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Como cada viernes, Sara llamó a su madre por teléfono. Hacía seis años que la mujer había regresado a España y apenas se habían visto desde entonces. Unos pocos días en verano y otros pocos durante la Navidad.

Toda su familia materna era española. Generaciones y generaciones de Martell habían nacido y vivido en Granada, incluida ella. Muchos años atrás, por un guiño del destino, su madre había conocido a Philip, un joven escocés estudiante de Historia que viajaba por el sur recorriendo los paisajes que una vez formaron al-Ándalus. Se enamoraron y él lo abandonó todo para estar con ella. No tardaron mucho en convertirse en padres de un par de mellizos: Sara y Luis.

Cuando Sara tenía siete años, los cuatro se trasladaron a Enfield, un municipio de Londres, donde las posibilidades de trabajo eran mucho mayores que en España.

—Daniel parece muy contento —dijo su madre después de hablar con el niño.

—Tenía muchas ganas de que acabara el colegio. Este curso ha sido un poco difícil para él. —Se apoyó contra la pared e hizo rodar con la punta del pie una pelota de goma—. ¿Qué tal está Luis?

—Ha roto con Laura —respondió su madre con tristeza.

—¿Por qué? Me caía bien.

—Sí, a mí también. Es una buena chica, pero tu hermano dice que no es la adecuada. Que las mariposas han desaparecido. Ya sabes cómo es.

Sara sonrió. Por supuesto que sabía cómo era su hermano. Luis y ella eran tan parecidos que la gente los tomaba por gemelos en lugar de mellizos, y no solo por su aspecto. Él era un romántico impenitente que creía en el karma y en el destino, al igual que ella había creído durante un tiempo.

—¿Cómo está Colin?

—Bueno… —Sara suspiró—. Muy ocupado. Tiene una nueva campaña entre manos y ya sabes cómo es. Pero está bien.

—Me alegro por él. Y ¿tú cómo estás?

—Bien.

—¿De verdad? No lo parece.

Sara guardó silencio. No quería preocuparla con sus problemas ni que se sintiera mal por encontrarse tan lejos. A su madre le había costado un gran esfuerzo regresar a España, pero Enfield había dejado de ser su hogar después de que su marido muriera tras una larga enfermedad.

Volver a Granada le había devuelto algo de alegría, aunque se sentía culpable por haber dejado sola a Sara, sin más familia que la que ella misma había creado, ya que Colin era hijo único y sus padres hacía años que se habían instalado en un pueblecito de la Riviera italiana para disfrutar de su jubilación.

—Estoy bien, de verdad. Además, Christina ha regresado de Nueva York y nos veremos esta tarde.

—¡Eso es fantástico!

—Sí. La he echado de menos.

—Es una buena chica y te quiere mucho. —Su madre hizo una pausa y carraspeó—. ¿Le gustó a Colin el maletín que le compraste por vuestro aniversario?

—Sí, le encantó.

—No me has dicho qué te regaló él.

Sara apretó los párpados muy fuerte y se pasó una mano por la mejilla, que deslizó despacio hasta su cuello. Otro aniversario de boda consecutivo que Colin había olvidado. Como en todos los anteriores, ella había organizado una cena y le había comprado un bonito regalo. Después había fingido con una enorme sonrisa que su descuido no tenía importancia, mientras Colin atendía una llamada tras otra, entre disculpa y disculpa, y la cena se enfriaba en los platos.

Una hora más tarde, se había despertado hecha un ovillo en su butaca. La mesa seguía puesta, las velas encendidas y Colin se había encerrado en su despacho. Continuaba al teléfono, mientras de fondo sonaba la introducción de Breaking Bad. Ni siquiera veía la televisión en la sala. El despacho se había convertido en un apartamento en el que hacía casi toda su vida en casa.

—¿Sara? —insistió su madre al ver que no contestaba.

—Unas… unas flores preciosas, mamá.

Se produjo un tenso silencio.

—No se acordó, ¿verdad?

Sara le dio una patada a la pelota y se acercó a la ventana. Apoyó la frente en el cristal y maldijo en silencio.

—Llegó tarde, su teléfono no dejaba de sonar y tuvo que encerrarse en su estudio para atender asuntos del trabajo. Cuando me acosté seguía allí. Ya sabes cómo es, lo primero es lo primero, y tenemos muchos gastos…

—Claro, es normal, no pasa nada. A tu padre también se le olvidó alguna vez.

Sara inspiró hondo y comenzó a juguetear con un hilo suelto de su blusa.

—Papá nunca se olvidó de vuestro aniversario. No tienes que decir esas cosas para que me sienta mejor. No estoy disgustada, en serio.

Era mentira. Se sentía muy dolida a pesar de que, a esas alturas, ya debería haberse acostumbrado a sus descuidos. Su aniversario de boda no era la única fecha que se había borrado de la agenda de Colin; algo similar ocurría con su cumpleaños. Y los abandonos continuaban extrapolándose a otras áreas de su vida. Estaba perdiendo la costumbre de llamar a casa cuando se encontraba de viaje, siempre era ella la que acababa llamándole a él, preocupada por la falta de noticias. «Ya sabes cómo son estos viajes», solía decir cuando le recriminaba su dejadez. Se preguntó cuánto tiempo tardaría su marido en darse cuenta de que ella ya no estaba si un día desaparecía sin más. Suponía que dependería de la cantidad de camisas planchadas en el armario. Cinco camisas, cinco días.

Se hizo un largo silencio en el que Sara se moría por saber qué le estaba pasando a su madre por la cabeza. La mujer habló tras un profundo suspiro.

—Sé que no estás disgustada, hija. Siempre has sido una persona muy comprensiva. Colin es un buen hombre y tenéis una buena vida. Eso es lo realmente importante, ¿verdad? El conjunto y no los pequeños detalles —comentó con tono despreocupado.

Sara asintió sin darse cuenta de que su madre no podía verla. Tenía un nudo en la garganta tan apretado que le dolía al respirar.

—Claro. Los pequeños detalles están sobrevalorados —respondió con el mismo tono y cambió de tema.

Sara había quedado con Christina en Neal’s Yard, un bar situado en un pintoresco patio con el mismo nombre, que se encontraba entre Shorts Garden y Monmouth Street. Le encantaba ir allí porque cada vez que penetraba en aquel rincón tenía la sensación de abandonar un mundo donde todo era gris para caer dentro de un arcoíris de sentidos. Y no solo por el colorido de las fachadas, las ventanas y las puertas, de los toldos de los comercios y la decoración de las terrazas. La gente que iba hasta allí era especial y a ella le gustaba observarla e imaginar cómo serían sus vidas.

Christina la esperaba sentada a una de las mesas en la terraza del bar. Se puso de pie en cuanto la vio y salió a su encuentro con una enorme sonrisa en los labios.

Sara había conocido a Christina cuando solo era una niña, durante su primer día de colegio en Enfield. Desde entonces nunca habían perdido el contacto, ni siquiera cuando Christina se fue a vivir a Oxford para estudiar en la universidad. Hacían todo lo posible para verse y pasar algún tiempo juntas. Se conocían la una a la otra mejor que nadie y compartían hasta sus secretos más íntimos; también los vergonzosos, y la aceptación de esos en particular era lo que había consolidado su amistad.

No siempre estaban de acuerdo y eran muy distintas. Christina era una rubia exuberante, alta y con un aspecto de mujer fría que intimidaba si no la conocías; impulsiva, segura de sí misma y muy independiente. Sara era todo lo contrario, una preciosa muñeca de grandes ojos marrones y melena de color chocolate. Era inteligente y divertida, caía bien a todo el mundo. Pero bajo la superficie se escondía una persona llena de inseguridades, complaciente hasta olvidarse de sus propias necesidades y preocupada en exceso por todo. Siempre alterada, siempre triste, cada vez más solitaria.

—¡Hola, Sara! —exclamó Christina, apretujándola entre sus brazos—. Te he echado de menos. —Dio un paso atrás para observarla de arriba abajo—. Mírate, siempre estás estupenda.

Después se inclinó hasta quedar a la altura de Daniel, que la miraba con adoración.

—¿Cómo está mi chico favorito?

—Muy bien, tía Chris. ¿Me has traído algo de Nueva York?

—¡Daniel! —lo reprendió Sara.

—Eh, deja al niño —replicó Christina—. Tiene confianza conmigo para eso y mucho más. —Miró a Daniel y le guiñó un ojo—. Tengo un regalo para ti que te va a encantar. Y a tu madre también le he comprado una cosita.

—No tenías que… —empezó a protestar Sara.

—Siempre me dices lo mismo y yo siempre acabo comprándote algo. ¿Te das cuenta de lo inútil que es esta conversación?

Sara puso los ojos en blanco y le dedicó una sonrisa.

Se sentaron a la mesa y el camarero las atendió enseguida. Con una cerveza bien fría entre las manos, Christina le contó con todo lujo de detalles cada una de sus peripecias durante las dos últimas semanas. Incluido el chispeante encuentro que había tenido con un joven pintor, al que había conocido durante la inauguración de una galería de arte.

A Christina le gustaba divertirse y los hombres guapos formaban parte de sus distracciones. No podía evitarlo. Se derretía por los chicos jóvenes, atléticos y bien dotados. Su agenda de amantes estaba repleta de universitarios que compartían sus mismos intereses: buen sexo y ningún compromiso. En cuanto intuía que esas premisas comenzaban a cambiar, desaparecía y nunca volvía a llamar al tipo en cuestión.

Sara siempre acababa preguntándose si sería capaz de llevar ese estilo de vida. Infinidad de amantes y relaciones sin amor basadas solo en el sexo. Ella solo había tenido esa intimidad con dos hombres y había estado enamorada de ambos. El primero había sido Liam Bale, un vecino dos años mayor que ella. Habían salido juntos durante tres meses antes de que decidiera entregarle su virginidad como regalo de cumpleaños. La experiencia había sido un desastre en todos los sentidos y, después de esa primera vez, la dejó sin darle ninguna explicación. Aún se avergonzaba por haber sido tan ingenua e idiota. El segundo y último había sido Colin, y su relación íntima era… complicada.

—Estoy agotada, en serio, si tengo que coger otro avión en los próximos días, dimito —dijo Christina con un suspiro al tiempo que apoyaba los codos en la mesa y la barbilla entre las manos—. ¿Y tú qué te cuentas?

Sara se encogió de hombros.

—No mucho. Mi vida social se reduce a ir al mercado y llevar a Daniel al parque. Ya lo sabes.

—Cariño, necesitas vivir un poco más. ¿Por qué no te apuntas a ese curso de decoración que querías hacer? Se te da bien y deberías intentarlo.

—Lo estuve mirando, pero es imposible que pueda asistir. Las clases acaban muy tarde y no llegaría a tiempo de preparar la cena para Daniel. Ni siquiera para acostarle.

Christina resopló, y le echó un vistazo al hijo de su amiga, que jugaba al otro lado del patio.

—Pues que lo haga Colin. Sale del trabajo a las seis y el curso es los martes y jueves de siete a nueve. ¿Vas a decirme que no puede encargarse de su propio hijo durante un par de horas?

Sara suspiró y miró de reojo a una pareja que se hacía arrumacos en un banco cercano. La chica estaba sentada a horcajadas sobre él y se susurraban palabras entre beso y beso. No pudo evitar fijarse con más detenimiento en ellos. Él era un tipo grande y fornido, y estrechaba a la chica entre sus brazos. La miraba de un modo tan intenso que era imposible no darse cuenta de que debía de ser el eje sobre el que giraba su mundo.

Sara sintió frío y un pellizco de ansiedad en el corazón. Se preguntó si alguna vez sentiría lo que esa chica estaba viviendo en ese momento. Un hombre que la mirara de ese modo, unos brazos estrechándola de esa forma tan visceral, unos labios bebiéndosela con esa vehemencia. Apartó la mirada y la clavó en su amiga.

—Si con encargarse te refieres a que se encierre en su despacho, sin acordarse de que en casa hay un niño al que vigilar y que come algo más que refrescos y palomitas… Pues sí, podría.

Christina se pasó las manos por la cara sin importarle que pudiera estropear su perfecto maquillaje. Lanzó una mirada a la pareja que Sara no dejaba de observar y suspiró.

—Sara, tienes que aprender a relajarte. Tu hijo ya tiene diez años, es un hombrecito capaz de cuidarse solo durante un rato. Tienes que confiar un poco más en él. Y no pasa nada porque un par de veces a la semana cene palomitas. No va a darle ninguna apoplejía ni nada de eso.

Sara sonrió. Sabía que su amiga tenía razón. No tenía por qué pasar nada. Solo debía inscribirse en ese curso y distraerse durante un par de horas, dos tardes a la semana. Saldría sola, conocería gente y haría algo que le gustaba. Podía hacerlo. O eso quería creer, porque al final nunca daba el gran paso y permanecía al otro lado del muro invisible que ella misma había levantado. Su imposibilidad para decidir y actuar se había convertido en un problema muy serio. Se estaba volviendo una inválida anímica.

—Vale, puede que lo intente en septiembre —dijo Sara sin estar muy convencida—. Ahora pensemos en las vacaciones. Vendrás con nosotros a Granada, ¿verdad?

—¡Por supuesto! Ya sabes que adoro a tu madre y que me encanta como cocina. Pero solo podré quedarme unos días. Tengo que ir a Tullia y puede que deba quedarme allí hasta finales de agosto. ¡Adiós a mi crucero por las islas griegas! —resopló con amargura.

—¿Y eso?

—Las reformas del château se están retrasando y no sé por qué. Pero si no avanzan, no podré abrir el hotel en septiembre. —Alzó las manos, exasperada—. ¿A qué… a qué padre se le pasa por la cabeza dejar como última voluntad que invierta su pequeña fortuna en esa vieja casa para intentar convertirla en un hotel? En serio, creo que lo hizo a propósito para fastidiarme porque sabía que no me negaría a algo así. Mi abuela decía que no se debe jugar con la última voluntad de un difunto o este te perseguirá hasta verla cumplida.

Sara ya estaba acostumbrada a los comentarios místicos de su amiga, pero no dejaba de ser curioso que alguien como Christina creyera en fantasmas y maldiciones. Todo se lo debía a sus orígenes armenios. Sus abuelos habían emigrado a Francia buscando nuevas oportunidades. Allí nació su padre, Hakab, cerca de Marsella, donde años más tarde se casó con una inglesa, licenciada en Política, con la que acabó manteniendo una extraña relación a distancia. Christina fue el fruto de esa unión y en ella habitaban dos formas de vida completamente opuestas que chocaban entre sí casi todo el tiempo.

—¿Y tú la creías?

—Mi abuela veía cosas, Sara. No hay que tomarse a broma esos temas. Y por ese mismo motivo voy a convertirme en la propietaria de un hotel en un pueblo de apenas dos mil habitantes, que ni siquiera aparece en los mapas. ¡Madre mía, debo de estar loca, como una cabra!

Sara se echó a reír.

—No sé, para mí no es tan terrible. Me gusta la idea y parece una buena inversión.

Christina entrecerró los ojos, que eran del mismo tono que el acero, aunque no tan fríos. En ellos se podía ver lo preocupada que estaba con todo aquel asunto.

—Eso espero. He invertido casi todo lo que me dejó en ese lugar. No podré ocuparme de su gestión en persona y necesitaré un gerente que se haga cargo. Si no da beneficios, no podré mantenerlo. No con mi sueldo —admitió en voz baja.

Sara alargó la mano sobre la mesa y asió la de Christina. Le dio un ligero apretón en el que volcó todo su afecto y confianza en ella.

—No te agobies, ¿vale? Va a salir bien. ¿Te haces una idea de cuánta gente elige la Provenza para sus vacaciones? Es una zona preciosa y romántica. Estoy segura de que habrá lista de espera para alojarse en tu château.

Christina le devolvió el apretón y una sonrisa le iluminó la cara.

—¿Qué sería de mí sin ti? —Miró de reojo a un camarero que servía pizzas en la terraza de un restaurante cercano—. Yo debería estar buscando al hombre perfecto para mí, y no comiéndome la cabeza con todos estos problemas.

—El hombre perfecto no existe.

—Por supuesto que no, por eso he dicho el hombre perfecto para mí. Ya sabes, metro noventa, cuerpo de nadador, la cara de Gerard Butler y que haga el amor como un ángel.

—Lo ángeles no tienen sexo —señaló Sara con una risita.

—Y un cuerno. Adrian Mitchell es un claro ejemplo de que sí y sabe cómo usarlo. Dios, con él sentaría la cabeza. Quiero a Adrian Mitchell en mi vida.

—Es el personaje de una novela. No es real. El hombre perfecto para ti… —Entrecomilló con los dedos las palabras— Al menos debería ser de verdad, ¿no crees?

Christina se llevó la mano al pecho, ofendida.

—¡Ya, como que el tuyo lo es!

—¿El mío? —inquirió Sara desconcertada. Se había perdido por completo.

Christina entornó los ojos con malicia y empezó a hurgar en su bolso. Sacó su cartera y la abrió. En pocos segundos la mesa estaba llena de tarjetas, billetes, monedas, tickets de compra…

—¡Aquí está! —exclamó mientras desdoblaba un trozo de papel de color amarillo.

Sara se llevó la mano a la boca, sin dar crédito a lo que estaba viendo. Sus ojos, abiertos como platos, iban del rostro de su amiga al papel y de vuelta a su amiga.

—No puedo creer que conserves eso después de tanto tiempo —susurró emocionada. Muchos años atrás, cuando solo eran unas adolescentes que empezaban a interesarse por los chicos, escribieron una lista en la que cada una describía a su hombre perfecto.

—Por supuesto que lo conservo. Esto es como un testamento, una cápsula del tiempo. —Extendió el papel sobre la mesa y lo alisó con la mano—. El hombre perfecto de Sara —anunció, y pasó a enumerar todos los puntos de la lista—: Alto, guapo, deportista, con un cuerpo atractivo, amable, con sentido del humor… Sin miedo a demostrar sus sentimientos, que no le importe hacer el ridículo, que sepa cocinar… —Alzó la mirada hacia Sara y arqueó una ceja. Su amiga se ruborizó—. Muy real, ¡eh! Espera, que esto solo es el principio. Que sepa bailar, que tenga un grupo de rock y, a ser posible, que sea el vocalista. Generoso, fiel, sincero y que esté bien dotado. Vamos, que cargue bien, muy bien.

Sara soltó un gritito de vergüenza y le arrancó el papel de las manos.

—Yo nunca dije eso. —Repasó la lista y se puso colorada.

—Indicaste claramente que debía ser una maravilla en la cama, hasta el punto de volverte loca y lograr que te desmayaras —le recordó Christina, fingiendo abanicarse, y empezó a partirse de risa.

—Tenía dieciséis años —susurró Sara, como si eso lo explicara todo.

Las carcajadas de Christina aumentaron de volumen. Miró al cielo.

—Eros, Cupido, o como diablos te llames. Llevas un retraso de catorce años, ya va siendo hora de que nos pongas en tu lista de prioridades.

Sara bajó la cabeza, fingiendo que no se había dado cuenta de que todas las caras se habían vuelto hacia ellas.

—Estás loca —comentó mientras le devolvía el papel.

Christina hizo un gesto negativo con la mano.

—Quédatelo tú y pégalo en la puerta de la nevera. Con un poco de suerte, un día de estos aparece en tu vida esa maravilla.

Esa misma noche, Daniel se durmió temprano. Sara aprovechó ese preciado tiempo extra para prepararse un baño, dispuesta a sumergirse en agua caliente hasta que su piel se arrugara como una pasa. Mientras llenaba la bañera, descorchó una botella de vino tinto y encendió unas velas aromáticas. El baño se transformó en un escenario irreal. La luz vacilante de las llamas se reflejaba en los azulejos blancos y una ligera nube de vapor, con olor a canela, se extendió cubriendo las paredes.

Se quitó la ropa, sin prisa, mientras observaba cada uno de sus movimientos en el espejo. Hacía mucho tiempo que no se detenía a mirarse. Le había crecido el pelo y ahora le llegaba hasta media espalda. Una melena castaña que en los últimos años tenía una tendencia preocupante a rizarse y encresparse. Sus ojos marrones ya no brillaban, un velo mate y nostálgico los cubría.

Había perdido peso y sus pechos, más pequeños que unos años atrás, comenzaban a rendirse a la ley de la gravedad. Aun así, continuaban siendo bonitos. Los cubrió con sus manos y los sostuvo notando su peso, la redondez de su forma. Muy despacio, bajó las manos siguiendo el contorno de su vientre y sus caderas. No tenía la figura perfecta de las modelos de las revistas, pero estaba bastante bien y siempre se había sentido a gusto con su cuerpo y su desnudez.

No era su aspecto lo que fallaba en ella.

Se recogió el pelo en un moño y se deslizó dentro de la bañera. Suspiró y disfrutó de la sensación de que cada músculo de su cuerpo se aflojara poco a poco hasta convertirse en un trozo de mantequilla, derritiéndose por el calor. Tomó la copa de vino y se bebió la mitad de un solo trago. Se secó las manos y alcanzó el libro, que había dejado sobre el taburete. Sonrió con cierta melancolía. Siempre se había conformado con muy poco: vino, velas y una lectura. No era un mal plan para un viernes por la noche.

Pasó la siguiente página con un nudo en la garganta. Notaba la falta de aire en sus pulmones e inspiró hondo. Releyó el mismo párrafo una vez, y luego otra. Tragó saliva y volvió a inspirar hondo mientras su piel se erizaba con un festival de escalofríos. La escena era sutil, apenas insinuada, un encuentro inesperado cargado de tensión y sensualidad. La leyó de nuevo, consciente de su pulso acelerado y del calor entre sus piernas.

Al principio, que su cuerpo despertara de esa forma a unas sensaciones tan íntimas e intensas, hacía que se sintiera incómoda. Mimarse y liberarse de la tensión acababa provocando en ella una tristeza impregnada de culpabilidad. No estaba haciendo nada malo y, aun así, cuando su cuerpo se relajaba tras la rápida escalada, se sentía como si estuviera cometiendo un delito con la premeditación y la alevosía de un delincuente peligroso. Y se avergonzaba por ello.

Más tarde, quizá por la madurez que dan los años, o porque simplemente abrió los ojos y vio más allá del velo inocente tras el que se escondía, se dio cuenta de que estaba viva por más que intentara ignorarlo. No podía sentirse culpable por comer cuando tenía hambre, por dormir cuando estaba cansada, por quererse un poco cuando su cuerpo le reclamaba atención. Al menos, durante un rato, podía fantasear y dejar de sentir esa frustración constante.

La puerta del baño se abrió de golpe y Colin entró, cerrando a continuación con el pie. Sus ojos volaron hasta la bañera y se abrieron de golpe.

—Ah, hola. No sabía que estabas aquí. Imaginé que ya estarías durmiendo.

Sara sonrió, mientras el corazón le latía con fuerza contra las costillas. ¿Se habría dado cuenta su marido de lo que estaba haciendo bajo el agua?

—Daniel se durmió temprano y he aprovechado para darme un baño.

—Estupendo —respondió él sin más.

Se dirigió a la ducha y abrió el grifo. Mientras el agua caía, empezó a desnudarse. Sara se lo quedó mirando. Aún continuaba alterada; el susto y la vergüenza por si había sido descubierta no habían aplacado su necesidad. Su marido era un hombre apuesto. Siempre había lucido un espeso cabello castaño —ahora salpicado con algunas canas y unas leves entradas que trataba de disimular llevándolo un poco más largo—, y tenía unos preciosos ojos azules, ligeramente rasgados hacia abajo. Pasaba tantas horas sentado que su cuerpo ya no era el mismo de diez años atrás, pero continuaba siendo atractivo.

—¿Vas a ducharte? —inquirió, ruborizada hasta las orejas. La pregunta era absurda, pero no se le ocurría otra forma de entablar conversación. Colin asintió sin mirarla—. Aquí hay sitio para los dos y el agua aún está caliente. ¿No te apetece que pasemos un rato juntos? Hace mucho que no estamos solos.

La seductora invitación salió de su boca sin que pudiera evitar que le temblara la voz. Apoyó los brazos en el borde y se elevó un poco, de modo que sus pechos emergieron entre la espuma. Colin la miró de soslayo y su cara no mostró ninguna emoción. Empezó a negar con la cabeza mientras se quitaba los calzoncillos y se dirigía a la ducha con el cuerpo tan inexpresivo como su rostro.

—Mejor no. Estoy cansado y no me encuentro bien. Creo que estoy incubando algo. Disfruta de tu baño —murmuró.

Sara volvió a sumergirse en el agua, de repente demasiado fría, y se quedó mirando el techo con un nudo de ansiedad estrujándole el estómago. Salió de la bañera, incapaz de permanecer quieta. Se sentía fatal. No se molestó en secarse, ni en vestirse, y cubierta de espuma agarró la copa de vino y abandonó el baño.

Se sentía tan estúpida que la vergüenza amenazaba con provocarle un ataque de nervios. No sabía qué le había llevado a insinuarse, aunque lo hubiera hecho de un modo tan discreto. Hacía mucho que Colin no mostraba ningún interés en estar con ella; y ella había dejado de esperar.

A Sara le costaba entender cómo habían llegado a esa situación. Quizá la culpa solo fuese suya por no haber sabido mantener su atención. Había llegado a la conclusión de que quizá su falta de iniciativa había sido uno de los motivos que había provocado el aburrimiento de su marido. Ella nunca había sido capaz de dar el primer paso. No sabía muy bien por qué, pero siempre se bloqueaba, por mucho que lo deseara. Cuando se excitaba y quería hacer el amor, lo buscaba haciendo que Colin se fijara en ella: cambiaba su pijama por un conjunto de ropa interior sexy, o se acostaba completamente desnuda con un repentino golpe de calor… Y funcionaba. Colin acababa entre sus piernas y, una vez allí, ella se sentía bien por estar junto a él, por tenerle de ese modo.

Pero, poco a poco, las cosas habían ido cambiando entre ellos. Él comenzó a distanciarse y dejó de fijarse en las pistas de Sara. Ella, lejos de armarse de valor y cambiar de estrategia, se volvió más insegura. Las noches se convirtieron en horas de insomnio y frustración sexual, de tristeza por no ser capaz de superar aquella extraña parálisis que le entraba cada vez que pensaba en acercarse a él. Lo que para otras mujeres parecía tan fácil y natural, para ella era como saltar al vacío sin paracaídas. ¡No tenía valor para hacerlo!

El tiempo fue pasando y su relación se complicó cada vez más. Ella no lo buscaba, aunque se muriera por hacerlo; y él no parecía necesitarla. La intimidad fue la primera pérdida, después la siguieron otras más importantes como la confianza y la seguridad.

Podría parecer que atribuía demasiada importancia al sexo, pero siempre había pensado que era el reflejo perfecto del estado de una relación. Una pareja joven y sana que no hace el amor durante meses tiene un problema. Además, ¿quién no se sentiría bien en los brazos de la persona que ama, mientras la colma de besos y caricias, mientras sus cuerpos se acoplan durante el baile más íntimo y apasionado que existe?

Quizá Colin había acabado por darse cuenta de que él era el único que llegaba a la cima.