Cuando el Muy Honorable y Reverendo Francis Henry, conde de Bridgewater, murió en febrero de 1829, dejó 8.000 libras en su testamento para respaldar una serie de libros «acerca del poder, la sabiduría y la bondad de Dios tal y como se ponen de manifiesto en la Creación». William Buckland, primer geólogo académico oficial de Inglaterra y posteriormente decano de Westminster, fue invitado a desarrollar y redactar uno de los nueve tratados Bridgewater. En él discutió el problema más acuciante de la teología natural: si Dios es benevolente y la Creación exhibe su «poder, sabiduría y bondad», entonces ¿por qué nos vemos rodeados de dolor, sufrimiento y una crueldad aparentemente insensata dentro del mundo animal?
Buckland consideraba que el principal desafío a un mundo idealizado, en el que el león pudiera convivir con la oveja, lo constituía la depredación de las «rayas carnívoras». Resolvió el problema de un modo para él satisfactorio, argumentando que los carnívoros incrementan de hecho «el agregado del gozo animal» y «disminuyen el del dolor». La muerte, después de todo, es rápida y relativamente indolora; a las víctimas se les ahorran los horrores de la decrepitud y la senilidad, y las poblaciones no agotan su suministro de alimentos, lo que redundaría en gran pena para todos. Dios sabía lo que hacía cuando hizo los leones. En un mal disimulado rapto de entusiasmo, Buckland concluye:
La asignación de la muerte por acción de los carnívoros como terminación natural de la existencia animal parece ser, por consiguiente, en lo que a sus principales resultados se refiere, un acto de benevolencia; detrae mucho de la cantidad agregada de la muerte universal; disminuye, y prácticamente aniquila, en toda la creación animal, la miseria de la enfermedad, y las lesiones accidentales y la muerte lenta; e impone unos límites tan saludables al incremento excesivo del número que la existencia de alimentos se mantiene en una relación perpetuamente favorable respecto a su demanda. El resultado es que la superficie de la tierra y las profundidades de las aguas están perpetuamente atestadas de seres animados, y los placeres de sus vidas son coextensivos a su duración; y a todo lo largo del breve día de existencia que les es asignado cumplen con gozo la tarea para la que fueron creados.
Tal vez encontremos un cierto encanto divertido hoy día en estas palabras de Buckland, pero este tipo de argumentaciones son las primeras que abordaron «el problema del mal» para muchos de los coetáneos de Buckland: ¿cómo podía un Dios benevolente crear un mundo tan lleno de carnicería y derramamiento de sangre? Aun así, este argumento no abolía totalmente el problema del mal, ya que la naturaleza incluye en su seno multitud de fenómenos mucho más horribles a nuestros ojos que la simple depredación. Sospecho que no hay nada capaz de invocar una mayor revulsión en todos nosotros que la destrucción lenta de un huésped por un parásito interno: la ingestión gradual bocado a bocado, desde el interior. No se me ocurre otro modo de explicar por qué Alien, una película de horror de categoría C, carente de inspiración, puede haber obtenido tanto éxito. Aquella simple secuencia en la que el señor Alien aparecía como un bebé parásito saliendo del cuerpo de un hospedador humano era a la vez repulsiva y asombrosa. Nuestros antecesores del siglo XIX parecían compartir nuestros sentimientos. La mayor amenaza para su concepción de una deidad benevolente no era la simple depredación, sino una muerte lenta por acción de un parásito. El caso más clásico, ampliamente tratado por todos los grandes naturalistas, invocaba la llamada mosca icneumónida. Buckland había soslayado la cuestión principal.
La «mosca icneumónida», que tanta preocupación había causado a los teólogos naturales, era de hecho un animal compuesto que presentaba los hábitos de una enorme tribu. Los Icneumonoideos son un grupo de avispas, no moscas, que incluye más especies que todos los vertebrados juntos (las avispas, junto con las hormigas y las abejas, constituyen el orden Himenópteros; las moscas, con sus dos alas —las avispas tienen cuatro—, forman el orden Dípteros). Además, a menudo se citaban muchas avispas no icneumónidas de similares hábitos, por los mismos siniestros motivos. Así pues, la famosa historia no implicaba tan sólo una única especie aberrante (tal vez una perversa infiltración del reino de Satán), sino cientos de miles: una amplia porción de lo que no podía por menos que ser creación de Dios.
Los icneumónidos, como la mayor parte de las avispas, normalmente viven su fase adulta en estado libre, pero atraviesan su vida larvaria como parásitos que se alimentan del cuerpo de otros animales, casi invariablemente miembros de su propio phylum: los Artrópodos. Las víctimas más comunes son las orugas (larvas de mariposas y polillas), pero algunos icneumónidos prefieren los pulgones y otros atacan a las arañas. La mayor parte de los patrones son parasitados cuando son aún larvas, pero también son atacados algunos adultos, y hay multitud de icneumónidos diminutos que inyectan su puesta directamente en el huevo de su patrón.
Las hembras de vuelo libre localizan un patrón apropiado y pasan a convertirlo en una fábrica de alimentos para sus propios descendientes. Los parasitólogos hablan de ectoparasitismo cuando el huésped no invitado vive sobre la superficie del patrón, y de endoparasitismo cuando el parásito vive dentro de él. (El ovipositor, un delgado tubo que se extiende hacia atrás a partir del extremo posterior de la avispa, puede ser muchas veces más largo que la propia avispa.) Normalmente, el patrón no se ve afectado de un modo inmediato, al menos así es hasta que los huevos eclosionan y las larvas de icneumónido inician su siniestra tarea de excavación interior.
Entre los ectoparásitos, no obstante, muchas hembras ponen sus huevos directamente sobre el cuerpo del patrón. Dado que un patrón activo no tendría dificultades para desalojar el huevo, la madre icneumónida a menudo inyecta simultáneamente una toxina que paraliza inmediatamente a la oruga o la víctima escogida. La parálisis puede ser permanente y la oruga sigue viviendo, inmovilizada, con el agente de su futura destrucción instalado sobre su abdomen. El huevo se abre, la indefensa oruga da un respingo, la larva de avispa atraviesa la piel y empieza con su banquete macabro.
Dado que una oruga muerta y en descomposición no le serviría de nada a la larva, ésta come según un método que no puede por menos que recordarnos, según nuestra inapropiada y antropocéntrica interpretación, la antigua pena impuesta en Inglaterra en los casos de traición: el descuartizamiento, con su objetivo explícito de extremar hasta lo posible el tormento, manteniendo a la víctima viva y consciente. Al extraer el verdugo del rey las entrañas de su cliente y quemarlas hacía lo que la larva de icneumónido al devorar, lo primero de todo, los cuerpos grasos y los órganos digestivos, manteniendo viva a la oruga y conservando intacto el corazón y el sistema nervioso central. Finalmente, la larva pone punto final a su trabajo y mata a su víctima, dejando tras de sí la vacía cáscara de la oruga. ¿Puede acaso sorprendernos que fueran los icneumónidos, y no las serpientes o los leones, la principal amenaza a la benevolencia divina en la época del apogeo de la teología natural?
Al pasar revista a la bibliografía de los siglos XIX y XX dedicada a los icneumónidos, lo que más me divirtió fue la tensión entre el reconocimiento intelectual de que las avispas no debían ser descritas en términos humanos y la incapacidad literaria o emocional para evitar las categorías habituales de la literatura épica y narrativa, el dolor y la destrucción, el vencedor y la víctima. Parecemos estar atrapados en las estructuras míticas de nuestras propias sagas culturales, perfectamente incapaces, incluso en nuestras descripciones básicas, de utilizar un lenguaje que no esté formado por las metáforas de la batalla y la conquista. No somos capaces de exponer este rincón de la historia natural en un lenguaje que no sea el de la historia, combinando el horror sórdido y la fascinación, y normalmente terminamos por admirar la eficiencia del icneumónido y no por sentir pena por la oruga.
En la mayor parte de las descripciones épicas, me parece detectar dos motivos básicos: el forcejeo de la presa y la implacable eficiencia de los parásitos. Aunque aceptamos que podemos estar siendo testigos de poco más que un instinto automático o una reacción fisiológica, aun así describimos la defensa del patrón como si fuera una lucha consciente. Así, los pulgones patean y las orugas pueden retorcerse violentamente al intentar las avispas insertar en ellos sus ovipositores. La pupa de la mariposa ortiguera (a la que normalmente se considera una criatura inerte, que espera en silencio convertirse de patito feo en cisne) puede contorsionar su región abdominal tan violentamente que las avispas atacantes se ven arrojadas al aire. Las orugas de Hapalia, al verse atacadas por la avispa Apanteles machaeralis, se dejan caer bruscamente de las hojas sobre las que se encuentran, quedando colgadas en el aire por un hilo de seda. Pero la avispa puede correr a lo largo del hilo e insertar sus huevos a pesar de todo. Algunos patrones son capaces de encapsular el huevo inyectado por medio de células sanguíneas que se acumulan y endurecen, asfixiando así al parásito.
J. H. Fabre, el gran entomólogo francés del siglo XIX que, aún hoy, continúa siendo el historiador natural preeminentemente literario de los insectos, realizó un estudio especial sobre las avispas parásitas y escribió con un antropocentrismo sin reparos acerca de la lucha de las víctimas paralizadas (véanse sus libros La vida de los insectos y Las maravillas del instinto). Describe algunas orugas parcialmente paralizadas que se agitan tan violentamente cada vez que se acerca un parásito que las larvas de la avispa deben alimentarse con grandes precauciones. Se sujetan por medio de un hilo de seda al techo de su nido y descienden sobre una parte segura y expuesta de la oruga:
La queresa está comiendo: con la cabeza hacia abajo, excava en el fláccido abdomen de una de las orugas. Al más mínimo indicio de peligro en el grupo de orugas, la larva se retira... Y vuelve a trepar hasta el techo donde la agitada multitud no puede alcanzarla. Al volver la paz se desliza hacia abajo de nuevo [por su hilo de seda] y regresa al banquete con la cabeza sobre las viandas y su parte trasera elevada y dispuesta para la retirada en caso necesario.
En otro capítulo describe la suerte de un grillo paralizado:
Uno puede ver cómo el grillo, atacado en lo más vivo, mueve en vano sus antenas y sus estilos abdominales, cómo abre y cierra sus vacías mandíbulas, e incluso cómo mueve una pata, pero la larva está a salvo y penetra en busca de sus órganos vitales con impunidad. ¡Qué terrible pesadilla para el paralizado grillo!
Fabre descubrió incluso cómo alimentar a las víctimas paralizadas poniendo un jarabe de agua y azúcar en sus partes bucales, y que así demostraban que permanecían vivas, que sentían y (por implicación) que se sentían agradecidas por todo lo que paliara su inevitable destino. Si Jesús, inmóvil y sediento en la cruz no recibió de sus torturadores más que vinagre, Fabre, al menos, podía hacer que el final fuera agridulce.
El segundo aspecto de la cuestión, la implacable eficiencia de los parásitos, nos lleva a la conclusión opuesta: una reticente admiración por los vencedores. Descubrimos su habilidad en la captura de peligrosos patrones que en ocasiones son muchas veces mayores que ellos. Las orugas pueden ser una presa fácil, pero las avispas psammocáridas prefieren a las arañas. Tienen que insertar sus ovipositores en un lugar seguro y preciso. Algunas dejan a la araña paralizada en su propia madriguera. Planiceps hirsutus, por ejemplo, parasita a una araña de tapadera californiana. Busca pozos de arañas en la dunas, después excava en la arena de la vecindad para alterar el hogar de la araña y hacerla salir. Cuando la araña sale, la avispa ataca, paraliza a su víctima, la arrastra de vuelta a su propio pozo, cierra y sujeta la trampilla del mismo y deposita un único huevo sobre el abdomen de la araña. Otros psammocáridos son capaces de arrastrar una pesada araña a un grupo de celdillas de arcilla o de barro previamente dispuesto. Algunas amputan las patas de la araña para que su transporte sea más sencillo, otras vuelven volando sobre el agua, arrastrando una araña flotante sobre la superficie.
Algunas avispas se ven obligadas a batallar con otros parásitos por la posesión del cuerpo de un patrón. Rhyssella curvipes es capaz de detectar las larvas de las avispas de la madera a mucha profundidad dentro de los alisos, y de taladrarlos hasta llegar a su víctima potencial por medio de su afilado ovipositor. Pseudorhyssa alpestris, un parásito emparentado con el anterior, no puede taladrar la madera ya que su delgado ovipositor sólo tiene unos salientes cortantes bastante rudimentarios. Localiza los orificios taladrados por Rhyssella, inserta su ovipositor, y pone un huevo en el patrón (ya convenientemente paralizado por Rhyssella) justo al lado del huevo depositado por su pariente. Los dos huevos se abren casi al mismo tiempo, pero la larva de Pseudorhyssa tiene una cabeza más grande y unas mandíbulas mucho mayores. Pseudorhyssa destruye a la larva de Rhyssella, de menor tamaño, y pasa a devorar un banquete muy bien preparado.
Pronto, rápidamente y a menudo, son algunos otros conceptos invocados cuando se alaba la eficiencia de las madres. Muchos icneumónidos no esperan siquiera a que sus patrones se desarrollen hasta el estado larvario, sino que parasitan directamente el huevo (las larvas de avispas pueden entonces consumir el propio huevo o penetrar dentro de la larva en desarrollo). Otras simplemente se mueven deprisa. Apanteles militaris puede depositar hasta setenta y dos huevos en sólo un segundo. Otras son irreductiblemente persistentes. La hembra de Aphidius gomezi produce hasta mil quinientos huevos y puede parasitar hasta seiscientos pulgones en un solo día de trabajo. En una extraña variante del concepto de «a menudo», algunas avispas se permiten la poliembrionía, una especie de supergemelos iterados. Un único huevo se divide en células que llegan a producir hasta quinientos individuos. Dado que algunas avispas poliembriónicas parasitan orugas que son mucho más grandes que ellas y llegan a poner hasta seis huevos en cada una de ellas, pueden llegar a desarrollarse hasta tres mil larvas en el interior de cada patrón, y alimentarse de él. Estas avispas son endoparásitos y no paralizan a sus víctimas. Las orugas se retuercen de un lado para otro, no (sospecho) de dolor, sino simplemente en respuesta a la conmoción inducida por los miles de larvas de avispa que se alimentan dentro de ella.
La eficiencia materna es con frecuencia comparada con la aptitud de las larvas. Ya he mencionado el mecanismo que siguen para devorar, lo primero de todo, las partes menos esenciales, manteniendo así al patrón vivo y fresco hasta su misericordioso fin. Una vez que la larva digiere hasta el último bocado comestible de su víctima (aunque sólo sea para evitar la posterior contaminación de su hogar por la corrupción de los tejidos que pudieran quedar) puede aún utilizar la cáscara exterior de su patrón. Un parásito de pulgones abre un agujero en la parte inferior de la cáscara de su víctima, adhiere el esqueleto a una hoja por medio de unas secreciones pegajosas de sus glándulas salivares, y después teje un capullo para atravesar la fase pupal dentro del exoesqueleto del pulgón.
Al utilizar un lenguaje antropocéntrico, inapropiado para este paseo a lo largo de la historia natural de los icneumónidos, he pretendido poner de relieve precisamente por qué estas avispas llegaron a ser una amenaza de primer orden para la teología natural, la anticuada doctrina que intentaba inferir la esencia de Dios a partir de los productos de la Creación. En su mayor parte, he utilizado ejemplos del siglo XX, pero todos los temas eran conocidos y habían quedado puestos de relieve por grandes teólogos naturales del siglo XIX. ¿Cómo conseguían entonces casar los hábitos de estas avispas con la bondad de Dios? ¿Cómo superaban este dilema que ellos mismos habían elaborado?
Las estrategias para lograrlo eran tan variadas como las gentes que las practicaban; tan sólo compartían la aceptación necesaria de una doctrina apriorística: nuestros naturalistas sabían que la benevolencia de Dios tenía que estar oculta en alguna parte, tras todas aquellas historias de aparente horror. Charles Lyell, por ejemplo, en la primera edición de su trascendental Principios de geología (1830-1833), decidió que las orugas planteaban una amenaza tal para la vegetación que cualquier cortapisa natural que se les opusiera no podía por menos que hablar de la bondad de una deidad creadora, ya que las orugas destruirían la agricultura del hombre «si la Providencia no pusiera en acción causas capaces de mantenerlas dentro de sus límites».
El reverendo William Kirby, rector de Barham y principal entomólogo británico, optó por ignorar el problema de las orugas y se concentró, por el contrario, en la virtud del amor materno exhibido por las avispas al proveer tan cuidadosamente para sus crías.
El gran objetivo de la hembra es descubrir un nido apropiado para sus huevos. En busca de él se mantiene continuamente en movimiento. ¿Acaso la oruga de una mariposa o una polilla constituye una comida apropiada para sus hijos? Inmediatamente la vemos descender sobre las plantas en las que más habitualmente se encuentran, la vemos recorrerlas cuidadosamente examinando cada hoja, y, una vez localizado el desafortunado objeto de su búsqueda, la vemos insertar el aguijón en la carne, depositando un huevo... El activo icneumónido no repara en peligros y no desiste hasta que su bravura y prestancia han asegurado la supervivencia de uno de sus futuros descendientes.
A Kirby esta solicitud le pareció tanto más notable dado que la hembra avispa jamás verá a su hijo ni disfrutará de los placeres de la maternidad. No obstante, y a pesar de todo, el amor la impulsa hacia el peligro:
Una gran proporción de ellas están condenadas a morir antes de que sus descendientes abran los ojos a la vida. Pero en éstas no queda extinta la pasión... Cuando se es testigo de la solicitud con la que proveen para la seguridad y el mantenimiento de sus futuros descendientes, difícilmente podemos negarles que sientan amor por una progenie que están destinadas a no conocer jamás.
Kirby también tuvo buenas palabras para las voraces larvas, alabándoles su paciencia al comer selectivamente con el fin de mantener viva a la oruga. ¡Ay, si todos velásemos por nuestros recursos con tan exquisito cuidado!
En esta operación extraña y aparentemente cruel hay una circunstancia que resulta especialmente notable. La larva del icneumónido, si bien a diario, tal vez durante meses, va devorando el interior de la oruga y, aunque finalmente la devora prácticamente en su totalidad, con excepción de la piel y los intestinos, evita cuidadosamente, durante todo este tiempo, lesionar los órganos vitales, ¡como si fuera consciente de que su propia existencia depende de la del insecto del que se está alimentando!... ¿Qué impresión nos produciría un caso similar entre los cuadrúpedos? Si, por ejemplo, un animal... apareciera alimentándose del interior de un perro, devorando tan sólo aquellas partes que no resultan esenciales para la vida, dejando cuidadosamente indemnes el corazón, las arterias, los pulmones y los intestinos, ¿acaso no consideraríamos semejante caso un perfecto prodigio, una especie de autocontrol instintivo casi milagroso? [Las tres últimas citas proceden de la última edición predarwiniana de Kirby y Spence, An introduction to Entomology, 1856.]
Esta tradición de buscar significados morales en la naturaleza no vio su fin con el triunfo de la teoría evolutiva en 1859, pues la evolución podía ser considerada como el método escogido por Dios para poblar nuestro planeta, por lo que la naturaleza podía aún estar repleta de mensajes éticos. Así, St. George Mivart, uno de los críticos evolutivos más eficaces de Darwin y un católico devoto, argumentaba que «muchas personas amables y excelentes» se habían visto confundidas por los sufrimientos aparentes de los animales por dos motivos. En primer lugar, sea cual fuere el dolor, «el sufrimiento físico no es conmensurable con el mal moral». Dado que las bestias no son agentes morales, sus sentimientos no pueden acarrear ningún mensaje ético. Pero en segundo lugar, por si nuestras sensibilidades viscerales estuvieran aún excitadas, Mivart nos asegura que los animales deben sentir poco, si es que sienten algo, de dolor. Utilizando un argumento racista muy popular por entonces (que los pueblos «primitivos» sufren mucho menos que las personas avanzadas y cultas) Mivart extrapolaba más allá siguiendo la escalera de la vida hasta un reino de un nivel de dolor muy limitado. El sufrimiento físico, según él,
depende en gran medida de la condición mental del sufriente. Sólo puede existir en estado de consciencia y sólo alcanza su punto álgido en los hombres con más alto nivel de organización. Al autor le ha sido asegurado que las razas humanas inferiores parecen menos agudamente sensibles al sufrimiento físico que los seres humanos más cultivados y refinados. Así pues, sólo en el hombre puede darse un grado intenso de sufrimiento, ya que es sólo en él donde existe esa recuperación intelectual de momentos pasados y esa anticipación de eventos futuros, que en gran parte constituyen la amargura del sufrimiento. El latigazo momentáneo, el dolor presente que las bestias soportan, si bien es perfectamente real, es, no obstante, e indudablemente, incomparable en cuanto a su intensidad con el sufrimiento que se produce en el hombre a través de su alta prerrogativa de la autoconsciencia [de On the Genesis of Species, 1871].
Hizo falta la intervención del propio Darwin para desbancar esta antigua tradición, y actuó del modo discreto tan característico de su enfoque intelectual radical acerca de prácticamente la totalidad de las cosas. Los icneumónidos también preocupaban mucho a Darwin y en una carta dirigida a Asa Gray, fechada en 1860, decía:
Admito que no logro ver tan claramente como otras personas, y bien que me gustaría, pruebas de la existencia de un designio y de bondad a nuestro alrededor. Me parece que existe demasiada miseria en el mundo. No consigo convencerme de que un Dios benefactor y omnipotente pudiera haber creado intencionadamente los icneumónidos para que se alimenten dentro de los cuerpos vivos de las orugas, o que un gato pueda jugar con los ratones.
De hecho, se había expresado con más pasión en su carta a Joseph Hooker en 1856: «¡Qué libro podría escribir un capellán del diablo acerca de los torpes, derrochadores, insensatos, rastreros y horriblemente crueles trabajos de la naturaleza!».
Esta honesta aceptación, que la naturaleza es a menudo (según nuestros esquemas) cruel, y que todos los intentos previos de hallar una bondad oculta detrás de cada cosa no representan más que una forma especial de rogativa, puede llevarnos en dos direcciones. Se puede mantener el principio de que la naturaleza contiene mensajes morales, pero invirtiendo la perspectiva habitual y pasando a afirmar que la moralidad consiste en comprender los senderos de la naturaleza y en hacer exactamente lo contrario. Thomas Henry Huxley planteó esta argumentación en su famoso ensayo Evolution and Ethics (1893):
La práctica de lo que constituye éticamente lo óptimo (lo que denominamos bondad o virtud) implica una línea de conducta que, en todos sus aspectos, se opone a aquello que lleva al éxito en la lucha cósmica por la existencia. En lugar de una autoafirmación sin escrúpulos, exige el autocontrol; en lugar de empujar a un lado o pisotear a los competidores, requiere que el individuo no se limite a respetar, sino que ayude a su prójimo... Repudia una teoría de la existencia propia de gladiadores... Las leyes y los preceptos morales se orientan a reprimir el proceso cósmico.
La otra argumentación, radical en tiempos de Darwin, pero más familiar hoy en día, considera que la naturaleza es simplemente tal y como la encontramos. Nuestra incapacidad de discernir ningún bien universal no supone una falta de visión o de ingenio, sino que meramente demuestra que la naturaleza no contiene mensajes morales enmarcados en términos humanos. La moralidad es un tema para filósofos, teólogos, estudiosos de humanidades, de hecho, para todo ser pensante. Las respuestas no aparecerán de una lectura pasiva de la naturaleza; no surgen, ni pueden hacerlo, de los datos proporcionados por la ciencia. El estado factual del mundo no nos enseña cómo debemos, con nuestra capacidad para el bien o para el mal, alterarlo o preservarlo del modo más ético.
El propio Darwin se inclinaba hacia este punto de vista, aunque no podía, como hombre de su tiempo, abandonar por completo la idea de que las leyes de la naturaleza podrían de algún modo reflejar designios superiores. Él reconocía claramente que las manifestaciones específicas de aquellas leyes (gatos que juegan con ratones y larvas de icneumónidos devorando orugas) no podían incorporar ningún mensaje ético, pero de algún modo deseaba que pudieran existir unas leyes superiores desconocidas «con los detalles, ya sean buenos o malos, en manos de aquello que podríamos llamar azar».
Dado que los icneumónidos son un detalle, y que la selección natural es una ley que regula detalles, la respuesta al primitivo dilema de por qué existe tanta crueldad (en nuestros términos) en la naturaleza no puede ser otra que la de que no existe respuesta; y que plantear la pregunta «en nuestros términos» es totalmente inapropiado en un mundo natural que ni ha sido hecho para nosotros, ni está gobernado por nosotros. Simple y llanamente, ocurre. Es una estrategia que da buenos resultados para los icneumónidos y que la selección natural ha programado en su repertorio de conducta. Las orugas no sufren para enseñarnos nada; simplemente les han ganado por la mano, de momento, en la carrera de la evolución. Tal vez desarrollen un juego de defensas adecuado en algún momento del futuro, sellando así la suerte de los icneumónidos. Y tal vez, de hecho probablemente, no lo hagan.
Otro Huxley, el nieto de Thomas, Julian, habló en favor de esta posición, usando como ejemplo (en efecto, lo han adivinado ustedes) a los ubicuos icneumónidos:
La selección natural, aunque parecida a los molinos de Dios porque muele fino y muele lento, tiene pocos atributos más a los que una religión civilizada pudiera llamar divinos... Sus productos pueden ser estética, moral o intelectualmente tan repulsivos para nosotros como pueden ser atractivos. No tenemos más que pensar en la fealdad de una Sacculina o un cisticerco, en la estupidez de un rinoceronte o un estegosaurio, en el horror de una hembra de santateresa devorando a su pareja o un puñado de crías de icneumónidos devorando lentamente una oruga.
Si la naturaleza es amoral, entonces la evolución no puede ofrecernos ninguna teoría ética. El supuesto de que podría hacerlo ha respaldado toda una panoplia de males sociales, que los ideólogos falazmente imponen sobre la naturaleza a partir de sus propias creencias; especialmente destacable entre ellas serían la eugenesia y el (mal llamado) darwinismo social. Darwin no sólo despreció todo intento de descubrir una ética antirreligiosa en la naturaleza, sino que también planteó expresamente su desconcierto personal acerca de cuestiones tan profundas como el problema del mal. Tan sólo unas pocas frases después de invocar a los icneumónidos, y en palabras que expresan tanto la modestia de este hombre espléndido como la compatibilidad, a través de la falta de contacto, entre la ciencia y la verdadera religión, Darwin le escribió a Asa Gray:
Siento muy dentro de mí que toda esta cuestión es excesivamente profunda para el intelecto humano. Igual podría un perro especular acerca de la mente de Newton. Que cada hombre confíe y crea en lo que pueda.
Michele Aldrich me envió una referencia literaria aún mejor que las que encontré yo. Mark Twain, en una mordiente pieza satírica llamada «Little Bessie Would Assist Providence», hace la crónica de una conversación entre una madre y su hija en la que la hija insiste en que un Dios benevolente jamás hubiera permitido que su pequeño amigo «Billy Norris cogiera el tifus», tolerando que otros injustos desastres cayeran sobre personas decentes, mientras la madre le aseguraba que debía existir una buena razón para todo aquello. La última respuesta de Bessie, que como verán pone sumariamente fin al ensayo, invoca a nuestros viejos amigos los icneumónidos:
Míster Hollister dice que las avispas cogen arañas y las incrustan en sus nidos en el suelo (¡vivas, mamá!) y allí viven y sufren días y días y días, y las avispitas hambrientas todo el rato masticándoles las patas y comiéndoles la tripa para hacerlas buenas y religiosas y alabar a Dios por sus infinitas bondades. A mí me parece que míster Hollister es adorable y muy bueno, porque cuando le pregunté si él sería capaz de tratar a una araña de semejante manera, me contestó que antes se condenaría; y después él... ¡mamá querida, te has desmayado!
James W. Tuttleton, presidente del Departamento de Inglés de la Universidad de Nueva York, me envió un asombroso poema de Robert Frost que parece un comentario acerca de la última afirmación de Darwin de que el azar puede regular lo pequeño, aun en el supuesto de que pudieran hallarse propósitos en lo grande. ¿Y vemos acaso verdaderos propósitos en lo grande? El poema lleva por título, simplemente, «Designio»:
Encontré una araña virolenta, gorda y blanca,
sobre una consuelda blanca, sosteniendo una polilla
como un fragmento blanco de rígido satén—
caracteres surtidos de muerte y plaga
mezclados presto para empezar bien la mañana.
Como los ingredientes de un caldo de brujas—
una araña como un copo de nieve, una flor como una espuma,
y alas muertas llevadas como una cometa de papel.
¿Qué tenía esta flor que ver con ser blanca,
la inocente y azul consuelda del borde del camino?
¿Qué llevó a la pareja araña a esta altura,
y luego dirigió a la blanca polilla allá en la noche?
¿Qué cosa sino el designio de la oscuridad para aterrar?—
si es que el designio gobierna en una cosa tan pequeña.*
Me sentí muy impresionado por la imagen de la araña como un copo de nieve, la flor como una espuma, la polilla como un par de alas bidimensionales. Formas tan dispares y, sin embargo, todas blancas y todas unidas en un mismo punto para su destrucción. ¿Por qué? O, según leemos en las últimas dos líneas, ¿podemos siquiera plantear este interrogante? En mi opinión no podemos, y considero que esta revelación es el aspecto más liberador de la revolución de Darwin.