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¿El emprendedor nace o se hace?

 

 

 

Siempre se ha dicho que España no es país de tradición emprendedora, ni tampoco de tradición industrial. Historiadores de prestigio, como Jordi Nadal, han investigado la revolución industrial española del siglo XIX y documentado su fracaso en todo el país, excepto en Catalunya y en el País Vasco. Hasta el año 1959, tras el plan de estabilización y los planes de desarrollo de ministros «tecnócratas», el Gobierno de Franco no inició una industrialización tutelada por los poderes públicos y el Instituto Nacional de Industria. De hecho, si analizamos la trayectoria de las escasas multinacionales que tenemos hoy en España (Endesa, Telefónica o Iberia, por ejemplo), vemos que todas ellas son empresas estatales privatizadas. Del mismo modo, las constructoras potentes y consolidadas han crecido gracias a las grandes obras públicas promovidas por el Estado. No es el momento ni el lugar, ni mucho menos el propósito de este libro, de elaborar una tesis sobre la historia económica más reciente, pero sí trazar un marco para mostrar el escaso tejido empresarial de España y el débil impulso que los empresarios mostraron para crear negocios dentro y fuera del país. En la reciente coyuntura económica española, los altos funcionarios han tenido tanto o más poder real que los empresarios, que no solo han sido escasos, sino que no han tenido iniciativa ni han contado con su respaldo para hacer crecer las empresas tanto dentro como mucho menos fuera del país.

Pero las cosas están cambiando en estos últimos años, especialmente desde que la crisis financiera sacude el sistema de valores en el que nuestra sociedad estaba cómodamente instalada. A pesar de todo conviene recordar que tenemos en nuestros anales unos cuantos nombres de personajes que han creado empresas luchando contra viento y marea, enarbolando como bandera la osadía, el coraje y la creatividad. Ahí está el ejemplo de Ramón Areces, fundador de El Corte Inglés en 1940. O de Amancio Ortega, que creó Inditex en 1963 y hoy en día es la primera fortuna de España y de Europa, y la cuarta del mundo. Tampoco podemos olvidar la curiosa trayectoria de José Manuel Lara, que tras haber trabajado durante años como pintor, carpintero, capitán de la Legión y hasta bailarín en la compañía de Celia Gámez, se lanzó a crear la editorial Planeta en 1949. Y ¿qué me dicen del fenómeno Mango, fundado en 1984 por Isak Andik, un turco de origen sefardí afincado en Barcelona? ¿O del Grupo Tragaluz, cuya primera piedra puso Rosa María Esteva, una señora bien de Barcelona que no había trabajado en su vida hasta que, en 1987, a los cuarenta y seis años, decidió separarse de su marido? Tampoco podemos olvidar a Ferrán Adriá, que se hizo con El Bulli a los veintidós años y fue designado, por la revista estadounidense Time, uno de los diez personajes más innovadores del mundo en 2004. Ni dejar de lado a Pepe Barroso, convertido en precoz emprendedor a sus tiernos dieciocho añitos con la primera tienda de Don Algodón. Más cercano todavía es el caso del cocinero José Andrés, que aterrizó en Estados Unidos hace veinte años con lo puesto y hoy es propietario de siete restaurantes en Washington, tres en Las Vegas, uno en Los Ángeles y está a punto de abrir otros dos en Miami y Puerto Rico; además, se ha convertido en el gurú de Michelle Obama en lo que a nutrición se refiere. En total, el imperio de José Andrés da empleo a 800 trabajadores. Eso sí, fuera de nuestras fronteras.

Pero, volviendo a lo que apuntábamos más arriba, hay que señalar que estamos asistiendo a una proliferación de empresas de reciente creación, muchas de ellas tecnológicas, fundadas y capitaneadas por lo que llamamos jóvenes emprendedores, que emergen con fuerza en medio del cataclismo financiero que tiene atenazado a nuestro país. Estos jóvenes emprendedores asisten, perplejos, a la agonía de la era del «ladrillo y el pelotazo», que hizo creer a muchos que aquí podían hacerse fortunas con muy poco esfuerzo y aun menos imaginación. La España de la picaresca y la burocracia ya es un modelo caduco. Con el tiempo, esa figura del emprendedor, todavía poco frecuente en nuestro territorio, se ha ido revalorizando y ganando prestigio en nuestra sociedad. Según el informe de 2011 del Global Entrepreneurship Monitor, GEM España, la tasa de actividad emprendedora creció un 35 % respecto a 2010. ¿Por qué adquiere hoy la figura del emprendedor cada vez más importancia social? Pues porque ellos, los emprendedores, con su entusiasmo, su arrojo y ese punto de locura que los guía e impulsa a crear negocios, son un halo de esperanza en este páramo económico y social que estamos atravesando. La revalorización de la figura del emprendedor engloba muchos otros matices que están implícitos en una nueva concepción del líder empresarial y de la compleja situación financiera que estamos atravesando: la aceptación del fracaso —algo que en nuestra sociedad siempre ha estado mal visto y que, poco a poco, va aceptándose— y el convencimiento de que las empresas innovadoras son parte de la solución al problema de la crisis, una ayuda real a la recuperación y al saneamiento del tejido empresarial español.

 

 

Muchos son los motivos que llevan a un emprendedor a lanzarse a emprender (valga la redundancia). Afán de superación, de consagrarse a un reto personal, de emular a un padre empresario (ese era el gusanillo que envenenaba a los creadores de Atrápalo), caldo de cultivo en la familia, generación de autoempleo (como es el caso de las fundadoras de Rusticae), falta de entendimiento con los jefes y de credibilidad (eso es lo que le ocurrió a Alexander Ruckensteiner, de Bluespace), necesidad de difundir un método terapéutico propio para ayudar a otras personas (así nació Vitalia), persecución de un sueño (que es lo que motivó a Javier Faus, fundador de Meridia Capital), mensaje subliminal grabado sin querer en el inconsciente (como el que le lanzaba continuamente a Tomás Diago, fundador de Softónic, su padre, diciéndole: «Tú tienes que crear algo»), demostrarse a sí mismo que se es capaz de generar valor en una empresa propia (ese ha sido el motivo de Xavier Argenté) o, simplemente, llevar grabado en el ADN «la espinilla» de la emprenduría, como le ocurre cada cierto tiempo a Michel Laline, un arquitecto belga que se reconvirtió en maître chocolatier por una cuestión de olfato. «Vi una oportunidad de negocio en el sector de la chocolatería en España. No existían bombonerías especializadas, sino que el chocolate se vendía en pastelerías clásicas y los bombones se regalaban en cajas con un gran lazo. Intuí que ahí había mucho por hacer.» O incluso un dejarse llevar sin remedio por la pasión por el diseño, como es el caso de Graziella Antón de Vez, creativa y propietaria de la firma Normandie que enamora todas las temporadas con sus creaciones para niños de aire retro y espíritu afrancesado. O el inspirador viaje en coche por las carreteras de Estados Unidos que llevó a Alexander Ruckensteiner a plantearse que aquellos almacenes que salpicaban el paisaje cercano a las autopistas podían convertirse en un negocio prometedor en España.

Muchas y muy diversas han sido las respuestas que he ido recogiendo de los distintos emprendedores a quienes he entrevistado para escribir las curiosas historias que dan forma a este libro. Uno de ellos, Javier Faus, afirma que tras su experiencia trabajando por cuenta ajena —concretamente como abogado para el bufete Cuatrecasas—, vio muy claro que no quería seguir toda su vida profesional subido a una cinta transportadora de equipajes. «Así me veía, subido a una cinta de aeropuerto, igual que una maleta más, a los veintitantos, apeándome de ella cuando llegara la jubilación. Decidí que no, que quería ser dueño de mi destino con todas sus consecuencias.» Otros, los fundadores de Starlab, por ejemplo, se encontraron de golpe y porrazo con una empresa entre las manos, fruto de una serie de circunstancias, y tuvieron que elegir entre hacerse emprendedores o aceptar una indemnización. Como veremos más adelante, lo suyo siempre ha sido el riesgo; así pues, optaron por la primera alternativa. O el caso de la empresa Impact Media, cuyos emprendedores decidieron tirarse a la piscina para, según cuenta Thaïs Ivern, «probar qué era eso de tener una empresa propia. Llevábamos muchos años trabajando para grandes compañías y queríamos llevar a la práctica todo lo que habíamos aprendido en nuestras experiencias profesionales previas».