Tradiciones peruanas. Cuarta serie
Ricardo Palma

© Fundación Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

1.ª edición: octubre de 2016

I.S.B.N. 978-84-16594-76-4

[Nota: Edición a partir de la de Barcelona, Montaner y Simón, 1893.]

 

 

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Cuarta serie

Tres cuestiones históricas sobre Pizarro. —El que pagó el pato. —¡Cosas de frailes! —El alma de Tuturuto. —La conspiración de la saya y manto. —Hermosa entre las hermosas. —El verdugo real del Cuzco. —La fruta del cercado ajeno. —Quizá quiero, quizá no quiero. —Los matrimonios del real orden. —Los refranes mentirosos. —Los pasquines del bachiller Pajalarga. —La casa de Francisco Pizarro. —La sandalia de Santo Tomás. —Los alcaldes de Arica. —San Antonio de Montesclaros. —El ombligo de nuestro padre Adán. —Las tres puertas de San Pedro. —¡Feliz barbero! —Los tesoros de Catalina Huanca. —Monja y cartujo. —Franciscanos y jesuitas. —El alcalde de Paucarcolla. —Una trampa para cazar ratones. —Ciento por uno. —El Manchay-Puito. —Palabra suelta no tiene vuelta. —Desdichas de Pirindín. —Tabaco para el rey. —Genialidades de la Perricholi. —Mosquita muerta. —La misa negra. —La investidura del hábito de Santiago. —Un caballero de hábito. —La faltriquera del Diablo. —El puente de los pecadores. —Una tarjeta de visita. —Un tesoro y una superstición. —¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra! —Altivez de limeña. —El mejor amigo... un perro. —Un cuociente inverosímil. —Una moza de rompe y raja. —Justicia de Bolívar. —Una frase salvadora. —El primer cónsul inglés. —La revolución de la medallita. —Bolívar y el cronista Calancha.

Prologuito de ordenanza

Aquí tienes, lector, sin más preludios
esta de Tradiciones serie cuarta,
hija de mis históricos estudios.
Fama a las tradiciones le debo harta,
y yo mismo tildárame de ingrato
si tras la actual no hilvano nueva sarta.
Es verdad que el trajín del literato,
en esta capital del perulero,
a nadie le produce para el plato;
pero, en conciencia, confesarte quiero
que da a veces renombre, y es fortuna
la de no ser un literario cero.
Hijo soy de mis obras. Pobre cuna
el año treinta y tres meció mi infancia;
pero así no la cambio por ninguna.
Y cífranse mi orgullo y mi arrogancia
en que, aun mis enemigos más procaces,
a mi nombre dan ya significando.
No faltarán los zoilos lenguaraces
que exclamen: —¡Vaya un rasgo de inmodestia!
¡Vaya un Narciso de variadas faces!
Mas plántenme una albarda como a bestia
si, casi siempre, no es hipocresía
eso que llaman por ahí modestia.
Yo sé, pues me lo dicen a porfía
órganos cien, que el género en que escribo
en América diome nombradía.
Sé que, como da frutos el olivo,
ya hay de tradicionistas epidemia,
que cultivan la vid que yo cultivo;
y pláceme saber que la Academia
no encuentra en mis sencillas narraciones
contra la lengua estúpida blasfemia.
Alguien, tal vez, leyendo estos renglones
de volteriana vanidad me acusa;
mas baste una, entre múltiples razones
que pudiera alegar, de buena excusa
a los tercetos rancios e infelices
que acaba de zurcir mi pobre musa.
Aquí, lector, sospecho que te dices:
—A este lo ha vapuleado un monicaco
que no ve más allá de sus narices.
Pues, lector, acertaste. Cierto taco
que la O conoce, por redonda, apenas,
una coz me arrimó, torpe y bellaco.
Insultos prodigome por docenas,
y añadió que mis sandias producciones
ni paro tacos de fusil son buenas;
que calumniando a heroicos señorones
y haciendo de la historia pepitoria
con pérfidas, brutales intenciones,
parece que a fundar fuera mi gloria
en manchar de tan nobles caballeros
con vil borrón la limpia ejecutoria.
La crítica ¡pardiez! tiene sus fueros:
es ella sacrosanto sacerdocio
que no es dado ejercer a majaderos.
La crítica sesuda no es negocio
para quien, sin quemarse las pestañas
estudiando, vivió siempre en el ocio.
El crítico leal no usa artimañas
ni injurias, y va al fondo del asunto
deteniéndose poco en musarañas.
Mas poner quiero a mi defensa punto
que a gastar mucha tinta en ese duelo
prefiero que me tengan por difunto.
Yo agradezco, testigo me es el cielo,
la crítica benévola y sensata
que pone en ilustrarme su desvelo;
y aun río con la charla mentecata
del seudo-literario-pandillaje
si, envidioso o maligno, me maltrata.
Del león soportamos el ultraje;
mas si un reptil nos muerde traicionero
se subleva en el ánima el coraje.
No es vanidad pueril ni orgullo fiero,
sí dignidad lo que en mi pluma salta...
Perdóname, lector, pues fui sincero,
y Dios nos dé... lo que nos tenga falta.

Ricardo Palma

Lima, julio de 1877

Tres cuestiones históricas sobre Pizarro.
¿Supo o no supo escribir? ¿Fue o no fue Marqués de los Atavillos? ¿Cuál fue y dónde está su gonfalón de guerra?

I

Variadísimas y contradictorias son las opiniones históricas sobre si Pizarro supo o no escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran que ni aun conoció la O por redonda. Así se ha generalizado la anécdota de que estando Atahualpa en la prisión de Cajamarca, uno de los soldados que lo custodiaban le escribió en la uña la palabra Dios. El prisionero mostraba lo escrito a cuantos lo visitaban, y hallando que todos, excepto Pizarro, acertaban a descifrar de corrido los signos, tuvo desde ese instante en menos al jefe de la conquista, y lo consideró inferior al último de los españoles. Deducen de aquí malignos o apasionados escritores que don Francisco se sintió lastimado en su amor propio y que por tan pueril quisquilla se vengó del inca haciéndolo degollar.

Duro se nos hace creer que quien hombreándose con lo más granado de la nobleza española, pues alanceó toros en presencia de la reina doña Juana y de su corte, adquiriendo por su gallardía y destreza de picador fama tan imperecedera como la que años más tarde se conquistara por sus hazañas en el Perú; duro es, repetimos, concebir que hubiera sido indolente hasta el punto de ignorar el abecedario, tanto más, cuanto que Pizarro, aunque soldado rudo, supo estimar y distinguir a los hombres de letras.

Además, en el siglo del emperador Carlos V no se descuidaba tanto como en los anteriores la instrucción. No se sostenía ya que eso de saber leer y escribir era propio de segundones y de frailes, y empezaba a causar risa la fórmula empleada por los Reyes Católicos en el pergamino con que agraciaban a los nobles a quienes hacían la merced de nombrar ayudas de Cámara, título tanto o más codiciado que el hábito de las órdenes de Santiago, Montesa, Alcántara y Calatrava. Una de las frases más curiosas y que, dígase lo que se quiera en contrario, encierra mucho de ofensivo a la dignidad del hombre, era la siguiente: «Y por cuanto vos (Perico de los Palotes) nos habéis probado no saber leer ni escribir y ser expedito en el manejo de la aguja, hemos venido en nombraros ayuda de nuestra real Cámara, etc.».

Pedro Sancho y Francisco de Jerez, secretarios de Pizarro, antes que Antonio Picado desempeñara tal empleo, han dejado algunas noticias sobre su jefe; y de ellas, lejos de resultar la sospecha de tan suprema ignorancia, aparece que el gobernador leyó cartas.

Tratándose de Almagro el Viejo es punto históricamente comprobado que no supo leer.

Lo que sí está para nosotros fuera de duda, como lo está para el ilustre Quintana, es que don Francisco Pizarro no supo escribir, por mucho que la opinión de sus contemporáneos no ande uniforme en este punto. Bastaría para probarlo tener a la vista el contrato de compañía celebrado en Panamá, a 10 de marzo de 1525, entre el clérigo Luque, Pizarro y Almagro, que concluye literalmente así: «Y porque no saben firmar el dicho capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro, firmaron por ellos en el registro de esta carta Juan del Panés y Álvaro del Quito».

Un historiador del pasado siglo dice:

«En el archivo eclesiástico de Lima he encontrado varias cédulas e instrumentos firmados del marqués (en gallarda letra), los que mostré a varias personas, cotejando unas firmas con otras, admirado de las audacias de la calumnia con que intentaron sus enemigos desdorarlo y apocarlo, vengando así contra este gran capitán las pasiones propias y heredadas».

En oposición a éste, Zárate y otros cronistas dicen que Pizarro sólo sabía hacer dos rúbricas, y que en medio de ellas, el secretario ponía estas palabras: El marqués Francisco Pizarro.

Los documentos que de Pizarro he visto en la biblioteca de Lima, sección de manuscritos, tienen todos las dos rúbricas. En unos se lee Franx.º Piçarro, y en muy pocos El marqués. En el Archivo Nacional y en el del Cabildo existen también varios de estos autógrafos.

Poniendo término a la cuestión de si Pizarro supo o no firmar, me decido por la negativa, y he aquí la razón más concluyente que para ello tengo:

En el Archivo general de Indias, establecido en la que fue Casa de Contratación en Sevilla, hay varias cartas en las que, como en los documentos que poseemos en Lima, se reconoce, hasta por el menos entendido en paleografía; que la letra de la firma es, a veces, de la misma mano del pendolista o amanuense que escribió el cuerpo del documento. «Pero si duda cupiese —añade un distinguido escritor bonaerense, don Vicente Quesada, que en 1874 visitó el Archivo de Indias—, he visto en una información, en la cual Pizarro declara como testigo, que el escribano da fe de que después de prestada la declaración, la señaló con las señales que acostumbraba hacer, mientras que da fe en otras declaraciones de que los testigos las firman a su presencia».

II

Don Francisco Pizarro no fue marqués de los Atavillos ni marqués de los Charcas, como con variedad lo llaman muchísimos escritores. No hay documento oficial alguno con que se puedan comprobar estos títulos, ni el mismo Pizarro en el encabezamiento de órdenes y bandos usó otro dictado que este: El marqués.

En apoyo de nuestra creencia, citaremos las palabras de Gonzalo Pizarro cuando, prisionero de Gasca, lo reconvino éste por su rebeldía e ingratitud para con el rey, que tanto había distinguido y honrado a don Francisco: «La merced que su majestad hizo a mi hermano fue solamente el título y nombre de marqués, sin darle estado alguno, y si no díganme cuál es».

El blasón y armas del marqués Pizarro era el siguiente: escudo puesto a mantel; en la primera parte, en oro, águila negra, columnas y aguas; y en rojo, castillo de oro, orla de ocho lobos, en oro; en la segunda parte, puesto a mantel en rojo, castillo de oro con una corona; y en plata, león rojo con una F y debajo, en plata, león rojo; en la parte baja, campo de plata, once cabezas de indios y la del medio coronada; orla total con cadenas y ocho grifos, en oro; al timbre, coronel de marqués.

En una carta que con fecha 10 de octubre de 1537 dirigió Carlos V a Pizarro, se leen estos conceptos que vigorizan nuestra afirmación: «Entretanto os llamaréis marqués, como os lo escribo, que, por no saber el nombre que tendrá la tierra que en repartimiento se os dará, no se envía ahora dicho título», y como hasta la llegada de Vaca de Castro no se habían determinado por la corona las tierras y vasallos que constituirían el marquesado, es claro que don Francisco no fue sino marqués a secas, o marqués sin marquesado, como dijo su hermano Gonzalo.

Sabido es que Pizarro tuvo en doña Angelina, hija de Atahualpa, un niño a quien se bautizó con el nombre de Francisco, el que murió antes de cumplir quince años. En doña Inés Huaylas o Yupanqui, hija de Manco-Capac, tuvo una niña, doña Francisca, la cual casó en España en primeras nupcias con su tío Fernando y después con don Pedro Arias.

Por cédula real y sin que hubiera mediado matrimonio con doña Angelina o doña Inés, fueron declarados legítimos los hijos de Pizarro. Si éste hubiera tenido tal título de marqués de los Atavillos, habríanlo heredado sus descendientes. Fue casi un siglo después, en 1628, cuando don Juan Fernando Pizarro, nieto de doña Francisca, obtuvo del rey el título de marqués de la Conquista.

Piferrer en su Nobiliario español dice que, según los genealogistas, era muy antiguo e ilustre el linaje de los Pizarros; que algunos de ese apellido se distinguieron con Pelayo en Covadonga, y que luego sus descendientes se avecindaron en Aragón, Navarra y Extremadura. Y concluye estampando que las armas del linaje de los Pizarros son: «escudo de oro y un pino con piñas de oro, acompañado de dos lobos empinantes al mismo y de dos pizarras al pie del tronco». Estos genealogistas se las pintan para inventar abolengos y entroncamientos. ¡Para el tonto que crea en los muy embusteros!

III

Acerca de la bandera de Pizarro hay también un error que me propongo desvanecer.

Jurada en 1521 la independencia del Perú, el Cabildo de Lima pasó al generalísimo don José de San Martín un oficio, por el cual la ciudad le hacía el obsequio del estandarte de Pizarro. Poco antes de morir en Bologne, este prohombre de la revolución americana hizo testamento, devolviendo a Lima la obsequiada bandera. En efecto, los albaceas hicieron formal entrega de la preciosa reliquia a nuestro representante en París, y éste cuidó de remitirla al gobierno del Perú en una caja muy bien acondicionada. Fue esto en los días de la fugaz administración del general Pezet, y entonces tuvimos ocasión de ver el clásico estandarte depositado en uno de los salones del ministerio de Relaciones exteriores. A la caída de este gobierno, el 6 de noviembre de 1865, el populacho saqueó varias de las oficinas de palacio, y desapareció la bandera, que acaso fue despedazada por algún rabioso demagogo, que se imaginaría ver en ella un comprobante de las calumnias que por entonces inventó el espíritu de partido para derrocar al presidente Pezet, vencedor en los campos de Junín y Ayacucho, y a quien acusaban sus enemigos políticos de connivencias criminales con España, para someter nuevamente el país al yugo de la antigua metrópoli.

Las turbas no raciocinan ni discuten, y mientras más absurda sea la especie más fácil aceptación encuentra.

La bandera que nosotros vimos tenía, no las armas de España, sino las que Carlos V acordó a la ciudad por real cédula de 7 de diciembre de 1537. Las armas de Lima eran: un escudo en campo azul con tres coronas regias en triángulo, y encima de ellas una estrella de oro cuyas puntas tocaban las coronas. Por orla, en campo colorado, se leía este mote en letras de oro: Hoc signum vere regum est. Por timbre y divisa dos águilas negras con corona de oro, una J y una K (primeras letras de Karolus y Juana, los monarcas), y encima de estas letras una estrella de oro. Esta bandera era la que el alférez real por juro de heredad, paseaba el día 5 de enero en las procesiones de Corpus y Santa Rosa, proclamación de soberano y otros actos de igual solemnidad.

El pueblo de Lima dio impropiamente en llamar a ese estandarte la bandera de Pizarro, y sin examen aceptó que ese fue el pendón de guerra que los españoles trajeron para la conquista. Y pasando sin refutarse de generación en generación, el error se hizo tradicional e histórico.

Ocupémonos ahora del verdadero estandarte de Pizarro.

Después del suplicio de Atahualpa, se encaminó al Cuzco don Francisco Pizarro, y creemos que fue el 16 de noviembre de 1533 cuando verificó su entrada triunfal en la augusta capital de los incas.

El estandarte que en esa ocasión llevaba su alférez Jerónimo Aliaga era de la forma que la gente de iglesia llama gonfalón. En una de sus caras, de damasco color grana, estaban bordadas las armas de Carlos V; y en la opuesta, que era de color blanco según unos, o amarillo según otros, se veía pintado al apóstol Santiago en actitud de combate sobre un caballo blanco con escudo, coraza y casco de plumeros o airones, luciendo una cruz roja en el pecho y una espada en la mano derecha.

Cuando Pizarro salió del Cuzco (para pasar al valle de Jauja y fundar la ciudad de Lima) no lo hizo en son de guerra, y dejó depositada su bandera o gonfalón en el templo del Sol, convertido ya en catedral cristiana. Durante las luchas civiles de los conquistadores, ni almagristas ni gonzalistas ni gironistas ni realistas se atrevieron a llevarlo a los combates, y permaneció como objeto sagrado en un altar. Allí, en 1825, un mes después de la batalla de Ayacucho, lo encontró el general Sucre, éste lo envió a Bogotá y el gobierno inmediatamente lo remitió a Bolívar, quien lo sometió a la municipalidad de Caracas, donde actualmente se conserva. Ignoramos si tres siglos y medio de fecha habrán bastado para convertir en hilachas el emblema marcial de la conquista.

El que pagó el pato

I

El inca Titu-Atauchi, hermano de Atahualpa, se dirigía a Cajamarca con gran comitiva de indios cargados de oro y plata para aumentar el tesoro del rescate, cuando tuvo noticia de que el 29 de agosto de 1533 habían los españoles dado muerte al soberano. Titu-Atauchi escondió las riquezas de que era conductor, y reuniendo gente de guerra, fue a juntarse con Quizquiz, el más bravo y experimentado de los generales del imperio, que se hallaba a la cabeza de un ejército hostilizando a los conquistadores.

Vistos emprendieron su marcha al Cuzco, sosteniendo combate diario con las tropas de Quizquiz. Ciento cincuenta españoles, mandados por Francisco de Chávez, cubrían la retaguardia de Pizarro, y una tarde, detenidos por una tempestad, acamparon a cinco leguas de distancia del grueso de sus compañeros. De repente se encontraron atacados por seis mil indios. Los españoles lucharon con su acostumbrada bizarría; pero faltos de concierto y acosados por el número, tuvieron que emprender fuga desastrosa, dejando siete cadáveres y trece prisioneros.

Entre los últimos hallábase el caballeresco1 capitán Francisco de Chávez, aquel que murió en Lima defendiendo al marqués el día de la conjuración de los almagristas; Alonso de Ojeda, otro valiente que se volvió loco un año después, y Hernando de Haro, no menos notable por su coraje e hidalguía.

Dice la historia que en el simulacro de juicio que se inició y feneció en un día para asesinar a Atahualpa, tuvo éste muchos que abogaron por su vida; y es opinión uniforme que a haber estado presente en Cajamarca el ilustre Hernando de Soto, no se habría manchado la conquista con tan inicuo como estéril crimen. De los veinticuatro jueces de Atahualpa, sólo trece lo condenaron a muerte. Los once que se negaron a firmar la sentencia son dignos de que consignemos sus nombres, en homenaje a su honrada conducta. Llamábanse Juan de Rada (aquel que más tarde acaudilló a los almagristas que asesinaron a Pizarro), Diego de Atora, Pilas de Atienza, Francisco de Chávez, Pedro de Mendoza, Hernando de Haro, Francisco de Fuentes, Diego de Chávez, Francisco Moscoso, Alfonso Dávila y Pedro de Ayala. Como dice el refrán, hubo de todo en la viña: uvas, pámpanos y agraz.

Titu-Atauchi no sólo conocía los nombres de los que con su voto habían autorizado la muerte del inca, sino de aquellos que como Juan de Rada lo habían defendido, exponiéndose a caer en desgracia cerca de Pizarro. Francisco de Chávez y Hernando de Haro fueron de este número.

Titu-Atauchi había jurado vengar la sangre de su hermano en el primero de sus verdugos que tomara prisionero. Había además ofrecido grandes recompensas al que le entregara la persona de Felipillo, el infame indezuelo que sirvió de intérprete a las españoles, y que por vengarse de los desdenes de una de las mujeres de Atahualpa, influyó con chismes en el ánimo de los principales capitanes para que condenasen al soberano. Pero aunque Titu-Atauchi no tuvo el regocijo de vengarse, don Diego de Almagro se encargó tres años después del castigo de Felipillo mandándolo descuartizar por una nueva traición en que lo sorprendiera.

Titu-Atauchi se informó de los nombres de los prisioneros, platicó afectuosamente con los principales, hizo asistir con esmero a los heridos, y cuando éstos se hallaron fuera de peligro, tuvo la nobleza de ponerlos en libertad, dándoles así escolta de indios que en hombros los condujesen hasta las inmediaciones del Cuzco. Además regaló esmeraldas riquísimas a los capitanes que se opusieron al sacrificio de Atahualpa, dándoles así una prueba de gratitud por su honrado aunque inútil empeño en favor del monarca.

En los momentos de despedirse del joven inca notó francisco de Chávez que faltaba uno de los trece prisioneros. Titu-Atauchi sonrió de una macera siniestra, y cuentan que contestó en quichua una frase que si no es literal en su traducción, por lo menos encarna la idea de esta otra:

«¡Ah! El que se queda va a ser el pato de la boda».

¡Y luego dirán que el trece no es número que trae desgracia!

II

Titu-Atauchi se dirigió a Cajamarca, y encerró al prisionero en la misma habitación que ocupó Atahualpa en el tiempo de su cautiverio.

¿Quién era ese español escogido para víctima expiatoria? ¿Por qué el inca, que tan generoso se mostrara para con los vencidos, quería hacer ostentación de crueldad con este hombre?

Sancho de Cuéllar tuvo la desgracia de pasar sus primeros años como amanuense de un cartulario en España; y decimos desgracia porque esta circunstancia bastó para que sus compañeros, juzgándolo entendido en la jerga judicial, lo nombrasen escribano en el proceso de Atahualpa.

Sancho de Cuéllar era, y con justicia, muy querido de don Francisco Pizarro. Fue uno de los trece famosos de la isla del Gallo, a cuya heroicidad se debe la realización de la conquista.

¡Otra vez el fatídico trece!

Sancho de Cuéllar procedió como escribano pícaramente; pues no sólo estampó palabras que agraviaban la triste posición del inca cautivo, sino que al notificarle la sentencia y acompañarlo al cadalso, lo trató con burla y desacato.

Titu-Atauchi lo hizo conducir al mismo sitio donde fue ejecutado Atahualpa, acompañándolo un pregonero que decía: A este tirano manda Pachacamac que se le mate por matador del inca.

Los indios conservaban el garrote que sirvió para el suplicio de su monarca, y llamábanlo el palo maldito. Empleáronlo para dar muerte a Sancho de Cuéllar, cuyo cadáver permaneció todo un día en la plaza, sufriendo ultrajes de la muchedumbre.

Acaso sea esta la única vez en la historia de la humanidad en que un escribano haya pagado las costas del proceso y servido de pato de la boda.

¡Cosas de frailes!

Hasta hace poco más de veinte años, veíanse en la plaza Mayor de Lima dos cruces de madera incrustadas en la pared. Una de ellas estaba sobre el arco del portal que conduce al callejón de Petateros. Como frente a ese sitio se alzaban la horca y el rollo, suponemos cristianamente que la susodicha cruz tenía por objeto consolar en el supremo lance a los ajusticiados con la vista del emblema de nuestra redención2.

La otra cruz hallábase en el ángulo que forman las calles de Palacio y del Correo, bajo los balcones de la casa de Nicolás de Ribera el Viejo primer alcalde que tuvo el Cabildo de Lima al fundar Pizarro la ciudad.

¿Cuándo y por qué fue colocada allí esa cruz?

He aquí, lector, lo que merced a largas investigaciones históricas he alcanzado a sacar en limpio.

I

Después de la batalla de Iñaquito, en que tan desastroso fin tuviera el primer virrey del Perú, cayó prisionero en el puerto de San Buenaventura el general don Hernando Vela Núñez, hermano de aquel infortunado gobernante.

Las iras del vencedor habíanse ya un tanto aplacado; y traído a Lima el prisionero ante el muy magnífico señor don Gonzalo Pizarro, éste le preguntó:

—¿Hace vuesa merced pleito homenaje y promesa, según uso y costumbre de los antiguos caballeros de Castilla, de guardar por cárcel la casa de Hernando Montenegro, de no salir de ella sino a misa en los días de precepto, de no haber cuestión ni enojos sobre las pasadas cosas de gobierno y de no dar motivo para alboroto ni escándalo?

Convengamos en que esto era mucho exigir; pero el general Vela Núñez, que sabía no tener muy segura la cabeza sobre los hombros, arrodillose ante un crucifijo, y extendiendo la mano derecha contestó:

—Sí prometo y hago pleito homenaje de lo cumplir.

Y así corrieron meses sin faltar en un ápice en lo pactado.

Vino al cabo la noticia de hallarse en Panamá el licenciado La Gasca con plenos poderes del monarca para meter en vereda a los bochincheros de estos reinos. Entonces Vela Núñez pensó, no en tomar las armas contra Gonzalo, sino en burlar la vigilancia de éste y escaparse para España; que harto estaba el general de aventuras, peligros y desengaños. El guardián de San Francisco se encargó de arreglar la fuga, y con toda cautela comprometió al patrón de un bergantín, anclado a la sazón en el Callao y expedito para dirigirse a Nicaragua.

Junto con Vela Núñez debía marchar el capitán Bernardino de Loayza, que había intentado en Huánuco alzar bandera por el rey, y que malograda su empresa, no tuvo otro recurso que venirse a Lima y tomar asilo en el convento franciscano. En esos tiempos no se andaban con chiquitas, y el que se metía en política sabía que iba jugando el pescuezo en la partida.

Todo estaba ya listo para la escapatoria; pero en la mañana del día para ella señalado, tuvo minucioso aviso Gonzalo Pizarro y... ¡adiós mi plata! Salimos de lodazales para caer en cenagales.

II

El capitán Juan de Latorre y Villegas, conocido más generalmente por el Madrileño, fue uno de aquellos desalmados que en Iñaquito ultrajaron el cadáver del virrey. El Madrileño llevó su ferocidad hasta el punto de arrancar algunos pelos de la barba y bigote del muerto y adornar con ellos el escudo de su chambergo. Así ataviado paseó por las calles de Quito y después por las de Lima.

En las ruinas de Pachacamac tuvo este pícaro la buena suerte de descubrir una riquísima huaca, de la cual sacó en metales y piedras preciosas un tesoro que se estimó en ochenta mil duros. Gonzalo Pizarro, en nombre de la corona, le reclamó los quintos; pero negose el Madrileño a satisfacerlos y entabló querella ante el trampantojo de Audiencia que por entonces había. «A la ballena, todo le cabe y nada le llena».

Gran amigo era el capitán Villegas del guardián de San Francisco, y fuese a él un día, y pidiole consejo sobre la manera de fugar de Lima y llevarse a España el tesoro. El reverendo, después de tomarle juramento de guardar secreto, le confió el proyecto de Vela Núñez, añadiendo que no podía serle más propicia la oportunidad; pues en Vela Núñez llevaría a la corte un valedor, para que el soberano no lo castigase por su rebeldía y por los ultrajes inferidos al cadáver del virrey.

Pero cuando el franciscano se vio con el general y le propuso la compañía del Madrileño, aquél exclamó lleno de noble indignación:

—¡Yo ligarme con traidor de esa calaña! Primero que tal haga, venga el verdugo y me descabece.

Este Juan de Latorre y Villegas fue hijo de uno de los trece famosos compañeros de Pizarro en la isla del Gallo, a quienes la reina doña Juana agració con el título de caballeros de espuela dorada. Cuatro meses después del suplicio de Gonzalo encontraron a Latorre oculto en una cueva y La Gasca lo mandó ahorcar. Su padre, el anciano de la isla del Gallo, al recibir la noticia del desastroso fin del rebelde mancebo, la festejó paseando por las calles de Arequipa embozado en una capa roja. A tanto llegaba, para los hombres de aquel siglo, el sentimiento de lealtad a su rey.

III

Por mucho que el guardián dorase la píldora, comprendió Villegas que Vela Núñez rechazaba su asociación; y fuese a palacio y delató el plan de fuga, disculpando su complicidad con que por el interés que le inspiraba la causa revolucionaria, había tentado al prisionero para ver cómo estaba en lo de guardar el pleito homenaje. Es indudable que el que no sirve para San Miguel, sirve para diablo a sus pies.

Hallábanse en ese momento con Gonzalo el oidor Cepeda, el capitán Gaspar Mejía y el alguacil mayor Antonio de Robles. Enfureciose Pizarro, y volviéndose al licenciado Cepeda le dijo:

—Vaya vuesa merced a casa de Montenegro y saque a ese felón de Vela Núñez y dé con él en la cárcel de corte.

El infame Cepeda, ese hombre que fue como moneda de dos caras y por ambas falsa, no se hizo repetir la orden, y seguido de Robles salió precipitadamente.

Gonzalo se dirigió entonces a Mejía:

—Don Gaspar, tome vuesa merced gente de mi guardia y váyase a San Francisco; y si los frailes resisten, enforque frailes y tráigame a Loayza.

Salía de palacio el capitán, seguido de picas y arcabuces, cuando, caballero en una bizarra mula, apareció un clérigo.

Llamábase éste Baltasar de Loayza; había sido gran partidario del virrey, y más que de sus deberes eclesiásticos habíase ocupado siempre de cosas políticas y mundanas. El capitán no conocía al otro Loayza, y habiendo la fatal coincidencia de que el clérigo habitara también en una celda de San Francisco, pensó que la orden de prisión se refería a éste. Así es que al divisarlo por la esquina exclamó:

—¡Qué fortuna! Nos hemos ahorrado tiempo y desazones.

Y deteniendo a la mula por la brida, le dijo al clérigo:

—Bájese pronto aunque sea por las orejas, seor marrullero, y dese preso.

Baltasar de Loayza, que no tenía muy limpia la conciencia, quiso resistirse; mas le cayó encima la soldadesca y dieron con él en el suelo bajo los balcones de Ribera el Viejo.

Arremolinose el pueblo en defensa del sacerdote, cruzáronse algunas lagrimitas de San Pedro, y una de ellas le rompió la cabeza al padre Baltasar.

Pizarro, que desde un balcón se impuso del quid pro quo, despachó a uno de sus oficiales, el cual acercándose a don Gaspar le dijo:

—Dice el señor gobernador que vuesa merced está más torpe que mano sin dedos, pues ha trabucado el mandato, y que no es a éste, sino a Bernardino de Loayza, al que ha de echarle la zarpa encima.

—Pues lo siento —murmuró Mejía— porque éste es también un trapisondista a quien reclama la horca.

El padre Loayza, dejado ya en libertad, se lavaba las heridas en una jofaina, y al retirarse Mejía con la tropa, gritó con aire profético:

—¡Capitán de bandidos! Aquí ha corrido mi sangre... Aquí correrá la tuya.

—¡Me... río del profeta! ¡Cosas de frailes!... —contestó burlonamente el capitán.

Y se alejó camino de San Francisco.

IV

Por supuesto que, con el retardo y el amago de motín, Bernardino de Loayza tuvo tiempo para escapar el bulto.

Tres o cuatro días después, el 19 de noviembre de 1546, el general Hernando Vela Núñez salió a la Plata, donde le fue cortada la cabeza y puesta en el rollo, por traidor a su palabra y amotinador de estos reinos.

A tiempo que el infeliz se arrodillaba para que el verdugo hiciese en él justicia, entró en la plaza, montado en un brioso caballo, el alguacil mayor Antonio de Robles, uno de los favoritos de Gonzalo, quien acaso por adulación a su señor hizo caracolear al bruto y atropelló al sentenciado.

Fray Tomás de San Martín, digno ministro del altar, que era el auxiliador de la víctima, se irritó ante ruindad tamaña, y dijo en alta voz:

—¡Hombre sin caridad! Espero en Dios que te verás en igual trance. Pero aquel bárbaro soltó una carcajada insolente y volvió grupa, murmurando:

—¡Eh! ¡Quién hace caso de sermones!... ¡Cosas de frailes!...

V

Pero lo cierto es, y uniformemente lo relatan los cronistas, que ambas profecías se cumplieron al pie de la letra.

La víspera de Corpus Christi del año 1547, Diego Centeno se presentó con los suyos a una milla del Cuzco. La ciudad estaba defendida por doble fuerza, siendo el jefe de ella Antonio de Robles, a quien Gonzalo Pizarro había enviado desde Lima con tal destino.

Sonada la media noche, Centeno proclamó a su gente e hizo el juramento de que al otro día, o lo tenían de enterrar o había de sacar una vara del palio en la procesión del Corpus.

Y atacó tan denodadamente que, con el alba, fue suya la victoria.

A las ocho de la mañana el cuerpo de Robles se balanceaba en la horca, y cuatro horas después Diego Centeno —aunque había sacado dos heridas en el combate— tomaba una de las varas del palio en la procesión del Santísimo.

Algunos dirán que en aquellos tiempos, en que tigres y lobos se devoraban sin piedad, no era difícil pronosticarle a un hombre de guerra que acabaría desastrosamente; pues tal fue el fin de dos tercios por lo menos de los conquistadores. Pero lo que verdaderamente maravilla es la muerte del capitán Gaspar Mejía.

Pocos minutos después de ajusticiado Vela Núñez, dirigíase don Gaspar a palacio, cuando al pasar bajo los balcones de Ribera el Viejo, encabritose el caballo y arrojó al descuidado jinete contra la esquina.

Cuando acudieron a levantarlo estaba muerto.

Desde entonces se colocó la cruz a que nos hemos referido y que algún arquitecto o albañil de este siglo progresista y enemigo de antiguallas, ignorando la historia que con ella se relaciona, hizo desaparecer. Bien se conoce que no estamos en 1631, año en que, según lo relata Calancha, la Inquisición de Lima penitenció a Sebastián Bogado por el delito de haber quitado varias cruces en la calle de Malambo.

El alma de Tuturuto

I

Por los años de 1560 era Guayaquil, aunque fundada en 1536, una de las más florecientes ciudades de la costa del Pacífico. La actividad de su comercio, su riqueza agrícola y más que todo las comodidades de su varadero para el reparo y calafateo de las naves, auguraban a Guayaquil un porvenir que hoy sería envidiable si los caudales que obtiene, merced a su situación geográfica y demás condiciones, no sirvieran para dar de comer al resto de la república.

Guayaquil, con la única aduana productiva del Ecuador, es la gran arteria que alimenta la vida de la nación. Así se comprende que alguna vez hayan pretendido los guayaquileños llamarse a dueños de casa y hacer de su capa un sayo.

Los habitantes, en medio de esa indolencia inherente a los moradores de regiones cálidas, no carecen de vigor físico. La inteligencia de los hombres es generalmente menos clara que la del bello sexo. No es esto decir que no haya sido cuna de grandes talentos, como el poeta Olmedo, don Pedro Carbo, don Vicente Piedrahita y muy pocos más. Ellos son valientes en el campo de batalla; pero sus andaluzadas para contar proezas han dañado su fama de bravos.

No busquéis en Guayaquil segundas ni terceras lanzas; perderíais lastimosamente vuestro tiempo. Allí no hay sino primeras lanzas. Todos son Otamendi o Camacaro, dos guapos de la época de la independencia que contaban con mucho aplomo que de una lanzada traspasaban, como San Jorge, al mismo Lucifer.

La guayaquileña tiene la belleza del diablo; cuerpo gentil, ojos animadísimos, expresión graciosa, no poco arte y vivísima fantasía. En ella hay mucho de la mujer de Oriente. Pasa las horas muertas reclinada con molicie en la hamaca, con un libro y un abanico en las manos y dejando adivinar voluptuosas y esculturales formas por entre los pliegues de la ligera gasa de su traje.

Ama las flores más que una holandesa; pero por pereza jamás cultiva un jardín. Nadie como ella tiene cierta coquetería instintiva para prender una flor en el peinado. Olvidaba decir que el jazmín del Cabo es allí el complemento de la mujer. No concibo la una sin la otra.

La guayaquileña aborrece las medianías. Ama los buenos versos y la buena música. Byron y Bellini habrían hallado en Guayaquil su paraíso. Sobre todo, es abnegada y odia la prosa de los números. Para ella las matemáticas maldita la falta que hacen sobre la tierra, y se apasiona por todo lo romancesco. Sencilla a veces como un idilio y soñadora otras como un lieder de los poetas alemanes, sabe siempre revestir de idealismo sus impresiones.

Precisamente lo poético de su organización la hace creer en todo lo maravilloso y sobrenatural, como el espiritismo o las mesitas parlantes. Una guayaquileña os contará cuentos de hadas y duendes, y os hablará con seductor misticismo de milagros y de almas en pena, todo con tan animados colores como si estuviera leyéndoos un libro de Ana Radcliffe.

Perdónenme si mi prosaica pluma va a despoetizar una tradición popular del Guayas.

II

Tuturuto, como más tarde Pancho el Negro, era por los tiempos a que nos hemos referido el terror de todos los que en balsas o canoas se aventuraban, entrada la noche, a cruzar el río de la Puná a Guayaquil.

La navegación del Guayas no está exenta de peligros; y en esa época, más temible que el de los caimanes cebados y alimañas ponzoñosas era el de un encuentro con Tuturuto.

Cuando los balseros creían haber escapado, se les aparecía, saliendo de un estero, el bote pirata de Tuturuto que, como un fantástico Neptuno, iba de pie junto al timón, mientras seis vigorosos remeros hacían deslizarse rápidamente la embarcación sobre la superficie del agua. Abordaban las balsas o canoas sin proferir un grito, robaban lo más valioso del cargamento, y cuando, lo que pocas veces aconteció, les oponían resistencia, mandaba Tuturuto arrojar al río a los vencidos con una piedra en los pies para que sirvieran de manjar a los caimanes.

Tuturuto tenía pretensiones de sultán. Si en la embarcación sorprendida encontraba mujeres jóvenes las hacía prisioneras, llevándolas al monte, donde las conservaba, haciendo las delicias de su serrallo, hasta que nuevas cautivas venían a reemplazarlas. Entonces las daba libertad o las cedía a los hombres de su banda.

En vano la autoridad dispuso batidas en el monte y armó celadas en el río. Tuturuto era zorro que burlaba todas las trampas.

Pero tanto va el cántaro a la fuente, hasta que sale sin asa. Una de las cautivas de Tuturuto, con humos de sultana favorita, le clavó un día tan soberbia puñalada en el corazón que lo dejó difunto, y la banda, sin jefe que la dominase, se dispersó por el monte. ¡Cuán cierto es que lo que no alcanzan barbas lo consiguen faldas!

Creo que la noticia se celebró en Guayaquil con corrida de toros y Tedeum.

Poco tiempo después levantose el rumor de que en las noches más lóbregas y lluviosas, el alma de Tuturuto pasaba frente a la ciudad en una balsa iluminada, y las viejas le rezaron al bandido y aun le pagaron novenario de misas.

Si vivo había sido el terror de los balseros, muerto se convirtió en pesadilla de la gente crédula y en coco de los chiquillos, a quienes las madres repetían: «Si no callas, angelito, llamo a Tuturuto».

Lo particular es que realmente se vio la balsa iluminada y que aun en nuestros días se la ve. La ciencia ha venido a explicar el fenómeno sencillísimo y frecuente en nuestras montañas.

En la estación de lluvias y de creciente para los ríos, arrastran éstos grandes troncos y aun árboles seculares que en las tinieblas toman apariencia de balsas, sobre cuyas ramas navegan millares de cocuyos y demás moscas e insectillos luminosos.

Y el que busque más explicación que la pida al ilustre Raimondi, al estudioso Barranca u otro naturalista.

Nada hay, pues, de forzado en que los primeros pobladores de Guayaquil, poco entendidos en la materia, creyeran como artículo de fe que el alma de Tuturuto peregrinaba por la ría.

La conspiración de la saya y manto

I

Mucho me he chamuscado las pestañas al calor del lamparín, buscando en antiguos infolios el origen de aquel tan gracioso como original disfraz llamado saya y manto. Desgraciadamente mis desvelos fueron tiempo perdido, y se halla en pie la curiosidad que aún me aqueja. Más fácil fue para Colón el descubrimiento de la América que para mí el saber a punto fijo en qué año se estrenó la primera saya. Tengo que resignarme, pues, con que tal noticia quede perdida en la noche de los tiempos. «Ni el trigo es mío ni es mía la cibera; conque así, muela el que quiera».

Lo que sí sé de buena tinta es que por los años de 1561, el conde de Nieva, cuarto virrey del Perú y fundador de Chancay, dictó ciertas ordenanzas relativas a la capa de los varones y al manto de las muchachas, y que por su pecaminosa afición a las sayas, un marido intransigente le cortó un sayo tan ajustado que lo envió a la sepultura.

Por supuesto que para las limeñas de hoy, aquel traje, que fue exclusivo de Lima, no pasa de ser un adefesio. Lo mismo dirán las que vengan después por ciertas modas de París y por los postizos que ahora privan.

Nuestras abuelas, que eran más risueñas que las cosquillas, supieron hacer de la vida un carnaval constante. Las antiguas limeñas parecían fundidas en un mismo molde. Todas ellas eran de talle esbelto, brazo regordete y con hoyuelo, cintura de avispa, pie chiquirritico y ojos negros, rasgados, habladores como un libro y que despedían más chispas que volcán en erupción. Y luego una mano, ¡qué mano, Santo Cristo de Puruchuco!

Digo que no eran dedos
los de esa mano,
sino que eran claveles
de a cinco en ramo.

Ítem, lucían protuberancias tan irresistibles y apetitosas que, a cumplir todo lo que ellas prometían, tengo para mí que las huríes de Mahoma no servirían para descalzarlas el zapato.

Ya estuviese en boga la saya de canutillo, la encarrajada, la de vuelo, la pilitrica o la filipense, tan pronto como una hija de Eva se plantaba el disfraz no la reconocía en la calle, no diré yo el marido más celoso, que achaque de marido es la cortedad de vista, pero ni el mismo padre que la engendró.

Con saya y manto una limeña se parecía a otra, como dos gotas de rocío o como dos violetas, y déjome de frasear y pongo punto, que no sé hasta dónde me llevarían las comparaciones poéticas.

Y luego, que la pícara saya y manto tenía la oculta virtud de avivar el ingenio de las hembras, y ya habría para llenar un tomo con las travesuras y agudezas que de ellas se relatan.

Pero como si una saya decente no fuera de suyo bastante para dar quebradero de cabeza al mismísimo Satanás, de repente salió la moda de la saya de tiritas, disfraz usado por las bellas y aristocráticas limeñas para concurrir al paseo de la Alameda el jueves de la Asunción, el día de San Jerónimo y otros dos que no consignan mis apuntes. La Alameda ofrecía en ocasiones tales el aspecto de una reunión de rotosas y mendigas; pero así como el refrán reza que tras una mala capa se esconde un buen bebedor, así los galanes de esos tiempos, sabuesos de fino olfato, sabían que la saya de más tiritas y el manto más remendado encubrían siempre una chica como un lucero.

No fue el malaventurado conde de Nieva el único gobernante que dictó ordenanzas contra las tapadas. Otros virreyes, entre ellos el conde de Chinchón, el marqués de Malagón y el beato conde de Lemos, no desdeñaron imitarlo. Demás está decir que las limeñas sostuvieron con bizarría el honor del pabellón, y que siempre fueron derrotados los virreyes; que para esto de legislar sobre cosas femeninas se requiere más ñeque que para asaltar una barricada. Es verdad también que nosotros los del sexo feo, por debajito y a lo somorgujo, dábamos ayuda y brazo fuerte a las limeñas, alentándolas para que hicieran papillotas y cucuruchos del papel en que se imprimían los calamitosos bandos.

II

Pero una vez estuvo la saya y manto en amargos pindingues. Iba a morir de muerte violenta; como quien dice, de apoplejía fulminante.

Tales rabudos oirían los frailes en el confesonario y tan mayúsculos pretextos de pecadero darían sayas y mantos, que en uno de los concilios limenses, presidido por Santo Toribio, se presentó la proposición de que toda hija de Eva que fuese al templo o a procesiones con el tentador disfraz, incurriera ipso facto en excomunión mayor Anathema sit, y... ¡fastidiarse, hijitas!

Aunque la cosa pasó en sesión secreta, precisamente esta circunstancia bastó para que se hiciera más pública que noticia esparcida con timbales y a voz de pregonero. Las limeñas supieron, pues, al instante y con puntos y comas todos los incidentes de la sesión.

Lo principal fue que varios prelados habían echado furibundas catilinarias contra la saya y manto, cuya defensa tomó únicamente el obispo don Sebastián de Lartahun, que fue en ese Concilio lo que llaman los canonistas el abogado del diablo.

Es de fórmula encomendar a un teólogo que haga objeciones al Concilio hasta sobre puntos de dogma, o lo que es lo mismo, que defienda la causa del diablo, siéndole lícito recurrir a todo linaje de sofismas.

Con tal defensor, que andaba siempre de punta con el arzobispo y su cabildo, la causa podía darse por perdida; pero, afortunadamente para las limeñas, la votación quedó para la asamblea inmediata.

¿Recuerdan ustedes el tiberio femenil que en nuestros republicanos tiempos se armó por la cuestión campanillas, y las escenas del Congreso siempre que se ha tratado de incrustar, como artículo constitucional, la tolerancia de cultos? Pues esas zalagardas son hojarasca y buñuelo al lado del barullo que se armó en 1561.

Lo que nos prueba que desde que Lima es Lima, mis lindas paisanas han sido aficionadillas al bochinche.

¡Y que demonche! Lo rico es que siempre se han salido con la suya, y nos han puesto la ceniza en la frente a nosotros los muy bragazas.

Las limeñas de aquel siglo no sabían hacer patitas de mosca (¡qué mucho, si no se les enseñaba a escribir por miedo de que se carteasen con el percunchante!) ni estampar su garabato en actas, como hogaño se estila. Nada de protestas, que protestar es abdicar, y de antiguo es que las protestas no sirven para maldita de Dios la cosa, ni aun para envolver ajonjolí. Pero sin necesidad de echar firmas, eran las picarillas lesnas para conspirar.

En veinticuatro horas se alborotó tanto el gallinero, que los varones, empezando por los formalotes oidores de la Real Audiencia y concluyendo por el último capigorrón, tuvieron que tomar cartas en el asunto. La anarquía doméstica amenazaba entronizarse. Las mujeres descuidaban el arreglo de la casa, el famulicio hacía gatadas, el puchero estaba soso, los chicos no encontraban madre que los envolviese y limpiara la moquita, los maridos iban con los calcetines rotos y la camisa más sucia que estropajo, y todo, en fin, andaba manga por hombro. El sexo débil no pensaba más que en conspirar.

Calculen ustedes si tendría bemoles la jarana, cuando a la cabeza del bochinche se puso nada menos que la bellísima doña Teresa, el ojito derecho, la mimada consorte del virrey don García de Mendoza.

Empeños van e influencias vienen, intrigas valen y conveniencias surgen, ello es que el prudente y sagaz Santo Toribio aplazó la cuestión, conviniendo en dejarla para el último de los asuntos señalados a las tareas del Concilio.

¡Cuando yo digo que las mujeres son capaces de sacar polvo debajo del agua y de contarle los pelos al diablo!

Cuestión aplazada, cuestión ganada —pensaron las limeñas—, y cantaron victoria, y el orden volvió al hogar.

A mí se me ocurre creer que las faldas se dieron desde ese momento a conspirar contra la existencia del Concilio; y no es tan antojadiza ni aventurada esta opinión mía, porque atando cabos y compulsando fechas, veo que algunos días después del aplazamiento los obispos de Quito y del Cuzco hallaron pretexto para un tole-tole de los diablos, y el Concilio se disolvió poco menos que a farolazos. Alguna vez había de salir con lucimiento el abogado del diablo.

¡No que nones!

Métanse ustedes con ellas y verán dónde les da el agua.

III

Después de 1850, el afrancesamiento ha sido más eficaz que bandos de virreyes y ordenanzas de la Iglesia para enterrar la saya y manto.

¿Resucitará algún día? Demos por respuesta la callada o esta frase nada comprometedora:

—Puede que sí, puede que no.

Pero lo que no resucitará como Lázaro es la festiva cháchara, la espiritual agudeza, la sal criolla, en fin, de la tapada limeña.

Hermosa entre las hermosas

(A Ricardo Rosell)

Dice usted, amigo mío, que con cuatro paliques, dos mentiras y una verdad hilvano una tradición. Pues si en esta que le dedico hay algo que peque contra el octavo mandamiento, culpa será del cronista agustino que apunta el suceso, y no de su veraz amigo y tocayo.

I

Gran persona es en la historia de la conquista del Perú Diego Maldonado. Compañero de don Francisco Pizarro en la zinguizarra de Cajamarca, tocole del rescate del inca Atahualpa la puchuela de siete mil setecientas setenta onzas de oro y trescientos setenta y dos marcos de plata; y fue tal su comezón de atesorar y tan propicia fuele la suerte, que cuando se fundó Lima era conocido con el apodo de el Rico.

A ser más justiciera la historia debió cambiarle el mote y llamarlo el Afortunado; que fortuna, y no poca, fue para él librar varias veces de morir a manos del verdugo, albur que merecido se tenía por sus desaguisados y vilezas. No hubo pelotera civil en la que no batiese el cobre, principiando siempre por azuzador de la revuelta para luego terminar sirviendo al rey. Dios lo tenga entre santos; pero mucho, mucho gallo fue su merced don Diego Maldonado el Rico.

El aprieto mayúsculo en que se vio este conquistador fue cuando el famoso Francisco de Carvajal, que entre chiste y chiste ahorcaba gente que era un primor, quiso medirle con una cuerda la anchura del pescuezo. Carvajal, que ahorcó al padre Pantaleón con el breviario al cuello, sólo porque en el bendito libro había escrito con lápiz estas palabras: «Gonzalo es tirano», tenía capricho en dar pasaporte para el mundo de donde no se vuelve al revoltoso y acaudalado don Diego. Pero el poeta lo dijo:

«Poderoso caballero
es don dinero»;

y Maldonado compró sin regatear algunos años más de perrerías. Un día de éstos me echaré a averiguar cuál fue su fin; que tengo para mí debió ser desastroso y digno de la ruindad de su vida.

Cuando, afianzada ya la conquista, se vieron los camaradas del marqués convertidos de aventureros en señores de horca, cuchillo, pendón y caldera, que no otra cosa fueron por más dibujos con que la historia se empeñe en dorarnos la píldora, hizo don Diego venir de España a un su sobrino, llamado don Juan de Maldonado y Buendía, el cual, si bien heredó una parte de las cuantiosas riquezas del tío, no heredó su felonía, pues sirvió siempre con lealtad las banderas de Carlos V y Felipe II.

Precisamente cuando la rebeldía del entendido, popular y generoso don Francisco Hernández Girón, que en tan serio conflicto puso a la Real Audiencia de Lima, era ya don Juan de Maldonado y Buendía capitán de crédito en las tropas reales, y a él se debió en mucho el vencimiento de aquel tan valiente como infortunado caudillo.

Pacificado el país, retirose don Juan a cuarteles de invierno. En el Cuzco estaba su casa solariega, y en el valle de Paucartambo poseía una valiosa hacienda.

II

Tras de las luchas de Marte vienen las de Venus. Ésta es verdad rancia, y a nadie pasmará la novedad de la noticia.

El gallardo capitán no podía dejar (¡otra verdad como el puño!) de rendir vasallaje a Cupido, y enamorose hasta las uñas de una paucartambina.

Le alabo el gusto, porque la muchacha no era bocado para ningún sopatintas enclenque, sino para un mozo de mucho ñeque y muy echado para atrás, como Buendía.

Imasumac o «Hermosa entre las hermosas» (que así traduce Calandra esta palabra indígena) era una preciosa joven por cuyas venas corría la sangre de los Incas. Princesa o ñusta nada menos.

Imagínate, lector, su belleza y adórnala con los detalles que a tu fantasía cuadren; que yo, francamente, me declaro lego en esto de hacer retratos. Dala, si quieres, dientes de marfil, mejillas de grana, blancura marmórea, labios de rubí, ojos de azabache, zafiro o esmeralda, cabellos de oro, y añade las demás piedras e ingredientes de estilo para hacer un retrato, que hable por lo parecido lo mismo que un guardacantón.

Yo no me meto en esas honduras, y me conformo con decir que la chica era linda como un rayo de luna, que no a humo de pajas había de llamarla el historiador Hermosa entre las hermosas, como quien dice, el sulfato, la quinta esencia de todo lo remonono que Dios crió.

La joven princesa no fue indiferente al cariño del galán español, y todas las tardes al ponerse el sol iba a la campiña a esperar a su amante.

Maldonado echábase al hombro el mosquete o arcabuz, y cazando palomas torcaces, de que hay abundancia en el valle, hacía diariamente la legua de camino que lo separaba de su hacienda al sitio de la amorosa entrevista.

Si quieren ustedes formarse cabal idea de los transportes de esos felices amantes, lean la primera égloga o idilio pastoril que les caiga a mano. En seguida bébanse un vaso de agua para que no empalague el almíbar.

Aquellos amores eran un cielo sin nubes. Pero ¡cuán cierto es que del bien al mal no hay el canto de un real!

Una tarde acudía el capitán, afanoso, como siempre, a la deliciosa cita, cuando al salir de un bosquecillo para entrar en el llano, oyó un grito que vino a repercutir en su corazón.

Aquel grito era lanzado por Imasumac.

Un tigre perseguía a la linda princesa, que corría desalada.

Maldonado estaba a doscientos pasos de distancia, y le era físicamente imposible llegar a tiempo para luchar brazo a brazo con la fiera.

Hizo fuego y la bala pasó sin tocar al tigre.

Cargó nuevamente el arma y apuntó en el momento mismo en que el irritado animal hacía presa en la joven. No había salvación para la infeliz.

Entonces el español vaciló por un segundo, y se sintió morir; pero, haciendo un esfuerzo supremo; descargó el arma.

Era preciso hacer menos cruel y dolorosa la agonía de su amada.

Cuando Maldonado llegó al llano, el tigre se revolcaba moribundo, pero sin desprenderse de su presa.

La bala del capitán había atravesado también el corazón de la princesa.

Y aquella alma de bronce que no se había conmovido ante un cataclismo universal, aquel hombre curtido en los peligros, sintió desprenderse de sus ojos una lágrima, la primera que el dolor le había arrancado en su vida, y se alejó murmurando con la sublime resignación de los fatalistas:

—¡Estaba escrito! ¡Dios lo ha querido!

III

Una semana después tomaba el hábito de religioso agustino, en el convento del Cuzco, el capitán don Juan de Maldonado y Buendía.

Catequizó muchos infieles, merced a su profundo conocimiento de las lenguas quichua y aimará, alcanzó a desempeñar las primeras dignidades de su orden y murió en olor de santidad por los años de 1583.

El verdugo real del Cuzco

I

Había en Sevilla por los años de 1511 dos jóvenes hidalgos, amigos de uña y carne, gallardos, ricos y calaveras.

El mayor de ellos llamábase don Carlos, y abusando de la intimidad y confianza que le acordaba su amigo don Rafael, sedujo a la hermana de éste. ¡Pecadillos de la mocedad!

Pero como sobre la tierra no hay misterio que no se trasluzca, y a la postre y con puntos y comas se sabe todo, hasta lo de la callejuela, adquirió don Rafael certidumbre de su afrenta, y juró por las once mil y por los innumerables de Zaragoza lavar con sangre el agravio. Echose a buscar al seductor; pero éste, al primer barrunto que tuvo de haberse descubierto el gatuperio, desapareció de Sevilla sin que alma viviente pudiera dar razón de su paradero.

Al fin y después de meses de andar tomando lenguas, supo el ultrajado hermano, por informes de un oficial de la Casa de Contratación, que don Carlos había pasado a Indias, escondiendo su nombre verdadero bajo el de Antonio de Nobles.

Don Rafael realizó inmediatamente su ya mermada hacienda, encerró en el convento a la desventurada hermana, y por el primer galeón que zarpó de Cádiz para el Callao vínose al Perú en busca de venganza y desagravio.

II

La víspera de Corpus del año de 1545 un gentil mancebo de ventiocho años presentose, a seis leguas de distancia del Cuzco, al capitán Diego Centeno y pidiole plaza de soldado. Simpático y de marcial aspecto era el mozo, y el capitán, que andaba escaso de gente (pues, según cuenta Garcilaso, sólo había podido reunir cuarenta y ocho hombres para la arriesgada empresa que iba a acometer), lo aceptó de buen grado, destinándolo cerca de su persona.

Antonio de Robles, favorito de Gonzalo Pizarro, estaba encargado de la defensa del Cuzco, y contaba con una guarnición de trescientos soldados bien provistos de picas y arcabuces. Pero la estrella del muy magnífico gobernador del Perú comenzaba a menguar, y el espíritu de defección se apoderaba de sus partidarios. En la imperial ciudad érale ya hostil el vecindario, que emprendía un trabajo de mina sobre la lealtad de la guarnición.

Centeno, fiando más en la traición que en el esfuerzo de los suyos, pasada ya la media noche, atacó con sus cuarenta y ocho hombres a los trescientos de Robles que, formados en escuadrón, ocupaban la plaza Mayor. Al estruendo de la arcabucería salieron los vecinos en favor de los que atacaban, y pocos minutos después la misma guarnición gritaba: «¡Centeno, y viva el rey!».

La bandera de Centeno lucía, además de las armas reales, este mote en letras de oro:

«Aunque mucho se combata,
al fin se defiende e mata».

A los primeros disparos, Pedro de Maldonado (a quien se conocía con el sobrenombre del Gigante, por ser el hombre más corpulento que hasta entonces se viera en el Perú) guardose en el pecho el libro de Horas en que estaba rezando, y armado de una pica, salió a tomar parte en el bochinche. Densa era la obscuridad, y el Gigante, sin distinguir amigo de enemigo, se lanzó sobre el primer bulto que al alcance de la pica le vino. Encontrose con Diego Centeno, y como Pedro de Maldonado más que por el rey se batía por el gusto de batirse, arremetió sobre el caudillo con tanta bravura que, aunque ligeramente, lo hirió en la mano izquierda y en el muslo, y tal vez habría dado cuenta de él si el recién alistado en aquel día no disparara su arcabuz, con tan buen acierto que vino al suelo el Gigante.

En este asalto o combate hubo mucho ruido y poca sangre; pues no corrió otra que la de Centeno; que, como hemos dicho, la guarnición apenas si aparentó resistencia Ni aun Maldonado el Gigante sacó rasguño; porque la pelota del arcabuz dio en el libro de Horas, atravesando el forro de pergamino y cuarenta páginas, suceso que se calificó de milagro patente y dio mucho que hablar a la gente devota.

Después de tan fácil victoria, que fue como el gazpacho del tío Damián, mucho caldo y poco pan, llamó Centeno al soldado que le librara la vida y díjole:

—¿Cómo te llamas, valiente?

—Nombre tuve en España; pero en Indias llámanme Juan Enríquez, para servir a vueseñoría.

—Hacerte merced quiero, que de agradecido precio. Dime, ¿te convendría un alferazgo?

—Perdone vueseñoría, no pico tan alto.

—¿Qué quieres ser entonces, muchacho?

—Quiero ser verdugo real —contestó el soldado con voz sombría.

Diego Centeno y los que con él estaban se estremecieron.

—Pues, Juan Enríquez —contestó el capitán después de breve pausa—, verdugo real te nombro y harás justicia en el Cuzco.

Y pocas horas después empezaba Juan Enríquez a ejercer las funciones de su nuevo empleo, cortando con mucho desembarazo la cabeza del capitán don Antonio de Robles.

III

De apuesto talle y de hermoso rostro, habría sido Juan Enríquez lo que se llama un buen mozo, a no inspirar desapego el acerado sarcasmo de sus palabras y la sonrisa glacial e irónica que vagaba por sus labios.

Era uno de esos seres sin ventura que viven con el corazón despedazado y que, dudando de todo, llegan a alimentar sólo desdén por la humanidad y por la vida.

Satisfecha ya su venganza en Antonio de Robles, el pérfido seductor de su hermana, pensó Juan Enríquez que no había rehabilitación para quien pretendió el cargo de ejecutor de la justicia humana.

El verdugo no encuentra corazones que le amen ni manos que estrechen las suyas. El verdugo inspira asco y terror. Lleva en sí algo del cementerio. Es menos que un cadáver que paseara por la tierra, porque en los muertos hay siquiera un no sé qué de santidad.

Fue Juan Enríquez quien ajustició a Gonzalo Pizarro, a Francisco de Carvajal y a los demás capitanes vencidos en Sexahuamán; y pues viene a cuento, refiramos lo que pasó entre él y aquellos dos desdichados.

Al poner la venda sobre los ojos de Gonzalo, éste le dijo:

—No es menester. Déjala, que estoy acostumbrado a ver la muerte de cerca.

—Complazco a vueseñoría —le contestó el verdugo—, que yo siempre gusté de la gente brava.

Y a tiempo que desenvainaba el alfanje; le dijo Pizarro:

—Haz bien tu oficio, hermano Juan.

—Yo se lo prometo a vueseñoría —contestó Enríquez.

«Y diciendo esto —añade Garcilaso—, con la mano izquierda le alzó la barba que la tenía crecida de un palmo, según era la moda, y de revés le cortó la cabeza con tanta facilidad como si fuera una hoja de lechuga, y se quedó con ella en la mano enseñándola a los circunstantes».

Cuentan que cuando fue a ajusticiar a Carvajal, éste le dijo:

—Hermano Juan, pues somos del oficio, trátame como de sastre a sastre.

—Descuide vuesa merced y fíe en mi habilidad, que no he de darle causa de queja para cuando nos veamos en el otro mundo.

Fue Juan Enríquez quien, por orden del presidente La Gasca, le sacó la lengua por el colodrillo a Gonzalo de los Nidos el Maldiciente, y al ver lo trabajoso de la bárbara operación, exclamó:

—¡Pues había sido obra desarmar a un escorpión!

Es tradicional también que siempre que Juan Enríquez hacía justicia se quedaba gran rato contemplando con melancolía el cadáver; pero luego, como avergonzado de su debilidad, se dibujaba en su boca la fatídica sonrisa que le era habitual y se ponía a canturrear:

«¡Ay abuelo! ¡Ay abuelo!
Sembrasteis alazor y nacionos anapelo».

IV

Al siguiente día de rebelado don Francisco Hernández Girón, Juan Enríquez, que era muy su amigo y partidario, se puso más borracho que un mosquito y salió por las calles del Cuzco cargado de cordeles, garrotes y alfanje, para ahorcar y cortar pescuezos de los que no siguiesen su bandera.

Derrotado el caudillo un año después, cayó Juan Enríquez en poder del general don Pablo de Meneses, junto con Alvarado y Cobos, principales tenientes de Girón, y diez capitanes más.

Meneses condenó a muerte a los doce, y volviéndose al verdugo le dijo:

—Juan Enríquez, pues sabéis bien el oficio, dad garrote a estos doce caballeros, vuestros amigos, que los señores oidores os lo pagarán.

El verdugo, comprendiendo la burla de estas palabras, le contestó:

—Holgárame de no ser pagado, que la paga ha de ser tal que, después que concluya con estos compañeros, venga yo a hacer cabal la docena del fraile. Aceituna comida, hueso fuera.

Y dirigiéndose a los sentenciados, añadió:

—¡Ea, señores, dejen vuesas mercedes hacer justicia, y confórtense con saber que mueren de mano de amigo!

Y habiendo Juan Enríquez dado término a la tarea, dos negros esclavos de Meneses finalizaron con el verdugo real del Cuzco, echándole al cuello un cordel con nudo escurridizo.

La fruta del cercado ajeno

[I]

Diga lo que quiera Garcilaso, el delicadísimo poeta toledano; pero tengo para mí que no anduvo muy moral ni en lo verdadero cuando escribió aquellos dos versos, que saben de coro hasta las monjas y los niños de la doctrina:

«Flérida, para mí dulce y sabrosa
más que la fruta del cercado ajeno».

Estos dos versecitos han hecho más víctimas que el cólera morbo; porque nosotros los pícaros hombres, a fuerza de oírlos repetir, nos imaginamos que ha de ser verdad evangélica aquello de que el bien ajeno es manjar apetitoso y del que podemos darnos un atracón sin necesidad de pagar bula. Y en consecuencia, nos echamos por esos trigos a cazar en vedado.

Y también es el caso que las faldas no nos van en zaga a nosotros los barbados, y discurren que, pues lo dijo Garcilaso, ello ha de ser verdad inconcusa, y que habiendo mediado bendición de cura, ya es una muchacha bocado de cardenal por el que hemos de pirrarnos como las moscas por la miel.

Dios supo lo que se hacía cuando, para castigar al poeta por los dos versos escandalosos que la mocedad le inspirara, permitió que lo matasen de una pedrada en el colodrillo, allá por los años de 1536 y cuando apenas frisaba el enamoradizo vate en la que se llama edad de Cristo. Téngalo Dios en la gloria celestial, que, en cuanto a la terrena, vivirá Garcilaso mientras la rica habla castellana tenga apasionados que por su pereza se interesen.

Volviendo a los consabidos versos, digo que la historia está poblada de cuentos en que a los golosos se les convirtió la fruta en rejalgar.

Sin ir muy lejos tuvimos en Lima a todo un virrey (el conde de Nieva) que pagó con la pelleja, en la calle de los Trapitos, su pecaminosa afición a quebrantar el noveno mandamiento, afición nacida en su alma con la lectura de la égloga de Garcilaso.

Por hoy he de contar el triste fin que, por llevarse de dulzainas y marrullerías de poeta, tuvo en el Cuzco un sujeto de más campanillas que el sábado de gloria.

¡Nada! ¡Nada! Me ha venido en antojo desprestigiar al hermano Garcilaso. ¡Qué diantre! Vamos a ver si con la tradición moralizamos un poquito el mundo, que está como para cogido con guante y tenacilla.

II

Ante omnia, tengo el honor de presentar a ustedes al licenciado Benito Suárez de Carvajal, graduado en Salamanca, y a quien las limeñas sus contemporáneas llamaban el Buen mozo.

Ciertamente que el mote no era robado; pues merecíalo el galán por lo apuesto del talle, lo agraciado del rostro, lo donairoso de la palabra y lo provisto de la escarcela. Era buen mozo a las derechas, sin giba ni maca, y casi, casi me atrevería a aplicarle la redondilla:

«Fortuna no vi ninguna
cual la de ese caballero,
porque lo hizo su ternero
la vaca de la fortuna».

si no me detuviera el escrúpulo de que su vida pública fue de lo más sucio que cabe, y siempre tuve por gran desventura que en la lotería de las almas se aposente una villana y predispuesta al mal en cuerpo gentil y simpático por su belleza.

Diré en compendio que por culpa y ruindad de él mató el virrey Blasco Núñez al factor Illán Suárez de Carvajal que, aunque hermano de Benito, era en cuanto a caballerosidad el reverso de la medalla.

Fue el licenciado quien más se distinguió en los ultrajes inferidos al cadáver del desventurado virrey, hasta el punto de mandar poner la cabeza en la picota, arrancarle pelos de la barba y hacer de ellos un plumerillo para su gorra.

Y por fin, siendo uno de los consejeros más íntimos de Gonzalo Pizarro, cuando vio que la causa de éste iba de capa caída, pasose al campo realista, disculpándose con que lo hacía porque Gonzalo le negó la mano de su sobrina doña Francisca.

Y a propósito de esta hija de Francisco Pizarro, parece que la tal fue en el Perú manzana muy codiciada y moza de mucho gancho; pues, por mi cuenta, pasan de cuatro los novios que tuvo, sujetos todos de lo más principal que hubimos entre los conquistadores, y que por ella se dieron de cintarazos dos de los pretendientes, aunque en puridad de verdad la sangre no llegó al río. Cierto es también que ella dejó a todos con un palmo de narices, porque a lo mejor del berrinche se largó a España en 1551 y se casó con su abuelo, que por tal podía pasar descansadamente su tío Hernando.

Ya ven ustedes por estos ligeros apuntes que el licenciado Benito Suárez de Carvajal, con toda su gallardía y entrada de pueblo, no pasaba de ser un grandísimo pícaro, digno de balancearse en la horca, o de presidio por lo menos.

III

El presidente La Gasca premió la felonía del licenciado, confiriéndole el importante cargo de corregidor del Cuzco.

Tanto valía hacer al lobo despensero; porque con humos de autoridad y con la vara de la justicia en la mano, echose a retozar y hacer conquistas con tan cumplido éxito, que fortaleza que no se rendía al licenciado por ser buen mozo, ponía bandera de parlamento al corregidor por ser justicia.

Los honrados vecinos del Cuzco vivían escandalizados con las diarias aventuras amorosas de su señoría. No había mujer de regular palmito y pasaporte limpio libre de sus ataques; que para gallo sin traba, todo terreno es cancha.

Era nuestro protagonista del número de los que dicen que la mujer a los quince años es perla de rico oriente; a los veinte, coral primoroso; a los veinticinco, brillante pulimentado; a los treinta, nácar transparente; de los treinta y cinco a los cuarenta, espléndido mosaico; después, arcilla, y a los cincuenta... roca pelada.

Al fin, hallose con la horma de su zapato en una honradísima muchacha que lucía una carita de muy buen ver, recién casada con un bravo mozo andaluz, carpintero de oficio y que no aguantaba moros en la costa. «La gracia del peluquero —dice un refrán— está en sacar rizos de donde no hay pelo».

El corregidor hacía carocas y cucamonas a la chica siempre que la encontraba al paso, y una tarde hablola resueltamente. Ella creyó partirlo por el eje y darle calabazas rotundas con decirle:

—Vuestra señoría toque a otra puerta. Soy casada.

—¡Bah, bah, bah! ¿Me sales con cosas del otro jueves? Me han dicho que era manco el fraile que te casó. Déjate de gazmoñerías, muchacha, y espérame a media noche sin falta.

«La madre que te parió
merecía parir veinte,
y que yo fuera diezmero
y me tocaras en suerte».

Tan grande era la fama de audaz y libertino que el corregidor se había conquistado, que la joven, viendo en peligro su virtud y la honra del carpintero, se puso a temblar como azogada y a encomendarse a todos los santos del calendario.

Acertó a llegar el marido, casualidad que acontece sólo en mis tradiciones, y sorprendiendo la congoja y turbación de su costilla, inquirió la causa, y ella le contó todo de pe a pa.

—¡Cuerno de buey! —exclamó el cofrade de San José—. Me gusta la noticia como si me rayaran las tripas. ¡Hola, hola, señor golilla! ¿Conque vuesa merced quiere hacerme tal que me atasque para pasar por la puerta de la parroquia? ¡Con bueno se las ha el niño! No te atortoles, mujer, y déjalo que venga a media noche para que lleve su tantarantán.

IV

Habitaba el matrimonio dos cuartos con balconcillo distante seis varas del suelo.

Sonadas las doce, apareció por la esquina el corregidor, embozado en la capa y con el aire cauteloso de quien anda de aventura.

Detúvose bajo el balconcillo, y con la destreza de hombre acostumbrado a escalamientos lanzó sobre la barandilla una escala de cuerdas, y después de asegurarse de que los garfios habían prendido empezó la ascensión.

Había ya el galán alcanzado con las manos a la barandilla, cuando en el momento en que se preparaba a saltar sobre ella, asomó un bulto y en menos de un Dios te guarde le plantó dos soberbios martillazos en las manos.

El corregidor cayó desplomado desde quince pies de altura, y con desdicha tanta, que su cabeza chocó contra una gran piedra de la calle y quedó descalabrado.

Media hora después la ronda recogía el cadáver.

El carpintero se presentó a la justicia que, aunque anduvo con pies de plomo y dando tiempo al tiempo por ser el muerto empingorotada persona, terminó por dejarlo en libertad.

Ahora digan ustedes si hay o no peligro en querer tragarse un hueso cuando es estrecho el pescuezo, o lo que es lo mismo, si no se le tornaron acíbar y prosa vil al señor licenciado don Benito Suárez de Carvajal, corregidor del Cuzco por su majestad don Felipe II, los versos de Garcilaso:

« [...] dulce y sabrosa
más que la fruta del cercado ajeno».

Quizá quiero, quizá no quiero

(A don Manuel Concha)

I

Esto de casarse con viuda, proeza ea que requiere más hígados que para habérselas, en pampa abierta y cabalgado en rocín flaco, con un furioso berrendo, de esos que tienen más cerviguillo que un fraile y puntas como aguja de colchonero.

Porque amén de que lo sacan a uno de quicio con el eterno difuntear (páseme la Academia el verbo), son las viudas hembras que gastan más letra colorada que misal gregoriano, más recúchulas que juez instructor de sumario, y más puntos suspensivos que novela romántica garabateada por el diablo. Y en corroboración de estas mis palabras3, no tengo más que sacarle los trapillos a la colada a cierta doña Beatriz, viuda de Perico Bustinza, que no a humo de pajas escribió Quevedo aquello:

«De las carnes el carnero,
de los pescados el mero,
de las aves la perdiz
y de las mujeres la Beatriz».

La boca se me hace agua al hablar de la Beatriz de mi cuento; porque si no miente Garcilaso (no el poeta, sino el cronista del Perú, que a veces es más embustero que el telégrafo), fue la tal una real moza. «No hay sábado sin sol, ni muchacha sin arrebol», como dice el refranejo.

Pero a todo esto, como ustedes no saben qué casta de pájaro fue Perico Bustinza, ni quién fue su media naranja, no estará fuera de oportunidad que empiece por darlos a conocer.

Perico Bustinza era un mocetón andaluz que llegó al Cuzco hecho un pelaire, con una mano atrás y otra adelante, en busca de la madre gallega, allá por los años de 1535. Eso sí, en cuanto a audacia era capaz de meterle el dedo meñique en la boca al padre que lo engendró; y por lo que atañe a viveza de ingenio, sé de buena tinta que le sacaba consonante al floripondio.

A la sazón encontrábanse los conquistadores en atrenzos feroces. La sublevación de indios era general en el Perú. Españoles y peruanos estaban, como se dice, a mátame la yegua que matarte he el potro. El marqués Pizarro, en Lima, se hallaba sitiado por un ejército de ochenta mil hombres al mando de Titu-Yupanqui, que ocupaba el cerro llamado después de San Cristóbal, conmemoración acaso del milagro que hizo el santo obligando a los indios a emprender la fuga. Titu-Yupanqui murió en el combate.

Más aflictiva, si cabe, era la situación de los cuatrocientos españoles avecindados en el Cuzco. El inca Manco, a la cabeza de doscientos mil hombres, mantuvo durante muchos meses a la imperial ciudad en riguroso asedio. Los conquistadores, en los diarios combates que se vieron forzados a dar, ejecutaron hazañas heroicas, casi fabulosas. Cúpole en suerte a Bustinza distinguirse entre tanto valiente, y en grado tal que, como se dice, le cortó el ombligo a Hernando Pizarro, que era todo un tragavirotes. Nada hubo, pues, de maravilloso en que acostándose una noche Perico de simple soldado, se despertase por la mañana convertido en capitán de una compañía de piqueros y sobresalientes.

Por supuesto, que desde ese día se hizo llamar don Pedro de Bustinza, y tosió fuerte, y habló gordo, y se empinó un jeme, y no permitió que ni Cristo padre le apease el tratamiento.

Apaciguada al fin la sublevación, Hernando Pizarro recompensó con largueza a sus compañeros, llevando su predilección por Bustinza hasta casarlo con la ñusta o princesa doña Beatriz Huayllas, hija del inca Huayna-Capac, matrimonio que dio al marido, aparte de las muchas riquezas de que era poseedora la mujer, gran influencia entre los caciques e indios del país. Con razón dicen que más corre ventura que caballo ni mula.

Doña Beatriz, que era por entonces moza de veinticinco años, de exquisita belleza y de mucho señorío en la persona, amó a don Pedro de Bustinza con entusiasta cariño. Verdad es también que él se lo merecía, porque fue (hagámosle justicia) todo lo que hay que ser de buen marido.

Vinieron las guerras civiles entre los conquistadores, y el capitán Bustinza, que servía contra la causa realista bajo la bandera de Gonzalo Pizarro, cayó prisionero en una escaramuza habida cerca de Andahuaylas; y La Gasca que era un cleriguillo que no se andaba con escrúpulos de marigargajo para con los rebeldes, le hizo romper la nuez por manos del verdugo.

Así quedó viuda la princesa doña Beatriz. Vistió toca y cenojil, lloró la lágrima viva, y viniese o no a cuento, se le caía el difunto de la boca. ¡Vamos! ¡Si era cosa de dar dentera oírla todo el santo día referir maravillas del finado!

Ahora, con venia de ustedes, hago aquí punto para entrar de lleno en la tradición.

II

Referido he en otra ocasión que su majestad don Felipe II envió a estos sus reinos del Perú una real cédula, ordenando que las viudas ricas contrajesen nuevo lazo, sin excusa valedera en contra, con españoles escogidos entre los que más hubieran contribuido al restablecimiento del orden. Así creía el monarca no sólo premiar a sus súbditos, dándoles esposas acaudaladas, sino poner coto a nuevas rebeldías.

A haber nacido yo, el tradicionista, súbdito de don Felipe, habría puesto cara de hereje a su real prescripción. Tengo para mí que emparejar con viuda ha de ser como vestirse con ropa de muerto: aunque se la fumigue, siempre guarda cierto olorcillo al difunto.

Doña Beatriz, tanto por su fortuna cuanto por su prestigio como hija del padre de Atahualpa, no podía ser olvidada, y el general Diego Centeno pidió la mano de la princesa para su favorito Diego Hernández.

Era Diego Hernández lo que se llama un buen Diego. Cincuenta años y un chirlo que le tomaba frente, nariz y belfo, hacían de nuestro hombre un novio como un lucero... sin brillo.

Por lo feo podía Diego Hernández servir de remedio contra el hipo.

¡Bocado apetitoso, a fe mía!

Como para viuda y hambriento no hay pan duro, quizá doña Beatriz habría arrastrado de malilla con el chirlo y los cincuenta diciembres, si un quídam, envidioso de la ganga que se le iba a entrar por las puertas a Diego Hernández, no hubiera murmurado a los oídos de la dama que el novio era como mandado hacer de encargo y, aludiendo a que en sus mocedades había sido Hernández aprendiz de zapatero en España, enviádola estos versos:

«Plácemes te da mi pluma,
que un galán llevas, princesa,
que ansí maneja la espada
como maneja la lesna».

Los oficios de sastre y zapatero eran en el antiguo imperio de los incas considerados como degradantes; y doña Beatriz, que aunque cristiana nueva, tenía más penacho que la gorra del catalán Poncio Pilatos y no podía olvidar que era noble por la sábana de arriba y por la sábana de abajo, pues por sus venas corría la sangre de Huayna-Capac, dijo muy indignada a Diego Centeno:

—Hame agraviado vuesa merced proponiéndome por marido a un ciracamayo (sastre).

Centeno porfió hasta lentejuela y abogó hasta la pared de enfrente en favor de su ahijado Hernández, quien cantaba en todos los tonos del solfeo:

«Dame el que te pido,
ramo de flores,
si quieres que te absuelvan
los confesores».

El obispo del Cuzco y otros personajes gastaron también saliva inútilmente, porque doña Beatriz no quiso atender a razones. Y a mujer que se obstina en no querer, no hay más que dejarla en paz e irse con la música a otra parte; que de hembras está empedrado el mundo, y el amor es juego de bazas4 en que cada carta encuentra su compañera. Entonces su hermano, el inca Paullu, se comprometió a hacerla cejar y la dijo:

—Beatriz, tu negativa será fatal para nuestro pueblo. Heridos los españoles en su orgullo, se vengarán en los pocos descendientes que aún quedamos del último inca; y pues le que codicia Diego Hernández es tu oro, dáselo con tu mano; que en cuanto a compartir con él tu lecho, hame ofrecido no hacerte violencia. Es punto de honrilla para él y sus amigos esta boda; y pues somos débiles, ceder nos toca, hermana.

Y por este tono siguió reforzando sus argumentos.

Tal vez no era muy fraternal el móvil que lo impulsaba a empeñarse; pues averiguado está que, muerto Manco, aspiraban Sairy-Tupac, Paullu y otros indios nobles a ceñirse la borla imperial.

Paullu sacrificaba su hermana a su ambición política, esperando propiciarse así el apoyo de los conquistadores.

Después de bregar largamente, terminó la dama por hacer esta pregunta:

—¿Te ha jurado Diego Hernández, por la cruz de su espada y por Santiago Apóstol, que no reclamará de mí sus derechos de marido?

—Sí, Beatriz —contestó el inca Paullu.

—Pues entonces, anúnciale que disponga de mi mano.

III

Aquella misma noche reuniose en casa de la princesa lo más granado del vecindario cuzqueño.

El obispo del Cuzco, que debía unir a los contrayentes, preguntó a doña Beatriz:

—¿Queréis por esposo y compañero al capitán Diego Hernández?

—Quizá quiero, quizá no quiero —contestó la princesa.

—¿A qué carta me quedo, doña Beatriz? —insistió el obispo—. ¿Queréis o no queréis?

—Ya lo he dicho, señor obispo. Quizá quiero, quizá no quiero.

—Pues concluyamos, que no por miedo de gorriones se deja de sembrar cañamones —murmuró un tanto picado su ilustrísima, y echando la bendición sobre dama y caballero, los casó en latín, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.

Es decir, que quedó atado en el cielo lo que el obispo acababa de atar en la tierra.

¿El quizá quiero, quizá no quiero de la princesa encerraba un distingo casuístico? Así lo barrunto.

¿Su ilustrísima se hizo in pecto algún silogismo teológico que tranquilizara su conciencia, para dar por afirmativa una respuesta que no es la prevenida por los cánones? No sabré decirlo.

Lo que sí puedo afirmar con juramento es que no hay semana que no tenga su disanto y que, andando los tiempos, debió doña Beatriz humanizarse con su marido, porque... porque..., no sé cómo decirlo ¡qué domonche! Sancha, Sancha, si no bebes vino, ¿de qué es esa mancha?

Ella dejó prole..., conque..., chocolate que no tiñe...

Los amantes de real orden

(A don Mariano A. Pelliza, en Buenos Aires)

El 21 de julio de 1552 falleció en Lima el virrey don Antonio de Mendoza, marqués de Mondéjar, dejando el gobierno a cargo de la Real Audiencia. Juzgando por apariencias, el país se hallaba como balsa de aceite y no se movía paja que augurase tremolina; pero, en realidad, había hormiguillo, revolucionario en todos los espíritus, y de ello dieron en breve testimonio claro los sangrientos sucesos de Potosí y la famosa rebeldía de Francisco Hernández Girón, quien, tras ganar batalla sobre batalla, al primer descalabro vino a ser moro al agua y pagó con el pescuezo lo atrevido de su caballeresca empresa. A los que anhelen hacer amplio conocimiento con tan valiente como simpático caudillo, les recomiendo la Crónica de las revoluciones del Perú, que escribió y dio a la estampa en Sevilla, por los años de 1571, Diego Fernández (el Palentino), libro cuya circulación en América estuvo prohibida por el rey durante dos siglos.

El marqués de Mondéjar tenía concertado con la Audiencia el nombramiento de don Pedro de Hinojosa para justicia mayor de los Charcas, y cuando éste había casi terminado sus aprestos de viaje, acaeció la muerte de su excelencia. Pasados los días de luto oficial, se reunieron los oidores y creyeron conveniente que subsistiese lo acordado. Llamaron a don Pedro, tuvieron con él una mano de conversación, se desvanecieron ciertas desconfianzas que de él abrigaban, y le intimaron que precipitase su marcha al lugar de su destino; pues motivos tenían sus señorías para barruntar que en la villa imperial iba a armarse un motín de órdago y noche turbia.

A tiempo que de prevenir males y bochinches se trataba, recibió la Audiencia una originalísima provisión de Felipe II. Su majestad pensaba, y para pensarlo no escaseaban razones, que a las turbulencias de estos reinos contribuía en mucho la condición de soltería en que se encontraba la mayor parte de los vecinos de Lima, que no se arriesgaban a recibir la bendición del cura por tener en memoria el refrán que reza: «melón y casamiento requieren acertamiento» o lo de

«A veces las mujeres
son como libros,
que por nuevos se compran
y... están leídos».

Por ende, ordenaba el monarca se notificase a todos los estantes y habitantes de su muy noble ciudad de los reyes del Perú que en término de treinta días (¡ahí es nonada la prisa!) abandonasen el regalo de la vida célibe, bajo pena de perdimiento de hacienda. Ítem, prevenía don Felipe, con paternal solicitud, que los que no tuviesen un arreglillo o aparejada novia, recibiesen costilla de real orden y fuese ésta la chica que la Audiencia escogiese entre las indias nobles del país. Ansí —concluía el sacramental documento— desaparecerá todo olor a barraganía, habrá la moral ganancia y se amansaría los genios turbulentos; que con viento se limpia el trigo y los vicios con castigo.

Que Dios ha en gloria a su majestad don Felipe II, en jamás de los jamases se me pasó por las mientes dudarlo; y una picaruela, que yo me sé y que anda por esas calles pisando corazones y con la cual platicaba cierta noche de cosas de Iglesia, díjome que sólo por esta real cédula merecido se tiene el hijo de Carlos V que Roma lo canonice. Conque... alcaraván zancudo, abre el ojo, que asan carne.

Parece que hogaño no vendría mal un mandamiento de la laya, visto que, en materia de matrimonio, los hombres andamos retrecheros, abundando que es bendición de Dios las hembras de buen palmito, que si Su Divina Majestad y una ley del próximo Congreso no lo remedian, se quedarán para peinar a Santa Catalina o vestir virgencitas de Chinquiquira, angelitos de cera y San Antoñitos de piedra de Guamanga.

No es preciso que yo lo apunte, pues adivinar se deja, que los solterones pusieron cara de hereje a la real provisión; pero la Audiencia se mantuvo tiesa que tiesa, y quieras, que no quieras, muchos prójimos mordieron del ajo, y los curas cosecharon buenos cuartejos y estuvieron diariamente de arroz y gallo muerto. A la moda estuvo entonces el cantarcillo:

«Si nadie quiere suegra
yo sí la quiero,
para a falta de leña
tirarla al fuego».

Y tiene razón que le sobra el cantarcillo. El padre Noé embarcó en el arca todo linaje de alimañas y sabandijas ponzoñosas; pero se cuidó mucho de no embarcar suegra.

¿Tienen ustedes la bondad de decirme de dónde diablos han salido después las suegras?

Hombres hay que dicen (¡habrá bellacos!) que siempre gallina amarga la cocina, o lo que es lo mismo, que es mucha plepa resignarse a no mudar de compañera. Si por algo ha hecho siempre furor el baile de cuadrillas es... porque el cambio de parejas hace imposible la monotonía.

De estos pícaros hubo más de veinte que se confabularon para escapar de Lima antes de ser notificados; y como el general Hinojosa debía salir para Potosí, a él fueron y le rogaron que los llevase en su comitiva. El frío sabe a quien se arrima, y en puridad de verdad que el justicia mayor era el hombre a propósito para ampararlos en tribulación tamaña.

Don Pedro de Hinojosa rayaba a la sazón en los cuarenta y cinco años; y dejando a un lado su valor, gallardía, fortuna y merecimientos, había conquistado fama de muy gran galanteador. En cierta ocasión y creyendo halagarlo, propúsole el licenciado La Gasca casarlo con la hija del marqués Pizarro, tras la cual andaban bebiendo los vientos nuestro simpático capitán Hernández Girón y don Miguel de Velasco, deudo del mariscal Alonso de Alvarado. Pero don Pedro no era de los que se dejan engatusar con dedadas de miel, y le contestó al presidente:

—Sabroso bocado es doña Francisca, hermosa como una perla, rica como una reina y con mucho señorío en la persona; pero perdono el bollo por el coscorrón, que en Dios y en mi ánima tengo jurado no renunciar a las gollerías de mancebo ni por todo el imperio de las Indias, amén de que entre el y el no de una mujer no pondría yo ni la punta de un alfiler.

Y doña Francisca tuvo que irse a España y apechugar con el vejestorio de su tío Hernando, que la triplicaba la edad, y a quien acompañó en su larga prisión hasta que Dios fue servido dejarla viuda.

Volviendo a don Pedro de Hinojosa, es típica y suya y muy suya esta frase que ha pasado a proverbio y que, mejor de lo que lo hiciéramos en grandes y numerosas páginas, revela su libertinaje:

—Con tres pares de muchachas no tengo yo para celebrar la pascua después del ayuno cuaresmal.

¡Digo, si el nene sería tagarote o fanfarrón!

A buen árbol se acogieron, pues, los que tenían ojeriza al casorio; y don Pedro, sin escoger a moco de candil, los enroló en la compañía destinada a resguardarlo en el viaje.

Pero no porque don Pedro fuese gran persona, pensó el oidor Bravo de Saravia, hombre bragado y tesonero y que era quien llevaba la voz en la Audiencia, que debía ser excusada la notificación, y un día presentose el escribano real Avendaño en casa del general.

Éste, que sospechó lo que entre manos traía el pájaro de pluma, le dijo.

—Mire vuesa merced que no puedo darme hoy por notificado, y ruégole me disimule hasta mañana, que con estas cosas de mi cargo ando con el seso perdido y sin calma para estampar mi garabato. Véngase, si es servido, mañana por ésta su casa, que el asunto no es cochite-hervite; y sin deservicio del rey puede dar largas, y dejarme por esta noche dormir sobre ello y tomar acuerdo con la almohada. Así notificará también vuesa merced la provisión a los soldados de mi compañía a quienes ella competa.

Aunque la excusa era, como se dice, achaques al viernes por no le ayunar, contemporizó el escribano, echose al buche una copa de Priorato o Málaga y se despidió, convenido en dejar la notificación para oportunidad mejor. En el acto, y con toda cautela, hizo el general sus últimos aprestos; y aquella misma noche, sin ser visto ni sentido, salió de Lima con su compañía de lanzas, compartía compuesta de gallos de mucha estaca, es decir, de solterones.

Al siguiente día, Avendaño reveló al oidor Saravia que Hinojosa y los suyos eran los únicos a quienes no había podido notificar la voluntad real. Pero Bravo de Saravia, zorro muy camastrón, lo miró entre ceja y ceja y le dijo:

—¡A mí con esas, señor cartulario! Vuesa merced no juega limpio, y si me ha tomado por un bragazas, como el licenciado Altamirano, sepa que no paso por fullerías. Cohecho o favor, ello culpa es de vuesa merced, y a vuesa merced toca remediarla, que no a mí. Y pues el general va camino de los Charcas, vea vuesa merced cómo le da alcance y le notifica y a él y sus lanzas les intima la vuelta, que mozas casaderas hay en Lima y agradecerle han la diligencia.

Y aunque intentó oponérsele el oidor Altamirano, no hubo santo que valiese para hacerlo apear de lo dicho.

El escribano montó a caballo, y con los pergaminos del caso y buena escolta, echose a galopar tras los fugitivos.

Habíanse éstos, creyéndose ya seguros, detenido en el pueblo de Mala, errando al caer de una tarde y en momentos en que el general se sentaba a la mesa con Alonso de Castro, su alguacil mayor y otros tres oficiales, entró corriendo un soldado, y trabucándosele las palabras, que tanto efecto hace en la lengua el miedo de perder la libertad, dijo:

—Sepa su señoría que a pocas cuadras de camino viene a todo venir, con gente de armas y pendón, el señor secretario de la Audiencia.

Don Pedro brincó del asiento como aquel a quien pica víbora, y dejando intacta la colación, gritó:

—¡A cabalgar, caballeros!... ¡Que nos casan, que nos casan! ¿Suegra conmigo? ¡Nones! De azúcar hubo una, y hasta esa amargó.

Que quiero estar tan lejos
yo de una suegra,
como las golondrinas
de las estrellas.

Y hubo toque de botasilla y confusión babilónica.

Y don Pedro de Hinojosa, el valiente entre los valientes, el que jamás volviera cara al enemigo en los campos de batalla, se amilanó como un pelele ante el amago de matrimonio, más que si el verdugo se presentara a descabezarlo, y le corrieron culebritas por el cuerpo, lo que no le aconteció pocos meses más tarde, el día en que a traición lo asesinaron en Potosí.

Y fue tal la prisa que él y los suyos se dieron para huir del peligro, que abandonaron equipajes y trebejos, y a tiempo que por un extremo del pueblo apareció Avendaño, escapaba por el opuesto y a revienta-caballos la comitiva del justicia mayor.

Avendaño, que aquel día había hecho larga jornada, vio que era imposible perseguirlo y decidió regresar a Lima, muy contento con llevar prisioneros a dos soldados de Hinojosa que, por estar en el tambo o ventorrillo remojando una aceitunita, no pudieron escapar a tiempo.

Llamábanse éstos Gracián de Sesé el Cojo y Diego de Tapia el Tuerto, cortados ambos por el mismo patrón de aquel Juan de Aracena de quien dice el refrán que no tenía ni palabra mala ni obra buena.

Cuando el escribano se presentó con ellos ante la Real Audiencia, el oidor Bravo de Saravia murmuró a la oreja de sus compañeros Hernando de Santillán y Mercado de Peñalosa:

—Este belitre de Avendaño no es para silla ni para albarda. ¡Dejar escapar a los buenos mozos y traerse un par de lisiados más feos que una excomunión! ¡Lindo regalo para las novias!

Pero cojo y tuerto, Gracián de Sesé y Diego de Tapia, pagaron por todos sus compañeros, y como no se les conocía tapujo ni contrabando alguno en la ciudad, la Audiencia los casó con hijas de un acaudalado cacique, muchachas que, si no mienten mis apuntes, no tenían malos bigotes.

Los dos soldados se resignaron por el momento, y al recibir la dote dijeron para sí: «¡Vaya en gracia! Los duelos con pan son menos: ¿Obediencia y torreznos? Que sea enhorabuena».

Y a propósito. He aquí el origen de este refrancito.

Cuentan que a Santa Teresa la obligó una vez la superiora a que suspendiese los ayunos, diciéndola: «Bajo santa obediencia, hermana, la mando que almuerce hoy una tortilla de torreznos». A lo que contestó Teresa: «¿Obediencia y torreznos? Sea muy enhorabuena».

Pero Felipe II se engañó como un papanatas, imaginándose que con el matrimonio entra el juicio en la cabeza de los hombres. Apenas llegó a Lima la noticia de que en Potosí se había armado la gorda, cuando nuestros casados de real orden abandonaron a las conjuntas, y se fueron a tomar cartas en la jarana. De ellos puede decirse con el refrán que tuvieron la ventura de la barca, «la mocedad trabajada y la vejez quemada».

A Diego de Tapia, el tuerto, lo ahorcó, no recuerdo si Vasco Godínez o el mariscal Alvarado.

En cuanto a Gracián de Sesé, el cojo, en la batalla de Chuquinga una bala le rompió la pata sana... y las lió el pobrete.

Relataré aquí de paso, aunque ello no viene a cuento, que en esa batalla de Chuquinga hubo un mozo llamado Gonzalo de Mata, quien pensando que su solo nombre bastaba para asustar gente, se arrojó en lo más revuelto de la pelea gritando desaforadamente:

—¡Rendirse, rendirse, que aquí está Mata!

—¿Sí? —contestó uno de los enemigos—. Pues aquí está quien lo mata. Y aplicando la mecha al arcabuz, le plantó en medio del pecho un balazo soberano, enviándolo a hacer el coco a la tierra de los calvos.

Y con esto, lectores míos, hagamos por hoy punto, diciendo a guisa de oración jaculatorias:

—Bendito y alabado sea el Señor, que nos hizo nacer en tiempos en que ningún hijo de vecino corre riesgo de que lo casen de real orden.

Los refranes mentirosos

I.
El gozo en el pozo

«Va al hoyo el mozo
y el gozo al pozo».

Hame dado hoy el naipe por probar, con el testimonio de sucesos tradicionales, que en el Perú tenemos refranes que expresan todo lo contrario de lo que sobre ellos reza el Diccionario de la Real Academia de la Lengua.

Siempre oí decir cuando se falsificaba una noticia, de aquellas que en el primer momento producen un alegrón. «Pues, señor, el gozo cae el pozo». Y dicho esto, se quedaba un prójimo turulato y aliquebrado.

Ahora lean ustedes la crónica que voy a desenterrar, y convendrán conmigo en que bien puede la Academia echarle un remiendo al refrancito.

El 2 de febrero de 1579, doña Lucrecia de Sanjoles y su hija doña Mencía de Vargas fundaron en el área que hoy ocupan la iglesia parroquial de San Marcelo y el conventillo o casa llamada de la Pregonería una congregación de religiosas bernardas de la orden del Cister, obteniendo en 1584 de Gregorio XIII la correspondiente bula aprobatoria. Mientras edificaban el monasterio y templo de la Trinidad, al cual se trasladaron en 18 de junio de 1606, vivieron en el antedicho local de San Marcelo, que, como es sabido, fue también el que primitivamente ocuparon los agustinos, donde 1554 hasta veinte años después, en que una noche y con gran sigilo para no ser embarazados por dominicos y mercenarios, se mudaron con bártulos y petates a los espaciosos claustros que hogaño habitan.

Fue el año 1581 fenomenal para Lima. El Rímac, de suyo miserable de agua, estuvo en ese año tan remolón y cicatero, que apenas si traía la cantidad precisa para que los habitantes apagasen la sed. Hasta la fuente de la plaza (que no era la que hoy tenemos, sino un pilancón construido en tiempo del virrey Toledo) apenas pudo darse el lujo de dejar correr un chorrito como un hilo.

Los pozos se secaron, y claro está que el de la casa de la Pregonería no había de ser la excepción.

Las hermanas o monjas bernardas se vieron en apuros, y después de agotados los expedientes profanos, resolvieron acudir a San Nicolás de Tolentino para que las sirviese de abogado cerca de quien todo lo puede. Yo no sé cómo se las compondría el santo, ni si repartió panecillos benditos en la corte celestial para propiciarse influencias y salir airoso en el empeño; pero uniformemente dicen las crónicas que he consultado que, paseado el santo en procesión de rogativa por el claustro, lo condujeron las monjas al coro, donde, interrumpiendo el religioso cántico y con gran alharaca, penetró una hermana lega gritando:

—¡Madrecitas! ¡Madrecitas! ¡Milagro! ¡Milagro! ¡El agua rebosa! ¡Víctor San Nicolás!

Las monjas dejaron abandonado al santo, que así es de ingrato el corazón humano aun en los seres dados a la práctica de la virtud, y atropellándose unas a otras se precipitaron en el claustro.

La hermana lega no había mentido. El agua manaba en gran cantidad.

El pueblo acudió a las puertas de la Pregonería ganoso de dar fe del milagro, y tal fue el barullo, que el arzobispo se vio en el caso de otorgar permiso para que cualquier motilón pudiera penetrar en el santuario.

No hubo en Lima quien no se diera la satisfacción de llenar un cántaro con agua del pozo, en lo que, francamente, los perjudicados fueron los médicos y boticarios; porque a tal agua se la creyó con más virtudes que recientemente a las de Huacachina y Lourdes para sanar todas las enfermedades conocidas y por conocerse. Nunca tuvo mayor boga al sistema hidropático.

Eso tiene de bueno el pueblo. No se mete en filosofías y cree con la fe del carbonero. Y ya que por incidencia se me ha venido a la pluma este refrán, no estará fuera de lugar el que consigne aquí su origen.

Cuentan, que don Alonso el Tostado, obispo de Ávila (aquel que sobre materias teológicas escribió tan crecido número de infolios en latín, que hoy mismo, para ponderar la fecundidad de un autor, se dice: escribe más que el Tostado) departiendo un día con un mozo del pueblo, que llevaba carbón para la cocina episcopal, le preguntó:

—¿Qué crees?

—En el credo —contestó el carbonero.

—¿Y qué más?

—Lo que cree la Santa Madre Iglesia.

—¿Y qué cree la Iglesia?

—Lo que yo creo.

—¿Y tú qué crees?

—Lo que cree la Iglesia.

Y por más que el prelado lo zarandeaba con preguntas, el buen carbonero no apeaba de lo dicho ni variaba sílaba o letra.

Llegole a don Alonso el trance del morir.

Presumo que su ortodoxia no sería de las muy probadas y que en sus obras se le habría escapado alguna proposicioncilla malsonante; porque la clerecía rodeó su lecho, y no hubo preste que no se empeñara en hurgarle la conciencia. El obispo, que por cierto no estaba para mucha conversación, cortó por lo sano diciendo:

—Hijos míos... ¡Como el carbonero! ¡Como el carbonero!

Y cerró el ojo y nació el refrán.

Y volviendo al milagro de San Nicolás de Tolentino, diré a ustedes que hubo en Lima luminarias y repique general de campanas.

El gozo salió del pozo, por más que se escriba que el gozo cayó en el pozo.

II.
No hay cuidado, que no embiste

«Del agua mansa me libre Dios,
que de la brava me libro yo».

Éste es otro refrancito que miente como un desvergonzado. Cansados estarán ustedes de prevenir caritativamente al prójimo que se ande con tiento y se precaucione de alguien que le tiene tirria, enemiga o mala voluntad, y archicansados estarán también de oír esta respuesta: «no hay cuidado, que no embiste».

Pues juzguen ustedes, por lo que voy a contarles, si merece pizca de fe el dicharacho.

Acostumbrábase en el Cuzco sacar a San Marcos en procesión el día de su fiesta desde la iglesia de Santo Domingo hasta una capilla distante seis cuadras.

Si han visto ustedes estampas de San Marcos, sabrán que a su lado se pinta siempre un buey. ¡Barajuste! Ahora caigo en la cuenta del porqué es San Marcos patrón de los matrimonios.

La procesión del año 1556 fue espléndida. Mayor lujo no podía apetecerse. Ahorrémonos descripciones con decir que nuestros abuelos sabían hacer esas cosas en grande y sin tacañería. Todo lo mejorcito de la ciudad, damas y caballeros, estaba allí de veinticinco alfileres:

Delante de las andas iba el gonfaloniero o alférez con el estandarte, y tras él un buey cubierto de flores y con las astas forradas en oro.

El buey del año 1556 era el más bonachón de la familia. Para el caso no se encontraba otro tan manso en diez leguas a la redonda. Verdad es que en ese tiempo no había muchos de su especie para escoger como en peras, porque la introducción del ganado vacuno en el Perú era de muy reciente data.

Al regresar la procesión a Santo Domingo, los cabildantes y demás gente de viso formaron calle desde la puerta del templo hasta el altar mayor.

Hallábase entre ellos y prójimo a la puerta el capitán don Íñigo Pastoriza, mozo muy dado a andar siempre en busca de la flor del berro y que, olvidándose del respeto debido a la casa de Dios, se ocupaba por el momento en guiñar el ojo a una hija de Eva, abstraído en ideas e intenciones libidinosas.

Probablemente el buey se creyó autorizado para ejercer funciones de pertiguero; porque, enfureciéndose de improviso, cogió entre las astas al escandaloso capitán y, lanzándolo al aire, lo arrojó de espaldas fuera de la iglesia. Después de esta barrumbada se quedó el animalito como si tal cosa, y prosiguió muy pacíficamente su camino.

El cronista que relaciona este suceso lo califica de milagro y de patente castigo del cielo. Por supuesto, que yo también pienso lo mismo. ¡Pues no faltaba más sino que saliese yo ahora descantillándome con negar la autenticidad del milagrito!

¡Conque así, niños, ojo! Mucho ojo y mírense en este espejo los que vean a las iglesias, no a oír la palabra divina, sino a hacer carantoñas a las muchachas.

Cuando acudieron a socorrer a don Íñigo lo hallaron dando las últimas boqueadas. ¡Tan feroz había sido el porrazo!

Y todavía dirán: ¡No hay cuidado, que es buey manso!

Que otro coma confianza y se atenga a refranes, que por lo que atañe a este humilde sacristán... ¡un demonio!

Los pasquines del bachiller «Pajalarga».
Tradición sobre el origen de la fiesta y feria de Guadalupe, en la provincia de Pacasmayo

I

Francisco Pérez Lezcano y Jerónimo Benel, extremeños ambos, vinieron juntos al Perú muy poco después de la captura de Atahualpa; pero a buena sazón para tomar parte en los últimos sucesos que afianzaron el dominio de los conquistadores.

Nuestros dos aventureros eran, como se dice, compañeros de cama y rancho, viviendo tan unidos como los dedos de los pies. En buena o mala fortuna, todo era común entre ellos, así las penas como las alegrías, y en los combates era siempre seguro encontrarlos siendo el uno sombra del otro.

En esos tiempos de rebeldía constante y de encontradas ambiciones, nuestros dos soldados tuvieron la buena suerte de no separarse por un momento del bando realista ni aun en los días en que el muy magnífico don Gonzalo parecía haber eclipsado el poder del monarca español. Eran un par de conservadores de tuerca y tornillo, nada novedosos y sí mucho amantes del statu quo.

Su credo político se reducía a estas frases: «quien manda, manda; para el que no tiene capa, tan bueno el rey como el papa; viva la gallina y viva con su pepita, que reformas en el mundo hágalas Dios que lo creó y no los hombres pecadores».

Y cuando años más tarde, el popular Francisco Girón levantó en el Cuzco la bandera que en Castilla alzaron los comuneros contra Carlos V, nuestros dos extremeños se pusieron al lado de la Audiencia y del arzobispo Loayza, escandalizados de la audacia de aquel caudillo y diciendo: «¡Vaya unos tiempos revueltos! Hasta los gatos quieren zapatos».

Las máximas de los dos amigos no eran de las muy a propósito para alcanzar grandes medros en esos días de tan calamitoso desbarajuste social, y en que los hombres entendidos en la política principiaban por traidores, para después de sacar jugo a la rebeldía terminar por leales vasallos del rey. Esto era comer a dos carrillos, como monja boba.

No obstante, pacificado el país, el virrey marqués de Cañete tuvo en cuenta la lealtad y servicios de ambos capitanes, y nombró a Benel corregidor de Trujillo y a Lezcano le dio terrenos y jurisdicción en Chérrepe, amén de otras mercedes con que para ellos fue pródigo su excedencia.

Así halláronse los que vinieron como dos pelaires, comiendo vaca y carnero, olla de caballero. Vivir bien, que Dios es Dios.

Pero entonces el demonio se propuso hacer en ellos cierto lo de que «las amistades son bienes muebles, y los odios bienes raíces o censos de males con réditos de venganzas». Aquella fraternal intimidad entre Lezcano y Benel se cambió de repente en desazón y rencor mutuo.

¿Qué apostamos, piensa el lector, a que hay faldas de por medio?

¡Cabalito! ¿Quién es ella?

Los dos amigos se enamoraron de tope a quilla de doña Luisa de Mendoza, muchacha que por los años de 1555 no tenía mal jeme, y era golosina capaz de hacer abrir el apetito a cualquier varón en ejercicio de su varonía.

Benel era hosco de faz y de carácter apergaminado. Lorenzo era el reverso de la medalla, buen mozo y festivo.

Yo pregunto a todas las hijas de Eva que no sean unas pandorgas, si puestas en el caso de escoger como doña Luisa entre los dos aspirantes, no hubieran hecho un feo al corregidor y dado a cierra-ojos la mano y lo que se sigue al capitán don Francisco Pérez Lezcano».

Desde que se celebró la boda, se olvidó para siempre entre nuestros extremeños lo de «amigo viejo, tocino y vino añejo».

Benel, que probablemente era partidario del sistema homeopático, devoró en silencio las calabazas; y por aquello de similia similibus curantur o de que un clavo saca otro clavo, buscó prójima que bien lo quisiera, que nunca faltó un roto para un descosido, ni olla hay tan fea que no encuentre su cobertera.

No queriendo Lezcano que doña Luisa se muriese de fastidio en su solariega residencia de Chérrepe, dejó la hacienda al cuidado del administrador, y pasó con su joven esposa a establecerse en Trujillo, donde, como hemos apuntado, funcionaba de autoridad el capitán don Jerónimo Benel, recién ascendido a maestre de campo, y que gastaba prosa como quien se cree ya más alto que el Inri.

II

En 1560 era Trujillo (ciudad que fundó Pizarro y de la que se proponía hacer una miniatura de Lima) un infierno abreviado, hervidero de chismes, calumnias y murmuraciones. No había dos familias en buen acuerdo, y es fama que señoras de calidad se dieron de chapinazos al salir de misa mayor.

Pero francamente, que cuando ustedes sepan la causa de tal anarquía hallarán disculpable el que la ciudad estuviese como el ajuar de la tiñosa, donde no había cosa con cosa. Era que el diablo andaba suelto y quitando honras a troche y moche.

Una mañana había aparecido en la puerta de un personaje de muchas campanillas este cartel, en letras gordas como el puño:

«Aquí comen en un plato
perro, pericote y gato».

Imagínense ustedes la que se armaría. El agraviado quiso comerse crudos a todos los trujillanos, y juró y rejuró que haría y que tornaría, si pillaba por su cuenta al pícaro zurriburri que tan aviesamente lo vilipendiaba.

A poco, en la casa de una aristocrática dama se leía este refrancico:

«Vive aquí una viuda rica,
la cual con un ojo llora
y con el otro repica.
¡Buena laya de señora!».

Más tarde, en la puerta de un veinticuatro o regidor del ayuntamiento plantaron esta cantárida:

«Al cabildante Ortega,
que es más ruin que su zapato,
lo ha dejado de alma-ciega
un mentecato.
Él dará cuenta por junto
en la otra vida al difunto;
aunque esta no es la primera
zorra que desuella Ortega».

El venerable párroco acostumbraba ir de tertulia todas las noches, en pos de la jícara de sonocusco, a casa de una señora de muchos respetos. Pues el pasquinista no se anduvo con respetos y la endilgó esta pulla, que nada hay tan hacedero para la calumnia como de una pulga forjar un camello:

«Mula del cura
tiene herradura».

Otra mañana leíase en la morada de un caballero de fuste lo siguiente:

«Adivina, adivinaja,
quién puso el huevo en la paja.
Adivina, adivino,
quien es padre y padrino».

Dos pasquines más ha hecho la tradición llegar hasta nosotros. El pueblo los repite con toda su crudeza; pero nos está vedado ponerlos íntegros en letras de molde. Como curiosidad tradicional bastará que apuntemos el principio de cada uno, que fácil será averiguar el resto al que en ello ponga empeño.

«Si es que no he errado la ruta,
vive aquí doña Carmela
que es tan grandísima...
como su madre y su abuela»
«Viejo el Santo rey David
caminaba sin trabajo,
y al pasar por esta casa
dijo...».

—¿Qué dijo?

—No sea usted curiosa, niña, que es vicio feo. Dijo... lo que dijo, y lo que a usted no le importa saber.

Por supuesto, que la autoridad no podía escapar sin su correspondiente sinapismo. Eccolo:

«El corregidor Benel
es solapado bellaco:
desde los tiempos de Caco
no hay uñas como las de él».

III

Inútil es que los agraviados estuviesen en movimiento continuo, como palillo de barquillero, concertando medidas y multiplicando espías para descubrir al maldito duende que así se entretenía en difamar a personas de alto bordo.

El corregidor se vio a la postre obligado a promulgar bando, prometiendo recompensar con mil medallas de las recién acuñadas al que denunciase al delincuente.

Pero antes de proseguir consignemos, por lo que pudiera importar, un dato numismático.

La primera moneda que se batió en Lima fue en 1557 con motivo de las fiestas con que el vecindario celebró la proclamación y jura de Felipe II. La inscripción latina, puesta en el anverso, decía:

FILIPO Y MARÍA, POR LA GRACIA DE DIOS REYES DE INGLATERRA Y DE ESPAÑA

En la cara opuesta se leía:

FILIPO, REY DE LAS ESPAÑAS

Entretanto los pasquines no cesaban.

Por fin, un día presentáronse dos hombres ante la autoridad, denunciando a don Francisco Pérez Lezcano como reo de tamaña infamia. Dijeron que habían visto un encapado pegando carteles, que lo siguieron a la distancia, que lo vieron entrar en casa del capitán, y que por la talla se les figuraba ser el mismo.

Entonces a todos se les vino a las mientes que el extremeño no era ningún majagranzas, sino hombre de genio zumbón y despierto, y que en cierta época había compuesto décimas y ovillejos en loor de no sé qué santo.

No quedó, pues, a nadie átomo de duda sobre la persona del pasquinista, que fue a dar con su humanidad en la cárcel, donde le plantaron calcetines de Vizcaya, y seis vecinos de los más ofendidos se brindaron a servirle de guardianes.

El juicio caminó a galope tendido, y antes de quince días el preso fue declarado convicto de un crimen que el Fuero Juzgo y las Partidas penaban con severidad extrema. Quizá la antigua desavenencia con Benel influyó para que la justicia no marchase esta vez, como acostumbra esa señora, con pies de plomo.

Leyéronle a Lezcano la sentencia que lo condenaba a salir en bestia de albarda, con pregonero que publicase su delito, y a que le fuese cortada la cabeza en público cadalso, para ejemplo de asesinos de la honra ajena y justo desagravio social.

Hallábase en capilla nuestro infeliz capitán; habíanle ya cantado los credos y administrado los últimos auxilios espirituales, y todo estaba prevenido para que al día siguiente fuese a ver a Dios. No había para él esperanza de salvación, y en tan aflictivo trance invocó en su amparo a la Virgen de Guadalupe que se venera en Extremadura.

Principiaba la del alba, cuando gran tropel de pueblo precipitose en la cárcel dando vivas al capitán Lezcano.

El vecindario, tan irritado antes contra él, se empeñó en convertir en paseo triunfal el que maravillosamente dejaba de ser trayecto para el patíbulo, y las mujeres, que se habían propuesto tirarle piedrecillas, regaron de flores su camino.

No necesitamos apuntar que el legítimo padre del carnero quedaba en chirona.

IV

Hacía dos o tres años que moraba en Trujillo un cleriguillo o misacantano, hijo de Andalucía, gran farraguista, de índole traviesa, listo para cualquier gatada, jugador hasta perder los kiries de la letanía y que, en lo libertino, era de la misma piel del diablo. Había venido a América en busca de la madre gallega, es decir, de fortuna; pero ciertamente que no había caído en el mes del obispo o en propicia oportunidad.

Era el tal un tanto gorrino y mal traído, ojizaino, quijarudo, desgarbado como manga de parroquia, patiestevado y langaruto. Conocíanlo generalmente con el nombre de el bachiller Pajalarga, apodo con que, aludiendo a su aspecto, lo habían bautizado las maritornes y granujas de la ciudad.

Era el bachiller Pajalarga de la misma estatura de Lezcano y ocupaba precisamente en casa de éste el cuarto de reja con puertecilla a la calle, accidentes o casualidades fatales que bastaron para que estuviese en un tumbo de dado la pelleja del honrado capitán.

El tunante andaluz, viendo que la existencia de los trujillanos era asaz monótona, se propuso amenizarla sembrando entre ellos la cizaña; y tal fue el origen de los consabidos carteles, entre los que, si bien muchos serían calumnia de principio a fin, no faltarían otros con pespuntes de verdad. Y sobre todo, como dice el adagio: «el sartenazo, si no duele, tizna».

Preso Lezcano, habían cesado los anónimos, circunstancia que hasta cierto punto agravaba la posición de éste.

Desvelado encontrábase un marido, cavilando Dios sabe en qué, cuando sintió pasos que se detenían en su puerta. Levantose de puntillas, corrió con gran cautela el cerrojo y púsose en acecho.

Un embozado estaba clavando con cuatro tachuelitas un cartelón en la pared, y a tiempo que terminaba la faena, nuestro hombre, sin encomendarse a Dios ni a Santa María, se arrojó con viveza sobre el bulto y le echó encima los cinco mandamientos, gritando:

—¡Aquí del rey!

Trabose desesperada lucha, acudieron vecinos, sujetaron al galopo y con su propio pañizuelo lo ataron codo con codo. Pero antes de conducirlo a la cárcel, asomó una vieja con un candilejo y todos pudieron leer este pasquín.

«Para ti faltó el engrudo,
indio cornudo,
aunque engrudo pude hacer...»5.

Pajalarga confesó que por pura farfulla se había entretenido en mechificar al prójimo. ¡Buen gusto de zamarro!

Como el bribón era de los que sabían cuántas púas tiene un peine, pretendió acogerse al fuero eclesiástico; pero el poder civil dijo que nones y que, pues se le había apresado en traje de seglar, de hecho había renunciado al prestigio de la hopalanda. Surgió de aquí una controversia, y se embrolló el pleito, y corrieron meses, y cuando vino el día en que el escribano fuese al calabozo del reo para leerle la sentencia de muerte, se encontró con que el pájaro había remontado el vuelo.

Pajalarga llegó a Panamá; mas en la travesía del río Chagres cayó de la mula y... y... (¡concluya usted!) y... se lo comió un caimán.

No me crean ustedes bajo la fe de mi palabra ni digan que invento la manera de acabar con el protagonista de la historia. Así lo relata Calancha, quien añade esta pintoresca frase: y fue la pena proporcionada a la culpa, pues vivió mordiendo y murió mordido.

V

Pérez Lezcano se fue a España acompañado de su esposa; dio una fuerte limosna para la Virgen de Guadalupe, que se venera en Extremadura, y obtuvo de los padres jerónimos, encargados de su culto, que le permitiesen sacar por un habilísimo tallador una copia de la imagen.

En 1562 regresó al Perú, y sin perder minuto erigió en Chérrepe una capilla consagrada a la Virgen, hasta que más tarde se trasladó a la villa en donde se celebra cada año por diciembre la tan famosa como lucida feria.

Dicen las crónicas que a principios del siglo XVII desembarcó en Chérrepe un español que venía de Europa con el exclusivo objeto de visitar el santuario.

Contaba el tal que por ciertas fechorías fue condenado a morir en la horca, y que lamentándose de su estrella con un compañero de prisión, éste le dijo con aire de sorna:

—Déjate de jeremiadas y encomiéndate a la Virgen de Guadalupe que tienen los peruleros.

El futuro racimo de horca tomó tan a pechos la recomendación, que cuando llegó el trance de que le rompieran la nuez dio gran trajín al jinete de gaznates. Siete veces le puso la soga al cuello, siete veces lo balanceó en el vacío, y otras tantas reventó la cuerda, no embargante que el verdugo cambiaba siempre de cáñamo.

Aburrido y maravillado el juez, y viendo que el asunto era de volver a empezar y no tener cuando acabar, le dijo:

—Lárgate, hombre, que tienes más vida que un gato y Dios te conserva con su más y su menos. Él sabrá lo que hace.

Y dándole un puntapié en las posaderas, lo dejó en libertad.

El muy guiñapo se embarcó como marinero en e primer navío que zarpaba de Cádiz para estas Indias, e hizo la romería al milagroso santuario, colocado por su fundador Lezcano bajo el amparo de los religiosos agustinos.

Sobre este tema dejo mucho en el tintero; pero ya es tiempo de dar descanso a la péñola, repitiendo con el poeta:

«y no cabe lo que callo
en todo lo que no digo».

La casa de Pizarro

Mientras se terminaba la fábrica del palacio de Lima, tan aciago para el primer gobernante que lo ocupara, es de suponer que Francisco Pizarro no dormiría al raso, expuesto a coger una terciana y pagar la chapetonada, frase con la que se ha significado entre los criollos las fiebres que acometían a los españoles recién llegados a la ciudad. Estas fiebres se curaban sin específico conocido hasta los tiempos de la virreina condesa de Chinchón, en que se descubrieron los maravillosos efectos de la quinina. A esos cuatro o seis meses de obligada terciana era a lo que llamaban pagar la chapetonada, aunque prójimos hubo que dieron finiquito en el cementerio o bóveda de las iglesias.

Hecho el reparto de solares entre los primeros pobladores, don Francisco Pizarro tuvo la modestia de tomar para sí uno de los lotes menos codiciados.

El primer año de la fundación de Lima (1535) sólo se edificaron treinta y seis casas, siendo las principales la del tesorero Alonso Riquelme, en la calle de la Merced o Espaderos; la de Nicolás de Ribera el Viejo, en la esquina de Palacio; las de Juan Tello y Alonso Martín de Don Benito, en la calle de las Mantas; la de García de Salcedo, en Bodegones; la de Jerónimo de Aliaga, frente al palacio, y la del marqués Pizarro.

Hallábase ésta en la calle que forma ángulo con la de Espaderos (y que se conoce aún por la de Jesús Nazareno) y precisamente frente a la puerta lateral de la iglesia de la Merced y a un nicho en que, hasta hace pocos años, se daba culto a una imagen del Redentor con la cruz a cuestas. Parte del área de la casa la forman hoy algunos almacenes inmediatos a la escalera del hotel de Europa, y el resto pertenece a la finca del señor Barreda.

Hasta 1846 existió la casa, salvo ligeras reparaciones, tal como Pizarro la edificara, y era conocida por la casa de cadena; pues ostentábase en su pequeño patio esta señorial distinción, que desdecía con la modestia de la arquitectura y humildes apariencias del edificio.

Don Francisco Pizarro habitó en ella hasta 1538 en que, muy adelantada ya la fábrica del palacio, tuvo que trasladarse a él. Sin embargo, su hija doña Francisca, acompañada de su madre la princesa doña Inés, descendiente de Huayna-Capac, continuó habitando la casa de cadena hasta 1550 en que el rey la llamó a España. Doña Inés Yupanqui, después del asesinato de Pizarro, casó con el regidor de Cabildo don Francisco de Ampuero, y arrendó la casa a un oidor de la Real Audiencia, y en 1631 el primer marqués de la Conquista, don Juan Fernando Pizarro, residente en la metrópoli, obtuvo declaratoria real de que en dicha casa quedaba fundado el mayorazgo de la familia.

Anualmente el 6 de enero se efectuaba en Lima la gran procesión cívica conocida con el nombre de paseo de alcaldes. Después de practicarse por el ayuntamiento la renovación de cargos, salían los cabildantes con la famosa bandera que la República obsequió al general San Martín (y cuyo paradero anda hoy en problema) y venían a la casa de Pizarro. Penetraban en el patio alcaldes y regidores, deteníanse ante la cadena y batían sobre ella por tres veces la histórica e historiada bandera gritando: «¡Santiago y Pizarro! ¡España y Pizarro! ¡Viva el rey!».

Las campanas de la Merced se echaban a vuelo, imitándolas las de más de cuarenta torres que la ciudad posee. El estampido de las camaretas y cohetes se hacía más atronador, y entre los vivas y gritos de la muchedumbre se dirigía la comitiva a la Alameda, donde un muchacho pronunciaba una loa en latín macarrónico.

El virrey, oidores, cabildantes, miembros de la real y pontificia Universidad de San Marcos y todos los personajes de la nobleza, así como los jefes de oficinas del Estado, se presentaban en magníficos caballos lujosamente enjaezados. Tras de cada caballero iban dos negros esclavos, vestidos de librea y armados de gruesos plumeros con los que sacudían la crin y arneses de la cabalgadura. Los inquisidores y eclesiásticos acompañaban al arzobispo, montados en mulas ataviadas con no menos primor.

Así en este día como en el de la fiesta de Santa Rosa, el estandarte de la ciudad, llevado por el alférez real, cargo hereditario o vinculado en cierta familia, iba escoltado por veinticinco jinetes, con el casco y armadura de hierro que usaron los soldados en tiempo del marqués conquistador.

Las damas de la aristocracia presenciaban desde los balcones el desfile de la comitiva, o acudían en calesín, que era el carruaje de moda, a la Alameda, luciendo la proverbial belleza de las limeñas.

Danzas de moros y cristianos, payas, gíbaros, papahuevos y cofradías de africanos con disfraces extravagantes recorrían más tarde la ciudad. El pueblo veía entonces en el municipio un poder tutelar contra el despotismo de los virreyes y de la Real Audiencia. Justo, muy justo era que manifestase su regocijo en ocasión tan solemne.

En septiembre de 1812 se recibió y promulgó en Lima el siguiente decreto de las Cortes de Cádiz, comunicado al virrey por el Consejo de Regencia:

«Considerando que los actos positivos de inferioridad, peculiares a los pueblos de ultramar, monumento del antiguo sistema de conquista y de colonias, deben desaparecer ante la majestuosa idea de la perfecta igualdad,

»Queda abolido el paseo del Estandarte real que acostumbraba hacerse anualmente en las ciudades de América, como un testimonio de lealtad y un monumento de la conquista de aquellos países. Esta abolición no se extiende a la función de iglesia que se hacía en el mismo día del paseo del Estandarte real, la cual seguirá celebrándose como hasta aquí. La gran solemnidad del Estandarte real se reservará, como en la península, para aquellos días en que se proclama un nuevo monarca».

Restablecido en 1815 el régimen absoluto, quedó derogada esta disposición, y desde ese año hasta que los amagos de independencia lo permitieron, siguió paseándose el estandarte el 6 de enero y el Jueves Santo, que era otro de los días de precepto.

En 1820 se efectuó, pues, por última vez en Lima el paseo de alcaldes; y desde entonces apenas hay quien recuerde cuál fue el sitio en donde estuvo la casa de Pizarro, que hemos debido conservar en pie, como un monumento o curiosidad histórica.

La sandalia de Santo Tomás

Si ustedes se echan a leer cronistas e historiadores brasileros, no podrán dejar de creer a pie juntillas que Santo Tomás recorrió la América del Sur predicando el Evangelio. Tan auténticos son los datos y documentos en que se apoyan esos caballeros, que no hay flaco por donde meterles diente.

En Ceara, en San Luis de Maranhao, en Pernambuco y en otras provincias del vecino imperio existen variadas pruebas de la visita apostólica.

Al que esto escribe le enseñaron en Belén del Pará una piedra, tenida en suma veneración, sobre la cual piedra se había parado el discípulo de Cristo. Si fue o no cierto, es averiguación en que no quiero meterme, que Dios no me creó para juez instructor de procesos.

Además, el asunto no es dogma de fe ni a nadie se le ha puesto dogal al cuello para que crea o reviente.

Los peruleros no podíamos quedarnos atrás en lo de la evangélica visita. ¡Pues no faltaba otra cosa sino que, hallándose Santo Tomás de tertulia por la vecindad, nos hubiera hecho ascos o andado con melindres para venir a soltar una cana por esta su casa del Perú!

En Calango, a diez y seis leguas de Lima y cerca de Mala, existe sobre una ladera una piedra blanca y muy lisa y bruñida. Yo no la he visto; pero quien la vio y palpó me lo ha contado. Nótase en ella, y hundida como en blanda cera, la huella de un pie de catorce puntos, y alrededor caracteres griegos y hebreos. El padre Calancha dice en su Crónica Agustina que en 1615 examinó él esta peña, y que diez años más tarde, el licenciado Duarte Fernández, recorriendo la diócesis por encargo del arzobispo don Gonzalo de Ocampo, mandó destruir los caracteres, porque los indios idólatras les daban significación diabólica. ¡Digo, que es lástima y grande!

Siendo tan corta la distancia de Calango a Lima y nada áspero el camino, no es aventurado asegurar que tuvimos un día de huésped y bebiendo agua del Rímac a uno de los doce queridos discípulos del Salvador. Y si esto no es para Lima un gran título de honor, como las recientes visitas del duque de Génova y de don Carlos de Borbón, que no valga.

—Pero, señor tradicionista, ¿por dónde vino, desde Galilea hasta Lima, Santo Tomás?

—Eso ¿qué sé yo? Vayan al cielo a preguntárselo a él. Sería por globo aerostático, a nado o pedibus andando. Lo que yo afirmo, y conmigo escritores de copete, así sagrados como profanos, es que su merced estuvo por estos trigos y san se acabó, y no hay que gerundiarme el alma con preguntas impertinentes.

Pero todavía hay más chicha. Otros pueblos del Perú reclaman idéntica felicidad.

En Frías, departamento de Piura, hay una peña que conserva la huella de la planta del apóstol. En Cajatambo vese otra igual, y cuando Santo Toribio hizo su visita a Chachapoyas concedió indulgencias a los que orasen delante de cierta piedra, pues su ilustrísima estaba convencido de que sobre ella había predicado el Evangelio tan esclarecido personaje.

A muchos maravilló lo gigantesco de la huella, que catorce puntos o pulgadas no son para pie de los pecadores hijos de Adán. Pero a esto responde sentenciosamente un cronista religioso «que, para tan gran varón, aún son pocos catorce puntos».

¡Varajolines! ¡Y qué pata!

Pero como hasta en Bolivia y el Tucumán dejó rastro el apóstol, según lo comprueba un libro en que se habla muy largo sobre la cruz de Carabuco venerada como prenda que perteneció al santo viajero, los peruanos quisimos algo más; y cata que cuando al volcán de Omate o Huaina-Putina se le antojó en 1601 hacer una de las suyas, encontraron los padres dominicos de un convento de Parinacochas, entre la ceniza o lava, nada menos que una sandalia de Santo Tomás.

No dicen las crónicas si fue la del pie derecho o la del izquierdo, olvido indisculpable en tan sesudos escritores.

La sandalia era de un tejido que jamás se usó entre indios ni españoles; lo que prueba que venía directamente del taller de Ashaverus o Juan Espera-en-Dios (el Judío Errante), famoso zapatero de Jerusalén, como si dijéramos, el Frasinetti de nuestros días.

El padre fray Alonso de Ovalle, superior del convento, la metió con mucha ceremonia en una caja de madera de rosa con broches de oro, y por los años de 1603, poco más o menos, la trajo a Lima, donde fue recibida en procesión bajo de palio y con grandes fiestas, a las que asistió el virrey marqués de Salinas.

Dicen eruditos autores de aquel siglo que la bendita sandalia hizo en Lima muchos, muchísimos milagros, y que fue tenida en gran devoción por los dominicos.

Calancha afirma que, satisfecha la curiosidad de los limeños, el padre Ovalle se volvió con la reliquia al Parinacochas; pero otros sostienen que la sandalia no salió de Lima.

La verdad quede en su lugar. Yo ni quito ni pongo, ni altero ni comento, ni niego ni concedo.

Apunto sencillamente la tradición, poniendo el asunto en consejo para que unos digan blanco y otros bermejo.

Los alcaldes de Arica

Grave litigio había por los años de 1619 entre el corregidor y Cabildo de Arica de un lado, y del otro el capitán don Antonio de Aguilar Belicia, alguacil mayor de la ciudad.

Era el don Antonio hombre díscolo y de muchos humillos aristocráticos. Acusábanlo de pretender que todos los cargos públicos habían de estar desempeñados por personas de su familia. Cierta o calumniosa la acusación, ello es que el vecindario le veta de mal ojo.

Vacado habían dos varas de alcalde en el Cabildo de Arica y antojósele a don Antonio codiciarlas para dos de sus deudos. Aunque mal avenido con el corregidor, fuese a él nuestro capitán y solicitó su auxilio para salir airoso del empeño; pero su señoría que, no sabemos el porqué, le tenía tirria o enemiga, lo desahució claris verbis. El alguacil mayor dio rienda suelta a su despecho, olvidando aquello de gato maullador nunca buen cazador, y dijo:

—Pues, opóngase quien se opusiere, entienda su señoría que he de ver lograda mi demanda y que dineros me sobran para comprar el voto de los cabildantes.

—Pues dígole a vuesa merced —contestó con sorna el corregidor— que antes que tal vea, tendrán la vara dos negros con un jeme de jeta. Y no me ande descomedido y con recancanillas el señor alguacil mayor, que hombre soy para hacerlo como lo digo.

A idos de mi casa y a qué queréis con mi mujer, no hay qué responder. Don Antonio tomó el camino de la puerta sin atreverse a alzar el gallo, que no todo ha de ser Santiago y cierra España.

Chismes y hablillas enconaban cada día más los ánimos de nuestros personajes.

Llegó el 1.º de enero de 1620 y reuniose el Cabildo para elegir dos alcaldes ordinarios Sabido es que las atribuciones de estos funcionarios eran más judiciales que administrativas, y que el cargo se consideraba honorífico en sumo grado. Dígalo el tratamiento que se daba a los alcaldes, a quienes el pueblo debía hablar con la cabeza descubierta, a riesgo de constipados y pulmonías.

El alguacil mayor iba y venía formando capítulo; pero los cabildantes, cuyo penacho había insultado creyéndolos capaces de comerciar con el voto, se concertaron con el corregidor y dieron con el expediente más a propósito para humillar la soberbia de don Antonio.

Contábanse entonces cerca de mil esclavos africanos en Arica y el valle de Azapa, y excedía de ciento el número de negros libres. Algunos de éstos habían alcanzado a crearse una modesta fortuna, y merecían afectuosas consideraciones de los blancos.

Distinguíanse entre los negros naturales de Arica, por su buen porte, religiosidad, riqueza, despejo de ingenio y prendas personales, uno apellidado Anzures, y otro, compadre de éste, cuyo nombre no nos ha transmitido la tradición.

Hecha la votación, los deudos del alguacil mayor sólo merecieron cinco votos, y Anzures y su compadre fueron proclamados por una inmensa mayoría de cabildantes, con no poco regocijo de los criollos.

La democracia enseñaba la punta de la oreja. Los ariqueños se adelantaban en dos siglos a la República. «En ninguna parte —dice don Simón Rodríguez, ayo de Bolívar— se han visto las disensiones y los pleitos que en la América española sobre colores y sobre ejecutorias. El descendiente de un moro de África venía de España diciendo que en su familia no se habían conocido negros; y el hombre más soez se presentaba con un cartucho de papeles, llenos de arabescos y garabatos, para probar que descendía de la casa más noble de Asturias o Vizcaya».

Anzures y su compañero tomaron en el acto posesión de las varas y se echaron a administrar justicia. Añade la tradición que fueron jueces rectos como camino real y entendidos como Salomón.

El alguacil mayor, humillado por la derrota y temiendo la rechifla popular, se puso inmediatamente en camino para Lima, y ya en la capital del virreinato no excusó diligencia para obtener desagravio; que casi siempre un adarme de favor pesa más que un quintal de justicia. Y tan activo anduvo y tales trazas diose, que el 34 de junio regresó a Arica, y al llegar a la casa del Cabildo apeose de la mula, descalzose las espuelas y con aire ceremonioso entregó un pliego que a la letra así decía:

«D. FRANCISCO DE BORJA Y ARAGÓN, príncipe de Esquilache, conde de Mayalde, virrey de estos reinos del Perú y Chile, etc.

»Por cuanto ante mí se presentó un memorial del tenor siguiente:

»Excelentísimo señor:

»El capitán Antonio de Aguilar Belicia, alguacil mayor propietario de la ciudad de Arica, dice: Que el corregidor y Cabildo de aquella ciudad han nombrado dos alcaldes negros, con color de que haya más justicia, y antes son en perjuicio de la República, porque se aúnan con los negros cimarrones y delincuentes y con la libertad de la vara hacen muchos agravios. Y para que esto cese, —a vuestra excelencia pide y suplica mande darle provisión para que luego se quiten las varas a los negros que las trujeren y que no nombre otros hasta que por el gobierno otra cosa se les mande.

»E por mí visto lo susodicho, di la presente por la cual revoco, doy por ninguno cualquier nombramiento que de alcaldes negros se hubiere hecho en la dicha ciudad de Arica sin provisión y orden del gobierno, para que no se use de él en manera alguna. Y mando al corregidor y Cabildo da dicha ciudad no se entrometan en elegir y nombrar más los dichos alcaldes sin la dicha orden del gobierno, y los que tuviere nombrados los quite luego, so pena de mil pesos de oro para la cámara de su majestad.— Fecha en los Reyes, a veintidós días del mes de mayo de mil seiscientos veinte años.— El príncipe don Francisco de Borja.— Por mandato del virrey, D. Joseph de Cáceres y Ulloa».

Ya supondrán mis lectores el rifirrafe que armaría el decreto o provisión del virrey. En el pueblo cundió una especie de somatén con asomos de rebeldía; pues se habló de levantar bandera y de venirse a paso de carga hasta Lima, convertir en picadillo al virrey y a su complaciente secretario, ahorcar al capitán Aguilar Belicia y hacer, en fin, barrabasada y media. Por fortuna, Anzures y su compadre eran hombres de buen juicio y lograron calmar la exaltación pública.

El Cabildo, después de acaloradísima discusión, se resignó a obedecer, pero no sin entablar querella ante el rey y el Consejo de Indias.

¿Cuál fue el éxito de ésta?

He aquí lo que, a pesar de prolijas investigaciones, nos ha sido imposible descubrir. Los libros de actas del Cabildo de Arica fueron llevados a Chucuito (por pertenecer aquella ciudad a la intendencia de Puno), donde habrán servido de sabroso manjar a los ratones, o en la catástrofe del 13 de agosto de 1868 pasaron al vientre de algún tiburón. Gracias al erudito escritor bonaerense don Ricardo Trelles, hemos podido conseguir el documento del príncipe de Esquilache que dejamos consignado.

Por lo demás, lo seguro es que la corona desecharía la apelación de los cabildantes; pues otra conducta habría sido dar alas a pamplinadas republicanas y a que, chiquitines aún y en andadores, le hubiésemos sobado la barba a nuestra madre la metrópoli.

San Antonio de Montesclaros

A poco más de noventa leguas de Arequipa y a cuarenta leguas del mar existe en la provincia de la Unión el famoso mineral de San Antonio de Montesclaros, que fue propiedad del rey de España. Mes hubo en que, sin contar lo que se evaporó entre las uñas de los empleados reales, produjo la mina una docena de arrobas de oro. ¡Aprieta, manco! Yo no lo aseguro, y me atengo a afirmaciones ajenas y a lo que consignan plumas tenidas por muy veraces.

Sea de esto lo que fuere, lo positivo es que hasta nuestros días ha llegado la fama de la riqueza del mineral, y que desde el pasado siglo no han sido flojos los afanes para encontrar la bocamina, tapada por un derrumbe del cerro. El ilustre geólogo y naturalista don Nicolás de Piérola, por los años de 1825 a 1830 emprendió la obra de un socavón o galería de cincuenta varas en busca de la veta principal; pero la falta de capitales lo obligó a suspender el trabajo, si bien quedó convencido de que hasta en los desmontes había tierra aurífera.

Hoy mismo (1883) asegúrannos que se ha organizado una sociedad para echar a un lado la pigricia de nueve a diez mil metros cúbicos de arena, cascajo y piedra, confiando en que al fin de la tarea (que no es magna, pues ni demanda largos meses ni subido desembolso) se descubrirá la entrada a la mina de tradicional riqueza, y no habrá más que hacer que llenarse de oro los bolsillos. Dios los ampare, que prójimos son y en desearles bien lleno evangélico precepto.

Para mí no es inverosímil el buen éxito, desde que es incuestionable la abundancia de vetas de oro en los cerros de la Unión. En 1830, como si dijéramos ayer, un indio, Angelino Torres, descubrió la prodigiosa veta de Huayllura, que en tres años produjo seis milloncejos. El hecho es contemporáneo y de sencilla comprobación. Acaso en otra leyenda refiera la causa que en 1834 obligó a Angelino Torres a derrumbar la mina; pues por hoy sólo me propongo poner en letras de molde lo que cuentan los indios sobre el cataclismo de San Antonio de Montesclaros, acaecido a fines del siglo XVII.

Administraba la ruina un vizcaíno nombrado don Ireneo Villena y Gorrochátogui, quien vino desde España, designado por su majestad, para el desempeño del cargo, y provisto de omnímodas atribuciones y regalías que hacían de él altísimo personaje. Los seiscientos mitayos puestos bajo sus órdenes le tenían más miedo que al tifus; que el vizcaíno era hombre muy de la cáscara amarga y que por un pelillo mataba a palos a un indio, como quien mata a un perro sarnoso. Según él, para los cholos no había cielo ni infierno, sino purgatorio eterno en esta vida y en la otra.

En una de las galerías de la mina levantó don Ireneo una capilla, donde un sacerdote, contratado por él con el carácter de capellán, celebraba misa los días de obligado precepto y en las noches doctrinaba a los indios y les hacía rezar el rosario.

La capilla estaba dedicada a San Antonio, cuya efigie era de oro y medía más de media vara de altura.

Bajo el altar en que estaba colocado el santo patrono de la mina había una trampa o puerta secreta que conducía a un depósito de seis varas cuadradas, en el cual se guardaban las barrillas de oro que, como el de Australia, es de veintitrés quilates. Para penetrar en el depósito era indispensable mover un resorte que formaba el dedo gordo del pie derecho de la efigie. Giraba entonces San Antonio, dando la espalda al administrador, que era la única persona que conocía el mecanismo pedestre, y abríase la portezuela.

No podía, pues, el tesoro tener mejor guardián.

Aconteció que un domingo hallábanse congregados todos los indios en la capilla y revestido el sacerdote, y la misa no tenía cuando empezarse, porque el señor don Ireneo no daba acuerdo de su persona, entretenido en subversiva conversación con una hembra del caserío vecino. Pasaba el tiempo, y aburrido el capellán dijo a un indio que saliese a avisar al señor administrador que era hora de misa.

—Que espere ese monigote —contestó don Ireneo.

Y pasaron quince minutos, y volvió el indio con nueva embajada, y regresó con idéntica respuesta. El capellán se fastidió de seguir esperando, y subió la gradilla del altar. Llegaba al ite misa est, volviéndose al concurso para echar la bendición, cuando se presentó en la capilla don Ireneo, más furioso que tigre mordido.

—¡Cómo se entiende, seor monigote! ¿Le pago a usted mi plata para que se me insubordine? ¡Caracolines!

Y alzando el puño, dio tan feroz trompada al capellán que le desbarató las narices. Cayó el infeliz bañado en sangre y sobre su cuerpo repiqueteó don Ireneo una zarabanda de patadas, mandándolo después poner fuera de la ruina.

Añade la tradición que aquella noche el cerro se meció como hamaca por diez minutos; que el terremoto produjo un derrumbe tal, que se perdió por completo hasta la memoria del sitio donde estuvo la bocamina, y que se vio por los aires una legión de diablos llevándose el alma de don beato.

El ombligo de nuestro padre Adán

Limeño de regocijada musa y sazonado ingenio fue el bachiller Juan del Castillo, y tanto que remató mal por haber ocupado su intelecto en cuestioncilla que no era para caletre de poco más o menos.

Allá verán ustedes que, como dijo el malogrado Narciso Serra,

«El tal tuvo talento, y yo lo siento,
que es mala enfermedad tener talento».

La casualidad y la manía de desempolvar papeles viejos pusieron al alcance de mis quevedos cinco pliegos, en letra de cadeneta, y que no son más que un extracto minucioso del proceso que se le siguió a aquel prójimo.

El bachiller Castillo era un buen mozo a carta cabal y tenía gran partido con las damiselas; como que el mancebo era tracista, y no tan pobre que necesitara acudir a la sopa boba de los conventos. Poseía un callejón de cuartos cerca del Tajamar de los Alguaciles; y con el producto, que no era para rodar carroza, tenía lo preciso para andar siempre hecho un pino de oro, luciendo capa de paño de Segovia, jubón atrencillado, gorguera de encaje, calzas atacadas y en los días de fiesta zapatos de guadamacil con virillas de plata. Sin ser allegador de la ceniza ni derramador de la harina, el bachiller se trataba a cuerpo qué quieres, cuidando sí de no sacar la pierna más allá de la sábana.

Nadie como él en Lima para hacer hablar a una guitarra, echar un pasacalle a las mozas e improvisar décimas y ovillejos.

Constante tertulio de la escribanía de Cristóbal Vargas, cuyos protocolos existen hoy en el archivo de don Felipe Orellana, era por los años de 1607 el bachiller Juan del Castillo. A la oficina del cartulario o intérprete de la fe pública concurría diariamente, entre otros ociosos y litigantes, fray Rodrigo de Azula, de la orden dominica de predicadores, fraile cogotudo y que se trataba tú por tú con el alegre bachiller.

Dotado Castillo de carácter burlón y epigramático, no desperdiciaba ripio ni oportunidad para armar disputa al reverendo, que era gran argumentador y ergotista insigne. Entre ambos se sostenía guerra asidua de coplas, más o menos agudas, pero henchidas siempre de denuestos; que tal era el gusto literario de esa época, a juzgar por las muestras que en su famoso Diente del Parnaso nos ha legado el cáustico Juan de Caviedes. Por supuesto que para los concurrentes a la tertulia del escribano era todo ello motivo de entretenimiento y risa.

Un día, impulsado acaso por su mala estrella, ocurriósele al bachiller escribir (¡nunca tal hiciera!) estas rimas de gato cojo, como decían las limeñas, metro muy a la moda en aquellos tiempos:

«Santo varón
más grueso que el marrano
de San Antón.
Dómine Azula,
promiscuador eterno
sin pagar bula.
Padre Rodrigo,
para habértelas no eres
hombre conmigo.
Tu teología
es leche avinagrada,
cemita6 fría.
Toma, tomates,
tesis para que abortes
cien disparates.
A ti lo digo:
a ver, ¿tuvo o no tuvo
Adán ombligo?».

La controversia fue interesantísima. El dominico probó con muchos latines que Adán no se diferenció de sus descendientes y que por lo tanto lució la tripita o excrecencia llamada ombligo. El bachiller argüía que no siendo Adán nacido de hembra, maldito si le hizo falta el cordón umbilical. Contestó aquél con un distingo y un nego majorem, y replicó el limeño con un entimema, dos sorites y tres pares de silogismos.

Los tertulios, como era natural, alambicaban las opiniones, inclinándose a alguna; y como la tesis era de suyo tan original, ocupáronse de ella fuera del recinto de la escribanía.

Tan monótona era por entonces la existencia en Lima que, a falta de otra distracción, personas graves se dieron a cavilar sobre el tema propuesto por el travieso limeño.

Llegó a conocimiento de la Inquisición tamaña bobería, y los hombres de la cruz verde le dieron importancia, calificando las palabras del bachiller de escandalosas y aun de sospechosas de herejía. Echáronse a espulgar en la vida, costumbres y antecedentes del acusado, y sacaron en limpio que el padre de Castillo había sido portugués judaizante y, por ende, recaía sobre el lujo la presunción de traer la conciencia entre la Biblia y el Alcorán, o lo que es lo mismo, de no hacer ascos a la ley de Moisés.

Añádase a esto que el bachiller había dicho públicamente, en la tertulia de Vargas, que el día de Pascua no estaba bien determinado en el almanaque, y que el agua bendita y el vinagre eran las dos únicas cosas iguales en el Perú y en España, y se convendrá en que el Santo Oficio no podía menos que encontrar en las creencias del bachiller Castillo sobra de materiales para condimentar un suculento puchero.

Así sucedió. Una noche le cayeron encima al disputador coplero los familiares de la Santa; lo encerraron en un calabozo; lo pusieron a pan y agua; lo sujetaron a la cuestión de tormento; se zurció proceso en regla; y el domingo de la Santísima Trinidad, 10 de julio de 1608, coram pópulo y con asistencia del excelentísimo señor virrey marqués de Montesclaros y de todo el cortejo palaciego, se le quemó por hereje en el cementerio de la catedral. Según Mendiburu, fue éste el octavo auto de fe celebrado en Lima, y el séptimo, según el cronista Córdova y Urrutia.

Quépanos, sí, a los católicos hijos de esta tres veces coronada ciudad de los reyes del Perú la satisfacción de decir a boca llena y en encomio de nuestra religiosidad católica-apostólica-romana, que el único limeño a quien la Inquisición tuvo el gusto de achicharrar fue el bachiller Castillo, y aun éste no fue limeño puro, sino retoño de portugueses.

Con tal antecedente y escarmentado en cabeza del bachiller mi paisano, otro, que no yo, póngase en calzas bermejas, y con el resultado avíseme por telégrafo, averiguando si Adán tuvo o no tuvo ombligo; punto en que la Inquisición no dijo sí ni no, dejando en pie la cuestión. Por mí, la cosa no vale un pepino y espero salir de curiosidad y saber lo cierto el día del juicio a última hora.

Las tres puertas de San Pedro

Que las iglesias catedrales luzcan tres puertas en su frontis es cosa en que nadie para mientes. Pero ¿por qué San Pedro de Lima, que no es catedral ni con mucho, se ha engalanado con ellas?

Aunque digan que me meto en libros de caballería o en lo que no me va ni viene conveniencia, he de echarme hoy a borronear un pliego sobre tan importantísimo tema. ¡Así saque con mi empresa una alma del purgatorio!

Confieso que por más que he buscado en crónicas y archivos la solución del problema, hame sido imposible encontrar datos y documentos que mi empeño satisfagan; y aténgome a lo que me contó un viejo, gran escudriñador de antiguallas y que sabía cuántos pelos tenía el diablo en el testuz y cuáles fueron las dos torres de Lima en las que, por falta de maravedises para hacerlas de bronce, hubo campanas de madera, no para repicar, sino para satisfacer la vanidad de los devotos y engañar a los bobos con apariencias. Creo que esas torres fueron las de Santa Teresa y el Carmen.

Volviendo a mis carneros, o lo que es lo mismo, a las tres puertas de San Pedro, he aquí sin muchos perfiles lo que cuenta la tradición.

Fue San Francisco de Borja, tercer general de la Compañía de Jesús, quien por los años de 1568 mandó a Lima al padre Jerónimo Ruiz del Portillo con cinco adláteres, para que fundasen esa institución sobre la que tanto de bueno como de malo se ha dicho. Yo ni quito ni pongo, y por esta vez dejo en paz a los jesuitas, sin hacer de ellos giras y capirotes.

Poco después de llegados a la ciudad de los reyes, dieron principio a la fábrica de los claustros llamados entonces Colegio Máximo de San Pablo y que, después de la expulsión de los jesuitas en 1767, tornaron el nombre de convento de San Pedro con que hoy se les conoce.

Este templo, cuya fábrica se principió en 1623 y duró quince anos, es entre todos los de Lima el de más sólida construcción, y mide sesenta y seis varas de largo por treinta y tres de ancho. Todo en él es severo a la par que valioso. Altares tiene, como el de San Ignacio, que son maravilla de arte. El templo fue solemnemente consagrado el 3 de julio de 1638, con asistencia del virrey conde de Chinchón y de ciento sesenta jesuitas. El mismo día se bendijo la campana por el obispo Villarroel, bautizándola con el nombre de la Agustina. La campana pesa cien quintales, es la más sonora que posee Lima, y las paredes que forman la torre fueron construidas después de colocada esa gran mole; de manera que para bajar la campana sería preciso empezar por destruir la torre.

Las fiestas de consagración duraron tres días y fueron espléndidas. La custodia, obsequio de varias familias adeptas a la Compañía de Jesús, se estimó en valor de doce mil ducados.

Principiada la fábrica exhibieron los jesuitas un plano en el que se veía la iglesia dividida en tres naves, dejando presumir a los curiosos que la nave central era para dar entrada al templo. Entretanto, el superior de Lima había enviado un memorial a Roma pidiendo a Su Santidad licencia para una puerta.

Aquellos eran los tiempos en que el Vaticano cuidaba de halagar a las comunidades religiosas que se fundaban en el Perú. Así otorgó a la monumental iglesia de San Francisco de Lima los mismos honores y prerrogativas de que disfruta San Juan de Letrán en Roma. Esto explica el porqué sobre la puerta principal de San Francisco se ven la tiara y las llaves del Pontífice. Los franciscanos, para manifestar su gratitud a la Santa Sede, grabaron desde entonces en su coro, en letras como el puño, esta curiosa inscripción anagramática, en la que hay tal ingenio en la combinación de letras que, leídas al derecho o al revés, de arriba para abajo y al contrario, resultan siempre las mismas palabras:

RARO
AMOR
ROMA
ORAR

Al recibir el Papa la solicitud de los jesuitas, no supo por el momento si tomar a risa o a lo serio la pretensión. «¿Es humildad la de los hijos de Loyola, candor o malicia? ¿Quieren dar una prueba de acatamiento al representante de Cristo sobre la tierra, buscando su apostólica aquiescencia hasta para lo más trivial?». Todo esto y mucho más se preguntaba Su Santidad. «Sea de ello lo que fuere —concluyó el Padre Santo—, allá va el permiso, que por más que alambico el asunto no alcanzo a descubrir el entripado».

Por algo se dijo lo de que un jesuita y una suegra saben más que una culebra, y en esta ocasión los sucesos se encargaron de comprobar la exactitud del refrán.

Cuando los jesuitas de Lima tuvieron bajo los ojos la licencia pontificia, construyeron tres arcos y plantaron puerta en cada uno de ellos. El cabildo eclesiástico armó un tole-tole de todos los diablos y ocurrió al poder civil para que hiciese por la fuerza quitar una puerta. «¡Cómo, cómo! ¿De cuando acá —gritaban los canónigos— se arroga la Compañía privilegios de catedral? ¡Eso no puede soportarse!».

Entonces los jesuitas, que contaban con amigos en el gobierno y con gran partido en el vecindario, sacaron a lucir el consabido permiso pontificio. Arguyeron los canónigos que ese documento necesitaba más notas explicatorias que un epigrama latino de Marcial, y que todo podía significar, menos autorización expresa para abrir tres puertas.

A esto contestaban los jesuitas con mucha sorna: «¡Miren qué gracia! Ya nos sabíamos que para dos puertas no necesitábamos venia de alma viviente. Conque dos puertas a que tenemos derecho y una que nos concede el Papa, son tres puertas. Esto, señores canónigos, no tiene vuelta de hoja y es de una lógica de chaquetilla ajustada».

El Cabildo no se dio por convencido con el argumento, un si es no es sofístico y rebuscado, y para poner fin a la controversia ambos contrincantes ocurrieron a Roma.

Su Santidad no pudo dejar de reconocer, in pecto, que los jesuitas le habían hecho una jugada limpia y de mano maestra; pero como no era digno del sucesor de Pedro confesar la burla urbi et orbi, con escándalo de la cristiandad, adoptó un expediente que conciliaba todos los caprichos o vanidades de sotana.

El Papa expidió no sé si bula o rescripto concediendo, por especial privilegio y razones reservadas, tres puertas a la nueva iglesia de San Pablo; pero prohibía bajo severas penas canónicas que se abriese la tercera, salvo casos de incendio, terremoto y aseo o refección7 de la fábrica.

¿Han visto ustedes, lectoras mías, ni el sábado de gloria, que es el día en que San Pedro se convierte en rinconcito del cielo con ángeles y serafines y música y perfumes, que se hayan abierto las tres? ¿No lo han visto ustedes? Pues yo tampoco.

Un cerrojo, cubierto de moho, prueba que en San Pedro hay una puerta por adorno, por lujo, por fantasía, por chamberinada, como decimos los criollos, y que esa puerta no sirve para lo que han servido todas las puertas desde la del arca de Noé, la más antigua de que hacen mención las historias, hasta la de la jaula de mi loro.

¡Feliz barbero!

[I]

Principiemos... por el principio.

En septiembre de 1542, e inmediatamente después de pacificado el Perú con la sangrienta batalla de Chupas, quiso el gobernador Vaca de Castro premiar los servicios de los vencedores; y como éstos fuesen muchos y las mercedes pocas, echose el buen licenciado a cavilar, hasta que, dándose una palmada en la frente, exclamó:

—¡Albricias, padre, que el obispo es chantre! Mi expediente es tan bueno como el milagro de los cinco panes. ¡Ahítense, golosos!

Cierto que el fruto de las cavilaciones de su señoría iba a dejar satisfechas todas las aspiraciones. Consistía en convertir en algo así como en señores feudales a sus ochocientos soldados.

Siete años llevaba Lima de fundada, y todo el mundo pedía solares, y pretendía repartimientos, y mitayos, y conquista en tierra de infieles.

Halagó, pues, el gobierno a unos enviándolos al descubrimiento del Dorado o país de la Canela, y a otros con empresas tan fabulosas como aquélla.

Pedro Puelles, Gonzalo Díaz de Pineda, su yerno, y diez o doce capitanes más, hidalgos todos, no ambicionaron aventuras lejanas, sino terrenos y mando en el riñón del país y a poca distancia de la capital. Eso se quería la mona, piñoncitos mondados.

El gobernante, accediendo a sus exigencias, encomendoles la fundación y población de una ciudad que se llamó y llama ciudad de los Caballeros del León de Huánuco. ¡No es poco rimbombo!

La planta de la ciudad es hermosa, excelente el clima y fertilísimo el terreno. El virrey marqués de Cañete, dándola, años más tarde, escudo de armas, la ennobleció con el título de muy noble y muy leal; y otros de sus sucesores honraron a su Cabildo con varias preeminencias. Para dar idea de la importancia que en breve conquistara la ciudad, bastáranos apuntar que franciscanos, dominicos, mercenarios, agustinos y juandedianos tuvieron en ella convento.

No conozco Huánuco, y pésame como hay Dios; pero dícenme que se la puede hogaño aplicar lo de

«ayer maravilla fui
y hoy sombra mía no soy».

En cuanto al fundador Pedro de Puelles, tengo referido en otra leyenda que murió desastrosamente, y los historiadores lo presentan como un pícaro de cuenta, traidor, avaricioso y feroz, con ribetes de cobarde.

Sea de ello lo que fuere, impórtame consignar que si bien los fundadores principales llegaron al Perú sin tener donde se les parara el piojo más jinete, es decir, hechos unos pelambres, la casualidad hizo que todos fueran segundones de familias hidalgas de Castilla, Andalucía, Valencia y otros reinos de España. Andando los años, sus descendientes desplegaron más orgullo que don Rodrigo en la horca, y miraban por muy encima del hombro al resto de la nobleza colonial. Los huanuqueños llegaron a imaginarse que Dios los había formado de distinto limo, y casi, casi decían como el linchado portugués: «No descendemos de Noé; que cuando este borracho salvó del diluvio en su arca, nosotros, los Braganzas, salvamos también..., pero en bote propio».

En ningún pueblo del Perú, durante el gobierno monárquico, estuvo tan marcado como en Huánuco el prestigio de la aristocracia de sangre azul. La chusma, la muchitanga, el pueblo, en fin, se prosternaba ante los descendientes de los conquistadores que se avecindaron en la ciudad. Decir huanuqueño era lo mismo que decir noble a nativitate. En una palabra, sin tener una sagrada pena de Covadonga, eran los vizcaínos y asturianos de la América.

Lo que escrito llevo, a Dios gracias no puede herir la delicadeza de los huanuqueños de hoy, que asaz republicanos son y harto saben dónde les ajusta el zapato, para no dárseles un pepinillo en escabeche de pergaminos y títulos de Castilla, y lanzas y medias anatas, y escudos y demás pamplinadas heráldicas.

Pero ¿a qué viene tanta parola? —me dirá el lector—. ¿Qué tienen que ver las bragas con la alcabala de las habas? ¿A qué hora asomara historia del refrán? Sin duda, señor cronista, que el chocolate está chirle y bate usted el molinillo para hacer espuma.

No, lector amigo. Esas líneas no son escritas a humo de pajas; pues sin ellas acaso quedaría un poco obscura la tradición popular. Y ahora vamos al cuento sin más rodeos, antes que alguno diga que me parezco al gaitero de Bujalance, a quien le dieron un maravedí porque tocase y le pagaron diez porque acabase.

II

Cuentan que por los años de 1620 vivía en la muy noble y muy leal ciudad de los Caballeros del León de Huánuco don Fermín García Gorrochano, noble, por supuesto, más que el Cid Campeador y los siete infantes de Lara. Por lo de García mostraba don Fermín escudo de armas: una garza de sable, en ademán de volar, en campo de plata; bordura de gules, con aspas de oro, y esta leyenda: De García arriba, nadie diga.

Habitaba nuestro hidalgo en el segundo piso de la casa contigua a la que hoy ocupa la prefectura. La fábrica no estaba aún terminada, y en el salón existía un balconcillo sin balaustrada ni celosía.

Este balconcillo es hoy mismo en Huánuco un monumento histórico, como en París la famosa ventana a la que se asomara el sandio predecesor de Enrique IV para hacer la señal de dar principio a la matanza de hugonotes en la tremenda noche de la Saint-Barthelemy.

Era el don Fermín lo que se llama un pisaverde muy pagado de su personita y que echaba bocanadas de sangre azul. Rico y noble, no pensaba más que en aventuras amorosas, y parece que en ellas lo acompañaba la fortuna de César o de Alejandro para otro género de conquistas.

En cierto día traíalo preocupado una cita, de aquellas a las que no puede enviarse un alter ego, para la hora en que nuestros abuelos acostumbraban echar la siesta.

Desde las ocho de la mañana andaba su criado persiguiendo al barbero Higinio; que quien va a cosechar los primeros pámpanos, mirtos y laureles en la heredad de Venus, ha de presentarse limpio de pelos y bien acicalado. La forma entra por mucho en las cuestiones de Estado y en las del dios Cupido.

Pero al maldito barbero habíale acudido aquel día más obra que a escribano de hacienda en tiempo de crisis y quiebras mercantiles.

Tenía que poner sanguijuelas a un fraile, sinapismos a una damisela, sacar un raigón a la mujer del corregidor, afeitar a un cabildante, hacer la corona a un monago y cortar las trenzas a una muchacha mal inclinada. ¡Vaya si tenía trajín!

—Dígale a su merced que, en acabando de plantarle unas ventosas a la sobrina del cura, me tendrá a su mandato —contestó el barberillo a una de las requisitorias del fámulo.

«No hay barbero mudo, ni cantor sesudo», dice el refrán.

Más tarde dijo:

—En cuanto termine de rapar al fiel de fechos y al veedor, soy con su merced.

—¡Y estos pelos —murmuraba el hidalgo—, que los traigo más crecidos que deuda de pobre en poder de usurero!

Y en estas y las otras, y en idas y venidas como en el juego de la corregüela, cátalo dentro, cátalo fuera, dieron las tres de la tarde, y se pasó para don Fermín la hora de la suspirada cita.

Era Higinio un indiecito bobiculto y del codo a la mano, y aunque hubiera sido un Goliath injerto en Séneca, para el caso daba lo mismo. Mayor honorario sacaba el infeliz de aplicar un parche o un clister que de jabonar una barba. Además, no podía sospechar que le corriera tanta prisa al hidalgo; que, a barruntarlo, acaso no habría andado remolona la navaja.

Cuando, sonadas ya las tres, no le quedó lavativa por echar ni parroquiano a quien servir, se encaminó muy suelto de huesos a casa de Gorrochano.

Esperábalo éste más furioso que berrendo en el redondel. Daba precipitados paseos por el salón, y de vez en cuando se detenía, creyendo sentir por la escalera al robado Fígaro.

—¡Si vendrá ese gorgojo —murmuraba— el día en que orinen las gallinas! ¡Por mi santo patrón, que se ha de acordar de mí el muy arrapiezo!

Al cabo presentose Higinio con el saco en que llevaba los trebejos del oficio. No bien estuvo al alcance de don Fermín cuando éste, sin decir «allá te lo espeto, Pericote Prieto» le arrimó una de coces y bofetones. El rapabarbas, aquí caigo, allá levanto, dio la vuelta al salón, danzando el baile macabro, hasta hallarse junto a la entornada puerta que comunicaba al desmantelado balconcillo.

En su conflicto, imaginose el pobrete que esa puerta comunicaría a otra habitación, y lanzose por ella, a tiempo que le alcanzaba en la rabadilla un soberano puntapié.

Higinio cayó como pelota a la calle y se descalabró y quedó tendido como camisa al sol.

Una aristocrática española, vieja y desdentada, arsenal ambulante de pecados, lejos de desmayarse como lo habría hecho cualquier hembra de estos tiempos, exclamó:

«¡Bien hecha muerte! ¡Feliz barbero,
que muere a manos de un caballero!».

«¡Para mi santiguada! ¡Buen consuelo de tripas!» —digo yo.

Y el muerto fue al hoyo, y la justicia ni chistó ni mistó, y los hidalgos del León de Huánuco dijeron pavoneándose: «Así aprenderá esta canalla a tener respetos con sus amos».

Y desde entonces quedó en el Perú como refrán la frase de la vieja:

«¡Bien hecha muerte! ¡Feliz barbero,
que muere a manos de un caballero!».

Los tesoros de Catalina Huanca

I

Los huancas o indígenas del valle de Huancayo constituían a principios del siglo VI una tribu independiente y belicosa, a la que el inca Pachacutec logró, después de fatigosa campaña, someter a su imperio, aunque reconociendo por cacique a Oto Apu-Alaya y declarándole el derecho de transmitir título y mando a sus descendientes.

Prisionero Atahualpa, envió Pizarro fuerzas al riñón del país; y el cacique de Huancayo fue de los primeros en reconocer el nuevo orden de gobierno, a trueque de que respetasen sus antiguos privilegios. Pizarro, que a pesar de los pesares fue sagaz político, apreció la conveniencia del pacto; y para más halagar al cacique e inspirarle mayor confianza, se unió a él por un vínculo sagrado, llevando a la pila bautismal, en calidad de padrino, a Catalina Apu-Alaya, heredera del título y dominio.

El pueblo de San Jerónimo, situado a tres leguas castellanas de Huancayo y a tres kilómetros del hospital8 de Ocopa, era por entonces cabeza del cacicazgo.

Catalina Huanca, como generalmente es llamada la protagonista de esta leyenda, fue mujer de gran devoción y caridad. Calcúlase en cien mil pesos ensayados el valor de los azulejos y maderas que obsequió para la fábrica de la iglesia y convento de San Francisco; y asociada al arzobispo Loayza y al obispo de la Plata fray Domingo de Santo Tomás, edificó el convento de Santa Ana. En una de las salas de este santo asilo contémplase el retrato de doña Catalina, obra de un pincel churrigueresco.

Para sostenimiento del hospital, dio además la cacica fincas y terrenos de qué era en Lima poseedora. Su caridad para con los pobres, a los que socorría con esplendidez, se hizo proverbial.

En la real caja de censos de Lima estableció una fundación, cuyo producto debía emplearse en pagar parte de la contribución correspondiente a los indígenas de San Jerónimo, Mito, Orcotuna, Concepción, Cincos, Chupaca y Sicaya, pueblecitos inmediatos a la capital del cacicazgo.

Ella fue también la que implantó en esos siete pueblos la costumbre, que aún subsiste, de que todos los ciegos de esa jurisdicción se congreguen en la festividad anual del patrón titular de cada pueblo y sean vestidos y alimentados a expensas del mayordomo, en cuya casa se les proporciona además alojamiento. Como es sabido, en los lugares de la sierra esas fiestas duran de ocho a quince días, tiempo en que los ciegos disfrutan de festines, en los que la pacha-manca de carnero y la chicha de jora se consumen sin medida.

Murió Catalina Huanca en los tiempos del virrey marqués de Guadalcázar, de cerca de noventa años de edad, y fue llorada por grandes y pequeños.

Doña Catalina pasaba cuatro meses del año en su casa solariega de San Jerónimo, y al regresar a Lima lo hacía en una litera de plata y escoltada por trescientos indios. Por supuesto, que en todos los villorrios y caseríos del tránsito era esperada con grandes festejos. Los naturales del país la trataban con las consideraciones debidas a una reina o dama de mucho cascabel, y aun los españoles la tributaban respetuoso homenaje.

Verdad es que la codicia de los conquistadores estaba interesada en tratar con deferencia a la cacica que anualmente, al regresar de su paseo a la sierra, traía a Lima (¡y no es chirigota!) cincuenta acémilas cargadas de oro y plata. ¿De dónde sacaba doña Catalina esa riqueza? ¿Era el tributo que la pagaban los administradores de sus minas y demás propiedades? ¿Era acaso parte de un tesoro que durante siglos, y de padres a hijos, habían ido acumulando sus antecesores? Esta última era la general creencia.

II

Cura de San Jerónimo, por los ataos de 1642, era un fraile dominico muy mucho celoso del bien de sus feligreses, a los que cuidaba así en la salud del alma como en la del cuerpo. Desmintiendo al refrán «el abad de lo que canta ganta», el buen párroco de San Jerónimo jamás hostilizó a nadie para el pago de diezmos y primicias, ni cobró pitanza por entierro o casamiento, ni recurrió a tanta y tanta socaliña de frecuente uso entre los que tienen cura de almas a quienes esquilmar como el pastor a los carneros.

¡Cuando yo digo que su paternidad era una avis rara!

Con tal evangélica conducta, entendido se está que el padre cura andaría siempre escaso de maravedises y mendigando bodigos, sin que la estrechez en que vivía le quitara un adarme de buen humor ni un minuto de sueño. Pero llegó día en que, por primera vez, envidiara el fausto que rodeaba a los demás curas sus vecinos. Por esto se dijo sin duda lo de

«Abeja y oveja
y parte en la igreja,
desea a su hijo la vieja».

Fue el caso que, por un oficio del Cabildo eclesiástico, se le anunciaba que el ilustrísimo señor arzobispo don Pedro Villagómez acababa de nombrar un delegado o visitador de la diócesis.

Y como acontece siempre en idéntico caso, los curas se prepararon para echar la casa por la ventana, a fin de agasajar al visitador y su comitiva.

Y los días volaban y a nuestro vergonzante dominico le corrían letanías por el cuerpo y sudaba avellanas cavilando en la manera de recibir dignamente la visita.

Pero por más que se devanaba la sesera, sacaba siempre en limpio que donde no hay harina todo es mohína y que de los codos no salen lonjas de tocino.

Reza el refrán que nunca falta quien dé un duro para un apuro; y por esta vez el hombre para el caso fue aquel en quien menos pudo pensar el cura; como si dijéramos, el último triunfo de la baraja humana, que por tal ha sido siempre tenido el prójimo que ejerce los oficios de sacristán y campanero de la parroquia.

Éralo de la de San Jerónimo un indio que apenas podía llevar a cuestas el peso de su partida de bautismo, arrugado como pasa, nada aleluyado y que apestaba a miseria a través de sus harapos.

Hízose en breve cargo de la congoja y atrenzos del buen dominico, y una noche, después del toque de queda y cubrefuego, acercose a él y le dijo:

Taita cura, no te aflijas. Déjate vendar los ojos y ven conmigo, que yo te llevaré adonde encuentres más plata que la que necesitas.

Al principio pensó el reverendo que su sacristán había empinado el codo más de lo razonable; pero tal fue el empeño del indio y tales su seriedad y aplomo, que terminó el cura por recordar el refrán «del viejo el consejo y del rico el remedio» y por dejarse poner un pañizuelo sobre los ojos, coger su bastón, y apoyado en el brazo del campanero echarse a andar por el pueblo.

Los vecinos de San Jerónimo, entonces como hoy, se entregaban a Morfeo a la misma hora en que lo hacen las gallinas; así es que el pueblo estaba desierto como un cementerio y más obscuro que una madriguera. No había, pues, que temer importuno encuentro ni menos aún miradas curiosas.

El sacristán, después de las marchas y contramarchas necesarias para que el cura perdiera la pista, dio en una puerta tres golpecitos cabalísticos, abrieron y penetró con el dominico en un patio. Allí se repitió lo de las vueltas y revueltas, hasta que empezaron a descender escalones que conducían a un subterráneo.

El indio separó la venda de los ojos del cura, diciéndole:

Taita, mira y coge lo que necesites.

El dominico se quedó alelado y como quien ve visiones; y a permitírselo sus achaques, hábito y canas, se habría, cuando volvió en sí de la sorpresa, echado a hacer zapatetas y a cantar:

«Uno, dos, tres y cuatro,
cinco, seis, siete,
¡en mi vida he tenido
gusto como éste!».

Hallábase en una vasta galería, alumbrada por hachones de resina sujetos a las pilastras. Vio ídolos de oro colocados sobre andamios de plata y barras de este reluciente metal profusamente esparcidas por el suelo.

¡Pimpinela! ¡Aquel tesoro era para volver loco al Padre Santo de Roma!

III

Una semana después llegaba a San Jerónimo el visitador, acompañado de un clérigo secretario y de varios monagos.

Aunque el propósito de su señoría era perder pocas horas en esa parroquia, tuvo que permanecer tres días: tales fueron los agasajos de que se vio colmado. Hubo toros, comilonas, danzas y demás festejos de estilo; pero todo con un boato y esplendidez que dejó maravillados a los feligreses.

¿De dónde su pastor, cuyos emolumentos apenas alcanzaban para un mal puchero, había sacado para tanta bambolla? Aquello era de hacer perder su latín al más despierto.

Pero desde que continuó su viaje el visitador, el cura de San Jerónimo, antes alegre, expansivo y afectuoso, empezó a perder carnes como si lo chuparan brujas, y a ensimismarse y pronunciar frases sin sentido claro, como quien tiene el caletre fuera de su caja.

Llamó también y mucho la atención y fue motivo de cuchicheo al calor de la lumbre para las comadres del pueblo que desde ese día no se volvió a ver al sacristán ni vivo ni pintado, ni a tener noticia de él, como si la tierra se lo hubiera tragado.

La verdad es que en el espíritu del buen religioso habíanse despertado ciertos escrúpulos, a los que daba mayor pábulo la repentina desaparición del sacristán. Entre ceja y ceja clavósele al cura la idea de que el indio había sido el demonio en carne y hueso, y por ende regalo del infierno el oro y plata gastados en obsequiar al visitador y su comitiva. ¡Digo, si su paternidad tenía motivo y gordo para perder la chabeta!

Y a tal punto llegó su preocupación y tanto melancolizósele el ánimo, que se encaprichó en morirse, y a la postre le cantaron gori-gori.

En el archivo de los frailes de Ocopa hay una declaración que prestó moribundo sobre los tesoros que el diablo le hizo ver. El Maldito lo había tentado por la vanidad y la codicia.

Existe en San Jerónimo la casa de Catalina Huanca. El pueblo cree a pie juntillas que en ella deben estar escondidas en un subterráneo las fabulosas riquezas de la cacica, y aun en nuestros tiempos se han hecho excavaciones para impedir que las barras de plata se pudran o críen moho en el encierro.

Monja y cartujo.
Tradición en que se prueba que del odio al amor hay poco trecho

I

Don Alonso de Leyva era un arrogante mancebo castellano, que por los años de 1640 se avecindó en Potosí en compañía de su padre, nombrado por el rey corregidor de la imperial villa.

Cargo fue éste tan apetitoso que en 1590 lo pretendió nada menos que el inmortal Miguel de Cervantes Saavedra, aunque no recuerdo dónde he leído que no fue éste, sino el corregimiento de La Paz, el codiciado por el ilustre vate español. ¡Cuestión de nombre! A haber recompensado el rey los méritos del manco de Lepanto, enviándole al Perú como él anhelaba, es seguro que el Quijote se habría quedado en el tintero, y no tendrían las letras castellanas un título de legítimo orgullo en libro tan admirable. Véase, pues, cómo hasta los reyes con pautas torcidas hacen renglones derechos; que si ingrato e injusto anduvo el monarca en no premiar como debiera al honrado servidor, agradecerle hemos la mezquindad e injusticia, por los siglos de los siglos, los que amamos al galano y conceptuoso escritor y lo leemos y releemos con entusiasmo constante9.

Era el don Alonso un verdadero hijo mimado, y por ello es de colegirse que andaría siempre por caminos torcidos Camorrista, jugador y enamoradizo, ni dejaba enmohecer el hierro, ni desconocía garito, ni era moro de paz con casadas o doncellas; que hombre fue nuestro hidalgo de muy voraz apetito y afectado de lo que se llama ginecomanía.

Así nadie se maravilló de saber que andaba como goloso tras cierta doña Elvira, esposa de don Martín Figueras, acaudalado vizcaíno, caballero de Santiago y veinticuatro de la villa, hombre del cual decíase lo que cuentan de un don Lope, que no era miel ni hiel ni vinagre ni arrope.

Que doña Elvira tenía belleza y discreción para dar y prestar, no hay para qué apuntarlo; que a ser fea y tonta no habría dado asunto a los historiadores. Algo ha de valer el queso para que lo vendan por el peso. Además, don Alonso de Leyva era mozo de paladar muy delicado, y no había de echar su fama al traste por una hembra de poco más o menos.

En paridad de verdad, fue para Elvirita para quien un coplero, entre libertino y devoto, escribió esta redondilla:

«Mis ojos fueron testigos
que te vieron persignar.
¡Quién te pudiera besar
donde dices enemigos!».

Pero es el caso que doña Elvira era mujer de mucho penacho y blasonaba de honrada. Palabras y billetes del galán quedaron sin respuesta, y en vano pasaba él las horas muertas, hecho un hesicate, dando vueltas en torno de la dama de sus pensamientos y rondando por esas aceras en acecho de ocasión oportuna para atreverse a un atrevimiento.

Al cabo persuadiose don Alonso, que no era ningún niño de la media almendra, de que no rendiría la fortaleza si no ponía de su parte ejército auxiliar, y acertó a propiciarse la tercería de una amiga de doña Elvira, «Dádivas quebrantan peñas» o lo que es lo mismo, «no hay cerradura donde es de oro la ganzúa»; y el de Leyva, que tenía empeñada su vanidad en el logro de la conquista, supo portarse con tanto rumbo, que la amiga empezó por sondear el terreno, encareciendo ante doña Elvira las cualidades, gentileza y demás condiciones del mancebo. La esposa de Figueras comprendió adónde iba a parar tanta recomendación, e interrumpiendo a la oficiosa panegirista, la dijo:

Si vuelves a hablarme de ese hombre cortamos pajita, que oídos de mujer honrada se lastiman con conceptos de galanes.

«A santo enojado, con no rezarle más está acabado». Pasaron meses y la amiga no volvió a tomar en boca el nombre del galán. La muy marrullera concertaba con don Alonso el medio de tender una red a la virtud de la orgullosa dama, que «donde no valen cuñas aprovechan uñas», y no era el de Leyva hombre de soportar desdenes.

Una mañana recibió doña Elvira este billetito, que copiamos subrayando los provincialismos:

«Elvirucha viditay: sabrás como el dolor de ijada me tiene sin salir de mi dormida. Por eso no puedo llevarte, como te ofrecí ayer, las ricas blondas y demás porquerías que me han traído de Lima, y que están haciendo raya entre las mazamorreras. Pero si quieres verlas ven, que te espero, y de paso harás una obra de misericordia visitando a tu Manuelay».

Doña Elvira, sin la menor desconfianza, fue a casa de Mamela.

Precisamente eso queríamos los de a caballo... ¡que saliese el toro a la plaza!

Era Mamela una mujercita obesa, y como aquella por quien escribió un poeta:

«Muchacha, tu cuerpo es tal
que dicen cuantos lo ven
que en lo chico es como el bien,
y en lo gordo como el mal».

Presumimos que más que el deseo de ver a la doliente amiga, fue la curiosidad que en todas las hijas de Eva inspiran los cintajos, telas y joyas, lo que impulsó a la visitante. De seguro que la simbólica manzana del paraíso fue un traje de seda u otra porquería por el estilo.

Y a propósito de esta palabra que se usa muy criollamente, ¿háceles a ustedes gracia oírla en lindísimas bocas?

Va una limeña a tiendas, encuentra a una amiga, es de cajón esta frase:

—Hija, estoy gastando la plata en porquerías.

Se atraganta una niña de dulces, hojaldres y pastas, y no faltan labios de caramelo que digan:

—¡Cómo no se ha de enfermar esta muchacha, si no vive más que comiendo porquerías!

¡Uf, qué asco!

Lectoras mías, llévense de mi consejo y destierren la palabrita malsonante. Perdonen el sermoncito cuaresmal, y dejándonos de mondar nísperos, sigamos con el interrumpido relato.

Manuela recibió la visita, acostada en su lecho, y después de un rato de charla femenil sobre la eficacia de los remedios caseros, dijo aquélla:

—Si quieres ver esas maritatas, las hallarás sobre la mesa del otro cuarto.

Doña Elvira pasó a la habitación contigua, y la puerta se cerró tras ella.

Ni yo ni el santo sacerdote que consignó en sus libros esta historia fuimos testigos de lo que pasaría a puerta cerrada; pero una criada, larga de lengua, contó en secreto al sacristán de la parroquia y a varias comadres del barrio, que fue como publicarlo en la Gaceta, que doña Elvira salió echando chispas, y que al llegar a su domicilio, sufrió tan horrible ataque de nervios que hubo necesidad de que la asistiesen médicos.

Barrunto que por esta vez había resultado sin sentido el refrancito aquel que dice: «a olla que hierve, ninguna mosca se atreve».

II

La esposa de don Martín Figueras, juró solemnemente vengarse de los que la habían agraviado; y para asegurar el logro de su venganza, principió por disimular su enojo para con la desleal amiga y fingió reconciliarse con ella y olvidar su felonía.

Una tarde en que Manuela estaba ligeramente enferma, doña Elvira la envió un plato de natillas. Afortunadamente para la proxeneta no pudo comerlas en el acto, por no contrariar los efectos de un medicamento que acababan de propinarla, y guardó el obsequio en la alacena.

A las diez de la noche sacó Manuela el consabido dulce, resuelta a darse un hartazgo, y quedó helada de espanto. En las natillas se veía la nauseabunda descomposición que produce un tósigo. De buena gana habría la tal alborotado el cotarro; pero como la escarabajeaba un gusanillo la conciencia, resolvió callar y vivir sobre aviso.

En cuanto a don Alonso de Leyva, tampoco las tenía todas consigo y andaba más escamado que un pez.

Hallábase una noche en un garito, cuando entraron dos matones, y él instintivamente concibió algún recelo. Los dados le habían sido favorables, y al terminarse la partida se volvió hacia los individuos sospechosos y alargándoles un puñado de monedas, les dijo:

—¡Vaya, muchachos! Reciban barato y diviértanse a mi salud.

Los malsines acompañaron al de Leyva y le confesaron que doña Elvira los había comisionado para que lo cosiesen a puñaladas, pero que ellos no tenían entrañas para hacer tamaña barbaridad con tan rumboso mancebo.

Desde ese momento, don Alonso los tomó a su servicio para que le guardasen las espaldas y le hiciesen en la calle compañía, marchando a regular distancia de su sombra. Era justo precaucionarse de una celada.

Ítem, escribió a su víctima una larga y expresiva carta, rogándola perdonase la villanía a que lo delirante de su pasión lo arrastrara. Decíala además que si para desagravio necesitaba su sangre toda, no la hiciese verter por el puñal de un asesino, y terminaba con esta apasionada promesa: «Una palabra tuya, Elvira mía, y con mi propia espada me atravesaré el corazón».

Convengamos en que el don Alonso era mozo de todo juego, y que sabía, por lo alto y por lo bajo, llevar a buen término una conquista; que como reza el cantarcillo:

«Las mujeres y cuerdas
de una guitarra
es menester talento
para templarlas».

III

Frustrada la doble venganza que se propuso doña Elvira, se la desencapotaron los ojos; lo que equivale a decir que, sin haberla refrescado con agua de la famosa fuente cuyana, pasó su alma a experimentar el sentimiento opuesto al odio. ¡Misterios del corazón!

Tal vez la apasionada epístola del galán sirvió de combustible para avivar la hoguera. Sea de ello lo que fuere, que yo no tengo para qué meterme en averiguarlo, la verdad es que el hidalgo y la dama tuvieron diaria entrevista en casa de Manuela y se juraron amarse hasta el último soplo de vida. Por eso, sin duda, se dijo «quien te dio la hiel te dará la miel».

Por supuesto, que no volvió entre ellos a hablarse de lo pasado. «A cuentas viejas, barajas nuevas».

Pero los entusiastas amantes se olvidaban de que en Potosí existía un hombre llamado don Martín Figueras, el cual la echaba de celoso, quizá, como dice el refrán, «no tanto por el huevo sino por el fuero». Al primer barrunto que éste tuvo de que un cirineo lo ayudaba a cargar la cruz, encerró a su mujer en casita, rodeola de dueñas y rodrigones, prohibiola hasta la salida al templo en los días de precepto y forzola a que estuviese en el estrado mano sobre mano como mujer de escribano.

Decididamente don Martín Figueras era el Nerón de los maridos, un tirano como ya no se usa. No era para él la resignación virtud con la que se gana el cielo. A él no le venía de molde esta copla:

«Un cazador famoso,
poco advertido,
por matar a un venado
mató a un marido».

El hombre era de la misma pasta de aquel que fastidiado de oír a su conjunta gritar a cada triquitraque y como quien en ello hace obra de santidad: «¡Soy muy honrada! ¡soy muy honrada!, ¡como yo hay pocas!, ¡soy muy honrada!», la contestó: «Hija mía, a Dios que te lo pague, que a mi cuenta no está el premiarlo si lo eres, sino el castigarlo si lo dejares de ser».

Don Alonso no se conformó con la forzada abstinencia que le imponían los escrúpulos de un Orestes; y cierta noche, entre él y los dos matones, le plantaron a don Martín tres puñaladas que no debieron ser muy limpias, pues el moribundo tuvo tiempo para acusar como a su asesino al hijo del corregidor.

—Si tal se prueba —dijo irritado su señoría, que era hombre de no partir peras con nadie en lo tocante a su cargo—, no le salvará mi amor paternal de que la justicia llene su deber degollándolo por mano del verdugo; que el que por su gusto se traga un hueso, hácelo atenido a su pescuezo.

Los ministriles se pusieron en movimiento, y apresado uno de los rufianes cantó de plano y pagó su crimen en la horca; que la cuerda rompe siempre por lo más delgado.

Entretanto don Alonso escapó a uña de caballo, y doña Elvira se fue a Chuquisaca y se refugió en la casa materna.

Probablemente algún cargo serio resultaría contra ella en el proceso, cuando las autoridades del Potosí libraron orden de prisión, encomendando su cumplimiento al alguacil mayor de Chuquisaca.

Presentose éste en la casa, con gran cortejo de esbirros, e impuesta la madre de lo que solicitaban, se volvió a doña Elvira y la dijo:

—Niña, ponte el manto y sigue a estos señores; que si inocente estás, Dios te prestará su amparo.

Entró Elvira en la recámara y habló rápidamente con su hermana. A poco salió una dama, cubierta la faz con el rebocillo, y los corchetes la dieron escolta de honor.

Así caminaron seis cuadras, hasta que, al llegar a la puerta de la cárcel, la dama se descubrió y el alguacil mayor se mesó las barbas, reconociéndose burlado. La presa era la hermana de doña Elvira.

La viuda de don Martín Figueras no perdió minuto, y cuando regresó la gente de justicia en busca de la paloma, ésta se hallaba salva de cuitas en el monasterio de monjas, asilo inviolable en aquellos tiempos.

IV

Don Alonso pasó por Buenos Aires a España. Rico, noble y bien relacionado, defendió su causa con lengua de oro, y como era consiguiente, alcanzó cédula real que a la letra así decía:

«El Rey.— Por cuanto siéndonos manifiesto que D. Alonso de Leyva, hidalgo de buen solar, dio muerte con razón para ello a D. Martín Figueras, vecino de la imperial villa de Potosí, mandamos a nuestro viso-rey, audiencias y corregimientos de los reinos del Perú, den por quito y absuelto de todo cargo al dicho hidalgo don Alonso de Leyva, quedando finalizado el proceso y anulado y casado por esta nuestra real sentencia ejecutoria».

En seguida pasó a Roma; y haciendo uso de los mismos sonantes e irrefutables argumentos, obtuvo licencia para contraer matrimonio con la viuda del veinticuatro de Potosí.

Pero don Alonso no pudo hacer que el tiempo detuviese su carrera, y gastó tres años en viajes y pretensiones.

Doña Elvira ignoraba las fatigas que se tomaba su amante; pues aunque éste la escribió informándola de todo, o no llegaron a Chuquisaca las cartas, en esa época de tan difícil comunicación entre Europa y América, o como presume el religioso cronista que consignó esta historia, las cartas fueron interceptadas por la severa madre de doña Elvira, empeñada en que su hija tomase el velo para acallar el escándalo a que su liviandad diera motivo.

Don Alonso de Leyva llegó a Chuquisaca un mes después de que el solemne voto apartaba del mando a su querida Elvira.

Añade el cronista que el desventurado amante se volvió a Europa y murió vistiendo el hábito de los cartujos.

¡Pobrecito! Dios lo haya perdonado... Amén.

Franciscanos y jesuitas

I

Dice la historia que dominicos, franciscanos y mercenarios anduvieron al morro durante un cuarto de siglo, disputándose la antigüedad en el Perú.

Los dominicos sostenían que a ellos les correspondía tal honor, no sólo porque tal dijo fray Reginaldo Pedraza, que vino al Perú junto con fray Vicente Valverde, de siniestra recordación, sino porque el marqués Pizarro así lo reconoció cuando fundara la cofradía de la Vera Cruz.

Los mercenarios argüían que habiendo sido el padre Antonio Bravo quien celebró en Lima la primera misa, claro era como el agua que a ellos tocaba la antigüedad, y que si Pizarro no había querido reconocerlo así, su voto no pesaba en la balanza; pues cometió tamaña injusticia por vengarse de los hijos de Nolasco, que no pertenecieron a su parcialidad, sino a la de Almagro el Viejo.

En cuanto a los franciscanos, no hacían más que sonreír, y sin armar alboroto enseñaban a los fieles una bula pontificia que les otorgaba la tan reñida antigüedad, atendiendo a que fray Marcos de Niza, sacerdote seráfico, se encontró en Cajamarca cuando la captura de Atahualpa y contribuyó a su conversión al cristianismo. Y pues lo dijo el Papa, que no puede engañarse ni engañarnos, punto en boca y san se acabó.

Al fin casáronse dominicos, mercenarios y franciscanos de tan pueril quisquilla, y echando tierra sobre ella, se confabularon para impedir que otras religiones fundasen convento en Lima. Los primeros con quienes tuvieron que romper lanzas fueron los agustinos; pero ¡con buenos gallos se las habían! Los discípulos del santo obispo de Hipona se ampararon de tales padrinos y diéronse10 tan buenas trazas y manejaron las cosas al pespunte y con tanta reserva, que todo fue para ellos soplar y hacer lunetas. Los adversarios, no hallando por dónde hincarles diente, tuvieron que tragar saliva y resignarse.

En 1568, año en que hubo poste de langostas, nos cayeron como llovidos de las nubes los jesuitas, que apoyados por el virrey y por los agustinos y combatidos por la demás frailería, empezaron a levantar templo, y pian piano se adueñaron de las conciencias y de grandes riquezas temporales.

La rivalidad entre dominicos y jesuitas era de antigua data en el orbe cristiano, y muchos libros se escribieron por ambas partes en pro y en contra de la manera como los dominicos definían la Concepción de María. La guerra de epigramas era también sostenida con habilidad. Los dominicos compusieron este epigramático juego de palabras:

Si cum jesuitis itis, nunquam cum Jesu itis: al que contestaron los hijos de San Ignacio de Loyola con un ingeniosísimo retruécano:

Si cum dominicanis canis, nunquam cum Domino canis.

Cuentan que el padre Esteban Dávila (que fue uno de los cinco enviados por San Francisco de Borja, torcer general de la Compañía, para fundar convento en Lima bajo la dirección del padre Ruiz de Portillo) tenía una de dimes y diretes con fray Diego Angulo, comendador de la Merced y sucesor del famoso fray Miguel Orenes eu su tercer período de mando. El comendador Angulo tenía el cabello de un rubio azafranado, y fijándose en esta circunstancia, le dijo el jesuita:

Rubicundus erat Judas.

A lo que el mercenario contestó sin retardo:

Et de societate Jesu.

Agudísima respuesta que dejó aliquebrado al padre Dávila.

En cuanto a la enemistad de franciscanos y jesuitas en América, la causa era que ambas órdenes aspiraban al predominio en la reducción de infieles y establecimiento de misiones.

De repente se vio con sorpresa que «matón y gato comían en un plato»; o lo que es lo mismo, que jesuitas y franciscanos se pusieron a partir de un confite, y que se visitaban y había entre ellos comercio de finezas y cortesías, a la par que alianza ofensiva y defensiva contra las otras comunidades. Mucho, muchísimo he rebuscado en cronistas y papeles viejos la causa de tan súbito cambio, y cuando ya desesperanzado de saberla hablé anoche sobre el particular con mi amigo don Adeodato de la Mentirola, aquel que de historia patria sabe cómo y dónde el diablo perdió el poncho, el buen señor soltó el trapo a reír diciéndome:

—¡Hombre, en qué poca agua se ahoga usted! Pues sobre el punto en cuestión, oiga lo que me contó mi abuela, que Dios haya entre santos.

—¿Es cuento o sucedido histórico?

—Llámelo usted como quiera; pero ello ha de ser verdad, que mi abuela no supo inventar ni mentir, que no era la bendita señora de la pasta de que se hacen hogaño periodistas y ministros.

Armé un cigarrillo, repantigueme en la butaca y fui todo oídos para no perder sílaba del relato que van ustedes a conocer.

II

Érase que se era, que en buena hora sea; el bien que se venga a pesar de Menga, y si viene el mal, sea para la manceba del abad; frío y calentura para la moza del cura, y gota coral para el rufo tal por cual, como diz que dio comienzo Avellaneda o el mejicano Alarcón a un libro que, valgan verdades, no he tenido coraje para leer, que allá por los años 1615 existía a la entrada de un pueblecito, en la jurisdicción de Huamanga, una doña Pacomia, vieja tan vieja que pasar podía por contemporánea de las cosquillas, la cual vieja ejercía los importantísimos y socorridos cargos de tambera (léase dueña de posada), bruja y (con perdón sea dicho) zurcidora de voluntades.

Hacíanla compañía sus hijas, cuatro mozas de regular ver y mediano palpar, hembras de muy equívoca honestidad, y tan entendidas como la que las llevó en el vientre en preparar filtros amorosos con grasa de culebra, sangre de chivo, sesos de lechuza, enjundia de sapo y zumo de cebollas estrujadas a la hora que la luna entra en conjunción. Para decirlo todo, sépase que las mozuelas eran para los mozalbetes del villorrio cuatro pilitas de agua bendita... envenenada.

Las tales pécoras pasaban sus ratos de ocio tan alegremente como era posible pasarlos en un lugarejo de la sierra cantando yaravíes y bailando cachua al son de un pésimo rabel, tocado por un indio viejo, sacristán de la parroquia y compadre de doña Pacomia.

Hallábanse así entretenidas a la caída de una tarde de verano en la sala de la posada, cuando llegaron al corredor o panecillo, caballeros en guapas mulas tucumanas, dos frailes y un lego franciscanos, salidos de Lima con destino al convento del Cuzco.

La vieja, que en este momento se ocupaba en clavetear con alfileres un muñequito de trapo dentro del cual había puesto a guisa de alma un trozo de rabo de lagartija, abandonó tan interesante faena, y después de guardar el maniquí bajo una olla de la cocina, salió presurosa a recibir a los huéspedes.

—Apéense sus reverencias, que en esta su casa, aunque me esté mal el decirlo, serán tratados como obispos.

—Dios le pague, hermanita, la caridad —contestó el lego.

Desmontaron los frailes, y las muchachas cesaron el jaleo, revelando en un mohín nada mono el disgusto que las causaba verse interrumpidas en el jolgorio.

Notolo el más caracterizado de los franciscanos y las dijo:

—Prosigan, hijitas, sin acholarse por nosotros, que no a turbar tan honesta diversión somos venidos.

—Pues con permiso de su paternidad —contestó la más ladina de las hembras—, siga la cuerda, ño Cotagaita.

Y las cuatro aprendices de brujería y malas artes continuaron cachuando con mucho desparpajo, mientras Pacomia atendía a los huéspedes con algunos matecillos de gloriado bien cargadito.

Como aderezado por la bruja, pronto empezó a hacerles efecto el gloriadito. Sus paternidades reverendas sintieron calorcillo en la sangre, los pies les bailaban solos, y la cabeza se les alborotó por completo. Uno de ellos, no pudiendo resistir más al maligno tentador que con el licor se le metiera en el cuerpo, lanzose entre las mozas y cogió pareja diciendo:

—¡Ea, muchachas! También el santo rey David echaba una cana al aire, que en el danzar no hay peligro si la intención no es libidinosa.

El otro franciscano, por no ser menos que su compañero, se entusiasmó también y echose a bailar gritando:

—¡Escobille, padre maestro, escobille como yo!

El lego, que voluntariamente se había dado de alta en la banda de música, tamborileaba sobre la puerta.

De pronto advirtió éste que tres jinetes se dirigían a la posada. Reconociolos y dio aviso a sus superiores que abandonaran en el acto las parejas, y raspahilando se escondieron en otra habitación.

Los nuevos huéspedes eran tres padres de la Compañía de Jesús que, como los franciscanos, iban también camino del Cuzco. A fuer de corteses dijeron a las bailarinas que no eran venidos a aguar la fiesta y que podían continuar, mientras ellos en un rinconcito de la sala leían su breviario.

Ellas no eran sordas para hacerse repetir la autorización, y siguió la cachua sin que los padres alzasen ojo del libro.

Entretanto doña Pacomia hacía beber a los jesuitas del mismo brebaje que administrara a los franciscanos, y tan sabroso hubieron de encontrarlo que menudearon tragos hasta perder los estribos del juicio y tomar pareja. Y tanto y tanto se entusiasmaron los hijos de Loyola, que al poner fin a un cachete, exclamaron en coro:

—¡Viva Jesús! ¡Viva Jesús! ¡Viva Jesús!

Cuando los franciscanos oyeron grito tan subversivo, se les sulfuró la bilis y resolvieron echarlo todo a doce si volvía a repetirse.

—Santo y bueno es vivar a Dios Hijo —se dijeron—. Pero qué, ¿San Francisco es nadie? ¿No es también persona? Estos jesuitas son unos egoístas de marca, y es imposible que transija con ellos un buen franciscano que tenga sangre en el ojo.

Por desgracia, o por fortuna, bailose otro cachete, y al repetir los jesuitas su acostumbrada exclamación de «¡Viva Jesús! ¡Viva Jesús! ¡Viva Jesús!», agotose la humildad y paciencia de los franciscanos que, abandonando el escondite, se lanzaron en mitad del corro, gritando como poseídos «¡Y el Seráfico también! ¡Y el Seráfico también!».

Y aquí tiene usted, mi amigo, el cómo y el porqué jesuitas y franciscanos echaron pelillos al agua y se unieron como uña y dedo; pues cuando se desvaneció en sus cerebros el gloriado de la bruja, entraren en cuentas con la conciencia y sacaron en limpio que les convenía dejarse de rivalidades y ser grandes amigotes, única manera de impedir que alguna de las partes contrincantes soltase lengua, llegando así a imponerse el mundo de que, como humanos, habían tenido su cuartito de hora de fragilidad.

El alcalde de Paucarcolla.
De cómo el diablo, cansado de gobernar en los infiernos, vino a ser alcalde del Perú

La tradición que voy a contar es muy conocida en Puno, donde nadie osará poner en duda la realidad del sucedido. Aún recuerdo haber leído algo sobre este tema en uno de los cronistas religiosos del Perú. Excúseseme que altere el nombre del personaje, porque, en paridad de verdad, he olvidado el verdadero. Por lo demás, mi relato difiere poco del popular.

Es preciso convenir en que lo que llaman civilización, luces y progreso del siglo, nos ha hecho un flaco servicio al suprimir al diablo. En los tiempos coloniales en que su merced andaba corriendo cortes, gastando más prosopopeya que el cardenal camarlengo y departiendo familiarmente con la prole del Padre Adán, apenas si se ofrecía cada cincuenta años un caso de suicidio o de amores incestuosos. Por respeto a los tizones y al plomo derretido, los pecadores se miraban y remiraban para cometer crímenes que hogaño son moneda corriente. Hoy el diablo no se mete, para bueno ni para malo, con los míseros mortales; ya el diablo pasó de moda, y ni en el púlpito lo zarandean los frailes; ya el diablo se murió, y lo enterramos.

Cuando yo vuelva, que de menos nos hizo Dios, a ser diputado a Congreso, tengo que presentar un proyecto de ley resucitando al diablo y poniéndolo en pleno ejercicio de sus antiguas funciones. Nos hace falta el diablo; que nos lo devuelvan. Cuando vivía el diablo y había infierno, menos vicios y picardías imperaban en mi tierra.

Protesto contra la supresión del enemigo malo, en nombre de la historia pirotécnica y de la literatura fosforescente. Eliminar al diablo es matar la tradición.

I

Paucarcolla es un pueblecito, ribereño del Titicaca, que fue en el siglo XVII capital del corregimiento de Puno, y de cuya ciudad dista sólo tres leguas.

In diebus illis (creo que cuando Felipe III tenía la sartén por el mango) fue alcalde de Paucarcolla un tal don Ángel Malo..., y no hay que burlarse, porque este es un nombre como otro cualquiera, y hasta aristocrático por más señas. ¿No tuvimos, ya en tiempo de la República, un don Benigno Malo, estadista notable del Ecuador? Y no hubo, en la época del coloniaje, un don Melchor Malo, primer conde de Monterrico, que dio su nombre a la calle que aún hoy se llama de Melchor Malo? Pues entonces, ¿por qué el alcalde de Paucarcolla no había de llamarse don Ángel Malo? Quede zanjada la cuestión de nombre, y adelante con los faroles.

Cuentan que un día apareciose en Paucarcolla, y como vomitado por el Titicaca, un joven andaluz, embozado en una capa grana con fimbria de chinchilla.

No llegaban por entonces a una docena los españoles avecindados en el lugar, y así éstos como los indígenas acogieron con gusto al huésped que, amén de ser simpático de persona, rasgueaba la guitarra primorosamente y cantaba seguidillas con muchísimo salero. Instáronlo para que se quedara en Paucarcolla, y aceptando él el partido, diéronle terrenos, y echose nuestro hombre a trabajar con tesón, siéndole en todo y por todo propicia la fortuna.

Cuando sus paisanos lo vieron hecho ya un potentado, empezaron las hablillas, hijas de la envidia; y no sabemos con qué fundamento decíase de nuestro andaluz que era moro converso y descendiente de una de las familias que, después de la toma de Granada por los Reyes Católicos, se refugiaron en las crestas de las Alpujarras.

Pero a él se le daba un rábano de que lo llamasen cristiano nuevo, y dejando que sus émulos esgrimiesen la lengua, cuidaba sólo de engordar la hucha y de captarse el afecto de los naturales.

Y diose tan buena maña, que a los tres años de avecindado en Paucarcolla fue por general aclamación nombrado alcalde del lugar.

Los paucarcollanos fueron muy dichosos bajo el gobierno de don Ángel Malo. Nunca la vara de la justicia anduvo menos torcida ni rayó más alto la moral pública. Con decir que abolió el monopolio de lanas, esta todo dicho en elogio de la autoridad.

El alcalde no toleraba holgazanes, y obligaba a todo títere a ganarse el pan con el sudor de su frente, que como reza el refrán: «en esta tierra caduca, el que no trabaja no manduca». Prohibió jaranas y pasatiempos, y recordando que Dios no creó al hombre para que viviese solitario como el hongo, conminó a los solteros para que velis nobis tuviesen legítima costilla y se dejasen de merodear en propiedad ajena. Él decía:

«Nadie pele la pava,
porque está visto
que de pelar la pava
nacen pavitos».

Lo curioso es que el alcalde de Paucarcolla era como el capitán Araña, que decía: «¡Embarca, embarca!», y él se quedaba en tierra de España.

Don Ángel Malo casaba gente que era una maravilla; pero él se quedaba soltero. Verdad es también que, por motivo de faldas, no dio nunca el más ligero escándalo, y que no se le conoció ningún arreglillo o trapicheo.

Más casto que su señoría ni el santo aquel que dejó a su mujer, la reina Edita, muchacha de popa redonda y de cara como unas pascuas, morir en estado de doncellez.

Los paucarcollanos habían sido siempre un tanto retrecheros para ir en los días de precepto a la misa del cura o al sermón de cuaresma. El alcalde, que era de los que sostienen que no hay moralidad posible en pueblo que da al traste con las prácticas religiosas, plantábase el sombrero, cubríase con la capa grana, cogía la vara, echábase a recorrer el lugar a caza de remolones, y a garrotazos los conducía hasta la puerta de la iglesia.

Lo notable es que jamás se le vio pisar los umbrales del templo, ni persignarse, ni practicar actos de devoción. Desde entonces quedó en el Perú como refrán el decir por todo aquel que no practica lo que aconseja u ordena: «Alcalde de Paucarcolla, nada de real y todo bambolla».

Un día en que, cogido de la oreja llevaba un indio a la parroquia, díjole éste en tono de reconvención:

—Pero si es cosa buena la iglesia, ¿cómo es que tú nunca oyes el sermón de taita cura?

La pregunta habría partido por el eje a cualquier prójimo que no hubiera tenido el tupé del señor alcalde.

—Cállate, mastuerzo —le contestó—, y no me vengas con filosofías ni dingolodangos que no son para zamacucos como tú. Mátenme cuerdos, y no me den vida necios. ¡Si ahora hasta los escarabajos empinan la cola! Haz lo que te mando y no lo que yo hago, que una cosa es ser tambor y otra ser tamborilero.

Sospecho que el alcalde de Paucarcolla habría sido un buen presidente constitucional. ¡Qué lástima que no se haya exhibido su candidatura en los días que corremos! Él sí que nos habría traído bienandanza y sacado a esta patria y a los patriotas de atolladeros.

II

Años llevaba ya don Ángel Malo de alcalde de Paucarcolla cuando llegó al pueblo, en viaje de Tucumán para Lima, un fraile conductor de pliegos importantes para el provincial de su orden. Alojose el reverendo en casa del alcalde, y hablando con éste sobre la urgencia que tenía de llegar pronto a la capital del virreinato, díjole don Ángel:

—Pues tome su paternidad mi mula, que es más ligera que el viento para tragarse leguas, y le respondo que en un abrir y cerrar de ojos, como quien dice, llegará al término de la jornada.

Aceptó el fraile la nueva cabalgadura, púsose en marcha, y ¡prodigioso suceso!, veinte días después entraba en su convento de Lima.

Viaje tan rápido no podía haberse hecho sino por arte del diablo. A revienta-caballos habíalo realizado en mes y medio un español en los tiempos de Pizarro.

Aquello era asunto de Inquisición, y para tranquilizar su conciencia fuese el fraile a un comisario del Santo Oficio y le contó el romance, haciéndole formal entrega de la mula. El hombre de la cruz verde principió por destinar la mula para que le tirase la calesa, y luego envió a Puno un familiar, provisto de cartas para el corregidor y otros cristianos rancios, a fin de que le prestasen ayuda y brazo fuerte para conducir a Lima al alcalde de Paucarcolla.

Paseábase éste una tarde a orillas del lago Titicaca, cuando después de haber apostado sus lebreles o alguaciles en varias encrucijadas, acercósele el familiar, y poniéndole la mano sobre la espalda, le dijo:

—¡Aquí de la Santa Inquisición! Dese preso vuesa merced.

No bien oyó el morisco mentar a la Inquisición, cuando, recordando sin duda las atrocidades que ese tribunal perverso hiciera un día con sus antepasados metiose en el lago y escondiose entre la espesa totora que crece a las márgenes del Titicaca. El familiar y su gente echáronse a perseguirle; pero poco o nada conocedores del terreno, perdieron pronto la pista.

Lo probable es que don Ángel andaría fugitivo y de Ceca en Meca hasta llegar a Tucumán o Buenos Aires, o que se refugiaría en el Brasil o Paraguay, pues nadie volvió en Puno a tener noticias de él.

Ésta es mi creencia, que vale tanto como otra cualquiera. Por lo menos así me parece.

Pero los paucarcollanos, que motivos tienen para saber lo positivo, afirman con juramento que fue el diablo en persona el individuo que con capa colorada salió del lago, para hacerse después nombrar alcalde, y que se hundió en el agua y con la propia capa cuando, descubierto el trampantojo, se vio en peligro de que la Inquisición le pusiera la ceniza en la frente.

Sin embargo, los paucarcollanos son gente honradísima y que sabe hacer justicia hasta al enemigo malo.

¡Cruz y Ave María Purísima por todo el cuerpo!

Desde los barrabasados tiempos del rey nuestro señor don Felipe III, hasta los archifelices de la república práctica, no ha tenido el Perú un gobernante mejor que el alcalde de Paucarcolla.

Esto no lo digo yo; pero te lo dirá, lector, hasta el diputado por Paucarcolla, si te viene en antojo preguntárselo.

Una trampa para cazar ratones

I

Al capitán don Pedro Anzures Henríquez de Camporredondo, sobre cuyo ingenio y bravura hablan con elogio los historiadores, encomendó Pizarro en 1539 la fundación de Arequipa, así como las de Guamanga y Chuquisaca, ciudades que han alcanzado gran renombre. Decididamente, Pedro Anzures fue lo que se llama hijo de la dicha, aunque es probable que pocos recuerden su nombre en los pueblos que fundó.

Parece que los más notables entre los compañeros del marqués conquistador quisieron avecindarse en Arequipa, pues en la lista de los primeros pobladores vemos al caballero de espuela dorada don Juan de la Torre. También figura entre ellos Miguel Cornejo, el Bueno, gran soldado y que anciano ya y con el grado de maestre de campo murió en las pampas de Villacurí, ahogado por el polvo, por no haberse podido levantar la visera del casco borgoñón para tomar aliento, cuando Francisco Girón perseguía a los derrotados en esa jornada.

Pienso que Pedro Anzures de Camporredondo no anduvo muy atinado en la elección de sitio para fundar la ciudad; pues ésta se halla a la falda del Misti y no distante de otros volcanes que, como el de Ubinas y el Huayna-Putina, han hecho erupciones en los últimos siglos. Tal vez a tan peligrosa vecindad debe Arequipa el que en ella sean frecuentes los temblores.

Dando fe a don Ventura Travada, eclesiástico que en 1753 escribió un curioso libro que manuscrito existe en la Biblioteca de Lima, con el título El suelo de Arequipa convertido en cielo, se encuentran en ese territorio ciertas particularidades que valen bien la pena de ser aquí apuntadas.

Dice que en una ladera del valle de Majes hay una cueva en cuyo interior se siente el ruido del mar en borrasca, y que en el terremoto del 23 de enero de 1773 salió de ese agujero viento tan impetuoso que desarraigó árboles añosos y de grueso tronco.

Cuenta también que en Caylloma existían en una peña dos chorros de agua a los que llamaban Adán y Eva, porque respectivamente ofrecían a la vista la figura que distingue a un sexo del otro. El agua de estos manantiales era astringente, y los que de ella bebían se tornaban mudos. Congresante conozco yo que probablemente ha bebido de aquella agua, sin embargo de que el autor agrega que en su tiempo fueron tapadas con muchas piedras tan peligrosas fuentes.

Este mismo cronista es quien refiere que en 1556 nació en Azapa, jurisdicción de Arica, un rábano tan portentoso que bajo sus ramas tomaban sombra cinco caballos. ¡Digo si sería pigricia el rabanito! Añade que para agasajar al hijo del virrey marqués de Cañete, le presentaron en el almuerzo el rábano colosal, que fue muy sabroso de comer y alcanzó para dejar ahítos a los comensales y servidumbre.

Imagínome que don Ventura Travada debió ser andaluz; pues no contento con hacernos tragar un rábano gigantesco, añade que en 1741 se encontró en el mineral de Huantajaya una pepita de plata pura que pesaba treinta y tres quintales, habiéndose empleado cables de navío y aparatos mecánicos para desprenderla de la roca.

Aquí era el caso de decirle al bueno de don Ventura lo de «¿Y a eso llama usted pepita? Pues a eso, en toda tierra de cristianos, se llama doña Josefa». A propósito de pepitas, dice don Cosme Bueno en su interesante libro, que a Carlos V le obsequiaron una de oro, encontrada en Carabaya, que tenía la forma de una cabeza de caballo y que pesaba poco más de un quintal.

A Felipe II le enviaron también del Perú una pepita del tamaño de la cabeza de un hombre, la cual se perdió con otras riquezas en el canal de Bahama.

¡Vaya con las pepitas!

He traído a cuento todas estas noticias que he leído en el susodicho libro inédito, sólo porque en él se habla también de la tradición que voy a referir y que es muy popular en Arequipa. Ya ven ustedes que busco autoridad en que apoyarme, para que nadie pueda decirme que miento sin temor de Dios11.

II

Érase un viejecito macrobio, de un feo contra el hipo, con dos dientes ermitaños en las encías, con más arrugas que fuelle de órgano, que vivió en Arequipa por los años de mil ochocientos y pico. Su nombre no ha pasado a la posteridad; pero los muchachos de la tierra del mocontuyo y del misquiricheo lo bautizaron con el de don Geripundio.

Nuestro hombre era hijo de los montes de Galicia, y en una tienda de los portales de San Agustín se le veía de seis a seis, tras el mostrador, vendiendo bayeta de Castilla y paño de San Fernando. La fortuna debió sonreírle mucho, porque fue de pública voz y fama que era uno de los más ricos comerciantes de la ciudad.

Don Geripundio jamás ponía los pies fuera del umbral de su tienda, y con el último rayo de sol echaba tranca y cerrojo y no abría su puerta a alma viviente. Bien podía el Misti vomitar betún y azufre, seguro de que el vejete no asomaría el bulto.

Vestía gabardina color pulga, pantalón de pana a media pierna, medias azules y zapatones. Su boca hundida, de la que casi todos los dientes emigraron por falta de ocupación; su nariz torcida como el pico de una ave de rapiña, y un par de ojillos relucientes como los del gato, bastaban para que instintivamente repugnase su figura.

Las virtudes de don Geripundio eran negativas. Nunca dio más que los buenos días, y habría dejado morir de hambre al gallo de la pasión por no obsequiarle un grano de arroz. Su generosidad era larga como pelo de huevo. Decía que dar limosna era mantener holgazanes y busconas, y que sembrar beneficios era prepararse cosecha de ingratitudes. Quizá no iba en esto descaminado.

Pero este hombre ¿tendría vicios? Nequaquam.

¿Jugar? Ni siquiera conocía el mus o la brisca.

¿Beber? ¡Ya va! Con una botella de catalán en un litro de agua, tenía de sobra para el consumo de la semana.

¿Le gustarían las nietas de Adán? ¡Quia! Por lo mismo que por una mujer se perdió el mundo, las hacía la cruz como al enemigo malo. Para él las mujeres eran mercadería sin despacho en su aduana.

¿Cumplía tal vez con los preceptos de la Iglesia? ¡Quite usted allá! Adorador del becerro de oro, su dios era el cincuenta por ciento. Ni siquiera iba a misa los domingos.

Eso sí, como el desesperado cuenta siempre con un cordel para ahorcarse, así un amigo podía contar con él para un apuro; se entiende, dejándole en prenda una alhaja que valiera el cuádruplo y reconociéndole un interés decente.

Cuentan de don Geripundio que una tarde llegó un mendigo a la puerta de su tienda y le dijo:

—Hermano, una limosna, que Dios y la Virgen Santísima se la pagarán.

—¡Hombre! —contestó el avaro—, no me parece mal negocio. Tráeme un pagaré con esas dos firmas y nos entenderemos.

Tanta era la avaricia del gallego, que con medio real de pan y otro tanto de queso tenía para almuerzo, comida y cuna. Así estaba escuálido como un espectro.

No tenía en Arequipa quien bien le quisiera. Ni sus huesos podían amarlo; porque después de tenerlos de punta todo el santo día, los recostaba de noche sobre un duro jergón que tenía por alma algunos centenares de peluconas.

Este viejo era de la misma masa de un avaro que murió en Potosí en 1636, el cual dispuso en su testamento que su fortuna se emplease en hacer un excusado de plata maciza para uso del pueblo, y que el resto se enterrase en el corral de su casa, poniendo de guardias a cuatro perros bravos. En ese original testamento, del que habla Martínez Vela en su Crónica Potosina, mandaba también aquel bellaco que a su entierro y lujosamente ataviados a costa suya concurriesen todos los jumentos de la población. Así dispuso el miserable de tesoros que en vida para nada le sirvieron.

Una mañana don Geripundio no abrió la tienda. Aquello era un acontecimiento, y el vecindario empezó a alarmarse.

Por la tarde dieron aviso al corregidor don Ramón Vargas, caballero del hábito de Santiago, quien seguido de escribano y ministriles encaminose a los portales de San Agustín. Rompiose la puerta, y por primera vez penetraron profanos en la trastienda que servía de dormitorio al comerciante.

Allí lo hallaron rígido, difunto en toda regla. En torno de su cama se veían algunos mendrugos de pan duro y cortezas de queso rancio.

Don Geripundio había muerto ahogado de la manera más ridícula.

Atraído por el olorcillo del queso y aprovechando el profundo sueño del avaro, un pícaro ratón se le entró por la boca y fue a atragantársele en el esófago.

Convengamos en que hay peligro en cenar queso, porque se expone el prójimo a convertirse en trampa para cazar ratones.

Ciento por uno

(A Jorge Delgadillo)

I

La gran laguna de Titicaca tiene 1326 leguas cuadradas, y su elevación sobre el nivel del mar es de 12850 pies. Presúmese que el agua va a salir al mar por debajo de la cordillera y a inmediaciones de Iquique.

Dice la tradición que de esta laguna salió el siglo XI Manco-Capac, fundador del imperio de los Incas, y aún se ven en la isla principal las ruinas del famoso templo que consagró al Sol, así como en la islita de Coati, a pocas millas de aquélla, se encuentran las del templo de la Luna.

La voz Titicaca en aimará significa «peña de metal», y la palabra Coati «reina o señora».

En ambas islas mantuvieron los Incas sacerdotisas consagradas al culto, las que eran escogidas entre la nobleza y forzadas a hacer voto de castidad.

Tradicional es también que Santo Tomás predicó el Evangelio en los pueblos de las márgenes del Titicaca, y peñas hay en las que muestran los naturales las huellas del famoso pie de catorce pulgadas, sobre el que hemos escrito largamente en otra leyenda. Añádese que en el Titicaca murió el apóstol empalado por los indios y que había habitado una cueva en Carabuco, pueblo donde, andando los tiempos, se encontró enterrada una gran cruz perteneciente al discípulo del Salvador. Un clavo de esta cruz fue llevado como reliquia a España, y los otros dos, así como parte de la cruz, se conservan con gran devoción en la iglesia de Carabuco. Diversos expedientes se han seguido por la autoridad eclesiástica en comprobación de estos hechos.

Muchos historiadores refieren que después del asesinato de Atahualpa, los indios arrojaron en el lago la célebre cadena de oro, que medía 350 pies de largo y pulgada y media de espesor, mandada construir por Huayna-Capac para festejar el nacimiento de su hijo Huáscar. Dícese además que entre otras riquezas escondidas en el Titicaca para que no se apoderasen de ollas los conquistadores, se encuentra un brasero de oro que tenía por pies cuatro leones de plata.

II

Copacabana significa piedra de donde se ve, porque desde ese punto se puede contemplar el más bello panorama de la laguna. En Copacabana tuvieron también los Incas templo consagrado al Sol, en cuya puerta había dos grandes leones de piedra y dos cóndores. Recientemente en 1855 se encontró uno de éstos, aunque bastante maltratado.

Sobre las ruinas del que fue templo del Sol edificaron los conquistadores en 1550 una iglesia que en 1638 fue derribada para construir el actual santuario de universal fama por las riquezas que poseyó.

Los naturales de Copacabana vivían divididos en bandos sobre el nombramiento de santo patrón para el pueblo. Unos eran partidarios de Santo Tomás, otros de San Sebastián y no pocos de la Virgen de la Candelaria. Don Francisco Titu-Yupanqui, descendiente de los Incas, que encabezaba este último bando, se propuso labrar la imagen de la patrona, y aunque poco hábil en escultura, talló un busto que le salió tan deforme que provocó la burla general. No se desalentó don Francisco por el mal éxito, y emprendió viaje a Potosí, donde entró de aprendiz en el taller de un escultor. Después de mil peripecias largamente narradas en el libro del padre Alonso Ramos y en el que en 1641 publicó en Lima el agustino fray Fernando Valverde, terminó su obra nuestro escultor, y vencida la resistencia de los bandos tomasista y sebastianista, que a fuer de galantes cedieron el campo a una señora, quedó después de grandes fiestas instalada la Virgen de la Candelaria en la iglesia de Copacabana el día 2 de febrero de 1553.

Tanto en el libro de fray Alonso Ramos como en el que en 1560 publicó fray Rafael Sanz, se relatan infinitos milagros realizados por la Virgen de Copacabana, milagros que la rodearon en pocos años de fama y prestigio tales, que de toda América empezaron a acudir los fieles en romería o peregrinación al santuario, cuyo cuidado se encomendó por real cédula de 7 de enero de 1588 a los padres agustinos.

En 1640 se procedió a edificar la actual iglesia, cuya forma es la de una cruz, y mide setenta y cinco varas de largo.

Hablando de la imagen que se venera en ese santuario, dice un cronista: «El busto es de maguey bien estucado, con pasta muy compacta que lo hace parecer de madera. Tiene cinco cuartas, y la belleza del rostro maravilla. Sin ser de vidrio, sus ojos son tan hermosos que no se dejan mirar, y ellos parece que le miran a uno lo más secreto del corazón».

A no ser uniforme el testimonio de personas que aún existen y que visitaron el santuario de Copacabana en los primeros años de la independencia, podía creerse fábula la enumeración de alhajas valiosas encerradas en ese templo. Apuntaremos algo a la ligera.

La custodia era de oro, y con su pedestal medía tres cuartas.

El camarín de la Virgen se hallaba sostenido por cuatro gruesas columnas salomónicas de plata maciza.

La imagen lucía una corona de oro cubierta de piedras preciosas, y en circunferencia de ella había un círculo también de oro con doce estrellas, el sol y la luna.

Semanalmente se cambiaban las arracadas de brillantes que pendían de las orejas de la imagen. Poseía la Virgen treinta y seis pares de pendientes.

Las alhajas del pecho, los anillos y el bordado de los cien mantos representaban valores casi fantásticos.

En una mano llevaba la Virgen un cirio de oro, en cuyo extremo había un rubí imitando la llama.

El Niño que María llevaba en brazos no ostentaba menos lujo. La corona, obsequio del pueblo arequipeño, era de oro y piedras, así como un bastoncito regalo del virrey conde de Lemos.

El cinto de la Virgen tenía, entre otras piedras valiosas, un rubí de dos pulgadas de diámetro, que era la admiración de los viajeros.

La efigie, deslumbrante de pedrería, descansaba sobre un pedestal de plata imitando hojas de lirio. A los pies de la Virgen veíase últimamente la espada y el bastón de uno de los presidentes de Bolivia.

Dudamos mucho que en toda la cristiandad haya existido templo en el que, como en el santuario de Copacabana, la devoción de los fieles hubiera contribuido con donativos de alhajas y metales evaluados en más de un millón de duros.

III

En 1616 presentose entre los romeros que visitaron el santuario de Copacabana un joven español de simpática figura y que por lo melancólico de su rostro parecía víctima de un gran sufrimiento moral.

Así era en efecto. Alonso Escoto había venido a América en pos de la fortuna, que en el Nuevo Mundo se mostraba ciega y loca para con la mayor parte de los españoles. Sin embargo de su genio emprendedor, de su honradez y de su constancia para el trabajo, Alonso Escoto se veía perseguido por la fatalidad. Agricultor, comerciante, minero, en cuanto ponía mano tenía sombra de manzanillo. Siempre estaba a dos raciones: ración de hambre y ración de necesidad.

Con sus últimos recursos dirigiose a la romería de Copacabana; y una tarde en que la iglesia estaba solitaria, arrodillose ante el altar y dirigiose a la Virgen en estos términos: «Madre mía, tú que lees en los pliegues más secretos del alma, sabes que soy honrado a carta cabal. Te pido que me prestes lo que, por hoy, no te hace falta. Celebremos una compañía mercantil, que yo te juro pagarte ciento por uno. Tú serás el socio capitalista y yo el industrial. Ampárame, señora, en mi desventura».

Y Alonso Escoto salió del templo llevándose un par de pendientes y dos candelabros de plata.

Sin pérdida de tiempo emprendió Escoto el viaje para Arequipa, vendió la alhaja en dos mil pesos y los candelabros en quinientos.

Viajando por uno de los valles de este territorio, encontrose con el propietario de una hacienda de viña, quien lo invitó a visitar su fundo. Aceptó Escoto, y recorriendo una de las bodegas díjole el hacendado:

—Mire vuesa merced en este depósito una fortuna perdida. El licor de estas quinientas cubas fue la cosecha que tuve en el año que reventó el Huayna-Putina. El maldito volcán casi me arruina, porque el vino se ha torcido de tal manera que ni por vinagre logro venderlo.

Alonso Escoto probó del líquido de una de las cubas, y dijo:

—Pues si nos convenimos en el precio, mío es el vinagre, que ya veré yo forma de llevar las cubas a la costa y vender al menudeo. Formalizado el contrato, pagó Escoto mil pesos a buena cuenta, contrató mulas, puso sobre ellas un centenar de cubas, dejando las restantes depositadas en la bodega del vendedor, y emprendió su viaje a Lima.

Llegado a la ciudad de los reyes destapó una de las cubas, y encontrose con que el vinagre se había convertido en vino generoso de primera calidad, fenómeno que los vinicultores se explican por influencias climatéricas. Además, la oportunidad fue muy propicia para nuestro comerciante, porque el naufragio de algunos buques, que salieron de Cádiz con cargamento de vino, había influido en la alza de precio de este artículo de privilegiado consumo. Dicen muchos cronistas que ocasión hubo en que la arroba de vino llegó a valer en Lima quinientos pesos.

Escoto hizo con toda diligencia traer las cubas que dejara depositadas, y en menos de un año se encontró poseedor de una fortuna muy redonda. Entonces se decidió a liquidar la sociedad con la Virgen de Copacabana.

El 2 de febrero de 1615 se celebraba en el santuario de Copacabana con mucha pompa la fiesta de la Candelaria, y frente al altar de la Virgen se veía un gigantesco candelabro de plata con trescientas sesenta y cinco luces, número igual al de los días del año.

Tal fue la parte de la Virgen en la sociedad mercantil con Alonso Escoto, quien además hizo otros obsequios al santuario.

¡El candelabro de plata pesaba veintiséis arrobas!

IV

En 1826 el general Sucre, urgido por circunstancias especiales y que no me propongo examinar, dispuso que se fundiese y convirtiera en moneda sellada casi todo el oro y plata del santuario. Así desapareció el célebre candelabro de Alonso Escoto.

Muchas alhajas fueron compradas por el dueño de una famosa mina de Puno, la que poco después dio en agua.

Cuéntase que la Virgen poseía un magnífico collar de perlas, el cual fue comprado por un general inglés, al servicio entonces de Bolivia, en la suma de ocho mil pesos. El general lo obsequió a su novia, que se adornó con él una sola noche para asistir a un baile. Desde el siguiente día empezó a padecer una enfermedad de garganta que a la postre la conduje al sepulcro.

Hasta 1826 el santuario corrió a cargo de los agustinos, y desde entonces cuida de él un clérigo capellán.

Poco, muy poco aún le queda a la Virgen de Copacabana de su antigua riqueza, y según nos afirman su culto ha decaído mucho.

El Manchay-Puito

(A la señora Mercedes Cabello de Carbonera)

I

No sabré decir con fijeza en qué año del pasado siglo era cura de Yanaquihua, en la doctrina de Andaray, perteneciente a la diócesis del Cuzco, el doctor don Gaspar de Angulo y Valdivieso; pero sí diré que el señor cura era un buen pastor, que no esquilmaba mucho a sus ovejas, y que su reputación de sabio iba a la par de su moralidad. Rodeado siempre de infolios con pasta de pergamino, disfrutaba de una fama de hombre de ciencia, tal como no se reconoció entonces sino en gente que peinara canas. Gran latinista y consumado teólogo, el obispo y su cabildo no desperdiciaban ocasión de consultarlo en los casos difíciles, y su dictamen era casi siempre acatado.

El doctor Angulo y Valdivieso vivía en la casa parroquial, acompañado del sacristán y un pongo o muchacho de servicio. Su mesa rayaba en frugal, y por lo que atañe al cumplimiento de los sagrados deberes de su ministerio daba ejemplo a todos sus compañeros de la diócesis.

Aunque sólo contaba treinta y cuatro años de edad y era de bello rostro, vigoroso de cuerpo, hábil músico e insinuante y simpático en la conversación, nunca había dado pábulo a la maledicencia ni escandalizado a los feligreses con un pecadillo venial de esos que un faldellín de bandera, vestido por cuerpo de buena moza, ha hecho y hace aún cometer a más de cuatro ministros del altar. El estudio absorbía por completo el alma y los sentidos del cura de Yanaquihua, y así por esta circunstancia como por la benevolencia de su carácter era la idolatría de la parroquia.

Pero llegó un día fatal, probablemente el de San Bartolomé, en que el diablo anda suelto y tentando al prójimo. Una linda muchacha de veinte pascuas muy floridas, con una boquita como un azucarillo, y unos ojos como el lucero del alba, y una sonrisita de Gloria in excelsis Deo, y una cintura cenceña, y un piececito como el de la emperatriz de la Gran China, y un todo más revolucionario que el Congreso, se atravesó en el camino del doctor Angulo, y desde ese instante anduvo con la cabeza a pájaros y hecho un memo. Anita Sielles, que así se llamaba la doncella, lo traía hechizado. El pastor de almas empezó a desatender el rebaño, y los libros allí se estaban sin abrir y cubiertos de polvo y telarañas.

Decididamente el cuerpo le pedía jarana..., y ¡vamos!, no todo ha de ser rigor. Alguna vez se le ha de dar gusto al pobrecito sin que raye en vicioso; que «ni un dedo hace mano ni una golondrina verano».

Y es el caso que como amor busca correspondencia, y el platonicismo es manjar de poetas melenudos y de muchachas desmelenadas, el doctor Angulo no se anduvo con muchos dibujos, y fuese a Anita y la cantó de firme y al oído la letanía de Cupido. Y tengo para mí que la tal letanía debió llegarla al pericardio del corazón y a las entretelas del alma, porque la muchacha abandonó una noche el hogar materno12 y fuese a hacer las delicias de la casa parroquial con no poca murmuración de las envidiosas comadres del pueblo.

Medio año llevaban ya los amantes de arrullos amorosos, cuando el doctor Angulo recibió una mañana carta en que se exigía su presencia en Arequipa para realizar la venta de un fundo que en esa ciudad poseía. Fiarse de apoderados era, amén de pérdida de tiempo y de tener que soportar embustes, socaliñas y trabacuentas, exponerse a no recibir ni un cuarto. Nuestro cura se dijo:

«Al agua patos,
no se coman el grano los gurrupatos».

La despedida fue de lo más romántico que cabe. No se habría dicho sino que el señor cura iba de viaje al fabuloso país de la Canela.

Dos semanas era el tiempo mayor que debía durar la ausencia. Hubo llanto y soponcio y... ¡qué sé yo! Allá lo sabrán los que alguna vez se han despedido de una querida.

El doctor Angulo entró en Arequipa con ventura, porque todo fue para él llegar y besar. En un par de días terminó sin gran fatiga el asunto, y después de emplear algún dinerillo en arracadas de brillantes, gargantilla de perlas, vestidos y otras frioleras para emperejilar a su sultana, enfrenó la mula, calzose espuelas y volvió grupa camino de Yanaquihua.

Iba nuestro enamorado tragándose leguas, y hallábase ya dos jornadas distante del curato, cuando le salió al encuentro un indio y puso en sus manos este lacónico billete:

¡Ven! El cielo o el infierno quieren separarnos. Mi alma está triste y mi cuerpo desfallece. ¡Me muero! ¡Ven, amado mío! Tengo sed de un último beso.

II

Al otro día, a la puesta del sol, se apeaba el doctor Angulo en el patio de la casa parroquial gritando, como un frenético:

—¡Ana! ¡Ana mía!

Pero Dios había dispuesto que el infeliz no escuchase la voz de la mujer amada.

Hacía pocas horas que el cadáver de Ana había sido sepultado en la iglesia.

Don Gaspar se dejó caer sobre una silla y se entregó a un dolor mudo. No exhaló una imprecación, ni una lágrima se desprendió de sus ojos. Esos dolores silenciosos son insondables como el abismo.

Parecía que su sensibilidad había muerto, y que Ana se había llevado su alma.

Pero cerrada la noche y cuando todo el pueblo estaba entregado al reposo, abrió una puertecilla que comunicaba con la sacristía del templo, penetró en él con una linterna en la mano, tomó un azadón, dirigiose a la fosa y removió la tierra.

¡Profanación! El cadáver de Ana quedó en breve sobre la superficie. Don Gaspar lo cogió entre sus brazos, lo llevó a su cuarto, lo cubrió de besos, rasgó la mortaja, lo vistió con un traje de raso carmesí, echole al cuello el collar de perlas y engarzó en sus orejas las arracadas de piedras preciosas.

Así adornado, sentó el cadáver en un sillón cerca de la mesa, preparó dos tazas de hierba del Paraguay, y se puso a tomar mate.

Después tomó su quena, ese instrumento misterioso al que mi amigo el poeta Manuel Castillo llamaba

«Flauta sublime de una voz entraña
que llena el corazón de amarga pena»,

la colocó dentro de un cántaro y la hizo producir sonidos lúgubres, verdaderos ecos de una angustia sin nombre e infinita. Luego, acompañado de esas armonías indefinibles, solemnemente tristes, improvisó el yaraví que el pueblo del Cuzco conoce con el nombre del Manchay-Puito (infierno aterrador).

He aquí dos de sus estrofas que traducimos del quichua, sin alcanzar, por supuesto, a darlas el sentimiento que las presta la índole de aquella lengua, en la que el poeta haravicu desconoce la música del consonante o asonante, hallando la armonía en sólo el eufonismo de las palabras.

«Ábreme infierno tus puertas
para sepultar mi espíritu
en tus cavernas.
Aborrezco la existencia,
sin la que era la delicia
¡ay! de mi vida.
Sin mi dulce compañera,
mil serpientes me devoran
las entrañas.
No es Dios bueno el Dios que manda
al corazón estas penas
¡ay! del infierno».

El resto del Manchay-Puito hampuy nihuay contiene versos nacidos de una alma desesperada hasta la impiedad, versos que estremecen por los arrebatos de la pasión y que escandalizan por la desnudez de las imágenes. Hay en ese yaraví todas las gradaciones del amor más delicado y todas las extravagancias del sensualismo más grosero.

Los perros aullaban lastimosa y siniestramente alrededor de la casa parroquial, y aterrorizados los indios de Yanaquihua abandonaban sus chozas.

Y las dolientes notas de la quena y las palabras tremendas del haravicu seguían impresionando a los vecinos como las lamentaciones del profeta de Babilonia.

Y así pasaron tres días sin que el cura abriese la puerta de su casa.

Al cabo de ellos enmudeció la quena, y entonces un vecino español atreviose a escalar paredes y penetrar en el cuarto del cura.

¡Horrible espectáculo!

La descomposición del cadáver era completa, y don Gaspar, abrazado al esqueleto, se arrastraba en las convulsiones de la agonía.

III

Tal es la popularísima tradición.

La Iglesia fulminó excomunión mayor contra los que cantasen el Manchay-Puito o tocasen quena dentro de un cántaro.

Esta prohibición es hoy mismo respetada por los indios del Cuzco, que por ningún tesoro de la tierra consentirían en dar el alma al demonio.

Palabra suelta no tiene vuelta

Por razones fáciles de presumir tenemos que alterar nombres y aun sitio de la acción en el presente relato. Lo esencial es el hecho, y éste es harto conocido y corroborado con el testimonio de infinitos contemporáneos.

I

Gobernador de la ciudad de X..., en nombre de su majestad don Fernando VII, era un brigadier español a quien llamaremos don Sebastián. Bravo, como el Cid Campeador, sus ascensos todos los había ganado con la punta de la espada; y leal al rey como el mastín a su dueño, mereció que el monarca lo nombrase para mantener la fidelidad a la corona entre sus vasallos de X..., fidelidad que los insurgentes del resto de la América empezaban a hacer bambolear.

Soldado más que cortesano, y andaluz por añadidura, don Sebastián hacía esfuerzos sobrehumanos para disimular la rudeza de su educación, y que en sociedad no se le escapasen palabras e interjecciones de cuartel.

A pesar de lo áspero de su corteza, tenía el brigadier un corazón de yesca para el amor, y apasionose de una de las más bellas y aristocráticas damas de la ciudad, dama a la que bautizaremos, usando del privilegio de curas y romanceros, con el nombre de Manuelita.

No quiero gastar tinta en hacer a la pluma el retrato de la joven; pues si digo que sus ojos eran verdes, pardos o azules, el lector me dirá que miento más que periodista ministerial. A Manuelita hay que imaginársela de ojos negros en armonía con el cantarcillo:

«Ojos verdes son la mar;
ojos azules, el cielo;
ojos pardos, purgatorio,
y ojos negros..., el infierno».

Rico, desempeñando un alto cargo por el rey que le había ofrecido agraciarlo en breve con un título de Castilla, caballero no recuerdo si de Santiago o de Montesa, de gallarda figura y bien reputado, captose don Sebastián el aprecio de los padres de la joven; y éstos, sin consultar la voluntad de la doncella, trámite de que en aquellos tiempos se hacía caso omiso, le acordaron su mano.

Manuelita, en cuyo corazón no había huésped, dijo que aunque no estaba apasionada del galán, tampoco tenía por qué desdeñarlo, y que siendo tan del gusto de sus padres, cumplíale a ella decir amén y a Roma por todo.

Procediose en consecuencia a los preparativos de boda; y realizose ésta en casa de los padres de la bella, con una esplendidez de que hasta entonces no había habido ejemplo en la ciudad.

En representación del virrey Abascal, padrino del novio, hizo viaje desde Lima el conde de la Vega, concurriendo al sarao todo lo que el país tenía de distinguido por la cuna, el talento, la hermosura y la riqueza.

En el ambigú menudearon las libaciones, y hubo el brigadier de andar tan insistente en ellas, que el zumo de las parras de Alicante y Jerez se le subió al cerebro. Asaltáronle reminiscencias de su antigua vida de cuartel, y poniendo con desenfado la mano sobre la torneada y alabastrina garganta de la novia, dijo dirigiéndose a sus amigos:

—¡Ah pícaros! ¡De fijo que se les hace a ustedes la boca agua y que me envidian este bocado de rey! Y tienen razón..., eso sí, porque... ca...nario, me llevo la más linda p...illa de la ciudad.

La orgullosa Manuelita lanzó sobre su novio una mirada de profundo desprecio, levantose indignada y fue a encerrarse en su alcoba.

La embriaguez se desvaneció como por ensalmo en la cabeza del brigadier, quien habría dado toda la sangre de sus venas por recoger las palabras indecorosas que sin deliberado propósito de agravio y arrastrado sólo por los malos hábitos de la vida de cuartel se escaparon de su boca. Bien dice la copla:

«Quien mal masca, mal digiere;
quien mal habla, mal persuade;
quien mal tose, mal escupe;
quien mal concibe, mal pare».

Una chanza que acaso no habría pasado por grosera entre manolos y gitanos del barrio del Avapiés en Madrid, hirió de muerta el corazón y las ilusiones de la joven y altiva desposada.

Inútil fue el empeño de los padres para que Manuelita perdonase a su marido y lo siguiese al domicilio conyugal. Don Sebastián se desesperaba en vano, y rogaba y prometía sujetarse a la penitencia que la joven quisiera imponerle en castigo de sus torpes palabras. Manuelita se obstinó en no perdonarle, y respondiendo a las reflexiones y súplicas de su familia y amigas:

—Nunca seré la mujer del hombre que en la noche de bodas pudo olvidarse de lo que debía a su propio decoro y a mi dignidad de esposa.

Y así iba a cumplirse un año desde el día del desposorio sin que Manuelita saliese de su alcoba en la casa paterna, ni dejase penetrar en ella más que a sus padres, hermanos y una criada.

II

Tres días antes del aniversario de su matrimonio, la madre de Manuelita la suplicó llorando que cesase en su rigor para con don Sebastián.

—Bien, madre y señora, será usted complacida —contestó la joven—. En público fui ofendida, y en público ha de tener reparación el agravio. Convide usted a todos nuestros amigos para un baile.

El enamorado brigadier brincó de júbilo al saber la noticia que le comunicó su suegra, y juró pedir perdón a Manuelita y colmarla de satisfacciones.

Llegó la noche del baile, y cuando avisaron a la joven que no faltaba en el salón ninguno de los convidados, presentose ella con el traje de novia y deslumbrante de belleza.

Damas y caballeros se pusieron de pie.

El brigadier adelantose, extendió la mano para tomar la de su esposa y conducirla al centro del salón; pero ella lo recibió en sus brazos, murmurando en sus oídos estas siniestras palabras:

—Hay agravios que no admiten perdón, sino venganza.

Y el brigadier se desplomó sobre la alfombra, estremeciéndose en las convulsiones de la agonía.

Manuelita le había traspasado el corazón con un puñal.

Desdichas de Pirindín.
De cómo le dieron al diablo una paliza y lo metieron en la cárcel

Tradicional es que cuando en el siglo pasado principió a explotarse la riqueza mineral13 del Cerro de Pasco, afluyó al asiento gran número de aventureros, entre los que se hallaba el diablo nada menos. Dice la tradición que el demonio fue allí por lana y salió trasquilado, porque se encontró con la horma de su zapato, esto es, con gente que sabía más que él y que le puso las peras a cuarto. Añaden las viejas que el Uñas largas guarda desde entonces tirria y murria por el Cerro de Pasco.

Cumple a mi honradez de cronista declarar que poco o nada hay de mi cosecha en la conseja que va a leerse, y que ella no es más que un relato popular. Agregaré también que anda muy lejos de mi propósito herir delicadeza alguna, y que si hay prójimo a quien el cuentecito haga cosquillas, lo dé por no escrito y san se acabó; que yo soy moro de paz y no quiero camorra con nadie, y menos con los que le metieron el resuello al mismo diablo. Ni juego ni doy barato, que no soy más que humilde ropavejero de romances.

I

Por los años de 17..., declarose en boya el hasta entonces casi desconocido mineral de Pasco, y no fue poca la gente que con títeres y petacas se domiciliara en él.

Como Potosí en sus días de esplendor, pronto convirtiose Pasco en lugar donde todos los vicios se dieron cita. El vino, las mozas de partido y el juego constituyeron la existencia de los mineros.

Dueños de las minas más poderosas eran tres hermanos, mozos de vaina abierta, quienes por razones que me callo llamaremos los Izquietas. Influyentes en la población por su generosidad y llaneza para con todos, así como por su gran fortuna y relaciones de familia, cada uno de ellos era también el prototipo de un vicio.

Juan Izquieta, que chupaba más que esponja, jamás hizo ascos a un pellejo de mosto ni encontró bebedor que lo derrotase. «A mala cama, colchón de vino», era su máxima favorita.

Pedro Izquieta, en punto a libertinaje podía dar tres tantos y la salida al mismo don Juan Tenorio.

Antonio Izquieta era el jugador más bravo y afortunado del mineral, no pareciendo sino que traía magnetizados a los cubículos.

Entre la multitud de aventureros llamaba la atención un don Lesmes Pirindín, mancebo cuya buena suerte en el juego, desparpajo para con las hijas de Eva y serenidad para vaciar botellas, empezaron a hacer sombra en la fama y nombre de los Izquietas.

¡Luena lesna era don Lesmes!

Los Izquietas rehuyeron entrar en competencia con don Lesmes; pero éste tomó a capricho atravesárseles en su camino.

A Pedro Izquieta le dio una noche con la puerta en los hocicos una muchacha rabisalsera y muy llena de dengues y perendengues, tras de la que él andaba bebiendo los vientos. A la muy bribona se le había entrado don Lesmes por el ojo derecho; que la verdad sea dicha, era el mozo como unas perlas, garboso, decidor y pendenciero. Izquieta se consoló del desaire cantando:

«Yo sembré un perejilar
y se me volvió culantro,
que hay mujeres muy capaces
de pegarle un palo a un santo».

Juan Izquieta se puso con Pirindín a copa va y copa viene de un vinillo de pulso, y el hasta entonces invencible bebedor cayó beodo debajo de la mesa, lo mismo que un lord inglés.

En cuanto a Antonio Izquieta, don Lesmes lo desvalijó en un par de horas de una suma morrocotuda; y por primera vez en su vida tuvo que retirarse sin blanca del tapete, mohíno y mal pergeñado.

Los Izquietas estaban derrotados en toda la línea como unos peleles. Su popularidad vino por tierra y no se hablaba más que de Pirindín.

Lo de siempre: «cedacito nuevo, tres días en estaca».

Nada más voltario que la popularidad. Reniego de ella.

II

Los tres hermanos pasaron varios días sin que se les viera la estampa en la calle. Sentíanse humillados en su orgullo, y tanto platicaron entre ellos y dieron tales vueltas y tornas al lance, que llegaron a esta disyuntiva:

O don Lesmes tiene pacto con el diablo, o es Satanás en persona.

Y mientras más saliva gastaban y más se devanaban los sesos, más se arraigaba en ellos esta convicción.

Entonces decidieron entablar nueva lucha, y aunque no eran leales las armas de que iban a valerse, acá en mi fuero interno les encuentro disculpa. ¿No ha sido siempre el diablo un tramposo de cuenta? Pues a fullero, fullero y medio, ¡qué canario!

Entrada la noche, encaminose Pirindín a casa de la querida de Pedro Izquieta, que como hemos dicho era mujer de poco tono y mucho escándalo. Iba muy sí señor y muy en ello a pisar el umbral, cuando de improviso y como mordido de víbora dio un brinco hasta la pared del frente. Había tropezado en el quicio de la puerta con una ramita de olivo, bendecida por el cura el Domingo de Ramos. La cosa no era para menos que para dar un salto como el de Alvarado en Méjico.

La muchacha se picó con el desaire, y puesta en jarras, porque era hembra de mucho reconcomio y pujavante, empezó a apostrofar al galán. Éste, que no se mordía la lengua, la dijo el sol por salir y le cantó la cartilla, y aun me cuentan (yo me lavo las manos) que la llamó por las cuatro letras. Al escándalo que se armó asomaron las vecinas; y un mocosuelo, que pasaba por hijo del sacristán de la parroquia, se puso a cantar con mucha desvergüenza y a repicar con unas piedrecitas:

«Calabazas y pepinos,
para los niños zangolotinos.
¡Y eche usted, eche,
café con leche!
Calabazas y melones,
para los hombres bobalicones.
¡Y eche usted, eche,
café con leche!

Corrido don Lesmes abandonó el terreno, tosiendo gordo y refunfuñando, y en dos zancajadas colose en el primer garito que encontró al paso.

Allí lo esperaba Antonio Izquieta, y suponemos que al encontrarse con él murmuraría don Lesmes: «¡Vamos, hoy todas son desgracias!».

Al cabo de un rato se amarró partido entre ambos. Cada vez que Pirindín tiraba los dados, hacía Antonio la cruz por debajo de la mesa y nuestro aventurero echaba ases o cuadras. Pasaban las muelas de Santa Apolonia a manos de Izquieta, quien haciendo con la izquierda una cruz bajo el tapete, aflojaba senas o quinas que era un primor. Rojo de berrinche y mesándose las barbas estaba el perdidoso, mientras su adversario le decía con aire zumbón:

—Vuesa merced lo ha querido. ¿Quién lo metió a habérselas con los Izquietas? Guárdese vuesa merced para cigarros esa última onza que le queda.

Decididamente la fortuna se le había vuelto suegra a don Lesmes, y ya se sabe que suegra ni de caramelo.

Como las emociones del juego despiertan la sed, entrose Pirindín a la taberna de la esquina, y pidió al pulpero una botella, no sé si de catalán o Cariñena. «Vino puro y ajo crudo —dice el refrán— hacen al hombre agudo».

Pero hasta en ese sitio perseguía a nuestro pobre diablo la desdicha; porque mientras el pulpero traía lo pedido, sentósele al lado Juan Izquieta y brindole una copita de Manzanilla, en la cual había vertido antes una gotita de óleo sagrado. Como lo valiente no quita lo cortés, apuró la copa don Lesmes e hízole el propio efecto de un vomitivo, y salió dando traspiés, con la bilis sublevada y la cabeza como una devanadera, echando sapos y culebras por la boca.

Acertó a pasar la ronda, y hallándose con borracho tan impertinente y escandaloso, sobre si dijo pares o dijo nones, dispuso el alcalde que los alguaciles lo amarrasen codo con codo y lo llevasen a la cárcel a dormir la mona. Él se resistió como un energúmeno; pero unos cuantos garrotazos lo hicieron cabrestiar e ir a chirona.

Cuando al día siguiente lo pusieron en libertad, reflexionó Pirindín, como hombre de mundo y de buen cacumen, que desprestigiado como estaba no podía continuar viviendo en el Cerro de Paseo sin hacer papel ridículo y exponerse a la general rechifla y a que hasta los muchachos se le subiesen a las barbas.

Resuelto, pues, a irse con sus petates a otra parte, dirigiose a la acequia de la cárcel, rompió la escarcha, lavose cara y brazos con agua helada, pasose los dedos a guisa de peine por la enmarañada guedeja, lanzó un regüeldo que por el olor a azufre se sintió en todo Pasco y veinte leguas a la redonda, y paso entre paso, cojitabundo y maltrecho, llegó al sitio denominado Uliachi.

Si vas, lector, de paseo al Cerro de Pasco, cuando el ferrocarril sea realidad y no proyecto, pregunta a cualquiera cuál es la peña sobre la que estuvo parado el diablo, y no dudo que hallarás un complaciente indígena que te la haga conocer.

La tradición añade que en Uliachi volvió el diablo la cara hacia el pueblo y pronunció el siguiente speech, maldición, apóstrofe o lo que sea:

—¡Tierra ingrata! No eres digna de mí. Verdad que tampoco te hago falta, porque llevas en tu seno tres pecados capitales y ya vendrán los restantes. ¡Abur! ¡Hasta nunca! (Alguien me ha contando que como el diablo no puedo decir ¡adiós! es invención suya la palabra ¡abur! con que muchos acostumbran despedirse. Así, tengan ustedes por sospechoso al que les diga ¡abur!, y por lo que potest, échenle una rociada de agua bendita. ¡Abur! ¡Abur! ¡Te dejo berrueco, joroba y sarna que rascar..., porque te dejo a los Izquietas!

Tabaco para el rey

Que las finanzas del Perú han andado siempre dadas al demonio, es punto menos que verdad de Perogrullo. Por fortuna, los peruleros somos gente da tan buena pasta, que maldito si paramos mientes en la cosa.

—Pero, sector, ¿en qué nos hemos gastado tantos miles? —suele preguntar algún homobono.

—En tabaco para el rey —contesta sonriendo algún vejete— y punto en boca.

El tal estribillo en tabaco para el rey no ha podido nacer solo (cavilé yo un día), y díme a buscar su origen, el cual, sin que quede pizca de duda, es el siguiente:

Don Fermín de Carvajal y Vargas, natural de Chile, noveno y último correo mayor de las Indias, conde del Puerto y de Castillejo, señor de Valfondo, caballero de Santiago, y más tarde teniente general del reino, granela de España y primer duque de San Carlos, blasonaba de descender de los reyes de León a la par que de los primeros conquistadores del Perú. Alcalde del Cabildo de Lima y muy pagado de sus pergaminos, dio el señor conde en la flor de tratar con poco miramiento al virrey, quien se amostazó al cabo y le correspondió con un desaire. Desde entonces quedó entre ellos mutua inquina y enemiga.

El de Castillejo puso en orden su cuantiosa hacienda, y muy redondo de fortuna se marchó para España.

Desde esa época los duques de San Carlos empezaron a figurar en primera línea en la corte de Madrid. El primogénito de don Fermín y su sucesor en el título fue nacido en Lima, y como literato mereció la distinción de ser director de la Real Academia Española, honor que hoy (1883) disfruta también otro limeño (Don Juan de la Pezuela, conde de Cheste). El tercer duque de San Carlos, nacido igualmente en Lima, fue el favorito de Fernando VII, y a sus maquinaciones se debió la abdicación de Carlos IV. Hijo segundo del primer duque de San Carlos fue el famoso conde de la Unión, limeño ilustre que tuvo el mando de los ejércitos españoles en la campaña del Rosellón y que murió heroicamente en el campo de batalla.

Parece que Amat tuvo noticia de que en la corte se ocupaba don Fermín en dañarlo, y con tal motivo le escribió una carta algo dura. Ésta nos es desconocida; pero a la vista tenemos (entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional) la que le contestó el conde, fechada en Cádiz a 6 de noviembre de 1775.

De la destemplada carta del duque de San Carlos copiaremos las siguientes líneas, por ser las que a nuestro propósito convienen:

«Si mis ascendientes no hubieran sacrificado sus cuantiosas rentas en honor y defensa de la monarquía, más adelantamientos disfrutara de los que logro. Téngolo así justificado, no admite duda; ni tampoco el que V. E. ha sido bien pagado de sus servicios y no desembolsando ochenta mil pesos que en pacificar la provincia de Huarochirí gastó mi casa en 1750, que no lo ha hecho la de V. E. ni fue capaz de hacerlo desde su fundación, y hoy se halla con conveniencias, gracias al Perú y no a sus rentas, como toda Cataluña lo decanta. Cuando V. E. deje de ser virrey no será más que un particular rico, enriquecido de la nada, sin haberlo heredado ni trabajado. Se sabe, y con pruebas, que llegaba un hombre de bien a ofrecer 16000 pesos por un gobierno como el de Guanta, y porque otro advenedizo ofreció 18000 fue aquél desatendido. Agregue V. E. a estas acusaciones tres millones y más de pesos que se embarcaron en la ciudad de Santiago de Chile en cajones rotulados Tabaco para el rey, y verá si son pocos los cargos que tiene que desvanecer».

En el tomo XXV de Papeles varios de la Biblioteca de Lima se encuentra un opúsculo de 100 páginas en 4.º, titulado Drama de los palanganas, en el cual se habla también de los tres millones en tabaco. Ese opúsculo, de autor anónimo, contiene muchos chismecillos sobre la vida privada del virrey Amat.

Y pues viene al caso, dejemos aquí consignado que fue en 1753 cuando se efectuó en Lima la erección del real Estanco de tabacos, naipes, papel sellado, pólvora y breas, bajo la superintendencia del virrey. En 1800 gastábanse cincuenta y cinco mil pesos anuales en sueldo de empleados del Estanco.

¡Tres millones en tabaco! ¡Fumar es!

¡Y en tiempos en que no daban jugo el guano ni el salitre!

Ahora decidan ustedes si tiene o no entripado la frase de los viejos cuando se trata de algún gran gatuperio rentístico: tabaco para el rey.

Genialidades de la «Perricholi»

(Al señor Enrique de Borges, ministro de Francia en el Perú y traductor de mis Tradiciones)

I

Micaela Villegas (la Perricholi) fue una criatura ni tan poética como la retrató José Antonio de Lavalle en el Correo del Perú, ni tan prosaica como la pintara su contemporáneo el autor anónimo del Drama de los palanganas, injurioso opúsculo de 100 páginas en 4.º, que contra Amat se publicó en 1776, a poco de salido del mando, y del que existe un ejemplar en el tomo XXV de Papeles varios de la Biblioteca Nacional. Así de ese opúsculo como de los titulados Conversata y Narración exegética se declaró por decreto de 3 de marzo de 1777 prohibida la circulación y lectura, imponiéndose graves penas a los infractores.

No es cierto que Miquita Villegas naciera en Lima. Hija de pobres y honrados padres, su humilde cuna se meció en la noble ciudad de los Caballeros del León de Huánuco, allá por los años 1739. A la edad de cinco años trájola su madre a Lima, donde recibió la escasa educación que en aquel siglo se daba a la mujer.

Dotada de imaginación ardiente y de fácil memoria, recitaba con infantil gracejo romances caballerescos y escenas cómicas de Alarcón, Lope y Moreto: tañía con habilidad el arpa y cantaba con donaire al compás de la guitarra las tonadillas de moda.

Muy poco más de veinte años contaba Miquita en 1760 cuando pisó por primera vez el proscenio de Lima, siendo desde esa noche el hechizo de nuestro público.

II

¿Fue la Perricholi una belleza? No, si por belleza entendemos la regularidad de las facciones y armonía del conjunto; pero si la gracia es la belleza, indudablemente que Miquita era digna de cautivar a todo hombre de buen gusto.

«De cuerpo pequeño y algo grueso, sus movimientos eran llenos de vivacidad; su rostro oval y de un moreno pálido lucía no pocas cacarañas u hoyitos de viruelas, que ella disimulaba diestramente con los primores del tocador; sus ojos eran pequeños, negros como el chorolque y animadísimos; profusa su cabellera, y sus pies y manos microscópicos; su nariz nada tenía de bien formada, pues era de las que los criollos llamamos ñatas; un lunarcito sobre el labio superior hacía irresistible su boca, que era un poco abultada, en la que ostentaba dientes menudos y con el brillo y limpieza del marfil; cuello bien contorneado, hombros incitantes y seno turgente. Con tal mezcla de perfecciones e incorrecciones podía pasar hoy mismo por bien laminada o buena moza». Así nos la retrató hace ya fecha un imparcial y prosaico anciano que alcanzó a conocerla en sus tiempos de esplendor, retrato que dista no poco del que con tan espiritual como galana pluma hizo Lavalle.

Añádase a esto que vestía con elegancia extrema y refinado gusto, y que sin ser limeña tenía toda la genial travesura y salpimentado chiste de la limeña.

III

Acababa Amat de encargarse del gobierno del Perú cuando en 1762 conoció en el teatro a la Villegas, que era la actriz mimada y que se hallaba en el apogeo de su juventud y belleza. Era Miquita un fresco pimpollo, y el sexagenario virrey, que por sus canas se creía ya asegurado de incendios amorosos, cayó de hinojos ante las plantas de la huanuqueña, haciendo por ella durante catorce años más calaveradas que un mozalbete, con no poca murmuración de la almidonada aristocracia limeña, que era por entonces un mucho estirada y mojigata.

El enamorado galán no tenía escrúpulo para presentarse en público con su querida, y en una época en que Amat iba a pasar el domingo en Miraflores, en la quinta de su sobrino el coronel don Antonio Amat y Rocaberti, veíasele en la tarde del sábado salir de palacio en la dorada carroza de los virreyes, llevando a la Perricholi a caballo en la comitiva, vestida a veces de hombre y otras con lujoso faldellín celeste recamado de franjas de oro y sombrerillo de plumas, que era Miquita muy gentil equitadora.

Amat no fue un virrey querido en Lima, y eso que contribuyó bastante al engrandecimiento de la ciudad. Acaso por esa prevención se exageraron sus pecadillos, llegando la maledicencia de sus contemporáneos hasta inventar que si emprendió la fábrica del Paseo de Aguas, fue sólo por halagar a su dama, cuya espléndida casa era la que hoy conocemos vecina a la Alameda de los Descalzos y al pie del muro del río. También proyectó la construcción de un puente en la Barranca, en el sitio que hoy ocupa el puente Balta.

Un librejo de esa época, destrozando a Amat en su vida, ya pública, ya privada, lo pinta como el más insaciable de los codiciosos y el más cínico defraudador del real tesoro.

Dice así: «La renta anual de Amat como virrey era de sesenta mil pesos, y más doce mil por las gratificaciones de los ramos de Cruzada, Estanco y otros, que en catorce años y nueve meses de gobierno hacen un millón ochenta mil pesos. Calculo también en trescientos mil pesos, más bien más que menos, cada año lo que sacaría por venta de los setenta y seis corregimientos, veintiuna oficialías reales y demás innumerables cargos, pues por el más barato recibía un obsequio de tres mil duros, y empleo hubo por el que guardó veinte mil pesos. De estas granjerías y de las hostias sin consagrar no pudo en catorce altos sacar menos de cinco millones, amén de las onzas de oro con que por cuelgas lo agasajaba el Cabildo el día de su santo».

El mismo maldiciente escritor dice que si Amat anduvo tan riguroso y justiciero con los ladrones Ruda y Pulido, fue porque no quería tener competidores en el oficio.

No poca odiosidad concitose también nuestro virrey por haber intentado reducir el área de los monasterios de las monjas, vender los terrenos sobrantes, y aun abrir nuevas calles cortando conventos que ocupan más de una manzana; pero fue tanta la gritería que se armó, que tuvo Amat que desistir del saludable propósito.

Y no se diga que fue hombre poco devoto el que gastó cien mil pesos en reedificar la torre de Santo Domingo, el que delineó el camarín de la Virgen de las Mercedes, costeando la obra de su peculio, y el que hizo el plano de la iglesia de las Nazarenas y personalmente dirigió el trabajo de albañiles y carpinteros.

Como más tarde contra Abascal, cundió contra Amat la calumnia de que, faltando a la lealtad jurada a su rey y señor, abrigó el proyecto de independizar el Perú y coronarse. ¡Calumnia sin fundamento!

Pero observo aquí que por dar alimento a mi manía de las murmuraciones históricas, me voy olvidando que las genialidades de la Perricholi son el tema de esta tradición. «Pecado reparado, está casi perdonado».

IV

Empresario del teatro de Lima era en 1773 un actor apellidado Maza, quien tenía contratada a Miquita con ciento cincuenta pesos al mes, que en esos tiempos era sueldo más pingüe que el que podríamos ofrecer a la Ristori o a la Patti. Cierto que la Villegas, querida de un hombre opulento y generoso, no necesitaba pisar la escena; pero el teatro era su pasión era su deleite, y antes de renunciar a él habría roto sus relaciones con el virrey.

Parece que el cómico empresario dispensaba en el reparto de papeles ciertas preferencias a una nueva actriz conocida por la Inesilla, preferencias que traían a Miquita con la bilis sublevada.

Representábase una noche la comedia de Calderón de la Barca ¡Fuego de Dios en el querer bien!, y estaban sobre el proscenio Maza, que desempeñaba el papel de galán, y Miquita el de la dama, cuando a mitad de un parlamento o tirada de versos murmuró Maza en voz baja:

—¡Más alma, mujer, más alma! Eso lo declamaría mejor la Inés.

Desencadenó Dios sus iras. La Villegas se olvidó de que estaba delante del público, y alzando un chicotillo que traía en la mano, cruzó con él la cara del impertinente.

Cayó el telón. El respetable público se sulfuró y armó una de gritos: «¡A la cárcel la cómica, a la cárcel!».

El virrey, más colorado que un cangrejo cocido, abandonó su palco; y para decirlo todo de un golpe, la función concluyó a capazos.

Aquella noche, cuando la ciudad estaba ya en profundo reposo, embozose Amat, se dirigió a casa de su querida, y la dijo:

—Después del escíndalo que has dado, todo ha concluido entre nosotros, y debes agradecerme que no te haga mañana salir al tablado a pedir de rodillas perdón al público. ¡Adiós, Perri-choli!

Y sin atender a lloriqueo ni a soponcio, Amat volteó la espalda y regresó a palacio, muy resuelto a poner en práctica el consejo de un poeta:

«Si se te apaga el cigarro
no lo vuelvas a encender:
si riñes con una moza
no la vuelvas a querer».

Como en otra ocasión lo hemos apuntado, Amat hablaba con muy marcado acento de catalán, y en sus querellas de amante lanzaba a su concubina un ¡perra-chola!, que al pasar por su boca sin dientes se convertía en perri-choli. Tal fue el origen del apodo.

Lástima que no hubiéramos tenido en tiempos de Amat periódicos y gacetilla. ¡Y cómo habrían retozado cronistas y graneleros al poner a sus lectores en autos de la rebujina teatral! ¡Paciencia! Yo he tenido que conformarme con lo poco que cuenta el autor anónimo.

Amat pasó muchos meses sin visitar a la iracunda actriz, la que tampoco se atrevía a presentarse en el teatro, recelosa de la venganza del público.

Pero el tiempo, que todo lo calma; los buenos oficios de un corredor de oreja, llamado Pepe Estacio; las cenizas calientes que quedan donde fuego ha habido, y más que todo el amor de padre...

¡Ah! Olvidaba apuntar que los amores de la Perricholi con el virrey habían dado fruto. En el patio de la casa de la Puente-Amaya se veía a veces un precioso chiquillo vestido con lujo y llevando al pecho una bandita roja, imitando la que usan los caballeros de la real orden de San Jenaro. A ese nene solía gritarle su abuela desde el balcón:

—¡Quítate del sol, niño, que no eres un cualquiera, sino hijo de cabeza grande!

Conque decíamos que al fin se reconciliaron los reñidos amantes, y si no miente el cronista del librejo, que se muestra conocedor de ciertas interioridades, la reconciliación se efectuó el 17 de septiembre de 1175.

«Yo no sé qué demonios
los dos tenemos;
mientras más regañamos
más nos queremos».

Pero era preciso reconciliar también a la Perricholi con el público, que por su parte había casi olvidado lo sucedido año y medio antes. El pueblo fue siempre desmemoriado, y tanto que hoy recibe con palmas y arcos a quien ayer arrojó del solio entre silbos y poco menos que a mojicones.

Casos y casos de estos he visto yo... y aun espero verlos; que los hombres públicos de mi tierra tienen muchos Domingos de Ramos y muchos Viernes Santos, en lo cual aventajan a Cristo. Y hago punto, que no estoy para belenes de política.

Maza se había curado con algunos obsequios que le hiciera la huanuqueña el berdugón del chicotillazo; y el público, engatusado como siempre por agentes diestros, ardía en impaciencia para volver a aplaudir a su actriz favorita.

En efecto, el 4 de noviembre, es decir, mes y medio después de hechas las paces entre los amantes, se presentó la Perricholi en la escena, cantando antes de la comedia una tonadilla nueva, en la que había una copla de satisfacción para el público.

Aquella noche recibió la Perricholi la ovación más espléndida de que hasta entonces dieran noticia los fastos de nuestro vetusto gallinero o coliseo.

Agrega el pícaro autor del librejo que Miquita apareció en la escena revolando timidez; pero que el virrey la comunicó aliento, diciéndola desde su palco:

—¡Eh! No hay que acholarse, valor y cantar bien.

Pero a quien supo todo aquello a chicharrones de sebo fue a la Inesilla, que durante el año y medio de eclipse de su rival había estado funcionando de primera dama. No quiso resignarse ya a ser segunda de la Perricholi y se escapó para Lurín, de donde la trajeron presa. Ella, por salir de la cárcel, rompió su contrato y con él... su porvenir.

V

Relevado Amat en 1776 con el virrrey Guirior, y mientras arreglaba las maletas para volver a España, circularon en Lima coplas a porrillo, lamentándose en unas y festejándose en otras la separación del mandatario.

Las más graciosas de esas versainas son las tituladas Testamento de Amat, Conversata entre Guarapo y Champa, Tristes de doña Estatira y Diálogo entre la culebra y la Ráscate con vidrio.

Entre los manuscritos de la Biblioteca de Lima se encuentra el siguiente romancillo que copio por referirse a nuestra actriz:

Lamentos y suspiros de la «Perricholi» por la ausencia de su amante el señor don Manuel de Amat a los reinos de España
Ya murió la esperanza
de mis deseos,
pues se ausentan las luces
del mejor Febo.
Ya no logran las tablas
cadencia y metro,
pues el compás les falta
a los conciertos.
Mi voz está perdida
y sin aliento;
mas ¿qué mucho si el alma
le falta al pecho?
Estatua seré fría
o mármol yerto,
sin que Amor en mí labre
aras ni templos.
Lloren las ninfas todas
del coliseo,
que Apolo se retira
de los festejos;
aquel grande caudillo
del galanteo,
que al dios de los amores
ofrece inciensos.
Mirad si con justicia
yo me lamento,
que tutelar no tienen
ya nuestros huertos.
No gozarán las flores
verdes recreos,
por faltar el cultivo
del jardinero.
¡Ay! Yo fijé la rueda
de sus afectos,
y otras fueron pavesas
de sus incendios.
Ya no habrá Miraflores
ni más paseos,
en que Júpiter quiso
ser mi escudero.
Mas ¡ay de mí! infelice
que hago recuerdo
de glorias que han pasado
a ser tormento.
Negras sombras rodean
mis pensamientos,
cual cometa que anuncia
tristes sucesos.
¡Oh fortuna inconstante!
Ya considero
que mi suerte se vuelve
al ser primero.
Aunque injurias me causen
crudos los tiempos,
mi fineza y cariño
serán eternos.
Mi carroza luciente
que fue su obsequio,
sirva al dolor de tumba,
de mausoleo.
Pero en tan honda pena,
para consuelo
me queda un cupidillo,
vivo y travieso.
Es su imagen, su imagen,
y según veo,
original parece,
aunque pequeño.
Hijo de mis amores,
Adonis bello,
llora tanta desgracia,
llora y lloremos.
Si es preciso que sufras
golpe tan fiero,
mis ojos serán mares,
mis quejas remos.
Navega, pues, navega,
mi dulce dueño,
y Tetis te acompañe
con mis lamentos.

Bien chabacana, en verdad, es la mitológica musa que dio vida a estos versos; pero gracias a ella, podrá el lector formarse cabal concepto de la época y de los personajes.

VI

Así Lavalle como Radiguet en L' Amérique Espagnole, y Mérimée en su comedia La Carrosse du Saint Sacrement, refieren que cuando el rey de Nápoles, que después fue Carlos III de España, concedió a Amat la gran orden de San Jenaro (gracia que fue celebrada en Lima con fiestas regias, pues hasta se lidiaron toros en la plaza Mayor) la Perricholi tuvo la audacia de concurrir a ellas en carroza arrastrada por doble tiro de mulas, privilegio especial de los títulos de Castilla.

«Realizó su intento —dice Lavalle— con grande escándalo de la aristocracia de Lima; recorrió las calles y la Alameda en una soberbia carroza cubierta de dorados y primorosas pinturas, arrastrada por cuatro mulas conducidas por postillones brillantemente vestidos con libreas galoneadas de plata, iguales a las de los lacayos que montaban en la zaga. Mas cuando volvía a su casa, radiante de hermosura y gozando el placer que procura la vanidad satisfecha, se encontró por la calle de San Lázaro con un sacerdote de la parroquia que conducía a pie el sagrado Viático. Su corazón se desgarró al contraste de su esplendor de cortesana con la pobreza del Hombre-Dios, de su orgullo humano con la humildad divina; y descendiendo rápidamente de su carruaje, hizo subir a él al modesto sacerdote que llevaba en sus manos el cuerpo de Cristo.

»Anegada en lágrimas de ternura, acompañó al Santo de los Santos, arrastrando por las calles sus encajes y brocados; y no queriendo profanar el carruaje que había sido purificado con la presencia de su Dios, regaló en el acto carruaje y tiros, lacayos y libreas a la parroquia de San Lázaro».

El hecho es cierto tal como lo relata Lavalle, excepto en un pormenor. No fue en los festejos dados a Amat por haber recibido la banda y cruz de San Jenaro, sino en la fiesta de la Porciúncula (que se celebraba en la iglesia de los padres descalzos, y a cuya Alameda concurría esa tarde, en lujosísimos coches, toda la aristocracia de Lima), cuando la Perricholi hizo a la parroquia tan valioso obsequio.

No hace aún veinte años que en el patio de una casa-huerta, en la Alameda, se enseñaba como curiosidad histórica el carruaje de la Perricholi, que era de forma tosca y pesada, y que las inclemencias del tiempo habían convertido en mueble inútil para el servicio de la parroquia. El que esto escribe tuvo entonces ocasión de contemplarlo.

VII

Al retirarse Amat para España, donde a la edad de ochenta años contrajo en Cataluña matrimonio con una de sus sobrinas, la Perricholi se despidió para siempre del teatro, y vistiendo el hábito de las carmelitas hizo olvidar, con la austeridad de su vida y costumbres, los escándalos de su juventud. «Sus tesoros los consagró al socorro de los desventurados, y cuando —dice Radiguet— cubierta de las bendiciones de los pobres, coya miseria aliviara con generosa mano, murió en 1812 en la casa de la Alameda Vieja, la acompañó el sentimiento unánime y dejó gratos recuerdos al pueblo limeño».

Mosquita muerta

(Al poeta español Adolfo Llanos y Alcaraz)

El virrey marqués de Castelfuerte vino al Perú en 1724, precedido de gran reputación de hombre bragado y de malas pulgas.

Al día siguiente de instalado en Palacio, presentose el capitán de guardia muy alarmado, y díjole que en la puerta principal había amanecido un cartel con letras gordas, injurioso para su excelencia. Sonriose el marqués, y queriendo convencerse del agravio, salió seguido del oficial.

Efectivamente, en la puerta que da sobre la plaza Mayor leíase:

AQUÍ SE AMANSAN LEONES.

El virrey llamó a su plumario, y le dijo: «Ponga usted debajo y con iguales letrones:

»CUANDO SE CAZAN CACHORROS».

Y ordenó que por tres días permaneciesen los letreros en su puerta.

Y pasaban semanas y meses, y apenas si se hacía sentir la autoridad del marqués. Empleaba sus horas en estudiar las costumbres y necesidades del pueblo y en frecuentar la buena sociedad colonial. No perdía, pues, su tiempo; porque antes de echarla de gobierno, quería conocer a fondo el país cuya administración le estaba encomendada. No le faltaba a su excelencia más que decir.

«Yo no soy de esta parroquia,
yo soy de Barquisimeto;
nadie se meta conmigo,
que yo con nadie me meto».

La fama que lo había precedido iba quedando por mentirosa, y ya se murmuraba que el virrey no pasaba de ser un memo, del cual se podía sin recelo hacer giras y recortes.

¿La Audiencia acordaba un disparate? Armendáriz decía: «Cúmplase, sin chistar ni mistar».

¿El Cabildo mortificaba a los vecinos con una injusticia? Su excelencia contestaba: «Amenemén, amén».

¿La gente de cogulla cometía un exceso? «Licencia tendrá de Dios», murmuraba el marqués.

Aquel gobernante no quería quemarse la sangre por nada ni armar camorra con nadie. Era un pánfilo, un bobalicón de tomo y lomo.

Así llegó a creerlo el pueblo, y tan general fue la creencia, que apareció un nuevo pasquín en la puerta de palacio, que decía:

ESTE CARNERO NO TOPARÁ.

El de Castelfuerte volvió a sonreír, y como en la primera vez, hizo poner debajo esta contestación:

A SU TIEMPO TOPARÁ.

Y ¡vaya si topó!... Como que de una plumada mandó ahorcar ochenta bochincheros en Cochabamba; y lanza en mano, se le vio en Lima, a la cabeza de su escolta, matar frailes de San Francisco. Se las tuvo tiesas con clero, audiencia y cabildantes, y es fama que hasta a la misma Inquisición le metió el resuello.

Sin embargo, los rigores del de Castelfuerte tuvieron su época de calma. Descubiertos algunos gatuperios de un empleado de la real hacienda, el virrey anduvo con paños tibios y dejó sin castigo al delincuente. Los pasquinistas le pusieron entonces el cartel que sigue:

ESTE GALLO YA NO CANTA,
SE LE SECÓ LA GARGANTA.

Y como de costumbre, su excelencia no quiso dejar sin respuesta el pasquín, y mandó escribir debajo:

PACIENCIA, YA CANTARÁ
Y A ALGUNOS LES PESARÁ.

Y se echó a examinar cuentas y a hurgar en la conducta de los que manejaban fondos, metiendo en la cárcel a todos los que resultaron con las manos sucias.

La verdad es que no tuvo el Perú un virrey más justiciero, más honrado, ni más enérgico y temido que el que principió haciéndose la mosquita muerta.

Lo que pinta por completo su prestigio y el miedo que llegó a inspirar es la siguiente décima, muy conocida en Lima, y que se atribuye a un fraile agustino:

«Ni a descomunión mayor,
ni a vestir el sambenito,
tiene pena ese maldito
durecido pecador.
Mandinga, que es embaidor,
lo sacó de su caldero:
vino con piel de cordero
teniéndola de león...
Mas ¡chitón, chitón, chitón!,
la pared tiene agujero».

La misa negra.
Cuento de la abuelita

(A mis retoños Clemente y Angélica Palma)

Ve y cómprame un pañuelo
para la baba:
en la tienda del frente
los hay de a vara.
(Popular)

Érase lo que era. El aire para las aves, el agua para los peces, el fango para los malos, la tierra para los buenos, y la gloria para los mejores; y los mejores son ustedes, angelitos de mi coro, a quienes su Divina Majestad haga santos y sin vigilia.

Pues, hijitos, en 1802 cuando mandaba Avilés, que era un virrey tan bueno como el bizcocho caliente, alcancé a conocer a la madre de San Diego. Muchas veces me encontré con ella en la misa de nueve, en Santo Domingo, y era un encanto verla tan contrita, y cómo se iba elevada, que parecía que no pisaba la tierra, hasta el comulgatorio. Por bienaventurada la tuve; pero ahí verán ustedes cómo todo ello no era sino arte, y trapacería y embolismo del demonio. Persígnense, niños, para espantar al Maligno.

Ña San Diego, más que menos, tendría entonces unos cincuenta años e iba de caca en casa curando enfermos y recibiendo por esta caridad sus limosnitas. Ella no usaba remedios de botica, sino reliquias y oraciones, y con poner la correa de su hábito sobre la boca del estómago, quitaba como con la mano el más rebelde cólico miserere. A mí me sanó de un dolor de muelas con sólo ponerse una hora en oración mental y aplicarme a la cara un huesecito, no sé si de San Fausto, San Saturnino, San Teófilo, San Julián, San Adriano o San Sebastián, que de los huesos de tales santos envió el Papa un cargamento de regalo a la catedral de Lima. Pregúntenselo ustedes, cuando sean grandes, al señor arzobispo o al canónigo Cucaracha, que no me dejarán por mentirosa. No fue, pues, la beata quien me sanó, sino el demonio, Dios me lo perdone, que si pequé fue por ignorancia. Hagan la cruz bien hecha, sin apuñuscar los dedos, y vuelvan a persignarse, angelitos del Señor.

Ella vivía, me parece que la estuviera viendo, en un cuartito del callejón de la Toma, como quien va para los baños de la Luna, torciendo a mano derecha.

Cuando más embaucada estaba la gente de Lima con la beatitud de ña San Diego, la Inquisición se puso ojo con ella y a seguirla la pista. Un señor inquisidor, que era un santo varón sin más hiel que la paloma y a quien conocí y traté como a mis manos, recibió la comisión de ponerse en aguaite un sábado por la noche, y a eso de las doce, ¿qué dirán ustedes que vio? A la San Diego, hijos, a la San Diego, que convertida en lechuza salió volando por la ventana del enano. ¡Ave María Purísima!

Cuando al otro día fue ella, muy oronda y como quien no ha roto un plato, a Santo Domingo, para reconciliarse con el padre Bustamante, que era un pico de oro como predicador, ya la esperaba en la plazuela la calesita verde de la Inquisición. ¡Dios nos libre y nos defienda!

Yo era muchacha del barrio, y me consta, y lo diré hasta en la hora de la muerte, que cuando registraron el cuarto de la San Diego halló el Santo Oficio de la Inquisición, encerrados en una alacena, un conejo ciego, una piedra imán con cabellos rubios envueltos en ella, un muñequito cubierto de alfileres, un alacrán disecado, un rabo de lagartija, una chancleta que dijeron ser de la reina Sabá, y ¡Jesús me ampare! una olla con aceite de lombrices para untarse el cuerpo y que le salieran plumas a la muy bruja para remontar el vuelo después de decir, como acostumbra esa gente canalla: «¡Sin Dios ni Santa María!». Acompáñenme ustedes a rezar una salve por la herejía involuntaria que acabo de proferir.

Como un año estuvo presa la pícara sin querer confesar ñizca; pero ¿adónde había de ir ella a parar con el padre Pardiñas, sacerdote de mucha marraqueta, que fue mi confesor y me lo contó todo en confianza? Nietos, recen ustedes un padre nuestro y un avemaría por el alma del padre Pardiñas.

Como iba diciendo, quieras que no quieras, tuvo la bruja que beberse un jarro de aceite bendito, y entonces empezó a hacer visajes como una mona, y a vomitarlo todo, digo, que cantó de plano; porque el demonio puede ser renitente a cuanto le hagan, menos al óleo sagrado, que es santo remedio para hacerlo charlar más que un barbero y que un jefe de club eleccionario. Entonces declaró la San Diego que hacía diez años vivía (¡Jesús, María y José!) en concubinaje con Pateta. Ustedes no saben lo que es concubinaje, y ojalá nunca lleguen a saberlo. Por mi ligereza en hablar y habérseme escapado esta mala palabra, recen ustedes un credo en cruz.

También declaró que todos los sábados, al sonar las doce de la noche, se untaba el cuerpo con un menjurje, y que volando, volando se iba hasta el cerrito de las Ramas, donde se reunía con otros brujos y brujas a bailar deshonestamente y oír la Misa Negra. ¿No saben ustedes lo que es la Misa Negra? Yo no la he oído nunca, créanmelo; pero el padre Pardiñas, que esté en gloria, me dijo que Misa Negra era la que celebra el diablo, en figura de macho cabrío, con unos cuernos de a vara y más puntiagudos que aguja de colchonero. La hostia es un pedazo de carroña de cristiano, y con ella da la comunión a los suyos. No vayan ustedes, dormiloncitos, a olvidarse de rezar esta noche a las benditas ánimas del purgatorio y al ángel de la guarda, para que los libre y los defienda de brujas que chupan la sangre a los mitos y los encanijan.

Lo recuerdo como si hubiera pasado esta mañana. ¡Jesucristo sea conmigo! El domingo 27 de agosto de 1803 sacaron a la San Diego en burro y vestida de obispa. Pero como ustedes no han visto eso vestido, les diré que era una coroza en forma de mitra, y un saco largo que llamaban sambenito, donde estaban pintados, entre llamas del infierno, diablos, diablesas y culebrones. Dense ustedes tres golpecitos de pecho.

Con la San Diego salió otra picarona de su casta, tan hechicera y condenada como ella. Llamábase la Ribero, y era una vieja más flaca que gallina de diezmo en moquillo. Llegaron hasta Santo Domingo, y de allí las pasaron al beaterio de Copacabana. Las dos murieron, en esa casa, antes que entrara la patria y con ella la herejía. Dios las haya perdonado.

Y fui y vine, y no me dieron nada... más que unos zapatitos de cabritilla, otros de plomo y otros de caramelo. Los de cabritilla me los calcé, los de plomo se los regalé al Patudo, y los de caramelo los guardé para ti y para ti.

Y ahora, pipiolitos, a rezar conmigo un rosario de quince misterios, y después entre palomas, besando antes la mano a mamita y a papaíto para que Dios los ayude y los haga unos benditos. Amenemén, amén.

La investidura del hábito de Santiago

Ya que en El caballero de la Virgen, hemos hablado de las órdenes militares que existieron en el Perú, y a las que en el último tercio del pasado siglo vino a añadirse la de Carlos III, no será fuera de propósito que describamos el ceremonial con que en Lima se efectuaba la incorporación de cada nuevo caballero del hábito de Santiago, que era la orden más codiciada por criollos y españoles, acaso por ser la de más antigua data. En 1805 había, en toda la extensión del virreinato, ciento treinta y ocho caballeros de Santiago.

Desde los tiempos de Pizarro, en que el número de caballeros no excedió de diez, hasta los del virrey conde de Chinchón, la ceremonia se verificaba en Santo Domingo, en la capilla de la Vera Cruz. Después fue la iglesia de Santo Tomás la designada para toda congregación capitular de esos hidalgos; y finalmente, hasta la independencia, era en la capilla de palacio donde se realizaba la investidura del hábito.

Cuando el virrey era cruzado de Santiago tenía de derecho la freiría o presidencia del capítulo; pero no siéndolo, correspondía este honor al más antiguo de los presentes. Siendo extraño a la orden, no le era lícito al virrey asistir, ni de tapadillo, al acto.

Recibida de España la provisión o título por el cual su majestad agraciaba con el hábito de Santiago a uno de sus súbditos, residente en Lima, y designado por el freire día para la recepción solemne, reuníanse todos sus caballeros, a las ocho de la mañana, en la capilla de palacio, donde un canónigo u otro eclesiástico de campanillas celebraba una misa y daba la comunión al candidato.

Sólo tenían entrada en la capilla los títulos y caballeros con sus familias.

Terminada la misa, el freire ocupaba frente al altar un sillón forrado con terciopelo carmesí, sentándose los caballeros a los lados en taburetes de terciopelo. El freire se ponía de pie, imitábanlo los caballeros, desenvainábanse las espadas, y decía el freire:

—Caballeros de Santiago, empieza el capítulo, ¡viva el rey!

Los caballeros blandían las espadas y contestaban: «¡Viva!».

Continuaba el freire:

—¡Caballeros de Santiago! Su majestad, que Dios guarde, manda que invistamos con el hábito de la orden, ciñamos el acero y calcemos la escuela a D. (aquí el nombre del agraciado), hidalgo de buen solar y que, en la limpieza de su ejecutoria ha comprobado no tener sangre de moro, hereje, ni judío.

En España era de rito, aun cuando el monarca presidiese el acto, preguntar a los caballeros si aceptaban o no al candidato, pero en el Perú se omitía esta fórmula.

Sentábanse y cubríanse los caballeros, envainando previamente las espadas; y pocos instantes después entraba el aspirante, acompañado por dos de los cruzados, que le servían de padrinos.

El aspirante, con la cabeza descubierta, sentábase en el suelo o sobre una alfombra, cruzadas las piernas, y en esta actitud escuchaba la lectura que el freire hacía del establecimiento, nombre dado a un pergamino que contenía las pragmáticas de la orden y detallaba las obligaciones, derechos y prerrogativas de los caballeros. Luego poníanse de pie el freire y los caballeros, descubríanse y sacaban las espadas. El candidato se arrodillaba, y el freire le tomaba juramento en arreglo a esta fórmula:

—¿Juráis a Dios y a la cruz, emblema de redención, que procuraréis sin descanso la utilidad y bien de la orden, que jamás iréis ni vendréis contra ella y que defenderéis en todo campo que la Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra, fue concebida sin mancha de pecado original en el primer instante de su ser natural? «Sí juro» —contestaba el aspirante—. Si faltareis a vuestro juramento, Dios y nosotros os lo demandaremos. Levantaos, caballero de Santiago.

El freire y los padrinos le echaban sobre los hombros el manto, le ceñían la espada y le calzaban las espuelas. Concluida la investidura, decía el freire:

Et induat te novum hominem, qui secundum Deus creatus est in justitia, et in sanctitate et veritate.

Uno de los padrinos hacía al novel caballero ocupar el último asiento, diciéndole:

—Siempre que os reunáis con otros caballeros de la orden seréis en todo el último, hasta tanto que venga otro a quien por la antigüedad precedáis.

Un caballero, designado con anterioridad para el caso, dirigía en latín algunas palabras de felicitación al nuevo adepto. Luego éste, acompañado por sus dos padrinos, besaba en la mejilla a sus cofrades.

Parábanse luego todos, desnudaban las espadas, y el freire decía:

—Ha concluido el capítulo. ¡Viva el rey!

En seguida el nuevo caballero agasajaba a los de la orden con un almuerzo (en el cual no eran admitidas las faldas) en Amancaes o alguna quinta en los alrededores de la ciudad.

Un caballero de hábito

Ello es lo cierto que si me echara a averiguar el origen de muchos de los pergaminos de nobleza que en este Perú acordaron los monarcas de Castilla a sus leales vasallos, habría de sacar a plaza inmundicias de tamaña magnitud que obligaría al pulcro lector a taparse las narices con el pañuelo.

La casualidad puso hace poco entre mis manos el testamento y papeles de un caballero que murió a principios del siglo, y de ellos saco en limpio el siguiente extracto sobre los antecedentes de su señoría, a quien bautizaré con el nombre de don Juan.

Juanito era en su mocedad un grandísimo calavera. Vino de Andalucía a Lima en busca de la madre gallega (léase fortuna), y lejos de aspirar a encontrarla en el trabajo honrado, se dio al libertinaje y a vivir pegando hoy un petardo a éste y mañana al de más allá.

Celebrábase una noche la novena de la Virgen del Rosario, muy concurrida por la gente de tono, y a la puerta de la iglesia de Santo Domingo hallábanse varios mendigos poniendo a contribución la caridad de los devotos. Entre ellos, el que mejor cosecha obtenía de cuartillos y hasta de columnarias era un ciego; y aquella noche había alcanzado a reunir en la escudilla hasta veintisiete reales, que no eran un gorgojo. De repente, un individuo que pasaba por la puerta del templo le arrebató el platillo, guardose las monedas, y sin hacer caso de las protestas y gritos del ciego, continuó de prisa su camino y perdiose en la lóbrega calle de Afligidos.

El ladrón era el tarambana de Juanito.

Con los veintisiete reales del pordiosero dirigiose a una casa de juego y empezó a apuntar. Algunas horas después había ganado hasta treinta onzas, que le sirvieron para equiparse decentemente, hacerse poco a poco de relaciones entre la argirocracia o aristocracia de la plata, que, la verdad sea dicha, era en Lima muy dada a ver correr las muelas de Santa Apolonia. Decir noble, por supuesto con las excepciones de toda regla, era decir jugador, y aun el que esto escribe alcanzó a conocer un caballero de muchas campanillas que perdió en una parada, en treses, una casa-quinta y diez talegos de a mil con otros tantos esclavos. Calculen ustedes por ahí lo rumboso de aquellos jugadores.

Hasta las damas de la aristocracia sacaban los pies del plato y tiraban a Jorge de la orejita. Basta recordar lo que fue Chorrillos hasta 1850. Tantos ranchos, tantos garitos. Allí no sólo se descamisaban entre hombres, sino que muy lindas hijas de Eva tiraban pinta que era una maravilla y con más desparpajo que militar en campaña.

Los veintisiete males del mendigo tenían consigo la bendición de Dios. Fueron como un amuleto para nuestro don Juan, pues consiguió fijar la rueda de la fortuna. En menos de cinco años, no sólo llegó a ser uno de los hombres más acaudalados de Lima, sino que hasta encontró el hábito de una orden de caballería, no recuerdo si de Santiago o Alcántara, y la casa que fabricó en la calle de... (¡casi se me escapa!) era considerada como una de las mejores de la ciudad.

He consagrado un artículo a la descripción del ceremonial empleado en Lima para la investidura del hábito de Santiago. No tengo datos sobre lo que fueron entre nosotros las órdenes de Montesa y de Calatrava; pero no habiendo ellas tenido en Lima capítulo, es claro que los pertenecientes a ellas recibieron en España la investidura y no en América.

De la orden de Alcántara sólo sé que la investidura se efectuaba en la iglesia de Monserrate, en cuyo conventillo vivían los padres benedictinos, o en la capilla del Barranco. El juramento y ceremonial era el siguiente:

—¿Juráis a Dios y a Santa María, y a esta señal de la † do ponéis vuestra mano, y a los santos Evangelios, que os habréis bien y fielmente en el cumplimiento de vuestros deberes y obligaciones como caballero de Alcántara? ¿Esto vos juraislo así?

—Sí juro —contestaba el aspirante.

—Dios vos lo deje cumplir a salvación de vuestra alma y honra de vuestro cuerpo.

En seguida le calzaban la espuela, ceñíanle el acero, colocaban sobre sus hombros el manto blanco con cruz verde cantonada, colgábanle al cuello la venera, y el maestre, el clavero o el freire que presidía el capítulo decía:

—¿Qué prometéis?

—Estabilidad y firmeza.

—Dios os dé perseverancia.

Y dándole con la espada un ligero golpe en la cabeza, añadía:

—Dios Nuestro Señor, a intercesión de la Virgen Santísima María, su Madre, concebida sin mancha de pecado original, y de nuestros padres San Benito y San Bernardo, os haga buen caballero de Alcántara. Levantaos.

El novel caballero besaba la mano al maestre, clavero o freire que lo había investido, y se daba por concluido el capítulo.

En cuanto a los caballeros de Carlos III, era en la capilla de palacio donde se verificaba la investidura.

Volvamos a nuestro personaje.

Distinguiose este caballero por su caridad para con los pobres; pues lejos de imitar a otros cicateros que el día sábado compraban dos o tres pesos de pan frío para repartirlo entre los mendigos que por la mañana invadían el patio de las casas de rango, él distribuía semanalmente entre esos infelices la suma de veinte pesos en moneda menuda, amén de las limosnas que en mayor escala y privadamente hacía.

Fuese humildad o cumplimiento de penitencia por el confesor impuesta, ello es que en una de las cláusulas de su testamento fundó capellanía para que perpetuamente se dijesen, no recuerdo cuántas misas por el alma del ciego de la puerta de Santo Domingo, apareciendo con puntos y comas referida la historia de los veintisiete reales.

La faltriquera del Diablo

I

Hay en Lima una calle conocida por la de la Faltriquera del diablo...

Mas antes de entrar en la tradición, quiero consignar el origen que tienen los nombres con que fueron bautizadas muchas de las calles de esta republicana hoy y antaño aristocrática ciudad de los reyes del Perú. A pesar de que oficialmente se ha querido desbautizarlas, ningún limeño hace caso de nombres nuevos, y a fe que razón les sobra. De mí sé decir que jamás empleo la moderna nomenclatura: primero, porque el pasado merece algún respeto, y a nada conduce abolir nombres que despiertan recuerdos históricos; y segundo, porque tales prescripciones de la autoridad son papel mojado y no alcanzarán sino con el transcurso de siglos a hacer olvidar lo que entró en nuestra memoria junto con la cartilla. Aunque ya no hay limeños de los de sombrero con cuita, limeños pur sang, échese usted a preguntar a los que recibimos en la infancia paladeo, no de racahout, sino de mazamorra, por la calle del Cuzco o de Arequipa, y perderá lastimosamente su tiempo. En cambio, pregúntenos usted dónde está el callejón del Gigante, el de los Cachos, o el de la Sirena, y verá que no nos mordemos la lengua para darle respuesta.

Cuando Pizarro fundó Lima, dividiose el área de la ciudad en lotes o solares bastante espaciosos para que cada casa tuviera gran patio y huerta o jardín. Desde entonces casi la mitad de las calles fueron conocidas por el nombre del vecino más notable. Bastará en prueba que citemos las siguientes: Argandoña, Aparicio, Azaña, Belaochaga, Beytia, Bravo, Baquíjano, Boza, Bejarano, Breña, Barraganes, Chávez, Concha, Calonge, Carrera, Cádices, Esplana, Fano, Granados, Hoyos, Ibarrola, Juan Pablo, Juan Simón, Lártiga, Lescano, La-Riva, León de Andrade, Llanos, Matienzo, Maurtua, Matavilela, Melchor Malo, Mestas, Miranda, Mendoza, Núñez, Negreyros, Ortiz, Ormeño, Otárola, Otero, Orejuelas, Pastrana, Padre Jerónimo, Pando, Queipo, Romero, Salinas, Tobal, Ulloa, Urrutia, Villalta, Villegas, Zavala, Zárate.

La calle de doña Elvira se llamó así por una famosa curandera, que en tiempo del virrey duque de la Palata tuvo en ella su domicilio. Juan de Caviedes en su Diente del Parnaso nos da largas y curiosas noticias de esta mujer que inspiró agudísimos conceptos a la satírica vena del poeta limeño.

Sobre la calle de las Mariquitas cuentan que el alférez don Basilio García Ciudad, guapo mancebo y donairoso poeta, que comía pan en Lima por los años 1758, fue quien hizo popular el nombre. Vivían en dicha calle tres doncellas, bautizadas por el cura con el nombre de María, en loor de las cuales improvisó un día el galante alférez la espinela siguiente:

«Mi cariño verdadero
diera a alguna de las tres;
mas lo fuerte del caso es
que yo no sé a cuál más quiero.
Cada una es como un lucero,
las tres por demás bonitas
congojas darme infinitas,
y para hacer su elección
no atina mi corazón
entre las tres Mariquitas».

La calle que impropiamente llaman muchos del Gato no se nombró sino de Gato, apellido de un acaudalado boticario.

Los bizcochitos de la Zamudio dieron tal fama a una pastelera de este apellido, que quedó por nombre de la calle. A idéntica causa debe su nombre la calle del Serrano; que transandino fue el propietario de una célebre panadería allí establecida.

La del Mármol de Carvajal lució la lápida infamatoria para el maese de campo de Gonzalo Pizarro.

De Polvos Azules llamose la calle en donde se vendía el añil.

Rastro de San Francisco y Rastro de San Jacinto nombráronse aquellas en donde estuvieron situados los primeros camales o mataderos públicos.

La calle de Afligidos se llamó así porque en un solar o corralón de ella se refugiaron muchos infelices que quedaron sin pan ni hogar por consecuencia de un terremoto.

La calle de Juan de la Coba debió su nombre al famoso banquero Juan de la Cueva.

En tiempo del virrey conde de Superunda, a pocos meses después de la ruina del Callao encontraron en un corral de gallinas un cascarón del que salió un basilisco o pollo fenomenal. Por novelería iba el pueblo a visitar el corral, y desde entonces tuvimos la que se llama calle del Huevo.

Cuando la Inquisición celebraba auto público de fe, colocábase en la esquina de la que con ese motivo se llamó calle de Judíos un cuadro con toscos figurones, que diz representaban la verdadera efigie de los reos, rodeados de diablos, diablesas y llamas infernales.

Por no alargar demasiado este capítulo omitimos el origen de otros nombres de calles, y que fácilmente se explicará el lector. A este número pertenecen las que fueron habitadas por algún gremio de artesanos y las que llevan nombres de árboles o de santos. Pero ingenuamente confesamos que, a pesar de nuestras más prolijas investigaciones, nos ha sido imposible descubrir el de las diez calles siguientes: Malambo, Yaparió, Sietejeringas, Contradicción, Penitencia, Suspiro, Expiración, Mandamientos, Comesebo y Pilitricas. Sobre cuatro de estos nombres hemos oído explicaciones más o menos antojadizas y que no satisfacen nuestro espíritu de investigación.

Ahora volvamos a la calle de la Faltriquera del Diablo.

II

Entre las que hoy son estaciones de los ferrocarriles del Callao y Chorrillos, había por los años de 1651 una calleja solitaria, pues en ella no existían más que una casa de humilde aspecto y dos o tres tiendas. El resto de la calle lo formaba un solar o corralón con pared poco elevada. Tan desdichada era la calle que ni siquiera tenía nombre, y al extremo de ella veíase un nicho con una imagen de la Virgen (alumbrada de noche por una lamparilla de aceite), de cuyo culto cuidaban las canonesas del monasterio de la Encarnación. Habitaba la casa un español, notable por su fortuna y por su libertinaje. Cayó éste enfermo de gravedad, y no había forma de convencerlo para que hiciera testamento y recibiese los últimos auxilios espirituales. En vano sus deudos llevaron junto al lecho del moribundo al padre Castillo, jesuita de cuya canonización se ha tratado, al mercenario Urraca y al agustino Vadillo, muertos en olor de santidad. El empedernido pecador los colmaba de desvergüenzas y les tiraba a la cabeza el primer trasto que a manos le venía.

Habían ya los parientes perdido la esperanza de que el libertino arreglara cuentas de conciencia con un confesor, cuando tuvo noticia del caso un fraile dominico que era amigo y compañero de aventuras del enfermo. El tal fraile, que se encontraba a la sazón preso en el convento en castigo de la vida licenciosa que con desprestigio de la comunidad traía, se comprometió a hacer apear de su asno al impenitente pecador. Acordole licencia el prelado, y nuestro dominico, después de proveerse de una limeta de moscorrofio, se dirigió sin más breviario a casa de su doliente amigo.

—¡Qué diablos, hombre! ¡Vengo por ti para llevarte a una parranda, donde hay muchachas de arroz con leche y canela, y te encuentro en cama haciendo el chancho rengo! Vamos, pícaro, pon de punta los huesos y andandito, que la cosa apura.

El enfermo lanzó un quejido, mas no dejó de relamerse ante el cuadro de libertinaje que le pintaba el fraile.

—Bien quisiera acompañarte; pero ¡ay! apenas puedo moverme... Dicen que pronto doy las boqueadas.

—¡Qué has de dar, hombre! ¡Vaya! Prueba de este confortativo, y ya verás lo que es rico.

Y acercando la botella de aguardiente a la boca del enfermo, lo hizo apurar un buen sorbo.

—¡Eh! ¿Qué te parece?

—Cereza legítimo —contestó el doliente, haciendo sonar la lengua en el paladar—. En fin, siquiera tú no eres como esos frailes de mal agüero que de día y de noche me están con la cantaleta de que si no me confieso me van a llevar los diablos.

—¡Habrá bellacos! No les hagas caso, y vuélvete a la pared. Pero aunque ello sea una candidez, hombre, sabes que se me ocurre creer que nada pierdes con confesarte. Si hay infierno te has librado, y si no lo hay...

—¡Tú también me sermoneas!... —interrumpió el enfermo encolerizándose.

—¡Quia, chico, es un decir!... No te afaroles, y cortemos la bilis.

Nuevo ataque a la botella, y prosiguió el español:

—Sobre que en mi vida me he confesado y no sabría por dónde empezar.

—Mira, ya que no puedes acompañarme a la jarana, tampoco quiero dejarte solo; y como en algo hemos de matar el tiempo, empleémoslo en dejar vacía la luneta y ensayar la confesión.

Y así por este tono siguió el diálogo, y entre trago y trago fue suavizándose el enfermo.

Al día siguiente vino el padre Castillo, y maravillose mucho de no encontrar ya reacio al pecador.

Con el ensayo de la víspera había éste tomado gusto a la confesión. Para él la gran dificultad había estado en comenzar, y diz que murió devotamente y edificando a todos con su contrición. La prueba es que legó la mitad de su hacienda a los conventos, lo que en esos tiempos bastaba para que a un cristiano le abriese San Pedro de par en par las puertas del cielo.

Entretanto, el dominico se jactaba de que exclusivamente era obra suya la salvación de esa alma, y para más encarecer su tarea solía añadir:

—He sacado esa alma de la faltriquera del diablo.

Y popularizándose el suceso y el dicho del reverendo, tuvo desde entonces nombre la calle que todos los limeños conocemos.

El puente de los pecadores

Antes de entrar de lleno en la tradición del puente de Huaura, la villa favorita de dos santidades republicanas con entorchados de general (San Martín y Santa Cruz), aprovecho la oportunidad para consagrar pocas líneas a la historia de la fundación de su conventillo franciscano, hoy en ruinas, pero en cuyo claustro celebró sus sesiones cierta Asamblea legislativa de triste recordación.

El capitán D. Gonzalo de Heredia y Rengifo, descendiente de un conquistador, a poco de haber contraído matrimonio con doña Catalina Núñez Vela, deuda del infortunado virrey de ese apellido, fue asesinado una noche en la calle de Huaura, sin que la justicia alcanzase a descubrir al matador. No habiendo dejado hijo que lo heredase, su cuitado don Fernando de Izázaga y Meneses se creyó con derecho a la hacienda del difunto, y entabló pleito a la viuda; mas aunque doña Catalina acusó a Meneses de haber sido el asesino de su marido, no pudo presentar prueba clara; y don Fernando, que pertenecía a la familia del conde de Cifuentes y de la princesa de Éboli (la célebre tuerta que tan al retortero trajo al sombrío Felipe II, haciéndolo cometer calaveradas de mozalbete), fue absuelto en todas las instancias.

Iba ya a declararse en favor de don Fernando la herencia, cuando una mañana, limpiando doña Catalina los cuadros que adornaban las paredes de su sala, descubrió en la juntura de un lienzo que representaba al Seráfico un legajo de papeles, y entre otros de importancia, encontró un testamento en toda regla, firmado por Heredia quince días antes de su trágica muerte. El capitán tendría algún barrunto de lo que iba a sucederle, y procedía recordando lo de hombre prevenido nunca fue vencido.

Heredia, que por su madre doña Graciana Rengifo era patrón del colegio máximo de San Pablo en Lima, dejaba el quinto de su fortuna a la viuda, un buen legado a los jesuitas, y el resto, que excedía de cien mil duros, para la fábrica del conventillo de San Francisco, con holgada renta para manutención de los frailes y sostenimiento del culto.

Tan en forma estaría el testamento, que no hubo rábula que se atreviera a meterle cliente, prestándose a patrocinar la pretensión de Meneses, quien tuvo que morderse la punta del bigote y tragar saliva. Si él fue el asesino, arrastrado por la codicia de la herencia, no sacó de su crimen el provecho que se prometía.

A principios del siglo XVII y para comodidad de los que viajaban de Lima a la costa-abajo, como decían nuestros abuelos al referirse a los valles situados al Norte de la capital del virreinato, se construyó sobre el río de llanura un puente de un solo arco, el cual descansaba por un lado sobre unas peñas del cerro de Chacaca, que está a la entrada de la villa, y por el opuesto en una enorme piedra cerca de Peralvillo. Para poner la villa al cubierto de las correrías de los piratas que en una de sus incursiones habían talado Huaura dando muerte al acaudalado vecino don Luis de la Carrera, se hizo una portada al extremo del puente, y sobre ella se colocaron dos bombardas o cañones de poco calibre.

Que no debió de ser obra muy sólida la del puente, lo prueba el que en 1785 el subdelegado don Luis Martín de Mata, constructor también del puente del río de Santa, emprendió repararlo con erogaciones pecuniarias de los agricultores del valle. El subdelegado llevó a buen término su empresa; mas algunos vecinos, enemistados con la autoridad, se echaron a decir que la refacción estaba mal hecha y que el puente amenazaba derrumbarse el mejor día.

A la cabeza del bando oposicionista y asustadizo estaba don Ignacio Fernández Estrada, hacendado influyente, quien obtuvo del virrey licencia para construir un nuevo puente sin gravamen del real tesoro, pero concediéndosele durante treinta años el derecho de cobrar medio real de peaje a cada persona y un real por cada acémila.

Como era natural, todos prefirieron el pasaje gratis por el puente antiguo, y esto no hacía la cuenta al concesionario Fernández Estrada. Yo no sabré decir cómo se las compuso este caballero; pero lo positivo es que un domingo, antes de dar principio a la misa, leyó el cura a los feligreses un pliego arzobispal, por el cual su ilustrísima declaraba en pecado mortal a todo el que se arriesgase a pasar por el antiguo puente; pues con deliberada voluntad se ponía en flagrante peligro de muerte, o lo que es lo mismo, se colocaba en idéntica condición a la del suicida.

Si ello hubiera sido mandato gubernamental, de fijo que todos los vecinos se habrían confabulado para no traficar por el puente nuevo. Pero eso de comprometer, no la pelleja, sino la salvación eterna, era ya cantar distinto. «Que sufra el bolsillo y no sufra el alma», o dijeron a una los feligreses.

Y Fernández Estrada empezó desde ese día a hacer caldo gordo con los maravedises que cobraba por derecho de peaje.

¡Ay del desventurado que se hubiera atrevido a poner la planta en el puente viejo o el puente excomulgado! Los muchachos lo habrían apedreado por mal cristiano y hereje y francmasón, que ya por ese año la Gaceta decía que la revolución francesa era obra exclusiva de unos hombres diabólicos que habían creado una secta infernal, bautizándola con el nombre de masonería.

¡Pero fuese usted de puente favorecido con la bendición archiepiscopal!

En 1810, en momentos en que caballera en una mula regresaba una india para el caserío de Végueta, antojósele al puente nuevo decir: «aquí di fin», y se derrumbó con estrépito. La pasajera se encomendó a la Virgen del Carmen, y en vez de dar en el río, se encontró sana y salva junto con su mala en la banda opuesta.

En memoria de la milagrosa salvación de la india se levantó en ese sitio una capillita dedicada a la Virgen del Carmen, y a la cual la devoción popular obsequia constantemente con cirios.

El puente viejo, o sea el puente de los pecadores, se conserva sin haber dado todavía un susto a nadie; aunque la municipalidad no debe abrigar en él mucha confianza, pues a un hacendado que en 1872 solicitó permiso para el tránsito de una maquinaria que pesaba cuatro toneladas, le exigieron afianzase previamente el valor del puente.

Una tarjeta de visita

Entre don Sebastián de Aliaga, marqués de Celada de la Fuente, y su hermano don Juan José de Aliaga, marqués de Fuentehermosa, existía allí por los años de 1815 grave desavenencia. Los hermanos no sólo no se visitaban, sino que aun al encontrarse en la calle esquivaban el saludo.

No era todo esto porque los Aliagas se odiasen, sino por complacer a sus respectivas consortes, que no sabemos por qué femenil quisquilla se profesaban mutua inquina.

El don Sebastián, que a su título de marqués añadía el de conde de Lurigancho, desempeñaba el empleo hereditario de contador de la real casa de Moneda. A las nueve de la mañana, después del desayuno, subía al coche tirado por cuatro mulas y encaminábase a la oficina, donde permanecía hasta la una, hora en que terminaban las labores. Volvía a montar en su coche, apeábase a la puerta de un cajón de Ribera, donde ya lo esperaban los tertulios, que eran personajes de la nobleza y frailes de campanillas, y pasábase allí hora y media de charla, amenizada con una tanda de chaquete, juego de moda a la sazón. Tan luego como el esquilón de la catedral empezaba a llamar a coro a los canónigos, despedíase el conde de San Juan de Lurigancho, y siempre en coche regresaba a su casa, situada en la calle de Palacio.

En 1815 su hermano el marqués de Fuentehermosa encontrábase de los hombres más apurados como se dice. Era el caso que don Pablo de Avellafuerte, caballero de mucho fuste, le había pedido la mano de su hija doña Rosa, y el señor don Juan José no podía decidirse a otorgársela sin previo acuerdo con su hermano don Sebastián, que era el mayorazgo. La cuestión era de lo más grave que podía presentarse para un hidalgo de esos tiempos. No por el gusto de casar a la hija había de entroncarse con quien los de su linaje rechazaran.

El de Fuentehermosa no quería ir a casa de la cuñada por evitarse la humillación, según él creía, de saludar a ésta. Tampoco tenía voluntad para escribir a su hermano, porque el asunto no era para tratarlo por cartas. Decidiose, pues, a abordar a don Sebastián en terreno neutral, y al efecto anduve un día paseando del Portal a la Ribera, en acecho de momento oportuno para entrar en plática con el de Celada de la Fuente.

En el instante que éste daba fin a su obligada tanda de chaquete, apareciose don Juan José.

—¡Salud, caballeros! ¿Cómo estás, hermano?

—Así, así hermano..., algo achacosillo —contestó don Sebastián.

—Pues con venia de estos señores —continuó don Juan José—, vengo a consultarte si como jefe de la familia encuentras causa de oposición para el matrimonio de tu sobrina Rosa con Avellafuerte.

—Hombre, me parece bien pensado que cases a la muchacha con don Pablo. Es un caballero a las derechas, y me congratulo de que entre en la familia.

—Pues entonces, hermano, no hay más que hablar. ¡A la paz de Dios, caballeros!

Dio el de Fuentehermosa la mano al mayorazgo, despidiose de los tertulios y salió del cajón de Ribera.

Don Sebastián quedose cavilando en que la conducta de su hermano tenía mucho de altiva; pues no era en la calle, en casa de un extraño, en una tienda pública, en fin, en donde debió buscarlo para hablarle de uno de esos asuntos de familia a que la gente de sangre azul daba tan subida importancia. Después de cavilarlo mucho, resolvió el de Celada de la Fuente darle una leccioncita al de Fuentehermosa, y montando en su coche, dirigiose a la casa de éste, que era la que formaba el ángulo de las calles de San José y Santa Apolonia.

—Mi hermano ha debido buscarme en mi casa —murmuraba— y no en el cajón de Ribera. Con esta conducta ha querido darme a entender que me estoy encanallando. Ahora voy a chantarle cuatro frescas.

Al llegar a la casa preguntó por su amo al fámulo o portero, y éste le lijo que don Juan José no vendría hasta la noche, pues estaba de convite donde don Pablo Avellafuerte.

El mayorazgo de los Aliagas sacó del bolsillo de su casaca una tarjeta y escribió en ella con lápiz:

José Sebastián de Aliaga,
cajonero de Ribera,
humilde con los humildes,
soberbio con la soberbia.

Tal fue la espiritual tarjeta de visita que el conde de Lurigancho dejó en casa de su atrabilario hermano.

Un tesoro y una superstición

Cura de Locumba, a principio del siglo actual, era el venerable doctor Galdo, quien fue llamado un día para confesar a un moribundo. Era éste un indio cargado de años, más que centenario, y conocido con el nombre de Mariano Choquemamani.

Después de recibir los últimos sacramentos, le dijo al cura:

Taita, voy a confiarte un secreto, ya que no tengo hijo a quien transmitirlo. Yo desciendo de Titu-Atauchi, cacique de Moquegua en los tiempos de Atahualpa. Cuando los españoles se apoderaron del inca, éste envió un emisario a Titu-Atauchi con la orden de que juntase oro para pagar su rescate. El noble cacique reunió gran cantidad de tejos de oro, y en los momentos en que se alistaba para conducir este tesoro a Cajamarca recibió la noticia del suplicio de Atahualpa. Titu-Atauchi escondió el oro en la gruta que existe en el alto de Locumba, acostose sobre el codiciado metal y se suicidó. Su sepulcro está cubierto de arena fina hasta cierta altura: encima hay una palizada de pacays y sobre éstos gran cantidad de esteras de caña, piedras, barra y cascajo. Entre las cañas se encontrará una canasta de mimbres y el esqueleto de un loro. Este secreto me fue transmitido por mi padre, quien lo había recibido de mi abuelo. Yo, taita cura, te lo confío para que si llegase a destruirse la iglesia de Locumba saques el oro y lo gastes en edificar un nuevo templo.

Corriendo los años, Galdo comunicó el secreto a su sucesor.

El 18 de septiembre de 1833 un terremoto echó por tierra la iglesia de Locumba. El cura Cueto, que era el nuevo cura, creyó llegada la oportunidad de extraer el tesoro; pero tuvo que luchar con la resistencia de los indios, que veían en tal acto una odiosa profanación. No obstante, asociáronse algunos vecinos notables y acometieron la empresa, logrando descubrir los palos de pacay, esteras de caña y el loro.

Al encontrarse con el esqueleto de esta ave los indios se amotinaron, protestando que asesinarían a los blancos que tuviesen la audacia de continuar profanando la tumba del cacique. No hubo forma de apaciguarlos y los vecinos tuvieron que desistir del empeño.

En 1868 era ya una nueva generación la que había en Locumba; mas no por eso se había extinguido la superstición entre los indios.

El coronel don Mariano Pío Cornejo, que después de haber sido en Lima ministro de Guerra y Marina, se acababa de establecer en una de sus haciendas del valle de Locumba, encabezó nueva sociedad para desenterrar el tesoro. Trabajose con tesón, sacáronse piedras, palos, esteras, y por fin llegó a descubrirse la canasta de mimbres. Dos o tres días más de trabajo, y todos creían seguro encontrar, junto con el cadáver del cacique, el ambicionado tesoro.

Extraída la canasta, viose que contenía el esqueleto de una vicuña.

Los indios lanzaron un espantoso grito, arrojaron hachas, picos y azadones y echaron a correr aterrorizados.

Existía entre ellos la tradición de que no quedaría piedra sobre piedra en sus hogares si con mano sacrílega tocaba algún mortal el cadáver del cacique.

Los ruegos, las amenazas y las dádivas fueron, durante muchos días, impotentes para vencer la resistencia de los indios.

Al cabo ocurriole a uno de los socios emplear un recurso al que con dificultad resisten los indios: el aguardiente. Sólo emborrachándolos pudo conseguirse que tomaran las herramientas.

Removidos los últimos obstáculos apareció el cadáver del cacique de Locumba.

«¡Victoria!», exclamaron los interesados. Quizá no había más que profundizar la excavación algunas pulgadas para verse dueños de los anhelados tejos de oro.

Un mayordomo se lanzó sobre el esqueleto y quiso separarlo.

En ese mismo momento un siniestro ruido subterráneo obligó a todos a huir despavoridos. Se desplomaron las casas de Locumba, se abrieron grietas en la superficie de la tierra, brotando de ella borbollones de agua fétida, los hombres no podían sostenerse de pie, los animales corrían espantados y se desbarrancaban y un derrumbamiento volvía a cubrir la tumba del cacique.

Se había realizado el supersticioso augurio de los indios: al tocar el cadáver, sobrevino la ruina y el espanto.

Eran las cinco y cuarto del fatídico 13 de agosto de 1868, día de angustioso recuerdo para los habitantes de Arica y otros pueblos del Sur.

¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!

I

¿No saben ustedes quién fue Ijurra? ¡Pues es raro!

Don Manuel Fuentes Ijurra era por los años de 1790 el mozo más rico del Perú, como que poseía en el Cerro de Pasco una mina de plata, que durante quince años le produjo mil doscientos marcos por cajón. Aquello era de cortar a cincel.

Ijurra era de un feo subido de punto, tenía más fealdad que la que a un solo cristiano cumple y compete, realzada con su desgreño en el vestir. En cambio era rumboso y gastador, siempre que sus larguezas dieran campo para que de él se hablara. Así cuando delante de testigos, sobre todo si éstos eran del sexo que se viste por la cabeza, le pedían una peseta de limosna, motín Ijurra mano al bolsillo y daba algunas onzas de oro diciendo: «Socórrase, hermano, y perdone la pequeñez». Por el contrario, si una viuda vergonzante u otro necesitado ocurría a él en secreto, pidiéndole una caridad, contestaba Ijurra: «Yo no doy de comer a ociosos ni a pelanduscas: trabaje el bausán, que buenos lomos tiene, o vaya la buscona al tambo y a los portales».

No quiero hablar de las conquistas amorosas que hizo Ijurra, gracias a su caudal, porque este tema podría llevarme lejos. Como que le birló la moza nada menos que al regidor Valladares, sujeto a quien no tuve el disgusto de conocer personalmente, pero del cual tengo largas noticias, que por hoy dejo en el fondo del tintero.

Visto está, pues, que a Ijurra lo había agarrado el diablo por la vanidad y que para él fue siempre letra muerta aquel precepto evangélico de «no sepa tu izquierda lo que des con tu derecha». El lujo de su casa, su coche con ruedas de plata y la esplendidez de sus festines formaron época.

En esos tiempos en que no estaban en boga las tinas de mármol ni el sistema de cañerías para conducir el agua a las habitaciones, acostumbraba la gente acomodada humedecer la piel en tinas de madera. Las calles de Lima no estaban canalizadas como hoy, sino cruzadas por acequias repugnantes a la vista y al olfato. Los vecinos, para impedir que las tablas se resecasen y desprendieran de su armazón, hacían poner las tinas en la acequia durante un par de horas.

Pues el señor Ijurra tenía la vanidosa extravagancia de hacer remojar en la acequia una tina de plata maciza.

Cuéntase de él que un día mandó aplicar veinticinco zurriagazos a un español empleado en la mina. El azotado puso el grito en el cielo y entabló querella criminal contra Ijurra. El proceso duraba ya dos años, presentando mal cariz para el insolente criollo. Éste comprendió que a pesar de sus millones corría peligro de ir a la cárcel, y para evitarlo pidió consejo a la almohada, que, dicho sea de paso, es mejor consejero que los de Estado.

Presentósele al otro día el escribano a notificarle un auto judicial, y después de firmar la diligencia, fingiendo Ijurra equivocar la salvadora, vertió sobre el proceso el enorme cangilón de plata que le servía de tintero. El escribano, al ver ese repentino diluvio de tinta, se tomó la cabeza entre las manos, gritando:

—¡Jesús me ampare! ¡Estoy perdido!

—No se alarme —le interrumpió Ijurra—, que para borrón tamaño, uso yo de esta arenilla.

Y cogiendo un saco bien relleno de onzas de oro las echó encima del proceso, recurso mágico que bastó para tranquilizar el espíritu del cartulario, quien no sabemos cómo se las compuso con el juez.

Vaya si tuvo razón el poeta aquel que escribió esta redondilla

«El signo del escribano,
dice un astrólogo inglés,
que el signo de Cáncer es,
pues come a todo cristiano».

Lo positivo es que el de los azotes, viendo que llevaba dos años de litigio y que era cuestión de empezar de nuevo a gastar papel sobado, se avino a una transacción y a quedarse con la felpa a cambio de peluconas.

«No sin fundamento —dice un amigo mío— que todo anda metalizado: desde el apretón de menos hasta los latidos del corazón».

II

En la calle de Bodegones existía un italiano relojero, el cual ostentaba sobre el mostrador un curioso reloj de sobremesa. Era un reloj con torrecillas, campanillas chinescas, pajarillo cantor y no sé qué otros muñecos automáticos. Para aquellos tiempos era una verdadera curiosidad, por la que el dueño pedía tres mil duretes; pero el reloj allí se estaba meses y meses sin encontrar comprador.

La tienda de Bodegones era sitio de tertulia para los lechuguinos contemporáneos del virrey bailío Gil y Lemos, a varios de los que dijo una tarde el relojero:

¡Per Bacco! Mucho de que el Perú es rico y rumbosos los peruleros, y salimos ¡Santa Madona de Sorrento! con que es tierra de gente roñosa y cominera. En Europa habría vendido ese relojillo en un abrir y cerrar de ojos, y en Lima no hay hombre que tenga calzones para comprarlo.

Llegó a noticia de Ijurra el triste concepto en que el italiano tenía a los hijos del Perú, y sin más averiguarlo cogió capa y sombrero, y seguido de tres negros cargados con otros tantos talegos de a mil, entró en la relojería diciendo muy colérico:

—Oiga usted, ño Fifirriche, y aprenda crianza para no llamar tacaños a los que le damos el pan que come. Mío es el reloj, y ahora vea el muy desvergonzado el caso que los peruanos hacemos del dinero.

Y saliendo Ijurra a la puerta de la tienda tiró el reloj al suelo, lo hizo pedazos con el tacón de la bota, y los muchachos que a la sazón pasaban se echaron sobre los destrozados fragmentos.

A uno de los parroquianos del relojero no hubo de parecerle bien este arranque de vanidad, o nacionalismo, porque al alejarse el minero le gritó:

—¡Ijurra! ¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra! —palabras con las que queda significarle que al cabo podría la fortuna volverle la espalda, pues tan sin ton ni son despilfarraba sus dones.

La verdad es que estas palabras fueron para Ijurra como maldición de gitano; porque pocos días después y a revienta-caballos llegaba a Lima el administrador de la mina con la funesta noticia de que ésta se había inundado.

¡Qué cierto es que las desdichas caen por junto, como al perro los palos, y que el mal entra a brazadas y sale a pulgaradas!

Ijurra gastó la gran fortuna que le quedaba en desaguar la mina, empresas que ni él ni sus nietos, que aún viven en el Cerro de Pasco, vieron realizada. Y este fracaso y pérdidas de fuertes sumas en el juego lo arruinaron tan completamente, que murió en una covacha del hospital de San Andrés.

Aquí es el caso de decir con el refrán: «Mundo, mundillo, nacer en palacio y acabar en ventorrillo».

Desde entonces quedó por frase popular entre los limeños el decir a los que derrochan su hacienda sin cuidarse del mañana:

—¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!

Altivez de limeña

I

Entre el señor conde de San Javier y Casa-Laredo y la cuarta hija del conde de la Dehesa de Velayos existían por los años de 1780 los más volcánicos amores.

El de la Dehesa de Velayos, fundadas o infundadas, sus razones tenía para no ver de buen ojo la afición del de San Javier por su hija doña Rosa, y esta terquedad paterna no sirvió sino para aumentar combustible a la hoguera. Inútil fue rodear a la joven de dueñas y rodrigones, argos y cerveros, y aun encerrarla bajo siete llaves, que los amantes hallaron manera para comunicarse y verse a hurtadillas, resultando de aquí algo muy natural y corriente entre los que bien se quieren. Las cuentas claras y el chocolate espeso... Doña Rosa tuvo un hijo de secreto.

Entretanto corría el tiempo como montado en velocípedo, y fuese que en el de San Javier entrara el resfriamiento, dando albergue a nueva pasión, o que motivos de conveniencia y de familia pesaran en su ánimo, ello es que de la mañana a la noche salió el muy ingrato casándose con la marquesita de Casa-Manrique. Bien dice el cantarcillo:

«No te fíes de un hombre,
de mí el primero;
y te lo digo, niña,
porque te quiero».

Doña Rosa tuvo la bastante fuerza de voluntad para ahogar en el pecho su amor y no darse para con el aleve por entendida del agravio, y fue a devorar sus lágrimas en el retiro de los claustros de Santa Clara, donde la abadesa, que era muy su amiga, la aceptó como seglar pensionista, corruptela en uso hasta poco después de la independencia. Raras veces se llenaba la fórmula de solicitar la aquiescencia del obispo o del vicario para que las rejas de un monasterio se abriesen, dando libre entrada a las jóvenes o viejas que por limitado tiempo decidían alejarse del mundo y sus tentaciones.

Algo más. En 1611 concediose a la sevillana dona Jerónima Esquivel que profesase solemnemente en el monasterio de las descalzas de Lima, sin haber comprobado en forma su viudedad. A poco llegó el marido, a quien se tenía por difunto, y encontrando que su mujer y su hija eran monjas descalzas, resolvió él meterse a fraile franciscano, partido que también siguió su hijo. Este cuaterno monacal pinta con elocuencia el predominio de la Iglesia en aquellos tiempos, y el afán de las comunidades por engrosar sus filas, haciendo caso omiso de enojosas formalidades.

No llevaba aún el de San Javier un año de matrimonio, cuando aconteció la muerte de la marquesita. El viudo sintió renacer en el alma su antigua pasión por doña Rosa, y solicitó de ésta una entrevista, la que después de alguna resistencia, real o simulada, se le acordó por la noble reclusa.

El galán acudió al locutorio, se confesó arrepentido de su gravísima falta, y terminó solicitando la merced de repararla casándose con doña Rosa. Ella no podía olvidar que era madre, y accedió a la demanda del condesito; pero imponiendo la condición sine qua non de que el matrimonio se verificase en la portería del convento, sirviendo de madrina la abadesa.

No puso el de San Javier reparos, desató los cordones de la bolsa, y en una semana estuvo todo allanado con la curia y designado el día para las solemnes ceremonias de casamiento y velación.

Un altar portátil se levantó en la portería, el arzobispo dio licencia pare que penetrasen los testigos y convidados de ambos sexos, gente toda de alto coturno; y el capellán de las monjas, luciendo sus más ricos ornamentos, les echó a los novios la inquebrantable lazada.

Terminada la ceremonia, el marido, que tenía coche de gala para llevarse a su costilla, se quedó hecho una estantigua al oír de los labios de doña Rosa esta formal declaración de hostilidades:

—Sector conde, la felicidad de mi hijo me exigía un sacrificio y no he vacilado para hacerlo. La madre ha cumplido con su deber. En cuanto a la mujer, Dios no ha querido concederla que olvide que fue vilmente burlada. Yo no viviré bajo el mismo techo del hombre que despreció mi amor, y no saldré de este convento sino después de muerta.

El de San Javier quiso agarrar las estrellas con la mano izquierda, y suplicó y amenazó. Doña Rosa se mantuvo terca.

Acudió la madrina, y el marido, a quien se le hacía muy duro no dar un mordisco al pan de la boda, la expuso su cuita, imaginándose encontrar en la abadesa persona que abogase enérgicamente en su favor. Pero la madrina, aunque monja era mujer, y como tal comprendía todo lo que de altivo y digno había en la conducta de su ahijada.

—Pues, señor mío —le contestó la abadesa—, mientras estas manos empuñen el báculo abacial, no saldrá Rosa del claustro sino cuando ella lo quiera.

El conde tuvo a la postre que marcharse desahuciado. Apeló a todo género de expedientes e influencias para que su mujer amainase, y cuando se convenció de la esterilidad de su empeño, por vías pacíficas y conciliatorias acudió a los tribunales civiles y eclesiásticos.

Y el pleito duró años y años, y se habría eternizado si la muerte del de San Javier no hubiera venido a ponerle término.

El hijo de doña Rosa entró entonces en posesión del título y hacienda de su padre; y la altiva limeña, libre ya de escribanos, procuradores, papel de sello y demás enguinfingalfas que trae consigo un litigio, terminó tranquilamente sus días en los tiempos de Abascal, sin poner pie fuera del monasterio de las clarisas.

¡Vaya una limeñita de carácter!

El mejor amigo... un perro

I

Apuesto, lector limeño, a que entre los tuyos has conocido algún viejo de esos que alcanzaron el año del cometa (1807), que fue cuando por primera vez se vio en Lima perros con hidrofobia, y a que lo oíste hablar con delicia de la Perla sin compañera.

Sin ser yo todavía viejo, aunque en camino voy de serlo muy en breve, te diré que no sólo he oído hablar de ella, sino que tuve la suerte de conocerla, y de que cuando era niño me regalara rosquetes y confituras. ¡Como que fue mi vecina en el Rastro de San Francisco!

Pero entonces la Perla ya no tenía oriente, y nadie habría dicho que esa anciana, arrugada como higo seco, fue en el primer decenio del siglo actual la más linda mujer de Lima; y eso que en mi tierra ha sido siempre opima la cosecha de buenas mozas.

Allá por los anos de 1810 no era hombre de gusto, sino tonto de caparazón y gualdrapa, quien no la echaba un piropo, que ella recibía como quien oye llover, pues callos tenía en el tímpano de oír palabritas melosas.

Yo no acertaré a retratarla, ni hace falta. Básteme repetir con sus contemporáneos que era bellísima, plusquam-bellísima.

Hasta su nombre era precioso. Háganse ustedes cargo, se llamaba María Isabel.

Y sobre codo, tenía una alma de ángel y una virtud a prueba de tentaciones.

Disfrutaba de cómoda medianía, que su esposo no era ningún potentado, ni siquiera título de Castilla, sino un modesto comerciante en lencería.

Eso sí, el marido era también gallardo mozo y vestía a la última moda, muy currutaco y muy echado para atrás. Los envidiosos de la joya que poseía por mujer, hallando algo que criticar en su garbo y elegancia, lo bautizaron con el apodo de Niño de gonces.

La parejita era como mandada hacer. Imagínate, lector, un par de tortolitas amarteladas, y si te gustan los buenos versos te recomiendo la pintura que de ese amor hace Clemente Althaus en una de sus más galanas poesías que lleva por título: Una carta de la Perla sin compañera.

II

Llegó por ese año a Lima un caballero que andaba corriendo mundo y con el bolsillo bien provisto, pues se gastaba un dineral en sólo las mixtureras.

Después de la misa del domingo acostumbraban los limeños dar un paseo por los portales de la plaza, bajo cuyas arcadas se colocaban algunas mulatas que vendían flores, mixturas, sahumerios y perfumes, y que aindamáis eran destrísimas zurcidoras de voluntades.

Los marquesitos y demás jóvenes ricos y golosos no regateaban para pagar un doblón o media onza de oro por una marimoña, un tulipán, una arirumba, un ramo de claveles disciplinados, un pucherito de mixtura o un cestillo enano de capulíes, nísperos, manzanitas y frutillas con su naranjita de Quito en el centro.

Oigan ustedes hablar de esas costumbres a los abuelitos. El más modesto dice: «¡Vaya si me han comido plata las mixtureras! Nunca hice el domingo con menos de una pelucona. Los mozos de mi tiempo no éramos comineros como los de hoy, que cuando gastan un real piden sencilla o buscan el medio vuelto. Nosotros dábamos hasta la camisa, casi siempre sin interés y de puro rumbosos; y bastábanos con que fuera amiga nuestra la dama que pasaba por el portal para que echásemos la casa por la ventana, y allá iba el ramo o el pucherito, que las malditas mixtureras sabían arreglar con muchísimo primor y gasto. Y después, ¿qué joven salía de una casa el día de fiesta sin que las niñas le obsequiasen la pastillita de briscado o el nisperito con clavos de olor, y le rociaran el pañuelo con agua rica, y lo abrumasen con mil finezas de la laya? ¡Aquella sí era gloria, y no la de estos tiempos de cerveza amarga y papel-manteca!».

Pero, dejando a los abuelitos regocijarse con remembranzas del pasado, que ya vendrá para nuestra generación la época de imitarlos, maldiciendo del presente y poniendo por las nubes el ayer, sigamos nuestro relato.

Entre los asiduos concurrentes al portal encontrábase nuestro viajero, cuya nacionalidad nadie sabía a punto fijo cuál fuese. Según unos era griego, según otros italiano, y no faltaba quien lo cree ese árabe.

Llamábase Mauro Cordato. Viajaba sin criado y en compañía de un hermoso perro de aguas, del cual jamás se apartaba en la calle ni en visitas; y cuando concurría al teatro, compraba en la boletería entrada y asiento para su perro que, la verdad sea dicha, se manejaba durante el espectáculo como toda una persona decente.

El animal era, pues, parte integrante o complementaria del caballero, casi su alter ego; y tanto, que hombres y mujeres decían con mucha naturalidad y como quien nada de chocante dice: «Ahí van Mauro Cordato y su perro».

III

Sucedió que un domingo, después de oír misa en San Agustín, pasó por el portal la Perla sin compañera, de bracero con su dueño y señor el Niño de gonces. Verla Mauro Cordato y apasionarse de ella furiosamente, fue todo uno. Escopetazo a quemarropa y... ¡aliviarse!

Echose Mauro a tomar lenguas de sus amigos y de las mixtureras más conocedoras y ladinas, y sacó en claro el consejo de que no perdiera su tiempo emprendiendo tal conquista; pues era punto menos que imposible alcanzar siquiera una sonrisa de la esquiva limeña.

Picose el amor propio del aventurero, apostó con sus camaradas al que él tendría, la fortuna de rendir la fortaleza, y desde ese instante, sin darse tregua ni reposo, empezó a escaramucear.

Pasaron tres meses, y el galán estaba tan adelantado como el primer día. Ni siquiera había conseguido que lo calabaceasen en forma; pues María Isabel no ponía pie fuera de casa sino acompañada de su marido; ni su esclava se habría atrevido, por toda la plata del Potosí, a llevarla un billete o un mensaje; ni en su salón entraba gente libertina, de este o del otro sexo; que era el esposo hombre que vivía muy sobre aviso, y no economizaba cautela para alejar moros de la costa.

Mauro Cordato, que hasta entonces se había creído sultán de gallinero, empezaba a llamar al diablo en su ayuda. Había el libertino puesto en juego todo su arsenal de ardides, y siempre estérilmente

Y su pasión crecía de minuto en minuto. ¡Qué demonche! No había más que dar largas al tiempo, y esperar sin desesperarse, que por algo dice la copla:

«Primero hizo Dios al hombre
y después a la mujer;
primero se hace la torre
y la veleta después».

IV

Acostumbraba María Isabel ir de seis en seis meses a la Recolección de los descalzos, donde a los pies de un confesor depositaba los escrúpulos de su alma, que en ella no cabía sombra de pecado grave.

En la mañana del 9 de septiembre de 1810 encaminose, seguida de su esclava, al lejano templo.

Pero la casualidad, o el diablo que no duerme, hizo que Mauro Cordato y su perro estuvieran también respirando la brisa matinal y paseándose por la extensa alameda de sauces que conducía a la Recolección franciscana.

El osado galán encontró propicia la oportunidad para pegarse a la dama de sus pensamientos, como pulga a la oreja, y encarecerla los extremos de la pasión que le traía sorbido el seso.

Pensado y hecho. El hombre no se quedó corto en alambicar conceptos; pero María no movió los labios para contestarle, ni lo miró siquiera, ni hizo de sus palabras más caso que del murmullo del agua de la Puente Amaya.

Encocorose Mauro de estar fraseando con una estatua, y cuando vio que la joven se encontraba a poquísima distancia de la portería del convento, la detuvo por el brazo, diciéndola:

—De aquí no pasas sin darme una esperanza de amor.

—¡Atrás, caballero! —contestó ella desasiéndose con energía de la tosca empuñada del mancebo—. Está usted insultando a una mujer honrada y que jamás, por nadie y por nada, faltará a sus deberes.

El despecho ofuscó el cerebro del aventurero, y sacando un puñal lo clavó en el seno de María.

La infeliz lanzó un grito de angustia, y cayó desplomada.

La esclava echó a correr, dando voces, y la casi siempre solitaria (hoy como entonces) Alameda fue poco a poco llenándose de gente.

Mauro Cordato, apenas vio caer a su víctima, se arrodilló para socorrerla, exclamando con acento de desesperación. «¡Qué he hecho, Dios mío, qué he hecho! He muerto a la que era vida de mi vida».

Y se arrancaba pelos de la barba y se mordía los labios con furor. Entretanto, la muchedumbre se arremolinaba gritando: «¡Al asesino, al asesino!», y a todo correr venía una patrulla por el beaterio del Patrocinio.

Mauro Cordato se vio perdido.

Sacó del pecho un pistolete, lo amartilló y se voló el cráneo.

¡Tableau!, como dicen los franceses.

V

La herida de la Perla sin compañera no fue mortal; pues, afortunadamente para ella, el arma se desvió por entre las ballenas del monillo. Como hemos dicho, la conocimos en 1839, cuando ya no era ni sombra de lo que fuera.

Hacía medio siglo, por lo menos, que no se daba en Lima el escándalo de un suicidio. Calcúlese la sensación que éste produciría. De fijo que proporcionó tema para conversar un año; que, por entonces, los sucesos no envejecían, como hoy, a las veinticuatro horas.

Tan raro era un suicidio en Lima, que formaba época, digámoslo así. En este siglo, y hasta que se proclamó la independencia, sólo había noticia de dos: el de Mauro Cordato y el de don Antonio de Errea, caballero de la orden de Calatrava, regidor perpetuo del Cabildo, prior del tribunal del Consolado, y tesorero de la acaudalada congregación de la O. Errea, que en 1816 ejercía el muy honorífico cargo de alcaide de la ciudad, llevaba el guión o estandarte en una de las solemnes procesiones de catedral, cuando tuvo la desdicha de que un cohete o volador mal lanzado le reventara en la cabeza, dejándolo sin sentido. Parece que, a pesar de la prolija curación, no quedó con el juicio muy en sus cabales; pues en 1819 subiose un día al campanario de la Merced y dio el salto mortal. Los maldicientes de esa época dijeron... (yo no lo digo, y dejo la verdad en su sitio)... dijeron... (y no hay que meterme a mí en la danza ni llamarme cuentero, chismoso y calumniador)... Conque decíamos que los maldicientes dijeron... (y repito que no vaya alguien a incomodarse y agarrarla conmigo) que la causa del tal suicidio fue el haber confiado Errea a su hijo político, que era factor de la real compañía de Filipinas, una gruesa suma perteneciente a la congregación de la O, dinero que el otro no devolvió en la oportunidad precisa.

La iglesia dispuso que el cadáver de Mauro Cordato no fuera sepultado en lugar sagrado, sino en el cerrito de las Ramas.

Ni los compañeros de libertinaje con quienes derrochara sus caudales el infeliz joven dieron muestra de aflicción por su horrible desventura. Y eso que en vida contaba los amigos por docenas.

Rectifico. La fosa de Mauro Cordato tuvo durante tres días un guardián leal que no permitió se acercase nadie a profanarla; que se mantuvo firme en su puesto, sin comer ni beber, como el centinela que cumple con la consigna, y que al fin quedó sobre la tumba muerto de inanición.

Desde entonces, y no sin razón, los viejos de Lima dieron en decir: «El mejor amigo... un perro».

Un cuociente inverosímil

Don Rafael Hurtado era por los años de 1888 dueño de la hacienda de Poruma en el valle de Ica. Amigote y compadre suyo era Ignacio Risco, mayordomo de la hacienda de Cipiona, en la jurisdicción de Palpa.

Doce leguas largas de talle separaban a los dos compadres; pero la distancia no servía de obstáculo para que cada mes por lo menos fuese Risco a visitar a Hurtado.

Como entre ambos no había secretos, confió un día el hacendado de Poruma a su compadre que había vendido una gruesa partida de botijas de aguardiente, y recibido por ella ocho mil duros en onzas de oro, las mismas que, resguardadas del sol y viento, tenía encerradas en el fondo de la petaca.

Corrió una semana, y un sábado a más de media noche apareciose Risco, cubierta la faz con una careta; amenazó a Hurtado con darle de puñaladas si oponía resistencia, y se apoderó de las peluconas.

Don Rafael reconoció a su compadre, y al día siguiente fue a casa del gobernador don Antonio Erquiaga, y pidió que se echase guante al ladrón.

A propósito de Erquiaga, cuéntase que éste, recién llegado de Galicia, en 1814, se avecindó en Pisco, donde a los pocos meses fue elegido alcalde. Muy orondo de la honra que acababa de merecer, escribió a su padre comunicándole la distinción que había alcanzado. Tradicional es en Pisco que por el inmediato galeón de España contestó el padre gallego: «Hijo Antonio, dícesme que eres ya autoridad en Pisco, y yo digo: ¿qué tal será esa tierra de b...estias, cuando a ti te han hecho alcalde?».

El gobernador Erquiaga mandó poner en la cárcel y seguir juicio a Ignacio Risco; pero éste tuvo la buena suerte de probar lo que en lenguaje judicial llaman la coartada, con el testimonio unánime de infinitas personas.

Doña María Beytia, respetabilísima señora y dueña de Cipiona, declaró que su mayordomo, a las nueve de la noche del sábado y después de encerrar a los negros esclavos en el galpón, la había personalmente entregado las llaves. El cura, el sacristán y doscientos testigos más juraron haber visto a Risco, a las seis de la mañana del domingo, ayudando al sacerdote a celebrar el santo sacrificio de la misa.

Era, pues, humanamente imposible que en ocho horas hubiera hecho Risco las doto leguas de viaje hasta Poruma y las doce de regreso hasta Cipiona. La justicia tuvo que sobreseer en la causa, y el robado quedó robado y pidió perdón por la calumnia a su compadre. «Albricias, madre; que pregonan a padre», como dice el refrán.

Sólo Perico el Botonero se burlaba del fallo de los jueces y decía riéndose:

—¿Qué son veinticuatro leguas para un brujo? Ese Ignacio Risco sabe cabalgar en una caña de escoba. A mí nadie me quita de la cabeza que él es el de la hazaña.

Perico el Botonero era un pobre diablo, natural de Ica, gran mono bravo o consumidor del zumo de la vid. Ejercía en la ciudad el cargo de demandadero o sacristán del señor de Luren, y cuando le llegó el trance del morir llamó al escribano don Doroteo Cazo, y le dijo: «Dé usted fe de que no soy casado, pero como si lo fuera, porque la mujer que tengo me acompaña cuarenta años y nunca me la ha reclamado su marido. Algo he oído hablar sobre prescripción de derecho, y acaso los códigos lo digan. Ítem, haga usted constar que aunque no debo un real a alma viviente, debo a cada santo un peso, pues las limosnas que me daban para el culto de esos bienaventurados me las he consumido en aguardiente».

Tal fue el testamento de Perico el Botonero, el único hombre en Ica que no creyó en la inocencia de Risco.

Muchos años después, Risco se encontraba en el trance supremo, y pocos minutos antes de recibir la Extremaunción, hizo llamar a varios vecinos, declarando ante ellos que él había sido el ladrón de Poruma.

Eximio jinete y disponiendo de magníficos caballos en Cipiona, había escalonado éstos de distancia en distancia. Aquellos caballos debían correr parejas con el viento para hacer veinticuatro leguas en ocho horas.

Metan ustedes pluma y díganme si a pesar de que la declaración de un moribundo corta toda controversia, no resulta un cuociente inverosímil.

Una moza de rompe y raja

I.
El primer papel moneda

Sin las noticias histórico-económicas que voy a consignar, y que vienen de perilla en estos tiempos de bancario desbarajuste, acaso sería fatigoso para mis lectores entender la tradición.

A principios de 1822, la causa de la independencia corría grave peligro de quedar como la gallina que formó alharaca para poner un huevo, y ese huero. Las recientes atrocidades de Carratalá en Cangallo y de Maroto en Potosí, si bien es cierto que retemplaron a los patriotas de buena ley, trajeron algún pánico a los espíritus débiles y asustadizos. San Martín mismo, desconfiando de su genio y fortuna, habíase dirigido a Guayaquil en busca de Bolívar y de auxilio colombiano, dejando en Lima, al cargo del gobierno, al gran mariscal marqués de Torretagle.

Hablábase de una formidable conspiración para entregar la capital al enemigo; y el nuevo gobierno, a quien los dedos se le antojaban huéspedes, no sólo adoptó medidas ridículas, como la prohibición de que usasen capa los que no habían jurado la independencia, sino que recorrió a expedientes extremos y terroríficos. Entre éstos enumeraremos la orden mandando salir del país a los españoles solteros y el famoso decreto que redactó don Juan Félix Berindoaga, conde de San Donás, barón de Urpín y oficial mayor de un ministerio. Disponía este decreto que los traidores fueron fusilados y sus cadáveres colgados en la horca. ¡Misterios del destino! El único en quien cuatro años más tarde debió tener tal castigo cumplida ejecución fue el desdichado Berindoaga, autor del decreto.

Estando Pasco y Potosí en poder de los realistas, la casa de Moneda no tenía barras de plata que sellar, y entre los grandes políticos y financistas de la época surgió la idea salvadora de emitir papel moneda para atender a los gastos de la guerra. Cada uno estornuda como Dios lo ayuda.

El pueblo, a quien se le hacía muy cuesta arriba concebir que un retazo de papel puede reemplazar al metal acuñado, puso el grito en el séptimo cielo; y para acallarlo preciso que don Bernardo de Torretagle fue escupiese por el colmillo, mandando promulgar el 1.º de febrero un bando de espantamoscas, en el cual se determinaban las penas en que incurrían los que en adelante no recibiesen de buen grado los billetes de a dos y cuatro reales, únicos que al principio se pusieron en circulación.

La medida predijo sus efectos. El pueblo refunfuñaba, y poniendo cara de vinagre agachó la cabeza y pasó por el aro; mientras que los hombres de palacio, satisfechos de su coraje para imponer la ley a la chusma, se pusieron, como dice la copla del coup de nez,

«en la nariz el pulgar
y los demás en hilera,
y... perdonen la manera
de señalar».

Sin embargo, temió el gobierno que la mucha tirantez hiciera reventar la soga, y dio al pueblo una dedada de miel con el nombramiento de García del Río, quien marcharía a Londres para celebrar un empréstito, destinado a la amortización del papel y a sacar almas del purgatorio. El comercio, por su parte, no se echó a dormir el sueño de los justos, y entabló gestiones; y al cabo de seis meses de estudiarse el asunto, se expidió el 13 de agosto un decreto para que el papel (que andaba tan depreciado como los billetes de hoy) fuese recibido en la Aduana del Callao y el Estanco de tabacos. ¡Bonito agosto hicieron los comerciantes de buen olfato! Eso sí que fue andar al trote para ganarse el capote.

Cierto es que San Martín no intervino directamente en la emisión del papel moneda; pero al cándido pueblo, que la da siempre de malicioso y de no tragar anchoveta por sardina, se le puso en el magín que el Protector había sacado la brasa por mano ajena, y que él era el verdadero responsable de la no muy limpia operación. Por eso cuando el 20 de agosto, de regreso de su paseo a Guayaquil, volvió San Martín a encargarse del mando, apenas si hubo señales de alborozo público. Por eso también el pueblo de Lima se había reunido poco antes en la plaza Mayor, pidiendo la cabeza de Monteagudo, quien libró de la borrasca saliendo camino del destierro. Obra de este ministro fue el decreto de 14 de diciembre de 1821 que creaba el Banco nacional de emisión.

Fue bajo el gobierno del gran mariscal Rivagüero cuando en marzo de 1823, a la vez que llegaba la noticia de quedar en Londres oleado y sacramentado el empréstito, resolvió el Congreso que se sellara (por primera vez en el Perú) medio millón de pesos en moneda de cobre para amortizar el papel, del que después de destruir las matrices, se quemaron diariamente en la puerta de la Tesorería billetes por la suma de quinientos pesos hasta quedar extinguida la emisión.

Así se puso término entonces a la crisis, y el papel con garantía o sin garantía del Estado, que para el caso da lo mismo, no volvió a aparecer hasta que... Dios fue servido enviarnos plétora de billetes de Banco y eclipse total de monedas. Entre los patriotas y los patrioteros hemos dejado a la patria en los huesos y como para el carro de la basura.

Pero ya es hora de referir la tradición, no sea que la pluma se deslice y entre en retozos y comparaciones políticas, de suyo peligrosas en los tiempos que vivimos.

II.
La lunareja

Más desvergonzada que la Peta Winder de nuestros días fue en 1822 una hembra, de las de navaja en la liga y pata de gallo en la cintura, conocida en el pueblo de Lima con el apodo de la Lunareja, y en la cual se realizaba al pie de la letra lo que dice el refrán:

«Mujer lunareja,
mala hasta vieja».

Tenía la tal un tenducho o covachuela de zapatos en la calle de Judíos, bajo las gradas de la catedral. Eran las covachuelas unos chiribitiles subterráneos que desaparecieron hace pocos años, no sin resistencia de los canónigos, que percibían el arrendamiento de esas húmedas y feísimas madrigueras.

Siempre que algún parroquiano llegaba al cuchitril de Gertrudis la Lunareja en demanda de un par de zapatos de orejita, era cosa de taparse los oídos con algodones para no escucharla echar por la boca de espuerta que Dios la dio sapos, culebras y demás sucias alimañas. A pesar del riguroso bando conminatorio, la zapatera se negaba resueltamente a recibir papelitos, aderezando su negativa con una salsa parecida a ésta:

—Miren, miren al ladronazo de ño San Martín que, no contento con desnudar a la Virgen del Rosario, quiere llevarse la plata y dejarnos cartoncitos imprentados... ¡La perra que lo parió al muy pu... chuelero!

Y la maldita, que era goda hasta la medula de los huesos, concluía su retahíla de insultos contra el Protector cantando a grito herido una copla del miz-miz, bailecito en boga, en la cual se le zurraba la badana al supremo delegado marqués de Torretagle

«Peste de pericotes
hay en tu cuarto;
deja la puerta abierta,
yo seré el gato.
¡Muera la patria!
¡Muera el marqués!
¡Que viva España!
¡Que viva el rey!».

¡Canario! El cantarcito no podía ser más subversivo en aquellos días, en que la palabra rey quedó tan proscrita del lenguaje, que se desbautizó al peje-rey para llamarlo peje-patria, y al pavo real se le confirmó con el nombre de pavo nacional.

Los descontentos que a la sazón pululaban, aplaudían las insolencias y obscenidades de la Lunareja, que propiedad de pequeños y cobardes es festejar la inmundicia que los maldicientes escupen sobre las espaldas de los que están en el poder. Así envalentonada la zapatera, acrecía de hora en hora en atrevimiento, haciendo huesillo a los agentes de policía, que de vez en cuando la amonestaban para que no escandalizase al patriota y honesto vecindario.

Impuesta de todo la autoridad, vaciló mucho el desgraciado Torretagle para poner coto al escándalo. Repugnaba a su caballerosidad el tener que aplicar las penas del bando en una mujer.

El alcalde del barrio recibió al fin orden de acercarse a la Lunareja y reprenderla; pero ésta que, como hemos dicho, tenía lengua de barbero, afilada y cortadora, acogió al representante de la autoridad con un aluvión de dicterios tales, que al buen alcalde se lo subió la mostaza a las narices, y llamando cuatro soldados hizo conducir, amarrada y casi arrastrando a la procaz zapatera a un calabozo de la cárcel de la Pescadería. Lo menos que le dijo a su merced fue:

«Usía y mi marido
van a Linares
a comprar cuatro bueyes:
vendrán tres pares».

Vivos hay todavía y comiendo pan de la patria (que así llamaban en 1822 al que hoy llamamos pan de hogaza) muchos que presenciaron los verídicos sucesos que relatados dejo, y al testimonio de ellos apelo para que me desmientan, si en un ápice me aparto de la realidad histórica.

Al siguiente día (22 de febrero) levantose por la mañana en la plaza Mayor de Lima un tabladillo con un poste en el centro. A las dos de la tarde, y entre escolta de soldados, sacaron de la Pescadería a la Lunareja.

Un sayón o ministril la ató al poste y la cortó el pelo al rape. Durante esta operación lloraba y se retorcía la infeliz, gritando:

—¡Perdone mi amo Torretagle, que no lo haré más!

A lo que los mataperritos que rodeaban el tabladillo, azuzando al sayón que manejaba tijera y navaja, contestaban en coro:

«Dele, maestro, dele,
hasta que cante el miserere».

Y la Lunareja, pensando que los muchachos aludían al estribillo del miz-miz, se puso a cantar, y como quien satisface cantando la palinodia:

«¡Viva la patria
de los peruanos!
¡Mueran los godos
que son tiranos!

Pero la granujada era implacable, y comenzó a gritar con especial sonsonete:

«¡Boca dura y pies de lana!
Déle, maestro, hasta mañana».

Terminada la rapadura, el sayón le puso a Gertrudis una canilla de muerto por mordaza, y hasta las cuatro de la tarde permaneció la pobre mujer expuesta a la vergüenza pública.

Desde ese momento nadie se resistió a recibir el papel moneda.

Parece que mis paisanos aprovecharon de la lección en cabeza ajena, y que no murmuraron más de las cosas gubernamentales.

III.
El fin de una moza tigre

Cuando nosotros los insurgentes perdimos las fortalezas del Callao, por la traición de Moyano y Oliva, la Lunareja emigró al Real Felipe, donde Rodil la asignó sueldo de tres pesetas diarias y ración de oficial.

El 3 de noviembre de 1824 fue día nefasto para Lima por culpa del pantorrilludo Urdaneta, que proporcionó a los españoles gloria barata. El brigadier don Mateo Ramírez, de feroz memoria, sembró cadáveres de mujeres y niños y hombres inermes en el trayecto que conduce de la portada del Callao a las plazuelas de la Merced y San Marcelo. Las viejas de Lima se estremecen aún de horror cuando hablan de tan sangrienta hecatombe.

Gertrudis la Lunareja fue una de aquellas furiosas y desalmadas bacantes que vinieron ese día con la caballería realista que mandaba el marqués de Valle-Umbroso don Pedro Zavala, y que, como refiere un escritor contemporáneo, cometieron indecibles obscenidades con los muertos, bailando en torno de ellos la mariposa y el agua de nieve.

El 22 de enero de 1826, fecha en que Rodil firmó la capitulación del Callao, murió la Lunareja, probablemente atacada de escorbuto, como la mayoría de los que se encerraron en aquella plaza. Mas por entonces se dijo que la zapatera había apurado un veneno y preferido la muerte a ver ondear en los castillos el pabellón de la República.

La Lunareja exhaló el último aliento gritando: «¡Viva el rey!».

Justicia de Bolívar

(A Ricardo Bustamante)

En junio de 1824 hallábase el ejército libertador escalonado en el departamento de Ancachs, preparándose a emprender las operaciones de la campaña que en agosto de ese año dio por resultado la batalla de Junín, y cuatro meses más tarde el espléndido triunfo de Ayacucho.

Bolívar residía en Caraz con su Estado Mayor, la caballería que mandaba Necochea, la división peruana de La-Mar, y los batallones Bogotá, Caracas, Pichincha y Voltijeros, que tan bizarramente se batieron a órdenes del bravo Córdova.

La división Lara, formada por los batallones Vargas, Rifles y Vencedores, ocupaba cuarteles en la ciudad de Huaraz. Era la oficialidad de estos cuerpos un conjunto de jóvenes gallardos y calaveras, que así eran de indómita bravura en las lides de Marte como en las de Venus. A la vez que se alistaban para luchar heroicamente con el aguerrido y numeroso ejército realista, acometían en la vida de guarnición con no menos arrojo y ardimiento a las descendientes de los golosos desterrados del Paraíso.

La oficialidad colombiana era, pues, motivo de zozobra para las muchachas, de congoja para las madres y de cuita para los maridos; porque aquellos malditos militronchos no podían tropezar con un palmito medianamente apetitoso sin decir, como más tarde el valiente Córdova: Adelante, y paso de vencedor, y tomarse ciertas familiaridades capaces de dar retortijones al marido menos escamado y quisquilloso. ¡Vaya si eran confianzudos los libertadores!

Para ellos estaban abiertas las puertas de todas las casas, y era inútil que alguna se les cerrase, pues tenían siempre su modo de matar pulgas y de entrar en ella como en plaza conquistada. Además nadie se atrevía a tratarlos con despego: primero, porque estaban de moda; segundo, porque habría sido mucha ingratitud hacer ascos a los que venían desde las márgenes del Cauca y del Apure a ayudarnos a romper el aro y participar de nuestros reveses y de nuestras glorias, y tercero, porque en la patria vieja nadie quería sentar plaza de patriota tibio.

Teniendo la división Lara una regular banda de música, los oficiales, que, como hemos dicho, eran gente amiga de jolgorio, se dirigían con ella después de la misa de ocho14 a la casa que en antojo les venía, e improvisaban un baile para el que la dueña de la casa comprometía a sus amigas de la vecindad.

Una señora, a quien llamaremos la señora de Munar, viuda de un acaudalado español, habitaba en una de las casas próximas a la plaza en compañía de dos hijas y dos sobrinas, muchachas todas en condición de aspirar a inmediato casorio, pues eran lindas, ricas, bien endoctrinadas y pertenecientes a la antigua aristocracia del lugar. Tenían lo que entonces se llamaba sal, pimienta, orégano y cominillo; es decir, las cuatro cosas que los que venían de la península buscaban en la mujer americana.

Aunque la señora de Munar, por lealtad sin duda a la memoria de su difunto, era goda y requetegoda, no pudo una noche excusarse de recibir en su salón a los caballeritos colombianos, que a son de música manifestaron deseo de armar jarana en el aristocrático hogar.

Por lo que atañe a las muchachas, sabido es que el alma les brinca en el cuerpo cesado se trata de zarandear a dúo el costalito de tentaciones.

La señora de Munar tragaba saliva a cada piropo que los oficiales endilgaban a las doncellas, y ora daba un pellizco a la sobrina que se descantillaba con una palabrita animadora, o en voz baja llamaba al orden a la hija que prestaba más atención de la que exige la buena crianza a las garatusas de un libertador.

Media noche era ya pasada cuando una de las niñas, cuyos encantos habían sublevado los sentidos del capitán de la cuarta compañía del batallón Vargas, sintiose indispuesta y se retiró a su cuarto. El enamorado y libertino capitán, creyendo burlar al Argos de la madre, fuese a buscar el nido de la paloma. Resistíase ésta a las exigencias del Tenorio, que probablemente llevaban camino de pasar de turbio a castaño obscuro, cuando una mano se apoderó con rapidez de la espada que el oficial llevaba al cinto y le clavó la hoja en el costado.

Quien así castigaba al hombre que pretendió llevar la deshonra al seno de una familia, era la anciana señora de Munar.

El capitán se lanzó al salón cubriéndose la herida con las manos. Sus compañeros, de quienes era muy querido, armaron gran estrépito, y después de rodear la casa con soldados y de dejar preso a todo títere con faldas, condujeron al moribundo al cuartel.

Terminaba Bolívar de almorzar cuando tuvo noticia de tamaño escándalo, y en el acto montó a caballo e hizo en poquísimas horas el camino de Caraz a Huaraz.

Aquel día se comunicó al ejército la siguiente:

ORDEN GENERAL

Su Excelencia el Libertador ha sabido con indignación que la gloriosa bandera de Colombia, cuya custodia encomendó al batallón Vargas ha sido infamada por los mismos que debieron ser más celosos de su honra y esplendor, y en consecuencia, para ejemplar castigo del delito, dispone:

1.º El batallón Vargas ocupará el último número de la línea, y su bandera permanecerá depositada en poder del general en jefe hasta que por una victoria sobre el enemigo borre dicho cuerpo la infamia que sobre él ha caído.

2.º El cadáver del delincuente será sepultado sin los horrores de ordenanza, y la hoja de la espada que Colombia le diera para defensa de la libertad y la moral, se romperá por el furriel en presencia de la compañía.

Digna del gran Bolívar es tal orden general. Sólo con ella podía conservar su prestigio la causa de la independencia y retemplarse la disciplina militar.

Sucre, Córdova, Lara y todos los jefes de Colombia se empeñaron con Bolívar para que derogase el artículo en que degradaba al batallón Vargas por culpa de uno de sus oficiales. El Libertador se mantuvo inflexible durante tres días, al cabo de los cuales creyó político ceder. La lección de moralidad estaba dada, y poco significaba ya la subsistencia del primer artículo.

Vargas borró la mancha de Huaraz con el denuedo que desplegó en Matará y en la batalla de Ayacucho.

Después de sepultado el capitán colombiano, dirigiose Bolívar a casa de la señora de Munar y la dijo:

—Saludo a la digna matrona con todo el respeto que merece la mujer que en su misma debilidad supo hallar fuerzas para salvar su honra y la honra de los suyos.

La señora de Munar dejó desde ese instante de ser goda, y contestó con entusiasmo:

—¡Viva el Libertador! ¡Viva la patria!

Una frase salvadora

Víctor Hugo ha escrito: «El hombre que ha ganado la batalla de Waterloo no es Napoleón en derrota; ni Wellington replegándose a las cuatro y desesperado a las cinco, ni Blucher que no se batió: el hombre que ha ganado la batalla de Waterloo es Cambronne».

Comentando estas frases del autor de Los Miserables, dice un ilustrado argentino: «De la batalla de Ayacucho puede decirse lo mismo. No fueron Canterac ni los españoles que quedaron tendidos en el campo de batalla quienes la perdieron. Fue un dicho quien la ganó. ¿Quién lo dijo? Un hombre cuya edad era apenas la de la revolución: un general de veinticinco años: Córdova, que en lo más crítico de la acción bajose del caballo y levantó su sombrero elástico en la punta de su espada, exclamando: ¡Adelante, con paso de vencedores!».

Estos bellísimos conceptos del escritor bonaerense han traído a mi memoria un ya casi olvidado recuerdo de algo que cuando yo contaba quince años oí referir a un viejo veterano de la independencia. Ese algo es también un dicho, una exclamación de un humilde soldado, tres palabras, que proferidas en un momento supremo salvaron después de los descalabros de Torata y Moquegua los restos del ejército peruano.

Demos forma al recuerdo, y salvemos del olvido histórico el nombre de ese valiente. Para el capitán repica la gloria con campanas de metal, y si alguna vez repica para el pobre soldado es... con campanas de palo.

El 19 de enero de 1823 el general Valdez, excelente táctico y arrojado militar, había conseguido atraer por medio de hábiles maniobras al ejército patriota hacia las alturas de Torata. Después de nueve horas de obstinado combate, en que los independientes perdieron más de setecientos hombres, hubo que emprender retirada sobre Moquegua. Allí acampó el general Alvarado para reorganizar sus tropas; mas habiendo recibido Valdez el refuerzo de la división de Canterac, cayó en la mañana del 21 sobre Moquegua. La escasez de municiones, las rencillas entre los jefes, la influencia que en la moral del soldado debió tener el contraste del 19, y más que todo las desacertadas disposiciones del general, dieron por resultado una nueva derrota para los republicanos.

Reducidos los patriotas a mil quinientos hombres, poco más o menos, emprendieron una desastrosa retirada sobre la costa, perseguidos tenazmente por el engreído vencedor. Allí fue cuando La Rosa y Taramona, esos amigos inseparables en el salón y en el campo de batalla, como dice Lorente, imitando el heroísmo del alférez Pringless y sus cuatro granaderos en la acción de Pescadores, prefirieron lanzarse al mar antes que rendirse prisioneros a las tropas de Olañeta.

Los mil quinientos dispersos de Alvarado, siempre perseguidos de cerca por el formidable ejército realista, desesperaban ya de llegar al puerto de Ilo, donde reembarcándose en los transportes, salvarían de ser victimados. Doscientos veinte granaderos de a caballo, mandados por el comandante don Juan Lavalle, ese león desencadenado, como lo llama uno de sus biógrafos, cuyas hazañas son dignas de la epopeya, se encargaron de proteger una retirada que casi tenía el aspecto de un sálvese el que pueda.

El enérgico Lavalle, siempre que veía a los infantes próximos a ser envueltos por el enemigo, se lanzaba con sus granaderos, sable en mano, sobre las columnas realistas, dando así lugar a los patriotas para adelantar camino. Y de estas cargas dio cuatro, saliendo de cada una de ellas con veinte o treinta hombres menos; pero aunque siempre rechazado, el objeto del bravo comandante estaba conseguido. Los mil quinientos infantes se alejaban siquiera una milla de sus perseguidores.

Después de la cuarta arremetida, Lavalle contó su gente. ¡Ciento quince hombres! Los demás habían sucumbido heroicamente.

Y entretanto los realistas, redoblando sus esfuerzos, lograron colocarse a pocas cuadras de la infantería patriota, que falta de pólvora y de organización, habría tenido que rendirse. No era posible intentar siquiera un simulacro de resistencia para alcanzar una capitulación.

Todo estaba perdido.

Lavalle mismo vacilaba para una nueva acometida. Era llevar a seguro sacrificio a los pocos valientes que lo acompañaban, sin probabilidad de que ese sacrificio salvase a los vencidos en Torata y Moquegua.

Fue entonces, en ese momento de suprema angustia, cuando un granadero, llamado Serafín Melvares, exclamó:

—¡Un Necochea aquí!

Lavalle alcanzó a oír la exclamación de aquel bravo, cuyo nombre felizmente ha salvado la tradición haciéndolo llegar hasta nosotros; acaso la consideró como un reproche que ponía en duda su jamás desmentido arrojo, y contestó exaltado:

—Lo mismo sabe morir un Lavalle que un Necochea. ¡A la carga, granaderos!

Y fue tan audaz e impetuosa la embestida, que a no ser tan numeroso el ejército realista, los triunfos de Torata y Moquegua se habrían convertido en derrota.

Entre Lavalle y Necochea existió siempre la emulación del valor, caballeresca rivalidad en la que, disputándose la primacía aquellos dos bizarros adalides, era la causa de la independencia quien obtenía la victoria.

Después de esta quinta carga, el ejército español cesó en la persecución de los patriotas.

Cuando Lavalle pudo contar su tropa, sólo ochenta y tres de sus granaderos lo acompañaban. En aquella carga desesperada y memorable habían perecido treinta y dos.

El soldado Serafín Melvares era uno de los muertos. ¡Gloria a su nombre! Una exclamación suya, una frase incorrecta, tres palabras que no expresaban con claridad un pensamiento, bastaron para salvar los restos de un ejército que en 1824 debía afianzar en el campo de Ayacucho la libertad de un continente.

El primer cónsul inglés

(A don Modesto Basadre)

A principios de 1824, y como acto que implicaba el reconocimiento de la autonomía peruana, acreditó el gabinete de San James a mister Tomás Rowcroft con el carácter de cónsul de Inglaterra en Lima.

Cuando llegó al Perú el agente británico, encontró la capital y el Callao en poder de los realistas por consecuencia de la revolución de Moyano.

Lima, la festiva ciudad de Pizarro, presentaba el sombrío aspecto de un cementerio, y la hierba crecía en las calles por falta de transeúntes. El brigadier español don Mateo Ramírez traía, con la ferocidad de sus actos, aterrorizados a los vecinos.

«Asomado a un balcón del convento de la Merced —dice un notable historiador contemporáneo—, se divertía en hacer subir a los pocos jóvenes elegantes que atravesaban la plazuela y les hacía rapar la cabeza, pretextando que llevaban el cabello a la republicana. El señor Besanilla, anciano respetable, fue puesto en cruz frente a la puerta de la Merced, por haber dicho que de un día a otro llegaría Bolívar con fuerzas patriotas. Un farol colocado sobre la cabeza del martirizado caballero permitía leer el siguiente cartel: «Aquí estará colgado Besanilla, hasta que venga la insurgente gavilla».

Aun las mujeres eran víctimas del despótico brigadier, que hacía encerrar por algunas horas en los calabozos del cuartel a las limeñas que lucían aretes de coral o rizos en el peinado, adornos que el Robespierre del Perú, como se le llamaba, calificó de revolucionarios.

Prohibió que las tapadas usaran saya celeste u otras prendas de ese color que estuvo a la moda en la época de San Martín, y condenó al servicio de los hospitales a varias muchachas del genio alegre, por el crimen de haber cantado esta copla muy popular a la sazón:

«A D. Simón Bolívar
por Dios le pido,
que de sus oficiales
me dé marido».

El brigadier don Ramón Rodil manteníase en el Callao al mando de tres mil soldados, y gozaba de gran prestigio y popularidad en el vecindario, unánimemente realista, de esa plaza. El castellano del Real Felipe no había aún recurrido a las medidas de rigor extremo que más tarde le conquistaron siniestro renombre.

Tal era la situación a la llegada del cónsul inglés.

Mister Rowcroft frisaba en los cincuenta años, y era el perfecto tipo del gentleman. Acompañábalo su hija, miss Ellen, una de esas willis vaporosas y de ideal belleza, que tanto cautivan al viajero en un palco de Covent-garden o en las avenidas de Regent's Park.

Bolívar se encontraba en el Norte, y allí le envió sus credenciales el agente británico, a las que el Libertador puso inmediatamente el exequatur.

El 5 de diciembre los realistas de Lima emprendieron la retirada al Callao. Sabíase con fijeza que el 7 debía entrar Bolívar en la capital.

A las diez de la mañana del 6 mister Rowcroft, acompañado de su hija, se dirigió en su coche al Callao, donde ya lo esperaba una embarcación de la fragata inglesa Cambridge. Hasta las cuatro de la tarde permaneció a bordo el cónsul en conferencia con el comandante de la nave.

A Rodil no podía dejar de ocurrírsele que aquella entrevista en vísperas de llegar Bolívar era motivada por razones de política adversas a la causa del rey, y se paseaba impaciente en el corredor del resguardo.

Al desembarcar el cónsul se le acercó el brigadier, dio galantemente el brazo a miss Ellen y la acompañó hasta el estribo del coche.

—Señor general —preguntó en mal español mister Rowcroft—, ¿no haber peligro en el camino?

—Ninguno, señor cónsul —contestó Rodil—, sin embargo, aquí tengo listo un pase firmado por mí para las avanzadas del rey.

—¡Very well! (muchas gracias) —repuso el cónsul, guardándose el papel en el bolsillo.

—Si hay peligro para usted —continuó Rodil— será por parte de la montonera insurgente.

—¡Oh, no! Patriotas conocer mí mucho... Montoneras my friends... estar amigos.

Sonriose Rodil, se estrecharon la mano, sentose el cónsul al lado de su hija, y el carruaje se puso en marcha.

La última avanzada de los españoles estaba en Bellavista, protegida por los cañones del castillo. El oficial que la mandaba aproximose a la portañuela del coche, se impuso del salvoconducto, y dijo:

—Hasta aquí, señor cónsul, se ha entendido usía con nosotros y no le ha ido mal. En el resto del camino entiéndase con los insurgentes. ¡Buen viaje!

Miss Ellen, a pesar de no entender el español, creyó encontrar algo de siniestra burla o de encubierta amenaza en el acento del oficial: tuvo lo que se llama una corazonada, una de esas intuiciones misteriosas, de que Dios fue pródigo para con la mujer, y dijo en inglés a su padre:

—Tengo miedo, regresemos al Callao.

—¡Niña, niña! —murmuró el cónsul con tono cariñoso y de paternal reproche—. Tengo deberes que cumplir en Lima... Media hora más y habremos llegado.

Y dirigiéndose al auriga, añadió:

—¡Go head!

Cuatro minutos después, al pasar por el Carrizal de Baquíjano, una lluvia de balas cayó sobre el carruaje.

El cochero torció bridas, y a escape tomó el camino del Callao.

La débil joven iba desmayada, y mister Rowcroft, atravesado el vientre por una bala, se retorcía en angustiosas convulsiones.

Rodil, que continuaba su paseo en el corredor del arsenal, se manifestó muy solícito para asistir al herido, que murió doce horas después, auxiliado por el cirujano de la Cambridge.

El día 11, y después de embalsamado el cuerpo, desembarcaron cien marineros de la fragata, la oficialidad inglesa y la de la corbeta francesa Diligente. Embarcose el fúnebre cortejo en quince lanchas, disparose de minuto en minuto un cañonazo, y el cadáver fue sepultado en la isla de San Lorenzo... ¿A quién culpar de este crimen?

Don Gaspar Rico y Angulo, periodista español, redactor de El Depositario, literato sin literatura, gran aficionado al chiste grosero, hombre de carácter atrabiliario y confidente de Rodil, pretendió en su infame papelucho echar la responsabilidad sobre los guerrilleros patriotas. Mas, por la descripción que hizo del entierro, hay derecho para juzgar que entre los realistas del Callao se tributaron aplausos al crimen. Y para que no se diga que opinamos a la birlonga o sin fundamento, copiaremos un artículo que, firmado por Rico y Angulo, apareció en El Depositario del Callao correspondiente al 17 de diciembre, víspera del día en que llegó a Lima la gran noticia de la victoria de Ayacucho:

ESPECTÁCULOS PÚBLICOS.— El día 11 se presentó uno muy pomposo a la vista de este pueblo en el entierro de don Tomás Rowcroft sin tripas. Parte de ellas se las achicharraron a balazos los montoneros de la Patria gran p...erra, y el residuo de las que formaban el bandullo se lo extrajeron para embalsamarlo. Cuando emprendieron esta operación, muy rara en estos países, dijeron los dolientes que la practicaban para poder llevar a Londres reliquias del difunto; pero hubo de ocurrir algún embarazo, y las llevaron a la vecina y desierta isla de San Lorenzo, donde descansan en paz, si no les hacen guerra las aves de rapiña que tienen y no tienen alas. Unas gentes decían que el féretro pesaba mucho porque iba lleno de onzas de oro, y otras propalaban que el difunto olía a azufre porque se lo llevaron los diablos. Si todo eso se dice y se oye en un pueblo civilizado y en el siglo de las luces, ¿qué habrían dicho en un siglo de barbarie? Nuestros beatos, beatas y algún fraile de los espectadores repararon en un clérigo, que no hay demonio que les persuada ser eclesiástico de la comunión católica, porque no le vieron capa pluvial, casulla, sobrepelliz, estola, ni vieron adjunto sacristán, cruz, acetre, hisopo ni agua bendita. Y no digo lo que dijeron de este ministro consolador de los luteranos, porque no es bueno descubrir todos los disparates que se pronuncian.

Para muestra basta un botón. Así y con mayor crudeza de palabras, pues el escritor tenía a gala ser erudito en el vocabulario obsceno, están escritos todos los números de El Depositario. Afortunadamente, Rico y Angulo no ha fundado escuela en el periodismo peruano. Fue un borroneador de papel que no valía media oblea partida por la mitad.

Cuando, formalizado el sitio de los castillos, empezaron las enfermedades y la escasez de víveres a hacer estragos entre los realistas, murió víctima del escorbuto el ramplón periodista que hallara en un entierro motivo para burla.

Ocupándonos, para concluir, de la acusación que Rico y Angulo lanzó contra los guerrilleros de la patria, basta para desvanecerla el considerar que los patriotas no tenían por qué sacrificar a quien notoriamente les era adicto, y que en ese día regresaba del Callao después de conferenciar con el comandante de la Cambridge en servicio de la causa americana. Fueron, pues, los realistas los que, a pocas cuadras de distancia de su línea de operaciones, prepararon la emboscada de que fue víctima el primer cónsul británico en el Perú.

La revolución de la medallita

El marqués de Santa Sofía del Real Secreto y barón de Bobaliche era una copia exacta del niño Goyito, tan espiritualmente pintado por Pardo en su Espejo de mi tierra. Por fortuna, el tipo de esos limeños cándidos de empollar huevos ha desaparecido hasta el punto de que nuestra generación lo juzga inverosímil, no embargante el testimonio de gente que alcanzó a conocer prójimos de esa cría.

Don Chombo (que así lo llamaremos para evitar que, apuntando el verdadero nombre y título, nos armen camorra sus descendientes) seguía en política la bandera del más fuerte.

Cuando en 1821 entró San Martín en Lima, retirándose los realistas a espeta-perros, nuestro marquesito se declaró furioso insurgente, y decía: —¡Hasta cuándo, pues, querían los chapetones que les durase la mamandurria? ¡No, señor: de una vez salgamos de capa rota y seamos dueños de lo nuestro! ¡Viva la patria y mueran los godos!

Cuando en 1824, perdidos los castillos del Callao y en posesión de ellos Rodil, la anarquía entre rivagüeristas y torretaglistas y una larga serie de contrastes pusieron de mal cariz la causa de la república, se apresuró don Jerónimo a voltear casaca, y frecuentando los círculos realistas, decía muy exaltado:

—¡Qué canejo! ¡No puede tolerarse que estos negruscos de insurgentes vengan con sus manos lavadas a hacer cera y pábilo de lo que pertenece a nuestro amo y señor don Fernando VII, que Dios guarde! ¡Viva el rey y muera la patria!

A principios de diciembre de ese año súpose vagamente en Lima que el ejército republicano había sufrido un descalabro en Corpahuaico y Matará, noticia que alentó mucho a los realistas de la capital.

Punto de tertulia para éstos era la tienda de Orcacitas, en la calle del Arzobispo.

Allí se arreglaba la suerte del país a qué quieres boca, y se hacían y deshacían reputaciones, y se inventaban y echaban a rodar bolas estupendas.

A manos del dueño de la tienda había llegado una medalla de las que, con el busto del monarca, se acuñaron en España para conmemorar el restablecimiento del régimen absoluto, y mostrábala el mercader a sus correligionarios don Valerio Tamarite y don Alejo Chamichumi, cuando acertó a entrar el barón de Bobaliche; y los tres amigos, fingiendo un airecito de sorpresa, se confabularon para hacerlo comulgar con una rueda de molino.

—¡Hola, caballeros! ¿De qué se trata?

—De nada, marqués, de nada.

—¿Cómo de nada? ¿Y lo que han escondido ustedes al entrar yo? Me parece, señor Orcacitas, que soy de fiar, y que la justa causa tiene en mí un leal servidor.

—Mire usted, marqués, es que la cosa es muy importante —contestó el tendero.

—Y nos va el pellejo, si los patriotas gulusmean lo que traemos entre manos —agregó Chamichumi.

—Claro como el agua —añadió Tamarite—. El número uno es mucho número y hay que cuidarlo, y los tiempos andan como para no tener confianza ni con el cuello de la camisa.

—¡Pues, hombre! ¡Véngame usted con tapujos, a mí..., al marqués de Santa Sofía del Real Secreto!... ¡No faltaba más! Pues sépase usted, amigo Tamarite, que soy de la logia de Aznapuquio, y que estoy en el intríngulis de las cosas —dijo don Chombo golpeándose el hecho con grotesca fatuidad.

—¡Ah! Si está usted en autos y pertenece a la logia de Laserna y Canterac, no tenemos para qué jugar al escondite —repuso Orcacitas, y sacando la medalla se la enseñó a don Jerónimo.

Éste la miró y remiró, la tomó al peso, la golpeó con la uña para oír el sonido metálico, y devolviéndola a su dueño dijo:

—Plata es. Bien valdrá dos duros. ¿Quiere usted que la juguemos a cara o sello?

—¡Hombre, no hable usted herejías! —interrumpió Tamarite—. Bésela usted para que Dios lo perdone.

—Venga —contestó el marqués—. Nada se pierde con besar, por si es reliquia de algún santo y gano indulgencias.

—No, señor, es más que reliquia —dijo Chamichumi fingiendo indignación.

—¡Bueno! ¡Bueno! No hay que incomodarse, caballeros; que quien peca por ignorancia, venialmente peca.

—Su majestad —continuó Chamichumi— para recompensar a sus fieles vasallos de Lima ha creado una nueva orden con más privilegios que las de Isabel la Católica, San Hermenegildo y Carlos III, y ha mandado cincuenta medallas con su real imagen para que se distribuyan entre otros tantos del partido.

—¡Cómo es eso! ¿Y de mí no se ha acordado el rey, cuando soy más godo que cristiano? —exclamó, entre envidioso y picado, el buen marqués.

—¡Hombre, calma y no sulfurarse! ¡Caramba con el geniecito! Las medallas han venido consignadas al conde de San Isidro, y no tiene usted más que hacérsele presente para que en un santiamén lo condecore.

—Pues donde él me voy, antes que por falta de diligencia me vaya a dejar en claro, diciendo qué ocurrí tarde y que espere a la otra remesa.

—Eso es, marqués, así sobre calentito... ¡Pero por Dios!, guárdenos usted secreto y que nuestros nombres ni suenen ni truenen.

—Pierdan cuidado, caballeros, que mi boca es una alcancía.

Y don Chombo, desempedrando calles, se dirigió a la de Gremios, donde vivía el conde de San Isidro, jefe de una antigua e importante casa de comercio y a la sazón patriota tibio, aunque había estampado su garabato en el acta de la jura de la independencia.

Estaba el señor conde en su escribanía, muy ocupado en confrontar unas cuentas, cuando se presentó el marqués y le dijo:

—Señor conde, aquí estoy porque he venido.

El de San Isidro, que era hombre seriote y de malas pulgas, le contestó sin dejar de examinar papeles:

—Pues ha venido usted, señor marqués, sin ser llamado; y haría bien en salir por donde entró, que ahora estoy rodeado de ocupaciones que no admiten espera.

—El servicio del rey es ante todo, señor mío —repuso Chombito ahuecando la voz—, y sépase usted que estoy inteligenciado del negocio. La prueba es que vengo por la mía.

El conde de San Isidro, que sus razones tenía para andar escamado con la política, dejó la pluma, y poniéndose de pie, balbuceó:

—No entiendo lo que quiere decirme, señor don Chombo.

—Eso es, hágase usted ahora de los del limbo; pero no sabe que tengo muchas agallas. Venga la que el rey me ha mandado, con su correspondiente diploma, y cuente usted con mi silencio, y con que yo y los míos haremos todo lo que de nosotros exija para que el diablo acabe de llevarse a este pícaro de Bolívar, que está con el agua hasta el pescuezo.

—¡Vamos, señor marqués, usted ha almorzado fuerte, y que me aspen si comprendo jota de lo que tan sin ton ni son está ensartando!

—¡Hola! ¡Sigue usted negativo y contumaz, como si yo no fuera hombre de guardar un secreto! Pues mire usted lo que hace, señor mío; porque si no me entrega mi medalla, suelto lengua y se lleva el diablo la pipa. Conmigo no juega usted ni nadie, y puede que la torta le cueste un pan, y que Bolívar lo fusile sin misericordia. ¡Hombre! ¡Estamos frescos! ¡Habrase visto pechuga de la laya!

Y don Chombo salió viendo lucecitas de rabia de casa del de San Isidro, dejando a éste metido en un mar de confusiones y con un susto mayúsculo dentro del cuerpo.

El marquesito fue refiriendo a cuantos encontró por el camino (por supuesto, recomendándoles el secreto) que consignado al conde de San Isidro había enviado su majestad el Borbón un cargamento de condecoraciones, y que el zamarro encargado de repartirlas entre los leales se había propuesto hacer serrucho con ellas, traicionando el propósito del monarca.

Con más velocidad que si hubiera venido impresa en la Gaceta de Madrid, corrió la especie entre los partidarios de España, y la casa del conde de San Isidro fue un jubileo de entradas y salidas de hombres, y hasta de mujeres, que iban a reclamarle la medalla; pues estaban segurísimos de no haber sido olvidados por don Fernando VII el Deseado en la distribución de sus reales mercedes, que debía correr parejas con las llamadas mercedes enriqueñas repartidas a manos llenas por el de Trastamara entre los que lo ayudaron a derrocar al rey don Pedro y usurparle la corona.

El malaventurado conde, que sin saber cómo se encontraba en un laberinto peligroso, sólo pudo escapar de los pedigüeños y del conflicto que preveía refugiándose en una hacienda a cinco leguas de Lima.

Coincidió su repentina ausencia con la fausta noticia de la gran victoria alcanzada por el ejército independiente en Ayacucho; y algunos de los afanosos antes por la medalla, se volvieron al sol naciente, y para congraciarse con el Libertador le denunciaron que el de San Isidro poseía los hilos de un plan diabólico que si a tiempo no se destruía pondría infaliblemente la República al borde del abismo.

A ser menos circunspecto Bolívar, habrían ido a chirona todos los acusados como cómplices en el nefando y misterioso proyecto. Por fortuna, el Libertador era hombre de no asustarse con duendes ni musarañas, y fue tan sagaz y hábilmente desenredando la madeja, que a la postre llegó a sacar en limpio que el origen de todo el caramillo estaba en la candorosidad del marqués de Santa Sofía del Real Secreto y barón de Bobaliche, quien de una hormiga había hecho un elefante.

Desde entonces, siempre que le hablaban a Bolívar de maquinaciones contra el gobierno, contestaba sonriendo:

—¡La pim... pinela! ¿Si será esto como la revolución de la medallita?

Bolívar y el cronista Calancha

(A Aurelio García y García)

I

Después de la batalla de Ayacucho había en el Perú gente que no daba el brazo a torcer, y que todavía abrigaba la esperanza de que el rey Fernando VII mandase de la metrópoli un ejército para someter a la obediencia a sus rebeldes vasallos. La obstinación de Rodil en el Callao y la resistencia de Quintanilla en Chiloé daban vigor a esta loca creencia del círculo godo; y aun desaparecidos de la escena estos empecinados jefes, hubo en Bolivia a fines de 1828 un cura Salvatierra y un don Francisco Javier de Aguilera que alzaron bandera por su majestad. Verdad es que dejaron los dientes en la tajada.

Lo positivo es que entre los republicanos nuevos y monarquistas añejos había una de no entenderse y cada cual tiraba de la manta a riesgo de hacerla girones. No sin razón decía un propietario de aquellos tiempos: «La madre patria me ha quitado dinero y alhajas, y el padre rey ganados y granos. No me queda más que el pellejo: ¿quién lo quiere?».

Existe en el campo de batalla de Ayacucho una choza o casuca habitada por Sucre el día de la acción. Pocas horas después de alcanzada la victoria, uno de los ayudantes del general puso en la pared esta inscripción:

9 DE DICIEMBRE DE 1824
POSTRER DÍA DEL DESPOTISMO

Una semana más tarde se alojaba en la misma choza la marquesita de Mozobamba del Pozo, peruana muy goda, y añadía estas palabras:

Y PRIMERO DE LO MISMO

En el Cuzco, último baluarte del virrey Laserna, había un partido compacto, aunque diminuto, por la causa de España. Componíanlo veinte o treinta familias de sangre azul como el añil, que no podían conformarse con que la República hubiera venido a hacer tabla rasa de pergaminos y privilegios. Y tan cierto es que la política colonial supo poner raya divisoria entre conquistadores y conquistados, que para probarlo me bastará citar el bando que en 17 de julio de 1706 hizo promulgar la Real Audiencia disponiendo que ningún indio mestizo, ni hombre alguno que no fuera español, pudiese traficar, tener tienda, ni vender géneros por las calles, por no ser decente que se ladeasen con los peninsulares que tenían ese ejercicio, debiendo los primeros ocuparse sólo de oficios mecánicos.

Mientras los patriotas usaban capas de colores obscuros, los recalcitrantes realistas adoptaron capas de paño grana; y sus mujeres, dejando para las insurgentes el uso de perlas y brillantes, se dieron a lucir zarcillos o aretes de oro.

Con tal motivo cantaban los patriotas en los bailes populares esta redondilla:

«¡Tanta capa colorada
y tanto zarcillo de oro!...
Si fuera la vaca honrada
caernos no tuviera el toro».

A la sazón dirigiose al Cuzco el Libertador Bolívar, donde el 26 de Junio de 1825 fue recibido con gran pompa, por entre arcos triunfales y pisando alfombras de flores. Veintinueve días permaneció don Simón en la ciudad de los Incas, veintinueve días de bailes, banquetes y fiestas. Para conmemorar la visita de tan ilustre huésped se acuñaron medallas de oro, plata y cobre con el busto del Padre y Libertador de esta patria peruana, tan asendereada después.

Bolívar estaba entonces en la plenitud de su gloria, y he aquí el retrato que de él nos ha legado un concienzudo historiador, y que yo tengo la llaneza de copiar.

«Era el Libertador delgado, y de algo menos que regular estatura. Vestía bien, y su aire era franco y militar: Era muy fuerte y atrevido jinete. Aunque sus maneras eran buenas y sin afectación, a primera vista no predisponía mucho en su favor. Sus ojos, negros y penetrantes; pero al hablar no miraba de frente. Nariz bien formada, frente alta y ancha y barba afilada. La expresión de su semblante, cautelosa, triste y algunas veces de fiereza. Su carácter, viciado por la adulación, arrogante, caprichoso y con ligera propensión al insulto. Muy apasionado del bello sexo; pero extremadamente celoso. Tenía gran afición a valsar y era muy ligero; pero bailaba sin gracia. No fumaba ni permitía fumar en su presencia. Nunca se presentaba en público sin gran comitiva y aparato y era celoso de las formas de etiqueta. Su actividad era maravillosa, y en su casa vivía siempre leyendo, dictando o hablando. Su lectura favorita era de libros franceses, y de allí vienen los galicismos de su estilo. Hablando bien y fácilmente, le gustaba mucho pronunciar discursos y brindis. Daba grandes convites; pero era muy parco en beber y comer. Muy desinteresado del dinero, era insaciablemente ávido de gloria».

El mariscal Miller, que trató con intimidad a Bolívar, y Loronte y Vicuña Mackenna, que no alcanzaron a conocerlo, dicen que la voz del Libertador era gruesa y áspera. Podría citar el testimonio de muchísimos próceres de la independencia que aún viven, y que sostienen que la voz del vencedor de España era delgada, y que tenía inflexiones que a veces la asemejaban a un chillido, sobre todo cuando estaba molesto.

El viajero Laffond dice: «Los signos más característicos de Bolívar eran un orgullo muy marcado, lo que presentaba un gran contraste con no mirar de frente sino a los muy inferiores. El tono que empleaba con sus generales era extremadamente altanero, sin embargo que sus maneras eran distinguidas y revelaban haber recibido muy buena educación. Aunque su lenguaje fuese algunas veces grosero, esa grosería era afectada, pues la empleaba para darse un aire más militar».

Casi igual retrato hace el general don Jerónimo Espejo, quien en un interesantísimo libro, publicado en Buenos Aires en 1873, sobre la entrevista de Guayaquil, refiere, para dar idea de la vanidad de Bolívar, que en uno de los banquetes que se efectuaron entonces dijo el futuro Libertador: «Brindo, señores, por los dos hombres más grandes de la América del Sur, el general San Martín y Yo». Francamente, nos parece sospechoso el brindis, y perdone el venerable general Espejo que lo sujetemos a cuarentena. Bolívar pudo ser todo, menos tonto de capirote.

Otro escritor, pintando la arrogancia de Bolívar y su propensión a humillar a los que lo rodeaban, dice que una noche entró el Libertador, acompañado de Monteagudo, en un salón de baile, y que, al quitarse el sombrero, lo pasó para que éste se lo recibiera. El altivo Monteagudo se hizo el remolón, y volviendo la cara hacia el grupo de acompañantes, gritó: «Un criado que reciba el sombrero de su excelencia».

En cuanto al retrato que de Bolívar hace Pruvonena lo juzgamos desautorizado y fruto del capricho y de la enemistad política y personal.

II

Pasadas las primeras y más estrepitosas fiestas, quiso Bolívar examinar si los cuzqueños estaban contentos con sus autoridades; y a cuantos lo visitaban pedía informes sobre el carácter, conducta e ideas políticas de los hombres que desempeñaban algún cargo importante.

Como era natural, recibía informes contradictorios. Para unos, tal empleado era patriota, honrado e inteligente; y el mismo, para otros, era godo, pícaro y bruto.

Sin embargo, hubo un animal presupuestívoro (léase empleado) de quien nemine discrepante todos, grandes y chicos, se hacían lenguas para recomendarlo al Libertador.

Maravillado Bolívar de encontrar tal uniformidad de opiniones, llegó a menear la cabeza murmurando entre dientes:

—¡La pim... pinela! No puede ser.

Y luego alzando la voz, preguntaba:

—¿Juega?

—Ni a las tabas ni a la brisca, excelentísimo señor:

—¿Bebe?

—Agua pura, excelentísimo señor.

—¿Enamora?

—Es marido ejemplar, excelentísimo señor.

—¿Roba?

—Ni el tiempo, excelentísimo señor.

—¿Blasfema?

—Cristiano viejo es, señor excelentísimo, y cumple por cuaresma con el precepto.

—¿Usa capa colorada?

—Más azul que el cielo, excelentísimo señor.

—¿Es rico?

—Heredó unos terrenos y una casa y, ayudado con el sueldecito, pasa la vida a tragos, excelentísimo señor.

Aburrido Bolívar ponía fin al interrogatorio, lanzando su favorita y ya histórica interjección.

Cuando se despedía el visitante, dirigíase el general a su secretario don Felipe Santiago Estenós.

—¿Qué dice usted de esto, doctorcito?

—Señor, que no puede ser —contestaba el hábil secretario—. Un hombre de quien nadie habla mal es más santo que los que hay en los altares.

—¡No —insistía don Simón—, pues yo no descanso hasta tropezar con alguien que ponga a ese hombre como nuevo!

Y su excelencia llamaba a otro vecino, y vuelta al diálogo y a oír las mismas respuestas, y torna a despedir al informante y a proferir la interjección consabida.

Así llegó el 25 de julio, víspera del día señalado por Bolívar para continuar su viaje triunfal hasta Potosí, y las autoridades y empleados andaban temerosos de una poda o reforma que diese por resultado traslaciones y cesantías.

A media noche salió el Libertador de su cuarto, con un abultado libro forrado en pergamino, y gritando como un loco:

—¡Estenós! ¡Estenós! Ya saltó la liebre.

—¿Qué liebre, mi general? —preguntó alelado el buen don Felipe Santiago.

—Lea usted lo que dice aquí este fraile, al que declaro desde hoy más sabio que Salomón y los siete de la Grecia. ¡Boliviano había de ser! —añadió con cierta burlona fatuidad.

Estenós tomó el libro. Era la Crónica Agustina, escrita en la primera mitad del siglo XVII por fray Antonio de la Calancha, natural de Chuquisaca.

El secretario leyó en el infolio: No es el más infeliz el que no tiene amigos, sino el que no tiene enemigos; porque eso prueba que no tiene honra que le murmuren, valor que le teman, riqueza que codicien, bienes que le esperen, ni nada bueno que le envidien.

Y de una plumada quedó nuestro hombre destituido de su empleo; pues don Simón formuló el siguiente raciocinio:

«O ese individuo es un intrigante contemporizador, que está bien con el diablo y con la corte celestial, o un memo a quien todos manejan a su antojo. En cualquiera de los dos casos no sirve para el servicio, como dice la ordenanza».

En cuanto a los demás empleados, desde el prefecto al portero, no hizo el Libertador alteración alguna.

¿Tuvo razón Bolívar?

Tengo para mí que el agustino Calancha... no era fraile de manga ancha.

Notas
1.

[«caballero» en el original; corrección de la fe de erratas. (N. del E.)]

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2.

Esta cruz se encuentra desde 1885 en la Biblioteca Nacional y se la conoce con el nombre de cruz de los ahorcados. (N. del A.)

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3.

[«mismas palabras» en el original; corrección de la fe de erratas. (N. del E.)]

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4.

[«mazas» en el original; corrección de la fe de erratas. (N. del E.)]

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5.

El erudito autor de la Crónica Agustina del Perú copia así este pasquín:

«Para ti faltó el engrudo,
indio agudo,
para ti faltó el engrudo...».

El que nosotros publicamos, suprimiéndole el cuarto verso, es el que corre en boca del pueblo y que por varias razones creemos sea el verdadero. (N. del A.)

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6.

Acemita quiso decir el poeta. La acemita era el pan de salvado que consumía la gente muy pobre en Lima. (N. del A.)

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7.

[«refacción» en el original; corrección de la fe de erratas. (N. del E.)]

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8.

[«convento» en el original; corrección de la fe de erratas. (N. del E.)]

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9.

En julio de 1594 presente Cervantes un memorial al soberano, pidiendo que le confiriese en América uno de estos cuatro empleos a la sazón vacantes: la contaduría de las galeras de Cartagena, la tesorería de Bogotá, el gobierno de la provincia de Soconusco en Guatemala o un corregimiento en el Alto Perú, y con preferencia el de Chuquiavo (La Paz). (N. del A.)

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10.

[«dieron» en el original; corrección de la fe de erratas. (N. del E.)]

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11.

El manuscrito de Travada se ha publicado recientemente en la colección de documentos de Odriozola. (N. del A.)

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12.

[«lugar materno» en el original; corrección de la fe de erratas. (N. del E.)]

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13.

[«riqueza material» en el original; corrección de la fe de erratas. (N. del E.)]

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14.

[«lista de ocho» en el original; corrección de la fe de erratas. (N. del E.)]

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