntarle cosas. La chica decía que estaba enrollada con Nacho pero que no salían juntos. Que a ella lo que más le gustaba era estar con él y que si le dieran a elegir entre vivir con sus padres en Barcelona o estar con Nacho donde fuera no lo dudaría. Ella y su amiga estaban viviendo en el centro de Ibiza en un hostal al lado del puerto.

Después de cenar se fueron y ellas se quedaron viendo la televisión con los padres.

Nacho y Ana ya tenían mucha confianza, ella siempre en el papel de admiradora. Al día siguiente Ana le contó a Nacho todo lo que le había dicho la chica y le preguntó si él estaba enamorado de ella.

—Me gusta estar con ella —le dijo como si fuera algo evidente—, pero nada más.

Nacho le explicó que eran un tipo de chicas diferentes a ella y a su hermana pequeña. Estas chicas salían por la noche y se podían quedar a dormir en cualquier lado, como su hermana Ilenia. Estaban acostumbradas a otro tipo de vida y sus padres no les decían nada. En Ibiza había mucha gente así, que se tomaba la vida de otra manera.

Nacho ponía una y otra vez una canción de Joan Manuel Serrat que decía «la mujer que yo quiero no necesita, lavarse cada noche en agua bendita, tiene muchos defectos dice mi madre, demasiados huesos dice mi padre».

Desde ese encuentro Ana empezó a idealizar a la chica catalana como a una diosa dueña de su destino. No volvió a verla, pero en su cabeza la imaginaba bailando y durmiendo con hombres tan inaccesibles como Nacho. Lo que más vértigo le daba era que una mujer pudiera dormir con un hombre —sexo— sin que ello tuviera ninguna trascendencia. Intuyó que esa especie de humillación —Nacho no quería ser su novio pero se acostaba con ella— lejos de situarla en una categoría inferior, le confería poder.

1977-1978

Las compañeras de su clase empezaron a hacer fiestas por la tarde en sus casas. Los padres no solían estar y los invitados eran los hermanos y los amigos de estos. Eran reuniones inocentes en las que ellos solían beber alguna cerveza o cubata. Ana no bebía alcohol y ni se fijaba en si sus amigas lo hacían o no. Sólo estaba pendiente de estar a la altura, de saber comportarse en un medio tan extraño para ella como era el de un grupo mixto. En su casa sus padres jamás tomaban una copa. Los días anteriores a estas fiestas los pasaba fantaseando, preocupándose de su aspecto, de su inexperiencia. Se imaginaba con horror como un chico la sacaba a bailar rock and roll y ella tenía que confesar que no sabía. Practicaba durante horas con una cuerda que ataba al picaporte de la puerta de su cuarto con los discos que le había prestado una amiga. Un viernes de octubre iba a ir a su primera fiesta. Pasó toda la semana muy nerviosa pensando una y otra vez qué se pondría de ropa y estuvo a régimen estricto de muy pocas calorías.

—Sobre todo si te sacan a bailar lento no se te ocurra dejar que se arrimen demasiado —le aconsejó su madre—, si no irán contigo para frotarse la cebolleta, como ellos dicen, y se lo contarán los unos a los otros —le advirtió.

«Debe referirse a la polla», pensó sin estar segura.

Se puso unos pantalones de raso negros que había comprado en un mercadillo hippie de la calle Claudio Coello y una camisa blanca con rayas negras de la misma tela y se calzó unos zapatos negros de punta y tacón de aguja. En cuanto llegó se dio cuenta de que las demás no iban tan vestidas. Todavía no conocía la palabra overdressed ni lo que ir overdressed significaba. Así es que se sintió la mejor vestida, segura de sí misma. Tuvo suerte y nadie la sacó a bailar rock and roll porque todos bailaban sueltos en círculo. Pasado un largo rato empezaron a pinchar música lenta. Ella estaba con un grupo de amigas y dos chicos sacaron a dos de ellas. Ana permaneció de pie con la chica que quedaba temiendo que también a esta se la llevaran a bailar y quedarse sola. Un chico de nariz grande y aspecto desaliñado, Nacho, se acercó a ella y la sacó a bailar con un gesto mientras le cogía la mano. Puso sus brazos sobre los hombros de él como había visto hacer a las otras y él la abrazó por la cintura. Sonaba No, I can’t forget this evening. Al poco él apretó más los brazos atrayéndola hacia sí y ella cerró los suyos alrededor de sus hombros. Se movían con pasitos muy pequeños de derecha a izquierda. La música y las sensaciones consiguieron que se aislara de la fiesta y se concentrara en cada movimiento, en cada roce, en el olor a Nacho sudado. Apoyó su cabeza en la de él y él en la de ella. Sus cuerpos estaban completamente pegados. Nunca se había sentido tan bien.

A las diez bajó al portal donde la esperaban sus padres en el coche.

La semana siguiente volvió a ver a Nacho varias veces y salieron en pandilla con un grupo. Iban a VIPS a merendar y a pasear por el Parque de Berlín. Entre ella y Nacho no parecía haber nada especial pero lo pasaban muy bien juntos y se comunicaban un poco —entre ellos y ellas no había mucha relación, todo se limitaba a ser muy corteses ellos y a estar muy sonrientes ellas—. El sábado fueron todos a Tartufo, una discoteca de tarde para jóvenes de familia bien. Ellos saludaban al portero con la misma familiaridad distante con la que sus padres saludaban al mozo del garaje donde guardaban los coches. El portero les trataba de usted y se dirigía a ellos por sus nombres de pila. Aunque su madre le había dicho que los hombres siempre tenían que invitar a las mujeres tuvo que pagar su San Francisco como hacían todas sus amigas.

Después de horas bailando suelto llegaba por fin el momento de bailar lento con Nacho o con algún otro, la recompensa que tanto anhelaba, pegar su cuerpo al de un hombre.

Al llegar a casa les contaba a sus padres la tarde: los nombres y apellidos de la gente con la que había estado; dónde estaba la discoteca y qué había bebido —San Francisco—.

—¿Te han traído a casa? —preguntaba siempre su padre.

—Sí —decía ella con esfuerzo pues prácticamente nunca había tenido que mentirles—, nos trajeron en taxi y me dejaron en la puerta.

—¿Y esperaron a que entraras en el portal antes de arrancar? —preguntaba su madre.

—Sí, claro.

Después de cenar se fue a su cuarto, se desnudó y puso un disco de Cat Stevens. Apagó la luz y se metió en la cama. Otras veces había hecho ese ritual limitándose a pensar en Nacho o en cualquier otro imaginando besos canción tras canción pero esta vez empezó a tocarse recreándose. Le gustaba muchísimo. Su cuerpo le pedía más y más pero no parecía tener fin. Estaba muy mojada y resbaladiza. A punto de estallar de goce. Se forzaba a gemir imitando lo que había visto en las películas, jadeando, imaginando un orgasmo. Lo fingía con ella misma. Al cabo de mucho rato desistió crispada pensando que no debía ser aquello.

«Puede que sea frígida», pensó con miedo.

Su madre le había explicado que las frígidas eran mujeres que no sentían nada.

«Yo sí siento pero no estoy segura de que esto sean orgasmos», se dijo poniéndose de lado y abrazándose a la almohada para dormir.

*

Era primavera y salieron en grupo al cine. Vieron Ha nacido una estrella, de Barbra Streissand. Le encantó. Sus fantasías románticas hasta ahora habían tenido que ver con Sandokán y con Charlton Heston pero esta película le parecía amor real, amor con sexo. Cuando salieron tomaron unas coca-colas en una terraza y Nacho la acompañó paseando hacia su casa. En un semáforo se acercó a ella y mirándola a los ojos adelantó su boca para besarla.

«Como dejes que te den un beso te tomarán por el pito del sereno», le había dicho su madre. «Lo más importante es hacerse desear.»

Con risa nerviosa apartó la cara y él tímidamente no volvió a insistir.

Llegó a su casa con una vaga sensación de triunfo que ni ella misma creía. Intentaba estar contenta de haber rechazado su primer beso pero no acababa de estar convencida de que esa táctica fuera tan eficaz. No parecía reportar nada tan bueno.

Nacho nunca volvió a llamar.

*

Una noche se quedó a dormir en casa de Galia, una chica de Israel que había en su clase. Su hermano había convertido el sótano de la casa en una especie de discoteca donde también hacían muchas fiestas. Las paredes estaban empapeladas de pósters de grupos de música: David Bowie, Triana, Los Beatles... Había conseguido crear un ambiente mágico y divertido que a Ana le pareció alucinante. Comentó a sus padres su deseo de llenar las puertas de sus armarios —en realidad estaban llenos de ropa de su madre y cerrados con llave salvo un trozo del que ella podía disponer— de pósters.

—Yo me encargo de eso —accedió su padre ofreciéndose a ayudarla.

Al día siguiente, cuando regresó del colegio, su cuarto parecía un taller de motos. Su padre había hecho una composición con los pósters de cantantes que aparecían en las revistas semanales que siempre compraban. Estaba Rocío Durcal posando sexy, Karina, las chicas de Los Ángeles de Charlie, Camilo Sesto y hasta una secretaria del «Un, dos, tres»... sobre todo, muchas tía buenas. Los pósters eran de distintos tamaños y de papel malo de revista con lo que el resultado era espantoso.

A ella no le gustó mucho, no era la idea que tenía pero no dijo nada y así estuvo despertándose y acostándose todos los días durante un año, con mujeres en biquini que miraban a la cámara con actitud de provocación abrazadas a un árbol o sacando pecho sentadas en la playa quitándose artificialmente el pelo de la cara.

*

Santa Marta del Camino organizaba convivencias —las llamaban «jornadas»— una vez al año. Las niñas de los distintos cursos se iban a una residencia fuera de Madrid a pasar dos o tres días en grupo con sus tutoras y algunas de las profesoras para confraternizar, aprender de temas que no entraban en la formación académica y tener una experiencia de convivencia con el fin último de formar a las alumnas como personas. A Ana le gustaban y participaba activamente en los ejercicios experimentales de grupo a los que solía venir gente de fuera del colegio, algunos eminentes psicólogos, directores de teatro, de cine... Así había sociodramas, ejercicios parecidos a la terapia Gestalt, juegos, y ese año incluso una representación de la democracia parlamentaria que estaba naciendo en España. Se dividieron en subgrupos y cada uno representó a un partido político. Ella hizo el papel de Fraga Iribarne, ministro de comunicación en aquel momento, y lo bordó. Hizo una parodia del político en la que le dejaba de machista, déspota y autoritario. Le salió con toda naturalidad y todo el mundo pensó que había hecho una actuación crítica y sutil con toda la intención, cuando la realidad era que ella se limitó a imitarle sin ánimo de burlarse pues lo que él hacía y la forma en que hablaba era lo que ella había visto desde siempre, la manera en que los hombres procedían. Se llevó una sorpresa cuando en las elecciones ficticias que hicieron al terminar el ejercicio salió por mayoría UCD (Unión de Centro Democrático).

«No se me ocurre quiénes serán las rojas...», pensó
echando una mirada general a sus compañeras.

En las jornadas las alumnas iban vestidas de calle. Ella se sentía incómoda con su ropa. Le parecía que nunca iba apropiada. A pesar de que días antes de las jornadas preparaba los pantalones, las blusas, los complementos, su look siempre estaba por debajo del de algunas de sus compañeras. Aunque muchas iban en vaqueros y completamente de sport, había algo en sus pintas que era muy superior a su propia forma de vestir. Ella no tenía ni idea de qué hablaban las otras cuando decían que sus jerseys eran de cachemira, sus zapatos castellanos y su colonia Eau de Rochas. Por más que intentara imitarlas el resultado nunca era igual. También sentía pena por alguna alumna humilde que llevaba un jersey que le había tejido su propia madre y cuyo estilo era con creces mucho peor que el suyo. «Debe estar becada», pensaba a la vez que despreciaba y ponía en evidencia a las alumnas que decían de las otras «debe estar becada» en alto, que no tenían problema en verbalizarlo. Se sentía una justiciera por encima y por debajo de los dos bandos. Lo que sí estaba claro es que ella sentía fascinación por las chicas de los jerseys de cachemira. Le tocó dormir en el cuarto con una de ellas, María Martínez Longoria. Su padre era ministro plenipotenciario en Marruecos y ella estaba interna en el colegio. Era alta, rubia y con un tipo espectacular. Estaba delgadísima. Era muy divertida y para Ana compartir el cuarto con ella era lo mejor que le podía haber pasado. Era algo mayor que ella porque había repetido curso. Tenía una seguridad en sí misma y un descaro que atraía a cualquiera. Era además muy divertida. Como siempre ocurría en las jornadas intercambiaron confidencias por la noche y lo pasaron en grande. María hablaba a la perfección inglés y francés y, como su padre era diplomático, había vivido en muchos países del mundo.

Por la mañana se ducharon y cuando ya en la habitación se vistieron. María no tuvo problema en mostrarse desnuda delante de Ana. Tenía las marcas blancas del sol de un biquini que debía ser muy pequeño y le enseñaba la tripa mostrándole cómo no tenía ni un solo centímetro de grasa.

—Tienes que adelgazar, Ana —le dijo mirándole el cuerpo gordito—, te voy a enseñar un truco.

Sacó ceremonialmente de un neceser un botecito de pastillas como las que tomaba su madre. Ana le dejó bien claro que las conocía aunque nunca las había probado.

—Nos tomamos una por la mañana y no tenemos que comer nada en todo el día —dijo llenando un vaso de agua que había en el lavabo de la habitación y le ofreció una pastilla. Ana la tragó.

*

No fue difícil proveerse de anfetaminas, en el armario de su madre había un cajón lleno de botecitos de Minilip. Aunque jamás le mentía, después de haber probado a diario los efectos de las anfetaminas durante las convivencias, decidió sin dudar que tomarlas, costase lo que costase, era asunto de fuerza mayor. Fue su primera mentira piadosa consigo misma. Porque era piedad y compasión lo que sentía hacia cualquier adolescente gorda. Ella misma no quería mezclarse con chicas gordas. Estar gorda significaba ser el blanco de todos, hombres y mujeres. Cuando escuchaba un chiste de gordos sentía vergüenza y desprecio hacia sí misma, un sufrimiento indigno. Ahora adelgazaba todos los días y se sentía mucho mejor. Sus complejos desaparecían por segundos mientras ganaba seguridad y su personalidad se hacía más fuerte. Se sentía indestructible. Cuando por la mañana bajaba las escaleras del portal y traspasaba la puerta de la calle notaba la luz del día y el aire en la cara y se sentía poderosa. Aspiraba hondo el aire frío que le entraba en los pulmones y, acelerada, bajaba pletórica los escalones de tres en tres dispuesta a comerse el nuevo día.

Cuando se trataba de resolver un problema de matemáticas o redactar un comentario de texto era como si su cociente intelectual creciera bajo los efectos de las anfetaminas. Su carácter, sociable por naturaleza, se hacía aún más expansivo. Arrasaba. También crecía su afán de cooperar en cualquier actividad extraescolar, y estaba siempre atenta y alerta a cualquier estímulo. La comida ni la probaba. Cuando tenía que estudiar para algún examen, además de la pastilla del desayuno se tomaba dos en la cena y pasaba la noche en vela intentando memorizar los textos.

Había adelgazado ocho kilos en un mes y su vida era mucho mejor.

«Miento a mi madre y no sólo no pasa nada sino que todo es mucho mejor. Tomo anfetaminas y el mundo es perfecto», reflexionaba sorprendida. «¿Por qué no lo habré hecho antes?»

Sentía como si hubiera cruzado clandestinamente la frontera de la felicidad.

*

Una mentira llevó a otra y así se dio cuenta de los grandes beneficios que podía obtener con pequeñas mentiras que en nada alteraban el día a día. Compraba libros en El Corte Inglés de La Castellana que leía rápidamente y cambiaba por otros como si estuvieran nuevos; comenzó a hurtar bisutería, discos de vinilo, las colonias más caras en frascos testadores que hay en los mostradores de la sección de perfumería; a ponerse cazadoras con dos o tres jerseys debajo y salir así por la puerta como si se tratara de su propia ropa... Nunca pasaba nada. Las anfetas le conferían una sangre fría que era algo nuevo para ella. No se ponía nerviosa y la recompensa final era una gran euforia y la satisfacción de que por fin podía tener muchas de las cosas que a sus amigas de la zona residencial de Puerta de Hierro les sobraban con un mínimo esfuerzo que resultaba además divertido.

Se había vuelto muy comunicativa, extremadamente. Hablaba de cosas íntimas con todo el mundo, desde sus compañeras de clase hasta el portero del edificio. La sensación de energía sobrenatural que había obtenido los primeros días en que tomó las pastillas desapareció la primera semana, no así la nueva personalidad arrolladora y chocante que parecía gustar a todo el mundo. Apenas dormía, pasando las noches escribiendo diarios y poemas, leyendo novelas o escuchando música con unos grandes auriculares.

Empezó a sentir vergüenza de sus padres. Se había hecho amiga de una compañera de un curso inferior que se llamaba Elvira. Era una chica fea que había nacido en Nueva York aunque su padre era argentino y su madre polaca. Tenía el estilo de una actriz o una modelo, era delgada y se vestía con gran personalidad. Elvira vivía en la zona norte de Madrid que se llamaba Korea, donde había muchos americanos que habían llegado en los años sesenta. Eran vecinas y en la ruta del autobús pasaban la hora entera juntas en los asientos conversando. El mundo de Elvira y de su familia era completamente diferente del suyo. Su madre había tenido otro marido anteriormente y Elvira tenía dos «medio hermanos». En la práctica, como ella, era hija única ya que sus hermanos eran mucho mayores y vivían uno en Nueva York y otro en Zaire, el actual Congo. Los padres de Elvira tenían una finca en El Escorial y eran gente de mundo. No paraban de viajar a París, Londres, Buenos Aires... El padre era un hombre de negocios y la madre una especie de artista aunque en realidad, como la suya, no trabajaba. Elvira presumía de su madre, que había sido amante de Alí Khan, el hermano del Aga Jan, un millonario playboy de Egipto, y de su padre, que era diplomático y había sido cónsul en Haití.

«¿Papá es un medicucho?» Se sentía incómoda cuando veía las caras silenciosas cuando era preguntada y respondía que su padre tenía la consulta en el barrio obrero de Vallecas.

Elvira, a pesar de que, como Ana, sólo tenía quince años, manejaba dinero para comprar su propia ropa y pasaba temporadas sola en casa con una mujer que se encargaba de la limpieza y la cocina. Sus padres la dejaban salir y volver a la hora que quisiera. Con ella aprendió lo que era el arte más allá de los cuadros del Museo del Prado. Pasaban largas horas viendo libros de fotografías de Man Ray, Helmut Newton, Cartier Bresson... Los fines de semana iban al Escorial donde el padre hacía barbacoas para cientos de invitados de distintos países que jugaban al bádminton y bebían elegantes coctels antes de comer. La educación de estas personas era muy distinta de la de los españoles de clase media.

«No sé si son de clase alta o si la clase media en el resto del mundo es así», se preguntaba Ana.

Hablaban pasando de un idioma a otro con toda naturalidad, cosa que a ella le parecía de lo más fascinante, pero muchos de ellos cuando se referían a sí mismos tenían algo que a Ana le rechinaba.

—¿Cómo estás? —preguntaba el padre a cada uno de los invitados cuando llegaban.

—Agotados, llegamos anoche de Londres y ya sabes cómo funcionan los aeropuertos en España, un verdadero desastre, es como regresar al Tercer Mundo.

—Yo cada vez que vuelvo me lo tomo como si viajara de turista a Bolivia o a algún lugar semejante —decía una mujer socarrona.

—Acá no hablan ningún idioma y yo, acostumbrada a casa de mamá en Buenos Aires donde se hablaba inglés, alemán y francés... —Ana no acababa de entender cuál era el problema si la señora en cuestión era argentina y su lengua materna era el español.

Solían traer algún regalo de Harrods o de Galerie Laffayette, unos grandes almacenes que por lo visto eran mucho mejores que El Corte Inglés. Se sorprendía cuando veía que el regalo no era más que una bolsa de arroz, Uncle Ben’s, que no se pasaba nunca de cocción. Ella había aprendido a cocinar el arroz de grano redondo siguiendo los consejos de su madre y estaba orgullosa y segura de que era el mejor arroz.

«Estos extranjeros tan elegantes me están haciendo dudar hasta del arroz de Calasparra», se decía, algo molesta por la actitud tan displicente que tenían hacia todo lo español; «si no les gusta España ¿por qué no se van a su país?».

Tomaban el sol en top less y la realidad era que se divertían mucho con sus copas de Martini en la mano sin parar de reír.

Ella también disfrutaba viéndolos y achicharrándose al sol, capaz de pasar todo el día sin meterse en la piscina para que no se le rizara el pelo.

Con Elvira todo era excepcional. Ana no paraba de hablar pero también escuchaba y absorbía las cosas que Elvira le contaba, tan distintas y extraordinarias. Era más que una hermana. Si ella había pasado casi toda su vida entre adultos, Elvira también lo había hecho pero de una manera más de tú a tú. Sus padres no le habían ocultado que su madre había tenido que abortar en la época en que estuvieron en Haití; le participaban de su situación económica en cada momento y no ponían objeción a que en su casa durmieran en la misma habitación parejas de amantes que no estaban casados.

*

Elvira había pasado la Navidad en la isla caribeña de Antigua con sus padres y sus dos medio hermanos. Como siempre que viajaba se comunicaban casi a diario por teléfono. Elvira la llamaba desde cualquier parte del mundo y se tiraban horas y horas colgadas del teléfono contándose todos los pormenores de lo que habían hecho, pensado o sentido. En su casa una conferencia, como se llamaba entonces a las llamadas al extranjero o a otra provincia, era algo impensable y se consideraba un despilfarro a no ser que fuera una llamada de extrema necesidad.

—Esto es muy bonito, es una isla tropical —le contaba Elvira—, sólo hay mar y palmeras.

—¿Cuándo vuelves?

—A principios de año. Tengo una cosa muy importante que contarte. —Un silencio más largo de lo normal.

—¿Qué es? —preguntaba Ana con curiosidad—. No me intrigues.

—Si estás en la misma habitación que tus padres háblame en inglés no se vayan a enterar de lo que te voy a contar.

Ana no sabía qué pensar. Solía hablar en inglés con Elvira cuando sus padres estaban delante. Era una manera de hablar con ella en secreto y a la vez una especie de provocación hacia ellos. Era su manera sutil de humillarles dejándoles claro que no eran personas de mundo. No se paraba a pensar que si ella sabía inglés era porque ellos le habían pagado los viajes a Inglaterra.

—Elvira, sea lo que sea, sabes que me lo puedes contar —no sabía qué más decirle para que por fin hablara.

—He hecho el amor.

—¿Qué? —Ana no daba crédito a lo que oía. «Elvira no tiene novio», pensó. No se imaginaba con quién podría haberlo hecho.

—He hecho el amor y es lo más bonito y lo más dulce que me ha pasado en la vida.

—Pero ¿con quién?

—Con John, un chico de veintidós años que es fotógrafo —dijo Elvira con tono de enamorada.

—¿Lo has hecho del todo? —admiraba a Elvira como nunca.

—Del todo, fue como si juntos fuéramos uno. La compenetración más grande que he sentido en mi vida con nadie.

—Entonces ¿estáis saliendo? —preguntó Ana.

—No, creo que no vamos a volver a vernos en la vida —dijo ella con naturalidad—. Se va hoy a Barbados porque está haciendo unos reportajes fotográficos de peces.

Elvira había hecho el amor con un desconocido que se encontró en una playa desierta del Caribe. La imaginaba como una heroína de telefilm sentimental. Ana ya no era tan tradicional en su forma de pensar como hacía dos años pero aun así le sorprendía que su amiga, con sólo quince años, ya no fuera virgen y que lo hubiera hecho la primera vez con alguien con quien no tenía ninguna relación. Por otro lado le hubiera gustado ser ella. Pensaba que todo lo que le ocurría a Elvira tenía mucho más valor que lo que le pasaba a ella misma. Elvira era tímida, mágica, siempre misteriosa, mientras que ella sólo era simpática e inteligente, cualidades que no le parecían importantes.

*

Pasaron las Navidades y su amiga volvió del Caribe. Volvió cambiada. Elvira ahora era una mujer de mundo como las invitadas de su padre, como las amigas de Ibiza de los hermanos de Marisa pero con mucho dinero. Empezó a viajar a Nueva York y a Suiza, a salir con chicos en Madrid, a vestir como una modelo. Seguían viajando horas juntas en la ruta del autobús del colegio en las que Elvira le detallaba todos los pormenores de los besos que se daba con sus amantes; sus multiorgasmos, las largas noches que pasaba bailando en el Golden Village donde se había hecho muy amiga del DJ; enseñándole fotos en blanco y negro que le había hecho uno de sus amigos. Como si de un pacto no hablado se tratara las dos asumían que, aunque habían compartido todo durante años, Ana no daba la talla para entrar en ese nuevo mundo. Nunca le pidió a Elvira que la llevara con ella. En esa fiesta adolescente no había lugar para ella.

*

En el colegio la omnipotencia de las anfetaminas le jugaba malas pasadas, pero ella no se daba ni cuenta. Se sentía simpática, hablaba sin parar gozando de escucharse a sí misma y en esa verborrea no había tiempo para pensar antes de hablar o para algún tipo de censura conveniente. De esta manera se confesaba con compañeras, contaba todo lo que se le pasaba por la cabeza a sus profesoras pormenorizado hasta lo obsceno en una especie de delirio de grandeza en que pensaba que las había seducido y que había conseguido relacionarse con ellas de tú a tú y mentía sin parar y sin preocuparse de si las mentiras habían o no funcionado. A veces, al ver la cara de su interlocutora, de sorpresa divertida, pensaba hablo-muy-deprisa-me-estoy-volviendo-loca pero al instante entraba en otro pensamiento y discurso a muchas más revoluciones.

Su madre debía estar en la misma onda descabellada de pensamiento que Ana pero además para desfogar esos caballos desbocados sólo tenía a Obdulia, a Ana y a su padre cuando volvían del colegio y del ambulatorio respectivamente. Él en casa siempre estaba escuchando música clásica a todo volumen con unos grandes auriculares. Aislado. A veces también dirigía una orquesta imaginaria con una batuta en la mano, exorcizando con movimientos enérgicos de los brazos la tensión insoportable de convivir con una esposa y una hija adolescente siempre crispadas. Mendhelson, Bach y Beethoven conseguían que no fuera tan fácil para su madre hacerle entrar en el juego de las peleas, los líos y los laberintos.

*

Febrero de 1979, más o menos con quince años

—Vamos al barrio de Salamanca a ver escaparates —propuso la madre.

—¿Me vas a comprar algo?

—Ya veremos.

Cuando cogían un taxi y su madre daba la dirección al taxista o cuando se dirigía a un camarero, Ana sentía una incomodidad que era anticipo de la vergüenza que de mayor sentiría en presencia de ese tipo de personas que tratan mal a los que les sirven, que en el enunciado de lo que piden ya marcan las distancias y dejan claro el lugar del otro.

Caminar a lo largo de toda la calle Serrano. Asumir que lo que se veía en los escaparates, la ropa que se probaba y no le quedaba bien, el estilo de las otras, compuesto y universalmente elegante, era algo inalcanzable para ella la entristecía y ponía nerviosa. Por más que encontrara una prenda o dos de su talla que le gustaran, en ella resultaban como dos pinceladas correctas en un cuadro en el que la luz y el conjunto fueran feos. Entrar en los probadores, sudar, intentar caber en pantalones demasiado pequeños, soportar a la dependienta que entraba con sonrisa falsa ávida de vender en el probador cuando ella estaba intentando subirse la cremallera de un pantalón era una humillación. Incomodidad y más incomodidad. Sentirse bien vestida, guapa y cómoda era para ella una ecuación imposible. Nunca resultaba.

Salieron y el aire fresco en la cara alivió el agobio que Ana sentía. Fueron a una tienda de objetos de regalo y antigüedades en la calle Goya. El dependiente, sentado ante un escritorio que debía ser muy valioso, no se molestó ni en levantar la vista cuando las saludó. Ella, aunque había adelgazado con las anfetaminas, seguía sintiéndose una chica grandota, gorda y desgarbada. Su madre estaba anclada en los años sesenta, sombras azul turquesa en los ojos cuando ya nadie las llevaba y el pelo con las puntas para afuera.

La madre comenzó a revolotear por toda la tienda preguntando precios, comentando el tipo de madera de que estaba hecho uno u otro mueble, dejando claro que sabía reconocer un sofá isabelino y un chester, que conocía la porcelana de Limoges e incluso los muebles de la firma Knoll de la Bauhaus, hasta que consiguió que el hombre afectadamente disfrazado de inglés elegante, que no era un simple dependiente sino el dueño de la tienda, se levantara y se acercara para acompañarla en su recorrido fantástico de experta en antigüedades por todos los recovecos de la tienda. Su madre dejaba claro que sabía de lo que hablaba y que tenía o había tenido dinero suficiente para comprar muebles muy caros y estar en una tienda como esa. En situaciones como aquella se daba una pátina imaginaria de barniz cultural que la hacía sentirse brillante e importante. Si el amanerado anticuario se había hecho ilusiones de hacer una buena venta debieron desvanecerse cuando su madre paró en seco ante unas ranitas de porcelana del tamaño de una mano con la boca abierta.

—Estas ranas... ¿para qué son? —preguntó cogiendo una y acercándosela a los ojos.

—En realidad pertenecen a un juego de mesa pero quedan muy elegantes sueltas como objeto decorativo —contestó fastidiado y con sonrisa falsa.

—¿Y qué valen?

—Cuatromil pesetas las dos.

—Bien. Deme una tarjeta con la dirección de aquí.

—Aquí tiene, señora. —Le tendió una tarjeta mientras las acompañaba a la salida abriéndoles la puerta con mirada socarrona.

Fueron a merendar tortitas con nata a California 47, una cafetería que era una tradición y un must de la época. Aunque no habían comprado apenas nada para las cuatro horas que habían invertido en andar de tienda en tienda y de probador en probador la madre estaba radiante. Ana estaba cansada pero fue entrar en la cafetería y se sintió bien. Le gustaba el olor a bollería, sándwiches, la mantequilla derretida en las planchas, café, el ruido de las batidoras cromadas, las tartas expuestas en torres decorativas, los fruteros llenos de color... Aunque no tenía hambre se tomaría unas tortitas.

Ana pensaba en lo incómodo que había resultado el trato con el anticuario a pesar de lo correcto. Era como si aunque dijera cosas amables y respetuosas estuviera mandándolas a la mierda o riéndose de ellas por dentro. Como si su madre le leyera el pensamiento dijo:.

—Me encanta cómo habla la gente así de pija como el anticuario.

—¿Cómo hablan? —preguntó Ana irónica.

—Pues como pijo, no sé..., como lánguido, muy fino, bajito. —Su madre utilizaba pocas palabras para expresarse.

—Mamá, hablaba como hablan los homosexuales —dijo categórica. Era una manera de decirle «no te enteras de nada, no te has dado ni cuenta de que era homosexual». Tenía la costumbre de dar cortes a su madre y de hacerle ver que sus opiniones eran obviedades. Esta forma agresiva de contestar la había copiado de Elvira que, como tenía mucho más mundo que ella misma, siempre la dejaba en evidencia como si las cosas que Ana decía fueran perogrulladas.

*

La sensación de incomodidad estaba presente en su vida cada vez con más frecuencia. En casa no soportaba estar con sus padres después de la cena viendo la televisión. No había sido así antes: habían disfrutado viendo La casa de la pradera y Hombre rico, hombre pobre en familia, comentando las desgracias que les pasaban a los personajes, llorando juntos. Su padre, un hombre enérgico de dos metros de altura no pudo contener las lágrimas cuando Mary Ingalls se quedaba ciega. Ahora era distinto. Sus padres estaban enganchados a Curro Jiménez, una serie de bandoleros andaluces, y Ana estaba siempre encerrada en su habitación. Escribía en su diario compulsivamente textos torturados de adolescente enloquecida y acomplejada. Pasaba del complejo de superioridad y la fantasía sin límite sobre sí misma al hundimiento de la inferioridad. Todo tan rápido. Siempre como montando en una montaña rusa, arriba y abajo, que nunca se paraba porque ya no podía dormir. Cuando dejaba de escribir porque le dolía la mano ponía un disco, se tumbaba desnuda en el colchón que tenía en el suelo y apagaba las luces. Si no ponía el volumen de la música muy alto oía a través de la pared el ruido de la serie que sus padres veían en el salón. Los ruidos la alteraban, no la dejaban concentrarse. Los detestaba. Se tumbaba boca arriba y veía sus muslos tamizados por la luz de la calle que entraba por la ventana. En esa postura y con esa luz tenue sus piernas le parecían delgadas y bonitas. Empezaba a tocarse, a mojarse, a acariciarse. Apartaba el escaso pelo y localizaba el clítoris, cada vez más abultado. Lo acariciaba con la palma de la mano resbalando de arriba abajo y de lado a lado suave y luego fuerte, volvía a imitar los gemidos y el placer de las películas, cada vez más nerviosa y excitada y así pasaba largo rato, sudando, moviéndose, arqueando la espalda hasta que le escocía la vulva y tenía que parar, frustrada y nerviosa. El disco se había acabado y volvía a oír a través de la puerta el ruido crispante de la televisión.

«Debo de ser frígida.»

El libro de López Ibor que tenían sus padres en la biblioteca, Vida Sexual Sana, hablaba de la masturbación pero no explicaba cómo hacerlo. A ella el capítulo que más le interesó era el de «Aberraciones», como el doctor autor llamaba a la homosexualidad. Intentó dormir pero también sin éxito. Al cabo de un rato de dar vueltas en la cama volvió a levantarse.

Pasó por la sala de la tele camino de la cocina sin dirigir la palabra a sus padres. Él estaba sentado en su butaca y su madre, como siempre, tumbada en el sofá. En el sofá donde nunca quería besar a su hija porque decía debo de tener algún trauma, no me gusta nada que me den besos. Ya eran las doce y media de la noche. Odió las zapatillas de andar por casa que llevaba su madre y la forma en que reposaba piernas y pies sobre el sofá, unas elegantes zapatillas de piel color rosa pastel. No sabía por qué detestaba tanto aquellas zapatillas. Para su madre tenían que ser esas zapatillas y no otras. No se dijeron nada, su padre intentó hacer contacto con los ojos de Ana pidiéndole permiso para entrar en su mundo, anhelando ser reconocido y existir, pero ella apartó la vista y entró en la cocina con cara de fastidio. A pesar de que habían cenado hacía tres horas Ana tenía necesidad de comer algo. Pensó en un plátano, un quesito, galletas María y se decidió por un plato de lentejas con arroz. «Rompo el régimen porque no puedo más. Mañana lo empiezo», se dijo mientras engullía, a disgusto, las legumbres.

De vuelta en su habitación intentó una vez más dormir y no pudo. Se autocompadeció de todo, hasta de lo gastado que estaba el parqué de su cuarto. Se pasó una hora en el cuarto de baño sacándose espinillas y depilándose el entrecejo y luego se dio un baño y volvió a intentar hacerse una paja en el agua hasta que se quedó helada. Era frígida. No podía ser otra cosa. Frígida, tonta y gorda. Estaba amaneciendo.

*

Covadonga de la Esperanza, una compañera de colegio, hacía una fiesta en su casa. La primera fiesta por la noche a la que Ana iba a ir. Estaba entusiasmada hasta que a su madre, en un esfuerzo desesperado por ser parte del espejismo de una alta sociedad que habría visto o leído en algún lado, se le ocurrió que debía ir acompañada de un primo suyo ocho años mayor que ella, o sea, un viejo a los ojos de Ana, para estar controlada y no parecer una golfa.

—¿Pero cómo voy a ir con mi primo José María si es mucho mayor que todos los demás? —preguntó airada—. Me da vergüenza, no pinta nada.

—Vas con tu primo José María y si no no vas —dijo su madre con un tono vacuo pero a la vez inflexible—, lo que tú prefieras.

—Es absurdo, no hay ninguna necesidad de que tenga que ir acompañada de un primo ocho años mayor que yo y al que casi no conozco —estaba rabiosa—, voy a hacer el ridículo.

—Ha sido idea de tu padre. Tienes que ir con José María porque una niña de quince años no puede andar sola de noche por las calles. —Siempre hablaba por boca del padre de manera tan convincente que Ana nunca ponía en duda nada de lo que le transmitía.

Entró en su habitación dando un portazo y apretando los dientes. Se sentía impotente. Veía a sus padres completamente fuera de la realidad. Era imposible hacerlos entrar en razón. El primo en cuestión, hijo del hermano mayor del padre de Ana, había heredado de su padre el título de vizconde de Casa Cervera. Un título nobiliario del que la familia estaba muy orgullosa pero que a Ana la manera en que tenían de llevarlo le daba más vergüenza que otra cosa y sin saber muy bien porqué evitaba que el tema se supiera. Además no sentía que el estilo de su familia se correspondiera con el de los nobles de los castillos o con el de algunas familias de su colegio. Su madre, tan orgullosa de pertenecer aunque sólo fuera de refilón a la nobleza, desde pequeña le había dicho que su nombre era Ana de Cervera y así la enseñó a firmar, motivo de no poco cachondeo entre sus compañeras de colegio que le decían bromas del tipo «pues si tú eres Ana de Cervera yo soy Cristina de López, jajaja, marquesa del zapato». Por otro lado también era muy posible que su madre hubiera hablado con la madre de Covadonga y que esta le hubiera sugerido que invitara al vizconde precisamente por ser vizconde medio en broma medio en serio. La aristocracia, por absurdo que pueda parecer, despierta pasiones, tiene grandes admiradores o detractores implacables, no hay término medio. Eso lo intuía Ana muy bien y también que lo más probable era que a esa señora se le cayera la baba con todo eso y no descartara la posibilidad de emparejar a una de sus cinco hijas con un noble.

Cuando llegó el día de la fiesta Ana estaba ya mentalizada de que tenía que ir con su primo. Tenía una idea preconcebida de él, demasiado pijo, demasiado mayor, demasiado convencional. A pesar de que él era joven y de que no vestía ni se comportaba de manera muy diferente a los hermanos de sus amigas cuando estaban juntos Ana percibía algo rancio, serio y gris. Él tampoco debía sentirse muy cómodo con lo forzado de la situación. Llegó a recoger a Ana a su casa y saludó a sus padres, «lo de las recogidas en casa les entusiasma, como si fuera garantía de algo», pensaba Ana.

En el coche le dejó claro a su primo que iba con él a la fiesta por obligación.

—Aunque vayamos juntos no tenemos que estar toda la fiesta pegados el uno al otro —y por si no le había quedado claro—, es que mis padres tienen una forma muy anticuada de pensar y yo creo que en el fondo les encantaría que tú y yo nos enrolláramos aunque seamos primos hermanos. —Era una manera de decirle, por si tenía dudas, que eso nunca iba a ocurrir.

Estaba tan preocupada con el tema de la fiesta que en ningún momento pensó en los sentimientos de él. No había dicho nada y ella, embalada como era su natural de aquella época, ni le veía. Sus padres también habían contribuido a esa no imagen que ella tenía de él, por un lado le estaban utilizando para acompañante vizconde de fiesta y por el otro le consideraban poca cosa, se burlaban de sus granos y no terminaban de tomarlo en serio.

Era una fiesta pequeña, de no más de cuarenta personas. En realidad era una cena en la que todos estaban de pie alrededor de una mesa rectangular enorme. Había gente joven de diferentes edades pues también estaban los hermanos mayores de Covadonga. Ana se sentía alta, rubia y sexy. Se había vestido con un pantalón pitillo de pana blanca y una especie de kimono negro —kimono de estar por casa— con letras japonesas que se había comprado en Brighton cuando fue al colegio de Inglaterra. El batín le tapaba el culo y como se había puesto unos zapatos de tacones muy altos en conjunto resultaba estilizada. A pesar de que el modelo era un disparate no desentonaba demasiado entre la ropa que llevaban las demás. Se pasó toda la fiesta evitando a su primo que tampoco hizo esfuerzo por estar a su lado. Al poco rato se puso a hablar con ella Carlos Pérez de Solano, un chico de más de veinte años, rubio y alto vestido con un blazer azul marino y pantalones beige. Todo lo contrario de Nacho, el hermano de Ibiza de su amiga Marisa que siempre iba en vaqueros, y del otro Nacho, el que la intentó besar, que también era pijo pero no tan evidente. Carlos le hablaba acercándose a su boca como si se la fuera a comer. Ana no se podía creer que el guapo de la fiesta estuviera haciéndole caso a ella. Debía de ser amigo de los hermanos de Covadonga. Era él el que llevaba la voz cantante de la conversación, en realidad —«por suerte porque no sabría de qué hablarle», pensaba ella— no la dejaba hablar ni tampoco él hablaba de nada en concreto, estaba acelerado y todo el rato le ofrecía un canapé de foie, un rollito de salmón con huevo hilado... todo a gran velocidad y siempre con un brazo pasado por su cintura. Ana recordaba los consejos de su madre, a los hombres hay que escucharles y hacerles creer que te interesa muchísimo lo que están hablando, que una comparte las cosas que a él le gustan. Aunque fuera una tontería y Ana lo sabía, ahí se encontraba metiendo una cuña de vez en cuando para que Carlos pensase que le interesaba muchísimo el polo, Sotogrande y la carrera mezcla de abogado y de economista que él estaba estudiando en el CEU.

—Tiene que ser apasionante montar a caballo a tanta velocidad por un campo de césped tan grande. —Tonterías así se veía obligada a decir acallando el resto del tiempo su verborrea anfetamínica. El sacrificio de su locuacidad estaba justificado si era para complacer al macho. Todo estaba justificado por el macho, incluso ignorar al resto de la fiesta y ponerse en evidencia. Algo de lo que ella no se daba cuenta.

—¿Qué te parece si dejamos este rollazo de fiesta y nos vamos tú y yo a la bolera? —propuso él apretándola con el brazo que tenía en su cintura y acercándola contra su pecho.

—Vale, por mí encantada —dijo, con una mano lánguida sobre su hombro.

Habló con su primo y le dijo que ella se iba por su cuenta y que no se le ocurriera decir nada a sus padres. Se fueron sin despedirse de nadie. Llegaron a un coche aparcado en la calle Jorge Juan y él le abrió la puerta. Ella se sentó y no sabía qué hacer, si cerrar la puerta ella misma o esperar a que él la cerrase desde fuera. Esperó como pensó que haría su madre. Sentada a su lado se sentía crecida, independiente y feliz. En su fantasía era como si Carlos Pérez de Solano y ella ya fueran pareja.

La bolera estaba en el primer nivel de AZCA, el proyecto de barrio, aunque nunca tuvo nada de barrio, financiero de Madrid que acaba de ser construido. Ana y su padre, por la cercanía del complejo con la plaza de Cuzco donde vivían, solían ir a pasear por esa zona tan moderna y distinta y ella conocía bastante bien todos los recovecos de los subterráneos y escaleras interiores. Paseando y conversando con su padre se sentía muy a gusto. Él también. El edificio del Bilbao resaltaba altísimo al lado del de El Corte Inglés entre arbolitos pequeños recién plantados y mucho granito y cemento. La bolera era un lugar grande y destartalado, con luces de neón feas, ruido y eco. En cierto sentido le recordó a las zonas anejas a la pista de patinaje sobre hielo. Olía mal. Les hicieron calzarse unas zapatillas especiales para no rayar el suelo que era de madera barnizada. Estaban usadas y muy viejas, como también pasaba con los patines de alquiler y los guantes de la pista de hielo del Real Madrid. Ana nunca había estado en una bolera. Se instalaron en los asientos que había en la antepista, una zona para dejar zapatos, bolsas y ropa y Carlos le enseñó cómo funcionaba el asunto. De un expendedor de bolas salían estas que tenían diferentes pesos pero mismo tamaño. Había que meter los dedos por unos agujeros para sujetarlas y lanzarlas. Ana no encontró excesivamente divertido el asunto de tirar la bola por la calle sin que se fuera por los laterales y acertara en medio de la formación de bolos. Carlos aprovechaba para pasarle el brazo por la espalda y pegarse mucho a Ana al enseñarle unos pasitos que había que hacer iniciando una carrerita antes de soltar la bola.

Terminaron la segunda partida y salieron a la calle. Caminaron un poco por los recovecos de la primera planta hasta que desembocaron en una zona más abierta que estaba también bastante oscura salvo por la luz amarilla que llegaba de las farolas de la planta a pie de calle y una luna enorme que se veía por el este. Desde donde estaban había una vista muy bonita sobre la avenida del Generalísimo, los Nuevos Ministerios y la calle de Joaquín Costa.

Él la fue arrinconando hasta dejar su espalda contra la pared de un edificio, entonces acercó mucho su cara a la suya y le apartó el pelo. La besó. Ana pensó «un beso con lengua» mientras él abría sus labios con los suyos empujando con su lengua, «beso con lengua» mientras notaba que la saliva de los dos estaba fría y resbalosa. No se lo había imaginado así.

Estuvieron besándose mucho rato hasta que tuvieron frío. A Ana le dolían los labios pero podría haber seguido así toda la noche. Caminaban hacia el coche y Ana iba pensando en cómo algo aparentemente tan asqueroso como el intercambio de lenguas mojadas podía ser un viaje apasionante al país del otro, descubrir su paladar, su temperatura, su textura, su movimiento. Cogieron el coche que estaba aparcado en Raimundo Fernández Villaverde y entraron por un subterráneo de AZCA desde el que salieron al paseo de la Habana. Allí aparcaron en la puerta de un bar que se llamaba Stars.

—¿Qué te apetece tomar? —preguntó él apoyando un codo sobre la barra.

—No sé. —Le daba vergüenza pedir un San Francisco como había hecho las tres veces que había ido a Tartufo.

—¿Un Drambuy?

—¿Qué es eso?

—Es licor de whisky, ya verás, te va a encantar.

Pidió dos Drambuy con hielo dirigiéndose al camarero con un tono cantarín y familiar. La barra era de madera con adornos de latón brillante, estaba decorada con los utensilios de hacer coctels, jarritas de cristal, un cuenco grande cromado lleno de limones, cucharitas plateadas y vasos de distintos tamaños. La pared del fondo de la barra estaba cubierta de cientos de botellas de distintos colores bajo una iluminación suave que producía un efecto íntimo. Él acercó un taburete alto de cuero para Ana y se pegó a ella metiéndose entre sus piernas para seguir besándola. El primer sorbo de Drambuy le pareció muy amargo, no así los besos que con el sabor del alcohol y el frescor del hielo le resultaban perfectos. Se esforzaba por beber y superar el sabor desagradable y al cabo de varios sorbos apenas lo notaba. Estaba empezando a gustarle, a saberle dulce y le entraba con facilidad.

—¿Me pides otra? —le dijo a Carlos entre beso y beso.

—Nos pones dos más cuando puedas... —dijo al camarero apurando su propia copa que todavía tenía por la mitad—. A ver si se te va a subir a la cabeza, Ana.

Ella no sabía si era el alcohol lo que le estaba subiendo o la situación, vio la imagen de ellos dos reflejada entre las botellas en el espejo del fondo de la barra, era como si estuvieran completamente solos entre el humo y los destellos de la luz sobre el cristal. Se vio muy guapa, con estilo por fin, no parecía ella misma. Por primera vez se gustaba sin reservas. Dejaba caer su peso sobre él y cerrando los ojos ofrecía su boca para seguir besando. Besos largos que respirando por la nariz podían no terminar nunca.

Se encontró apoyada en el capó del coche. Había pasado un tiempo entre el bar y la calle que ella no recordaba. Notaba la brisa fría de la noche en la cara que le despejaba la cabeza. Carlos estaba a su lado fumándose un cigarrillo.

—Te llevo a casa que es tardísimo —dijo moviéndose y entrando en el coche. Le abrió la puerta desde dentro y Ana entró dándose un golpe en la cabeza. Él no se dio cuenta.

—¿Vamos a volver a vernos? —preguntó Ana apoyándose sobre su hombre.

—Claro que sí. Dame tu número de teléfono.

Cuando llegaron a la casa de Ana él aparcó el coche y la acompañó a la puerta. El edificio era del arquitecto Lamela que sería uno de los referentes de la arquitectura moderna mundial. Eran dos bloques iguales de terrazas de gresite alternando el blanco y el negro y una zona central retranqueada hacia dentro. En la entrada había dos escaleras majestuosas a cada lado que conducían a los portales. Había que subir muchos peldaños hasta llegar a las puertas de entrada. Carlos la acompañó hasta arriba, se acercó a ella y empezó a besarla antes de que entrara. Empezó a tocarle el pecho por encima del kimono japonés y ella pensó en su madre, en lo iluminado que estaba el portal y en cómo la podía ver cualquier vecino. No le salía la voz para decirle que parase. Respiraba profundamente. Él paró en seco y le dio un beso de despedida. Ana subió a casa.

En el cuarto de baño se miró en el espejo. Tenía el rímel corrido y los labios hinchados, estaba despeinada. Entornó los ojos y puso una boca de «puchero». Todavía tenía sensaciones en el pecho. A pesar de lo feliz que se sentía tenía ganas de llorar. Vomitó.

*

Domingo 7 de febrero

Llegó el día del cuarenta y dos cumpleaños de su madre. Ana la veía como a una vieja. Su padre y ella habían ido la víspera, sábado, al anticuario de la calle Goya a comprar una ranita de porcelana para regalársela entre los dos. Ana le había dicho a su padre que era algo que su madre segurísimo que quería pues había captado perfectamente el mensaje de ella. Fueron en el Carman Guía, un coche de la marca Volkswagen que su padre había comprado de segunda mano. Él estaba muy orgulloso de su diseño deportivo, era un cupé dos plazas, y de la tecnología alemana —todo lo alemán era garantía de calidad—. De camino pararon a desayunar en VIPS, un establecimiento que habían abierto en el Parque de las Naciones donde se podía desayunar estilo americano huevos con bacon y patatas fritas, y que además de cafetería era tienda. Era la única tienda de Madrid que abría los domingos y que cerraba de madrugada.

Su padre desayunaba siempre en el salón y Ana en la cocina. A su madre Obdulia le llevaba el desayuno a la cama. El servicio sólo libraba los jueves y domingos por la tarde. Decidieron ir al dormitorio a cantarle el «Cumpleaños feliz» y darle su regalo. Su madre sonreía mientras terminaba el desayuno escuchando la canción que en el intento de hacer dos voces cantaban Ana y su padre.

—Es de los dos —dijo acercándole el paquete—, seguro que ya sabes lo que es.

—No tengo ni la más remota idea —dijo ella mientras lo palpaba para adivinar qué podía ser. Padre e hija estaban sentados al borde de la cama ya duchados y vestidos.

—¡Una ranita de las del anticuario! —exclamó con una alegría que sonaba falsa.

—Sabía que te iba a encantar porque me lo habías dicho el día que fuimos de tiendas.

La madre apartó la bandeja del desayuno, se levantó y rana en mano se dirigieron los tres a la sala de la tele donde cada uno se instaló en su sitio, Ana en una silla de la mesa, su padre en su butaca cerca del equipo de música y el Hilo Musical y su madre tumbada en el sofá.

—No sabía que se podía comprar una ranita sola —dijo ella con un ligero retintín—, cuando nos las enseñó el anticuario pensé que sólo se podía comprar la pareja...

El padre callaba con cara de mala leche.

—... pero ¿pedisteis ex profeso que os vendieran una sola o se venden sueltas?

Él se levantó de golpe, cogió la ranita y la lanzó con fuerza contra la librería haciendo grandes aspavientos con los brazos, como si fuera un drive de tenis. A pesar del ruido que hizo la rana al chocar contra la madera rebotó y cayó en el suelo encima de una alfombra sin romperse. A Ana, como siempre que su padre tenía un pronto de esos o se ponía a gritar, le entraron ganas de llorar. Una especie de ahogo en la garganta y piel de gallina. No se atrevía a abrir la boca. Casi no podía respirar.

Give me two, give me two! —gritaba su padre colérico y burlesco haciendo alusión a la gente que viajaba al extranjero y se traía dos artículos de todo, fueran botes de aspirina, ropa o cualquier cosa que no hubiera en España—. Para ti todo es poco, nunca estás contenta con nada.

—Pero Javier... —dijo su madre sollozando y con lágrimas en los ojos—. ¿Qué he dicho?, si me encanta el regalo.

Él cruzó el salón y se fue a la calle dando un portazo que retumbó en las paredes.

*

La madre se tiró toda la mañana llorando en la cama. A Ana le daba pena y estaba sentada a su lado. Era muy propensa a solidarizarse con todo el mundo, tenía un carácter muy empático. Así, si hubiera estado con su padre y este le hubiera dicho que su madre era una aguafiestas ella le hubiera dado la razón convencida.

—Este hombre... ¿Tú te crees que se puede poner alguien así, como un energúmeno, sólo porque he preguntado si no había más ranitas?

—Papá cuando se enfada se pone medio loco.

—La primera vez que me lo hizo me quedé de piedra —seguía hablando entre suspiros—, estábamos en la luna de miel en Barcelona y entramos en una tienda. Al salir, como tu padre es muy alto, se dio un golpe en la frente contra el dintel de la puerta y no veas cómo se puso. Poco menos que me echaba a mí la culpa. Yo no le había visto nunca así de loco. —En tono de confidencia—: Me asusté y todo.

—Yo no soporto cuando se pone a gritar así —contestó Ana.

—Está trastornado —dijo la madre—, igual todo esto es por la diabetes y porque se automedica y no lo sabe hacer.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Ana—, si es médico sabrá cómo tratar su enfermedad.

—Ja, me río yo. —Tono cínico—: Si cada vez que va al médico de la diabetes le echan la bronca. Hace lo que le da la gana con la insulina y claro, le afecta al carácter, no hay más que ver cómo se pone.

—Pero papá no dice a nadie que es diabético, lo lleva en secreto, ¿no?

—Lo lleva en secreto porque le da vergüenza. Él sabe muy bien por qué.

—¿Por qué? —Ana no entendía nada—. ¿Qué tiene la diabetes para avergonzarse?

—No me hagas hablar —dijo la madre—, no me hagas hablar que nadie sabe por lo que yo tengo que pasar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Ana.

—No, Ana, no te lo puedo decir.

—Pero mamá, dímelo, que soy mayor y puedes confiar en mí, no se lo diré absolutamente a nadie —como si fueran dos amigas.

—Que no me tires de la lengua.

—Venga, mamá, dímelo que si no voy a pensar que es una cosa peor de lo que es.

—Tu padre es impotente —dijo categórica y se quedó mirando a su hija con los ojos muy abiertos esperando a ver el efecto que le había causado semejante revelación.

—Pero cómo va a ser impotente si yo existo. —No entendía nada.

—Unas cuantas veces y para de contar. —Tono de desprecio—: No se acuesta conmigo.

—Pero ¿por qué? —pensando «a ver si se acuesta con Lolita la enfermera y la pobre mamá se cree que es impotente».

—Pues porque no puede, hija, porque no puede y porque no le da la gana. —Le contó que a los diabéticos se les podían quitar las ganas de sexo, libido dijo, pero que había unas inyecciones para eso y que su padre no había querido ponérselas porque podían dar cáncer.

—¿Pero si no le gusta el sexo por qué colecciona todos los números de la revista Interviú con tías en pelotas.

—Pues porque es un cerdo, por eso.

—¿Pero a ti por qué te molesta tanto no acostarte con él? —Ana no se había imaginado que fuera tan importante. Además su madre no aguantaba ni que le dieran un beso.

—Porque en eso es en lo que consiste el matrimonio. Es una humillación para cualquier mujer no sentirse deseada, noche tras noche, día tras día. Da igual que te pongas guapa o que estés a plan toda la vida. Pero de esto a tu padre, nada. —Pareció tomar conciencia de lo grave de las confidencias—: Tu padre es capaz de matarme si se entera de que te lo he contado.

A Ana no le pareció tan importante, de hecho pensaba que después de tantos años de matrimonio la gente no se acostaba. Muchos padres de sus amigas dormían en cuartos separados. Sin embargo a partir de ese momento le costaba no pensar en su padre como «un mierda» sin saber muy bien lo que ello significaba. Hacía poco había leído Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela. A un personaje de Guadalajara le apodaban «el mierda». Empezó a llamarle en broma «el mierda de Guadalajara», le sonaba bien, hasta que a la tercera vez le dijo sin enfadarse deja de llamarme «el mierda de Guadalajara», tu padre ni es de Guadalajara ni es un mierda.

*

Tanto a ella como a Elvira les encantaba sentirse muy inteligentes, superiores a las demás. Al principio del BUP estudiaban y se proponían sacar muy buenas notas, se disgustaban si en vez de sobresalientes sacaban notables. Según pasaba el tiempo aprendían trucos para no estudiar apenas y aprobar. Elvira llegó incluso a hacer un comentario de texto sin leerse el libro, o al menos eso es lo que ella decía, que la profesora la había aprobado pero le había dicho creo que lo has hecho sin leerte el libro. Sacar buenas notas sin esfuerzo era lo normal. A ellas dos les gustaba salirse de la normalidad, ser distintas, privilegiadas. Elvira llevaba el uniforme, porque era obligatorio, pero lo hacía de manera que parecía que iba vestida de calle. Se ponía medias diferentes, un pañuelo en el cuello, katiuskas raras que se había comprado en Nueva York cuando llovía, una rebeca azul marino cortita de cachemira y no la del uniforme que llevaban las demás.

Ana hizo un examen sobre Emilio, o de la educación, un tratado filosófico sobre la naturaleza del hombre escrito por Jean-Jacques Rousseau en 1762, colocadísima de anfetaminas. Había estado toda la noche despierta intentando leerse el libro y el texto sobre el que tenían que estudiar y que daba las claves para entenderlo. Estuvo en vela haciendo digresiones mentales y cuando había terminado el libro a base de saltarse páginas ya era de día. Sólo había tenido tiempo de abrir el libro de Rousseau, el libro de texto del colegio ni lo tocó. A la hora de interpretar el Emilio durante el examen no tuvo en cuenta el contexto político y filosófico de la época de la Revolución francesa pues lo ignoraba. Tampoco había asimilado nada de lo que planteaba Rousseau pero le sonaba algo como que el hombre por naturaleza es bueno. Al principio no sabía qué poner para rellenar los folios pero al cabo de un rato con la mente en blanco sintió cómo le venía la inspiración. Comenzó a escribir de manera frenética. Recordando que el texto de Rousseau era de corte liberal se sintió animada a escribir su propio tratado sobre la educación en el siglo XX y en el Colegio Santa Marta del Camino más concretamente.

«(...) creo que los horarios también deberían ser más flexibles porque luego en la vida, tanto si nos vamos a dedicar a los negocios o a la medicina, tendremos que saber administrar nuestro tiempo (...) a alumnas como yo, que ya tenemos quince años, deberían dejarnos salir del colegio en el recreo, para poder ir a un parque si así lo deseamos o para ir de tiendas incluso, que no tiene nada de malo (...) los sitios en la clase deberíamos poder elegirlos nosotras y en mi caso por ejemplo no tener que estar siempre sentada en primera fila para que me controlen las profesoras (...) las reuniones de profesores y padres de alumnas son una flagrante traición a la confidencialidad de los asuntos de las alumnas. Teniendo en cuenta, como dice Rousseau, que la alumna por naturaleza es buena, tanto padres como profesores deberían confiar más en ellas.»

Al término del examen se sentía satisfecha, «me ha quedado redondo, además, original, seguro que eso también se valora. La creatividad». Estaba, como tantas veces últimamente, orgullosa de sí misma y eufórica. Era mucho más lista que el resto. Tenía confianza y seguridad: «Todo había salido bien».

La profesora de literatura, Pepa, la misma Pepa a la que tanto había adorado sólo unos años antes y por la que había estado tan obsesionada, corrigió el examen simplemente escribiendo en rojo esto es un disparate. Desde que Ana había empezado a tomar anfetaminas y los hombres habían entrado en su vida Pepa había pasado a convertirse en un fastidio. A Ana ya le daba igual lo que dijera o que se enfadara con ella. Nada de lo que pensara le importaba y a la vez se sentía liberada viendo cómo Pepa seguía tratándola de forma especial pero incapaz de embrujarla como antes. Había dejado de quererla. Ya no podía hacerla sufrir.

Cuando el día 28 les dieron el sobre con las notas del mes se quedó petrificada. Había suspendido todo menos inglés y gimnasia. Todo eran deficientes y muy deficientes. Aunque no había estudiado no se esperaba unas calificaciones tan malas. A la derecha de la nota numérica había escritos breves comentarios que en su mayoría decían no se esfuerza, no tiene ningún interés, no ha estudiado nada. Se sintió muy triste y decepcionada pero le duró veinte minutos. Se dijo mañana empiezo y al rato estaba sentada en el autobús del colegio recreándose mentalmente en los besos de Carlos Pérez de Solano. Recordando una y otra vez cómo le había pasado la mano por las tetas y cómo se le habían puesto de duros los pezones. Cerraba los ojos para parecer dormida y que nadie la hablara y apretaba los muslos.

*

Covadonga y sus hermanos la invitaron a otra fiesta un miércoles por la noche pero sus padres, como castigo por las pésimas notas, le dijeron que no podía ir. Ella no podía creerlo. Carlos Pérez de Solano no la había llamado y habían pasado dos semanas. Esta era quizá la última oportunidad en la vida que tendría de verle.

—Pero ¿cómo podéis hacerme esto? —preguntó rabiosa y con lágrimas en los ojos—. Voy a ser la única de la clase, la única, que no va a ir.

—También debes ser la única que ha sacado unas notas tan malas —dijo su padre cortante.

—No tengo nueve años, tengo quince.

—Hasta que no seas mayor de edad aquí manda tu padre. —Dio un puñetazo sobre la mesa con la cara roja de rabia—: Necia.

Ana se levantó y fue a su cuarto dando un portazo. Estaba llorando de impotencia. «Son unos cerdos. Los odio. Se han propuesto arruinarme la vida.» Se tomó dos Minilips de golpe y puso un disco de los Beatles a todo volumen. Escribió en su diario:

«Por qué, por qué me han tocado a mí los padres más gilipollas de la creación. Los de Elvira la dejan salir cuando quiera, los de las gemelas García-Burgos lo mismo, y los míos, los míos sólo quieren arruinarme la vida. Son unos mediocres y lo que más odio es la mediocridad. Fascistas, eso es lo que son, unos fascistas. En esta casa no se puede vivir. Es peor que un cuartel. Os odio, os odio, os odio con toda mi alma, cerdos».

Cerró de golpe el diario y lo dejó encima del escritorio —sabía que sus padres tenían principios y no lo leerían—, cogió mil pesetas que tenía ahorradas de la paga semanal de quinientas y sin ponerse un abrigo ni nada cruzó el salón delante de sus padres casi sin poder respirar, abrió la puerta de la calle y salió corriendo escaleras abajo para no quedarse en el descansillo esperando el ascensor. Saltó a toda velocidad los peldaños negros y blancos de mármol de tres en tres y de cuatro en cuatro hasta que jadeando alcanzó el portal y salió a la calle sin atreverse a mirar si su padre había conseguido seguirla.

Julián, el portero, estaba regando.

—¿Adónde vas tan deprisa, Ana?

—Me he escapado de casa —gritó sin parar.

Bajó las escaleras exteriores del edificio y corrió avenida del Generalísimo abajo hasta alcanzar la altura del estadio Bernabeu. Cruzó a zancadas los diez carriles de la avenida y se metió en una cabina de teléfonos en la calle Concha Espina. Desde allí llamó a su amiga Patricia, a la que no conocía demasiado pero con la que se llevaba bien, una chica que vivía con su padre que estaba separado de su madre. Ana se había hecho una imagen libre y tolerante del padre aunque no lo conocía. Se sentía sola y desamparada y no sabía muy bien qué hacer. Elvira habría sido la amiga perfecta para darle cobijo y ánimo pero estaba en la Costa Azul donde su madre había ido a morir a un hotel de Cannes porque tenía leucemia. En vez de quedarse en Madrid con su marido y con su hija prefirió irse a Francia con una costurera que la cuidaba y su ex marido que vivía allí.

—¿Patricia? Soy Ana Cervera.

—Hola, Ana.

—Me he escapado de casa y no tengo donde ir. ¿Tú crees que puedo ir a dormir a tu casa?

—Joder, Ana —contestó—, pero a mi padre no le decimos que es porque te has escapado.

—Vale.

Cogió un taxi y fue a la calle Islas Filipinas donde vivían Patricia y su padre. Él no preguntó demasiado ni tampoco estuvo muy simpático. Debía de olerse algo. Ellas estuvieron intercambiando confidencias y leyendo poesías hasta las tres de la madrugada en que Patricia le dijo a Ana que ya no podía más y que quería dormir. Ana se acostó en una cama nido al lado de Patricia pero no conseguía dormir. No podía levantarse y encender la luz para leer porque la despertaría, así que se le hizo la noche muy larga sólo mordiéndose las uñas. Por más vueltas que daba en la cama cada vez estaba más nerviosa y desvelada. Pensaba qué hacer con su vida. Dónde podría ir para no tener que soportar a unos padres tan tiranos. Cuando parecía que se estaba quedando dormida una voz con sus propios pensamientos la despertaba. Tocaba con la yema de un dedo otro dedo con la uña roída y sentía los piquitos, como dientes de pescadilla, imperfectos y afilados. Volvía a mordérsela para dejarla lisa —aunque sólo conseguía eliminar más capas hasta dejarse el dedo en carne viva—. Seguía dándole vueltas a su situación sintiendo que no había ninguna salida. Imaginaba la culpa bien merecida que sentirían sus padres si se suicidara. Qué método utilizaría para quitarse la vida, «lo mejor son las pastillas pero no sé de dónde sacarlas; tirarme por la ventana, ni hablar». La última vez que miró el reloj eran las cinco de la mañana. Cuando a las siete sonó el despertador le pareció que acababa de quedarse dormida. No había descansado nada. Después de ducharse salieron a la calle. Patricia se iba al colegio pero Ana decidió no ir. No tenía el uniforme y además seguro que sus padres llamaban para localizarla.

Se sentó en un banco al sol en un parque pequeño que había frente a la casa de Patricia entre el Estadio Vallehermoso y una gran extensión de césped del Canal de Isabel II. No tenía nada para leer y se aburría. Estaba cansada y tenía ganas de dormir. Había olvidado en casa los Minilips y se sentía deprimida. Se tumbó en el banco pero le daba vergüenza y además tenía frío. Pasó una abuela con un niño en el cochecito y la miró. Ana sintió su mirada inquisidora. Parecía decir qué haces en la calle que no estás en el colegio. Le daba la sensación de que todo el mundo se daba cuenta de que se había escapado de casa. Bajó andando hasta la plaza de Cristo Rey y por una calle hasta el paseo de Rosales. Allí cogió el teleférico y llegó a la Casa de Campo. En la cafetería Somosierra se tomó un perrito caliente. Se quedó con ganas de más. Entre el taxi de la noche, el ticket de ida y vuelta del teleférico y el perrito caliente había gastado setecientas pesetas. Decidió no comprar ningún refresco y fue a beber agua de los lavabos al cuarto de baño. Salía calentorra. Buscó una zona entre los pinos donde no había nadie y se tumbó a intentar dormir.

A la una del mediodía estaba desolada. No le veía ningún sentido a su hazaña. Sin dinero, sin nada que hacer, sin un sitio donde ir y, sobre todo, sin los Minilips la vida era peor todavía que en su casa. Esperaría a las cinco de la tarde en que su padre salía a hacer visitas a domicilio y volvería.

*

Sus padres no la regañaron ni le dijeron nada salvo que a partir del lunes la meterían interna en el colegio.

—Imposible —les dijo Ana aterrorizada ante la idea de estar encarcelada—, no tenéis dinero para pagarlo y además el internado sólo es para niñas de provincias o del extranjero.

—Eso es lo que tú dices, que es muy caro, pero hemos hablado con la directora y no lo es —su padre hablaba con mucha frialdad—, y dado que tu madre y yo somos tan malos la única solución es que no vivas con nosotros.

La discusión se lió cada vez más, reproches, gritos, los «necia y cretina» tan habituales en el lenguaje de su padre hasta que Ana no pudo más y enfurecida corrió a encerrarse en su cuarto al grito de yo no elegí nacer.

«Encima Elvira, que es la única que me comprende, no llega a Madrid hasta mañana.»

Decidió escribirle una carta que le daría el día siguiente, al menos así se desahogaría. En ella le anunciaba el horror de la noticia del internado y se lamentaba de tener unos padres tan incomprensivos que no la dejaban salir como a las otras niñas de su clase. De su madre decía que la miraba con cara de víctima, de pescado sin aire, y que no paraba hasta que conseguía sacarla de quicio con las cosas que le decía. Eran tan desconfiados que no le querían dar ni llaves del portal ni de la casa —había conseguido que el portero le diera un juego en secreto—. Apenas le daban dinero para comprarse ropa, no la querían. Estaban haciendo con ella lo mismo que habían hecho con su abuela y con su tía. A su abuela materna, Mamalola la llamaban, como era maníaco-depresiva y decían que se gastaba todo el dinero en compras y fiestas —el dinero que ellos pretendían heredar—, la encerraron en una residencia para locos en Madrid donde pasó aburrida y alelada por la medicación el resto de sus días, y a su tía, la hermana de su madre, que también se deprimió y pasó por una etapa de absoluta dejadez y con razón porque su marido la había abandonado y se había ido a vivir con otra en el mismo edificio, también la metieron en una residencia psiquiátrica en Asturias sin molestarse ninguno de sus dos hermanos en ir a ver cómo estaba y cómo era el lugar. A la semana de estar encerrada se había tirado por la ventana. La dirección de la residencia estaba perpleja porque dijeron, lo dijo la dirección de la residencia o al menos eso le dijeron a Ana, que no se lo habían esperado ya que había estado jugando al tenis el mismo día del suceso por la mañana. Al entierro y al funeral sí que fueron todos. Años después su madre le contaría a Ana que prefirieron no decirle a su abuela que su propia hija había muerto para que no sufriera. No sólo le ocultaron que se había suicidado, ni siquiera le dijeron que ya no existía. Porque podían haberle dicho que había muerto de accidente. De esa manera la madre de su tía y de su madre, su abuela, murió pensando que su hija se había vuelto muy despegada y nunca la llamaba ni la iba a ver. Recordó porque se lo habían contado, con rabia y asco, que cuando una perrita que tenía su madre desde hacía dieciséis años se hizo demasiado vieja y empezó a mearse encima también se la quitaron de en medio mandándola a una perrera. Por suerte ella era demasiado pequeña y no se enteró. Su madre decía que la habían mandado a una casa con una familia para que la cuidaran y que ella llamaba por teléfono para ver qué tal estaba, que le daba muchísima pena. Ana escribió: «Me ha llegado a mí la hora. Se van a deshacer de mí». Llenó cinco folios con cosas por el estilo. Para despedirse escribió cien veces I love you I love you I love you.

Le parecía espantoso no poder ir a casa de Elvira por las tardes después de la ruta del autobús del colegio a intercambiar confidencias y estar juntas en una casa normal sin unos padres que te hacían la vida imposible.

Pasó el fin de semana prácticamente en casa de Elvira lamentándose de su futuro inmediato. Ella, mientras oía de fondo una y otra vez el discurso rayado de Ana lamiéndose las heridas, no hacía más que probarse ropa que dejaba tirada en el suelo en un montón enorme que luego recogía, doblaba y ordenaba el servicio. Le seguía la corriente sin prestar mucha atención y sin esforzarse demasiado por contestar. Ana estaba tan obnubilada con su desgracia que no esperaba respuesta de Elvira. Se sentía tan bien con ella. Le fascinaban su mundo, su ropa, sus cremas, sus libros, hasta su olor, limpio pero espeso. Estaba todo el año viajando en avión de un país a otro como si fuera algo normal y se limpiaba los zapatos con crema hidratante de marca, Chanel. Llevaba una vida grandiosa sin darle ninguna importancia. Cuando el padre de Elvira, que nunca estaba pero casualmente esos días sí, supo que a Ana la metían interna no lo encontró tan dramático y le dijo que era una oportunidad muy buena para estudiar, prepararse bien y adelgazar. «A este hombre una mujer que no esté delgada le parece peor que una leprosa.» Se sentía incomprendida por todos.

*

Los primeros días de internado no fueron malos, todo lo contrario, a Ana le resultaron de lo más estimulante. Las habitaciones de las internas y un saloncito donde jugaban a las cartas y veían la tele estaban en uno de los edificios del colegio, que en realidad eran chalés grandes, mansiones de la colonia de Puerta de Hierro de los años cuarenta recicladas en colegio. El lugar era bonito y luminoso, por las ventanas se veía la puesta de sol en el campo del Pardo. Compartía habitación con cuatro compañeras: María Martínez Longoria —estaba como loca de contenta porque era una de las pocas personas que la fascinaban casi tanto como la propia Elvira—, Esmeralda Fernández, de Linares, Marta Gutiérrez, de Talavera de la Reina y Vicky Ridruejo, una filipina de la alta sociedad de Manila. Sus padres la habían metido ahí como castigo y de momento lo estaba pasando bien. Había salido ganando con el cambio, en casa de sus padres se sentía muy sola, la comunicación no existía, sin embargo aquí tenía la compañía de chicas de su edad. Además de las cuatro de su cuarto había otras veinticinco alumnas de distintas edades y una profesora que hacía las veces de jefa del internado. A Elvira en los últimos tiempos apenas la veía fuera del colegio porque salía por las noches con sus amigos. Aprovechaba los recreos para estar con ella. En el colegio también vivían mujeres del servicio, limpiadoras y cocineras y tres o cuatro policías que pasaban la noche en unas sillas en la portería y daban vueltas por el jardín. No hay que olvidar que aunque las Infantas en el colegio pasaban razonablemente desapercibidas, son unas niñas más, decía la directora, ahí estaban. Eran la única presencia masculina del colegio, unos policías que no tenían pinta de policías, que parecían más bien chicos normales vestidos de sport. Los debían elegir un poco pijos para que no desentonasen. Las internas mayores, o sea las del cuarto de Ana, se divertían levantándose las faldas y enseñándoles los muslos cuando pasaban y ellas estaban tomando el sol sentadas en el suelo del jardín con los calcetines altos de lana azul bajados hasta los tobillos y las piernas embadurnadas de crema bronceadora Eutra. Intercambiaban unas palabras con ellas y seguían su ronda. Ya no se sentía desgraciada ni se comía el coco. Estaba adaptándose a toda velocidad a su nueva vida en comunidad, buscando un lugar, un buen lugar en el grupo. Ella era muy divertida y rápido consiguió hacerse uña y carne con María Martínez Longoria a la que también gustaba todo lo disparatado. Luego fueron Esmeralda, la de Linares y finalmente Vicky, la filipina, las que quisieron también hacerse muy amigas de Ana. María seguía tomando un Minilip todos los días y al poco Ana se dio cuenta, pues ella no lo ocultaba, de que Esmeralda también las tomaba. Las dos tenían tipo de modelos. Debía de ser algo de constitución o metabolismo pues Ana, por más anfetaminas que tomaba, estaba normal tirando a flaca, nunca flaca.

—En Linares las venden sin receta —le explicó Esmeralda con la sonrisa en los labios—, sobre todo a mi familia que ya nos conocen.

El padre era una especie de cacique que dirigía la fábrica de Land Rover Santana de la que vivía prácticamente toda la ciudad de Linares. «Genial. El tema de las anfetaminas ya está solucionado.» Le aterraba pensar en quedar desabastecida.

Era manipuladora, o estaba aprendiendo a serlo y no se le daba nada mal. Así en Semana Santa consiguió que Esmeralda la invitase a pasar unos días a Linares y a Fuengirola y volvió morenísima y con todo un cargamento de pastillas.

Lo peor eran los fines de semana. Otra vez la soledad absoluta. La directora le planteó que fuera a casa de sus padres los sábados y domingos como las otras chicas hacían con familiares o conocidos de sus familias que tenían en Madrid. Ana se negó. No estaba dispuesta a estar allí los fines de semana como si no hubiera pasado nada, pues para ella lo del internado había sido la gran traición, como si sus padres la hubieran repudiado, como si la hubieran echado de su propia familia. Además, en casa de sus padres lo pasaba mal. Las discusiones continuas con su madre del estilo de yo no he dicho que... yo no he dicho que tú hayas dicho que... yo no he dicho que tú hayas dicho que yo he dicho... por cualquier trivialidad eran aniquiladoras. Necesitaba descansar de una convivencia en perpetuo estado de enfado. La directora aceptó que se quedara los fines de semana en el colegio pues técnicamente no se cerraba ya que estaba el personal que dormía allí. El problema es que la soledad en un lugar pensado para más de quinientas niñas era insoportable. El tiempo se le hacía eterno por más que paseaba por las instalaciones deportivas, los jardines, por más que leyera o escuchara Radio 3, una emisora muy enrollada que le había descubierto Elvira. Sólo muy rara vez se cruzaba con alguna cocinera que se marchaba a la calle arreglada y contenta o con la jefa del internado que aparecía en su habitación para ver cómo estaba. Casi siempre la encontraba tumbada en la cama comiéndose el coco. Comía y cenaba sola en el colegio fantasma.

*

María Martínez Longoria también había hecho el amor, como Elvira, ya no era virgen, y casi seguro que Vicky tampoco, pues tenía novio en Manila. María, el día que lo hizo por primera vez, se lo contó a Ana con todo detalle mientras se lavaba muy bien por dentro para asegurarse de no quedar embarazada. Estaba saliendo con un chico del Club Puerta de Hierro donde pasaba los fines de semana jugando al tenis y montando a caballo. Ana también había pasado la infancia en un club privado, el Club de Campo, donde había jugado en los columpios de pequeña, aprendido a montar a caballo, a nadar en las piscinas rodeadas de césped y a jugar al ping pong y al tenis. Aun así, nunca llegó a sentirse parte de ninguna pandilla del club. Inaccesibles. Sus padres también jugaban mucho al tenis hasta que su madre cayó enferma de tuberculosis y empezó a pasarse la vida tumbada en el sofá. Parece ser que su padre lloró el día que le dieron los resultados de los análisis por no haberse dado cuenta de que no tenía un simple catarro que no se le iba sino una enfermedad grave, siendo médico. Por otra parte él desconocía el estado de desnutrición en el que ella se encontraba porque su madre fingía muy bien que comía, se servía en el plato y movía con el cubierto de un lado a otro la comida. Tuvo que dejar las anfetaminas, engordó y se deprimió.

*

Una noche, en una residencia de esas convivencias donde llevaban a las alumnas a pasar dos días durmiendo fuera y haciendo actividades no relacionadas directamente con la enseñanza, lo llamaban formarse como persona, Ana intimó mucho con Manuela Bulnes, con la que compartió habitación. Resultó que Manuela tenía una familia liberal como la de Elvira y la de Marisa Vilar. Sus dos hermanas, que en el colegio parecían muy normalitas y pasaban desapercibidas, tampoco eran vírgenes. Ana vio en Manuela a la interlocutora perfecta e intuyó que su casa estaba tocada por una varita mágica de libertad. Deseó con todas sus fuerzas conocer a esa familia.

El siguiente sábado estaba invitada a pasar el fin de semana con ellos. Manuela había hablado con su madre explicándole la pena que le daba una compañera de clase de la que se había hecho muy amiga y que estaba sola los fines de semana en el colegio. A la madre le había conmovido la historia y había telefoneado a la directora para pedirle que la dejaran pasar el sábado y el domingo invitada en su casa. Los padres de Ana dieron su permiso y es de suponer que la solución les pareció ideal, su hija, interna de lunes a viernes en un colegio de élite, lejos por fin de la influencia de Elvira a la que culpaban de todo y el fin de semana en una mansión de Puerta de Hierro.

El sábado por la mañana, a eso de las diez cuando las internas ya habían desayunado y limpiado las habitaciones, los familiares vinieron a buscarlas aparcando los coches en el parking. Esta vez Ana no se quedó sentada en un escalón de la entrada viendo cómo todas se metían en los coches que arrancaban y se iban, sino que se fue con Manuela y su hermano José. Aunque la casa estaba al lado del colegio habían venido a recogerla en coche. José tenía el pelo largo y rizado, como Roger Daltrey en la portada de un disco que tenía Ana en el que salía fotografiado como un centauro. Era simpático y amable y la trató con toda naturalidad, como si se conocieran de antes. El estilo de José y de Manuela no era pijo como el de Carlos Pérez de Solano, ni su forma de hablar. Llevaban los dos vaqueros muy deshilachados por los dobladillos. Él todo el rato decía de puta madre: es de puta madre que te hayan dejado salir; mi madre es de puta madre, ya verás lo bien que te va a caer; lo vas a pasar de puta madre.

*

Llegaron a una casa de una sola planta en la calle Miraflores, aparentemente muy austera. Se entraba por un caminito de grava que accedía a una puerta muy sencilla lacada en blanco. Se abrió y una mujer vestida con vaqueros y un blusón hippie largo hasta las rodillas les salió al encuentro. Era Clara, la madre de Manuela que con cuarenta y cuatro años y con el pelo igual de largo, loco y rizado que su hijo José, parecía una estrella de rock. Le dio a Ana un abrazo largo. Ella no estaba acostumbrada a este tipo de abrazos tan carnal pero le gustó aunque no sabía si terminarlo ella misma o esperar a que Clara lo diera por finalizado. Olía a recién duchada y a colonia fresca. El hall, de techos muy altos, era un gran espacio geométrico en el que no había nada, sólo paredes blancas de madera suave al tacto y brillante, suelo de lamas largas y enormes de madera con vetas y una enorme cristalera corredera que parecía dar a un salón donde había un piano de cola y enormes ventanales que dejaban entrar la luz del día filtrada a través de los bambús del jardín. Parecía el espacio de una galería de arte o un museo moderno. En un minuto había entendido lo que significaba la arquitectura funcional: utilidad y belleza. Manuela le enseñó la casa entera. Nunca en su vida había estado en una casa tan moderna. Atravesaron un pasillo en el que las puertas estaban disimuladas entre paneles blancos de la misma madera suave que ocultaban armarios y no tenían pomos para abrirlas, sólo había que empujarlas. El suelo era de moqueta beige casi blanca. El final se abría a lo que los Bulnes llamaban el cuarto de jugar. Ana vio un ventanal enorme abierto de par en par que daba a un jardín que parecía un campo de golf. El cuarto de jugar tenía unos módulos de pared a pared que hacían las veces de sofá con cojines gigantes beige y negros frente a unas estanterías llenas de miles de discos y libros. Ana vio a Martina, la hermana de diecisiete años, que estaba paseando por el césped del jardín haciendo movimientos con la cabeza de un lado al otro para secarse el pelo al sol. Caminaba hacia ellas con la luz en la cara y una sonrisa franca que a Ana le hizo pensar en El nacimiento de Venus. Martina era violonchelista —sus padres siempre habían querido tener una hija violonchelista—, había estudiado desde pequeña interna en colegios especiales para músicos en Ámsterdam y Londres y ahora estaba convalidando los estudios en España para tener el título de BUP y COU. Una vez, ella y su hermana Alejandra dieron un recital en el colegio tocando una el chelo y otra el piano. Se saludaron con un beso y Martina estuvo muy simpática y cariñosa. En el colegio no se la había imaginado así de cercana. Entró en el cuarto de jugar y puso un disco que acababa de descubrir y le encantaba, I’m not in love de Ten CC. Se sentaron en unas hamacas en el jardín y conversaron mientras escuchaban la música muy alta bajo el sol del invierno. Ana se encontraba muy a gusto. Martina explicó que en el colegio prefería pasar lo más desapercibida posible, que para ella sólo significaba estudios, nada más, y que quería implicarse lo menos posible porque no aguantaba ni a Pepa ni a las otras profesoras. Dijo que con la mayoría de las alumnas no tenía nada que ver pero que de todas formas era un alivio estar en Madrid porque en los colegios para músicos en los que había estado se había sentido subnormal ya que la mayoría eran niños prodigio de la música que todo lo hacían sin ningún esfuerzo. Manuela ya le había contado a Ana que Martina, sus hermanos e incluso su madre fumaban porros.

*

Los Bulnes eran un verdadero clan. Apenas salían de su casa porque ahí tenían montado su propio mundo. Estaba formado por seis hermanos, Álvaro, pintor; José —Ana no supo nunca qué hacía exactamente—; Alejandra, estudiaba fotografía; Martina, tocaba el violonchelo; Manuela e Íñigo que como ella estaban en el colegio, y Clara y Álvaro padre —como le llamaban para distinguirle del hijo mayor—, que dirigía las empresas de la familia en Marruecos. Todos tenían look hippie excepto Álvaro padre que vestía y se peinaba como un hombre de negocios, traje chaqueta y el pelo hacia atrás con gomina. Eran extremadamente generosos y en la casa siempre tenían gente de fuera con la que compartían su comida, su música, sus porros y su jardín. A Ana lo que más le sorprendió fue la enorme cocina. Tenía una isla en el centro y una mesa con capacidad para doce personas. La nevera era una habitación de dos por dos metros en la que se podía andar con estanterías en las cuatro paredes. Estaban llenas de quesos, embutidos, tabletas de chocolate, frutas, tuppers con alimentos ya cocinados... en el suelo había cajas de tetrabricks de leche, cajas de cervezas, coca-colas, de botellas de vino blanco, tónicas, y cajas con cascos vacíos. Parecía la cámara frigorífica de un restaurante. Daba respeto, Ana pensó en cuánto tiempo una persona aguantaría con vida si se quedaba encerrada dentro. Había dos mujeres de servicio y un hombre que hacía recados y arreglaba cosas. Se llamaba Feliciano y trabajaba en casa de los Bulnes de toda la vida y también en casa de la abuela de Manuela que vivía en otra mansión todavía más grande que comunicaba con la casa de los Bulnes por el jardín. Parecía que no estaban porque la casa era muy grande, tenían zonas para ellos —office, planchero, cuarto de herramientas— y no dormían allí. En el salón, que estaba decorado con muebles de Mies Van der Rohe, los favoritos de mamá, le explicó Manuela, al lado del piano había una batería con siete platillos dorados de distintos tamaños, tarolas de madera, atriles cromados y un bombo negro muy grande con el nombre de Yamaha. Esa temporada venían todos los días a la casa César Vega y su novia Donald, una pareja que estudiaba arquitectura y Carlos Yebra, un músico que estudiaba percusión en el conservatorio. Unos y otras se saludaban con un beso en los labios. A Ana le encantó esta costumbre tan sensual y estaba deseando que la gente viniera y se fuera para ponerla en práctica. Le resultaba especialmente curioso hacerlo con Donald que era mujer. Al estudiante de arquitectura también se le consideraba músico porque tenía muy buen oído, podía tocar cualquier instrumento. Tenía un hermano, Antonio, que había montado un grupo de rock con amigos del Liceo francés. Algunas veces iban a verlos ensayar a una especie de chabola insonorizada con envases de huevos de cartón que se llamaba La Isla de Gabi y estaba en un descampado camino del aeropuerto. Se habían puesto de nombre Nacha Pop porque uno de ellos se llamaba Nacho.

Comían todos alrededor de la mesa de la cocina sentados en bonitos taburetes de madera de teca, los ocho miembros de la familia, César y Donald, Carlos el batería y Ana, una multitud. Para ella cualquier almuerzo en casa de los Bulnes era una fiesta. La mesa la ponían y quitaban entre todos, incluso el padre, porque aunque estuvieran las mujeres del servicio no servían la mesa. Se repartían las tareas de forma natural. La vajilla también era original, muy sencilla —de loza blanca—. En casa de los Bulnes, Ana no sabía muy bien por qué, aunque las cosas eran sencillas y austeras se notaba que todo era bueno. Muy bueno. No tenía nada que ver con la de dibujos de puentes, flores y pastorcillos en azul que se utilizaba en su casa. Comían con vino y Ana se había fijado en que cuando brindaban se miraban a los ojos y se sonreían con intención, con reconocimiento del otro. De postre solían sacar una tabla con quesos. Quesos franceses que no se veían en cualquier sitio. Las sobremesas eran muy largas y todos se quedaban a la mesa charlando, bebiendo y fumando porros. Los ataques de risa se sucedían. Una de las veces, rulando el porro de unos a otros se lo pasaron a Ana en un despiste pues a ella, a Manuela y a Íñigo se les consideraba pequeños para fumar. Ana, que ya había empezado a fumar tabaco en el internado como hacían Vicky y Esmeralda, lo cogió y dio dos caladas. Como a todos los que lo prueban por primera vez le dio la impresión de que no le había hecho ningún efecto aunque reía a carcajadas. Sin proponérselo había ascendido de categoría y a partir de ese día siempre le pasaron el porro. Sintió que ya era parte del grupo.

*

Los Bulnes acogieron a Ana como si fuera una más de la familia. Dormía en un cuarto de invitados que al poco tiempo era como suyo. En todos los dormitorios Clara había hecho pegar un gran corcho en la pared para que cada uno pusiera fotos, dibujos o lo que fuera con chinchetas. Ana había puesto unas fotos, tamaño folio en blanco y negro que le había regalado Alejandra, de Martina con el puente del violonchelo; otra de Manuela pensando sin mirar a la cámara; un barquito negro sobre aguas blancas que parecía un cuadro impresionista... Tenía mucho talento. En sus fotos la gente no salía posando sino en actitudes naturales y conseguía sacar lo mejor de cada uno o de cualquier cosa que veía. Había una de José y su madre bajando una escalera que a Ana le gustaba especialmente. Se les veía a los dos con el pelo rizado, pantalones de campana, compenetrados aunque no se tocaban ni estaban hablando, sonriendo o haciendo un guiño porque el sol les daba en los ojos, contentos de estar en el mundo, queriéndose. A Ana le parecía increíble que Clara tuviera cuarenta y seis años y fuera tan enrollada. En su casa la edad no importaba porque ella se había adaptado y había adaptado el ritmo de su vida a la juventud de sus hijos. Ana pensaba que igual por eso se conservaba tan joven aunque tenía la misma edad de su madre o un poco más. Por las noches después de cenar, se instalaban todos en el salón sentados sobre almohadones formando un círculo, bebían anís en envases de Danone de cristal y fumaban hachís. La primera vez que Ana vio fumar a Clara no daba crédito. La observaba cómo cogía el porro con cuidado con los dedos pulgar e índice y se lo acercaba a los labios aspirando lentamente mientras cerraba los ojos. Dejaba el humo dentro de los pulmones bastante tiempo y se concentraba como si fuera un rito sagrado hasta que lo expulsaba. Le encantaba fumar pero no sabía liar porros, aunque esto no era un problema ya que siempre había alguien encantado de hacérselos —y de fumárselos—. Algunos días Carlos Yebra organizaba algo así como una clase de ritmo. Le enseñaba un ritmo a cada uno para que lo tocaran con las palmas de las manos o con bongos —tenían muchos bongos que habían traído de Marruecos— y así, empezando uno a uno para acabar todos a la vez, hacían música. El hachís, que según decían era polen de primera calidad, contribuía a la concentración. Manuela y Ana, manteniéndose en un segundo plano, empezaban esos días a beber y a fumar. Los porros rulaban sin parar de derecha a izquierda que es como según José y Álvaro debía de ser. Ana observó que también significaba algo que alguien liara un porro y se lo ofreciera a otro para que lo encendiera, como si fuera una deferencia. A Álvaro lo habían expulsado del colegio Retamar por conflictivo y porque era un colegio del Opus Dei que parecía más una secta que un colegio, sus padres los habían mandado a él y a José a terminar el bachillerato en el Instituto Español de Tánger donde estudiaban algunos de sus primos maternos. La familia tenía tierras en Larache, en el norte de Marruecos, donde cultivaban tomates que luego exportaban como polvo de tomate que se utiliza para casi todas las comidas y salsas preparadas, y una casa familiar a la que llamaban El Palafito, porque es lo que era, una vivienda apoyada en pilares. Volvieron a Madrid con el bachillerato aprobado y un máster en hachís, marihuana, semillas, kifi, pipas, narguilas, aceite y munchi. Una de las veces que habían fumado mucho a Ana le dio una especie de mareo en el cuarto de jugar cuando se levantó después de estar horas sobre un almohadón en el suelo escuchando ensimismada música de King Krimson, Génesis, Frank Zappa, Pink Floyd. Álvaro la acompañó a la cocina y la obligó a comer unas onzas de chocolate y una magdalena. Le dijo que los porros a veces daban mucha hambre, que es lo que se llamaba el munchi, y que si no comías te podía bajar el azúcar y entonces te podía dar una palidera que era un bajón de tensión y que te podías llegar a desmayar.

—Menos mal que no te ha dado la palidera —le dijo cariñoso—, es muy desagradable.

—Pues la verdad es que yo no notaba que tenía hambre —dijo Ana.

—Ya —dijo él con la boca llena—, es que no lo notas hasta que te das cuenta de repente porque como estás con el colocón pensando en otras cosas, disfrutando de la música o de lo que sea ni te acuerdas.

Los dos comieron con verdaderas ganas, Álvaro con la boca abierta engullía más que comía. Ana notaba la tensión sexual y se imaginó besándose con él apasionadamente. Les dio un ataque de risa de la situación, parecía que estaban pensando lo mismo. Cuando salían de la despensa Álvaro le rozó un pecho sutilmente con la mano y volvieron al cuarto de jugar. Ana se dio cuenta de que era una señal, una provocación y automáticamente se enamoró de Álvaro.

«Por fin tengo un candidato a desvirgarme.»

*

Los domingos cuando tenía que volver al colegio antes de la hora de la cena sentía un poco de pena pero regresaba tan cargada de energía, experiencias y descubrimientos que tenía material de sobra para seguir dándole vueltas a todo lo que había vivido y a todo lo que iba a vivir. Adoraba a esta familia fascinante que la había adoptado. Casi no se acordaba de sus propios padres, sólo pensaba a veces en ellos sentados en la sala de estar en imágenes grises y difuminadas.

Había dejado de tomar anfetaminas. La decisión la tomó una mañana en que Clara le dijo que quería hablar con ella. A Manuela se le había escapado contarle que Ana se atiborraba a anfetaminas desde hacía unos meses. Clara le explicó que ella no era carca y que no tenía nada contra las drogas blandas —el hachís y la marihuana—, pero que las anfetaminas, dijo, eran palabras mayores, eran unos estimulantes muy fuertes, peligrosos, drogas químicas, que eran drogas duras. Ana tuvo miedo de que la considerase una mala influencia para Manuela y dejara de invitarla los fines de semana. Además quería ser buena con Clara, le horrorizaba la idea de decepcionarla. Se puso a llorar y le prometió que no volvería a tomar pastillas. Se abrazaron largo rato y Ana se sintió muy bien, en el fondo siempre había sabido que estaría mejor sin tomar anfetas. Juntas, de manera simbólica, tiraron todos los Minilips que Ana tenía por un agujero que había en el fregadero que trituraba alimentos y se deshacía de ellos por las tuberías.

Seguía sin estudiar nada porque siempre tenía la cabeza en otra cosa. Ahora se pasaba el día pensando en Álvaro. Cuando estaban en grupo él no paraba de mirarla muy serio, como dándole a entender algo. Ella contestaba a su mirada y afectaba una bajada de párpados porque no conseguía mantenérsela o porque era lo que suponía que se tenía que hacer. El problema era que casi siempre estaban con mucha gente y era difícil estar a solas con él. Además salía todas las noches. Él y José, y por supuesto el padre que viajaba mucho y se movía en otros círculos, eran los únicos que salían de la casa y tenían otros mundos fuera del clan y de la fuerza de gravedad de Clara. Algunas mañanas se veía a José por la casa en pijama y babuchas, pero Álvaro no salía de su cuarto hasta la hora de comer recién despertado. Una de esas mañanas Ana había madrugado y estaba sola en el salón mirando cómo amanecía en el jardín. De repente apareció José desnudo. Tenía la cara desencajada y al ver a Ana le dijo, medio llorando medio riendo que se había tomado un tripi. Ana vio la polla que le colgaba y apartó la vista concentrándose en su cara llena de muecas. Le había parecido ver la trompa de un elefante. José dijo unas incoherencias y le hizo prometer que no diría nada a sus padres de lo del tripi mientras ella hacía esfuerzos por no volver a mirar. Se fue a su habitación. Había empalmado toda la noche y todavía no se le había pasado del todo el efecto. Hay que tener en cuenta que Ana no tenía hermanos y era la primera vez que veía a un hombre desnudo. Esa semana en el colegio además de distraerse con sus fantasías con Álvaro y el deseo sexual también pensó mucho en la polla de José. No sabía si la tenía dura o blanda en el momento de la exhibición pero lo que sí sabía es que era mucho más grande de lo que ella había imaginado y que era algo ajeno y amenazador.

*

Un sábado por la tarde fueron todos en varios coches y motos a la Casa de Campo a ver un concierto del hermano de César. A Ana le tocó ir con Clara, Manuela y con César y Donald que hablaban de la maldita Lola, la hermana de Filmore, una yonky que había estado enrollada con Antonio. César estaba preocupado porque era una drogadicta de las que se metía heroína y porque parecía que Antonio había vuelto con ella. Por el camino iban fumando porros dentro del coche y escuchando una maqueta del primer disco que el grupo iba a sacar pronto. César daba golpecitos en el volante mientras conducía siguiendo el ritmo de la batería y todos cantaban a gritos:

Por el día alguien con quien no vivir

Por las noches alguien con quien no dormir

La tristeza en el bolsillo y

La careta de cartón

Esperando a que regrese

Antes de que salga el sol

Escúchame y vete

El vampiro volverá por ti, vete

Al lugar donde encuentres el sol

Desconfía de tu amigo nena

No trasnoches con tu amigo nena

Esto era la felicidad.

«Qué bueno sentirse querida y apreciada por personas tan enrolladas.»

Pensó en la suerte que tenía de que la aceptaran y le permitieran compartir con ellos la vida, una vida así de relajada, en que te querían igual aunque no te alisaras el pelo, aunque no tuvieras ni idea de nada, en la que no había que vestirse bien, o al menos no de la manera en que los de la clase media suponían que era ir bien vestido.

«Esta gente son millonarios pero no van de millonarios.»

Hacía una tarde soleada. Clara se había puesto unos vaqueros y una cazadora de cuero negra. César aparcó el Renault 12 y al abrir las puertas salieron unos nubarrones de humo denso y blanco del coche. Caminaron hasta un pabellón donde estaba la gente esperando y bebiendo cervezas. Todos eran universitarios, ellos con pelo largo, todos con vaqueros y no había ni una sola chica con tacones excepto Lola. César no la saludó pero le dijo a Clara con disimulo que esa era la maldita Lola. Llevaba el pelo teñido de un negro absoluto completamente artificial en una melenita corta como de película francesa que contrastaba con su cara blanca y un vestido de flores escotado con un tutú de crepe debajo de la falda. No se sabía si iba disfrazada o qué pero el look, con los labios pintados de rojo sangre de toro y los ojos exageradamente perfilados de eyelinner era muy interesante y rompedor. Llevaba unos zapatitos dorados como de muñeca —Merceditas— cerrados en el empeine con una tira fina con medias negras de rejilla. A Ana le recordó a los punkis que había visto en Brighton aunque no tenía nada que ver. A pesar de sus crestas, pinchos y cadenas de malos ella había conseguido una imagen mucho más inquietante en la misma dirección.

Los miembros del grupo salieron al escenario. El hermano de César era el cantante y también tocaba la guitarra eléctrica. Su primo otra guitarra, y los otros el bajo, un sintetizador y la batería. Ana disfrutaba del ambiente que había, de la música y jugaba a pasar de escuchar las canciones y todos los instrumentos en conjunto a centrarse en uno solo y fijarse en cómo estaba tocando. Esto había empezado a hacerlo con los porros, había aprendido a hacer abstracción del resto de instrumentos y a focalizar el oído en el que quisiera. Así a ratos seguía la melodía del bajo, grave, en un segundo plano por debajo del resto, quizá su favorito, otros, la batería y la mayor parte del tiempo los solos de las guitarras. Con el sonido del bajo le pasaba lo mismo que con el del violonchelo, le gustaba más que el sonido agudo y a veces estridente de la guitarra eléctrica y el violín. Tocaron temas —en esos círculos nadie decía canciones— que ya conocían como Déjame algo, Eres tan triste, Nadie puede parar, Miedo al terror, La chica de ayer, que luego se haría famosísima y Mujer de cristal. Ellos estaban muy cerca del escenario y delante del todo en la primera fila estaba Lola, sola, bailando con pequeños movimientos de lado a lado con cara seria y de poco entusiasmo. El resto de gente estaba saltando con fervor y Antonio Vega en un momento dado llegó a hacer el pino de tanto como se había caldeado la sala. Ana no podía dejar de mirarle. Escuchando la letra de Mujer de cristal pensó que él la había compuesto para ella.

Deja que te cuente qué dijeron de ti

Endulzando con la basca el aire de Madrid

Que tienes el aspecto de un dragón de marfil

Y que ofreces tu cuerpo a cambio de vivir

Es el cara de pato de la ciudad

Mujer donde irás

Las luces desenfocan tu mirada

Mujer de cristal

Lola tenía los ojos vidriosos y toda ella irradiaba frialdad, desinterés. Estaba pero no estaba. A pesar de ser la chica del cantante tenía una identidad propia. Le dio envidia.

*

Era mediodía y José, Manuela, Carlos Yebra y Ana estaban con Clara en su cuarto sentados en el suelo tomando café y escuchando música brasileña bajita, un disco de Milton Nascimento y Violeta Parra que hablaba de que si a la gente se la trata bien se vuelve buena y decía cosas como que al malo sólo el cariño lo vuelve puro y sincero. Se encontraban un poco cansados y resacosos y bebían agua en grandes vasos de sidra. Álvaro padre, que todos los días se bebía dos vasos de whisky, antes de dormir siempre tomaba dos pastillas de Alka Seltzer para no tener resaca al día siguiente y decía que era muy importante beber mucha agua para combatir la deshidratación del alcohol. La luz entraba por el ventanal desde el que se veía la gran explanada de césped que descendía hasta el frontón creando una atmósfera de gran tranquilidad. Sonó el timbre de la puerta y José fue a ver quién era. Volvió con cara de guasa junto a dos hombres de cuarenta años o más con unas pintas bien extrañas. Uno tenía pelo largo y despeinado y llevaba pantalones bombachos y sandalias de cuero trenzado con las uñas de los pies negras, de su cuello colgaban muchos collares de semillas, amuletos plateados, plumas; el otro parecía un gitano con barba y el pelo liso y negro peinado para atrás e iba vestido con pantalones vaqueros blancos, una camiseta con dibujo de piel de tigre y una chaquetilla de camarero con las mangas remangadas. Este último saludó a Clara ceremonialmente mientras el de los abalorios miraba ensimismado el jardín.

—Estás divina Clara —dijo con voz gangosa mientras le besaba la mano—, como siempre. Eres la más exquisita —señalando unas ramas secas que Clara tenía en la habitación como adorno que había cogido en la playa .

—Gracias, Antonio. —Clara sonreía con cariño. Se notaba que estaba acostumbrada a sus extravagancias—. Tú siempre diciendo cosas agradables.

—Como podréis imaginar no hemos dormido y ya que somos vecinos —él también vivía en Puerta de Hierro— he pensado, vamos a darle los buenos días a los Bulnes.

—Has hecho muy bien, Antonio —dijo Clara—, pero nos presentarás a tu amigo, ¿no?

Antonio de repente se dio una fuerte cachetada en el muslo —Ana incluso se asustó— y se arrancó a cantar desafinando «Ay, Mari Cruz, Mari cruz, maravilla de mujer, del barrio de Santa Cruz tú eres un rojo clavel» mientras daba un paseíllo concentrado por la habitación para terminar con la mano delante de los ojos de Clara y de los demás mirándolos fijamente como si los quisiera hipnotizar. Le temblaba el pulso y el efecto era muy extraño, medio serio medio cómico, patético y potente a la vez. Era difícil aguantarle la mirada y a Ana y a Manuela les entró un ataque de risa al que se unió el propio Antonio.

—Soy un cachondo —dijo—, y os presento a Manolo Rollo que es un genio al que he conocido ayer. —Puso cara de burla—: Tiene un pire... —mirando a los demás con complicidad como diciendo vaya loco os he traído.

Manolo Rollo, según les dijo Antonio, era un maestro echando las cartas así que se sentaron y sacó una baraja de una taleguilla. Carlos Yebra preguntó si eran las cartas de la fortuna, y Rollo, que no había abierto la boca hasta entonces, dijo con voz de ultratumba son las cartas del Tarot, como si llamarlas cartas de la fortuna fuera un sacrilegio. Ana y Manuela seguían aguantando la risa. Lo bueno que tenía su manera de echar el Tarot es que saliera lo que saliera, la muerte, el colgado o lo que fuera, todo era para bien.

Empezó con Antonio que dio la vuelta a una carta. «El Loco, arcano representado por Dionisio, la libertad de espíritu —hablaba despacio, con solemnidad—, el ser libre e indómito en esencia, sin ataduras materiales ni místicas. Simple, natural, el bohemio por excelencia».

A Clara le salió La Estrella «que representa el destino, momento de la verdad, donde se obtendrá aquello que se merece, si se es capaz de defenderlo— se quedaba callado mirándola fijamente—, llega por fin la alegría, la claridad mental y la paz».

A todos les interpretaba las cartas de manera que quedaran contentos. Clara, cuando escuchó que le llegaba por fin el momento de la alegría dijo ya me quedo más tranquila, con sarcasmo, como tomándoselo a broma. Tenía un carácter un poco depresivo. Ana no quiso que se las echara, más por hacerse la interesante que por superstición o porque le diera miedo. Antonio sacó unas cartas sueltas del bolsillo de la chaqueta y les regaló una a cada uno. A Ana le dio La Fuerza representada por una mujer vestida con una túnica blanca sujetando a un león. Les explicó que era una maravilla de Tarot por lo bonitos que eran los dibujos y porque estaban pintados con pan de oro. Luego sacó una pitillera de plata llena de porros, le ofreció uno a Clara para que lo encendiera y empezaron a fumar. Al parecer era otro gran fumador de canutos que sin embargo tampoco sabía liarlos. Dijo que tenía cocinera porque hace años el psiquiatra que le salvó la vida —Ana luego supo que había pasado por varios manicomios y que le habían dado electroshocks como a su abuela y que por eso le temblaba tanto el pulso—. Le dijo: «Antonio, durante el resto de tu vida tienes que hacer una comida al día con fundamento en tu casa. Contó que la cocinera era una señora mayor que le daba un punto buenísimo a todo lo que cocinaba y que además había aprendido a hacerle los porros y que los liaba de maravilla. Todos los días le dejaba preparada la pitillera llena».

—Soy un sibarita —dijo y rompió a reír a carcajadas.

Se ponía de pie y hablaba deprisa y de forma teatral delante del resto que permanecían sentados en el suelo, como si estuviese en un escenario. Ana y Manuela seguían riendo hasta que Antonio se dirigió a Ana y mirándola fijamente le dijo:

—Pareces holandesa. —Ana tenía aspecto nórdico.

—Es que soy holandesa. —No sabía por qué había contestado eso. Manuela y todos escuchaban atentos siguiendo la broma—. Mi abuela es holandesa.

—¡Soy brujo! —dijo como si se asombrara él mismo de sus poderes—. En cuanto te he visto he pensado, ese pelo rubio y rizado de cuadro prerrafaelita; ese color de piel... —Pausa de silencio—. Esta niña tiene que ser holandesa.

Ana disfrutaba tomándole el pelo y viendo cómo todos seguían el juego, se crecía y se recreaba inventando detalles de cómo su familia hacía años que se había trasladado a España y que ella era completamente bilingüe hasta que Antonio la interrumpió:

—¿Y también eres completamente virgen?

Esto ya no le hizo gracia y se quedó cortada notando cómo le ardía la cara y se ponía roja, sin saber qué contestar.

—A ti qué te importa —alcanzó a decir con poca convicción.

*

Seguía teniendo pendiente aprender a correrse —no había manera por más que lo intentaba— pero la prioridad ahora era otra: dejar de ser virgen como fuera. Álvaro y ella habían empezado a besarse y a tocarse a escondidas —él tenía una novia que estudiaba dibujo en Barcelona— pero no pasaban de ahí. Ella suponía que no quería comprometerse y cuidaba de no asustarlo, como habría dicho su madre, prefiriendo darle a entender que todo le parecía bien, que era muy liberal y que no iba a exigirle nada. A Ana le habría gustado dar el paso pero él no tomaba la iniciativa y ella habría sido incapaz de hacerlo porque lo de que las mujeres jamás deben tomar la iniciativa se lo había tomado al pie de la letra, también se lo había creído. Cada vez que Antonio Bardón iba por la casa, cosa que al parecer hacía muy a menudo, volvía a preguntarle delante de todos: Holandesa ¿eres virgen? Y se reía a carcajadas en falsete. A ella no le hacía gracia. Le disgustaba no haber hecho el amor todavía y se moría de vergüenza de que los demás lo supieran. Ya se sentía mayor, aceptada, mejor dicho admitida, pero ser virgen significaba que no había gustado a nadie lo suficiente. En momentos bajos su cabeza también lo relacionaba con estar, con ser un poco gorda. Ella ofrecía eso que se suponía que era un regalo precioso para cualquier hombre, que la desvirgaran, y ninguno parecía estar muy interesado.

Una noche se quedaron en el cuarto de jugar fumando y escuchando música hasta muy tarde un grupo entre los que estaba Eduardo, el hermano de Flora, la novia de Álvaro. No solía ir por la casa pero ese día había aparecido después de cenar. Era muy menudo, ni guapo ni feo. Se comportaba con mucha educación y al lado de José y Álvaro, sobre todo de Álvaro que era muy excéntrico, parecía muy normal. Ana estuvo todo el rato colocada de hachís sintiéndose muy cerca de Álvaro y sin apenas reparar en la presencia de Eduardo. Al pasar los porros de unos a otros notaba cómo él rozaba con su dedo el de ella más tiempo de lo normal. Llegó un momento en que todos se fueron excepto Eduardo que preguntó si se podía quedar a dormir porque estaba demasiado ciego y le daba mucha pereza conducir.

Ana siguió tumbada en los almohadones y se hizo la dormida. Al cabo de un rato de estar solos escuchó cómo él se levantaba y ponía un disco de Roxi Music. Entreabrió los ojos y vio que había apagado la luz y que la habitación estaba iluminada por los reflejos de la luna que entraban por el gran ventanal. Cambió de postura para que él notara que estaba despierta y el relleno del puf sobre el que se apoyaba hizo un ruido como de arena. Mentalmente empezó a repetir automáticamente «Desvírgame, desvírgame, soy toda tuya» y chorradas así. Él pareció leerle el pensamiento, se acercó y empezó a besarla. Por más que ella intentaba concentrarse se veía a sí misma ordenándole en silencio «Ve al grano, menos besos, desvírgame». No sentía nada, era como cumplir un trámite burocrático imprescindible para lograr su objetivo. En su cabeza retransmitía para sí misma los avances poco románticos pero ordenados de su amante como si fueran un partido de fútbol: «Me da un beso mientras abre los botones de la blusa apresuradamente empieza a bajar con la mano por la cintura me va a meter mano me va a meter mano por debajo de los pantalones ha metido mano desabrocha la bragueta por fin baja baja con la mano dentro de las bragas me acaricia los pelos anda si me he mojado no me lo esperaba porque la verdad es que no me gusta me quita los pantalones me deja desnuda de cintura para abajo se me pone encima por fin me la va a meter me va a meter la polla que me la mete me la mete entra suave me va a desvirgar me desvirga me la está metiendo...», hasta que él paró de sopetón, le preguntó si no lo había hecho nunca y sacó la polla a toda prisa apartándose de encima de ella como un muelle. Eduardo era un buen tío. Ana estaba muy decepcionada porque seguía siendo virgen pero no se lo reprochaba. Supo que él había notado su himen cuando no se lo había esperado y pensó que quizá le había dado miedo seguir. Había empezado a penetrarla sin imaginarse que era la primera vez. La verdad es que no tenía ni idea de qué había pasado por su cabeza de hombre. «Si yo hubiera sido él probablemente habría hecho lo mismo.»

*

Un sábado a mediodía cuando Ana llegó del colegio a casa de los Bulnes se encontró con que todos estaban despiertos, incluso Álvaro. Antonio Bardón estaba instalado en el cuarto de José con una mano vendada y heridas por la cara y los brazos y José y Álvaro estaban sentados al lado de la cama donde él yacía con un batín corto azul marino con lunarcitos blancos. José miró a Ana con complicidad como diciendo menudo movidón ha ocurrido. Antonio parecía un degenerado con gafas de sol Rayban de esas que parecen de policía puestas dentro de la habitación, heridas por todas partes, un porro medio apagado en la mano sana y una cerveza en la mesilla de noche. Estaba como fuera de sí. Al verla aventó los brazos, dio una especie de gritito agudo y cascado de sorpresa ¡uuuuhhhh! y dijo:

—La holandesa, la que faltaba, qué alegría —dando unas palmaditas en la cama y haciéndole sitio para que se sentase.

Ana se colocó lo más lejos que pudo en el borde de la cama pero él le cogió la mano rápidamente. José y Álvaro reían.

—No tengas miedo, chatita, que no te voy a comer —tenía manos suaves y pequeñas—, ¿a que no te imaginas qué hace aquí Antonio Bardón? —Hablaba de sí mismo en tercera persona dando a su pregunta un halo de suspense—. Pasar una temporada en casa de los Bulnes para recuperarme porque estoy agotado —se respondía a sí mismo—, porque nadie es profeta en su tierra, y nunca mejor dicho.

Ana no veía el momento en que le soltase la mano. Como le temblaba el pulso y la tenía bien agarrada temblaban al unísono.

—Pero cuéntale a Ana lo que has hecho, Antonio —le dijo Álvaro con risita infantil.

—Cuéntaselo tú, espabilado —con tono autoritario—, y hazme otro porro que este se ha consumido solo.

Álvaro se reía cada vez más mientras calentaba obediente la china con el mechero. La habitación estaba llena de humo.

—Este es tan soso que como lo cuente él nos quedamos aquí dormidos —dijo Antonio refiriéndose a Álvaro—, lo que me ha pasado es que me he visto obligado a dar una lección a los vecinos de mi casa de Puerta de Hierro, que cuando quieras estás invitada porque te va a fascinar, porque no aguanto a la burguesía. Porque Franco creó a la clase media y ya podía haberse estado quietecito y haber creado otra cosa porque no-la-soporto —ponía cara de asco y los ojos en blanco—, la clase media española me deprime porque yo soy un artista y la cultura ni la huelen.

—Dile cómo les has dado la lección, Antonio. —Álvaro le animaba a dar detalles. Parecía que estaba cachondeándose de él pero lo hacía con mucho cariño. Para Ana todo era muy raro. Seguía atrapada temblequeando de la mano de Antonio. La verdad es que estaba intrigada.

—Atravesando desnudo la puerta de cristal que da al jardín y tirándome a la piscina gritándoles consumistas de mierda soy el Anticristo —lo dijo tan tranquilo e hizo un silencio teatral—. Los he puesto en su sitio.

—¿Y qué hacían los vecinos? —Álvaro siguió tirándole de la lengua.

—Hay que ver cómo te gusta el morbo, guapo —le dijo Antonio—. ¿Pues tú qué crees que hicieron los vecinos al ver a un tío como yo en pelotas, sangrando, porque al atravesar el cristal me había cortado, y con más cólera y más garra que Jesús de Nazareth cuando echó a los mercaderes del templo? Salir despavoridos de la piscina, ¿qué van a hacer? No ves que estaba lleno de señoras, chachas y niños.

Para alivio de Ana le soltó por fin la mano. La tranquilidad duró poco porque se quitó las gafas —tenía la mirada ida, rarísima, no parecía el mismo—, se abrió el batín y dejó polla y huevos al descubierto a diez centímetros de ella. Acto seguido se puso las gafas en la polla como si se tratara de una nariz y rompió a reír forzadamente. «Esto ya es demasiado», pensó Ana. Además tenía la polla muy oscura. Gracias a Dios apareció Manuela buscándola para que fueran juntas al jardín a ver un par de grullas que a su padre le había regalado el primer ministro de Guinea Ecuatorial y que andaban sueltas por el jardín.

Más tarde José le explicó a Ana que les habían llamado de la Clínica Puerta de Hierro: Antonio había estado en la UVI donde le habían cosido la muñeca porque se había cortado unos tendones y había perdido mucha sangre. Había pasado dos días en el hospital y ya estaba lo suficientemente bien para que le dieran el alta pero les dijeron que no estaba en condiciones mentales de estar solo. A los padres de Manuela les pareció bien que se quedara en su casa hasta que se encontrara mejor.

Ana buscó en un diccionario María Moliner que había en el cuarto de Clara la palabra morbo que no acababa de entender: morbo. (Del lat. «morbus», enfermedad; v.: «morboso, muermo; amorbar, amorbado». morboso,-a. 1) De (De la) enfermedad o de (De las) enfermedades. (V. «Enfermizo») Se aplica a lo que causa enfermedad o que es propicio a ella: Un clima morboso. (V. «ENFERMIZO, INSANO») 2) (no figura en el D.R.A.E. Aplicado a inclinaciones, sentimientos, etcétera). «Patológico». Revelador de un estado físico o psíquico no sano: Siente un placer morboso en torturar a los animales.

*

El domingo era víspera de día festivo y todos los Bulnes estaban invitados a una fiesta en casa de un millonario amigo de Álvaro padre que se llamaba Jacques Hachuel. Era un judío, por el nombre parecía francés pero era argentino, que tenía muchísimos negocios y que vivía también en Puerta de Hierro en una casa llena de obras de arte. Hablaban de que había cuadros de Monet, Paul Klee, Francis Bacon e incluso de Picasso. Ana, cuando murió Picasso en 1973, hizo un trabajo para el colegio de cincuenta páginas y dibujó con ceras Manley, con la ayuda de su tía Marisú que tenía mucho talento para la pintura, uno de sus cuadros más conocidos, Niño con una paloma. Sacó un sobresaliente. Había disfrutado muchísimo haciéndolo. Era una pena que se lo hubiese quedado María de la Válgoma, la profesora, le habría gustado tenerlo toda la vida de recuerdo. También era una pena que Marisú se hubiera muerto. Pensó en lo alegre que era y en lo injusto que era perder la vida por culpa de un marido cabrón.

A las ocho de la tarde todos se fueron a la cena. Ana comprendía perfectamente que no la llevaran con ellos porque debía de ser una fiesta muy formal y al fin y al cabo ella no era de la familia, por suerte no sentía envidia ni nada, le daba igual. No sabía por qué pero le apetecía quedarse sola en la casa con Antonio herido. Le atraía estar al mando de la nave, ser responsable de una misión peligrosa. Cuando todos se habían ido atravesó la cocina y fue al cuarto donde estaba él. Las habitaciones de José y Álvaro eran en un principio los dormitorios construidos para el servicio, por eso estaban en la otra punta de la casa y había que llegar pasando por la cocina. Eran muy pequeños pero tenían de bueno que eran totalmente independientes del resto y que se podía entrar por el jardín.

Antonio estaba tumbado boca arriba en la cama fumando un cigarro. Tenía a su lado un cenicero, una cajetilla de Marlboro, el mechero y la pitillera de plata. Cuando la vio en la puerta abrió los ojos y dijo sonriente:

—¡Qué alegría! Gordita. —También le había dado por llamarla gordita, cosa que a Ana no le hacía ninguna gracia.

—Hola —dijo ella.

—Pensaba que estaba solo en la casa, ven, dame un beso —dijo.

Ana se acercó y le dio un beso en la mejilla.

Aunque se notaba que no estaba normal, que seguía muy excitado, con ella no hablaba de forma agresiva y retadora como con Álvaro y José, sino con mucha atención y cariño, como lo haría el maestro ideal. Le preguntaba muchas cosas y Ana se sentía más comprendida que nunca contándole su vida. Antonio, cuando se enteró de que estaba interna y de que era hija única, le dijo que lo más difícil en este mundo era ser hijo único o el pequeño de una familia numerosa como era su caso, que era el menor de ocho hermanos. Le explicó que su familia era un clan que le habían hecho pagar a él por todos los errores de sus hermanos y que le habían vuelto loco. Cuando estaba enrollándose explicando que los Bulnes también eran otro clan y que Clara eclipsaba a todos sonó el timbre de la calle y Ana fue a abrir la puerta. Era el psiquiatra de Antonio, un argentino con bigote que se presentó como Héctor Pelegrina. Preguntó por la familia y al ver que Ana estaba sola pidió que le llevara al encuentro de Antonio. Ella iba a dejarles a solas pero Antonio dijo que qué tontería, que había confianza y que se quedara.

—¿Cómo estás, Antonio? —preguntó el psiquiatra.

—Bien, muy bien —lo dijo como si nada.

—Pero tenés heridas... —señaló la mano vendada—. ¿Qué pasó?

—Héctor, por favor, no empecemos —se estaba poniendo nervioso—, me he hecho una tontería de nada que no tiene ninguna importancia en la piscina y lo que no sé es qué coño pintas tú aquí que nadie te ha invitado.

—Me llamó Álvaro Bulnes y sólo he venido a visitarte —dijo.

—Pues podías haberte ahorrado la visita —le cortó Antonio muy serio.

El psiquiatra ni se inmutó y volvió a la carga:

—¿Estás bebiendo o fumando porros, Antonio? —preguntó.

—Cojones, que no, que ni bebo ni fumo —gritó—. Cómo os gusta sacar todo de quicio. Me estás poniendo de mala leche, Héctor.

Acababa de apagar uno y el cenicero estaba lleno de filtros de porro de cartón. Eso y la botella de Johnie Walker en la mesilla le delataban pero a él parecía darle igual. El caso era negarlo.

—Bien —dijo el psiquiatra—, a vos no te conviene fumar porros y menos mezclarlos con alcohol.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no estoy fumando? ¡Cojones! Que-no-estoy-fumando. Siempre estamos igual.

—Bien —repitió—, lo que tenés que hacer es ocuparte, no preocuparte —esa le pareció muy buena a Ana—, y descansar.

—Vale, pues eso haré —dijo Antonio echándole una sonrisa condescendiente—. No te preocupes que estoy fenomenal y está todo controlado, yo sé lo que me hago. Cómo os gusta a todos meteros en mi vida.

Ana acompañó al psiquiatra a la puerta y en el hall este le dio un botecito de Haloperidol y le dijo que le hiciera un zumo de naranja o algo y que le echara dentro cincuenta gotas. Tenían que dárselo dos veces al día sin que se diera cuenta.

Fue a la despensa y cogió cuatro naranjas, los Bulnes siempre tomaban zumo de naranja en el desayuno. Abrió la puerta de un armario de la cocina que estaba lleno de tablas de distintos tamaños y cogió una pequeña. Cortó las naranjas en mitades y en un minuto hizo un zumo en un exprimidor cromado que parecía un robot. Era el típico exprimidor de la marca Lomi que había en las cafeterías y en los bares. Una maravilla. Le costó abrir la tapa del frasquito de plástico de Haloperidol porque debía tener un sistema de seguridad para que los niños no pudiesen abrirlo. Echó las cincuenta gotas con mucho cuidado dentro del zumo y lo revolvió. Fue al cuarto de José y le dijo a Antonio ofreciéndole el vaso:

—Te he hecho un zumo de naranja.

—Qué detalle, chatita —dijo él—, déjalo en la mesilla.

—Bébelo rápido que si no pierde todas sus vitaminas —dijo Ana sentándose en la cama a su lado.

Antonio con un movimiento brusco se puso de lado, cogió el vaso y se lo dio a Ana diciendo:

—Tómatelo tú.

Lo dijo con tal autoridad que Ana no se atrevió a contradecirle y se bebió el zumo aparentando normalidad. Le asustaba que se diera cuenta de que le había echado algo en la bebida. Volvió a la cocina y cogió la caja de la medicina que había dejado escondida detrás de un bote enorme de harina para leer el prospecto y ver qué se había tomado. Ponía que era un neuroléptico para personas con esquizofrenia crónica sin respuesta a otros antipsicóticos, preferiblemente en pacientes menores de cuarenta años —Antonio tenía cuarenta y dos—, para el tratamiento de ataque de psicosis agudas; tratamiento sintomático coadyuvante en ansiedad grave; agitación psicomotriz de cualquier etiología (estados maníacos, delirium tremens); estados psicóticos agudos y crónicos (delirio crónico, delirios paranoide y esquizofrénico); movimientos anómalos (tics motores, tartamudeo y síntomas del síndrome de Gilles de la Tourette y corea). En el apartado de precauciones decía que si se tomaba por la noche había que hacerlo ya tumbado en la cama. Le entró miedo de quedarse dormida de pie y se fue a su cuarto sin despedirse de Antonio ni nada. Se tumbó encima de la cama a leer y se quedó traspuesta.

*

1978

Estaban en el último trimestre del año escolar. Ana seguía suspendiendo todas las asignaturas menos inglés y gimnasia. En inglés disfrutaba porque era la segunda mejor de la clase. Estaba Marga González que era mejor en todo. A ella le gustaba acabar los ejercicios escritos a toda pastilla y dejar papel y bolígrafo al lado de la mesa para que el resto notara que había terminado la primera a un tiempo récord y escucharse a sí misma cuando le preguntaban algo y respondía afectando una pronunciación muy americana o muy inglesa, dependía por donde le diera. Gimnasia era otra cosa. Había compañeras que desde bien pequeñas tenían unas aptitudes excelentes para el deporte. No era el caso de Ana. Sin embargo siempre había querido ser como esas niñas que hacían el pino a la primera; se abrían de piernas o encestaban la pelota en la canasta de baloncesto con un saltito sin esfuerzo. No quería ser torpe. Así, toda la energía y fuerza de voluntad que no utilizaba para las otras materias las derrochaba en clase de educación física. No se habría perdido una de esas clases por nada del mundo. Si no era lo suficiente flexible para hacer el sapo, un ejercicio en el que había que sentarse con las piernas rectas muy abiertas y tocar con el pecho y la barbilla el suelo —los músculos abductores, los de las ingles, dolían a rabiar—, se proponía lograrlo y repetía mentalmente no hay dolor, no hay dolor hasta que lo conseguía.