Vestía unos pantalones vaqueros de campana y una camiseta blanca de tirantes que se ceñía a esas curvas que habían aparecido en su menudo cuerpo de la noche a la mañana. Harriet había crecido, convirtiéndose en una chica atractiva que no pasaba desapercibida. Pero eso solo alimentaba más sus miedos. ¿Y si nadie podía ver nunca quién era ella realmente? ¿Y si nadie se molestaba jamás en arañar detrás de las primeras capas para conocerla de verdad?
Aquella noche, sin embargo, había dejado sus preocupaciones en casa. Todos los habitantes del pequeño pueblo de Newhapton se habían reunido en la plaza y sujetaban en sus manos farolillos de papel encendidos que le otorgaban un halo de magia al lugar. Era el día en el que se inauguraban las fiestas anuales que celebraban cada verano, y el ritual indicaba que se debían liberar los farolillos y pedir un deseo.
Harriet notó la mano de Angie apretando la suya.
—¿Qué vas a pedir? Yo no me decido entre aprobar las asignaturas que me quedan del año pasado o que mi madre deje de perseguirme todo el tiempo. —Angie se puso de puntillas y estudió a los vecinos allí congregados—. Mírala, ahí está, observándonos casi sin pestañear. Es como un pequeño sabueso sin vida propia. ¿Puedes esperar un momento? Voy a exigirle que deje de espiarme.
—Claro.
En cuanto su amiga se alejó un par de metros, alzó la mano y saludó a la señora Flaning con cariño. A pesar de que siempre estaban discutiendo por cualquier tontería, sabía que ambas se querían y, a su manera, estaban muy unidas. La madre de Angie era, eso sí, controladora y se inquietaba demasiado por las decisiones que su hija tomaba. Aunque pudiese suponer un incordio en ocasiones (su toque de queda por las noches era mucho menos permisivo que el de ella), a Harriet le hubiese encantado tener una madre que se preocupase por su futuro y que le impusiese normas y le enseñase a hacer las cosas de la manera correcta.
—¡Ay! —protestó al notar un golpe en la espalda, y al girarse se encontró con una cabellera rubia y unos ojos de un color similar al chocolate fundido que usaba para bañar su pastel preferido, el del relleno de naranja con base de galletas.
—Lo siento. Lo siento mucho. —Eliott Dune le regaló la sonrisa más bonita del mundo y señaló al chico que reía tras él—. El idiota de mi amigo todavía piensa que es divertido ir empujando a la gente por ahí. ¿Te he hecho daño?
—No, no es nada.
—Me llamo Eliott Dune y supongo que tú eres Harriet Gibson. —Le tendió una mano que ella estrechó con nerviosismo—. Creo que no nos habíamos presentado antes.
—Sé quién eres. Te conozco de vista. Del instituto.
Tenía la boca seca cuando él volvió a sonreírle de aquel modo tan arrollador; era como si la curvatura de esos labios tuviese el poder de cambiar el transcurso del mundo. Harriet, al igual que todas las chicas de Newhapton, sabía perfectamente quién era Eliott. El chico de oro. El chico que tenía una familia perfecta y sacaba buenas notas y jugaba mejor que nadie en el equipo de baloncesto del instituto. Iba un curso más adelantado que ella, que acababa de cumplir dieciséis años, y despertaba admiración y envidia a partes iguales.
—Tienes… Tienes una hoja en el pelo. Espera. Deja que te la quite.
Era una señal. Tenía una hoja en el pelo, ¡una hoja! No una mariquita o un chicle de frambuesa, no. Y vale que era una hoja diminuta, del jazmín de la casa de Angie, en la que había estado antes de ir a la plaza, pero el tamaño no era lo importante. Le encantaban las hojas y Eliott Dune había visto precisamente eso en ella. No se había fijado en su escote o en su trasero, sino en la hoja enredada entre su cabello.
—¿Puedes dármela?
—¿Quieres que te devuelva la hoja? —La miró divertido.
Su primer impulso había sido pedírsela y guardarla para siempre en un tarro de cristal. Porque era especial. Un recuerdo. Pero enseguida Harriet advirtió lo estúpido que sonaba aquello. Estaba segura de que Eliott Dune miraría a sus amigos por encima del hombro de un momento a otro y emitiría una risa burlona ante la ridiculez de sus palabras.
No lo hizo.
Tan solo le cogió la mano con la que no sujetaba el farolillo y, tras acariciar la palma con la punta de los dedos, depositó con cuidado la hoja de jazmín.
—Gracias —susurró Harriet.
—No hay de qué, pero me debes un favor. No tengo un farolillo y sí muchos deseos por cumplir. Así que no me negaría a compartir uno con la chica más guapa que he visto en mi vida. —Se inclinó hasta rozar el lóbulo de su oreja con los labios—. Pero no le digas a nadie que te lo he dicho. Ni que llevo meses pensándolo.
Harriet tragó saliva sopesando el significado de sus palabras, y el silencio los envolvió mientras intentaba dar con una respuesta ingeniosa que demostrase que era una chica aguda y lista. Pero, antes de que pudiese encontrar las palabras adecuadas, Angie apareció a su lado dando un pequeño saltito y Eliott se apartó al tiempo que extendía la mano y se presentaba.
—Queda un minuto para que soltemos los farolillos. —Angie miró el reloj de la iglesia blanquecina que presidía la plaza.
La multitud comenzó a impacientarse, revisando que todo estuviese a punto. Y cuando las campanas comenzaron a sonar a las doce de la noche, en medio del caos del momento, nadie fue testigo de cómo los dedos de Eliott se cerraron en torno a los de Harriet y, juntos, lanzaron a la vez el farolillo de papel.
Docenas de luces naranjas y amarillentas surcaron el cielo oscuro y se elevaron en el aire, llevándose consigo los deseos silenciosos de los habitantes de Newhapton.
Cuando el espectáculo visual terminó y la noche se cernió sobre ellos, Eliott rechazó ir con sus amigos a un claro del bosque, conocido porque los jóvenes solían reunirse allí para beber y divertirse lejos de las miradas de los adultos. En cambio, le pidió si podía acompañarla a su casa.
—Me encantaría, pero Angie y yo siempre volvemos juntas.
—Si no tengo que ir con mi madre, como es el caso. —Se apresuró a matizar la morena. Le guiñó un ojo a su amiga—. Había olvidado decírtelo. Mamá quiere ir a casa de tía Madison y recoger el molde que le dejó ayer. Pretende hacer pasteles para medio pueblo durante las fiestas. Ya sabes lo obsesiva que es. —Depositó un beso suave en su mejilla y se alejó unos pasos de la pareja—. Pasadlo bien. Y ven mañana a casa si quieres ayudar a mamá en la cocina.
En cualquier otro momento le hubiese emocionado la idea de tener una excusa para hornear dulces junto a la señora Flaning, pero ahora estaba totalmente absorta en Eliott Dune y su forma silenciosa de caminar. Mientras paseaban por esas calles que tan bien conocía, no dejaba de pensar en el hecho de que él parecía dominar todos y cada uno de sus gestos, desde la forma en la que su mano se balanceaba a un lado y le rozaba casualmente hasta ese modo seductor de mirarla de reojo.
—Y dime, Harriet —saboreó el nombre de la joven—. ¿Cómo es posible que nunca antes hayamos hablado?
Newhapton era un pueblo lo suficiente pequeño como para que resultase extraño que no se conociesen de oídas casi todos los ciudadanos, pero también lo suficiente grande como para que uno pudiese estar toda una vida sin cruzar palabra con algunos de los vecinos.
—No lo sé. Cosas del destino, supongo.
—¿Crees en el destino?
—A veces. ¿Y tú?
—No. Prefiero pensar que puedo controlar mi vida. Que lo que me suceda de ahora en adelante depende solo de mí mismo.
—Pero eso… es imposible.
—¿Por qué?
—Imagina que viene un coche por detrás y nos arrolla, ¿dependería de ti?
—No exactamente. —Chasqueó la lengua—. Puede que algunas cosas tengan mucho que ver con que la suerte esté de tu parte. Eso no quita que, en el fondo, siga deseando controlar el futuro.
Harriet emitió una risita chispeante y alegre que rompió el silencio de la noche.
—Eso es muy…
—Vamos, dilo. No te cortes
Él se metió las manos en los bolsillos con aire divertido.
—Intentar controlarlo todo suena aburrido. Previsible. Sin gracia.
—¿De verdad acabas de llamarme «aburrido»?
—No directamente, pero…
Eliott sonrió. Dejaron de caminar cuando llegaron a la casa de la joven, una de las pocas construcciones de ladrillo ocre del pueblo, con dos plantas y una buhardilla. Ella se sujetó con una mano a la barandilla blanca que rodeaba la propiedad, ahora poco cuidada tras la caída del precio de las acciones de la tabacalera, y lo miró dubitativa mientras sopesaba la mejor forma de despedirse.
—Gracias por acompañarme. Ha sido divertido —dijo—. Y siento lo de «aburrido».
—No lo sientas. Hacía siglos que nadie era realmente sincero conmigo —bromeó, aunque ella dedujo que sus palabras guardaban algo de verdad—. ¿Puedo verte en otra ocasión? Tú y yo, a solas. Como en una especie de cita. —Bajó la vista a la acera unos instantes—. Yo… llevaba un tiempo queriendo hablar contigo. Confieso que no ha sido casualidad que mi amigo me empujase sobre ti. Eres preciosa, Harriet.
Ella notó los pies encogerse en el interior de sus zapatillas debido a la emoción, notó el corazón latiéndole más rápido de lo normal y notó un burbujeo extraño en su estómago.
—¿Me estás pidiendo salir?
—Sí.
—¿Y a dónde iremos? ¿Qué haremos?
—Deduzco que eso es un sí.
Harriet asintió lentamente con la cabeza y Eliott sonrió y acortó la distancia que les separaba. Acogió su rostro entre las manos y le dio un beso cálido en la mejilla derecha, como si ella fuese valiosa, única. Y pensó entonces que quizás el deseo que había pedido al lanzar su farolillo, «que alguien me quiera de verdad», podía llegar a ser realidad algún día. Aquel beso era un buen comienzo.