YO: LA SEÑORITA CORALÍ ESTABA sentada en la cabecera de una mesa larga. Tres niños y dos niñas ocupaban los asientos laterales y cada uno tenía delante de sí un cuaderno de caligrafía. La habitación olía a limón. Entré de la mano de mi madre, con el cuaderno que me acababa de comprar. La señorita Coralí le dijo que me recogiera dentro de dos horas y a mí me señaló una silla desocupada, justo frente a ella. Los niños que trabajaban en sus cuadernos me miraban de reojo, pero ninguno dijo nada cuando me senté. No estaban en mi colegio; se parecían a los de la escuela fiscal que quedaba en la esquina de mi casa y que me gritaban “gringa jeringa nariz de botinga” mientras reían y pasaban corriendo a mi lado, yo roja como un tomate, avergonzada y sin saber qué hacer, parada en la vereda, desesperada golpeando la puerta. Una tarde se demoraron en abrir y tal fue mi desesperación que rompí el vidrio de la mampara. Entré llorando, más por la vergüenza que me producían sus burlas que por el dolor de mi mano llena de sangre y con pedazos de vidrios incrustados.
No sé si los alumnos de la señorita Coralí eran los mismos, pero ninguno me dirigió la palabra en esa ocasión ni en las interminables tardes que se repetirían año tras año. La señorita Coralí tenía una voz aguda y una regla que alcanzaba desde su asiento hasta el otro extremo de la mesa. Me dijo que me acercara. Me puse de pie y caminé asustada hasta su sitio. El olor a limón se hizo más intenso y noté que una de sus manos estaba sumergida en una vasija llena de agua hasta el borde. Abrió el cuaderno y escribió con letra impecable “La pureza es la virtud que agrada a Nuestro Señor”. Me ordenó que la copiara tal cual hasta terminar la página. Volví a mi asiento y empecé a trabajar. Pero mi letra no podía compararse con la suya. Fui incapaz de reproducir las adornadas mayúsculas L, N y S, y recuerdo que las manos me empezaron a transpirar. No me atreví a levantar la cabeza para ver qué hacían mis compañeros de mesa. Intenté corregir encima de lo que había escrito y el resultado fue un garabato ininteligible. Saqué un borrador de tinta de mi cartuchera, puse un poco de saliva en el lado azul y lo pasé suavemente sobre la letra equivocada. Fue ahí cuando me sobresaltó su grito. Creí que se había dado cuenta de que se estaba haciendo un hueco en el papel humedecido y que la mancha de tinta se extendía hasta las otras letras. Pero no. Ella no era Dios y no podía ver el hueco ni la mancha desde donde estaba sentada. Con su voz aguda insultaba a un niño que se había acercado a ella para mostrarle su tarea ya concluida. Le decía bruto, opa, asno, ocioso y otros insultos; pero opa fue el que más repitió mientras lo mandaba a su sitio diciéndole que volviera a empezar todo de nuevo. Luego sacó su mano de la vasija llena de agua con limón, cogió la enorme regla y con maestría acertó un par de golpes sobre la cabeza del niño opa en el momento preciso en que este se sentaba en su silla. La señorita Coralí escribía con la mano izquierda y golpeaba con la derecha. Mientras le daba los reglazos, le advirtió que no se iría a su casa hasta que no le mostrara la plana perfectamente escrita, sin un solo borrón. Yo no tengo ningún problema en pasar la noche despierta viéndote trabajar porque más me interesa desasnarte que dormir, dijo. Pasó luego su mirada por el resto y gritó: ¡¿Quién sigue?! Era yo. Miré de reojo el trabajo del opa y me pareció impecable en comparación con el mío. Me acerqué con mi plana a medio hacer; la esquina derecha de la hoja estaba doblada, y la mancha de tinta se notaba demasiado. Sería la primera vez en mi vida que alguien me pegara y me insultara. Ni mi mamá ni mi papá lo habían hecho nunca. Miró el escrito sin decir nada, cogió suavemente mi mano, acercó su cara, húmeda por alguna crema que olía como a lavanda, y susurrando muy bajito como para que nadie más escuchara, me dijo que empezara otra vez y que no tuviera miedo. Que iba a aprender poco a poco, con paciencia. Hasta me acarició uno de los rulos que mi madre se empeñaba en hacer cada día en mi cabeza. Y dijo que empezaríamos desde el comienzo. Arrancó la hoja, la lanzó con acierto a un tacho de basura y en la nueva escribió cuatro letras A para que yo siguiera el modelo hasta el final. Así fue durante más de dos meses, todas las tardes, hasta que completamos el alfabeto. De algunas letras tuve que hacer más de una plana pero nunca ninguna quedó perfecta. A todas las hojas del cuaderno les “sacaba orejas” como llamaba a las esquinas que se doblaban por el constante movimiento del codo; y no había una sin algún borrón o mancha. Pero cuando finalizamos el alfabeto, dijo que empezaríamos de nuevo por segunda vez: desde la A hasta la Z. El resultado fue mejor. Me enseñó a no borrar con saliva y a escribir las letras una debajo de la otra sin desviarme demasiado de la línea trazada. Cuando llegamos a la Z, concluida la segunda vuelta, les mostró a mis compañeros de mesa todas las hojas que había escrito: ninguna tenía orejas ni borrones ni huecos, y les dijo que aprendieran de mi constancia y sentido de la disciplina. También dijo que a partir de ese momento yo participaría en las actividades del grupo pues ya estaba nivelada. El niño opa pidió que nos hiciera un dictado y ella sonrió satisfecha. Tomó sus muletas y por primera vez la vi caminar; por primera vez vi cómo sus piernas delgadas se balanceaban a varios centímetros del suelo. Solo se escuchaba el sonido de las muletas contra el piso de madera. La señorita Coralí tenía las piernas pequeñas y flácidas, informes. Simplemente colgaban como ramas mustias cual prolongaciones de un tronco recto. Y terminaban en un par de extraños zapatos mandados a hacer a algún zapatero del barrio solo para disimular la existencia de los pies. Creo que la señorita Coralí no tenía pies. Tal vez por eso cuidaba tanto sus manos; por eso y porque gracias a ellas tenía una letra tan hermosa que compensaba su cuerpo contrahecho.
Volvió con un libro forrado en papel azul, lo abrió y antes de empezar a dictar dijo, mirándome y haciéndome un discreto guiño como para darme confianza, que trabajáramos con lápiz. Tienen un minuto para sacar las puntas de sus lápices, que estén bien afiladas, dijo, y parecía un entrenador que da instrucciones antes de que empiece la competencia. Todos procedimos a tajar con nuestros respectivos sacapuntas. El dictado trataba de una niña que se perdía en el bosque. Pero dictaba más rápido de lo que mi mano era capaz de escribir, y como no estaba segura de algunas letras me atrasaba aún más. Traté de ayudarme mirando el escrito de mi compañero de mesa pero no lograba entender su letra y mientras miraba su plana dejaba de escuchar las frases que la señorita Coralí seguía dictando. Me acuerdo que mi camisa estaba húmeda, que me corría sudor por la cara. Una gota cayó sobre la página. No sé si fue una lágrima o una gota de sudor. Creo que estaba llorando, bajito para que nadie se diera cuenta porque me daba vergüenza. La señorita Coralí dictaba embelesada como si fuera una actriz de teatro y sobre su voz de declamadora solo se escuchaba el ir y venir de las puntas afiladas de los lápices, inclusive del mío, aunque en un determinado momento yo ya no escribía nada, solo fingía hacerlo. Las últimas líneas que garabateé eran letras sueltas, puntos y rayas. Solo cuando, satisfecha de la historia, dictó “Fin”, escribí perfectamente la pequeña palabra. Luego ordenó que nos pusiéramos en fila para revisar el trabajo de cada uno. Los niños de la escuela fiscal se peleaban por ser primeros, ansiosos por irse de una vez a su casa. Me puse última con la esperanza de que mi madre llegara a buscarme antes de que terminara la corrección y ya en la casa le contaría lo que había pasado. Pensé que podríamos ir al colegio de al lado para que la directora, que era su amiga, nos diera la dirección de alguno de los niños que asistían a las clases de la señorita Coralí y pedirles que me prestaran su cuaderno con el dictado. Con la ayuda de mi mamá, esa misma noche prepararíamos la plana y así me evitaría la vergüenza, sus gritos, insultos y reglazos. Pero sobre todo la vergüenza por no saber escribir. Cuando en la fila solo quedábamos el opa y yo esperando la revisión de nuestro dictado, terminó la hora y los niños empezaron a marcharse. Respiré aliviada, miré hacia la puerta segura de encontrarla esperándome, puntual como siempre, pero no estaba. Llegó cuando la señorita Coralí felicitaba al opa por sus progresos y le ponía un impensable diecinueve. Era mi turno. Como ya no quedaba nadie, la señorita Coralí le dijo a mi mamá que entrara y se saludaron con un beso en la mejilla. Antes de sentarse, sacó de su cartera una caja de galletas inglesas y se la dio a la señorita Coralí. Siempre le regalaba algo; ella era así, creo que le tenía tanto o más miedo que yo, o sabía que yo tenía demasiados problemas y la señorita Coralí era la última esperanza. Si ella no conseguía enseñarme, ¿quién lo haría? Habíamos cambiado a más de cuatro maestras particulares en lo que iba del año, sin contar los cambios de colegio. Se puso muy feliz con las galletas. Dijo que las había visto en la confitería del centro pero que su economía no le permitía comprar productos tan finos. Comeré solo una a la hora del té, así tendré durante muchos días la ilusión de esperar algo al final de la tarde. A ver, dime, Rulitos, cuántos días viviré con la ilusión. Le hizo un gesto de complicidad a mi madre, algo que significaba vas a ver cómo ha aprendido, pero no entendí la pregunta, no fui capaz de relacionar el número de galletas con la ilusión. Y entonces, paciente, me explicó que debía determinar cuántas galletas venían en la caja. Eso lo sabía porque cada vez que mi papá llevaba una lata a la casa, las repartía entre cuatro y a cada una nos tocaban cinco. Veinte, dije. Muy bien, sonrió contenta, y me dio un húmedo beso en la mejilla que yo limpié rápidamente. ¿Tienes tiempo para quedarte y charlar un momento?, le preguntó a mi madre. La miré ansiosa, quería que adivinara mi urgencia de salir de ese comedor lo antes posible. Pero dijo: Sí, claro. Lo dijo tímida y dudosa, porque en realidad sí estaba apurada, pues ya se acercaba la hora de la comida y mi papá llegaba siempre del trabajo a las siete y quince. Pero le tenía miedo; esa es la verdad. Entonces hay tiempo para revisar el dictado de tu niña, dijo mientras una vez más olía con enorme placer la lata de galletas. Luego la guardó en el pequeño cajón de la mesa donde tenía, vi, la colonia de lavanda, algodones, una lima, esmalte para uñas de diversos colores y variedad de lapiceros y lápices. Y entonces empezó a mirar el dictado en el cuaderno. Yo temblaba. Sonrió entre compasiva y complacida. Me atrajo hacia ella, me acarició los rulos y apretó mis mejillas. Parece una manzanita tu hija. Cada vez que la veo me dan ganas de comérmela y apachurrarla; muero por esos rulitos, cómo quisiera tener su cabello para no tener que hacerme esta odiosa permanente que no dura nada, dijo pasándose la mano por el poco pelo que tenía. Me miró: Tu niñita ha traído alegría a mis ojos, ha iluminado esta casa vieja y fea llena de cholitos ignorantes y apestosos. Es mi muñequita preferida. Por mí, que no aprenda nunca. Nada me haría más feliz que tenerla siempre conmigo. Pero no te asustes, dijo riendo y haciendo un gesto como para indicar que se trataba de una simple broma. Poquito a poco irá aprendiendo a escribir. He estado pensando estos días en lo más conveniente para tu hija y se me ha ocurrido una idea muy buena. Ambas la miramos inciertas y asustadas. Necesita atención personalizada y mucha práctica, eso lo tengo muy claro; y pienso que lo mejor sería que me la dejaras algunos fines de semana para repasarle las lecciones porque eso es lo que ella necesita para aprender: repetir, repetir y repetir. En mi cuarto hay una cama y así, mientras aprende, me acompaña. Estoy tan sola acá en este caserón; no puedes imaginarte lo tristes que son para mí los sábados y domingos. Me miró: ¿Quieres quedarte el próximo sábado? Viviría así con otra ilusión, desde hoy hasta el sábado, dijo apretando mis mejillas. Miré a mi madre, que sonreía vagamente sin asentir ni negar. No sé si su sonrisa era de agradecimiento o de terror. Habla con tu esposo, a ver qué le parece la idea. Mi madre asintió, como si la idea de dejarme en esa oscura y solitaria casa le pareciera normal. Se animó: ¿Quieren un té con limón? Y sin esperar la respuesta: Espérenme, iré a decirle a la chica que nos atienda; a esta hora de la tarde, cuando los niños se van, es mi hora del té. Y no demoraré nada, porque ya tiene el agua hirviendo y el limón exprimido. Se levantó dificultosamente y partió a la cocina. Mientras escuchaba el golpeteo de las muletas empecé a llorar. Vámonos, no quiero té con limón, vámonos. No quiero aprender a escribir. No quiero quedarme en esta casa, quiero irme. Mi madre me secó las lágrimas sin decir una palabra. Pero yo sabía que estaba molesta conmigo porque no me estaba portando bien. Por fin habíamos conseguido una maestra dispuesta a tenerme paciencia y a enseñarme, ¿qué más quería? Debería estar agradecida y no ponerme a llorar. Estaba claro que la señorita Coralí me tenía simpatía y cariño, que me trataba con más consideración que a los demás. Eso debería hacerme feliz y corresponder su amabilidad siendo cariñosa con ella. Pero fue inútil, no podía parar de llorar. Las muletas golpearon más fuerte que nunca sobre el piso de madera. La vimos aparecer acompañada de una niña que hacía las veces de sirvienta y portaba una bandeja de plástico sobre la que habían colocado una especie de mantel tejido a croché y encima tres tazas y una tetera de fierro enlozado. Yo lloraba, incontenible y en silencio, ante la mirada asustada de mi madre. ¿La has retado?, increpó furiosa en cuanto se dio cuenta de mis lágrimas. Es verdad que el dictado está muy mal hecho; pero es el primero. Lo que pasa es que tu hija es una niña muy nerviosa. Son los nervios los que la traicionan; no debes ser dura con ella porque es muy sensible. Y te lo digo yo; tú sabes lo recta y exigente que soy; cuando hay que golpear, golpeo. La letra con sangre entra, es mi lema, pero tu hija es una excepción a esa regla. Los gritos la ponen muy nerviosa, es como un cristal muy fino, como el pétalo de una rosa en capullo. Si tú, que eres su madre, no te das cuenta de su fragilidad, vas a hacer muy infeliz a esta niña. Tan infeliz como analfabeta e ignorante, sentenció con su voz más aguda que nunca y golpeando una de las muletas contra el piso.
Mi mamá parecía estar también a punto de ponerse a llorar y de pedirle perdón por algo que no había hecho. Podía haberme acusado: no le he dicho nada, lo que pasa es que ella no quería quedarse a tomar el té con usted, y menos querrá venir a dormir acá los fines de semana. Si supiera todo lo que su papá y yo tenemos que hacer para traerla a sus clases cada tarde. También podría haber dicho: es una desagradecida, no sabe corresponderle el enorme cariño que usted le tiene. Pero fue enormemente solidaria, se quedó callada y agachó la cabeza como solía hacer yo en el colegio cuando no sabía las respuestas. Prefirió quedar como culpable antes que denunciarme. Prométeme que no serás dura con mi Rulitos, dijo sonriendo y acariciándome una vez más las mejillas mientras me secaba las lágrimas con sus manos que eran suaves y delicadas. Mi mamá asintió simulando también una sonrisa, como si estuviera feliz de que todo se hubiera arreglado y disculpándose por el mal rato. Yo dejé de temblar. Tomé el té que olía igual a ella, de un solo golpe, para acabarlo rápido y así poder irnos. Me quemé la boca pero me aguanté, no quería que me prestara atención, solo salir de ahí. La señorita Coralí estaba tan contenta que decidió abrir la lata de galletas inglesas y amablemente la acercó para que nos sirviéramos. Yo estiré mi mano para sacar una, me gustaban mucho, pero mi mamá intervino: No, gracias, señorita Coralí, no le ofrezca nada porque si come ahora ya no tendrá apetito más tarde. Claro, claro, debe comer como un pajarito, ¿no? Está muy bien que te preocupes por alimentarla bien; no descuides la leche, la carne, vegetales y verduras. Mientras menos dulces, mejor, dijo sonriendo complacida y saboreando la galleta inglesa. Pensé que la señorita Coralí hubiera tenido dos días menos de ilusión si mi mamá y yo hubiéramos aceptado.
ELLA: (…).
Y otra vez me vino el llanto. Y otra vez la cajita de Kleenex y otra vez la pena y otra vez salir de ahí con los ojos hinchados y sonándome la nariz. Pero no, había pasado menos tiempo del que creí. Ella permaneció en silencio y solo se oía el sonido de las manecillas del reloj. La alarma no había sonado aún. Sin darme cuenta seguí hablando un poco sollozante.
YO: No sé por qué le cuento esto; no sé dónde quería llegar con esta historia.
ELLA: (…).
YO: Igual que esa noche en el hotel. Me he extraviado, no sé si estaba aquí hablando con usted, en ese cuarto de hotel o en el comedor de la señorita Coralí.
ELLA: ¿Qué relación encuentra entre esos tres lugares?
YO: (…).
No tenía idea qué relación podía haber entre una cosa y otra. Pero parece que sin querer había encontrado un camino para llenar el silencio. Y si bien todo no había sido más que un largo monólogo, exceptuando su única intervención que me confundió más de lo que ya estaba, tal vez de eso se trataba. Hablar, hablar y hablar sin esperar respuestas. ¿Sería posible que ese método diera algún resultado? Sin embargo, el que me curara o no, el que aliviara o no mis pesares había pasado a un segundo plano. Haber encontrado un hilo que podía estirar quién sabe hasta dónde era más que suficiente. Si torturarme con el silencio había sido el método para distraerme y cambiar un sufrimiento por otro, estaba resultando. Por lo menos ya había aprendido a hablar de lo primero que se me viniera a la cabeza.