I. Castillo de Cirey, Francia, invierno de 1735
—¿Puedo seguir dormida mientras me hace el amor? —pregunta Émilie con voz ronca y juguetona. Sin esperar el menor asomo de una respuesta, cierra los ojos y deja su cuerpo lacio. Arouet le sube el deshabillé delicadamente hasta descubrir sus senos, blanquísimos. Los besa con avidez y ella exhala un gemido. Otro. Comienza a moverse.
—Dormez! —le ordena el hombre—. Se supone que está dormida, madame.
Émilie vuelve a soltar su cuerpo. Cierra los ojos una vez más para sentir, ahora, la lengua de su amante que baja y baja y baja… Las piernas no pueden oponer resistencia: su dueña está descansando, ¿o no?
Los primeros rayos del sol entran por la ventana. A Voltaire le gusta despertarse con su luz y calor; lo sabe su lacayo y nunca cierra las cortinas de terciopelo prensado, gruesas y oscuras. El personal del castillo todavía descansa, excepto Aldonce, el mayordomo, que ya ha abierto los ojos y se ha levantado para prepararse un té, vestirse y comenzar su jornada diaria en la que dirige a una orquesta de domésticos con habilidad y precisión. Hoy toca limpiar la plata y lustrar los muebles con cera de abeja.
Madame Du Châtelet hace lo posible por esconder un grito. Repite en silencio: estoy dormida, estoy dormida, no siento nada. Pero su sexo se rebela y comienza a actuar con vida propia, humedeciéndose.
—Mon Dieu. Ô Mon Dieu! —murmura la joven dama.
—Deje a Dios fuera de nuestro lecho, se lo suplico, madame, o me desconcentro.
Émilie no sabe si su amante tiene más habilidad con la lengua… o con la pluma. Lo admira por la valentía de sus textos. Su punzante forma de jugar al gato y al ratón con el gobierno, siempre provocándolo hasta llegar a un milímetro del límite. Su maestría con el sarcasmo, el arma literaria que prefiere. Por su aguda inteligencia, su mirada impertinente, esa conversación siempre ágil y culta que a todos fascina. Aunque también por la destreza de aquellas manos al tocarla, por esa lengua audaz y sabia que la eleva hacia lo Absoluto.
De pronto oyen pasos apresurados y la voz arpada de madame Champbonin. Algo ha sucedido. A Émilie apenas le da tiempo de esconderse debajo de la cama. La dama, su vecina más cercana, entra en la habitación sin tocar la puerta. El reloj de la galería, sostenido por dos marabúes, marca las nueve de la mañana. El escritor está recargado sobre los almohadones, con un libro en las manos.
—Está al revés, monseigneur Voltaire —dice la intrusa, con la respiración apresurada. Sus varios kilos de más son bastante estorbosos.
—¿Qué cosa?
—El libro. A menos que para entender a Locke tenga que leerlo de cabeza —el filósofo cierra el texto y reclama, poniéndose su gorro de dormir:
—¿Qué pasa, qué hace aquí tan temprano? ¿Por qué ha entrado sin anunciarse? —vuelve la vista hacia la ventana, fastidiado. El paisaje, pintado de nieve, le hace sentir un poco de frío.
—Disculpe, fui presa de la emoción y, al no encontrar a madame Du Châtelet en sus habitaciones, vine con usted a darle la noticia. No había lacayo en la puerta y… Bueno, es que he recibido carta de mi querida amiga, mademoiselle Toussaint, que pasa la vida metiendo sus narices en donde no la llaman. Al parecer, el rey lo ha perdonado y ya puede regresar a París. ¡Por fin! —afirma, tendiéndole las hojas y observando los ojos sorprendidos del filósofo—. ¿No está contento? Aunque habremos de extrañarlo…
En ese instante, Émilie sale de su escondite. Para cubrirse, jala una sábana de seda perfumada de lavanda, dejando expuesta la desnudez del filósofo. La señora Champbonin cubre sus ojos con ambas manos, sonríe maliciosamente y sale de la habitación, apresurada, deslizándose hacia atrás y murmurando “disculpen, disculpen” varias veces.
Madame Du Châtelet, dejando caer la sábana, camina hacia la mesa sobre la que se encuentra un juego de té de porcelana de Meissen. Voltaire la observa: su cuerpo todavía es delicioso. La maternidad la dejó intacta. En una taza en forma de tulipán, Émilie sirve la bebida, ya fría, y se sienta sobre el colchón para leer la carta en voz alta. Ambos están desnudos, frente a frente. Les gusta estar así, sin ropa que los tape. Sin nada que los ate: ni a sus cuerpos ni a sus mentes.
De hecho, Émilie tiene una relación de total libertad con su cuerpo, sin un gramo de cautela. Un día, en París, cuando Longchamp llenaba la tina con agua caliente para que la marquesa tomara un baño, en contra de las costumbres impuestas, se despojó por completo de su camisón frente al maître d’hôtel, que no sabía hacia dónde dirigir la mirada, y así, desnuda, esperó a que la tina fuese llenada para meterse en esas aguas tibias que supieron recibirla sin pudor.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted exiliado en Inglaterra? —pregunta la mujer después de haber leído el texto dos veces.
—De mayo de 1726 hasta… mmmhh, no recuerdo el mes, pero el rey me permitió regresar a mi querida Francia casi tres años después. Merde! Disculpe usted, querida; perder una ilusión tan rápido es devastador. Shit! —dice, ahora en inglés.
—Tiene razón. ¿Nuestra amiga no sabe leer, acaso? Es muy claro: “Al parecer, el rey está dispuesto a que el rechazo hacia Voltaire no dure más de lo que duró su exilio en Inglaterra”. ¡Y apenas llevamos un año aquí!
—Catorce meses exactos.
—¿Tanto le han pesado que lleva la cuenta con precisión aritmética?
—No lo tome a mal, madame. Soy muy feliz compartiendo mis días con my dear Emy. Adoro escribir obras de teatro mientras usted traza círculos, triángulos y resuelve ecuaciones o mientras trata de conciliar la libertad con el determinismo de la naturaleza. Me encanta observar los astros a su lado, turnándonos nuestro telescopio favorito, y escucharla tocar el clavecín. Me siento privilegiado, pero el exilio forzado siempre es incómodo y frustrante.
—¡Tanto ruido por sus cartas inglesas! —dice Émilie, suspirando. Enseguida, deja caer su cuerpo sobre los almohadones y se queda así, lacia y frágil, sobre la suavidad de las plumas de ganso que reciben su espalda. Coqueta, recoge su cabello con una peineta de concha nácar y diamantes que había puesto sobre la mesa de noche. Sigue desnuda, así que decide doblar las piernas y abrirlas un poco para provocar a su amante. Las abre todavía más, con un imperceptible movimiento de las rodillas. Pero Voltaire no lo nota. Continúa pálido y enojado.
—¡Y lo mismo pasó con La Henriade! Los espíritus devotos se escandalizaron cuando no hice más que un llamado a la tolerancia religiosa. Pensaba, y lo sigo pensando, que un alma no debe ser sacrificada por una cuestión de creencias.
—Tolerancia, tolerancia. Lo que más se ve en este mundo es lo contrario. Los seres humanos no aceptamos ninguna idea distinta a las nuestras. Las mentes cerradas e intolerantes guían a las naciones. ¡Es frustrante! En fin, mejor no se preocupe, pronto se les olvidará, de la misma manera en que olvidan todo: ahora La Henriade es un libro casi obligatorio. Al menos todas las damas de sociedad lo tienen sobre el tocador para que, al recibir a sus invitadas durante la toilette, lo vean. Pero regresemos a lo nuestro, dear lover, que era más agradable. ¿En qué nos quedamos? ¡Ah!, en que yo estaba dormida y usted…
—Lo siento; la inspiración me ha abandonado. Vea —señala hacia su bajo vientre—: ni rezándole lo levantamos.
A partir de la aparición indebida de sus Cartas inglesas en París, Voltaire es perseguido. Ese texto sólo podía ser publicado en Inglaterra, pero la imprudencia del filósofo hace que le confíe dos ejemplares al librero Jore. Monsieur Jore, en completo abuso de confianza, imprime el libro y comienza a hacerlo circular de manera secreta. Las Cartas inglesas tienen tanto éxito entre los lectores, a quienes les gusta el escándalo, que pronto llegan ejemplares a la corte del rey Luis XV. ¡Su contenido es indignante, contrario a la religión y a la buena conducta! El escritor se atrevió a comparar el modelo de gobierno francés al inglés, y el primero sale perdiendo. Los lectores infirieron que todo lo inglés era correcto y estaba en regla. Que sus ciudadanos vivían como hombres libres. En cambio, lo francés estaba podrido por la frivolidad y los habitantes vivían esclavizados por la superstición, la tiranía y las leyes disparatadas. Además, el tono mordaz e irónico era inaceptable. Se ordena la quema pública de los ejemplares frente al Palacio de Justicia y la detención del autor para ser conducido a la prisión de Auxonne.
Cuando Voltaire baraja la posibilidad de huir a Holanda o a Suiza para evitar la cárcel, Émilie du Châtelet le ofrece refugio en el castillo de Cirey, en la región de Champagne. Llevaban menos de un año de ser amantes. Sin decirle a nadie, el 6 de mayo Voltaire se va. Ella lo alcanza un mes después. No saben cuánto tiempo tendrán que pasar solos, aislados en un castillo ubicado en cinco mil hectáreas de terreno, cuya condición dista de ser perfecta. Es incómodo y está descuidado. El escritor teme que el frío y las corrientes de aire lo enfermen. Por eso, cuando la joven mujer llega, Voltaire ya ha contratado a un arquitecto de la zona para comenzar los trabajos de remodelación.
Aquí, en lugar de la chimenea, deberá construir una escalera. En esta fachada quiero que combinen los ladrillos, que son más baratos, con la piedra, ordena. El piso del guardarropa debe ser adoquinado en mármol y los muros de esta habitación, en mosaicos de porcelana. Quiero una pequeña chimenea para el cuarto de baño de madame, no debe pasar frío. Entre mis ventanas, sí, en este espacio, coloquen dos pedestales para mis estatuas de Venus y de Hércules que mandaré traer de París. ¡Y espejos, muchos espejos en cada habitación! Me gusta que reflejen luz. ¡Mucha luz! ¡Más luz!
Presiente que su estancia en ese lugar será prolongada. Nunca el rey se había enojado tanto. Eso cree Voltaire, aunque unos días después de la escena que hemos visto, gracias a la presión de Richelieu y de la misma Émilie, apoyados por el jefe de la policía, que había estudiado en el mismo colegio del filósofo, éste recibe una carta en la que le permiten su regreso a París, con la condición específica de que aprenda a comportarse como un adulto. ¿Como un adulto, como un adulto? ¡Soy más adulto que aquellos que me condenan!, grita enfurecido, pero en el fondo está feliz de abandonar su exilio.
Ya instalado en París, su añorada ciudad, se da cuenta de que extraña la soledad del castillo. También le incomoda que Maupertuis se haya convertido en el personaje favorito de los salones, lugares en donde —todos lo saben— se fijan los códigos sociales de pensamiento y conducta. Y sí, también nota que su amada dedica menos tiempo al estudio, pues no logra resistir las tentaciones mundanas: sobre todo el juego, un vicio que la atenaza y la llena de deudas. Así que Voltaire continúa pasando grandes temporadas en Cirey, su lugar favorito para pensar, escribir, hacer largas caminatas por el bosque e inspirarse al lado de su queridísima Minerva francesa de quien —es definitivo— nunca podrá alejarse.
Esta no es la primera vez, ni será la última, que el filósofo sufra la censura de Luis XV y tenga que salir huyendo, a veces al extranjero, para no ser apresado. El Parlamento condena varias de sus obras, clausura sus representaciones teatrales, ordena la quema de sus libros, encarcela a los editores. El escritor acabará acostumbrándose. Además, su bella Urania lo procura. Es musa e impulsora. No sólo le otorga la tranquilidad esperada para poder concentrarse en sus escritos, sino, cuando es necesario, invita a su castillo a personajes ilustrados para entretenerlo con diálogos inteligentes.
Por ejemplo, en otoño de este año, Algarotti, el joven físico y geómetra italiano, acepta la invitación de la marquesa y viaja, junto con Richelieu, al castillo de Cirey. El veneciano, que tiene fama por su afición a la gastronomía y a los jovencitos, es muy amable y con una gran educación: ha viajado por toda Europa gracias a que su padre, un rico comerciante, puede financiarlo. Los cuatro intelectuales comparten discusiones, conocimientos, doctos libros de física —un Jacquier, el Rohault comentado por Clark, y la física de Musembrok, entre otros—, y el laboratorio cada día mejor equipado. Incluso, llevan a cabo experimentos de óptica, hablan sobre la densidad de los astros y observan los anillos de Saturno.
El afortunado encuentro ve sus frutos tres años después, en un libro que el científico italiano ilustra con un retrato de madame Du Châtelet en su portada, aunque, faltando a su promesa, no se lo dedica: Newtonianismo per le dame. Un texto de divulgación científica, al alcance de cualquier mujer.