Llegué al lugar de madrugada, en auto, del modo en que uno debería siempre enfrentarse por primera vez a una ciudad argentina. Y puede que también a las del resto del mundo, pero eso sigo sin estar en condiciones de asegurarlo. Nunca salí de este país, lo que me dispensó el privilegio de verlo hundirse una y otra vez en la mierda. Y de hundirme a su lado, que las grandes fidelidades están para eso, para hacerte la ilusión de que hay alguien en condiciones de salvarte y acabar ahogándote de todos modos, sí, pero en compañía. Es la gran virtud de Argentina, que jamás te deja solo. Las miserias son compartidas o no son. Pongamos que a los milicos les entra la vena ejemplarizante. En ésas no van y matan a cuatro tristes desgraciados, no. Le dan a la cosa un orden y una exhaustividad como nunca tuvimos, que ni en la cancha de fútbol demostramos jamás ese entusiasmo. Se reúnen los capos, se conjuran los mandos medios, los colimbas habilitan los sótanos de todos los acuartelamientos de todas las comandancias. Y mientras los unos salen a desaparecer por cada barrio, por cada universidad y por cada sindicato, los otros van comprobando la electricidad, dándole lustre a las tenazas, si hasta se les ocurre montar un negocito de venta de bebés con el que sacar de paso unos mangos. Y el derroche hace que a los cinco minutos nos falte imaginación para putear a los ingleses como nos estamos puteando entre nosotros, nomás faltaba... De modo que no acaba quedando hijo de vecino que no eche en falta a un padre, a un hermano, a un amigo o, en fin, a un vecino. A menos que seas de los otros. Si no sos parte del problema sos parte de la solución. Y aquí lo solucionamos todo mal, viejo, rematadamente mal...

El caso es que arribé a la ciudad de madrugada y manejando mi propio auto, ahorrándome los embotellamientos, los bocinazos, los andáte a la puta que te parió en los semáforos y la suciedad de las calles, uniformemente negras al paso de las villas miseria y cubiertas por un claroscuro de neblina amarillenta más tarde, gracias a la intermitente iluminación del centro, el último local abierto un par de quilómetros atrás, quizá por tener más de quilombo de carretera que de boliche. La nafta la tuve que poner de mi bolsillo, pero el importe del tanque igual se lo habría abonado a un tachero trucho para que me llevara desde la estación a los suburbios y de los suburbios a un hotel a quinientos metros de la estación, en la cuadra de los linyeras, las putas, los chorros linyera o hijos de puta y demás. Eso siempre que el tachero fuera trucho y no chorro hijo de puta, no detuviera el auto en un descampado para sacarme el dinero y la ropa y la única virginidad que me queda, la que no extravié pese a vivir cuarenta y tres años seguidos en el país campeón mundial del dar por detrás simplemente por dar, sin disfrutarlo siquiera.

Llegué al lugar de madrugada y manejando, como debería enfrentarse uno siempre por primera vez a las ciudades y pueblos de Argentina. Di un par de vueltas para familiarizarme con el centro, las tiendas y los boliches con aspecto de llevar cerrados mucho más que un par de horas, y estacioné a una cuadra del único hotelucho que no gastaba farolito rojo en la puerta. Llamé al timbre, llamé otra vez y llamé una tercera. Ahí me abrió el encargado, los ojos legañosos y el pelo negro grasiento y un qué querés pelotudo en el fruncimiento de los labios, gruesos como de morocho, a la vez ligeramente entreabiertos, haciendo una O, estúpidos pero quizá peligrosos. Lamento molestarlo a estas horas, acabo de llegar y necesito una pieza. Murmuró que si no aceptaba putas era para que no lo jorobaran en medio de la noche. Comenté que si no aceptaba putas más le debía jorobar perder un cliente normal. Observó que en realidad se estaba planteando seriamente volver a las putas, que los clientes normales no tenían plata y cuando la tenían se la gastaban en putas. Me encogí de hombros: Pagaré por adelantado, así me podré traer a las putas con la conciencia tranquila. Seguíme, resopló, y me condujo al mostrador, tras el que se abría una puerta de la que brotaban los ronquidos de la patrona. La 15 —me quiso dar la llave. ¿No puede ser otra? ¿Me estás curtiendo? No me gusta el número, no me gusta el 15. Miró la llave como si le hubiera escupido. La colgó de vuelta en el mueblecito a su espalda. ¿La 17? Asentí. El llavero era una mazorca metálica. Gracias, ¿dónde firmo? Dejálo para mañana, me jorobaste el sueño pero de chorro no tenés pinta...

La pieza se encontraba razonablemente limpia, las sábanas olían a papas fritas y el papel de la pared soportaba la humedad con decencia digna de la clase media de antaño; se había cuarteado aquí y allá pero en términos generales aguantaba el tipo. Dejé el maletín al lado derecho de la cama de matrimonio. Ninguna de las canillas perdía agua, así que el ruido que me martirizaba debía de proceder del interior de mi cabeza y no del bañito, cisterna del depósito incluida. Me quité el saco y lo estiré sobre el respaldo de la silla frente al escritorio. Me desabroché los tres botones de arriba de la camisa. Me saqué los zapatos y una bofetada de olor agrio me subió por la nariz. Giré el silloncito para que encarara la única ventana. Apagué las luces, me senté en él. Observé la calle en silencio, el letrero de la confitería y las bolsas de basura apiladas alrededor de un árbol y los gatos que las merodeaban. Durante algunos minutos eché de menos a Lola. Después bostecé y me quedé dormido.