La vida interior se hace más movida y dramática cuanto más la exterior se uniformiza y al parecer empobrece[43].

 

 

 

 

1. EN UN PUEBLO DE LA MANCHA CUYO NOMBRE ES MADRID...

 

En este mes de septiembre de 1880, cuando llega Miguel a la capital para estudiar Filosofía y Letras, la dulce imagen de Concha lo acompaña; también lo habita el recuerdo doloroso de la abuela materna Benita, muerta a los sesenta y ocho años de apoplejía el 9 de febrero del mismo año. Ya añora su patria chica, pero a la vez le excita la perspectiva de descubrir la Villa y Corte y está «henchido de ilusiones» (VIII, 151).

Con todo, a primeras horas de la mañana, el contacto inicial con esta capital que le parece gigantesca —cuenta entonces con cuatrocientos mil habitantes— es penosísimo y esta primera sensación, sin duda afianzada por la angustia ante lo desconocido, «forma la base de las impresiones todas que va sucesivamente recibiendo de la corte»[44] . Al salir de la estación del Norte, sube por la cuesta de San Vicente y mientras se dirige hacia la Puerta del Sol bajo la pálida luz matutina, Madrid se le aparece como una ciudad gris, triste y sola, sucia, deprimente y trasnochadora. Para él, es como «un pobre mochuelo sorprendido por la luz del sol, una pobre mujerzuela de vuelta de un baile fangoso» y no se encuentra a gusto entre «caras extrañas, cataduras tristes, mendigos de retirada, los últimos trasnochadores y los madrugadores primeros, los detritus del vicio y de la miseria, y el trajineo de la basura».

No le agrada más su buhardilla de la pensión estudiantil de la casa de Astrarena, entre las calles de la Montera y Hortaleza, «junto al hormigueo de los transeúntes por la Red de San Luis» (I, 1031), aproximadamente donde se alza ahora la Telefónica. El estudiante se siente tan solitario que pronto busca por las calles la posibilidad de olvidar su aislamiento y exclama: «¡Qué triste es vivir solo! Pobre del alma que camina sola». También opina que «no hay cosa más triste que devorar en silencio nuestros pesares y alimentarnos de nuestro propio espíritu sin tener un corazón gemelo con quien partir el fuego que en el mundo arde»[45].

Aunque a menudo se propone dejar de frecuentarlos, le atraen irresistiblemente los famosos cafés del Madrid de fin de siglo, pero no son tan acogedores como el Universal de Bilbao. En estos lugares públicos siente Miguel una profunda decepción, pues nadie escucha al otro y las conversaciones se le antojan fútiles; sólo se habla «de toda clase de vaciedades». Busca sociedad y trato «en que se entre sin esfuerzo y como llamando, almas en que verter su alma y a todos halla distraídos, encastillados a todos en sí mismos». Los diálogos le resultan «monólogos entreverados en que cada cual sigue su rumbo y línea, quedando impenetrables las almas».

Su soledad en medio de la multitud es aún más insoportable y cuando se acuesta es «para soñar y soñar tristezas». La ausencia de Concha es a veces tan insoportable que de noche se ovilla en la cama para enfrascarse en su mundo imaginario y volver a encontrarse con ella:

 

Yo, cuando llega la noche, y estoy cansado del trabajo, me desnudo y acuesto, me acurruco en un rincón, me tapo bien, y cuando tengo calientes los pies y nada me incomoda pienso en ella, no espiritual, ni abstracción pura, ni allá en las eternas moradas, sino aquí abajo y cerca, muy cerca haciéndome sentir la hermosura de este santo mundo. Y así me viene el sueño, y duermo con el sueño de la conciencia tranquila[46] .

 

Para el bilbaíno, Madrid es como una aldea animada por los chismes y murmuraciones de los cafés. En las tertulias, los temas predilectos son la política, el teatro y el toreo; triunfan «tres parejas» que suelen dividir a los madrileños y a los españoles: los políticos Antonio Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta, los actores Rafael Vico y Antonio Calvo, los toreros Lagartijo y Frascuelo (VIII, 369). A Miguel le parece que ciertas familias de la pequeña burguesía se pasan más tiempo en estos establecimientos que en sus hogares e incluso ve el Parlamento como un café más grande.

Con los meses, va convenciéndose de que Madrid es una capital artificial, una ciudad sin vitalidad por la enorme presencia de los burócratas, muy opuesta a su Bilbao nativo, mercantil y dinámico. Para él, «esto no es pueblo, es un enjambre de zánganos que viven agrupados, nada más». Le parece que la Corte «es montón de pretendientes, empleados, transeúntes, vagos, pródigos, literatos y gente mil sin hogar y sin sosiego y de cuatro abejas que las mantienen»[47].

La nostalgia del provinciano es cada vez mayor y no la mitigan las confortadoras cartas de su madre y de su novia. Hasta llega a soñar ensueños no de gloria sino de ahincado estudio en «su nativo rincón, en su Bilbao, al abrigo de un hogar propio, con propia mujer» (VIII, 1221).

En la pensión, cuando se pone a estudiar, el recuerdo de su terruño es aún más fuerte si lee libros en vascuence que tratan de su tierra natal, y cuando los deja, ya no puede pensar en otra cosa ni siquiera estudiar. Le persigue la idea de su Vasconia, pero no se demora en una cosa concreta ni fija, sino en «ideas desatadas y vagas como las que asaltan la imaginación cuando se está mirando el cielo o el humo del cigarro»[48]. Y por más que haga, le cuesta deshacerse de su morriña que crece al comparar la Ciudad y Corte con la Invicta.

 

 

2. ENTRE MADRID Y BILBAO

 

En diciembre de 1880, en el momento de las primeras vacaciones de Navidad fuera de casa es cuando siente más que nunca su soledad y considera el abismo que media entre las dos ciudades. El pesar de haber dejado la paz protectora del hogar le es casi insoportable y añora profundamente su «bochito» más íntimo y apacible. Sólo tiene dieciséis años y le produce una tremenda impresión quedarse solo, pues está acostumbrado a unas fiestas hogareñas, recogidas, sin bullicio alguno. Al contrario, en la Corte descubre «unas Navidades callejeras, de estrépito y bullicio y de borracheras, de entrar y salir en los cafés [sic], formando largas filas e hiriendo a los oídos con toques de panderos y almireces» (VIII, 369). En la noche del día de Reyes suelen salir algunos ciudadanos de buen humor con unas escaleras al hombro a esperar a los reyes... celestiales. Quieren divertirse pero no lo entiende así el alcalde quien publica un bando prohibiendo las rondas de la escalera y las antorchas como no pague cada grupo 25 pesetas de licencia. Además el Ayuntamiento justifica esta condición por no tener objeto realizable tal diversión[49].

Las demás fiestas le ofrecen otras tantas ocasiones de notar los contrastes: aquí, son tristes y lúgubres; allí, son bullangueras y alegres. Lo peor son los Carnavales, que ofrecen al estudiante un pésimo espectáculo, el de una corte de milagros, de «comparsas de desgraciados, cojos, mancos, ciegos, tullidos disfrazados con cofias y camisas de mujeres, que presididos por un ciego sobre un borrico van pidiendo por esas calles de Dios con su pendón en mano»[50].

Miguel no deja tampoco de advertir las diferencias entre los climas y los paisajes, lo que le produce un nuevo arranque de morriña:

 

Este cielo radiante de Madrid que no consigue templar el invierno me aviva el recuerdo de la tibieza de nuestro cielo de nubes.

El campo aquí parece un mar petrificado, sólo al Norte le cierra el Guadarrama donde se hiela el aire que viene de nuestros montes. Este mismo Sol asoma entre las nubes rotas de mi cielo y tras el Guadarrama hay tierra y más tierra y más allá mi tierra que me llama. Pega aquí todo el cielo sobre el hombre, no hay montañas que le sirvan de sostén[51].

 

Al considerar la arquitectura y las construcciones de la capital, recuerda su querido mirador de la calle de la Cruz más ameno y acogedor que la buhardilla de Madrid. El paisaje urbano de la Restauración contrasta con el casco antiguo de Bilbao y Miguel está tan triste y absorto que ni siquiera se da cuenta de que la capital se está transformando y modernizando. Comienza a funcionar el tranvía, y se realizan los primeros ensayos eléctricos a partir de 1881, pero para él Madrid sigue siendo «un inmenso colmenar donde pululan políticos, escritores, solicitadores, solicitantes y mil gentes de mil cataduras diversas, un pueblo sin unidad de fin y de impulso»[52] (VIII, 178). Parece que Miguel se complace en recalcar las diferencias entre la Corte y Bilbao; incluso coteja los caracteres de los habitantes de ambas ciudades:

 

Bilbao [es] un pueblo cuya máquina robusta mueve un mismo motor y dirije [sic] una misma vía; esto, montón de casas agrupadas a la sombra de los ministerios y oficinas públicas como los pollos bajo las alas de la gallina, y eso un organismo nutrido con savia de hierro, ahí falta sociedad, y aquí sobra.

Los bilbaínos no sabemos ni aunarnos ni separarnos, y nuestro individualismo, fecundo en mil cosas, en otras mil resulta antisociable y feroz. El bilbaíno es mixto de timidez privada y energía pública; ahí los individuos se relacionan más que las familias; […] eso es un convento de comerciantes; y cualquiera diría, visto el recelo con que acojemos [sic] al prójimo, que tememos un engaño (VIII, 178).

 

No se le olvida establecer una comparación entre la vida cultural de las dos urbes. La cultura madrileña se encierra en los periódicos y en los teatros por horas, pues los habitantes son muy aficionados a este género, mientras que los bilbaínos lo estiman en menos; pero Miguel no lo ve como una desventaja y aún menos como un atraso. Le sorprende que en el Ateneo de Madrid no haya proporcionalmente más lectores que en La Bilbaína, principal biblioteca de su ciudad natal. Y aunque Madrid es una inmensa colmena, se siente paradójicamente más solo y triste entre tanta gente que en cualquier sitio, ya que hasta al pasear por un bosque «puede prestar uno a los árboles los sentimientos que se le antoja, benévolos y simpáticos casi siempre», mientras que «aquí no es dable hacer eso, miran todos de un modo tan torvo y duro que parece son acreedores del infeliz que les mira». Además, «se pierde aquí mucho tiempo en trotar calles, en adquirir relaciones, en pedir favores y buscar recomendaciones»[53].

Esta soledad que siente en Madrid y su afición ya antigua a las lecturas y a las meditaciones le incitan sin duda a volcarse cada vez más en el estudio. En las diferentes pensiones en las que se hospeda a lo largo de su periodo universitario, busca la cercanía a la calle Noviciado por la proximidad con la Universidad Central. Después de la casa de pensiones Astrarena, vive en la plaza de Bilbao durante el curso 1882-1883; al doctorarse, se muda al 36 de la calle de Mesonero Romanos. Así sigue su monótona vida de estudiante y apenas sale de su cuarto, salvo para las tareas universitarias y extrauniversitarias en el Ateneo, donde «lee mucho, constante y compulsivamente».

Pero sea lo que fuere, la nostalgia de su tierra es tan fuerte que Miguel frecuenta el Círculo Vasco Navarro, lugar de sociabilidad donde conoce a muchos paisanos y descubre los coros del Orfeón. Aunque no es músico, acude al sitio para hallar un poco de calor humano y allí, con la cabeza apoyada en los cojines rojos, se duerme con el arrullo del coro[54].

También los domingos, muy de mañana, acude a la Fuente de la Teja, llevado por el deseo de oír hablar en vascuence a las criadas que suelen reunirse allí para recordar su tierra[55]. Algunos domingos es invitado a comer por Felipe de Zuazagoitia, de origen vergarés, y el encuentro con otros vascos suaviza un poco su nostalgia; lo acompaña su primo Telesforo, que le lleva cuatro años y estudia Farmacia y Ciencias[56].

Pero aunque siente añoranza de su Bilbao natal, cada vez que vuelve a su «bochito» nota con tristeza que la ciudad de su niñez va cambiando conforme pasan los años e incluso los meses. La población aumenta regularmente acarreando una irremediable transformación del paisaje urbano que conoció. Por los años ochenta, la llegada masiva de inmigrantes que corresponde a una industrialización rápida y fuerte afecta al sector de la ría además de a otro distrito, Valmaseda, zona minera e industrial, polo de atracción para los futuros «maquetos», «los pozanos»[57]. Se produce precisamente el gran salto técnico de la industria vasca, la «revolución siderúrgica» entre los años 1878 y 1882. La nueva burguesía que ha acumulado capitales con la exportación de mineral está ya en condiciones de iniciar la creación de la gran siderurgia[58].

Parece que Miguel no quiere ver la rápida industrialización de la ciudad del Nervión; se refugia a menudo en sus ensueños, sustrato de su amor a la patria chica y confiesa: «A pesar de todo, prefiero mi pueblo a este amasijo de pueblos: nuestro hermoso y fértil campo sin roturar, a estos páramos exhaustos y cansados que imploran largos años de barbecho; el rápido despertar de Bilbao, a este eterno crepúsculo poniente de Madrid» (VIII, 178).

En la geografía sentimental de su «bochito», la Plaza Nueva sigue ocupando un lugar predilecto, y concede que a cualquier bilbaíno o conocedor de Bilbao no dejará de chocarle que sea este sitio lo que más le gusta de su pueblo. Pero así es, y en sus momentos de desaliento, se dice a menudo: «¡De qué buena gana daría yo ahora unas cuantas vueltas en la Plaza Nueva!», y halla otro «preservativo» contra la tristeza componiendo versos:

 

Plaza nueva, plaza nueva,

noria de amantes parejas

¡qué de recuerdos te llevas

qué de esperanzas me dejas![59]

 

También como un viajero inmóvil, trata de estar presente en su tierra gracias a sus publicaciones. En sus primeros apuntes, Miguel se refugia en la escritura para traducir sus sentimientos e impresiones del momento, sea con aforismos y sentencias, sea por medio de cuentos[60]. En septiembre de 1880 manifiesta su interés por la lengua vasca exponiendo sus «Pareceres y Opiniones relativos al euskera o idioma vascongado». En una de sus libretitas con tapas de hule que lleva siempre, el estudiante recopila diferentes citas, por ejemplo una declaración del padre jesuita Manuel de Larramendi según la cual el vascuence fue siempre una «lengua adulta y perfecta», aserción que le da argumentos para demostrar la primigenia del idioma vasco sobre el resto de las lenguas peninsulares.

Asimismo, en torno a 1880, los textos «Lamentaciones» y «La moderna Babel» expresan su amor a una «Vasconia legendaria de pasados siglos» y juzga con ironía la política liberal exclamando: «Hay libertad de votar, libertad de escribir, libertad de pensar, y de creer; ¡que majadaría! [sic] ¡como si el creer ni el pensar pudieran estar sujetos a esclavitud, más tarde traerán VV. libertad de definir!»[61].

Por las mismas fechas, en el cuento-parábola «Los médicos y el enfermo», reflexiona acerca de la situación de su país: España es la enferma, los médicos son los partidos políticos y la Hermana de la Caridad, la Religión Católica. En fin, hace un poco de «gimnasia mental» dedicándose a unas disquisiciones filosóficas y filológicas en el manuscrito titulado «¿Es nada o no es nada?», evidente reminiscencia de las clases de latín del señor Barrón y de la perplejidad del discípulo ante la afirmación según la cual en latín las dos negaciones de «no hay nada» equivalen a una afirmación[62].

En la misma época, Miguel redacta un largo poema sentimental y desesperado dedicado a una novia que se muere de amor, y aunque no pronuncia nunca el nombre de Concha bien podría tratarse de ella por el homenaje a sus hermosos ojos: «Por eso loco, el corazón amante / a tus ojos rendí»[63]. Este poema deja suponer que las cartas cruzadas entre los dos jóvenes debieron de ser muy numerosas durante un «noviazgo epistolar» de 15 años[64].

En otro manuscrito de noviembre de 1882, «Al pie del árbol santo», el estudiante adopta la forma de un artículo para referirse a la emoción sentida ante el roble de Guernica, encarnación de los fueros y de la libertad del pueblo euskaldún, y confía: «Nunca podré olvidar la tarde en la cual visité el simbólico árbol de Guernica. Mi corazón bascongado (con b) ante todo, latía con vigor al compás de la savia regeneradora del roble, y bullía mi cerebro soñador bajo la sombra de la copa extensa del signo redentor». Exalta al vasco como hombre de fe y aboga por la unión vasco-navarra como lo ilustra su grito final: «¡Esperad! Y si hasta hoy si se os ha dicho, ¡Aurrerá!, ¡adelante!, decid desde hoy vosotros, ¡Gorá! ¡Arriba! Crezcamos que no basta adelantar, ¡Gorá!»[65]. Luego, distribuye copias a sus amigos bilbaínos de esta «hinchada y altisonante invocación», pero dos años más tarde, cuando se dispone a leer y defender la tesis en Madrid, enjuicia este desahogo casi «ossiánico»: «Hoy he variado mucho, y ya no extraviado por las locuras de ciertas gentes me parece mi país sencillo, natural, nada fantástico»[66].

La nostalgia casi permanente del estudiante favorece sus primeros ensayos de publicista y escritor pero, al mismo tiempo, no descuida la carrera y estudia con empeño durante los cuatro años madrileños.

 

 

3. LA UNIVERSIDAD CENTRAL

 

Como estudiante oficial, Miguel de Unamuno se matricula en la Facultad de Filosofía y Letras, provisto del título de bachiller expedido por el rectorado de la Universidad de Valladolid el 17 de agosto. Un día antes de cumplir los 16 años, el 28 de septiembre de 1880, solicita de su puño y letra ser admitido en la facultad matritense de Filosofía y Letras, una de las cinco que abarca la Universidad Central. Ésta es la única en conceder el grado de doctor en España, la más prestigiosa de las diez entidades encargadas de la enseñanza superior desde el Plan Pidal de 1845[67].

El joven forma parte de la élite de la nación ante todo por el precio de la carrera, pues la Universidad cumple con el objetivo de formar a las clases dirigentes y ello implica que sólo las familias más pudientes puedan sostener los gastos escolares y personales; además de la carrera ya larga de por sí, hay que contar con los costos de matrícula, títulos, exámenes, libros y material de todo tipo, pensiones y gastos personales, desplazamientos. También Miguel es un privilegiado con respecto a la alta tasa de analfabetos —un 71 por ciento en 1877—, lo que supone un estudiante por cada 10.000 habitantes. La carrera consta de tres cursos durante los cuales los alumnos tienen que seguir tres asignaturas al año[68].

El mozo tiene tan sólo 16 años al matricularse, lo que corresponde a la edad media de entrada en la Universidad[69]. El alumnado público es más bien heterogéneo, pero el tratamiento de los catedráticos es igual para todos a pesar de las diferencias de edad. La asistencia a clases es obligatoria y los profesores tienen que registrarla, pues desde 1852 las ausencias de más de 15 días acarrean la pérdida del curso. No obstante, existe un fuerte absentismo y muchos estudiantes suelen adelantar las vacaciones. Los profesores dan clases de hora y media: después de su lección magistral expuesta durante 45 minutos, contestan a las preguntas antes de dar la orientación del trabajo. La Universidad Central está ubicada en la calle Ancha de San Bernardo y aprisionada en el convento de las Salesas Nuevas. El caserón con sus destartalados cuartos es siempre objeto de insuficientes reformas arquitectónicas y sus «vulgarísimos claustros» carecen de espacio y de luz.

La «Oración inaugural» que señala el principio de las clases tiene una particular resonancia pues es pronunciada por un catedrático de turno designado por el rector, en presencia del rey, de los oficiales auxiliares de la Universidad y del cuerpo diplomático. Cuenta también con la prensa y el ministro de Fomento, pues hasta 1900 no existe un Ministerio de Instrucción Pública. Esto justifica el tinte conservador de la mayoría de las oraciones inaugurales de la época porque el rector, designado por la Administración, tiene que dar el visto bueno a este discurso.

Con motivo de la apertura del curso 1880-1881, el catedrático de Ciencias don José Mª Solano y Eulate funda su discurso en la complementariedad entre Ciencia y Religión. En un ambiente de polémicas entre liberales y conservadores, aboga claramente a favor de la Religión y es de suponer que estos argumentos impresionan al joven bilbaíno, imbuido de sus lecturas de adolescencia, de temperamento inquieto y curioso[70].

En la Universidad de la Restauración existe una pugna entre la Iglesia y el Estado, que quiere imponer un saber secularizado, pero cuando llega Miguel, los grandes debates han perdido algo de su intensidad. Durante su primer curso, más exactamente el 3 de marzo de 1881, aparece la circular de José Luis Albareda que repone a los catedráticos separados de la Universidad y restablece en la docencia oficial la libertad doctrinal de cátedra.

Con esta medida, queda derogada la decisión de febrero de 1875 de Manuel Orovio que había expulsado a los mejores profesores, casi todos ellos de orientación krausista o positivista, y esta disposición da fin a una época en que el profesorado estaba sometido a «un régimen de sofocante ortodoxia católica»[71].

La Universidad Central de Madrid, de orientación claramente conservadora, acoge sin embargo varias sensibilidades ideológicas que se reflejan en las posturas de los diferentes profesores del adolescente. En primer lugar, la corriente escolástica es defendida por Juan Manuel Ortí y Lara, así como por fray Ceferino González; luego, el krausismo inspira los métodos de Manuel María del Valle Cárdenas, especialista de Geografía Histórica, conocedor de las obras de Spencer, y los de Miguel Morayta Sagrario, alumno de Julián Sanz del Río. En fin, emerge el positivismo, la corriente más nueva, nutrida con la obra de Spencer en el momento en que cobran auge la biología evolucionista y la psicología científica[72].

Durante su primer curso, el estudiante bilbaíno aprueba las asignaturas de Literatura General que enseña Marcelino Menéndez y Pelayo, a quien considera como su «maestro», de Historia Universal (notable) con Miguel Morayta Sagrario y de Lengua Griega (sobresaliente con premio) con Lázaro Bardón Gómez, «maestro venerable», «santo varón», ex rector de la Universidad Central de Madrid (VIII, 939). Miguel le toma enseguida afición a este profesor, que tiene fama de extravagante por sus métodos pedagógicos. Obliga a sus discípulos a traducir pronto en un libro de texto compuesto por él mismo y los incita a aprender a trabajar solos el griego, «empeñándose en que le tomen gusto»[73].

El estudiante saca un sobresaliente en Metafísica con un «pobre espíritu fosilizado en el más vacuo escolastismo tomista», Juan Manuel Ortí y Lara, sucesor del famoso krausista Nicolás Salmerón (VIII, 370). Le deja un particular recuerdo el estudio de Filosofía Elemental de fray Ceferino González, obispo de Córdoba en aquel entonces, y confiesa que le ha costado curarse de «los chichones mentales» provocados por la lectura de su obra.

Durante el segundo curso, la única asignatura nueva es la Literatura Griega y Latina con Alfredo Adolfo Camus, otro gran humanista como Lázaro Bardón Gómez. El estudiante aprecia mucho la personalidad y la pedagogía de este catedrático. Acaba el curso con la mención sobresaliente en todas las asignaturas.

En el tercer y último curso de licenciatura, asiste a las clases de Literatura Española de Antonio Sánchez Moguel, que también lo inicia en la lingüística española, disciplina que no forma parte del plan de estudios cursado por Miguel. Sigue las clases de Historia Crítica de España con Manuel Pedrayo y Valencia, de Lengua Hebrea con Mariano Viscasillas Uriza y de Lengua Árabe con Francisco Codera Zaydín. También saca un sobresaliente en todas las asignaturas.

Después de estos tres años, empieza a preparar el doctorado cursando Estética con Francisco Fernández González, Historia Crítica de la Literatura Española y Sánscrito con Francisco Mª Godoy, e Historia de la Filosofía, al parecer con Emilio Castelar y Ripoll (VIII, 340).

El examen de grado de licenciatura, de acuerdo con el plan vigente, tiene lugar el 21 de junio de 1883, ante el tribunal compuesto por el presidente Mariano Viscasillas Uriza, el vocal Francisco Codera y el secretario Luis de Montalvo. Le corresponde, en el ejercicio escrito, preparar durante tres horas el tema 78 del programa, sobre «El bien. Concepto del bien mostrado en la conciencia: orden», antes de exponerlo durante veinte o treinta minutos. El candidato contesta durante media hora a las preguntas del tribunal y después de una pausa de un cuarto de hora empieza la prueba oral. Miguel obtiene la calificación de sobresaliente con matrícula de honor excepto en Historia Crítica de la Literatura Española, a cargo de Marcelino Menéndez y Pelayo.

Durante las clases de doctorado Miguel escucha a Francisco Giner de los Ríos, y en algunas ocasiones dialoga con el maestro repuesto en su cátedra de la Central desde octubre de 1882 por el gobierno liberal de Práxedes Mateo Sagasta. Solicita matrícula gratuita ya que ha sido premiado en sus asignaturas de Hebreo, Árabe e Historia de España.

Cursa Estética con el decano de la Facultad, Francisco Fernández González, y muestra interés por los estudios vascos y la filología. Pero las clases de la Universidad no sacian su sed de saber y su curiosidad intelectual; muy pronto se refugia en la biblioteca del Ateneo para leer, sobre todo a partir del segundo curso.

 

 

4. EL ATENEO

 

El joven estudiante suele acudir por las tardes al Ateneo, «el blasfemadero de la calle de la Montera», según la expresión del catedrático Juan Manuel Ortí y Lara, y «mata no pocas veces el tiempo por las noches en oír discursos y conferencias en centros para los que han obtenido tarjeta». También huye del frío de la pensión para leer los periódicos e investigar.

El viejo caserón está situado enfrente de la iglesia de San Luis hasta el 31 de enero de 1884, día de la inauguración del nuevo edificio de la calle del Prado. José Moreno Nieto preside el Ateneo hasta 1882, y deja el cargo a Antonio Cánovas del Castillo, desplazado del gobierno; en cuanto al liberal Segismundo Moret, dirige la noble institución entre 1884 y 1886.

Por estos años, los debates apasionados versan sobre temas que no atañen exclusivamente a la política sino a la actualidad del movimiento cultural, concentrado en las ideas del krausismo y el positivismo[74].

En las acaloradas discusiones, toma parte el célebre padre Sánchez, impugnador del krausismo, quien sale constantemente en defensa de los ideales católicos con causticidad y brío. En cuanto a José Moreno Nieto, estudia mucho y habla «con pasmosa facilidad».

Cuando el estudiante compara el ambiente del Ateneo con el de su biblioteca bilbaína, advierte que «en este bendito Ateneo, leen pocos, discursean más y discuten casi todos» mientras que en la bilbaína «leen pocos, hojean periódicos más, echan la siesta algunos, conversan muchos y juegan otros» (VIII, 176-177). La biblioteca con sus mesas «anchas, bajas, larguísimas, inmensas» invita al estudio y Miguel siente no poder frecuentar las tertulias que allí abajo se forman, y sobre todo aquella «Cacharrería» que debe su nombre al «estruendo cacharreril» que se oye desde lejos. En este salón de tres balcones con chimenea se desarrolla la más célebre de las peñas ateneísticas; es el centro neurálgico del Ateneo donde los cacharreros «arrogantes, incisivos, murmuradores» hablan, peroran y gesticulan. Y «el pobre mozo que aspira a formarse investigador serio» pasa de largo junto a esas tertulias con un íntimo pesar por no poder detenerse en ellas. No tiene más remedio que ir a la biblioteca, aunque sea a escribir allí cartas a su novia (VIII, 371). También existe otro salón, el «Senado», pero Miguel no puede entrar pues está reservado a los ancianos graves que se pasan el invierno contando historias y quemando leñas.

Con el «turnismo» que se institucionaliza también en el Ateneo, se abre una nueva época y se refleja en la presidencia de la casa. A partir de la década de 1880, se organizan estudios monográficos con conferencias que sustituyen a los cursos. En 1880-1881 se celebran los actos conmemorativos del segundo centenario de la muerte de Calderón, centro de un debate entre filokrausistas y tradicionalistas. Un folleto informa a los socios acerca del programa que anuncia «disertaciones, poesías y discursos de los señores Sánchez Moguel, Revilla, Ruiz Aguilera, Fernández y González, Palacio, Campillo, Moreno Nieto, Moret y Echegaray». Al año siguiente, se dan dos cursos, uno de Historia Universal y otro de Ciencias Naturales, desde un enfoque positivista y evolucionista. En la sección de Literatura se plantean debates en torno al papel del naturalismo en el arte contemporáneo. El mismo año muere Charles Darwin con gran repercusión en la prensa nacional, y es muy probable que el estudiante se haya enterado del fallecimiento del naturalista inglés en los salones de periódicos del Ateneo. El 6 de noviembre de 1882 el presidente Antonio Cánovas del Castillo inaugura el curso con un discurso sobre el concepto de nación[75].

Este mismo año Miguel comprueba que «empieza a ponerse en moda el alemán en España entre la gente de estudio» y decide empezar a estudiar este idioma (VIII, 370). Acude a la cátedra de «un sajón muy bruto, al parecer de Dresde, un tal Lahmé Schutz [sic] que se hace llamar doctor y pretende que sólo en Sajonia se habla bien el alemán». Luego, recibe lecciones del señor Berg, ex comerciante berlinés instalado en Madrid, amigo de su primo Telesforo. Le cobra gran cariño porque es una «bellísima persona», un «excelente hombre» y su «íntimo amigo»[76].

Entre 1882 y 1883, el estudiante empieza la lectura de las Críticas de Kant y de la Lógica de Hegel, cuya traducción emprende. Se dedica a las lecturas krausistas, descubre las obras del sociólogo británico Spencer, y se preocupa por el evolucionismo de Charles Darwin: la formación autodidacta del joven es innegable y cabe pensar que influye en la racionalización de su fe. Así, en el cortísimo plazo de 1880 a 1884 «cubre Unamuno las tres etapas fundamentales de la filosofía europea oficial: Kant, Hegel, Spencer»[77].

A partir del curso 1883-1884, las actividades empiezan a trasladarse al edificio de la calle del Prado, y Antonio Cánovas del Castillo inaugura la nueva sede pronunciando un discurso el 31 de enero de 1884 en presencia del rey Alfonso XII, nombrado socio de honor; pero los ateneístas no quieren asistir a la fiesta organizada por no rendir pleitesía al rey. Durante este mismo curso, la sección de Literatura debate sobre el teatro y también acerca del naturalismo, tema candente después de la publicación de La cuestión palpitante por Emilia Pardo Bazán[78].

Finalmente, esta institución es una tribuna idónea para las «guerras de ideas» y, según Antonio Cánovas del Castillo, «un sitio donde se puede decir todo lo que fuera de él no es permitido se diga» (VIII, 367). El caldo de cultura del Ateneo, así como ciertas clases de la Universidad, hacen mella en el espíritu del joven vizcaíno, quien empieza a cuestionar todo lo que ha aprendido y creído hasta ahora.

 

 

5. LAS CRISIS[79]

 

Los primeros meses del curso 1880-1881 son tristísimos para Miguel, y Madrid «se le presenta como extensión de su cuartuco alquilado o éste, más bien, cual concentración de aquél». En la pensión, lleva una vida monótona, recogida y triste, se siente aislado; incluso cree que algunos le miran de modo raro y le entran ganas de taparse la cara con las manos. Entonces, la soledad le produce un «acceso religioso». En aquel inmenso poblacho donde todo le parece extraño y aun hostil, todo incomunicable, «el templo es lo que más le vuelve a su nativa aldea. A la iglesia se va a templar su soledad, a revivir sus memorias».

Se refugia en los «fervores ascéticos» y cada noche lee en la cama algún trocito de La imitación de Cristo. Además, su madre lo alienta a hacer buenas lecturas para tratar de combatir la influencia de los estudios filosóficos, que le parecen sumamente perniciosos, y el propio Miguel reconoce que «su manía de razonar lo saca poco a poco de la serenidad de la fe del carbonero a las dudas del teólogo». Durante uno de sus viajes entre Madrid y Bilbao, en un vagón de tercera clase, devora una vida de santa Juana Francisca Fremiot en francés, obra regalada por su madre, y a lo mejor sueña con ser santo como en el tiempo de la Congregación de San Luis Gonzaga[80]. También durante el primer curso va a misa cada día y comulga mensualmente, pensando mucho en su país, «más que en el real en el fantástico que le habían dado sus lecturas»[81].

Con todo, las noches de insomnio resultan largas e inacabables; lo persiguen «las sombras implacables de sus flamantes filósofos», pero las palabras que éstos pronuncian, secas, «medidas matemáticamente, frías y oscuras no dan a su alma ni una gota de rocío». Y cuando, rendido por el cansancio, acaba por dormirse, sueña que reclina su frente cansada y su cabeza hirviente en un pecho amado, el de Concha; le parece entonces que los latidos de este corazón sencillo «regularizan sus ideas revueltas», las aplacan, y que por fin, el calor dulce de aquel pecho templa el suyo y acaba sintiendo en el cuerpo y en el alma «la frescura del reposo». Cuando despierta, está alegre pero rápidamente se da cuenta de que está solo con sus libros «fríos y secos».

Las escenas nocturnas de un Madrid callejero que va descubriendo le dan asco, siente aversión a «los chisteos de las pobres mujeres pálidas que venden sus cuerpos»; incluso una noche en que una de ellas consigue cogerle de la manga «aprieta el paso y al llegar a su cuarto las palpitaciones del corazón le sacuden todo». Pero al mismo tiempo, lo obsesiona la imagen de Concha, su amada, y el dilema es cada vez más agobiante pues se empeña en querer convencerse a sí mismo que «la quiere por Dios y para Dios» cuando lo cierto es que la quiere por ella y para él.

Después de los días claros en que consigue revivir fugazmente la fe de su niñez en la luz difusa de los templos, las noches en el cuartito lúgubre de su pensión son interminables porque lo acosa la visión del infierno con la tentación del pecado de la carne. El mozo suele estudiar al anochecer en el comedor y a su lado se sienta la cocinera de la casa de huéspedes, tímida y callada. Con el tiempo nace entre los dos jóvenes una mutua atracción fraguada por sus soledades y la nostalgia de su tierra, con abrazos furtivos y caricias inocentes. Cada vez que se tocan, ambos «se ponen entonces como amapolas y respiran fuerte». Cierta noche, el estudiante sienta a la muchacha en sus rodillas y sujetándole el talle con un brazo prosigue la lectura de sus libros mientras ella sigue haciendo media. A veces, se atreve a acercar la cabeza de la muchacha a la suya, «se rozan y se aprietan mejilla con mejilla», pero jamás le da un beso; incluso una noche en que está enfermo, la muchacha se tiende en la cama en la oscuridad. En varias ocasiones, el campanillazo providencial que anuncia la vuelta de la patrona separa brutalmente a los dos jóvenes y es entonces cuando el estudiante se siente consumido por un remordimiento y un dolor atroces. Ya solo en su cuarto, redobla los rezos, pide a Dios que no le deje caer en la tentación, «se espolea el espíritu para sentir horror por la falta naciente». Hincado de rodillas hasta que le duelen, ruega al Señor que le libre de la caída; se queda «llorando su soledad inmensa y triste». En los domingos que le toca comulgar, el sentimiento de culpa es insoportable. Las cartas que recibe de su novia aumentan su desamparo, se siente atormentado por la vergüenza y el miedo al infierno. Acaba por escribir a su amada contándolo todo, y cuando llega el perdón inesperado y salvador, saca fuerzas de flaqueza para mostrarse frío y seco con la cocinera hasta que no vuelve a dirigirle apenas la palabra y la moza se va finalmente de la casa. Así se termina «esta afición naciente en que no hubo ni palabras de amor ni besos».

Durante el segundo año brota de golpe la crisis religiosa y Miguel deja entonces de ir a misa. Entra de lleno «en el catolicismo raciocinante, despreciando a los que creen con la fe flotante en el ámbito o con la fe del carbonero». Cuestiona los dogmas y se rebela contra el del infierno hasta que se dice un día: «¡Pero es que no creo…!». Y así, sin asombro, descubre como si ya lo supiera que no puede rezar más el credo y «se lanza con voracidad insaciable a la lectura de lo que tenía por prohibido hasta entonces». Con todo, muy pronto, el joven estudiante intenta revivir la fe de su infancia y las creencias de su niñez. Después de esta primera crisis religiosa, encuentra otra forma de religiosidad en los últimos meses de su estancia en Madrid, y va recobrando la paz interior. Ve entonces claro que «ha acabado de matar los viejos dogmas, de cuyas cenizas surge vigorosa la fe, la santa fe, fe en la fe, la que crea lo que no vemos, la que hace el dogma, lo aviva, lo transforma, lo mata y lo resucita, la fe en la fe misma». Pero esta creencia ya no tiene que ver con el estricto dogma religioso. Miguel sigue «llevando en su alma una honda educación religiosa y sentimientos de delicada religiosidad»[82]; pero ahora «le da aversión todo eso de ir matando la voluntad, de no pensar en otra cosa que en más allá». Ya no quiere seguir a los que «se han empeñado en que el mundo es valle de lágrimas y a veces lo consiguen». Pretende que la luz se ha hecho en torno de su frente, la alegría íntima en torno de su corazón y «le parece Dios más grande que entonces». No es «el Dios sombrío, triste, estrecho, celoso y que todo lo quería para sí y sólo daba lágrimas y penas», hoy es un Dios «sereno, grande, que abraza todo». En fin, Él deja sitio «para que vivan y gocen y se amen las criaturas que puso en el mundo para vivir, gozar y amar».

Cuando regresa a Bilbao o a Guernica por los veranos, sufre frente a su madre y a su novia lo que llama «crisis de retroceso». Siente la incomprensión de estos seres queridos que no pueden formarse idea de la experiencia intelectual de primer orden que está viviendo en esta villa de Madrid aparentemente aborrecida. Su madre y su novia están encerradas en el mundo rutinario de la fe del carbonero y pueden difícilmente entender a Miguel, quien acaba de descubrir la ciencia positiva y la filosofía dialéctica.

El dilema del joven estudiante es candente frente a Concha. ¿Debe o no debe fingir que no ha cambiado? ¿Debe confesarle que, no necesitando de «la cubierta» que tenía al dejar Bilbao, se le está quedando pequeña y la ha roto? Le resulta difícil decirle que anhela luchar contra cualquier dogmatismo, escribir «sermones laicos y libros de meditaciones». Sueña con «la paz del templo de la aldea vasca, con el ambiente sereno del campo y la compañía fresca de los niños», pero sólo se encuentra con la indiferencia, la soledad, la corrupción, el egoísmo de los vecinos.

Además, otras vivencias madrileñas vienen a crear tensiones y a sembrar en el estudiante dudas que superan la dimensión religiosa de la crisis. De hecho, lo que agobia a Miguel es el deplorable clima cultural y espiritual de su país y tiene la impresión de ahogarse en las aguas estancadas de un «pantano» y por lo tanto, «hace falta, es preciso, urge salir de esta atonía, de este marasmo, de este letargo».

Con todo, gracias a su experiencia madrileña, Miguel se impregna del ambiente ideológico de los años ochenta; es la década en que «con el krausismo soplan vientos de racionalismo». Tal vez haya frecuentado el «barrio de los krausistas», pero es seguro que se ha enterado de enfrentamientos ideológicos gracias a la lectura cotidiana de la prensa en el salón de periódicos del Ateneo. Toma conciencia con deleite de que hay otras plumas además de las de José Donoso Cortés o de Jaime Balmes, que no bastan las lecturas de su mocedad bilbaína y que existen otras voces que no son las de los catedráticos Ortí y Lara o Menéndez y Pelayo: las de Nicolás Salmerón, Emilio Castelar, Francisco Giner de los Ríos, Eduardo Sanz y Escartín.

 

 

6. EL DOCTORADO

 

En 1884, el mismo año en que Miguel se dispone a preparar el doctorado, la Universidad Central conoce un periodo de disturbios y tumulto. El catedrático masón de Historia, Miguel Morayta, propone en su discurso de inauguración del curso algunas orientaciones, que la Iglesia condena por heréticas. El cuerpo docente se alza en contra del intrusismo ideológico y de la censura del gobierno conservador perjudicial para la autonomía universitaria. El 18 de noviembre de 1884 estallan los disturbios que toman el nombre de la Santa Isabel y recuerdan a todos lo ocurrido veinte años antes en la Noche de San Daniel de abril de 1865. El conflicto radica de nuevo en la reivindicación de la libertad de cátedra, y se producen enfrentamientos políticos que acarrean sanciones y la formación del cuarto gabinete de Antonio Cánovas del Castillo tras la caída del gobierno.

Lo cierto es que el doctorando, quizá metido en sus investigaciones, no hace caso de estos acontecimientos porque, para él, es una época de abundantes lecturas. Además de los cursos del último año, frecuenta la Biblioteca Nacional, pues sólo allí puede encontrar la bibliografía abundante y especializada en libros españoles y extranjeros que necesita para las investigaciones impuestas por el tema de su tesis. Lector asiduo, aprecia el ambiente recogido del lugar, favorable a un sinfín de lecturas.

Al cabo de unos meses, termina la carrera y el doctorado corona el expediente de licenciatura. El título de la tesis, Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca (IV, 87-119), refleja el profundo interés por el vascuence demostrado por el doctorando ya desde los años de la adolescencia[83]. En efecto, aunque no ha practicado este idioma en su infancia, estudió el vasco «con ahínco» a finales del bachillerato y busca luego cualquier ocasión de oírlo y aun de hablarlo. Por aquellos años, empieza además a componer un diccionario etimológico vasco-castellano en el que se propone agotar la materia y conserva una enorme cantidad de materiales recogidos en bastantes años, a partir del último de su bachillerato.

Su interés por el País Vasco y su idioma se refleja igualmente en los diferentes textos que redacta en sus cuadernillos, principalmente «Lamentaciones», «La moderna Babel» y «Al pie del árbol santo» en noviembre de 1882. No los publica y, ya en Madrid, proyecta escribir una historia del pueblo vasco en dieciséis o veinte tomos en folio, con la ayuda de su condiscípulo Práxedes Diego Altuna, pero no consigue realizar este ambicioso proyecto.

Para redactar su tesis, el joven se inspira en una libretita titulada «Pareceres y opiniones relativos al euskera o idioma vascongado», fechada en septiembre de 1880; son apuntes sacados de sus numerosas lecturas en las que presenta una apología del basco [sic] y demuestra con razones lingüísticas que el vascuence es una lengua primigenia. Sin embargo, para su trabajo de investigación, si bien el doctorando recopila unos textos de este ensayo de juventud, los utiliza para contrarrestar las afirmaciones anteriores. Pero el factor más decisivo para la elección del tema de la tesis radica sin duda en la influencia de Antonio Sánchez Moguel, también vasco como él. Este catedrático imparte clases dedicadas al estudio de la lingüística aunque esta asignatura no forma parte del plan de estudios cursado por el estudiante bilbaíno (I, 881).

Miguel lee su tesis, de unas cuarenta páginas, el 20 de junio de 1884 en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central. El presidente del tribunal es el decano Francisco Fernández y González; son vocales Miguel Morayta y Manuel María del Valle; Antonio Sánchez Moguel, director de la tesis, es ponente, y el señor Galabert hace de secretario.

La primera frase de este estudio es representativa de las intenciones del doctorando, quien declara: «Soy vascongado y llego con recelo y cautela a terreno poco y mal espigado hasta hoy» (IV, 87). A continuación, plantea los límites de su investigación y formula unas pistas:

 

Son dos y no uno los problemas que aunque estrechamente relacionados debo examinar. El uno se refiere al iberismo de los vascos; el otro, a su origen independientemente de si son o no los antiguos iberos; la primera es una cuestión histórica tanto como etnológica; la segunda, en las actuales condiciones del problema, es filológica (IV, 95).

 

Miguel se sitúa resueltamente a contracorriente de la ideología tradicional que ensalza los méritos de la literatura vasca pues no vacila en declarar que «en el pueblo vascongado es inútil buscar una literatura propia y de abolengo, es más aún, ni tan siquiera posee tradiciones o leyendas que pudiesen guiarnos en el dédalo oscuro de sus prehistóricas antigüedades» (IV, 88-89).

En otra parte de su tesis, el doctorando estudia las teorías existentes sobre el origen del pueblo vasco y cuando analiza la lengua y la cultura vernáculas, aduce que «es el pueblo vasco un pueblo que se va […] no a anonadarse, sino a asimilarse, a perderse como el arroyo en las grandes corrientes del anchuroso río» (IV, 88). Acude a autores europeos, por ejemplo al lingüista más influyente de Europa en su época, Auguste Schleicher; transcribe fragmentos de la obra de Hegel: sus numerosas citas en alemán prueban su conocimiento de este idioma. Concluye este trabajo insistiendo en la ausencia de un verdadero análisis científico de los orígenes del pueblo vasco, de su cultura y de su idioma:

 

He concluido mi trabajo, y en resumen y como resultado general:

1.° Que cuanto se ha especulado hasta hoy acerca de los orígenes del pueblo vasco, y cuanto se ha dicho acerca del parentesco del euskera con otros idiomas, carece de base científica.

2.° Que no hay razones suficientes para afirmar ni para negar que los actuales vascos sean restos de los antiguos iberos.

3.° Que toda esta incertidumbre procede de la falta de método y de no haber planteado bien los problemas.

4.° Que cuasi nada sabemos acerca de la cultura prehistórica del pueblo vasco. (IV, 118).

 

Declara que el resultado «nada tiene de satisfactorio» y que su trabajo es más bien de destrucción, aunque «bien sabe Dios la violencia que ha tenido que hacerse para esparcir tan desesperante pirronismo en el campo de investigaciones emprendidas con tanto ánimo». Según él, la tesis realizada sólo es un primer paso que esboza nuevas perspectivas para la investigación:

 

Cuando se llega a contradictorias consecuencias, cuando se anda a tientas y entre espesa oscuridad, cuando sólo se ven nieblas flotantes donde se creía ver cándida luz, no queda a todo hombre sensato más partido que tomar que el de desandar lo andado, volverse al punto de partida y, aleccionado por la experiencia propia y ajena, y escarmentado en su cabeza y en la de los demás, volver a empezar, si es tiempo, con calma, pero firme y seguro, y alumbrando el camino con la luz clara, tranquila y sosegada del entendimiento, y no la turbia, falsamente brillante y deslumbradora, de la imaginación (IV, 118).

 

A pesar de que Miguel se declara insatisfecho de su trabajo, obtiene el título de doctor con la calificación de sobresaliente y, acabada la carrera, puede regresar a la ciudad del Nervión, acariciando el sueño de afincarse allí como catedrático y de fundar un hogar con Concha.

Desde Bilbao, casi dos años después, envía dos instancias fechadas el 5 y el 17 de febrero de 1886. Pide el derecho a ser eximido de la ceremonia de investidura y la expedición de su título de doctor por conducto del gobierno civil de la provincia de Vizcaya. Interviene su primo Telesforo para informarle de que «lo de la investidura se ha arreglado satisfactoriamente»[84] y, finalmente, el título llega a sus manos en marzo del mismo año.

No deja de resultar sorprendente que no asista Miguel de Unamuno a la ceremonia de investidura, porque en el periodo en que lee la tesis sigue existiendo con toda probabilidad un protocolo universitario establecido varias décadas antes. Existe una fórmula de los juramentos que han de prestar los candidatos y de la protestación de la fe que han de leer en el acto de investidura de los grados de licenciado y doctor conforme a lo dispuesto en los artículos 212 y 219 del Reglamento de las Universidades del Reino aprobado por S. M. el 22 de mayo de 1859.

En primer lugar, los juramentos, a los que se supone que todos los licenciados o doctores a coro deberían responder «¡juramos!», son tres:

 

—¿Juráis por Dios y los Santos Evangelios profesar siempre la doctrina de Jesucristo, Señor nuestro, creyendo y defendiendo nuestra Religión, única verdadera como lo enseña la santa Iglesia Católica, Apostólica Romana?

—¿Juráis sostener el dogma de la Inmaculada Concepción de María santísima, como siempre ha sido sostenido y respetado por nuestros mayores?

—¿Juráis por Dios y los Santos Evangelios obedecer la Constitución de la Monarquía, ser fiel a la Reina Doña Isabel II y cumplir con las obligaciones que impone el grado de … que se os va a conferir?

 

La segunda parte es la protestación de la fe, leída en voz alta, donde cada cual tiene que decir su nombre en el lugar dispuesto para ello, a no ser que algunos elegidos hagan la suya en público en representación de todos los demás. El doctorando debe afirmar que es católico y cree en un Dios único[85].

Desconocemos por qué motivos el estudiante no presta juramento; tal vez no quiera imitar a «esas gentes que repiten: “Creo cuanto cree y enseña la Santa Madre Iglesia”»[86]. Sea lo que fuere, lo único cierto es que el propio Miguel afirma años después sus convicciones civiles y su independencia frente a cualquier dogma:

 

No he sido nunca ni educando ni discípulo de jesuitas ni de otra clase cualquiera de individuos pertenecientes a órdenes religiosas, no he pasado por sus colegios: mi educación toda, desde pequeñito, y aun habiendo nacido y habiéndome criado en el seno de una familia estrictamente católica y piadosísima, fue una educación laica; aprendí primeras letras en una escuela civil y segunda enseñanza y superior en los establecimientos públicos del estado. (VIII, 1246).

 

Obtenida la tesis, Miguel puede con legitimidad soñar con un porvenir más alentador, y aunque los años de la carrera madrileña no siempre fueron gratos, han colmado su sed de saber con las innumerables lecturas y le han permitido tratarse con personalidades destacadas del mundo universitario y ateneístico del momento.