Se había instalado en las pequeñas rutinas de cada día y, aunque temía que la tranquilidad impostada en que vivía terminara en cualquier momento y el pasado le estallaría en la cara, a veces conseguía olvidarse de todo, de quién era y de quién había sido, de que antes o después alguien iría a buscarla, a ella o a lo que Emil le había pedido que escondiese. Como si hubiera borrado sus recuerdos y pudiera negar el porvenir, se concentraba sólo en el presente, en las clases de piano que había retomado después de tantos años. Encerraba el pasado en un rincón de su memoria que se le antojaba como una de esas cajas fuertes con puertas acorazadas donde los bancos guardan lingotes de oro, imaginaba que se tragaba la llave y que ya nadie podría abrirla, y se esforzaba en no pensar en el mañana. El futuro no existía más allá de lo que tardase en morir el día, y el mundo, que antes era tan grande, se había reducido al kilómetro y medio que separaba su casa, donde había vuelto a vivir después de tantos años, de la academia de música. La misma escuela donde aprendió a tocar el piano de niña, y en la que, gracias a Mijail, que mantenía una buena relación con el director, había tenido la suerte de encontrar un trabajo de profesora sin tener que responder a preguntas incómodas.
Tener un trabajo y un sueldo decente ya era bastante bueno en aquellos tiempos, y aunque con lo que ganaba Erika tenía suficiente para mantenerse por sí misma y darse algún capricho de vez en cuando, cinco años después de que terminase la guerra se había convertido en una persona muy precavida, como si ya fuese muy mayor, y guardaba su dinero con la misma prudencia de una hormiga que recogiese trocitos de pan de los que abastecerse en el futuro, cuando la artrosis quizá ya no le permitiera tocar el piano con el virtuosismo de ahora, o simplemente sin dolores, y el tiempo inevitable de vacas flacas la obligase a contar cada día sus ahorros. Pero también era cierto que a Erika le gustaba enseñar a tocar el piano, y sobre todo, necesitaba estar ocupada el mayor tiempo posible, no tener energías por la noche sino para tumbarse rendida en la cama y despertarse por la mañana cuando el sol todavía no se hubiera levantado.
Aquel día había sido como cualquier otro de primeros de enero. Erika había salido de su casa temprano, aún no había amanecido, para dirigirse a la academia, en el centro. Como hacía siempre que el viento soplaba desde los Alpes, al cruzar el puente sobre el Salzach se ajustó el gorro sobre las orejas y le dio otra vuelta a la bufanda, enroscándosela alrededor del cuello como una serpiente de lana. En el número 15 de la Getreidegasse, a pocos metros de la que fue la casa de Mozart, subió a la segunda planta y, antes de abrir la puerta y acercar las manos a la estufa del recibidor, sonrió al escuchar las notas en la sala donde el director enseñaba canto a los alumnos. Como cada mañana, no se quitó el abrigo ni los guantes ni se liberó de la bufanda hasta entrar en calor, y entonces abrió despacio la puerta del coqueto salón donde su jefe tocaba apasionadamente el clavecín de sesenta y una teclas del siglo XVIII, con los ojos cerrados, como si no supiera que Erika ya había llegado, o puede que tal vez por eso, porque le gustaba que ella lo viera concentrado en su música: el profesor entregado que ninguna mañana puede resistir el impulso de llegar el primero a la escuela y practicar para no parecer nunca torpe a los ojos de cualquier estudiante aventajado. Los primeros alumnos todavía tardarían media hora en llegar, pero nunca lo hacían antes que el director, y en ocasiones Erika pensaba que el jefe se quedaba a dormir en el sofá de terciopelo de la recepción, como si para él no existiera otra vida que la que habitaba en aquella casa bicentenaria que había conseguido mantenerse a duras penas como academia de música tras acabar la guerra. Pero después de pensarlo muchas veces, la única explicación que le encontraba era que al director le gustaba sentarse ante el viejo clavecín muy temprano, tocar en silencio un rato antes de que llegasen los otros profesores y los alumnos, disfrutar de la soledad impagable de su refugio antes de que las voces de los compañeros o las tentativas de los aprendices de pianista rompiesen el silencio.
Cada uno tenía sus razones para llegar pronto. En invierno, Erika prefería acudir con el tiempo suficiente para calentarse las manos, porque en las mañanas tan frías como aquélla, cuando salía de su casa, cerca de la mole imponente del Kapuzinerberg, antes de atravesar el Salzach ya no sentía las yemas de los dedos, y había días en los que, incluso después de calentar unos minutos las manos junto a la estufa, cuando se quitaba los guantes aún tenía las puntas de las extremidades amoratadas, insensibles, y ésa no era la mejor manera de sentarse al piano para enseñar a sus alumnos a interpretar una partitura. Y aquella mañana de un día normal como otro cualquiera, cuando entró en el salón para darle los buenos días al director, que, concentrado en el Concierto Número 21 de Mozart, apenas le dedicó una leve inclinación de cabeza, ya sentía el hormigueo reconfortante en la punta de los dedos que empezaban a recuperar su temperatura.
Por la tarde, después de la academia, Mijail llamó a su puerta, puntual, a las siete, como había hecho tres veces por semana, sin faltar un solo día, durante los últimos dieciocho meses. Un cuarto de siglo atrás los dos eran apenas unos niños que habían crecido juntos, y ahora Erika era una mujer viuda que había vuelto a la ciudad después de haber pasado muchos años en el extranjero. Él se empeñaba en mostrarse como el enamorado paciente capaz de esperar todo el tiempo que hiciera falta. A pesar de haberle confesado sus sentimientos dos veces y ser rechazado —la primera cuando todavía eran unos adolescentes, y la segunda cuatro años antes, cuando ella había vuelto a la ciudad para empezar una nueva vida—, su vecino ni siquiera se había esforzado en mostrar una indiferencia amistosa, distante. En las dos ocasiones, Mijail le había abierto su corazón sin tapujos, y no la había vuelto a molestar después de que Erika sonriese amablemente y le dijera que no estaba enamorada de él la primera vez, y que quizá ya nunca más volvería a estarlo de nadie la segunda. Mijail tampoco se había enfadado o la había empezado a tratar con el resentimiento de un amante despechado cuando Erika declinó la oferta de dar un paso más en su relación de amistad y convertirse en una pareja de novios. Al contrario, cuando se encontraron a la mañana siguiente, de los dos ella fue la única que parecía sentir vergüenza, la que bajaba la mirada como si fuese culpable de un delito y él, en lugar de hacerla sentir mal por haberlo rechazado, la trataba como si no hubiera sucedido nada y la declaración de amor fuese un mal sueño que ella no alcanzase a recordar con claridad después de haberse levantado. Era lo mejor, desde luego: seguir con la rutina de cada día sin más, no dar importancia a lo que había pasado, saludarse como dos buenos vecinos, charlar con otros amigos que quizá sospechaban del enamoramiento no correspondido de Mijail, volver a su vivienda a mediodía para comer y otra vez emprender el camino de vuelta a la academia; luego, otra vez desandar el camino, encerrarse en casa para dar algunas clases particulares y preparar la cena.
Algunos días Erika lo veía salir desde la ventana de la cocina. Mijail vivía en la acera de enfrente y atravesaba la calle procurando inútilmente disimular la cojera que arrastraba desde niño. A veces se atusaba el pelo o se ajustaba las gafas redondas, coqueto, como si acudiese a una cita galante, antes de empujar la cancela y colarse en su jardín. Erika a veces sonreía en silencio y sacudía la cabeza ante la evidente tozudez de su amigo que, además, cuando era un crío jamás había mostrado un interés especial por la música. Tal vez como algunos niños austríacos que, al vivir en un país en el que la educación musical era tan importante, en lugar de haberse aficionado a tocar algún instrumento o incluso haber hecho de la música su forma de vida, se había vuelto impermeable, puede que por rebeldía, a las partituras y a las corcheas. Y lo raro era que después de haber sido una de esas personas refractarias a Mozart que a Erika siempre le parecían tan extrañas, ahora se hubiera empeñado, con la misma pasión de un adolescente, en adquirir destreza al piano. Una pena que no se hubiese aplicado en aprender a tocar cuando era pequeño, porque en el tiempo que llevaba enseñándole se había convertido en un pianista bastante digno. Le pagaba bien, incluso más de lo que habría tenido que pagarle a otros profesores de música de la ciudad, y al fin y al cabo eran dos buenos amigos que se habían vuelto a encontrar después de muchos años y se procuraban compañía. Además, el dinero no le venía mal. A Erika le disgustaba la idea de pasar otro invierno sin reparar el tejado. Colocado en un lugar estratégico del salón tenía un cubo para recoger las goteras los días de lluvia, y en la mayoría de las ventanas se formaba un cerco de humedad que ni siquiera pintando las paredes cada verano impedía que volviesen a aparecer después de varios días de tormenta, como si las manchas se hubieran vuelto traviesas y les gustase exprimir su paciencia.
Después de la guerra había tenido la fortuna de volver a vivir en la casa que había sido de su familia. Era hija única, y estaba claro que aquel lugar junto a la mole majestuosa del Kapuzinerberg le correspondía después de que sus padres hubieran fallecido en el 37, pero el mundo había cambiado tanto durante estos años que no habría sido descabellado pensar que, al volver a Austria a finales del 45, los americanos le hubieran puesto todas las trabas posibles para mudarse a la casa en la que había crecido. Pero no fue tan difícil como había imaginado. Bastó con desclavar los tablones que atrancaban la puerta y barrer el polvo acumulado después de haber permanecido más de un lustro sellada.
—Está todo bien —le había explicado Mijail, orgulloso—. Yo he velado por la casa durante estos años. Me daba mucha pena salir cada día o asomarme a la ventana y verla cerrada, como si estuviera pudriéndose por dentro poco a poco. Pero algo me decía que antes o después regresarías y otra vez volvería a ver la puerta abierta.
No era sólo el dinero que Mijail le pagaba por las clases de piano, sino también, sobre todo al principio, sus palabras de ánimo, los ratos tan buenos que pasaba con ella cuando cruzaba la calle con cualquier excusa para charlar un rato. Lo discreto que se mostraba, sin hacer preguntas sobre el pasado o el modo en que se retiraba, seguro que a regañadientes —sobre todo después de que le hubiera dicho que nunca volvería a enamorarse—, pero hacía un esfuerzo muy grande para que ella no se diera cuenta, cuando Martín viajaba desde París para visitarla y pasaba semanas en su casa. Entonces Mijail desaparecía, ni siquiera acudía a recibir sus clases de piano. Se convertía en un fantasma que sólo quisiera acompañarla cuando se encontraba sola, como si adivinase el momento exacto en que ella necesitaba estar con alguien que no hurgase en su vida, con un hombre que, aunque la amase dolorosamente porque ya le había dejado claro dos veces que jamás podría corresponderle, después de todo no era sino su mejor amigo.
Por eso aquél había sido un día como cualquier otro, rutinario y moderadamente feliz, que iba a terminar con un rato de lectura tras recoger la mesa y fregar los platos.
Después de que su vecino se hubiera marchado, Erika se había preparado una cena rápida que disfrutó en la misma cocina delante de una copa de vino. Luego, cuando estaba fregando los platos, se había quedado un momento absorta, como le pasaba algunas veces que miraba el jardín trasero por la ventana, atenta a la oscuridad, como si sus ojos pudieran distinguir las formas de los árboles o el movimiento de las hojas igual que si fuera de día; pensando cuándo llegaría el momento en que no podría resistirse a la tentación de abrir lo que escondía, sobre todo por acabar con el hastío o la incertidumbre en que vivía, las ganas de romper con el pasado para siempre, terminar con el miedo cotidiano y ya no tener que levantarse más cada mañana esperando que Emil o un desconocido volviese para buscar lo que era suyo o pensaba que le pertenecía.
Aunque la inquietud siempre estaba presente, cuando oyó unos pasos que se dirigían a la cocina no pensó que ese momento que temía tanto hubiera llegado por fin, sino que se trataba de Mijail, que a veces volvía después de las clases para sentarse a charlar un rato, o le traía un postre que aseguraba haber preparado especialmente para ella. Pero no era Mijail el hombre que estaba mirándola en su cocina, como si a pesar de haberse colado en su casa sin haber tenido la deferencia de llamar primero estuviera esperando a que le diese permiso para sentarse a su mesa y tomar un té y unas pastas con ella. No era tan alto como su vecino, pero sí mucho más corpulento, tanto que parecía haberse comprado la chaqueta en un almacén de saldo donde no quedase ropa de su talla. Erika no se llevó la mano a la boca para reprimir un grito. Ni siquiera se le cayó un plato al suelo y estalló en pedazos. Lo que servía para las películas de miedo o para las novelas que le gustaba leer no tenía por qué funcionar en la vida diaria: el mundo real era mucho más aburrido que la ficción. Se limitó a mirarlo, incluso le sorprendió que no se hubiera quitado el sombrero al estar bajo techo, porque no le cabía duda de que el hombre que la observaba sin hablar todavía había recibido formación militar, seguramente durante muchos años, y destocarse al entrar en una casa era un gesto instintivo del que alguien que había vestido uniforme no se podía despojar fácilmente.
Dentro de un momento, de la mano del intruso brotaría un cuchillo o una pistola como por arte de magia, aunque era más que posible que no los necesitase para hacerle daño. Ponerse a dar gritos también estaba descartado. Los vecinos llamarían a la policía, y ésta haría preguntas a las que no sabría o no querría responder. Puede que incluso se mostrasen demasiado interesados en conocer el motivo de la presencia de aquel hombre en su casa. Asintió, resignada, mostrando las palmas de las manos, como si tuviera que calmar al desconocido que aún seguía con los pies clavados en el umbral de su cocina, quizá porque estaba seguro de que ella, aunque quisiera echar a correr, no tendría escapatoria. Sin bajar las manos volvió la cabeza hacia el trozo de jardín oscuro que enmarcaba la ventana, como si quisiera asegurarse de que en los dos minutos que pasaron desde la última vez que miró nadie se le hubiera adelantado, llevándose lo que ese tipo había venido a buscar. Pero cuando volvió la cara para pedirle que no le hiciera daño, que enseguida le daría lo que quería, el hombre que aún llevaba el sombrero puesto había recortado la distancia que la separaba de ella, como un fantasma que levitase, y la había empujado contra la encimera y le había tapado la boca con una manaza que a Erika se le antojó tan grande y tan áspera como la de un oso.
—No hace falta que te diga por qué estoy aquí. Seguro que lo sabes. ¿A que sí?
En lugar de asentir temblando de miedo, Erika cerró los ojos y apretó los labios para contener una arcada. Además de las manos enormes y duras como las de un animal, le apestaba el aliento como si llevase retrasando diez años la visita al dentista. También se dio cuenta de que hablaba alemán con acento de Alemania, no de Austria. Con que le dijera alguna frase más estaría segura de que se había criado en Berlín. Pero antes de escucharlo hablar de nuevo, Erika abrió los ojos y pudo comprobar que, en la mano que le quedaba libre, como si la taumaturgia se hubiera producido por fin, había aparecido una navaja, con la hoja muy pequeña, pero seguro que también muy afilada, y la sostenía demasiado cerca de su ojo izquierdo como para quedarse tranquila. Cualquiera con unos conocimientos mínimos de medicina sabía que, con el movimiento rápido de un experto, un globo ocular podía separarse de la cuenca sin que el inminente tuerto notase dolor siquiera. Y estaba segura de que ese tipo podría haber perdido el número de su dentista o no sentir la más mínima preocupación por la higiene bucal, pero no había duda de que no era la primera vez que usaba un cuchillo, y además sabía que una hoja afilada tan cerca del ojo daba más miedo que el cañón de una pistola apuntando al pecho.
—¿Dónde está?
También había esperado Erika que ese momento nunca llegase. Algunos días pensaba que se habían olvidado de ella para siempre, que nadie la recordaría o la relacionaría con el pasado. O que Emil o algún sicario mandado por él habría ido a buscar la maleta en cualquier momento que ella no estuviese en la casa: pasaba muchas horas cada día en la escuela de música y, bien pensado, lo más normal era que un día al volver del trabajo y mirar por la ventana de la cocina viese un montoncito de tierra en el jardín, como si alguien, además de estar en su casa, también hubiera querido dejar constancia de que ya se había llevado lo que vino a buscar.
Erika asintió bajo la zarpa del intruso. Como pudo, movió la cabeza un poco hacia la ventana.
—¿Dónde? —repitió el tipo, acercando un poco más la punta de la navaja a su ojo—. Voy a quitarte la mano de la boca. —Era de Berlín, ya no había ninguna duda—. No hace falta que te diga lo que te pasará si gritas.
Erika asintió otra vez, mecánica, repetidamente, como si le hubieran activado un resorte en las cervicales.
—Lo que busca está en el jardín, enterrado junto al roble. Lléveselo y no me haga daño. Ni siquiera lo he abierto en los cuatro años que lleva ahí escondido.
El hombre la cogió por la garganta y la empujó contra el fregadero mientras entornaba los ojos escrutando sin mucho resultado la oscuridad del jardín.
—Más te vale que me estés diciendo la verdad —le dijo, separándose de ella un poco, incluso amagó una sonrisa—. Andando. Llévame hasta al sitio donde está escondido el tesoro.
Erika se incorporó despacio, sin dejar de mirarlo. Efectivamente, como si fuese un prestidigitador talentoso, de su mano había desaparecido la navaja para convertirse en una pistola. A Erika el cañón le pareció tan largo que pensó por un instante que se había mareado o le fallaba la vista. Lo primero no era del todo mentira: estaba un poco mareada. En lo segundo sí que se había equivocado: aún no necesitaba gafas. El cañón de la pistola era tan grande porque llevaba acoplado un silenciador. Si le quedaba alguna esperanza después de que le retirase la navaja del ojo se había esfumado: el intruso había venido preparado para liquidarla sin despertar a los vecinos. Por su cabeza pasó un recuerdo tan rápido como una estrella fugaz: unos hombres que querían hacerle daño, hacía mucho tiempo; una niña con un manojo de globos que la levantan hasta el cielo, donde nadie pueda lastimarla. Una pompa enorme de jabón. Ojalá que el capitán Navarro estuviera ahora allí para salvarla.
—No hagas tonterías. Limítate a llevarme hasta el tesoro…
Tal vez como un mago capaz de convertir navajas en pistolas no tendría precio, pero como humorista estaba claro que pasaría mucha hambre. Erika no se lo dijo, por supuesto que no, pero si quería hacerse el simpático repitiendo lo del tesoro a ella no le hacía maldita la gracia. Obediente, salió de la cocina despacio, no fuera el tipo a pensar que quería escaparse y apretase el gatillo antes de tiempo.
El jardín estaba tan oscuro que no supo si aquél era o no su día de suerte. Con menos nubes y una luna más generosa tendría menos posibilidades de equivocarse al buscar el lugar exacto donde estaba la maleta que en primavera haría cuatro años que llevaba enterrada en su jardín. Ahora era como si un mecanismo interno de relojería hubiera activado una alarma que acelerase el tiempo, marcando la urgencia inminente de escapar de allí, sin mirar atrás, porque una bomba estaba a punto de explotar.
Empezó a tiritar, pero no era el mejor momento para pedirle a quien la encañonaba que la dejase entrar en la casa para coger un abrigo.
—El roble está junto a la tapia. —Erika apuntó a la oscuridad con la barbilla.
—Entonces vayamos hasta allí.
Ella volvió la cabeza, sin mover el cuerpo. El cañón de la pistola seguía mirándola, como un ojo siniestro.
—En la cocina tengo una pequeña pala que uso para quitar la nieve de la entrada. Permítame cogerla y enseguida podré darle lo que ha venido a buscar.
El tipo chasqueó la lengua y sacudió ligeramente el cañón de la pistola para subrayar su disconformidad.
—Me temo que esta noche vas a tener que mancharte las manos de barro, preciosa.
—Pero lleva casi cuatro años enterrada. La tierra incluso puede estar congelada bajo la nieve.
Cuando terminó la frase, se dio cuenta de que si no fuera porque no resultaba prudente llamar la atención, el desconocido habría soltado una carcajada clamorosa. Bien mirado, puesto que tal vez estaba a punto de morir, que pudiera estropearse la manicura escarbando en la nieve no tenía la menor importancia.
La única respuesta que obtuvo fue el cañón del arma hundiéndosele en las costillas, empujándola hacia el árbol. Erika no dijo nada. Procuró que sus ojos se acostumbrasen cuanto antes a la noche sin luna y que el temblor de hombros por culpa del pánico o del frío no fuera demasiado evidente. Estaba muerta de miedo, pero no le quería dar el gusto de que se lo notase.
Veinte metros después estaban junto al roble.
—Aquí es —anunció, palpando el tronco, como si estuviera orgullosa de tenerlo plantado en su jardín—. Si no se le ha adelantado nadie, aproximadamente a un metro debajo de este punto —señaló con el índice un lugar bajo sus pies— debe de encontrarse lo que está buscando.
—Por tu bien espero que esté ahí. Pero, dime: ¿no ha venido nadie antes para llevárselo?
En otras circunstancias, Erika podría haber aprovechado el resquicio que le proporcionaba la pregunta para ganar tiempo, pero le afectaba la terrible corazonada de que, hiciera lo que hiciese o dijera lo que dijese, al final su sangre acabaría tiñendo la nieve que había tapizado el jardín durante los últimos dos días. Sin embargo, tampoco iba a ponérselo tan fácil.
—Paso mucho tiempo fuera de casa, pero eso seguro que lo sabe. No es muy exagerado pensar que alguien ya podría haber estado aquí para llevarse lo mismo que usted tiene tantas ganas de encontrar. A propósito: ¿por qué no ha venido cuando yo no estaba? Así me habría evitado este mal rato, y ni siquiera habría tenido que verle la cara. —El tipo no dijo nada. Hablar con él era igual que hacerlo con la pistola—. Claro —Erika, no sin esfuerzo por culpa del frío, chasqueó los dedos, como quien acaba de resolver un acertijo—, no sabía si la maleta estaba aquí, y si estaba aquí, tampoco sabía el lugar exacto donde encontrarla, ¿verdad?
La única respuesta que obtuvo fue la zarpa de oso apretándole el cuello, obligándola a agacharse. Sintió la nieve al apoyar las rodillas y las palmas de las manos. Tenía tanto frío que en un segundo ya apenas podría sentir los dedos.
—Empieza a cavar —oyó decir, desde lo alto, como un gigante que le susurrase para que nadie más que ella pudiera escucharlo—. No tenemos toda la noche.
Aunque era lo último que quería hacer, tampoco podía gritar: en cuclillas, y con el silenciador a treinta centímetros de la nuca, se le antojaba imposible que no la matase antes de que pudiera abrir la boca siquiera. Con la tierra tan dura y tan fría, calculó que tardaría al menos veinte minutos en poder sacar la maleta de su escondite. Era el único recurso que le quedaba: ganar tiempo, y probablemente tampoco le serviría de nada, pero cuando se está a punto de morir cada segundo extra es un regalo, un minúsculo reducto de vida al que poder agarrarse. Clavó los dedos que ya no sentía en la nieve, esperando que donde empezaba a cavar trabajosamente estuviese todavía la maldita maleta que Emil había enterrado tres años y medio antes.
—Sigue —le decía el otro cuando alguna vez se detenía para estirar la columna.
Estar agachada escarbando con las manos en la tierra helada no era lo mejor para que no le doliese la espalda. Erika ya había conseguido abrir un agujero de aproximadamente veinte centímetros de profundidad. Aún no había llegado a la mitad y le dolían tanto las manos como si las hubiera metido en una trituradora. Y aunque no sentía los dedos, se había dado cuenta de que debajo de las uñas rotas le manaba un hilillo de sangre. Cerró los ojos y volvió a hundir las manos en el barro, como si le fuera la vida en ello. De pronto se había dado cuenta de que ya no quería estirar el tiempo, y lo único que le importaba después de haber pasado un rato de rodillas en la nieve era terminar con todo de una vez, dejar de padecer ese frío tan intenso y el dolor en las manos, que aquel hombre se llevase lo que había venido a buscar y la matase o se apiadase de ella, pero que todo acabara, por favor. Luego el barro se fue volviendo más blando, desmenuzándose entre sus dedos, o era que tenía tantas ganas de terminar que se había olvidado por completo del sufrimiento, de la incomodidad y del frío.
No habían pasado más de cinco minutos después de que se detuviese la última vez cuando notó que las uñas tocaban algo más duro que la tierra. Al menos el tesoro seguía enterrado en su jardín. Estaba segura de que el hombre que esperaba a su lado también se había percatado del hallazgo. Con el rabillo del ojo vio cómo se agachaba un poco, seguro que para asegurarse de que había encontrado la maleta. También tuvo Erika durante un momento una visión fugaz y extraña. Al darse cuenta de que algo no encajaba, se le dibujó un signo de interrogación en la cara. Seguro que estás teniendo alucinaciones, se dijo, antes de afanarse en terminar de quitar la tierra que cubría la maleta. Aún seguía pensando que se trataba de visiones, que tal vez por llevar tanto tiempo agachada se le había subido la sangre a la cabeza, pero en cuanto el tipo le ordenó que continuase con su tarea cayó rodando sobre la nieve después de emitir un gemido sordo. Luego vio la pala alzarse otra vez para caer sobre él antes de que pudiera ponerse de pie, y a Mijail sujetando el mango con las dos manos, como un verdugo que levanta el hacha para culminar la ejecución. Pero aunque su vecino había contado con la ventaja de la sorpresa, el tipo rodó sobre sí mismo —era mucho más ágil de lo que su voluminoso cuerpo daba a entender— y esquivó el filo metálico de la pala.
El primer golpe le había alcanzado en la espalda, pero no había servido nada más que para aturdirlo momentáneamente. Se levantó de un salto, puso un pie sobre la pala que se había quedado clavada en la nieve y agarró por el cuello a Mijail, que lo único que consiguió fue sujetar con las dos manos la zarpa que le atenazaba la garganta para aliviar la presión, en vano, porque el otro era demasiado fuerte, y además estaba acostumbrado a pelear. Con un movimiento rápido pasó una de las piernas por detrás de las de Mijail, lo derribó sobre la nieve y le hundió la punta del zapato en el estómago. Luego se volvió, sin prisas, con la seguridad de quien se sabe ganador de la partida, para agarrar la pala y estrellarla en la cabeza del vecino de Erika o para coger la pistola y liquidarlo limpiamente de un disparo entre los ojos. Pero cuando se volvió, el tipo se dio cuenta de que la única opción que le quedaba era la pala, y eso si no quería arriesgarse a que Erika apretase el gatillo de la pistola que se había agenciado mientras forcejeaba con Mijail. Se quedó mirando la herramienta un instante, calculando las posibilidades que tenía de empuñarla antes de que Erika le vaciase el cargador en el pecho. Con una sola de esas balas del calibre 45 bastaría para reventarlo antes de que pudiera agarrar el mango. Pero estaba por ver si la mujer acertaría el tiro, o si, al disparar, el retroceso la tiraría de espaldas o conseguiría que se le cayese la pistola. O a lo mejor ni siquiera sería capaz de disparar: después de haber estado un rato cavando, seguro que tenía los dedos engarrotados y puede que también resbalosos por culpa de la nieve y el barro. Mas a pesar de la lógica contundente que se desprendía de cada uno de sus razonamientos, el hombre ni siquiera se decidió a jugárselo todo con la navaja que llevaba en el bolsillo: levantó las manos, como si quisiera reconciliarse con Erika o se rindiera. Tenía el abrigo manchado de nieve y de barro, y además de la pistola también se le había caído el sombrero en el encontronazo con Mijail, dejando al descubierto un cráneo rapado y reluciente. El amigo de Erika se había levantado trabajosamente y se colocaba las gafas torcidas sobre la nariz después de coger la pala. Por muy profesional que fuese o por mucha experiencia que tuviera, ahora tenía una mujer enfadada apuntándole con una pistola, y a su vecino, todavía más enfadado, a su espalda, deseando probar lo resistente que era su cabeza pelada al acero.
Se separó un poco para poder verlos a los dos.
—Váyase —le dijo Erika, sin dejar de sujetar la pistola con las dos manos—. Márchese.
El hombre miró el agujero junto al roble con la misma codicia de quien acaba de descubrir un cofre repleto de monedas de oro y se resiste a dejar escapar la oportunidad de llevárselo. Pero Erika sacudió la cabeza, adelantándose a sus intenciones.
—Ni lo sueñe —le dijo—. La maleta se queda aquí.
El tipo sonrió, con desprecio.
—¿Crees que no volverán a mandar a nadie a buscarla?
Erika no dijo nada. Se limitó a levantar un poco el silenciador de la pistola, lo justo para apuntarle a la cabeza.
—No dejes que se vaya, Erika —terció Mijail—. Tenemos que llamar a la policía. ¿Quién te dice que si lo dejas marcharse no volverá otro día?
El intruso la miró, como si adivinase lo que estaba a punto de responder.
—Es mejor que se vaya —le dijo Erika a su vecino, sin pestañear.
—¿Estás loca? Preferiría que le pegaras un tiro o reventarle la cabeza con la pala antes de dejar que se marche. Matémoslo y te ahorrarás el sufrimiento de esperar el momento de que vuelva otra noche. Diremos que era un ladrón que había entrado en tu casa y lo mataste. Yo apoyaré tu versión. La policía te creerá.
Si se le aceleró el pulso con la proposición de Mijail, el desconocido había hecho un gran esfuerzo para que no se le notase. Erika seguía mirándolo, como si no estuviese muy cansada y la pistola no pesara tanto que en cualquier momento tendría que rendirse y bajar los brazos. El tipo se separó otro paso de ellos, lentamente, mientras el cañón en las manos de Erika lo seguía, igual que un imán poderoso. Sin dejar de mantener las manos levantadas se agachó y, muy despacio, recogió el sombrero.
—No me va a disparar —le dijo a Mijail—. Ella tampoco quiere que la policía venga a su casa a hacer preguntas.
El vecino de Erika sujetaba el cabo de la pala con tanta fuerza que parecía que la sangre le hubiera desaparecido de las manos. Era como si esperase un pestañeo de ella para partir en dos el cráneo afeitado de aquel tipo que estaba presumiendo de poder marcharse sin que le sucediera nada.
—Si dejas que me lleve la maleta, nadie más volverá a molestarte.
Erika suspiró, como si lo único que sintiese ahora fuese hastío. Luego sacudió la cabeza.
—Eso no puede saberlo nadie. La maleta se queda aquí. Váyase de mi casa antes de que me arrepienta.
—Como quieras —le dijo—. Pero no dudes que volveremos a vernos.
Erika avanzó un paso, sin dejar de apuntarle, pero el otro ni siquiera pestañeó. Se colocó el sombrero despacio, como si le diera mucha pereza marcharse tan pronto.
—No me tiente —le advirtió Erika—. Lárguese ya.
El intruso caminó unos pasos de espaldas, para no perderlos de vista, y luego desapareció detrás de la casa. Erika aún seguía con los brazos levantados, apuntando a la oscuridad. No se relajó hasta que oyó arrancar el motor de un coche en la calle y el quejido de los neumáticos abriéndose paso en la nieve. Entonces se dio cuenta de que estaba temblando, y no supo si de frío o de miedo, y también se percató de que Mijail la miraba como si, a pesar de haber sido vecinos y amigos desde que eran unos niños, no la conociera. Pero no se entretuvo más de dos segundos en darle vueltas a lo que Mijail estaría pensando. Enseguida volvió la cabeza hacia la base del tronco del roble, al agujero que había escarbado. Lo que allí escondía puede que para el tipo que se acababa de marchar y para sus amigos fuera un tesoro, pero para ella no era más que un problema del que debía desprenderse cuanto antes, y ahora que la maleta había quedado al descubierto, se sentía igual que si hubiera destapado aquella caja que contenía todos los males del mundo, y sólo se le ocurría una manera de volver a encerrarlos.