Año 2007

Cuando Harriet cumplió catorce años, no solo sabía planchar y limpiar cualquier superficie de la casa (desde la tela del sofá que su padre solía manchar cada vez que se le caía un poco de cerveza, hasta los cristales, la madera y el ladrillo), también sabía cocinar mejor que algunas amas de casa de Newhapton. Guisos, legumbres, pescados, carnes, verduras y pastas; había aprendido a manejar y sacar lo mejor de cualquier alimento que cayese en sus manos.

Pero si había algo que le apasionaba era la repostería. En vistas de que a su hija Angie no le interesaba demasiado, la señora Flaning le había ido enseñando las reglas básicas para lograr una buena masa o un bizcocho jugoso y esponjoso. A día de hoy, hacer pasteles se había convertido en una especie de obsesión. Soñaba con mezclas imposibles, con sabores que fusionar, con diseños que crear. Soñaba que la gente disfrutaba comiendo sus dulces y que volvían para repetir y felicitarle por la inusual cremosidad o por el relleno inesperado de frutos rojos que aportaban un toque ácido entre tanto chocolate.

Soñaba… Harriet soñaba tantas cosas…