3

El sábado amaneció con un cielo brillante y despejado. Sara abrió las ventanas y dejó que el aire refrescara la casa. Después se dirigió a la cocina a preparar la primera cafetera del día.

Colin apareció tras ella. Con el teléfono apenas sujeto entre el hombro y su oreja, empezó a prepararse uno de sus batidos vitamínicos. Mientras lo agitaba enérgicamente con una cucharilla, escuchaba muy concentrado la voz al otro lado del aparato. Respondía con monosílabos y, de vez en cuando, en su boca se dibujaba una leve sonrisa.

Sara se sirvió una taza de café y se sentó a la mesa sin dejar de observarlo, intrigada por la conversación. Colin comenzó a rebuscar en los armarios. Sus cejas se unieron con un gesto de disgusto y la búsqueda se convirtió en algo compulsivo. Ella se puso de pie y fue hasta el lavavajillas, lo abrió y sacó una jarra de metal con tapa de plástico. Él se la arrebató de la mano, con una mirada elocuente que era una clara reprimenda: «Ese no es su sitio, Sara. Ya sabes que quiero que estas cosas se laven a mano».

Sara soltó un suspiro ahogado, agarró su taza y salió de la cocina. El humor de su marido era tan variable como el tiempo. Su carácter meticuloso se había convertido en un problema para ella, sobre todo porque no era adivina y él debía de creer lo contrario, teniendo en cuenta cómo se enfadaba si la camisa azul no se encontraba junto a los pantalones grises, o si la camisa gris no estaba planchada para combinarla ese día con el traje negro.

Se acomodó en su butaca y, entre sorbos de delicioso café, comenzó a leer. Perdió la noción del tiempo sin darse cuenta. Tenía una facilidad extraordinaria para perderse en otras vidas. Cuando levantó los ojos, Daniel estaba en el sofá, jugando con su consola y comiendo chocolate.

—¡Eh! ¿A eso lo llamas tú desayuno?

Se puso de pie y dejó a un lado la taza y el libro. Daniel le dedicó una sonrisa traviesa, que mostró unos dientes manchados de cacao. Le quitó la chocolatina y la consola de las manos y tiró de él hasta ponerlo de pie. Le dio un beso en la frente y lo empujó hacia la cocina mientras él se hacía el remolón.

—¿Quieres tostadas? —le preguntó.

—¿Cereales? —replicó el niño con un inocente parpadeo.

Ella puso los ojos en blanco. Preparó un bol con leche y le añadió una generosa ración de cereales recubiertos de chocolate. Lo colocó frente a su hijo.

—Voy a darme una ducha. Cuando salga, espero que te lo hayas comido todo.

Daniel movió la cabeza y se metió una cuchara rebosante en la boca. Ella se lo quedó mirando unos segundos. Sabía que era una madre demasiado protectora y asustadiza. Casi nunca se separaba de él. Dejarlo a cargo de otra persona, que asistiera al cumpleaños de uno de sus amigos o a una excursión del colegio, le suponia una tortura. Se imaginaba mil y un accidentes posibles. Sabía que su comportamiento era exagerado e irracional, pero no podía evitarlo. Era madre y la exageración de todos los miedos y las obsesiones más absurdas iban implícitas en el rol. Daniel era lo único que tenía en el mundo, lo único realmente suyo, y la persona por la que se sacrificaría sin importarle el precio. De hecho, ya lo estaba pagando al continuar dentro de aquel matrimonio.

Christina le había preguntado muchas veces por qué aguantaba. Ella sabía la respuesta a esa pregunta, estaba dentro de su cabeza, pero no era capaz de transformarla en palabras, solo en emociones.

Colin salió de su despacho y se cruzó con Sara en el pasillo. Aún continuaba en pijama y apuraba el batido de su vaso.

—Ah, iba a buscarte —dijo al verla—. Esta noche vendrán unas personas a cenar a casa. Nueve en total.

Los ojos se le abrieron como platos.

—¿Quiénes? —preguntó, y sus cejas comenzaron a unirse con una expresión de enfado.

—Compañeros de trabajo: Randy, Fedrik y Natasha, Clayton, Wade, Jeroen… y sus acompañantes —explicó, pasando por su lado de regreso a la cocina.

Sara lo siguió, más molesta a cada segundo que pasaba.

—¿Nueve? ¿Esta noche? —repitió sintiéndose idiota. En su mente aparecieron montones de recuerdos de cenas pasadas y su corazón se aceleró—. ¿Has organizado una cena sin consultarlo conmigo primero?

Colin se detuvo y se dio la vuelta.

—Ha surgido así, ¿vale? Es importante. Además, nos vendrá bien relacionarnos con más gente…

—¡Colin, no puedes organizar una cena para nueve personas sin consultarme primero! —explotó.

Él resopló bastante irritado y la miró con inquina. Su mandíbula se tensó.

—Siempre estás igual. Nunca quieres que venga nadie a casa. Te molesta que intente quedar con amigos y con esa actitud empezamos a quedarnos solos. Ya nadie nos visita, ni nos llaman para salir. Nunca quieres hacer nada… —Extendió ambas manos, impotente—. ¡Estoy harto!

—¿Cómo puedes decir eso? —Sara intentó mantener la voz serena, pero no pudo. Llevaba tanto tiempo alterada que la mecha de su paciencia era demasiado corta y estallaba por nada—. Esta casa siempre ha estado llena de gente: amigos, compañeros de trabajo, familia… Comidas, cenas, hasta semanas enteras como si esto fuese un hotel. ¿Ya se te ha olvidado el tiempo que Josh y Lance han pasado en esta casa? Si prácticamente vivían aquí.

—¿Y cuánto hace de eso? —replicó él a la defensiva—. Hace mucho que no hacemos nada con nadie.

—¿Y quién tiene la culpa?

Colin resopló y su mirada se encendió.

—¿Me estás acusando a mí? Eres tú la que no quiere tener amigos, la que no quiere que nadie nos visite. Y de salir mejor ni hablamos…

Sara lo miró de hito en hito, sin entender cómo podía él tergiversar la realidad de ese modo.

—¿Amigos? Son tus amigos, no los míos. Nunca te ha interesado conocer a mis amigos.

—Pero… ¿tienes alguno? —se mofó Colin, y añadió con desdén—: Porque yo solo conozco a esa loca, Christina.

—Tenía amigos, Colin, pero a ti nunca te interesaron. Y al final…

—Hippies y vagos —la cortó él—. Esa gente no te convenía. Si fueses más espabilada, te darías cuenta de que mis amigos son un buen espejo en el que mirarte. Ni siquiera lo has intentado en todos estos años.

—Eso es injusto. Nunca… nunca has hecho nada para que me sienta integrada. Prácticamente te olvidas de que existo cuando estamos con otras personas. Tú mejor que nadie sabes por qué no quiero cenas, ni salidas, ni nada.

—Venga ya. ¿No irás a salirme otra vez con eso? —rezongó Colin en tono burlón.

—¡¿Con eso?! —exclamó Sara—. Acabé hasta las narices de invitar a gente a casa porque lo único que hacía era trabajar como una mula. Limpiaba, cocinaba, servía y atendía a un niño pequeño, mientras tú te comportabas como un invitado más. Nunca me echaste una mano. Nunca me ayudabas a nada. Al contrario, exigías y pedías, y actuabas conmigo como si en lugar de tu esposa fuese un servicio de catering cualquiera al que habías contratado. —Se dobló hacia delante como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Estaba gritando, histérica—. Y esos amigos de los que hablas. Nunca he tenido una conversación de verdad con ninguno de ellos, y no porque no lo haya intentado. Es imposible hablar con alguien cuando tú estás en la misma habitación. Parece algo personal cómo te inmiscuyes, interrumpes y boicoteas cada intento. Sin contar con esa desagradable manía de dejarme en evidencia y bromear a mi costa. ¿Te sigues avergonzando de mí?

—Pero ¿qué dices? ¿De dónde sacas ese disparate?

—De tu actitud. Siempre alabando lo listas que son las esposas de tus compañeros, los idiomas que hablan, lo mucho que ganan, las enormes casas impolutas y perfectas que mantienen sin romperse una uña… Y a mí solo me criticas.

—Joder, Sara, distorsionas la realidad —repuso Colin, mirándola como si estuviera loca—. Pero si ese es el problema, no te preocupes. Les hablaré a todos de lo estupenda que eres cuando no pierdes el juicio, y te ayudaré con la casa y la jodida cena.

—No dará tiempo. Apenas faltan unas horas.

—Prepara cualquier cosa, lo que sea. Ya se te ocurrirá algo. No puedo echarme atrás esta noche. Lo siento —dijo él, zanjando la conversación. Sacó dinero de la cartera y se lo entregó—. Con eso tendrás suficiente.

Sara volvió a mirar el reloj. Ya eran las seis y media de la tarde y el día se le había escapado sin darse cuenta. Entre hacer la compra, limpiar la casa y preparar la cena, las horas habían pasado como un suspiro. La salsa aún borboteaba en la cazuela; el pollo terminaba de hacerse en el horno; el fregadero estaba hasta arriba de platos sucios y el lavavajillas lleno, y ella se había quedado sin tiempo para ducharse y arreglarse un poco.

Inclinó la cabeza y se olió la ropa. Apestaba a frito, al igual que su pelo. Bajó el fuego de la cazuela y se dirigió a su alcoba para cambiarse. Daniel jugaba en el salón, junto a la mesa. Sus figuras de acción ocupaban el borde de las sillas y había usado las servilletas como tiendas de campaña. No solo eso, sino que dos cajas de juguetes habían abandonado misteriosamente su habitación y ahora estaban esparcidas por el suelo.

—Daniel, ¿qué estás haciendo? Me prometiste que ibas a portarte bien —le recriminó.

—Es que me aburro y en la tele no hay nada.

—Pues juega en tu habitación —le sugirió ella con la voz demasiado aguda por los nervios—. Mira que desastre, y los amigos de tu padre están a punto de llegar. Quiero que recojas todo eso ahora mismo, ¿está claro? —masculló mientras volvía a doblar las servilletas. Resopló al ver una mancha enorme en una de ellas y sacó otra limpia del aparador.

Daniel se dejó caer en el sofá con las piernas colgando por el reposabrazos.

—Estoy cansado, ¿por qué no lo recoges tú?

—¿Acaso he organizado yo todo este desastre? Lo vas a recoger con las mismas ganas que lo has sacado. ¡Ya! —gritó al comprobar que no se movía del sofá.

—¿Queréis dejar de gritar? Siempre estáis igual. ¿No podéis hablar como personas normales? —se quejó Colin al entrar en la sala.

Acababa de ducharse y se había vestido con unos pantalones de lino beis y una camisa blanca. Iba perfectamente afeitado y peinado. Sara lo miró de arriba abajo, a punto de perder los nervios. Llevaba todo el día encerrado en su despacho, pegado al teléfono y al ordenador.

—¿Que no grite? ¿Has visto cómo está todo esto? —El labio inferior le temblaba de una forma visible—. Dijiste que me ibas a ayudar y no has movido un solo dedo.

—Tenía que terminar ese informe —se justificó él. Se encogió de hombros, quitándole importancia—. Vale, dime qué hago.

Sara se pasó una mano por la frente y después por el pelo. Se ahogaba entre tanta frustración.

—Hay que recoger la cocina. Está hasta arriba. Rellenar las tartaletas, aliñar la ensalada y poner a enfriar el vino —le explicó mientras enfilaba el pasillo hacia el dormitorio.

—Acabo de vestirme. No puedo hacer esas cosas con esta ropa —protestó Colin—. Además, a ti se te da mejor que a mí. Seguro que estropeo algo.

Sara se detuvo. Sentía que se le saltaban las lágrimas y que el estómago se le crispaba por las náuseas. Tenía dos opciones: terminar de perder los nervios o guardar silencio y tragárselo todo como hacía casi siempre. Optó por la segunda, la más fácil, la más amarga.

Sacó del armario un vestido de color azul noche y se lo puso sin mirarse ni una sola vez en el espejo. Unos zapatos planos de color negro completaron su atuendo. Entró al baño a toda prisa. Tendría que hacerse una coleta con la que disimular el desastre que era su pelo. Se quedó inmóvil en medio de la estancia. La encimera del mueble del lavabo estaba repleta de cosas: espuma de afeitar y una maquinilla, desodorante, crema hidratante… Había ropa en el suelo, la alfombrilla colgaba de la mampara de la ducha, cuyo plato rebosaba de espuma de jabón. Estaba hecho un desastre. Todo el día esforzándose por su estúpida cena para nada.

Alzó la vista y se encontró con su propia mirada en el espejo, inexpresiva y fría. Nada que ver con la rabia que sentía en su interior. Desvió la mirada y trató de respirar de forma normal. Se estaba ahogando en tristeza. Emitió un trémulo suspiro. Solo quería meterse en la cama y dormir.

No quería que todas aquellas personas vinieran a casa. No quería hablar con nadie ni poner buena cara. No quería pasarse la noche sirviendo platos, bebidas, limpiando y recogiendo. No quería volver a sentirse desplazada ni insignificante por no tener un trabajo del que hablar, un viaje que contar, una decena de anécdotas que compartir y un millón de chistes privados que no podía entender.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas mientras limpiaba con una toalla el espejo y el lavabo y guardaba toda la ropa en el cesto de la colada.

El timbre de la puerta sonó. Se secó la cara. Después inspiró hondo varias veces al tiempo que se cepillaba el pelo. Compuso la mejor de sus sonrisas y se preparó para interpretar su papel, algo que se le daba de maravilla. La esposa perfecta, la anfitriona ideal. El truco estaba en no dejar que nadie la viera de un modo que no fuera alegre y encantador, aunque por dentro su corazón estuviera hecho trizas.

Poco a poco, fueron llegando los invitados.

—¡Sara, estás preciosa! —exclamó Randy nada más cruzar la puerta. Se dieron un rápido abrazo. Una pelirroja de grandes pechos sonreía colgada de su brazo—. Sara, te presento a Mindy. Mindy acaba de llegar desde Austria para hacer unas prácticas en el Museo Británico. Se ha instalado en mi edificio y últimamente me he convertido en su guía turístico personal —aclaró con un tonito confidencial y una sonrisa maliciosa.

Sara saludó a Mindy con un ligero apretón de manos.

—Un placer conocerte, Mindy. ¿Por qué no pasáis al salón? Han llegado casi todos y Colin está sirviendo el vino —les sugirió mientras los acompañaba.

Regresó a la cocina y terminó de fregar los últimos utensilios. Sin tiempo para respirar, comenzó a servir los entrantes y los llevó hasta la mesa.

—¡Sara, esto tiene una pinta estupenda! —la alabó Fedrik, tomando una tosta con tomate, queso de cabra y pasas—. ¡Está de muerte! —dijo con la boca llena—. Tienes… tienes que darnos la receta.

Sara le agradeció el cumplido con una sonrisa sincera. Fedrik era un hombre encantador. Él y Natasha, su esposa, fueron los primeros amigos de Colin a los que conoció cuando se instaló con él en Londres. Eran una pareja divertida y natural. Le caían bien.

Colin soltó una breve y queda carcajada. Sara levantó los ojos para mirarlo. Todos los invitados se concentraban a su alrededor, escuchando absortos los detalles de la última campaña que había diseñado para una emergente cadena de gimnasios. Él causaba ese efecto en los demás. Mostraba una plenitud y una seguridad que apabullaba. Era inteligente, competitivo e insaciable en el trabajo, incluso agresivo en su forma de ver el mundo. Conseguía que creyeras que no existía nadie más brillante e inspirador. Ella también lo había sentido al principio, hasta que descubrió que en la intimidad era alguien completamente distinto.

Colin apuró de un trago el vino de su copa y giró la cabeza, buscándola con la mirada.

—Cariño, ¿te importaría traer otra botella de tinto? —le pidió, esbozando su sonrisa perfecta, esa que usaba para encandilar a sus clientes.

Sara tuvo que hacer malabarismos con la bandeja repleta de copas sucias que acababa de recoger. Le sostuvo la mirada un largo segundo. «¿No puedes ir tú, cariño?», pensó enfadada.

—¡Claro! —respondió con una sonrisa estática en la cara.

Regresó a la cocina y sacó el vino de la nevera. Un ligero olor a quemado llegó hasta su nariz.

—Mierda.

La salsa se estaba pegando y se apresuró a apartarla del fuego. La cambió de recipiente y la probó. Resopló con disgusto. Iba a ser imposible enmascarar el sabor.

—Mami. —Daniel entró en la cocina arrastrando los pies—. No encuentro mi cómic de los Vengadores.

—Ahora no, cielo.

—Pero es que lo quiero. Me aburro —se quejó el niño.

—¿Por qué no vas y le pides a papá que te ayude a buscarlo? —sugirió con toda la paciencia que logró reunir.

Le echó un vistazo a las tartaletas. Debía servirlas ya. El hojaldre empezaba a humedecerse y perdía toda la gracia si no estaba crujiente. La alarma del horno comenzó a sonar con un pitido insistente.

—Papá me ha dicho que venga a pedírtelo a ti —contestó Daniel—. ¡Mamá, búscalo! —insistió.

Sara se quedó inmóvil un segundo. Apretó muy fuerte los párpados y respiró hondo. Como si no tuviera ya bastante. ¿Ni siquiera podía ocuparse de su propio hijo un instante? Lo sabía, sabía que pasaría exactamente lo que estaba pasando. Ella se encargaría de todo mientras él se comportaba como un invitado más. Exigiría, pediría y la agobiaría hasta el último momento. Ella haría todo lo posible para que la velada fuese perfecta, aunque todo ese esfuerzo supusiera no poder sentarse ni un segundo y mucho menos cenar o charlar con alguien tranquilamente.

«A esto se reduce tu existencia en esta casa: empleada del hogar. Ya deberías tenerlo asumido», pensó con acritud.

—Sara, ¿y ese vino? —gritó Colin desde el salón.

—Lo siento, tesoro, pero ahora mismo no puedo buscar tu cómic —se disculpó con su hijo.

Agarró la botella y la descorchó en un santiamén. Después sirvió las tartaletas y regresó a la sala con paso rápido. Se acercó al grupo y con una enorme sonrisa fue rellenando las copas.

—Ese divorcio le va a salir por un pico —decía Randy.

—Hoy en día divorciarse no es un buen negocio. ¡Que me lo digan a mí! —exclamó Clayton—. Mi ex se quedó con todo y a mí solo me dejó una sentencia que me obliga a pagar hasta las facturas de sus operaciones de estética.

—¡Pobrecito! —ronroneó Colin con tono burlón.

—No todos tenemos tu suerte —replicó Clayton—. Si yo tuviera a alguien como Sara, no querría divorciarme jamás. Es encantadora e irresistible.

Sara levantó la vista hacia él y se ruborizó. Sabía que estaba siendo cortés, siempre lo había sido con ella. No era tonta y notaba la atención masculina que suscitaba. Desde que era una adolescente, a su paso se habían girado muchas cabezas y aún podía sentir ese interés en las miradas que encontraba sobre ella. Clayton en ese momento tenía la suya perdida en su escote.

—Si Sara y yo nos divorciáramos, lo único que recibiría sería su correspondiente cincuenta por ciento de las deudas: hipoteca, facturas… Mal negocio, ¿verdad, cariño? —contestó Colin mientras estiraba el brazo para que ella rellenara su copa.

Ella le dedicó una sonrisa que solo un idiota no habría sabido interpretar como: «¿De verdad tenías que decir eso?» Respiro hondo, se tragó su orgullo y continuó sirviendo el vino, mientras la pelirroja insistía en que ella jamás se casaría sin un buen contrato prematrimonial que cuidara de sus intereses. Hablaba como si su cuerpo de reloj de arena justificara todos los posibles. «¿Quieres disfrutarlo? Págalo.» Randy miró a su acompañante con un gesto de espanto mal disimulado. Se llevó la copa a los labios y bebió hasta apurarla.

—Cielo, estas tartaletas están fantásticas —dijo Natasha desde el sillón.

Sara le dio las gracias con una sonrisa.

—Siento no poder echarte una mano —se disculpó la mujer, señalando con un gesto la venda que lucía en el tobillo.

—No te preocupes, lo tengo todo controlado —susurró mientras le guiñaba un ojo.

—Pues sí que están buenas —dijo Clayton, tragándose una de un solo bocado. Con la boca llena se giró hacia ella y alzó las cejas con un gesto elocuente—. Dime que tienes una hermana gemela. Si no tendré que secuestrarte.

Sara se echó a reír.

—Si queréis probar unas tartaletas buenas de verdad, tenéis que ir los jueves al mercado de Borough. Dios, se te hace la boca agua —replicó Colin.

Se puso rígida y tragó saliva.

—No lo dudo, pero estoy segura de que estas no tienen nada que envidiarles. Me reitero, Sara, están deliciosas —intervino Natasha mientras dedicaba a Colin una mirada de advertencia.

—Pruébalas antes de asegurar eso —sugirió Colin con cierto desdén—. Además, si lo dices por el ego de Sara, no te preocupes. Ella es muy consciente de sus limitaciones.

Sara estuvo a punto de ahogarse con su propio aire. Miró a su marido perpleja, sin dar crédito a sus palabras. Él le devolvió la mirada tan tranquilo, como si en lugar de haberla dejado a la altura del betún, hubiera dicho que el sol salía por el este y se ponía por el oeste. No lograba entenderlo. Una parte de ella quería creer que no lo había dicho con malicia, pero otra empezaba a estar harta de aquel desprecio constante con el que la trataba y que después él se empeñaba en negar. Tuvo que hacer un esfuerzo para no dejar la botella allí mismo y encerrarse en su habitación. No quería quedar mal ante todos aquellos invitados, aunque también empezaba a estar cansada de la prepotencia que estos exhibían.

En ese momento sonó el timbre de la puerta. Repicó de nuevo, casi con insistencia, y Colin no hizo ademán de moverse. Sara dejó la botella en la mesa y se dirigió al vestíbulo. Abrió la puerta y notó cómo la vida abandonaba su cuerpo. El aire se le atascó en los pulmones y se quedó mirando a las dos personas que había al otro lado del umbral. En concreto, a la mujer que acompañaba a Jeroen, el único invitado que quedaba por llegar.

El shock debió de reflejarse en su cara, porque Jeroen se inclinó sobre ella y le preguntó si se encontraba bien. Sara continuó inmóvil, mientras una sola pregunta se repetía en su cerebro:

«¿Qué demonios hace ella aquí?»

A partir de ese instante, la noche transcurrió bajo una extraña bruma de incomodidad que le embotó la cabeza. El pasado regresó, golpeándola en el estómago, y todos sus miedos e inseguridades brotaron sin control explotando en su interior.

Debían de ser cerca de las tres de la madrugada cuando terminó de recoger los restos de la cena. Puso en marcha el lavavajillas y se dirigió al baño, apagando las luces a su paso. Temblaba, y no de frío; el aire era tan cálido como una noche de verano en el sur de España. Si cerraba los ojos, podía sentir el olor del jazmín y de los geranios del patio de su madre. Temblaba porque notaba que los cimientos de su mente se resquebrajaban sin remedio. Sentía como si algo indefinido o hace tiempo olvidado emergiese de su interior, como una voz luchando por ser escuchada.

Se dio una ducha y envuelta en el albornoz entró en su dormitorio. Colin hablaba por teléfono con Clayton. Ella se puso el pijama a toda prisa, dándole la espalda para proteger su desnudez. La rabia la consumía, incapaz de controlar sus sentimientos. Su tenacidad para mantenerlos enterrados se había convertido en humo arrastrado por el viento.

«Esto es demasiado. ¿Cómo ha podido?», pensó. Solo que no lo había pensado, sino que lo había dicho en voz alta y clara.

—¿Qué? —replicó Colin, alejando el teléfono de su boca.

Ella se dio la vuelta y lo miró.

—¿Cómo has podido? —le espetó.

Colin parpadeó y una expresión de fastidio cruzó por sus ojos.

—Eh… Clayton, hablamos mañana, ¿de acuerdo?

Colgó y se la quedó mirando. Ella no estaba dispuesta a dejarlo correr.

—¿Cómo has podido invitarla a esta casa? Y no me salgas con que no sabes de qué te estoy hablando.

Colin se pasó una mano por el pelo y suspiró.

—No empieces a sacar las cosas de quicio…

—¡Que no saque las cosas de quicio! Esa mujer ha estado en mi casa, sentada a mi mesa y le he servido la cena. He tenido que oíros bromear, reír, hablar de todas esas cosas estupendas que tenéis en común… ¿Te haces una idea de cómo me siento?

—Sale con Jeroen desde hace unos meses. No podía invitarlo a él y a ella no.

—¡Me da igual con quién salga! —Elevó el tono hasta que su voz rebotó por toda la habitación—. ¿Te importa más lo que pueda pensar un compañero de trabajo que herirme a mí?

—No hace falta que grites, ni que te pongas tan melodramática. Escucha, no tienes motivos para estar así. —Colin se puso de pie y se paseó por la habitación sin mirarla—. No puedo creer que estemos teniendo esta conversación, no después de tanto tiempo. Por Dios, Sara, creía que este tema ya estaba olvidado.

—¿Cómo quieres que olvide que te estuviste acostando con ella durante casi un año? En esta misma casa, en esta cama —gimió, señalando las sábanas.

No los había visto con sus propios ojos, pero suponía que habrían estado allí. Apartó la vista, más enfadada y dolida que antes.

—Te lo vuelvo a repetir. Entre Anika y yo nunca hubo nada. Solo fueron imaginaciones tuyas. Viste cosas que no existían.

—Os vieron salir de aquí juntos, en más de una ocasión, a primera hora de la mañana. Y yo en España, preocupada por ti porque no habías podido acompañarnos de vacaciones, otra vez.

Colin resopló hastiado.

—Ya te lo expliqué. No tenía dónde quedarse, su casa se había inundado…

—Pero ¿cómo puedes ser tan hipócrita?

Se encogió con un escalofrío. Se le llenaron los ojos de lágrimas y todo el dolor de aquellos días regresó con la misma intensidad. Con un ataque de ira abrió las puertas del armario. Empezó a sacar ropa del altillo y la tiró al suelo sin ningún cuidado, hasta que dejó a la vista una caja decorada a rayas azules y blancas. La abrió y volcó el contenido sobre la cama. Decenas de imágenes en su cabeza se solaparon sobre la superficie de algodón blanco.

—¿Qué es todo eso? —preguntó Colin sin osar acercarse.

Sara tuvo que parar y respirar. Cerró los ojos un momento. Su marido siempre se mostraba tan tranquilo y sereno, tan lógico, que a ella al final le entraban dudas sobre su propia cordura y acababa preguntándose si él tendría razón, si solo serían cosas suyas y en realidad era una paranoica. Abrió los ojos y miró toda aquella basura esparcida sobre la cama. No era una paranoica desquiciada. Nunca habían sido imaginaciones suyas y lo sabía. Él se había estado acostando con otra y tenía las pruebas allí mismo.

—No he conseguido tirarlo. Lo he intentado muchas veces, pero no he podido —confesó avergonzada. Se cruzó de brazos en un gesto de autoprotección. Había sufrido tanto por todo aquello: la dejadez, los silencios, la falta de entrega…, por la traición.

Colin tragó saliva. Sabía lo que era, se le notaba en la cara. Se llevó una mano al pecho y se masajeó el esternón.

—¿Vas a decirme otra vez que no pasó nada? —insistió Sara. Señaló la cama—. ¿Me he imaginado esas facturas de teléfono, los mensajes, los extractos con cargos de hoteles, los tickets de compra de regalos que yo nunca he recibido?

Habían discutido tanto por todo aquello, pero no había servido de mucho. Colin nunca dio su brazo a torcer. Se negó a admitir las evidencias y, con la maestría del que se gana la vida convenciendo a la gente de que debe comprar todo aquello que no necesita, trató de convencerla a ella de que estaba loca. Justificó su estrecha relación con Anika alegando que tenían una amistad cómplice sin maldad alguna, basada únicamente en el perfecto equipo que formaban a la hora de diseñar las campañas publicitarias. Como si fueran los mismísimos Steve Jobs y Steve Wozniak de Apple. Y acabó conduciendo el problema hasta ella. La acusó de ser una histérica que se pasaba el día pendiente del niño y de la casa, de haber confiado más en los rumores malintencionados de sus conocidos que en él.

Sara no cayó en su juego perverso. Si sus entonces amigas no le hubieran facilitado las pistas, ella nunca habría mirado en su cartera, ni en su correo; tampoco las facturas telefónicas ni habría escuchado tras la puerta. Porque nunca se le había pasado por la cabeza que Colin pudiera engañarla. ¿Por qué iba a hacerlo? Era inteligente, guapa, mucho más joven que él, y lo adoraba.

—Ya lo hablamos en su día —empezó a decir él—. Estaban fuera de contexto. Hay que tener mucha imaginación para ver en esas conversaciones algo más que…

Sara no quería oír las viejas excusas. Se acercó a la cama y hundió la mano en el montón de morbosos recuerdos. Sacó una tira de paquetitos plateados y se la lanzó a la cara. Los condones chocaron contra el pecho de Colin y cayeron al suelo. De repente se dio cuenta de lo enfermizo que podía parecer que hubiera guardado todo aquello durante años. Pero no le importó, estaba demasiado dolida.

—¿Eso también lo saqué de contexto? Estaban en tu escritorio, bajo llave, y conmigo no te hacían falta. —Empezaba a sonar histérica de verdad—. ¿Con quién los usabas sino con ella? ¿Acaso hubo otras?

Colin ni siquiera los miró. Hizo como si no estuvieran allí y no supiera lo que implicaban. Para ella eran su prueba, la más importante, la más significativa. Pensar en ello aún le dolía como una herida abierta. Imaginar a Colin y a Anika juntos, en una cama, enredados mientras sus cuerpos chocaban el uno contra el otro… No soportaba la idea.

—Sara, por favor, no sigas. Han pasado cuatro años y seguimos aquí, juntos. ¿De verdad quieres que volvamos a revivir todo esto? —imploró Colin con un suspiro de frustración.

—No he sido yo quien la ha invitado a casa —sollozó—. Casi había conseguido olvidarme de ella. Ni… ni siquiera sabía que continuabas viéndola.

Él se agachó y recogió los condones. Los puso dentro de la caja y continuó guardando todo su contenido esparcido sobre la cama. Ella le observó mientras la tapaba y la tiraba a una papelera junto al escritorio.

—¿Por qué sigues conmigo si no me quieres? —preguntó de repente ella, con voz serena—. ¿Es por Daniel? ¿Por el dinero de la pensión? ¿Te da miedo quedarte solo y no tener quien te planche las camisas? —preguntó con tono mordaz.

Los ojos de Colin se clavaron en los de ella. Extendió ambas manos, impotente y cansado.

—Eso no es cierto.

—¿Sabes cuándo fue la última vez que me diste un beso? Hace siete semanas, cuando te fuiste de viaje a Dublín, y me lo diste en la mejilla —musitó Sara. Colin miraba la pared por encima de ella—. ¿Y recuerdas cuándo fue la última vez que hicimos el amor? Hace cuatro años, en Nochevieja. Ni siquiera se podría decir que lo hicimos. Fue…

—No todo en la vida de un matrimonio se reduce al sexo —la cortó él. Su mirada esquiva vagaba por la habitación sin fijarse en nada en concreto—. Hay otras cosas —lo dijo como si en realidad tratara de convencerse a sí mismo y no a ella.

Sara se quedó pensando un segundo y añadió con un suspiro entrecortado:

—No recuerdo cuándo fue la última vez que me abrazaste.

—Nunca te he dicho que no me abraces —repuso Colin—. Yo podría decir lo mismo de ti. Quizá yo me sienta igual y esté esperando a que seas tú quien se acerque a mí.

—Si me quisieras…

—Yo te quiero —la atajó él.

—Pero no estás enamorado de mí —susurró Sara.

Lo dijo convencida, con la seguridad que le daba haber oído esas palabras de sus labios durante una discusión. La misma noche que lo esperó despierta hasta bien entrada la madrugada, sentada a oscuras en el sofá y con los preservativos que acababa de encontrar firmemente apretados en su mano. Colin pronunció esas palabras sin un ápice de duda. No vaciló cuando le dijo que ya no sentía esa pasión por ella, que en algún momento había empezado a verla como madre y no como mujer. Nadie está preparado para oír algo así de la persona que se ha comprometido a amarte durante toda su vida.

—¿Y tú, Sara, estás enamorada de mí? —preguntó él sin ninguna emoción.

La pregunta la pilló desprevenida y se quedó en silencio. Bajó la vista, evidentemente contrariada.

«Antes sí, ahora… No lo sé», pensó.

Tras un largo e incómodo minuto, Colin apagó la lámpara del techo y destapó la cama. A continuación se tumbó, colocándose de lado de modo que le daría la espalda cuando ella se acostara a su lado. No era nada nuevo. Hacía mucho que dormían de ese modo.

—Estás cansada, nerviosa y enfadada. Deberías dormir. Mañana verás las cosas con más tranquilidad y te darás cuenta de que no es para tanto —dijo con el tono reposado y tajante que siempre empleaba cuando quería dar por zanjada una cuestión. Alargó el brazo y apagó la luz de la mesita, y la habitación quedó sumida en la oscuridad.