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El Pazo de Rebolada se encontraba emplazado en un altozano, a doscientos metros sobre el nivel del mar, aprovechando la prominencia que confería el descenso natural de la ladera antes de morir en plena costa.

El dicho popular «casa grande, capilla, palomar y ciprés: pazo es», que definía a la perfección las viviendas de la nobleza gallega, cobraba forma especialmente en el Pazo de Rebolada.

Se trataba de una casa solariega rectangular, de dos plantas, situada de tal forma que recibía los agradables rayos del sol durante todo el día, lo cual era posible gracias a su situación privilegiada en la colina. Su fachada se vestía de cal, por lo que con el paso de los años había adquirido un tono grisáceo, triando a negruzco, que le confería cierta solemnidad y un indiscutible aire aristocrático rural, acentuado por el escudo familiar de la condesa, de vistoso timbre heráldico tallado en granito, que presidía la fachada principal, sobre la puerta de medio punto, a modo de gala y ornato. El cerramiento era de madera de color verde en forma de estrechas puertaventanas o pequeñas ventanas cuadradas, excepto en la fachada sur de la planta superior, donde adquiría la forma de una amplia y romántica galería orientada mirando al mar.

En una cabecera, se erguía la capilla adosada al Pazo. Sobria, distinguida, sencilla. Detrás de la vivienda, mirando al norte, a cierta distancia en el jardín, se podía encontrar un prominente palomar de diseño cuadrangular y, muy cerca, un característico hórreo de madera teñida de rojo, alzado sobre seis pilares de granito.

Escoltando la Casa Grande, cinco oscuros cipreses centenarios, símbolo de intemporalidad y distinción, permanecían enhiestos e imperturbables al paso del tiempo, como fieles y legendarios centinelas de aquel señorío.

A un costado de la plaza, justo al lado de la enorme y maciza portilla de entrada, se erguía la oscura casa de piedra de los sirvientes, en cuyo margen se emplazaban los establos, un viejo pozo cubierto y algunas dependencias más. En medio del atrio, un solemne crucero de granito.

Limitaba toda la finca un prominente muro de piedra de considerable altura que, con el paso del tiempo, se había ido vistiendo de hiedra y maleza.

La propiedad incluía también más de treinta hectáreas de jardín, campo agrícola y frondoso bosque. Y una generosa vacada que amansaba los campos de san Julián y contribuía a engrosar las rentas de la casa solariega.

Ana descendió del carruaje valiéndose de la ayuda de un sirviente. Una vez puesto el primer pie en el suelo, inhaló en profundidad y trató de obviar el agitado aleteo de su corazón.

Doce amplios escalones de piedra descendían ante ella y la separaban del atrio. Doce escalones entre su persona y aquel precioso Pazo que siempre había amado y que, en realidad, apenas había podido disfrutar en toda su infeliz existencia.

A ambos lados del pórtico distinguió dos largas hileras de sirvientes. A la izquierda, las doncellas, perfectamente ataviadas con sus rigurosos vestidos negros, en los que destacaba la manteleta blanca cruzada sobre el pecho, el delantal blanco del mismo largo y volumen que las faldas y la cofia blanca.

A pesar de la rigidez de su pose, pudo apreciar que muchas se sentían nerviosas por recibir, en algunos casos seguramente por vez primera, a la joven condesa. A la derecha, los lacayos, con sus negras e impolutas libreas, a juego con calzones por la rodilla y sus respectivas medias blancas, impecables y sin arrugas, camisa blanca y chaleco perfectamente abrochado y tirante, dirigiéndole furtivas miradas de soslayo mientras se esmeraban por permanecer en perfecta formación. Y en el centro, bajo el arco porticado, el implacable dirigente de aquella atribulada compañía. La silueta erguida, siniestra y temible del tirano: don Alejandro Covas.

Ana jadeó, sintiéndose repentinamente amedrentada, como cuando era niña y la silueta oscura de su padre se recortaba bajo el umbral, y sabía que acudía a regañarla o azotarla por un comportamiento indebido.

Alisó con la mano las arrugas inexistentes de la falda en un gesto sistemático, tratando de atemperar su ánimo. Lejos quedaba ahora aquella niña indefensa, por lo que no iba a consentir que la presencia de aquel hombre siguiera torturándola más allá de sus recuerdos. Ahora era una mujer. La condesa. El reinado de dolor del tirano había tocado a su fin. Y él tenía que aceptarlo.

Adelante Ana, estás en casa, en el hogar de tu madre, no permitas que él enturbie este momento también. Su potestad tiene que debilitarse de una vez por todas hasta desaparecer por completo. No puede dominarte, no puede dominarte… no se lo permitas.

Manteniendo la costumbre que conservaba de su tierna infancia, se detuvo al pie del primer escalón, alzó la mano derecha y la mantuvo suspendida en el aire hasta que doña Angustias la atrapó en la suya. El apretón de dedos de la anciana consiguió reportarle un ápice de aplomo.

—¿Preparada? —susurró el ama sin apenas mover los labios, con la mirada fija en el severo conde. Era más que evidente que aquella mujer la conocía mejor que cualquier otra persona en el mundo.

—Ante él, nunca. —Pero sus palabras no tomaron posesión de su rostro pues, en el acto, se obligó a esbozar una amplia sonrisa y a descender los escalones manteniendo la espalda erguida y la barbilla en alto, desafiante, dando a entender que la presencia de aquel tirano ya no le producía ningún miedo.

Los pasos de la señorita resonaron sobre la piedra de la escalera, tal era el silencio solemne que envolvía el momento.

Doña Angustias la observó de refilón, sintiéndose orgullosa de su niña. ¡Temple, sí señor, temple y compostura hasta la sepultura! Aunque por dentro estuviera muriéndose de miedo, aunque ella pudiera apreciar el temblor de su mano o la ligera vacilación en sus pasos, por fuera seguiría comportándose como una auténtica reina; su porte era tan digno y su belleza tan serena que conseguiría abrumarlos a todos. Incluso al villano. Estaba segura de ello.

Al llegar frente a su padre se detuvo, soltó la mano amiga, alzó la barbilla y su mirada recorrió en un solo movimiento el temido rostro. El gesto hirsuto del hombre, y aquel semblante apergaminado de bigote enorme, le provocaron un estremecimiento que la sacudió de arriba abajo. Efectivamente su expresión seguía siendo dura, pura piedra tallada en forma humana, pero el descubrimiento de varias arrugas alrededor de los ojos y en la frente le hicieron ver que también era mortal y vulnerable al paso del tiempo. No era ningún Dios intocable, como siempre se había empeñado en parecer.

Aferrándose a ese pensamiento, logró mantener la compostura y no ofrecer al tirano el menor síntoma de debilidad. Al fin y al cabo, ¿no era eso era lo que siempre había pretendido inculcarle? Frialdad y compostura. Le demostraría que había sido una alumna aplicada.

—Ana. —Don Alejandro inclinó la cabeza a modo de saludo.

—Padre. —Realizó una rápida flexión de rodillas, manteniendo el talle erguido y la mirada fija en él. Ni un beso, ni un abrazo, ni tampoco un frío besamanos. ¿Para qué? Entre los dos ya estaba todo dicho y no había necesidad de más.

—Bienvenida al Pazo.

¿Lo decía de corazón o sería una simple formalidad fruto de las circunstancias? Lo mismo daba; ella también sabía ser sarcástica.

—Gracias, padre. Me siento feliz de estar aquí. —Paseó la vista por los alrededores, inhaló el fresco aroma de la lavanda y los alhelíes del jardín y sonrió con suficiencia—. En el hogar de mi querida madre.

Don Alejandro acusó la pulla esbozando una sonrisa más falsa que un real de madera, se tragó la bilis que ya quemaba su garganta, y apretó los dientes hasta que las muelas amenazaron con astillarse. Ninguno de los dos supo qué más decir. Nunca habían encontrado temas de conversación con los que pasar un rato ameno, y era obvio que sus mutuas presencias les incomodaban por igual.

Con rapidez, inclinándose de nuevo en una forzada cortesía, el caballero se hizo a un lado para permitirle el paso, indicándole el camino a seguir con un movimiento de su brazo. Ella ni siquiera le miró, sintiéndose ligeramente incomodada con su fingida condescendencia.

—Con su permiso, padre.

Se limitó a traspasar el umbral aguantando la respiración, manteniendo la pose erguida y la dignidad incuestionable de la condesa de Rebolada; en definitiva, lo que todos esperaban de ella. Lo que él esperaba de ella.

—Es propio.

Rebasarlo supuso un gran alivio. Era agradable entrar en aquella casa y permitir que los recuerdos del pasado afloraran a su mente, sobre todo aquellos que incluían a su muy querida madre.

Dos magníficas alfombras vestían el suelo de gres y servían de apoyo a dos robustos sillones torneados estilo Fernando VII, que recibían cordialmente al visitante. Después de un breve recorrido visual, la mirada se volvía de forma inevitable hasta la gran escalera de madera que conducía a la planta superior, cuyos peldaños aparecían revestidos con una moqueta de lana en tonos burdeos. La barandilla del pasamanos, al igual que el pie de arranque y los balaustres que la acompañaban en el ascenso, era robusta y de laborioso labrado en madera de roble, y mostraba sin duda un porte señorial y majestuoso.

Sabiéndola a solas en el gran vestíbulo, y temiendo que se encontrara perdida, doña Angustias corrió a su lado para confortarla con su presencia. En el exterior, don Alejandro se dedicaba a dar órdenes al servicio.

—¿Qué tal la primera impresión, mi niña?

Ana no dejaba de deslizar la mirada por todas partes: desde los señoriales suelos de gres a las paredes forradas de papel pintado; de los muebles ornamentados y macizos, a la mesita velador de forja, y de ahí a los solemnes óleos de antiguos Altamira que llenaban el lugar con su sola presencia.

—Al menos sigo de una pieza —ironizó, conteniendo un suspiro—. Me ha recibido sin la armadura y sin la fusta, lo que es de agradecer.

Doña Angustias secundó su hilaridad con una sonrisa disimulada. Teniendo en cuenta el carácter del conde, encararse con él y seguir de una pieza no era poco.

—¿Todo sigue tal y como lo recordabas? —preguntó, viendo cómo la joven miraba a todas partes con evidente admiración.

—Ahora me parece más bonito aún —dijo, y dedicó una mirada amorosa a su ama— porque ahora estoy aquí para quedarme.

El ama sonrió y la sujetó con afecto por el codo, instándola a caminar.

—Vamos. Te acompañaré a tu habitación, te ayudaré a acomodarte y te subiré unos hojaldres con miel, de esos que tanto te gustan. ¿Hace?

Ana arqueó las cejas.

—¡Todavía te acuerdas…! —No era una pregunta.

—Sigo preparándolos todos los domingos después de misa, como antes. —Le guiñó un ojo con disimulo—. Estoy segura de que aún quedan en la cocina, si es que los mozos no han dado con ellos. Te los subiré enseguida.

Ana esbozó una sonrisa cómplice mientras paseaba la mirada por la iluminada estancia.

—Estoy feliz de estar de vuelta; por el Pazo… —la miró a ella, esbozando una sonrisa radiante— por ti y por tus hojaldres con miel.

Sujetándose las faldas, le ofreció de nuevo la mano para subir las escaleras en su compañía, con la elegancia y la distinción que la caracterizaban.

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Le sorprendió que pocas horas después de su llegada, sin apenas darle tiempo más que a asearse, degustar unos ricos hojaldres en compañía de doña Angustias y cambiarse de vestido y peinado con ayuda de su nueva doncella personal, su padre solicitara audiencia con ella en su despacho.

No debería haber nada de raro en que un padre deseara pasar unos minutos a solas con su única hija tras un largo periodo separados. Deberían tener tanto que contarse, tantas preguntas que hacer y tanto tiempo que recuperar…

Ana puso los ojos en blanco y suspiró. Puede que algo así sucediera en una familia normal, cuya relación entre un padre y una hija normales conseguiría despertar en ella una envidia malsana. Pero no en el caso de don Alejandro Covas y Ana de Altamira; no en una relación tan fría, en constante tira y afloja.

Durante sus escasas visitas por vacaciones, los únicos momentos de reunión padre-hija procedían del tiempo que permanecían sentados a la mesa del comedor. Una mesa enorme, por cierto, que ejercía de perfecta barrera separadora entre ambas almas, pues cada uno solía ocupar su propia cabecera y ni siquiera levantaban la mirada de su servicio para fijarla en el otro. Bueno, siendo sinceros, Ana sí lo hacía. Solía dirigir furtivas miradas a su padre cuando este no se percataba, tratando de entender qué existía de diabólico en él, o de inaceptable en ella, para que jamás le hubiera dado la oportunidad de hacerse querer.

Después, durante la comida, el único sonido que llenaba el comedor procedía del choque ocasional de los cubiertos contra la vajilla, o de algún carraspeo casual.

Ana suspiró ante la negrura de sus recuerdos.

El hecho de que su padre deseara entrevistarse con ella en privado no podía más que extrañarle. Que solicitara dicha entrevista pocas horas después de su llegada, tampoco auguraba nada bueno.

Se miró en el espejo de cuerpo entero de su alcoba, muy erguida, analizando su aspecto. Un vestido en un suave tono blanquiazul, compuesto por un cuerpo de seda entallado con amplio escote en barco, mangas abullonadas a la altura del codo y voluminosa falda se reveló ante ella. El cabello, raya en medio, peinado en un rodete bajo adornado con horquillas de coloridos cristales, remataba el conjunto. Sí, sin duda estaba lo suficientemente aceptable para tan indigno interlocutor. Uno que, con seguridad, ni siquiera levantaría la vista durante toda la conversación para fijarla en alguien tan insignificante como ella.

Se calzó los escarpines de raso sostenidos con cintas, entrecruzando las lazadas alrededor del tobillo, y abandonó su cuarto con la sombra de la desconfianza empañando su mirada. No quería tener miedo, no podía permitirse mostrar debilidad ante su padre, pero no podía negar los nervios que sentía en el vientre.

Doña Angustias la aguardaba al pie del primer escalón, como siempre, esperándola para bajar las escaleras. Ana resopló hastiada, entregándole su mano. Aborrecía aquellas estúpidas reglas instauradas por su padre años atrás con el único objetivo de limitarla y volverla débil y dependiente. No de protegerla, como rezaba doña Angustias a modo de excusa, sino de controlarla. Estaba segura de ello.

Prohibido subir o bajar las escaleras sin la ayuda de un adulto, prohibido relacionarse con personas que su padre considerara inapropiadas —y que venían a ser todas aquellas a las que él no les concediera previamente su aprobación—, jamás hablar con personajes de condición inferior ni rebajarse a ser condescendiente con el servicio, prohibido leer novelas y mucho menos revistas para señoritas, prohibido escuchar a determinados compositores, prohibido pintar o tocar cualquier instrumento, por ser considerado por el señor conde un pasatiempo demasiado frívolo y poco funcional y, sobre todo, prohibido abandonar el Pazo sola.

—¿Sabes qué es lo que quiere, nana? —preguntó en el primer rellano, salvando con un saltito el último escalón, a modo de desafío a tanta absurda normativa. Doña Angustias no la miró, pero aceptó su rebeldía con una sonrisa cómplice.

—No tengo ni la menor idea, niña.

Ana resopló y continuó bajando las escaleras con paso resignado.

—¿Es que ni siquiera va a dejar que me instale en paz? Acabo de llegar de la Corte. —Puso los ojos en blanco—. Santo Dios, ¿qué es lo que quiere de mí? ¿Tanto le fastidia mi existencia que está dispuesto a estorbarla a cada instante?

—No pienses de ese modo, niña.

—No puedo pensar de otra forma, nana. —Segundo rellano y segundo saltito para salvar el escalón—. Estoy segura de que si le hubieran dado a elegir, hubiera preferido un perro en vez de una hija. Un podenco tal vez. —Torció los labios en una sonrisa irónica—. Al menos un perro le serviría para cazar.

—Eres la condesa, haz el favor de no compararte con un perro.

Ana se detuvo en mitad del escalón para mirarla con el ceño fruncido.

—Entonces, ¿qué es eso tan urgente que no puede esperar a que la condesa descanse tras un largo viaje?

—Tal vez desee saber cómo te encuentras…

La joven jadeó, escéptica.

—Muy ingenua demostrarías ser si así piensas, nana. A don Alejandro Covas solo le importan tres cosas.

El ama arqueó una ceja componiendo una expresión interrogante. Ana satisfizo su curiosidad en el acto, acompañando sus palabras de un prolongado suspiro:

—Él, él mismo y otra vez él.

Doña Angustias la acompañó en su suspiro y tiró de ella, que se dejó llevar con docilidad.

—Te espera una intensa vida social a partir de ahora y tu papel en ella es muy importante, querida, no lo olvides.

—No lo olvido —resopló—. Una vida social para la que llevo trece años preparándome.

Doña Angustias continuó sin mirarla, pero su semblante reflejaba ahora una gran compasión.

—Seguramente el conde querrá explicarte cómo están las cosas por aquí, lo que sería absolutamente normal. Tienes mucho sobre lo que ponerte al día, querida.

Ana alzó las cejas.

—Nada hay de normal en mi relación con el señor conde, y lo sabes.

La anciana ignoró el apunte.

—Hay mucho que hacer. Debes conocer a la perfección el funcionamiento del Pazo y de las restantes propiedades de tu madre para cuando llegue el momento de hacerte cargo de ellas. Es un asunto muy complicado y que exige una gran responsabilidad, debes ser consciente de ello.

En el aire flotó lánguido el eco de un suspiro, fruto del aburrimiento y la resignación.

—Tengo cinco años por delante hasta alcanzar la mayoría de edad y poder tomar posesión de todo esto; hasta entonces tengo tiempo de sobra para prepararme, no creo que corra tanta prisa. Además, sé muy bien cómo están las cosas por aquí, nana—replicó, nada más poner pie en el vestíbulo con un nuevo y desafiante saltito—: a merced de un dictador implacable al que nadie soporta.

—Puede que las cosas hayan cambiado. Debes tener fe…

—No lo creo. Mi formación académica ha concluido y las monjitas me mandan de vuelta. —Se humedeció los labios y miró al frente, dispuesta a encarar su destino—. Mi padre ha de estar furioso porque no le queda otro remedio que soportar mi presencia.

Doña Angustias la liberó de su agarre y la dejó ir, sin más palabras. No eran necesarias: la niña tenía razón en todo lo que había dicho.

Ana cruzó el vestíbulo con aplomo. Sus pasos ni siquiera se sentían sobre el sobrio gres del suelo. La vaporosa tela de su falda emitía un curioso fru fru al caminar, producto de la rigidez del tejido y de la ingente cantidad de tela empleada, a pesar de que esta no descendiera más allá de los tobillos. Su porte, pensaba doña Angustias al verla alejarse, era absolutamente el de una reina, o el de una estrella recién nacida refulgiendo por vez primera en su cielo, un cielo que le había sido arrebatado durante mucho tiempo. Pero no importaba; ya estaba allí, brillando en lo alto, pura, hermosa, resplandeciente, imitando en belleza a Selene, la diosa de rostro plateado que cada noche corona la bóveda celestial en su carro de nácar, derramando a su alrededor el mismo halo de señorío y donosura que la blanca deidad.

Un lacayo le abrió la puerta del despacho después de obsequiarla con la debida reverencia. Entró sin mayor ceremonia, enlazando las manos frente al talle para permanecer de pie en medio de la amplia sala.

En el aire flotaba la esencia amarga del tabaco y la madera seca, una atmósfera sobria y absolutamente varonil. Hacía años que no entraba allí, pero todo mostraba el mismo aspecto austero, oscuro y abrumador que recordaba de niña. Por entonces tenía totalmente prohibido entrar en aquella estancia, y jamás se sintió tentada a deso­bedecer: aquel lugar resultaba casi tan sombrío como el alma que solía ocuparlo.

La escasa iluminación natural procedía de dos únicas ventanas protegidas por espléndidas caídas adamascadas, habitualmente corridas, que sumían la estancia en un ambiente de contrastes, luces, sombras y rincones oscuros. Paneles de oscura madera noble forraban el suelo y las paredes, confiriéndole al despacho una gran distinción y también un aire sombrío e intimidatorio. Un inmenso tapiz vestía la pared lateral y representaba la feroz escena de decenas de perros atacando con saña a un corzo solitario.

Todos contra el más débil, el solitario e indefenso. ¡Qué tópico resulta!

Por fortuna, la visión en la pared principal de un enorme óleo en tonos pastel que representaba a su madre en pose sedente con fresca naturalidad, sonriéndole directamente con su cara de ángel y su porte de ninfa hecha de bruma, consiguió reportarle cierta calma. Algo muy de agradecer en una dependencia que conseguía ponerle los nervios de punta.

Un escritorio robusto presidía el centro de la estancia. Detrás de él la esperaba su padre, con las manos entrelazadas sobre el estómago, repantigado con displicencia en un butacón orejero de estilo afrancesado ricamente tallado y tapizado.

—Padre —saludó con sequedad, doblando la rodilla derecha mientras retrasaba el pie contrario—, ¿me ha mandado llamar?

Él cabeceó en señal de bienvenida y, por toda respuesta, hizo un gesto con la mano para instarla a tomar asiento. Tras un instante de vacilación, Ana optó por acomodar sus faldas, no en la silla vacante frente al escritorio, como era de esperar, sino en un butacón más retrasado, cercano a la puerta y, por lo tanto, lo más distante posible de su padre y propicio para una pronta retirada.

Don Alejandro aceptó el desafío torciendo los labios en una sonrisa cáustica. ¡Ya le daría él verdaderos motivos para rebelarse dentro de unos minutos! Si la muy boba consideraba que tenía alguna posibilidad de salir victoriosa de aquel despacho, se equivocaba con rotundidad.

—Así es, Ana. Te he mandado llamar.

—Pues aquí me tiene, a su merced —inclinó la cabeza en provocadora reverencia, mientras abría los extremos de la falda para insistir en su cortesía. Una forma sutil, como otra cualquiera, de desafiar su autoridad.

Don Alejandro exhaló por la nariz conteniendo un exabrupto y las ganas de abofetear a aquella melindrosa insurgente.

—Soy consciente de que acabas de llegar y de que seguramente te encuentres todavía cansada del viaje.

Al menos tiene la delicadeza de darse cuenta de ello, aunque no se moleste en respetarlo.

—No se preocupe, padre —dijo convencida de que, por supuesto, no lo hacía—; efectivamente, no es un trayecto que haya realizado más que cuatro o cinco veces durante toda mi vida —la puñalada fue efectiva, a juzgar por el fruncimiento de ceño del caballero—, pero soy una persona fuerte y estoy convencida de que, después de una noche de descanso, me sentiré recuperada por completo. Mi cama, la cama del Pazo, no puede compararse con el asiento del carruaje, o con la dura y estrecha cama del internado.

Ana casi podría jurar que los extremos del bigote temblaron debido a la tirantez que sufrieron los labios. Aquel hombre que se sentaba del otro lado del escritorio era su padre tan solo porque así lo rezaba un documento legal. Jamás había recibido de él más que desprecio o indiferencia.

—Me alegra que pienses así y que te presentes como una criatura fuerte y resistente, puesto que, como bien sabes, la vida de un noble no admite pausas innecesarias ni flaquezas. Hay asuntos que están por encima de nuestros propios intereses. Nos debemos al pueblo, a aquellos que dependen de nosotros, y tenemos la obligación de cumplir con nuestras responsabilidades. Espero que seas consciente de ello. —Ana le miró de soslayo. ¿Ahora pretendía hablarle de responsabilidades? ¿Él, que siempre había eludido las suyas como padre?

—Y cumpliré con las mías sin rechistar, como he hecho siempre. —Le dirigió una mirada retadora, cargada de intención—. Soy consciente de lo que represento y lo que se espera de mí. He venido para ser la condesa.

Don Alejandro esbozó una amplia sonrisa que elevó aún más los curvos extremos de su bigote. Su mirada rezumaba tanta maldad que ni la más radiante de las sonrisas sería capaz de disimularla. Tampoco tenía la menor intención de hacerlo.

—No esperaba menos de la señorita condesa, que tanto entusiasmo muestra por ejercer como tal —comentó con retintín—. Desde luego es un gran papel el tuyo, y debes de sentirte emocionada por representarlo. —La sonrisa falsa volvió a asomar—. Espero que ese grado de compromiso se extienda no solo a tus funciones de aristócrata, sino también a las de hija.

Ella arqueó una ceja. ¿A dónde pretendía llegar? No pudo evitar que su tono rezumara un cierto reproche cuando se expresó a continuación.

—Creo que siempre he sido una hija leal y obediente. No ha de tener queja de mí. ¿O sí? ¿Le han dicho algo las monjitas?

Don Alejandro la miró sin dejar de sonreír. Sin duda había recibido una buena educación: su temple y su flema resultaban admirables. Si estaba asustada, no lo parecía. Si se sentía intimidada, nada en su expresión lo daba a entender. ¡Brillante!

—Nada me han dicho las monjas. Hasta el día de hoy has sido una buena hija —concedió.

Desde luego, no se quejará de que le haya dado mucho que hacer durante estos años.

—Y espero que lo sigas siendo.

—Jamás he cuestionado sus decisiones —musitó—, si a eso se refiere.

Y eso que había motivos suficientes para cuestionar cómo un padre puede prescindir de su única hija durante trece años tras la muerte de su esposa.

El caballero se tomó un minuto para inhalar una bocanada de aire y sondear la expresión de su hija. Lacónica, sobria, digna, elegante… ¿A quién pretendía engañar? Seguramente en el fondo fuera una boba soñadora como su madre, solo que ésta, muy al contrario que su progenitora, parecía esconder sus flaquezas tras una máscara de orgullo y altivez. De nuevo, se quitó mentalmente el sombrero ante ella. Parecía una adversaria digna, pero él no se dejaría amilanar jamás por una mujer, y mucho menos por una que le recordara sus limitaciones.

—Supongo que estarás al tanto de que no posees la mayoría de edad necesaria para administrar tus bienes. —Ana se humedeció los labios. ¡Así que la había mandado llamar para hablar de dinero! Ahogó un jadeo. ¡Por supuesto! ¿Qué otra cosa podría importarle más a su viejo y astuto padre? Sabía que era inútil tratar de mantener cualquier suerte de conversación elevada con él.

—Estoy al tanto. —Una sola de sus cejas se elevó, concediéndole a su rostro una expresión de suspicacia—. Es decir, no entiendo mucho de leyes, pero recuerdo que una vez el abogado de la familia habló de ello durante una de mis visitas al Pazo.

—Tampoco puedes firmar contratos o manejar propiedades. —Conforme hablaba, la sonrisa del conde se ensanchaba con maldad, como el truhan que maquina algo y se regocija ante la perspectiva de llevarlo a cabo—. Ni siquiera puedes hacerte cargo de la herencia de tu madre. No sin la presencia de tu tutor legal, en este caso, yo. Solo eres condesa de palabra.

Ana se mordió el interior de las mejillas hasta que el sabor de la sangre se hizo evidente.

—Soy consciente —declaró con sequedad—. Todavía me faltan cinco años; cinco años en los que seguiré estando bajo su tutoría y sus designios, padre. —Inhaló por la nariz hasta que el aire le quemó el interior del tabique nasal, e hizo ademán de levantarse, dispuesta a poner fin a aquella ofensiva charla—. Me doy por informada. ¿Se le ofrece algo más?

Él la fulminó con la mirada, obligándola, sin palabras, a detenerse.

—No te he dado permiso para abandonar el despacho, Ana, vuelve a sentarte.

Al mismo tiempo que Ana abandonaba su plan de escape, el caballero se levantó de su asiento y empezó a pasearse con arrogancia por la estancia, con las manos en puños a su espalda, ocultas bajo los faldares de la chaqueta, y la barbilla erguida. Ana rehusó acompañar sus pasos con la mirada más tiempo del estrictamente necesario, lo que venía a reducirse a unos pocos segundos. No sentía el menor deseo de admirar la figura de aquel hombre.

—Cinco años es mucho tiempo para que una mente influenciable y frágil se mantenga ociosa. Ana Emilia Victoria Federica, Ana de Altamira y Covas… acabas de salir de un internado que ha actuado sobre tu alma a modo de burbuja protectora y, por tanto, tu personalidad es débil y maleable. Y ya sabes lo que opino acerca de la debilidad de carácter.

Ana se mordió el labio inferior. Durante trece años había tenido tiempo de fortalecer su carácter. Y, sin duda, lo había hecho. Se encontraba en un punto en el que no se consideraba a sí misma ni débil ni maleable. Puede que fuese ingenua e inocente, dulce y candorosa en su naturaleza, pero no tonta ni fácil de persuadir.

—Le aseguro, señor…

Pero él la interrumpió.

—No tienes entereza, experiencia ni talante. —Sus ojos se achicaron con maldad—. Y tampoco potestad para tomar decisiones importantes, así que yo las tomaré por ti.

Ana se envaró. No le agradaba el cariz que estaba tomando la conversación.

—¿Qué pretende decirme, padre? ¿Decisiones? No entiendo de qué me está hablando.

—Tu condición y tu patrimonio te convierten en apetecible carnaza para los cazafortunas que pululan de salón en salón, en busca de una incauta que les arregle la vida. Y la casa Altamira no ha nacido para arreglarle la vida a cualquier sacacuartos, lo entiendes, ¿verdad?

Ana frunció el ceño, cada vez más confusa.

—No, no lo entiendo. No sé lo que pretende decirme, y disculpe mi torpeza, señor.

El caballero detuvo en seco su paseo. Resopló, hastiado en verdad de la simpleza de su hija, para dirigirse a ella con voz firme.

—Debes casarte.

Así, sin paños calientes. A sangre fría y sin escrúpulos.

Sin poder contenerse, Ana se levantó de su asiento con tal ímpetu que arrastró la butaca sin ningún tipo de ceremonia hasta que acabó impactando contra la pared, lo que provocó que su padre se envarara y la mirara con el ceño severamente fruncido. Casi en el acto se arrepintió de dejar a la vista sus emociones ante un enemigo tan despiadado; pero, a pesar de ello, no se volvió a sentar. Se limitó a quedarse de pie mientras observaba a su padre con una rabia insondable borboteando en su interior.

—¿Debo casarme? —replicó sofocada—. ¿Para decirme eso ha organizado esta entrevista?

—Es un punto muy importante a tener en cuenta. Un punto que debemos arreglar cuanto antes. En este mismo instante, a ser posible.

Ella jadeó y deslizó la mirada por todas partes sin ser capaz de fijarla en ningún punto concreto.

—Es mi deseo que contraigas matrimonio, Ana —insistió su padre—. Es mejor prevenir que lamentar, mejor buscar un candidato apropiado antes de arriesgarnos a que te desposes con un derrochador que nos hunda en la miseria. Debemos asegurarnos de mantener a salvo el patrimonio familiar, de que la fortuna de la casa Altamira no caiga en malas manos.

Ana se ruborizó hasta el nacimiento de sus cabellos.

—¿Y por qué debo casarme? ¿No puedo permanecer soltera? De ese modo la fortuna que tanto teme perder quedará en manos de la familia —rebatió, sintiendo una oleada de calor e indignación subiendo por su cuello. Seguramente había alzado la voz más de lo esperado en un carácter apacible como el suyo, pero no lo podía ni quería evitar. En esos momentos, ardía en rebeldía.

—¿Soltera? ¡No seas ridícula! —El conde había alcanzado un cierto grado de coloración en el rostro, prueba inequívoca del ardor con el que se expresaba y de lo poco dispuesto que se encontraba a admitir una negativa—. El matrimonio es un negocio. Y los negocios fortifican los blasones familiares. ¿Eres consciente de la vergüenza que supondría para esta noble casa si comprometieras el título y la grandeza de tu apellido por culpa de un comportamiento desacertado?

Ana apretó los dientes hasta que sintió un profundo dolor en las sienes.

—¿Y por qué habría de comportarme con desacierto? ¿Acaso me considera tan imprudente? —Sus manos se cerraron en puños a ambos lados de su cuerpo. Sus uñas se clavaron en las palmas—. ¡Soy una mujer inteligente, sé cuidarme sola, padre! —rugió entre dientes, arrastrando las palabras—. ¡Llevo trece años haciéndolo!

Don Alejandro exhaló profundamente por la nariz. Ana no podía saberlo, pero empezaba a perder la paciencia. ¿Desde cuándo aquella mocosa se atrevía a rebatir sus deseos?

—No se trata de eso. Empiezo a ser consciente de lo inteligente que eres. —La fulminó con la mirada—. Y la inteligencia en una mujer resulta absolutamente indeseable.

Ana no pudo evitar dar un respingo. Aquellas palabras habían sonado demasiado crueles, incluso para un alma cruel por naturaleza.

—Soy joven para casarme, no puede pensar siquiera en obligarme a ello… —Ana parpadeó, expresándose apenas en un susurro. No sabía cómo rebatir y defenderse ante un enemigo tan bien preparado. Y estaba claro que el conde tampoco esperaba que la joven tuviese algo que decir al respecto.

—¡Soy tu padre, y es mi última palabra! —exclamó, dedo acusador en alto—. ¡No te queda otra opción que obedecer… u obedecer!

Ella tragó saliva y fue consciente de la terrible picazón que empezaba a fraguarse detrás de sus párpados y de lo que sucedería si no era capaz de controlarla.

—¡Demonios, no eres una mujer libre, nunca lo has sido y nunca lo serás! Como te dije, no tienes potestad para negarte a mis designios. ¡Y no me desafíes o lo lamentarás! —Su voz descendió una octava para adoptar un registro bajo y sombrío—. No te imaginas cuánto.

Aquella amenaza sonó en su cabeza como la más amarga de las sentencias. Sintió que las rodillas le fallaban, que a su alrededor la habitación al completo, con sus fastuosos candelabros, sus tapices y sus jarrones orientales, se iba a pique con ella dentro. Un sudor frío se instaló sobre su nuca y en su frente. Se apoyó sin disimulo en el brazo del butacón en el que minutos antes se había sentado, para no desplomarse.

—¡Y ahora vete a descansar! Serás informada de todo en su justo momento. ¡Retírate!

Pero Ana no se movió del sitio. Alzó la mirada de forma sistemática y la visión del enorme retrato de su madre consiguió insuflarle arrojos. No podía dejarse vencer, no por él.

—Será todo un detalle por su parte mantenerme informada… de la resolución de mi vida. —Las palabras salieron solas de sus labios, escoltadas por las lágrimas que ya se agolpaban en sus ojos a la espera del pistoletazo de salida.

Se llevó una mano a la helada frente y trató de serenarse, pero las lágrimas empujaban tan fuerte que a duras penas podía contenerlas.

—¿Y si me niego? ¡Soy la condesa! ¿Y si me niego? —protestó entre sollozos.

—¡Con mayor razón, señorita condesa! —replicó burlón—. Es tu obligación dar ejemplo. ¡Debes casarte y obedecer a tu padre! —insistió con rotundidad.

Ella alzó la barbilla, desafiante.

—No voy a casarme, padre. Tendrá que obligarme.

El caballero se llevó dos dedos al puente de la nariz y apretó fuerte mientras cerraba los ojos, aparentemente agotado.

—No me has entendido, Ana. No te estoy ofreciendo una posibilidad a considerar. —La miró achicando los ojos y sonriendo ante su inminente victoria—. Te lo estoy ordenando. —Estrelló el puño contra la mesa, consiguiendo que su hija diera un respingo—. ¡Y obedecerás! ¡Por mi vida que obedecerás! ¡Aunque sea lo último que hagas! ¡Si es necesario, te llevaré a rastras al altar, no te quepa la menor duda!

Ana apretó los labios e inhaló por la nariz. Una lágrima, una sola en realidad, abandonó su refugio para descender con rapidez por la mejilla.

—Me obliga a abandonar una prisión para encerrarme en otra.

Don Alejandro sonrió con amplitud.

—Es el precio a pagar por ser mujer.

—¡Es el precio a pagar por ser su hija! —estalló. Su vano intento por contener el llanto provocó que la barbilla y el labio inferior le temblaran—. Me pregunto qué es lo que gana usted obligándome a casarme. ¿Qué es lo que quiere? ¿El Pazo? ¿El dinero de los Altamira?

Él sesgó su sonrisa.

—Todo eso ya lo tengo.

—¡Pues quédese con todo! —exclamó, completamente ciega a causa de la cortina de lágrimas que velaba sus ojos—. ¡Yo no lo quiero! ¡No necesito nada! —Una chispa de intuición cruzó por su mente. Quizás una salida, después de todo—. ¡Me meteré en un convento! ¡No le estorbaré! ¡Me meteré en un convento! Pero se lo ruego, padre, no me obligue a casarme en contra de mi voluntad.

Don Alejandro mantuvo su característica sonrisa sesgada que le otorgaba un temible halo de malignidad.

—¡No seas hipócrita! ¿Desde cuándo sientes vocación por la vida religiosa? Te casarás: es mi voluntad —levantó el dedo acusador hacia ella— y tú estás obligada a cumplirla, te guste o no. Tu título no es una simple alhaja para lucir en las reuniones sociales, tu título implica responsabilidades. Una de ellas es casarte y aceptar con resignación tu destino.

—Ni siquiera he sido presentada en sociedad… —farfulló, esgrimiendo una última y pobre excusa.

El conde ahogó una risotada.

—¿Quieres un baile de presentación? ¡Lo tendrás! ¡Y después te casarás!

Ana exhaló largamente. Tenía que salir de allí antes de que las lágrimas surcaran su rostro en desbandada o de que sus rodillas cedieran de forma definitiva sometiéndola a una humillación mayor. No quería llorar ni mostrarse débil delante de él, o su triunfo sería aún mayor.

Sin mediar palabra, se dio la vuelta dispuesta a abandonar la estancia. Con mente fría, contó los pasos que la separaban de la puerta; nunca una distancia tan corta le había parecido tan insalvable. Cuando por fin su mano acarició el pomo, su padre soltó el as que guardaba en la manga.

—Mañana, durante la cena, te presentaré a tu prometido.

La mirada que ella le dedicó hubiera sido capaz de traspasarlo si él siquiera la hubiera tenido en cuenta.

—Lo tenía todo preparado ¿verdad? —siseó, entrecerrando los ojos para mostrarle su indignación.

La sonrisa del caballero resultaba tan insultante como fuera de lugar.

—No te preocupes, he elegido lo mejor para ti. Espero que no seas tan necia como para osar siquiera ponerlo en duda.

Ana no pudo contestar; se limitó a fulminarlo con la mirada, deseosa de que él captara todo el odio que se reflejaba en sus pupilas.

—Ni se te ocurra pensar que tu llegada al Pazo va a alterar de algún modo la rutina de este lugar o la mía propia. Sigo siendo el que maneja las riendas de todo esto y de ti misma, no lo olvides —la denigró él—. ¡Retírate! —A continuación inclinó la cabeza para devolver la mirada a los papeles que cubrían su escritorio, dando a entender que la conversación había terminado. Dando a entender que aquel muro resultaría infranqueable.

Y realmente no había mucho más que decir.