Año 2010

Estaban tumbados en un prado húmedo y repleto de diminutas margaritas. Era la flor preferida de Harriet. Había descubierto aquel lugar años atrás y acudía allí con frecuencia para sentarse a pensar, para dejar que el sol se filtrase entre las copas de los árboles y le acariciase la piel. A diferencia del interior del bosque, que la acompañaba en sus enfados, aquel sitio era mucho más luminoso, más puro.

Sonrió cuando Eliott colocó una última margarita entre sus cabellos dorados. Luego la besó. Despacio. Con cuidado. Con dulzura. Sus besos siempre eran así, tiernos.

—¿Crees que tus padres me querrían si nos casásemos algún día?

Se amonestó a sí misma en cuanto terminó de formular la pregunta. Aunque llevaban casi un año saliendo juntos, Eliott evitaba hablar de lo poco que los Dune apreciaban sus elecciones. Para ellos, Harriet tan solo era una niña tonta y mona, hija de un padre alcohólico y misógino y una mujer infiel que les había abandonado a ambos y desatado las habladurías del pueblo.

—Lo importante es que te quiera yo, ¿no crees?

—¿Y me quieres?

—Te quiero, Harriet.

—¿Y si tus padres te convencen de que puedes conseguir a alguien mejor…?

—Tú eres lo mejor para mí. Ya lo sabes.