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Un español en París

Desde hacía tres semanas, cada vez que alguien llamaba a la puerta de su apartamento en París, la espalda de Martín Navarro se tensaba como cuando en la guerra llegaba el momento de salir de la trinchera con la bayoneta calada, apretando los dientes para espantar el miedo y el frío después de haberse pasado horas con las piernas hundidas en el fango. A veces, antes de salir a campo abierto, temía que las piernas no le obedecieran, que al abandonar la trinchera se quedara petrificado, como un muñeco de nieve con el que los soldados de la Werhmacht pudieran ejercitar su puntería.

No era igual ahora, desde luego, en un apartamento alquilado donde la calefacción funcionaba casi siempre, que en los arrabales de Leningrado en el duro invierno del 43, pero desde que había regresado de Barcelona sin haber cumplido el encargo, lo normal era que más pronto que tarde alguien acudiera a pedirle explicaciones. Y aquel timbrazo a última hora de la mañana presagiaba problemas igual que las nubes negras anuncian tormenta. Es cierto que también podría tratarse del cartero, o de algún vendedor de enciclopedias a domicilio, pero, a medida que pasaban los días, las posibilidades de que no viniera nadie eran muy remotas. El rostro de Fignon, al otro lado de la mirilla, como si lo espiase a través de un túnel profundo o un periscopio, despejó sus dudas. Antes de abrir, Navarro se guardó la pequeña Astra en el bolsillo. Con su pequeño calibre y su tamaño, no mucho mayor que un mechero grande, era la pistola ideal para llevarla en el pantalón sin que apenas se le notase el bulto. Navarro no tenía dudas de que, de todos modos, Fignon se daría cuenta enseguida de que iba armado, pero la verdad era que casi prefería que lo supiese. En determinados momentos, lo mejor era dejar las cosas claras desde el principio. Cuantos menos equívocos, mejor. Ni siquiera interpretó la sonrisa de Fignon al abrirle la puerta como un síntoma de que todo marchaba bien o que no había pasado nada. La hipocresía tampoco resultaba una novedad a estas alturas.

—Me gustaría decirte qué sorpresa, pero, si te soy sincero, no me extraña que hayas venido.

—Pues no, no debería sorprenderte. Tampoco es la primera vez que te hago una visita. —Fignon señaló con la barbilla el interior del apartamento—. ¿No me invitas a pasar?

Navarro se hizo a un lado, bajando la cabeza, como si le avergonzara haber dejado aparcados sus buenos modales. Mientras cerraba la puerta, aprovechó para dedicar una mirada valorativa a su invitado. Con el abrigo que colgaba de su brazo doblado como una percha y el sombrero en la mano, no parecía dispuesto a sacar una pistola antes de pedirle cuentas. Pero tampoco podía sentirse del todo tranquilo, porque Fignon no era de los que se manchaban las manos de sangre. Para el trabajo sucio había otros tipos que se habrían andado con menos remilgos: quizá lo habrían abordado en la calle y obligado a meterse en un coche, o habrían abierto la puerta de su apartamento de una patada para despacharlo con un balazo entre los ojos sin darle las buenas tardes primero.

Fignon, sin embargo, estaba mirando el mazo de cuartillas que colmaba la mesa del pequeño salón, junto a una edición gastada de Chéjov, en ruso.

—Ya veo que sigues traduciendo —le dijo, volviéndose hacia él, después de colocar con mucho cuidado el abrigo en el respaldo de la silla y poner el sombrero encima.

Navarro se encogió de hombros, con resignación impostada. Tenía las manos en los bolsillos, y la derecha sujetaba la pistola. La intuición le decía que Fignon había venido en son de paz, pero el sentido común lo empujaba a tener el índice cerca del gatillo.

—Tengo que pagar el alquiler —respondió—. Y aunque sabes que soy muy poco dado a la glotonería, me veo en la obligación de comprar comida de vez en cuando.

Fignon le dedicó una sonrisa atravesada antes de posar de nuevo sus ojos sobre los folios.

—Siempre me ha llamado mucho la atención. Un español que traduce al francés a un escritor ruso. Tu dedicación resulta admirable. ¿No vas a ofrecerme café?

No le contestó inmediatamente. Unos meses antes habría recibido a Fignon en su casa con un abrazo y habría puesto una taza de café caliente en sus manos antes de que hubiera tenido que pedírsela; pero ahora era diferente, y por primera vez en mucho tiempo no se alegraba de verlo en París, y mucho menos en su casa.

—Por supuesto, ahora mismo te lo preparo —le dijo, por fin, y luego hizo una pausa para calcular el alcance de la carga de profundidad que le iba a lanzar—. ¿Cuántas tazas debo poner?

—Vengo solo, Martín, y también vengo en son de paz.

Navarro asintió, de espaldas, mientras buscaba dos tazas en el armario de la cocina.

—No veo razón para que hayas venido con otro talante. Pero tampoco creo que estés aquí para supervisar mis traducciones. ¿Será quizá que estabas en París por otros asuntos y de pronto te han entrado tantas ganas de verme que no has podido evitar venir a mi casa?

Puso el café a calentar, y se dio la vuelta. Ahora su invitado miraba por la ventana. Había enterrado las manos en los bolsillos, pero eso no tenía por qué decir que también escondiera una pistola.

—Estoy preocupado por ti —le oyó decir a Fignon, que no se había movido de la ventana. Luego se volvió hacia él, que se había quedado en el umbral de la cocina, como si prefiriera mantenerse a una distancia prudente—. Estamos preocupados por ti.

—Qué bien. Tanta gente preocupada por mí. ¿Se puede saber por qué? Voy cumpliendo años, pero, que yo sepa, me encuentro bastante bien de salud, lo cual no es mala noticia después de haber pasado cuatro inviernos en el frente.

Fignon casi sonrió de verdad. Como si, a pesar de todo, hubiera echado de menos el cáustico sentido del humor de Navarro y la razón que lo hubiera llevado hasta París para llamar a la puerta de su apartamento no hubiera sido otra que mantener una charla agradable con él. Pero su cara recobró enseguida el semblante serio, como la de un muñeco que adoptase de nuevo la expresión inanimada después de que un niño le tirase de los labios para hacerlo sonreír.

—Supongo que sabes que desde lo de Miranda hay muchos en el Partido que no confían en ti.

La espita de la cafetera fue la campana que lo libró de responder enseguida al comentario de Fignon, que, de todos modos, estaba seguro de que sacaría a la luz antes o después. Navarro volvió a darle la espalda para entrar en la cocina, y no le respondió hasta verter el líquido oscuro y humeante en las tazas.

—La gente del Partido acostumbra a ser desconfiada. Demasiado desconfiada.

Se volvió hacia su invitado. Fignon se había cruzado de brazos y apoyado en el alféizar. Navarro le acercó una de las tazas.

—Esta vez tienen motivos para dudar de ti —le dijo, sin probar el café todavía, como si estuviera esperando a que se enfriase o quisiera calentarse los dedos.

Navarro levantó las dos cejas, dibujando algo parecido a un signo de interrogación.

—No te hagas el tonto, Martín. Se te encargó una misión, un objetivo perfectamente claro que no cumpliste. ¿Qué te pasó? ¿Tuviste dudas cuando llegó el momento? ¿Acaso te convenció Miranda de que no era un traidor?

—Dime una cosa, Fignon. ¿Alguna vez te has manchado la chaqueta de sangre? ¿En algún momento has tenido que disparar a la cabeza de un desgraciado que se tapa los ojos con las manos, tirado en el suelo, muerto de miedo?

Fignon no le contestó enseguida. Primero se limitó a mirarlo con dureza, recriminándole la pregunta, y antes de que hablase, Navarro ya había adivinado la respuesta.

—Miranda era un traidor. Nos había amenazado con darle a la policía una lista de los camaradas de Madrid que colaboran con el Partido en la clandestinidad. Pero lo peor fue que quiso chantajearnos. Nos pidió dinero a cambio para mantener la boca cerrada. Por supuesto, no aceptamos. En un caso como éste la única solución es cortar por lo sano. Lo sabes bien. Pero fallaste, Martín. Siento decírtelo y me cuesta creerlo, y ahora no sabemos si Miranda al final entregó esos nombres a los de la DGS y nuestros compañeros de Madrid están en peligro. Puede que incluso les hablara de ti o hubiera informado de las diferentes identidades que has usado cuando has estado en España. Incluso, quién sabe, puede haberles facilitado alguna foto tuya reciente. Créeme, haber dejado escapar a Miranda quizá no haya sido una idea demasiado inteligente.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que lo dejé marchar? ¿Quién te ha dicho que no me dio esquinazo, que era tan escurridizo que se me escapó y ya no pude cogerlo?

Fignon sacudió la cabeza, chasqueando la lengua, como si hubiera ido preparado para rebatir uno por uno todos los argumentos con los que Navarro pudiera defenderse.

—Hace mucho que te conozco. Eres demasiado bueno en tu trabajo. Demasiado meticuloso como para no terminar un encargo. —Señaló los folios, el libro de Chéjov y el diccionario sobre la mesa—. Igual de puntilloso para liquidar a un traidor que se ha pasado de listo o ayudar a salir de España a un camarada en apuros que para traducir con paciencia de hormiga el libro de un escritor ruso.

Navarro dejó su taza sobre la mesa. Volvió a meterse las manos en los bolsillos. Le tranquilizaba sentir la culata rugosa de la pistola.

—Supongo que si creéis que lo he dejado escapar, eso me convierte también en un traidor.

Fignon se tragó un sorbo de café, una tregua simbólica para retrasar un poco la respuesta.

—No adelantemos acontecimientos. Dejémoslo en que para los camaradas has tenido un comportamiento sospechoso.

Navarro sonrió. Tanto, que estuvo a punto de soltar una carcajada.

—Tal vez deberías ser tú el que se dedicara a la literatura. No se te dan mal los eufemismos.

—Tu respuesta resulta halagadora, pero sabes que no he venido hasta aquí para que me adules.

—Seguro que no, pero, ya que lo mencionas, me gustaría saber para qué has venido exactamente. ¿Para advertirme? ¿Para convencerme? ¿Para pedirme explicaciones? ¿Para detenerme? —También estuvo a punto de preguntarle que si para matarlo, pero cerró la boca y se quedó esperando la respuesta de Fignon.

Su invitado sacudió la cabeza, como si le molestase que dudara de sus intenciones.

—Martín, yo sólo he venido para hablar contigo. Sabes que te aprecio, pero desde que se te escapó Miranda hay muchos que no confían en ti. Piensan que no quisiste terminar el trabajo. Dicen que estás acabado, que ya no nos sirves. Peor todavía, sí, como has dicho, que eres un traidor. Algunos están convencidos de liquidarte. Por supuesto que yo no estoy de acuerdo, ni con una cosa ni con la otra, pero por desgracia nada más que puedo hablar por mí. Y cree de verdad que no me gustaría que un día se presentaran en tu casa dos o tres tipos sin mucha paciencia para hacerte un juicio sumarísimo en la cocina.

—No sigas, Fignon, por favor. Como matón no resultas nada convincente.

—Sabes que no pretendo amenazarte, y que lo que te estoy diciendo es la pura verdad.

—¿Y qué quieres? ¿Que me esconda como una rata?

Fignon sacudió la cabeza, incómodo.

—No, Martín. No es eso lo que te digo. También sabes que si no te tuviera aprecio no habría venido a advertirte.

—¿Advertirme de qué? ¿De que vais a mandar a un matarife para que acabe conmigo? Puedes ahorrarte los rodeos. Sé perfectamente de qué va esto. No sería el primero al que quitan de en medio cuando creen que estorba. Yo mismo he tenido que hacerlo varias veces.

—Te digo que vengo de buena fe. Como un amigo. No soy la persona con quien deberías enojarte.

Navarro se dejó caer pesadamente en la silla que estaba junto a la mesa en la que traducía. De repente se encontraba muy cansado.

—Yo no he hecho nada. Y si tú has venido a advertirme es porque también sospechas que es verdad.

Fignon encogió los hombros y cerró los ojos, indiferente.

—En estos momentos, lo que yo piense o deje de pensar es lo de menos, créeme —le dijo, cogiendo otra silla para sentarse frente a él—. Y que los camaradas desconfíen de ti tampoco es ninguna novedad. No es sólo por lo de ahora. Dejar escapar a Miranda en Barcelona ha sido la gota que ha colmado el vaso, pero la desconfianza en ti viene de mucho antes. No me mires como si te sorprendiera, porque sabes perfectamente de qué te estoy hablando.

Navarro asintió, lentamente, como si de pronto cayese en la cuenta de algo importante que se le había pasado por alto o a pesar de hacer un gran esfuerzo para olvidarlo fuera imposible.

—Dime, Martín. ¿Cuántos españoles han conseguido ser héroes de la Unión Soviética? ¿Cuatro? ¿Cinco? Tú eres uno de esos privilegiados. Pero tu crédito puede acabarse, si es que no se ha terminado ya.

Navarro suspiró, hastiado, y miró la taza que había dejado sobre la mesa, sin tocarla. Luego hizo lo mismo con Fignon, sentado frente a él, mirarlo sin tocarlo. Aunque le contase mil excusas, había viajado desde Nantes hasta París sólo para hablar con él. Un emisario patético que trataba de convencerlo en vano de sus buenas intenciones, un profesor paciente y comprensivo que quiere hacer ver a un alumno descarriado las ventajas de regresar al redil, la vaga promesa del perdón si no volvía a apartarse del camino correcto. Recordarle sus medallas no iba a servir para persuadirlo. Si la memoria no le fallaba, con él eran cinco los españoles a quienes se les había concedido la más alta condecoración de la Unión Soviética. Casi todos, como él mismo, después de haber participado en la guerra con Alemania. Pero también Caritat Mercader ostentaba el mismo reconocimiento, y su único mérito era ser la madre de otro matarife obsesionado por los ideales hasta el punto de sacrificar su vida, el asesino de Trotsky. Incapaz a estas alturas de presumir de haberla conseguido, Navarro guardaba esa insignia junto a las otras en el fondo de un cajón olvidado del armario.

La desconfianza en ti viene de mucho antes, le acababa de decir Fignon. Seguro que no le faltaba razón. A él también le pasaba lo mismo. Él ya tampoco confiaba en la gente de Moscú. Había perdido a unos cuantos amigos, hombres valientes que se merecían el título de héroes de la Unión Soviética tanto como él, puede que incluso más, o que habían recibido reconocimientos menos lustrosos, como las órdenes de la Bandera Roja o de la Guerra Patria. Gente a la que habían enviado al Este, a terribles campos de trabajo a miles de kilómetros de Moscú sólo porque alguien del Partido había considerado que fueron impertinentes a la hora de hacer una pregunta. O tal vez porque el pueblo adora a los héroes, y eso acaba disgustando a los que mandan.

Quizá porque le apetecía estar más cerca de España, o a lo mejor porque, aunque le costase reconocerlo, quería alejarse de Moscú cuanto le fuera posible, Navarro se había instalado en París. Tres años después, los recuerdos y los motivos se mezclaban los unos con los otros, difuminándose. Y aunque al principio al menos una vez cada seis meses volvía a la capital de la URSS, con el tiempo se dio cuenta de la verdad, tan triste, o se acostumbró a esa distancia, que fue haciéndose cada vez más saludable. Justo un año antes, al volver a Moscú, había ido a visitar al coronel Yuri Sokolov, uno de los compañeros de armas con los que había luchado desde el sitio de Leningrado, a finales del 42, hasta la toma de las ruinas del Reichstag. Pero su viejo camarada había desaparecido, peor que eso, era como si nunca hubiera existido. Nadie abrió la puerta de su apartamento en Leningradsky Prospekt. Los vecinos bajaban la cabeza o miraban para otro lado cuando Navarro se interesó por su paradero, como si su amigo, que había sido un héroe, ahora no fuese sino un apestado. Preguntó a otros compañeros de armas, a los españoles que se habían quedado en Moscú después de la guerra, pero unos no sabían nada, otros no querían saber, y algunos afirmaban que Siberia era el único destino posible para los traidores de la Patria. Navarro se preguntó si de haberse quedado en Moscú en lugar de instalarse en París él también habría sucumbido al adoctrinamiento, como un burro al que le tapan los ojos con dos parches de cuero y lo dirigen por la vereda sin que pueda ver lo que sucede a los lados del camino. Llevaba media vida peleando por los ideales en los que creía, había luchado en dos guerras que le parecieron justas, matado a hombres en batallas, a muchos sin llegar a verles la cara, y a otros después de la guerra porque el Partido los había señalado como traidores, a un palmo de distancia, de frente si era posible, mirándolos a los ojos y dictándoles la sentencia como un juez con una pistola en la mano al que no se le puede suplicar clemencia. Lo había hecho sin rechistar, sin hacer preguntas, convencido de las razones más grandes que él, y más grandes que cualquiera, por las que debía acabar con ellos. Hubo quien se lo merecía, Navarro no tenía dudas. Estaba claro que habían delatado a algún camarada o se habían pasado al otro bando y pretendían jugar con dos barajas, como tahúres aventajados, todo el tiempo que fuera posible, si es que nadie se daba cuenta y lo remediaba antes de que fuese demasiado tarde.

De vez en cuando Fignon llamaba a la puerta de su apartamento de París para entregarle un sobre con un nombre y una fotografía, un fajo de billetes, una dirección y unos pasajes de tren o de avión. Navarro nunca había hecho preguntas. Podía pasarse meses encerrado, volcando al francés las palabras de los escritores rusos, con la misma entrega de un monje medieval, y luego durante unos días convertirse en un matador implacable por cuenta de quienes tomaban las decisiones en Moscú y dirigían desde la sombra las vidas de gente como él, aprovechándose de la fe ciega en sus ideas, de la ingenuidad infantil con la que acataban sus órdenes, convencidos de estar dando cada día un paso más hacia un mundo mejor y más justo. El problema llegaba, y Navarro había tardado demasiado tiempo en darse cuenta, cuando alguien se cuestionaba no tanto los ideales comunistas como la forma en que el Partido lo obligaba a atenerse a ellos y a sus procedimientos, sin rechistar. Y a él todo le había sucedido a la vez, o casi, porque las dudas ya estaban allí cuando Fignon se presentó en su casa un mes antes con un sobre que guardaba la foto del traidor Miranda y la dirección en Barcelona donde lo encontraría.

—Dime, Fignon, ¿tú luchaste en la guerra?

—Parece como si quisieras recriminarme sobre las cosas que no he hecho. Si no le he disparado a nadie, si no he estado en la guerra… Sabes que no.

—Supongo que el concepto de heroísmo no es el mismo si no has estado en una guerra. En el combate, los héroes surgen de donde menos te lo esperas, y a menudo quienes habías pensado que eran valientes terminan decepcionándote. Te das cuenta de que son unos cobardes. Con las medallas pasa lo mismo: no siempre las reciben quienes las merecen.

Fignon se mordió el labio y negó despacio, con la cabeza.

—Puede ser, pero no es tu caso, desde luego. Quienes te conocieron aseguran unánimemente que fuiste un héroe. Por eso ahora cuesta tanto creer que hayas podido convertirte en un traidor.

—¿Y tú? ¿Qué piensas tú?

Fignon abrió una pitillera de plata, fina, con acanaladuras, y encendió un cigarrillo después de ofrecer otro a Navarro.

—Te lo he dicho antes —no le respondió hasta después de la segunda calada—. Lo que yo piense es lo de menos.

—Ya…

Fignon volvió a aspirar profundamente el pitillo, como un francotirador que quisiera retrasar todo lo posible el placer morboso de disparar a la víctima que tiene atrapada en la mirilla de su rifle.

—No es sólo por lo de Miranda —en cuanto empezó la frase, Navarro ya supo lo que le iba a decir—, aunque algunos tendrían bastante con eso para no volver a confiar en ti. También está lo de esa mujer. Sabes que nunca hemos sido partidarios de que te vieras con ella.

A pesar de que aquello era lo que esperaba escuchar, a Navarro el cigarrillo se le quedó suspendido en los labios, a punto de caérsele, y fue como si de pronto el cuerpo empezara a hervirle por dentro. La sangre le batía en las sienes. Sintió la tensión en los dedos que apretaba contra sus rodillas para reprimir las ganas de agarrar por el cuello a su invitado y estrangularlo.

—No la metas en esto. Ella no tiene nada que ver.

Fignon expulsó el humo del pitillo y levantó las manos, conciliador.

—No te pongas así. Pero debes entender…

—No debo entender nada. Déjala fuera de este asunto. Y punto.

Fignon asintió, parpadeando. Después de todo, era la respuesta que esperaba. Ni más ni menos. Pero también había ido allí preparado para eso.

—Te aseguro, Martín, que si por mí fuera, ni siquiera te habría hablado de esto. Y también te diré que puedo llegar a entender que confíes en ella. En realidad, hasta ahora no pensábamos que hubiera hecho nada sospechoso. Llevaba una vida tranquila como profesora en la escuela de música, y nadie, además de ti o su vecino, acudía a su casa para visitarla. —Navarro resopló, con pesadez. Si Fignon quería acabar con su paciencia, le faltaba poco para conseguirlo. Muy poco. Fignon también hizo una pausa, como si quisiera disfrutar del efecto de sus palabras o retrasar el momento de la última estocada—. Pero algo ha tenido que suceder. Algo terrible o extraño para que tu amiga se haya marchado de Salzburgo de repente, y se haya despedido de la escuela de música y cerrado su casa. ¿No lo sabías?

Navarro lo miraba, sin decir nada, pero por la tensión en la mandíbula era como si fuese un volcán a punto de entrar en erupción. Fignon volvió a fumar, tranquilamente. Ya sabía que su anfitrión no abriría la boca hasta que él no le hubiera contado todo lo que supiera o lo que quisiera sobre su amante.

—No es fácil salir de Austria todavía, pero no tenemos dudas de que ella es una mujer de recursos. Incluso hemos pensado que tú la has podido ayudar a salir del país. Al fin y al cabo, tienes experiencia en cruzar fronteras sin demasiados problemas. —Se inclinó, apoyando los antebrazos en las rodillas, y lo miró a los ojos—. Pero, no sé, me da la sensación de que tú tampoco sabías nada, que enterarte de que tu amante ha hecho las maletas te ha sorprendido tanto como a nosotros. No te preocupes. Sabemos dónde está. —Otra vez hizo una pausa. Le gustaba dosificar la tensión, como si fuera el protagonista de una película de suspense dispuesto a resolver la trama en la última secuencia, y Navarro resopló, de nuevo, lenta, pesadamente, como un elefante furioso—. Está en Madrid. ¿No te parece curioso? A nosotros sí. Y nos gustaría saber qué demonios está haciendo en España. ¿No crees que puede haber ido a visitar a alguno de los que fueron amigos de su marido? ¿Acaso no resulta descabellado pensar que tenga algo que ocultar, que te haya mentido durante todos estos años y ahora esté esperando que le proporcionen una identidad nueva para cruzar el océano y desaparecer para siempre?

Navarro dejó caer la ceniza en el hueco de su mano. Ni siquiera se molestó en estirar el brazo para depositarla en el cenicero.

—No sabía nada —confesó, por fin.

—Y yo estaba seguro. Pero tienes que entender que no todos piensan lo mismo. Algunos creen que te está esperando en Madrid, y que cuando te reúnas con ella los dos subiréis a un barco en Bilbao o en Cádiz rumbo a Sudamérica.

—Eso es una estupidez.

Fignon se puso recto en el respaldo de la silla. Le dio otra calada al pitillo, sin prisas por responderle.

—No tanto, si te pones en la piel de los demás. No olvides que ella pudo regresar a Salzburgo gracias a ti a finales del 45, y desde entonces has ido a visitarla con regularidad. Entre vosotros existe lo que podría llamarse una relación sentimental sólida. Teniendo en cuenta su pasado, no debería extrañarte que algunos hayan perdido la confianza en ti.

Navarro se guardó la rabia. Su cara era la misma que si hubiera desayunado un vaso de sus propios orines.

—Ella no ha hecho nada. Ten por seguro que no.

—Es posible que tengas razón. Pero también puedes estar equivocado.

—Ella ya vivió en España. Pero no me cabe duda de que también lo sabes si has estado hurgando en su pasado. Que haya viajado a Madrid no tiene nada de extraordinario.

—¿Estás seguro? ¿En enero, dejando las clases en la escuela de música? Nos habría extrañado menos si lo hubiera hecho en verano, durante las vacaciones, pero tendrás que reconocer que haberse marchado a Madrid en esta época del año dejándolo todo no resulta nada tranquilizador. —Se levantó, estrujó la colilla en el cenicero—. Martín, siempre haces lo que quieres, sin pararte a escuchar a los demás, pero déjame que esta vez te aconseje que deberías aclarar tu relación con esa mujer a la gente del Partido. En París, en Moscú, en Madrid, donde quieras. Intenta convencerlos de que no pasa nada o de que lo que hay entre vosotros no ha tenido nada que ver con que Miranda se te escapara en Barcelona. Créeme, cuanto antes lo hagas, será lo mejor para todos.

—Pensar que mi relación con ella tiene algo que ver con el hecho de que Miranda aún siga vivo es demasiado retorcido.

Fignon lo miró con suficiencia de jugador experto que esconde todavía algún as en la manga.

—Verás, Martín. Pensé que te habías enterado…

—¿Enterado de qué? —quiso saber, aunque adivinaba la respuesta.

—Miranda está muerto. La policía encontró su cadáver en la habitación de una pensión del Raval, en Barcelona, hace dos semanas. Por lo visto, no había conseguido los papeles para marcharse de España y parece que no pudo soportar la tensión y se suicidó, el pobre. —A Navarro le pareció por un momento que Fignon estaba tan afectado que incluso se santiguaría—. No debería, pero al final he terminado por sentir pena por ese desgraciado. Aunque nos había traicionado, tampoco tenía adónde ir, no se sentía seguro, y prefirió matarse antes de pasarse el resto de su vida escondiéndose como un gusano.

Para Navarro era muy sencillo imaginar lo que había pasado en esa pensión del Raval donde Miranda se escondía, pero discutiéndolo con Fignon no iba a resolver nada. Y, además, el otro ya estaba en la puerta después de doblar el brazo otra vez en forma de percha para colgar el abrigo y sostenía el sombrero por el ala, como si quisiera hacerlo girar con una sola mano.

—Hazme caso, Martín. Te lo digo como un amigo. Aclara tu situación cuanto antes.

Más que una despedida, la frase que le dijo Fignon antes de irse le había sonado como una amenaza. Todavía siguió Navarro mirando la puerta unos segundos después de que se marchase, esperando que el mensajero que habían mandado los del Partido volviese a llamar para decirle alguna cosa que había olvidado; o que algún sicario que hubiera estado esperando mientras conversaban derribase la puerta de una patada para rematar la faena disparándole una bala certera entre los ojos. Pero eso no iba a pasar, al menos no todavía. Si alguien iba a venir a buscarlo no sucedería inmediatamente, sino en cualquier otro momento, cuando pensaran que no se lo esperaba y lo pillaran desprevenido.

Dejó la pistola en la mesa y encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior. No le resultaba difícil imaginar los últimos días de Miranda en Barcelona, cuando ya se sabía sentenciado a muerte. Los últimos días de su vida como una montaña rusa después de que él, en el último momento, hubiera resuelto no apretar el gatillo. Puede que barajando por primera vez en su vida la posibilidad de pegarse él mismo un tiro o utilizar la corbata para colgarse de la tubería de la cisterna. Preguntándose si habría cambiado finalmente de idea y decidiría volver a buscarlo para concluir su trabajo.

Morir dos veces debía de ser algo terrible, porque cuando Navarro lo encontró y todavía no sabía que al final no sería capaz de apretar el gatillo —ni siquiera él tuvo la certeza hasta que llegó el momento—, fue también igual que morir. Y de la misma forma que ahora él sabía que sólo era cuestión de tiempo que alguien fuera a buscarlo para terminar de ajustarle cuentas, también Miranda, que era buen conocedor de los entresijos del Partido, supo con claridad demoledora que aunque él se hubiese mostrado magnánimo y le retirase el cañón de la pistola de la nuca, no pasaría mucho tiempo antes de que enviasen a alguien sin esos molestos problemas de conciencia.

Lo había dejado vivir, sí. ¿Y por qué no? Después de todo, ¿qué pruebas tenía de que Miranda era un traidor? A Yuri Sokolov también lo habían señalado como un traidor y lo habían deportado a Siberia después de protestar públicamente por cómo se estaba ninguneando a muchos hombres valientes que habían derramado su sangre en la guerra. Sin embargo, no tuvo plena conciencia de que al final no apretaría el gatillo hasta que llegó el momento, porque había decidido que Barcelona sería la última vez. Acabaría con Miranda y volvería a su apartamento de París y nunca más volvería a aceptar un encargo, ni siquiera le abriría la puerta a Fignon cuando fuese a su casa. A partir de ahora se dedicaría por entero a traducir textos de autores rusos, en París o tal vez en Salzburgo, pero nunca más volvería a apuntar a la cabeza de nadie por cuenta de gente en la que había dejado de confiar, tipos que siempre se las arreglaban para no mancharse las manos de sangre.

Ya había tenido que liquidar a otros seis traidores durante los últimos cinco años. Agentes que se habían pasado de listos o se habían vuelto ambiciosos en un momento dado. Aunque la explicación también podría ser mucho más simple, práctica tal vez: se habían convertido en traidores porque no les había quedado más remedio para salvar la vida, aunque luego la fuesen a perder por los mismos motivos.

A pesar de sus dudas, había volado de París a Barcelona convencido de que terminaría el trabajo.

A Miranda lo llevó hasta la playa, de noche. Lo había localizado cuando estaba a punto de coger un tren para Valencia. Desde la estación de Francia habían caminado los dos hasta el barrio de la Barceloneta, Miranda un par de pasos por delante y Navarro sin perderlo de vista. La pistola con el seguro quitado y el dedo cerca del gatillo en el bolsillo del abrigo. Era mediados de diciembre y en algunas casas ya podían verse los adornos navideños recién colocados.

Fue algo entrevisto en un parpadeo, y al principio ni siquiera le prestó atención, como quien mira pasar distraídamente el vagón de un tren desde el andén. En una de las ventanas se asomaba la cara de un niño. A Navarro no se le daba muy bien calcular la edad de los chavales, pero aquél debía de tener nueve o diez años, no muchos más. Era muy tarde y hacía frío, y el viento helado no invitaba a que nadie estuviese cerca de la orilla para dar un paseo o echar una caña al mar. Aún siguieron caminando un poco más, Miranda y Navarro, para alejarse de las casas y de algún testigo inoportuno. La luz de la ventana donde había visto al crío seguía encendida, pero tampoco se alejó mucho. Estaba demasiado oscuro, y si alguien se asomaba, sólo vería un fogonazo que achacaría a un relámpago, en la distancia, una tormenta repentina que con suerte descargaría en el mar, sin llegar a tierra siquiera. Y si lo veían tampoco pasaría nada. Se marcharía enseguida, nadie recordaría su cara ni sería capaz de contarle a la policía más que los rasgos de un fantasma.

Al llegar a la orilla, Navarro le había ordenado que se pusiera de rodillas. Miranda obedeció la orden temblando. Los ojos cerrados, las manos levantadas frente al Mediterráneo oscuro y desapacible que preludiaba el invierno.

—Por decisión del Partido has sido acusado de traición, y voy a ejecutarte —le dijo.

—Yo no he hecho nada —suplicó Miranda. La voz le llegaba a Navarro muy lejana, mezclada con el ruido de las olas al romper en la orilla—. Soy inocente.

—Es lo mismo que dicen todos.

—Pero yo estoy diciendo la verdad. —Volvió un poco la cara, para asegurarse de que escuchaba lo que le decía—. ¿Podrás matar a un hombre inocente? Si eres capaz de apretar el gatillo es que no eres el mismo capitán Navarro del que me han hablado.

—¡Cállate!

—¿Qué puedes hacerme si no me callo? ¿Dispararme antes? —Miranda parecía haber echado mano de una reserva de energía y de valor que hubiera conservado para el último momento—. Te digo que soy inocente, y si he cometido algún error ha sido cumplir con mi obligación. Hay demasiadas manzanas podridas en el Partido. Tú deberías saberlo, pero si estás tan seguro de que debes dispararme resulta que a lo mejor no estás enterado.

Navarro dejó escapar un suspiro hondo. El cañón de la pistola estaba pegado a la nuca de Miranda, dejando al descubierto el cuero cabelludo, blanco y grasiento, pero era como si tuviese el dedo escayolado, incapaz de empujar el gatillo.

Entonces volvió a mirar la ventana. Y si no disparó no fue sólo por el niño, aunque tal vez lo peor era que ni siquiera le preocupaba que un chaval desconocido viese cómo mataba a un hombre indefenso o le gritase asesino mientras se perdía en la oscuridad de la playa. En las dos guerras en las que había participado había visto morir a demasiada gente inocente, a niños saltar de una trinchera con el rostro desencajado y la bayoneta calada. Incluso en Berlín tuvo que enfrentarse a tiros con un grupo de adolescentes a los que les habían lavado el cerebro y les habían puesto el uniforme verde oliva de las SS cuando ya estaba todo perdido y sólo era posible el desastre. Para Navarro no eran más que soldados, y había ordenado abrir fuego contra ellos, como si fuesen adultos, aunque luego aparecieran los remordimientos. Cuando uno se juega la vida no es momento de entretenerse en reflexiones morales ni de hacer distinciones. A él también le habían disparado y herido sin que le preguntasen antes qué edad tenía o qué pintaba en aquella guerra, tan lejos de su casa.

La luz seguía encendida pero, desde la última vez que miró, la puerta se había abierto y el crío había salido. Navarro no podía distinguir su carita en la oscuridad, pero no había duda de que el chiquillo los estaba observando, con curiosidad, como si le costase entender qué hacían. Apretó los labios, tanto que sintió cómo le crujían los huesos de la mandíbula. Podía haberle dado una voz al chaval para que volviera a meterse en su casa, o incluso apretar el gatillo y marcharse de allí antes de que el niño se diese cuenta de lo que estaba pasando. Pero sin saberlo el chiquillo le estaba proporcionando la excusa que necesitaba, la razón para no hacer lo que no deseaba. Con el cañón de su pistola seguía apuntando a la nuca de quien le habían dicho que era un traidor, como la imagen congelada de una película, pero su prisionero aún no sabía que había vuelto a nacer esa noche. El propio Navarro acababa de darse cuenta de que no lo iba a matar. Más por rabia consigo mismo que por hacerle daño, le dio una patada en las costillas a Miranda, que rodó sobre la arena, sin quejarse siquiera, y se alejó caminando por la orilla. Habían pasado muchos años desde que los chiquillos de Madrid lo admiraban como a un héroe. Esos tiempos ya no volverían, por desgracia. Lo sabía. Pero tampoco quería seguir siendo un asesino.

Según Fignon, perdonarle la vida aquella noche no le había servido de nada a Miranda, y ahora a él lo consideraban también un traidor. Después de todo, no era ni más ni menos lo que estaba esperando que sucediese en cualquier momento. Navarro pasó una mano por delante del cristal de la ventana para limpiarla de vaho y poder ver la calle. Alguno de los hombres que caminaban con el cuerpo encorvado en dirección hacia el bulevar Raspail para protegerse del aguanieve era el que acababa de marcharse de su casa tras ponerlo al día de la situación, pero era imposible distinguirlo. Cualquiera de los puntos que anduviesen por la acera o a lo mejor disimularan entretenerse visitando el cercano cementerio de Montparnasse a pesar del mal tiempo podría ser también el que acudiese a ejecutar la orden que muy probablemente habrían dado ya de vigilarlo o acabar con él. Aparentemente, Fignon había puesto todas las cartas boca arriba. Tienes que ir a explicarte, le había dicho. Convencerlos de que no eres un traidor. Pero también se había preocupado de informarle de que Erika había vuelto a Madrid, de repente, dejando su casa y su trabajo. Había sido un golpe bajo, y Fignon había sabido escoger perfectamente el instante en que propinárselo. Lo conocía lo bastante bien para adivinar que no iba a quedarse cruzado de brazos, asomado a la ventana mientras recordaba en silencio el nombre de Erika, como si invocara su regreso.

Terminó de fumarse el pitillo tranquilamente, y luego se retiró de la ventana y aplastó la colilla en el cenicero, pero el asunto seguía revoloteando en su cabeza como una bandada de pájaros desquiciados. Se preguntó si antes de viajar a Barcelona ya sospechaba que a lo mejor no sería capaz de matar a Miranda aunque lo llevase a la playa de noche y lo encañonase, porque ahora, incluso antes de que Fignon se hubiera marchado, ya estaba convencido de la siguiente cosa que haría. Lo sabía incluso antes de pensarlo. No le iba a quedar más remedio.