Sara giró la cabeza sobre la almohada y miró el despertador. Faltaban tres minutos para las seis de la mañana. Cerró los ojos y resopló. Era un hecho: odiaba los lunes. No tenía ningún motivo especial para hacerlo. En realidad, era un día como cualquier otro: un martes, un jueves, un domingo… Sus días eran tan parecidos que solía confundirse y le costaba recordar la fecha. Pero los lunes tenían algo que la deprimía.
Bostezó. Estaba exhausta y ya había perdido la cuenta de las noches que llevaba sin dormir. Daniel continuaba teniendo pesadillas y apenas conciliaba el sueño por culpa de una película de terror que había visto unas semanas antes.
Su marido dormía profundamente al otro lado de la cama. Su pecho subía y bajaba al ritmo que marcaban sus ronquidos: dos inhalaciones cortas y una larga. Lo miró con fastidio. No entendía cómo podía caer en la cama como un tronco y no enterarse de nada.
No recordaba cuándo fue la última vez que Colin se había levantado en su lugar para consolar a Daniel, darle agua o vigilar su sueño si estaba enfermo y la fiebre no le bajaba. Quizá no lo recordaba porque nunca lo había hecho, ni siquiera en esas contadas ocasiones en las que era ella la que enfermaba. En esos casos, Colin se limitaba a dormir en otro cuarto y a permanecer alejado para no contagiarse, alegando que no podía permitirse el lujo de faltar al trabajo.
Colin siempre era el primero en llegar a su oficina y el último en abandonarla. Incluso acudía algunos fines de semana con el pretexto de complacer a sus jefes y asegurarse de que conseguiría un ascenso cuando estos eligieran al nuevo equipo directivo. Sara sabía que él llevaba muchos años luchando por ese ascenso y trataba de ser paciente y comprensiva. Creía firmemente que, cuando por fin lo lograra, las cosas mejorarían entre ellos. Colin se relajaría, pasaría más tiempo con ella y el niño y podrían arreglar sus problemas. Era lo que más deseaba.
El despertador comenzó a sonar y ella se levantó tras apagarlo. Se cubrió los brazos desnudos con una rebeca y se dirigió a la cocina mientras se recogía la larga melena castaña en una coleta. Puso a calentar la cafetera y rellenó el depósito de agua bajo el grifo. Arrugó los labios con una mueca de fastidio al ver que las cápsulas de latte macchiato se habían acabado. Después buscó el café soluble, que guardaba para emergencias, y calentó un poco de leche en el microondas. Le puso dos cucharadas colmadas, añadió azúcar y un poco de vainilla en polvo. No era lo mismo, pero se parecía bastante, y lo importante a esas horas era la doble dosis de cafeína que necesitaba para ponerse en marcha.
Tomó la taza caliente y se dirigió al salón, a su pequeño rincón junto a la ventana, y se sentó en la butaca de segunda mano que meses atrás había comprado en un mercadillo cerca de Notting Hill. Era perfecta por su tamaño y tan cómoda que se había convertido en su lugar favorito de la casa. Subió las piernas al asiento, acomodándose mientras acunaba la bebida entre sus manos. Siempre se levantaba temprano para poder disfrutar de ese ratito de tranquilidad antes de despertar a Daniel.
Cogió el libro que Christina le había regalado en Navidad y continuó leyendo por donde lo había dejado el día anterior. Era una lectura preciosa. Le encantaba el argumento, los personajes, el lugar donde se ambientaba. Lo cierto era que siempre acababa enamorándose como una idiota de las novelas con una bonita historia de amor. Pero esta poseía algo especial, y es que tenía como protagonista al hombre perfecto. Atractivo y muy masculino, divertido, inteligente, impulsivo… Muy apasionado y seguro de sí mismo, menos cuando mostraba su lado sensible y vulnerable, dejando entrever que, quizá, no fuese tan seguro. Un hombre capaz de dar espacio, de recorrer cinco kilómetros a pie para conseguirte un trozo de tarta, de los que se pasan toda una tarde en la cocina para prepararte una cena maravillosa. Un hombre que, posiblemente, no fuera tan perfecto si se lo comparaba con otros, pero que para Sara lo era cuando decía cosas como aquella:
«…si mañana se acaba el mundo, yo moriré feliz solo por haberte conocido.»
Se llevó la mano a sus labios temblorosos y parpadeó para alejar las lágrimas. El corazón le latía con fuerza y se sintió estúpida por ese atisbo de celos que estaba sintiendo hacia la protagonista. Estúpida por las mariposas que le recorrían el estómago cada vez que leía un «Te quiero», como si ella fuese la destinataria de ese sentimiento. Por Dios, estaba muerta de envidia por una escena de amor entre una pareja de… ¡ficción! Cerró el libro y se quedó mirando la pared llena de fotografías. Las de su boda, por llamarla de algún modo, habían desaparecido tras el ficus al igual que otras muchas cosas.
—Sara, ¿has planchado mi camisa azul? No la encuentro —preguntó Colin desde el pasillo.
Sara se secó con la manga de la rebeca una lágrima solitaria que se deslizaba por su mejilla.
—Está en el armario. Y, por favor, no grites. No quiero que Daniel se despierte.
—¡Mamá!
—Estupendo —refunfuñó para sí misma mientras dejaba el libro a un lado y se ponía de pie—. Media hora para desayunar tranquila, leer un poco… Tampoco pido mucho.
Ayudó a Daniel a vestirse y lo acompañó al baño. Mientras le aplastaba con el peine el remolino que se le formaba en la coronilla, oyó a su marido contestando al teléfono. Tras unos segundos, Colin apareció en la puerta.
—Necesito que prepares mi ropa de golf. He quedado con Clayton para jugar unos hoyos esta tarde.
—Pero si es lunes.
—¿Y?
—Que le prometiste a Daniel que esta tarde irías con él a comprar su bici nueva.
Colin vaciló un segundo, como si no supiera de qué le estaba hablando.
—¿En serio?
—Sí, se lo prometiste. No hace ni dos días —repuso Sara.
Él bufó con las manos en las caderas y alzó la vista al techo.
—Pues lo siento, pero no voy a poder. —Miró a su hijo a través del reflejo del espejo—. Lo siento, Dani, pero lo de esta tarde es importante. Clayton y yo debemos planificar una nueva campaña y…
—No pasa nada —susurró el niño.
—¿Seguro?
Daniel asintió con una leve sonrisa, pero Sara notó la tensión de su cuerpo. Apretó los párpados un segundo y respiró hondo. Estaba cansada, triste y de muy mal humor para conformarse, como hacía siempre, y permanecer callada.
—Dani, cariño, ¿por qué no vas y pones la tele un rato?
Se inclinó y lo besó en el pelo. En cuanto el niño salió del baño, miró a Colin con una expresión acusadora y le apuntó con el peine.
—¿De verdad lo vas a dejar plantado?
—¿Y qué quieres que haga?
—Que por una vez, al menos una vez, cumplas una de tus promesas. Se había ilusionado con la idea.
—Ya lo llevaré otro día. Lo de esta tarde es importante.
—¡Vas a jugar al golf! ¿Eso es más importante que tu hijo?
Colin se puso a la defensiva y se cruzó de brazos.
—No solo voy a jugar al golf. Se trata de despejarnos un rato y probar a encontrar nuevas ideas para la campaña que tenemos entre manos. Es un cliente muy importante y no podemos perderlo. Sigue siendo trabajo.
—Podrías llevarte a Daniel contigo. Estaríais unas horas juntos. El niño se muere por pasar algo de tiempo con su padre.
—No puede venir conmigo, es demasiado pequeño.
—No es pequeño. Tiene diez años.
—Otro día, prometido.
—Tus promesas no valen nada —explotó Sara con rencor.
La expresión de Colin se volvió fría.
—¿Te gusta esta casa y el colegio de Daniel? ¿Te gusta que el niño tenga un médico privado, dentista…? Todo eso no lo pagan mis promesas, sino mi trabajo. ¡Joder, deberías darme las gracias por poder vivir como vives, en lugar de quejarte todo el tiempo!
A Sara empezó a hervirle la sangre, pero soltó el aire que estaba conteniendo y se obligó a serenarse.
—Solo te he pedido que pases un rato con el niño. Te necesita, Colin. Eres su padre.
—Exacto, soy su padre, no su amigo. Y mi trabajo pagará algún día su educación, la universidad… No lo hará la puñetera bici. —Entornó los ojos—. ¿O vas a ocuparte tú? ¿Sabes cuántas camisas tendrías que doblar en esa tienda en la que trabajabas para poder pagar solo la matrícula de un año en Oxford?
Ella guardó silencio, sintiendo cada palabra como un golpe en el estómago.
—Madura de una vez, Sara. No tienes ni idea de cómo son las cosas ahí fuera. Gracias a mí nunca has tenido que preocuparte por nada, pero parece que no es suficiente. Y luego siempre es culpa mía —replicó, ofendido. Dio media vuelta y se alejó por el pasillo.
Sara lo siguió, maldiciéndose por su arrebato. Hacía mucho tiempo que se había prometido a sí misma que no iba a discutir con él. Se recordaba constantemente que debía ser más comprensiva y aceptar a Colin tal como era. Que esa era la vida que había elegido después de todo y que no tenía ningún derecho a quejarse. Lo lograba durante un mes, dos…, pero al final explotaba y acababa sintiéndose como la bruja del cuento.
Eran dos personas muy diferentes, de eso no había duda, y no solo por la diferencia de edad que existía entre ellos: Sara estaba a punto de cumplir los treinta, dieciséis menos que él. Eran opuestos en todo. Ella era sensible y emocional. Él era frío y distante. Sara creía que la felicidad dependía de las personas y los sentimientos; y la de Colin iba en consonancia con su éxito laboral.
—Colin.
—Tengo que irme —masculló.
—Colin, por favor… —insistió Sara.
Su marido se detuvo y, muy despacio, se dio la vuelta.
—Lo siento. No he dormido. Estoy cansada… —se justificó—. No pretendía ser desagradable, ni enfadarme. Es solo que… Llevamos once años juntos y no recuerdo cuándo fue la última vez que nosotros…
El teléfono móvil de Colin empezó a sonar. Lo sacó de su bolsillo y respondió mientras se le dibujaba una sonrisa en la cara.
—¿Qué pasa, hombre? ¿Viste el partido?… Fue un penalti claro…
Desapareció en su despacho y unos segundos más tarde la puerta principal se cerró con un leve portazo. Sara se quedó en medio del pasillo, con la vista clavada en sus pies descalzos y respirando hondo para no echarse a llorar. Ya debería haberse acostumbrado a quedarse con la palabra en la boca cada vez que sonaba su teléfono. No importaba cuán trascendente fuera la conversación que estuvieran manteniendo, aquel maldito aparato tenía prioridad absoluta.
Se pasó las manos por el pelo y regresó al salón.
—¿Quieres desayunar? —le preguntó a Daniel.
El niño asintió con la cabeza, sin despegar los ojos de la pantalla del televisor. Sara fue a la cocina y calentó una taza de leche, le añadió cacao y la puso en una bandeja junto con un trozo de bizcocho y unos cereales. Regresó a la sala y dejó la bandeja en la mesa. Durante un rato observó a su hijo comer. Después ordenó un poco la habitación y recogió los juguetes que poblaban cada centímetro del suelo. Sin darse cuenta acabó frente a la ventana y se quedó mirando la calle, ensimismada.
Vivían en un piso antiguo en el barrio de Covent Garden, en una calle cercana a la plaza central. Era una zona preciosa de la ciudad, en la que se respiraba un ambiente joven y bohemio. Podías encontrar músicos callejeros en cada esquina, pintores y actores que aprovechaban las plazas para exhibir su arte y ganar algunas libras.
A Sara le encantaba vivir en aquel barrio y adoraba su casa, en la que había invertido tanto tiempo y trabajo que en cada rincón se podía apreciar el amor y la dedicación que había volcado en ella. A lo largo de los años, cuidarla había ocupado gran parte de su tiempo. Mientras pintaba paredes, restauraba muebles o cosía nuevas cortinas, sentía que era útil y que aportaba algo a su hogar. Cuando se le acababan las tareas, se dedicaba a cocinar nuevas recetas con las que conseguir algún cumplido de su marido. Cumplidos que nunca recibía.
Necesitaba un trabajo ahora que Daniel había crecido y no demandaba tanta atención. Pero ¿quién iba a contratar a una madre que había abandonado sus estudios al acabar el instituto y cuya única experiencia laboral se reducía a doblar camisas en una boutique masculina? Además, cada vez que sacaba el tema, Colin se mostraba completamente en contra. No dejaba de repetirle la suerte que tenía de poder estar en casa y cuidar de Daniel, de que los tres pudieran vivir con su sueldo y que ella no necesitara trabajar.
«Vamos, Sara, piensa un poco. Dudo que consigas algo mejor que un puesto de cajera en un supermercado, y lo que ganes apenas cubrirá el sueldo de la persona que tendremos que contratar para que se encargue de la casa y del niño. ¿De verdad merece la pena? Además, ya sabes que paso mucho tiempo fuera por mi trabajo. Si tú también sales, apenas nos veremos. No lo entiendo, en serio, hablamos de todo esto al principio y te pareció bien. ¡Ojalá yo pudiera estar en tu lugar! Todo el día en casa sin hacer nada.»
«Sin hacer nada.» Esas palabras se le habían clavado en el alma y volvían a ella cada vez que se paraba a pensar en los años que llevaban juntos. Colin nunca la había valorado. En cierto modo, se sentía engañada por él. La había convencido de que su lugar estaba en casa, y luego había usado esa misma idea para hacerla sentir como un mueble sin valor.
Se arrepentía tanto del estúpido acuerdo al que habían llegado cuando comenzaron a vivir juntos.
Colin era director creativo en una importante agencia de publicidad. Pasaba mucho tiempo en su oficina, y los viajes fuera de la ciudad eran muy frecuentes. Por eso le había pedido que no trabajara. Era el único modo de pasar juntos todo el tiempo libre del que pudieran disponer, y Sara aceptó con la misma rapidez que accedía a todo cuanto él le pedía. En aquel momento su petición hasta le había parecido romántica.
Ahora ese pacto se había convertido en su prisión. Dependía económicamente de él y esa dependencia había acabado marcando muchos aspectos de su vida, hasta tal punto que, a menudo, empezaba a dudar de que tuviera realmente vida. A lo largo de los años, el papel de madre y esposa se había impuesto en su día a día; la mujer se quedó atrás en algún momento que no lograba recordar. Una mujer incompleta que, pese a su juventud, no creía posible que lograra desarrollarse y conocerse a sí misma. Sin contar con la inseguridad que había arraigado en su interior y la conformidad con un futuro que se asemejaba al de un moribundo sin esperanza. Esos pensamientos la deprimían hasta tal extremo que solo tenía ganas de cerrar los ojos y no abrirlos durante mucho, mucho tiempo.
Y a todo eso debía sumarle que para su marido era completamente invisible desde hacía mucho. A veces tenía serias dudas sobre sus sentimientos hacia ella. Y otras veces se convencía a sí misma de que todos aquellos problemas solo estaban en su cabeza. Después de todo, puede que estuviera siendo egoísta al sentirse insatisfecha. Estaba cansada de oír que el enamoramiento y la pasión en una pareja solo duraba unos pocos meses, y que esos sentimientos solo eran un efecto, una reacción química de nuestro cuerpo. Lo importante era la relación que se consolidaba después de esa atracción inicial.
No debería sentirse tan vacía porque su marido ya no se comportara como un adolescente enamorado. Aunque tampoco recordaba que lo hubiese hecho alguna vez. Colin era un buen hombre. Sus amigos lo adoraban, sus compañeros de trabajo lo admiraban, recurrían a él para todo. Era consecuente y cumplidor con sus responsabilidades. Por eso trabajaba tanto y su tiempo libre era muy escaso, porque quería que Daniel y ella pudieran tener de todo. Si fuese más comprensiva, podría aceptar que él era así y vivir con ello, del mismo modo que aprendió a vivir con… lo que pasó.
«Todo el mundo comete errores», pensó. Pero unos dolían más que otros.